LA ESCLAVA INFELIZ (4ª Parte).
Historia de una joven que acepta la esclavitud por amor. Pero ese sentimiento puede no se suficiente para alcanzar la felicidad.
LA ESCLAVA INFELIZ (4ª parte).
Al cabo de unas horas, me desperté bastante intranquila. No sabría decir si ya era de día, pero ese silencio sepulcral que envolvía toda la casa, me hacia convencerme de que la noche seguía presente. El tiempo transcurría con lentitud. Sentí unos fuertes pinchazos en los ovarios, intenté paliar la desazón doblando las rodillas todo lo que me dejaba la cadena tratando de colocarme en posición fetal, conseguida la postura, pude comprobar que las punciones iban remitiendo, en cambio, me aumentaba sobre manera el escozor que sentía en el coño. Era lógico, ya que al juntar las articulaciones, éstas, irremediablemente rozaban con mi entrepierna todavía dolorida por el castigo sufrido. Seguía amarrada a la columna con las manos a la espalda y suplicando interiormente que viniera mí Amo cuanto antes a liberarme. No se me quitaba de la cabeza su orden de permanecer atada a ese soporte todos los días que me durara la menstruación, no sabía si podría ser capaz de aguantar semejante tormento. No había pasado ni siquiera la primera noche en su totalidad y ya se encontraban mis brazos bastante lastimados por la postura tan hiriente en el que se obligaban a permanecer. Apelé interiormente a su benevolencia, creyendo que, al verme en el estado en el que me encontraba, condonaría su propia orden y me desataría de inmediato. Por si esto fuera poco, tenía mucho frío, mi cuerpo tiritaba ante esa maldita humedad que corrompía todo el cuarto, metiéndose de lleno entre mis sufridos huesos.
Cerré los ojos, necesitaba poner la mente en blanco y no pensar en éstas calamidades, mi cuerpo precisaba urgentemente dormir algunas horas más. El cansancio acumulado en la última sesión de castigo había sido terrible y todo mi ser pedía a gritos un descanso que pudiera reponer, al menos físicamente, las energías perdidas. Otra de mis preocupaciones se centraba en el momento que tuviera que orinar, menos mal que no tenía muchas ganas. Estaba intranquila, no sabía cómo se comportaría la vejiga cuando llegara el instante de expulsar el líquido, sospechaba que, tras los azotes, toda esa zona pudiera encontrarse algo inflamada. Me toqué el dildo con mis manos, al tenerlas atadas por detrás de la espalda podía alanzar a palpar la empuñadura, pude comprobar que continuaba en su sitio, bien incrustado dentro del ano. Intenté relajarme. Al cabo de unos minutos fui consiguiendo entrar en un segundo sopor.
Me despertó la luz interior del trastero. Abrí los ojos un poco aturdida, tardando unos segundos en acostumbrarse a la claridad. Levanté un poco la cabeza y pude verle. Ahí estaba, de pie junto a la puerta. Te llevo observando unos minutos comprobando lo bien que te adaptas a esta situación, estabas completamente dormida –hablaba sonriendo-. Tanto es así que estaba seriamente dudando si despertarte o no, no fuera alterarte algún sueño húmedo –comentó con displicencia-.
Mientras estabas soñando, -seguía hablando-, te he dejado dos comederos uno con agua y otro con alimentos que espero sean de tu agrado. Miré a mí alrededor y los vi justo al lado de donde me encontraba. Eran metálicos, los típicos utilizados por las mascotas. Efectivamente en uno había agua y en el otro una especie de puré de un color indeterminado entre verde y marrón.
Empieza a desayunar, -me ordenó-. La verdad es que tenía hambre, no sabría decir ya el tiempo que llevaba sin ingerir alimentos. Me puse trabajosamente de rodillas y bajé la cabeza con cuidado hasta poder hundir mi cara, con bastante desazón, ante lo que pudiera encontrar en aquella papilla. La verdad que no sabía tan desagradable como me esperaba. Estaba templada, una temperatura optima para poder engullirlo sin quemarme la tráquea. No podría decir exactamente que podía contener aquello pero me lo tragué hasta la última gota. De inmediato me lancé hasta el agua que bebí con ansiedad sacando mi lengua y absorbiendo todo lo deprisa que pude.
Así me gusta, que comas todo sin rechistar –reía mi Amo-. Por si no te has dado cuenta de lo que has desayunado te diré que son las sobras de un bar cercano. No veas lo que me haces trabajar, -seguía hablando-. Tuve que ir muy temprano a revisar algunos cubos de basura de diferentes locales y pelearme con los indigentes de la zona hasta hacerme con una buena cantidad de desperdicios que he triturado con la batidora. He recogido residuos para, al menos, los días que esté recluida aquí –hablaba satisfecho-. No sabría decirte exactamente que contiene el puré, pero básicamente lo típico en estos casos; Algo de carne un poco putrefacta, la verdad, pero seguro que no la haces ascos, raspas de pescado, mondas de fruta, pan duro, legumbres y otros desperdicios de difícil denominación, en fin, todos productos desechados –sonreía-. Así estarás bien alimentada, comiendo de todo pero sin que me cueste dinero tu manutención –paró de hablar mientras se encendía un cigarro-.
La verdad es que parecía disfrutar humillándome. Podía haberse callado el contenido de la papilla pero se notaba que la degradación a la que me tenía sometida le divertía hasta el punto de aprovechar cualquier situación para someterme aunque fuera dialécticamente. A decir verdad, en ese momento no me afectaron sus palabras y, por supuesto, el contenido de aquel puré que degusté como si se tratara del mejor manjar del mundo. Tenía tanta hambre que me hubiera comido cualquier cosa.
Como te dije anoche -continuaba hablando una vez expulsó el humo de la primera calada-, permanecerás amarrada los días que dure tu menstruación pero eso no quita para continuar, de alguna manera, tu educación como esclava. De momento tenemos que proceder a tu limpieza corporal, estas muy sucia y no me gustaría que cogieras piojos o chinches –seguía explicando-, más que nada por si me los fueras a contagiar.
¡Ponte de pie! –me ordenó-. Con bastante más trabajo de lo esperado pude levantarme. Mi Amo solo se limitaba a mirarme sin ayudar en nada. Me puse de rodillas y dando impulso a mis pies pude ponerme de pie. Ahora puedo comprender lo difícil que es hacer cualquier movimiento, por absurdo que parezca, cuando se tienen las manos atadas a la espalda. De todos modos, mi cabeza estaba a punto de asimilar, al fin, una noticia agradable o, al menos, alentadora. Aunque tuviera que estar amarrada unos días más, al menos me soltaría un rato para que pudiera darme una ducha. Lo necesitaba de veras. El frío que había pasado esa noche debía compensarse con un largo chorro de agua caliente. Necesitaba relajar mis músculos, y, sobre todo, que mis brazos pudieran volver a una posición lógica al menos por un rato, antes de regresar otra vez al cautiverio.
Debía obedecerle lo mejor que pudiera, por nada del mundo quería contrariarle no fuera que pusiera en peligro el baño. Siguió hablando; veo que no te has meado. Mis órdenes eran estrictas al respecto, te indiqué que orinaras cuando tuvieras ganas, al menos esta noche ¿me entiendes? Por otro lado, compruebo con satisfacción, que los fluidos de tu regla sí que han salido regularmente, -sonreía-, tienes los muslos manchados de sangre –dejó de sonreír poniendo un rictus de asco-. Antes de proceder a la limpieza quiero que mees ahora mismo, venga, abre las piernas y ponte a orinar. La verdad es que empezaba a tener ganas, máxime cuando me había bebido un bol de agua. Todavía me resultaba algo cortante el tener que desahogarme ante los ojos de mi Amo, pero no me quedaba otra opción que obedecer, mi ducha estaba en juego, -pensé-. Abrí ligeramente las piernas y con bastante temor por si me escocía, descargué la vejiga. Me calmé inmediatamente al comprobar que no me dolía apenas y el fluido salía sin ninguna desazón. Parecía un surtidor a pleno rendimiento por la cantidad de orín que iba expulsando. Cuando ya rezumaron las últimas gotas, me quedé aliviada. Mi Amo, tuvo que apartarse a un lado para no mancharse ya que, al salir como un torrente, amenazaban con salpicarle sus lustrosos zapatos.
Veo que lo estabas deseando, -reía-. Ponte mirando a la columna –me ordenó-. No sabía muy bien por qué me mandaba que me diera la vuelta pero lo agradecí tenía que ser todo un espectáculo mis muslos y parte de las piernas con manchas de sangre producto de mi menstruación. Baja la espalda –ordenó-, sentí como su mano hurgaba entre mis nalgas hasta coger la empuñadura del dildo. Con fuerza tiró de ella. Al principio costó algo moverlo, lo llevaba desde la noche anterior y se encontraba la zona bastante reseca. Poco a poco el tapón iba cediendo y noté como se dejaba ver. A medida que emergía de entre mis entrañas, el dolor aumentaba en la misma proporción ya que el ano tenía que abrirse más para dejar pasar la zona central, bastante más gruesa que el resto. Empecé a quejarme de angustia. ¡Cállate, zorra! –Alzó la voz-. Debes acostumbrarte a soportar pequeñas molestias sin quejarte. Baja más la espalda -gritó-. Me doblé lo que pude, ayudando de esta manera, a que el dildo pudiera salir completamente.
¡Qué asco!, está manchado de mierda –se le oía vociferar-, venga, ponte frente a mí. Me di la vuelta y quedé muy cerca de donde él estaba sosteniéndolo con dos dedos intentando no mancharse su traje. Acercando el tapón a mis labios me ordenó que sacara la lengua y procediera a su limpieza. No tenía opción, tuve que repasar todo el contorno del aludido dildo. Quedé impresionada en comprobar lo largo y ancho que éste era. El sabor que desprendía no era diferente al que estuve obligada a tragarme el día anterior, por lo que las arcadas que me produjo fueron más soportables, pudiendo disimularlas para que mi Amo no se diera cuenta. Al fin quedó el tapón limpio y suficientemente ensalivado.
Vuelve a ponerte cara al poste –me ordenó-. Escuché como lo dejaba en el suelo y abandonaba la estancia. No sabía qué hacer pero ante la duda permanecí sin moverme, de pie, cara a la columna y de espaldas a la puerta del trastero. Debía obedecer, mi ducha estaba en juego, -pensé-.
Al cabo de unos minutos percibí que bajaba las escaleras. Iba cargado con algo que, en un principio y al estar de espaldas no supe saber de qué se trataba. Le escuchaba trastear por la habitación. Me empecé a poner algo nerviosa, desconocía que iba a hacerme. Me giré unos centímetros lo justo para poder mirar por el rabillo del ojo sin que él se diera cuenta y lo que pude ver me asustó. Estaba ajustando a un pequeño grifo que había en el trastero, una manguera bastante gruesa.
Cuando consiguió colocarlo, le oí decir; Te he dejado este tiempo que pensarás que te iba a soltar los grilletes para que fueras al cuarto de baño a lavarte. No veas lo que me ha divertido ver tu estúpida cara de alegría al imaginártelo. Pero de verdad ¿te has creído que, aunque fuera por un segundo, ibas a asearte en el lavabo? Mi orden es diáfana; permanecerás en el trastero atada a esa columna todos los días que te dure la menstruación sin excepción de ninguna clase. Con el tiempo, ya te darás cuenta que muy rara vez suelo condonar cualquiera de mis mandatos. Explicado este pequeño mal entendido -dijo con retranca-, te contaré como vamos a llevar a cabo la limpieza diaria. –Paró de hablar unos segundos mientras me escrutaba el rostro, comprobando con diversión, como se me iba cambiando el rictus-. Pasé, de tener un semblante esperanzador, al mayor de los pesares-.
Continuó hablando; Con esto que vamos a hacer, aparte de cumplirse a rajatabla mi orden, te servirá como acicate para tu educación en el campo de la sumisión. Has de saber que muchos Amos tratan a sus esclavas como auténticas bestias. Las hacen pernoctar en cuadras junto a otros animales domésticos y la manera que utilizan para desinfectarlas no es muy diferente a ésta que vamos a tener, por lo que, como no sabemos con que Amo acabarás, es menester que te acostumbres a este tipo de limpieza, al menos mientras permanezcas con la regla. He traído estropajos de la cocina y jabón lagarto, es el más barato del mercado pero tiene muchas propiedades –reía-. Por cierto, el pequeño grifo de esta habitación es solo de agua fría, espero que no te importe.
No podía creerlo, no me iba a desatar ni para ir a la ducha, y se jactaba de ello. La abyección con que me trataba mi Amo era completa. No solo se limitaba a azotarme cuando le venía en gana, a despreciarme, utilizándome peor que un animal de tiro, a envilecerme obligándome a ser usada por los seres más depravados que encontraba. Ahora también quería degradarme la mente. La humillación psicológica, en el fondo, era más cruel que la física; porque ésta podría curar con el tiempo, mientras que aquella forjaría mi nuevo carácter hasta tal punto de convertirse en una especie de autómata servil. No veía el final de este sadismo. Las lágrimas salieron a mis ojos. ¿Acaso merecía la pena continuar? No hacía más que recordarme que mi educación serviría para forjar mi cuerpo y mi carácter, pero ¿Qué carácter? Si era eso, precisamente, lo primero que buscaba eliminar, haciendo de mi, más que una persona, un autentico animal al servicio de satisfacer cualquier aberración por dura o macabra que esta fuera. Por otro lado, según parece esto lo hacía, para que aprendiera a sobrevivir cuando tuviera a otros Amos aun más sádicos que él. Volvía a insinuar una futura venta o cesión. Me entraron ganas de abandonar en ese mismo instante. No me dio tiempo a seguir pensando, en ese mismo momento, sentí un fuerte espasmo de agua fría vapuleando todo mi cuerpo. La potencia que impulsaba la manguera me estrelló contra la columna. Grité con todas mis fuerzas pidiendo que parara pero solo conseguí el efecto contrario, dio más presión al tubo.
¡Cállate y vete moviendo, gírate ciento ochenta grados! –ordenaba-. Como pude, me puse de frente. En esa posición el fustigamiento que ocasionaba el chorro en la piel fue más lacerante. Mis pechos, bastante doloridos por la sesión de castigo, se vieron violentados por esa turba de líquido helado. ¡Abre las piernas! –seguía gritando-. Tenía miedo de descubrirlas, el agua podría lacerar en exceso esa zona pero más miedo tenía a desobedecerle. Las entreabrí un poco y mi vagina se vio inundada de ese gélido fluido entrando con fuerza dentro de ella. Lloraba y pedía clemencia y él seguía apuntando la manguera en el mismo centro de mi coño. Cuando lo creyó conveniente cerró el grifo. Mi cuerpo aterido y amoratado parecía un charco más de los que se dejaban ver por el piso de aquel inmundo trastero.
Se quitó la chaqueta y se remangó las mangas de la camisa. En una mano llevaba un estropajo de esos que se utilizan en cualquier cocina y en la otra un bloque de jabón lagarto. Sin ninguna suavidad empezó a restregar con fuerza el detergente por todo el cuerpo para posteriormente frotar con crueldad el estropajo en mi lastimada piel. Lloraba de angustia, creía que me la iba a sacar a tiras. Como medida de autoprotección me doblé la cintura intentando proteger mis tetas de aquel artilugio pero no sirvió de nada. Me cogió fuertemente de la coleta y estirándome el cuello al lado contrario hizo que me desdoblara y permitiera friccionar sin compasión uno de mis doloridos pechos. Aullé de dolor, no pareció enternecerle porque, acto seguido, hizo lo mismo con el otro. Tienes que estar limpia y aseada, -gritaba-. Sospechando que lo siguiente en pasar por sus manos fuera el coño, me dejé caer de rodillas, cerrando todo lo fuerte que pude los muslos. Volvió a tirarme del pelo con más fuerza si cabe y, con un rictus serio me dijo; tenemos dos formas de lavarnos, por las buenas o a la fuerza. Veo que estas eligiendo la segunda opción. Si continúas así, te ataré las piernas y será todavía más doloroso, de ti depende.
Ante esa amenaza y conociendo a mi Amo, las aflojé y dejé que frotara mi vulva. El daño que me hizo fue tremendo, tenía los labios vaginales bastante lastimados por los azotes de la noche anterior y el frote con aquel estropajo, sin ninguna consideración, hizo que casi me desmallara. ¡Date la vuelta!; como pude le obedecí y, abriéndome las nalgas, restregó por todo el perineo el aludido instrumento. A la altura del ano se detuvo. Pasó varias veces el estropajo por su contorno no dejando de alabar, mientras lo hacía, lo abierto y elástico que se estaba poniendo. Enrolló la aljofifa y, con ayuda del jabón, fue introduciéndolo dentro del recto con la intención de lavar el conducto interno todo lo que diera de sí. Me mantenía en silencio, como una muñeca hinchable, dejándole hacer. Cuando se convenció de la total limpieza de mi Ano, me ordenó que me abriera las nalgas con las manos. Al tenerlas atadas a la espalda pude hacerlo, no sin mucho esfuerzo, situó la manguera a escasos centímetros y, dando toda la potencia que el grifo era capaz de distribuir, fue limpiando los restos de jabón y fibras que se habían quedado del mencionado estropajo. Aullaba de dolor con la sensación tal lacerante de notar como entraba a presión dentro de mi recto semejante cantidad de agua helada. Y, al mismo tiempo, manteniendo el equilibrio para no caer de bruces al suelo.
Inmediatamente después, cerró el grifo y siguió con la limpieza del resto del cuerpo que aun permanecía sin mancillar por aquel artilugio. Cuando se convenció de que todo había pasado por la tortura del fregador, se dirigió otra vez a la pequeña espita de la estancia y abriéndola con toda la potencia de la que era capaz, apuntó la manguera nuevamente sobre mí. ¡Vamos, vete girando! –Gritaba- hay que desenjabonar. Me volteaba como podía. El chorro de agua helada recorría sin remisión todo mi contorno hasta quitar el último rastro de detergente. Una vez que mi piel quedó sin huella de espuma, procedió a cerrar la válvula, recogiendo la manguera, y dejándola enroscada a un lado de la habitación. Mira como me has puesto –protestaba sin cesar- tengo toda la ropa mojada. Te castigaré por ello esta noche así aprenderás a dejarte lavar como una perra obediente.
Abandonó la estancia para cambiarse pero antes me ordenó que permaneciera en la postura de sumisa hasta que él regresara. Me arrodillé y lentamente descansé el culo sobre mis talones. Me encontraba totalmente empapada, mi cuerpo yerto tiritaba del frio que estaba soportando, sentada en aquel suelo del trastero completamente encharcado. No le importó dejarme en esas condiciones tan lamentables. Seguía llorando, encima había prometido castigarme por haberse mojado la ropa. Pero ¿qué culpa tenía yo de eso?, parecía que buscaba cualquier pretexto para justificar una corrección. Intentaba con todas mis fuerzas obedecerle en todo y, sin embargo, siempre acababa metiendo la pata y castigada duramente por ello. Ese fue, quizás la primera vez que de verdad maldecí mi propia existencia.
El ambiente se tornó más álgido todavía de lo que normalmente estaba, unido a la humedad, muy presente en aquel lugar, hacían de ello un coctel brutal e inhumano que me obligaba a aguantar desnuda y calada hasta los mismos huesos. Tiritaba de frío y soledad, pensé que iba a pillar una pulmonía si no venia pronto y me tapaba con algo. Me di cuenta que, al menos no me había colocado el dildo. Al haber dejado la luz encendida, pude buscarlo con la vista, estaba tirado en un rincón del trastero. Me miré la piel. Estaba toda enrojecida por el frotamiento de aquel estropajo. Me tiraban los brazos, necesitaba que me quitara los grilletes al menos un rato para que mis articulaciones volvieran a una posición más normalizada. Quizás había llegado el momento de desistir de mi vida de esclava, esto ya era demasiado pero, por otro lado, no sabía cómo decírselo porque ayer ya fue tajante en repetirme varias veces si quería dejar la esclavitud y mi respuesta fue siempre la misma, quería ser su sumisa con la esperanza de poder acercarme más a él. Siempre anhelando que me dedicara algunas migajas de cariño, algún momento de delicadeza, con eso me bastaba pero cada vez eran menos los detalles que tenía para conmigo.
Seguían martilleándose en mi cabeza esas palabras repetidas incesantemente por mi Amo; De que tenía que acostumbrarme a ser limpiada con la manguera porque algo parecido era lo que habitualmente hacían otros Amos con sus esclavas. El miedo de que al final fueran ciertas sus amenazas y me vendiera, hizo que siguieran aflorando las lágrimas en mis enrojecidas cuencas que no paraban de llorar. Si al final de todo no conseguía que afloraran sus sentimientos hacia mí, todo mi esfuerzo resultaría baldío y acabaría esclavizada por cualquier Amo. Me dolía la cabeza de tanto pensar. Si después de todo, el final iba a ser ese, debía de ir acostumbrándome a ello porque por mucho que le diera vueltas al mismo tema, una fuerza interior seguía manteniéndome en aquel lugar. Quizás no era amor, quizás no era más que simple sumisión.
Al cabo de un rato volvió. Olía de maravilla, se notaba que estaba recién duchado. Dios, como me ponía aquel perfume, creo que fue lo que me enamoró perdidamente la primera vez que le vi cenando en casa de mis padres. Iba vestido con vaqueros y un polo. Pocas veces le había visto sin uno de sus trajes. Me pareció muy apuesto con esa ropa tan juvenil. ¿Por qué le quería tanto?, no hacía más que hacerme esa misma pregunta una y otra vez y no podía dar respuesta a ese interrogante que, días atrás, hubiera podido ser tan sencillo responder. Me maldecía una y mil veces por mis sentimientos hacia él, no entendía por qué seguía queriéndole. Todo hubiera sido mucho más fácil si no le tuviera esa querencia tan abismal, que me impedía marcharme de aquel lugar de perdición.
Llevaba en las manos una gran toalla y acercándose a mí me envolvió en ella mientras suavemente me secaba. No podemos permitir que cojas una pulmonía –me hablaba con cierta dulzura mientras me frotaba-. Con el suave roce del paño volvieron a aflorar mis sentimientos. Su aroma me embriagaba hasta enloquecer. Me dejé hacer. Seguía hecha un lio, momentos antes creía estar convencida de querer dejar esta vida y no volverle a ver o, incluso, pensar que solo era una sumisa que, tal vez inconscientemente, se agarraba a un amor ficticio por el mero hecho de querer llevar una vida de esclavitud, sin importar tanto el Amo que tuviere en cualquier momento. Pero un simple roce de toalla sazonado con unas gotas de ternura y afecto ofrecidas por mi Amo, me había convencido de todo lo contrario.
Me acurruqué dentro del lienzo, cerré los ojos y me puse a soñar en aquellos días en los que me sentía la verdadera protagonista de su vida, cuando más estaba embelesada en mis pensamientos escuché su voz firme, autoritaria, ya sin ninguna dulzura; Como te he dicho, permanecerás los días que te dure la regla en el trastero, atada a la columna. Este tiempo te servirá para fortalecer tu espíritu y, sobre todo, se acostumbrará tu cuerpo a estar amarrado largos periodos, y verás como todo ello incrementará en el futuro tu valoración como sumisa, no lo dudes. Yo no escucha apenas sus palabras. Estaba con los ojos cerrados gozando el momento íntimo de su tierno secado en mi piel.
Al cabo de un rato paró de frotar, creo que ya estas seca. Me quitó la toalla y la tiró al pavimento, con su zapato fue restregándola en el piso para intentar eliminar los charcos. Seguía hablando; no creas que estando en este sitio te vas a librar de tu educación. Lo único que no saldrás es a buscar clientes, seré yo el que te use, quiero probar ese culo abierto –Dejó la toalla totalmente empapada apartada en un rincón y, abriéndome las nalgas, pudo comprobar la veracidad de sus palabras.
Ponte de rodillas –ordenó-. Así lo hice. Procedió entonces a doblarme el espinazo para que pusiera el culo lo más en pompa que pudiera. Con las manos engrilletadas a la espalda y la cadena uniendo las esposas a la columna era muy difícil mantener el equilibrio. Al darse cuenta de ello, me empujó suavemente la cabeza para que la pudiera apoyar en el suelo. De esta forma podía levantar las posaderas sin tener que utilizar las manos. Separó un poco los muslos y me abrió las nalgas, deslizando un dedo, empezó a acariciar mi pequeña abertura. No hacía más que alabar su trabajo y lo fácil que se abría ante un ligero empuje. Voy a follarte el culo, -le oí decir-. Se abrió la bragueta y liberó su miembro ya bastante erecto. Con habilidad, dejó caer de su boca un goterón de babas que fue a caer en el mismo centro del ano. Me empezó a entrar un poco de miedo, pues creía que utilizando solo saliva pudiera dolerme cuando introdujera su polla que ya empezaba a tener una erección descomunal. Colocó el capullo justo en la entrada de la abertura y empujó suavemente. Cerré los ojos esperando el desgarro lacerante a medida que entrara su pene. Pero la verdad es que no ocurrió tal cosa, pude darme cuenta que su polla iba entrando poco a poco sin aparente dificultad. La verdad que me molestó un poquito al principio pero, a medida que iba sumergiéndose, el dolor fue desapareciendo. Una vez que la tuvo toda dentro, empezó a joderme el culo con movimientos cada vez más rápidos, más precisos hasta que el mete saca adquirió una velocidad similar al de una follada vaginal.
Con la excitación, me iba apretando cada vez más fuerte mi cara contra el suelo, temí que me ocasionara algún arañazo que no fue óbice para que me empezara a mojar hasta, tal punto, de encontrarme a las puertas del clímax. Iba a ser mi primer orgasmo anal, aquello que tanto había oído hablar y que siempre creí que eran invenciones de la gente. Mi Amo seguía ajeno a mis espasmos, empujándome, cada vez con más fuerza, su miembro dentro de mi lujurioso ojete. Mi excitación iba cada vez más en aumento. No podía arriesgarme a tener un orgasmo siendo montada por mi Amo sin pedirle permiso. Todavía me acordaba del terrible castigo sufrido en mi vagina. No quería repetir la experiencia. Cogí valor y con una voz entre cortada por los vaivenes que estaba recibiendo en mi trasero y buscando el momento que creí más dulce, le pregunté muy sumisamente; ¿Amo, me da usted permiso para correrme? El bufido que me pegó al instante fue tal que todavía hoy me rezuma en mis oídos; ¡Ni se te ocurra correrte!, no estás autorizada, debes mantener la excitación en el estadio más leve que puedas. Acuérdate del castigo de ayer. Como tengas un orgasmo de los azotes que te pegaré esta noche no podrás mear en un mes, -seguía vociferando-. No eres más que el vehículo de mi placer, el único que debe disfrutar de ello soy yo, ¿entiendes? Sí, mi Amo –respondí todavía bastante agitada- Me tuve que concentrar en no excitarme en demasía algo que me costaba horrores pero más miedo le tenía al flagelo y conseguí, no con muchos esfuerzos, mantener la convulsión en un umbral por debajo del orgasmo. Mi Amo, sin embargo, empezó a gritar como un poseso, ¡muévete, puta que ya estoy llegando! Para darle mayor placer fui girando lentamente en círculos mi trasero hasta que, en breves minutos, noté sus primeros espasmos seguidos de una lluvia de leche expulsada dentro de mis entrañas.
Se quedó unos minutos como hipnotizado con su polla todavía dentro de mí pero sin moverse. Todo su peso era soportado por mi dolorido rostro empotrado contra el húmedo suelo de aquella estancia. Al cabo de ese tiempo, cuando ya empezaba a decrecer el tamaño de su pene, la sacó. Me quedé tirada boca abajo intentando tomar aliento.
Mientras metía su miembro dentro de la bragueta y se adecentaba los pantalones, no dejaba de alabar la limpieza que me había hecho. Ves, –comentaba satisfecho- gracias a que he metido el estropajo dentro y hemos lavado a presión el ano se ha conseguido el efecto deseado, ha salido el pene totalmente limpio. Una vez relajado, abandonó la habitación dejándome sola pero no fueron más de cinco minutos. Le escuché volver a bajar las escaleras. Llevaba una silla de cocina que puso cerca de mí sentándose a horcajadas en ella, mientras apoyaba los brazos en el respaldo. Ponte en la posición de sumisa -ordenó- tenemos que hablar de un asunto.
Me giré trabajosamente ya que mis movimientos eran torpes debido a que continuaba con las manos engrilletadas a la espalda. Pude, ayudado por mis rodillas, colocarme en la postura ordenada y mirando al suelo, esperé.
Se encendió un cigarro, aspiró la primera calada y después de soltar el humo comenzó a hablar; He estado dándole vueltas al asunto de tu menstruación y esta mañana antes de despertarte he hecho varias llamadas de teléfono. Casualmente soy accionista en una de las cínicas más reputadas de la ciudad y en ella ejerce un ginecólogo muy prestigioso que además es amigo mío. Te ha citado en su consulta para dentro de cuatro días. Calculo que para entonces ya no tendrás la regla y podrás acudir. No sabía exactamente a qué se refería. Quizás, al haber follado en los últimos días con tanto impresentable, quería hacerme una revisión por si hubiera cogido alguna enfermedad venérea, pero claro, ¿qué tenía eso que ver con el tema de mi menstruación?, no paraba de estar intrigada. Mi Amo, rápidamente me sacó de dudas; el tema de esta visita que vas a tener es para evaluar una sencilla operación quirúrgica que quiero que haga contigo para que nunca más vuelvas a tener la regla y, por supuesto, quedarte embarazada. Con esto damos solución a dos de tus problemas más acuciantes –paro para dar otra calada a su cigarro-. Ayer –continuó hablando- aceptaste la esclavitud a perpetuidad y eso me da derecho a disponer de tu cuerpo a mi antojo y, por lo tanto, a concertar la intervención si pedir tu opinión pero quiero conocer tu parecer al respecto y hasta qué punto tu mente empieza a comportarse como la sumisa que quieres ser.
Notaba que desde mi posición, se me iba poco a poco escurriendo su leche por mi culo mojándome los talones. Increíblemente me sentía satisfecha de haber sido usada por mi Amo. Desde hacía días solo se había limitado a masturbarse mientras me sacaba la lefa de los individuos que me habían follado. Hoy, al fin, se había dignado a poseerme aunque hubiera sido por detrás. Sólo atiné a decir, Amo, exactamente ¿en qué consiste esa operación?;
Seguía fumando. Esperó a contestarme hasta terminar su cigarro. Una vez hubo apagado la colilla, me miró fijamente y me explicó; se trata de hacerte una histerectomía, es decir, te quitarán el útero. Con esta intervención “mataremos dos pájaros de un tiro”, por un lado, ya no podrás tener hijos, por lo que ya no tendrás que tomarte la píldora del día después, ni sufrir ulteriores abortos en el caso de que te acabaran preñando, cosa bastante posible debido a tu condición de sumisa y por el otro, te desaparecerá para siempre la menstruación. Así ya no tendremos esos problemillas cada mes. Total, a ti la matriz no te sirve de nada. Una esclava, como ya te he explicado, está solo para el uso y disfrute de su Amo, no para tener hijos, para eso ya están nuestras novias y parejas, no un simple receptáculo de semen que es lo que pretendo te acabes convirtiendo. Pero volvamos al tema de la operación, comentó; Seguramente te la hará por laparoscopia y solo te quedarán tres pequeños puntos a la altura del abdomen que con el tiempo y un bonito tatuaje se disimularan. Has de saber que esta intervención es irreversible ya no habrá vuelta atrás. Pero no tienes que preocuparte por ello ya que con esto, tu valor como sumisa se revalorizará, eso no lo dudes. Cualquier Amo que se precie estará dispuesto a pagar una pequeña fortuna por poseer una esclava joven pero vaciada por dentro, así solo se preocupará de usarla sin obsesionarse con otros menesteres –concluyó satisfecho-. Al cabo de unos segundos, se levantó de la silla cogiéndola por el respaldo y se dirigió a la puerta. Antes de abandonar la estancia se volvió a mí y me dijo; tienes de plazo para darme una contestación hasta que termines con la regla pero insisto, mi opinión es hacerte la intervención en caso contrario quizás ya no me interese educarte y te ceda a otro Amo.
Me quedé helada, pensaba que lo de anular mi menstruación era una simple amenaza pero ya veía que lo tenía todo planeado. Volvía a hablar en términos económicos, qué más me daba subir mi cotización en el campo de la sumisión, yo lo único que aspiraba era solo a obedecerle con la esperanza de que de ese modo pudiera llegar algún día a enamorarse de mí. Con la operación o sin ella, estaba convencida de que seguiría prostituyéndome de las maneras más denigrantes y la verdad, pensar en ello, era lo que menos me importaba en esos momentos. Por otro lado, la manera de expresarlo denotaba la falta de escrúpulos que tenía. La total carencia de sentimientos hacia mí y la amenaza velada de que si no aceptaba la operación podría cederme a otro dueño. Cada vez me daba cuenta de que la batalla por sus sentimientos estaba perdida de ante mano. Pero si eso era así o si de verdad lo creía en el fondo de mi alma, ¿por qué inmediatamente de exponerlo de la manera más cruel que pudo e, incluso antes de que abandonara la estancia, yo ya le había contestado? No podía entenderlo. Parecía que mi mente estaba abducida por algún cuerpo extraño porque de otra forma no podría discernir como pudo salir de mi boca una respuesta tan clara y concisa, exactamente me oí decir estas palabras; Amo, ya le dije ayer que hiciera conmigo lo que estimara conveniente. Si quiere que me haga la operación yo no soy nadie para llevarle la contraria. Mi cuerpo le pertenece.
Todavía hoy, no doy crédito porque fui capaz de decir tales aberraciones, sobre todo porque aceptando cada una de sus premisas, sin ser consciente del todo, me iba metiendo de lleno en esa espiral que marca la sumisión de la que es casi imposible escapar. ¿Cómo puede entenderse que minutos antes quisiera marcharme de ese lugar y ahora, después de compararme con un vulgar retrete, manifestándome que no era digna de traer niños al mundo dada mi condición de ramera envilecida y degradada, solo educada para servir al vicio más intransigente de la sociedad, aceptara de buen grado que me extirparan el útero?. La respuesta solo podía salir de una demente, puede ser, pero de una loca totalmente enamorada.
Se volvió hacia mí con semblante satisfecho y, en un tono arrogante, replicó; no esperaba otra contestación de una esclava como tú. Disfruta de esta regla que será la última que tengas, apagó la luz, cerrando la puerta mientras abandonaba la estancia.
Me quedé a oscuras. Me remordía la conciencia horrores. Desconocía por qué habían salido de mi boca las palabras de aceptación ante mi ablación uterina. Era increíble cómo, cuando estaba delante de él, solo podía asentir y obedecer. Mental y físicamente me tenía atrapada. El halo que imaginariamente resplandecía en todo su ser, me hacia vulnerable hasta tal punto de aceptar cualquier mandato que saliera de sus labios. Ya no sabría decir si era amor lo que sentía o era algo mucho mayor, más etéreo, más intangible que, atravesando mi alma, me anulaba la razón hasta convertirme en una simple marioneta manejada a su propio antojo. Volvieron a salir mis lágrimas que ya no pude frenar en varias horas.
El tiempo seguía pasando lento. Continuaba amarrada a la columna. Volvía a orinarme, no podía aguantar. Estaba ligeramente recostada en posición fetal, y abriendo las piernas ligeramente, me desahogué. Ya no me importaba mojarme los muslos, incluso durante unos segundos tuve una sensación agradable, al resbalar el líquido caliente por mis entumecidos miembros, aunque al poco tiempo, esa acuosidad se fue enfriando, obligándome a tener que cambiar la posición todo lo que daba la cadena de si para encontrar alguna zona de pavimento que estuviera seco donde poder apoyar mi cuerpo. Fue inútil, el charco que se hizo era grande y las medidas de la cadena cortas por lo que todo el espacio que me permitía de movilidad se encontraba humedecido.
El problema empezó a surgir al cabo de un rato. Me entraron de repente unas enormes ganas de defecar. Esa mañana había comido y mis intestinos empezaron a recordarme la inminencia de mi evacuación. No sabía qué hacer. Mi Amo una vez que me uso por el culo no me volvió a poner el dildo por lo que técnicamente podía cagar. Me daba mucho asco tener que excretar en aquel sitio y, además, atada a la columna. Ya no podía contenerme ni un minuto más. Me puse de rodillas y estiré la cadena todo lo que pude, que no era mucho. Una vez tensada, en cuclillas, pude descargar. Salió bastante, el olor empezaba a impregnar la pequeña estancia, volvía a encontrarme sucia al no poder limpiarme el ano. Estaba totalmente avergonzada y temerosa, desconocía cuando mi Amo llegara cómo se tomaría esto y qué me ordenaría hacer con mis propias deposiciones. Sé que me dijo que no me aguantara las ganas y que lo hiciera en el suelo, mi gran temor es como me ordenaría recogerlo. El día anterior ya me había obligado a beberme el enema. Entré en pánico. Con toda la habilidad de la que fui capaz, para no pisar mis propios excrementos, me situé en el extremo más alejado que me permitía la cadena. Allí me medio tumbé del modo que pude y, sin poder remediarlo, me puse a llorar desconsoladamente. El olor me recordaba lo que había tenido que hacer y, el miedo por las represalias, no me dejaba asentar mi mente.
Seguía en una oscuridad total. Al menos mis fosas nasales pudieron poco a poco ir acostumbrándose al hedor que inundaba el trastero, pero no conseguía calmarme, la intranquilidad se hacía cada vez mayor a medida que pasaba el tiempo. Eso significaba, entre otras cosas, que faltaba menos para que llegara él.
Al cabo de unas horas volví a escuchar ruidos en la escalera. Seguía atemorizada e intentaba prepararme para lo peor. Al fin se abrió la puerta y encendió la luz. Volvieron a tardar unos segundos en acostumbrarse mis ojos a la claridad. Era mi Amo.
Cómo huele a mierda, el aroma a tu fetidez se deja notar desde la propia cocina –exclamó mientras, sacándose un pañuelo de la chaqueta, lo llevaba hasta sus narices-. Sus palabras produjeron un efecto inmediato en mi semblante, ocasionándome una total ruborización en mi rostro, giré inconscientemente la cabeza y lo vi. Era un gran pegote marrón, estaba depositado a un metro escaso de donde me encontraba. Te has despachado a gusto –seguía martilleando con sus palabras mi azoramiento-. Es normal, llevabas un par de días casi sin comer y lo que has almorzado hoy ha bajado rápido –sonreía con malicia-. Estas cagadas se quedarán haciéndote compañía hasta que termine tu estancia aquí –comentó con un tono más serio-. Veo que después de todo, el haber tenido la regla y estar confinada en esta habitación va a servir para afianzarte en tu condición de esclava –sonreía-. Después de estos días, podrás vivir en cualquier sitio y estar cómoda dondequiera que te metan por mucha inmundicia que haya. Y ten cuidado donde te colocas a dormir porque te llenarás de mierda, claro que un par de días más y acabarás como los gorrinos sintiéndote feliz revolcándote entre tu propia inmundicia –reía por la ocurrencia-.
Se encendió un cigarro y prosiguió; Pero no he venido a hablar de tus excrementos, estoy aquí para azotarte, ya sabes que diariamente serás corregida por los fallos cometidos durante el día. Mi cara volvió a reflejar un pánico exorbitado. No llegaba a entender esta perversión sin límites a la que estaba sometida; ¿No era bastante la indignidad con la que me trataba? Parecía que no era suficiente, debía redimir mis supuestas faltas. Me entraron nuevamente ganas de llorar pero pude frenarlas a tiempo. Desconocía que había hecho mal. No lo entendía; ¿cómo hubiera podido, aunque quisiera, haberle desobedecido en nada si llevaba amarrada a esa columna todo el tiempo?, y, en el peor de los casos de haber infringido alguna norma, ¿no era suficiente expiación la degradación que había tenido con la manguera y el agua fría? ¿Y dónde pensaba azotarme? ¿Me llevaría a la sala de las correcciones o lo haría allí mismo? Cualquiera de las dos opciones era terrible pero, al menos, ir al gabinete supondría desatarme de la columna aunque fuera por un breve tiempo y para soportar un castigo del todo punto injusto.
Su voz me sacó de mis pensamientos; Las faltas cometidas hoy han sido, como bien sabes, consecuencia de tu falta de higiene. Eres una esclava y como tal estoy cansado de repetirte que no tienes ninguna iniciativa que no sea la de obedecer. Como puedo observar –dirigió su mirada a donde estaban depositados mis excrementos-, empiezas a estar muy cómoda entre la mierda, como cualquier animal. Has de meterte de una vez en la mollera, que lo que a ti te apetezca no le importa a nadie y menos a tu Amo –paró de hablar para aspirar otra calada, cuando expulsó el humo, volvió a la carga-; Si yo te ordeno que te limpies y utilizo una manguera para ello, tú feliz porque tu Amo se digne a perder su precioso tiempo en asearte, ¿me sigues? –Gritó-; si Amo, pude contestar temblando de miedo. ¿Quién eres tú para cerrar el coño intentando evitar que el agua a presión penetre en él? Tu organismo ya no te pertenece, si quiero limpiar de la forma que me apetezca el agujero que tienes entre las piernas, te dejas hacer. Porque ese orificio, forma parte de un cuerpo que ya no es tuyo, se lo diste a tu Amo a través de aceptar tu esclavitud voluntaria ¿lo entiendes de una vez? –Gritaba con fuerza-
Continuaba dando caladas a su cigarro intentándose calmar. Volvió a mirarme y, un poco más sereno retomando su soliloquio; Ya te lo dije; hay dos formas de llevar a cabo una limpieza; por las buenas o a la fuerza y, esta segunda opción lleva aparejado un castigo. Elegiste la segunda alternativa, pues atente a las consecuencias –Paro de hablar mientras apagaba la colilla-. Aproveché esa pausa para, con gesto sumiso y aguantando el llanto, poder disculparme buscando, al menos, suavizar el castigo que pensaba imponerme; Amo, quisiera explicarme. Está bien, para que luego digas que no soy comprensivo –respondió-; Estaba muerta de miedo y de frio. Entré en pánico, no lo pude evitar. Cuando usted me habló de las dos opciones comprendí de inmediato y abrí las piernas para que pudiera lavarme la vagina –hablaba embarulladamente y ya entre sollozos-. Quedose pensativo unos instantes para terminar declamando; Lo que ha pasado esta tarde y la consecuencia que tendrá lugar en breves instantes, ayudará a seguir moldeando tu carácter o mejor dicho, a anulártelo por completo. En el momento que te niegas a hacer algo, aunque inmediatamente te des cuenta e intentes enmendar tu error, ya no habrá vuelta atrás y el castigo no podrá evitarse. Porque lo que se espera de una esclava es precisamente eso, que no tenga necesidad de pensar, solo que cumpla con su cometido, que no es otro que obedecer sin tener que razonar con ella. La segunda falta es consecuencia de la primera, me pusiste empapado de agua, mojaste mi traje. Cualquiera de ellos vale mucho más que tu asquerosa existencia. Al final, una sumisa es igual que un animal doméstico, hay que enseñarla y corregir sus desmanes, de esta forma, al menos, actuará por miedo a las consecuencias que pudieran tener aquellos actos que no sean encaminados a cumplir estrictamente las órdenes de su Amo. Y no hay más que hablar –dio por terminada mis disculpas, haciendo caso omiso a ellas-.
Mientras estés con la regla no saldrás de esta habitación, -prosiguió-, por lo tanto, el castigo lo tendremos aquí mismo y atada en la situación en la que te encuentras. Si llegaste a pensar que te iba a soltar, ya puedes quitártelo de la cabeza. Permanecerás amarrada a ese poste los días que te dure la menstruación. Pero no te entristezcas, he cogido de la sala de las correcciones, algunos artilugios que utilizaré para cumplir tu penitencia –concluyó de manera tajante-.
Se me vino el mundo encima, ya no sentía los brazos. Llevaba casi un día entero encadenada a ese poste y ahora me iba a azotar allí mismo, tenía miedo de cómo sería esta vez. Sin darme tiempo a más reflexiones, abrió el maletín que llevaba consigo y sacó de él una especie de látigo enroscado en varias vueltas. Lo extendió, su volumen iba decreciendo, más ancho al principio y bastante ceñido al final. Era de cuero. Tendría una longitud de algo más de metro y medio y, disponía adherido a la parte más gruesa, a modo de empuñadura, una cinta ancha de piel, para poder acomodarlo a su muñeca. Al verlo, comencé a temblar. Me empezaba a sudar la espalda, no sabía muy bien si iba a ser capaz de soportar este nuevo tormento. Fue entonces mientras iba desenrollando el látigo, cuando empezó a hablar muy pausadamente; Veo por tu cara de espanto que no te gusta lo que tengo entre mis manos. Haces bien en tener miedo, te va a doler, pero antes de que lo pruebes quiero explicarte el instrumento que te va a azotar esta noche para que cuando en el futuro otra persona o yo mismo volvamos a utilizarlo sepas muy bien el castigo que sufrirá tu cuerpo –en ese momento desplegó al aire el látigo y al golpear el suelo se oyó un chasquido tremendo, como si se tratara de un pequeño disparo de arma de fuego. El sonido de ese restallido fue motivo suficiente para que mis ojos volvieran a llorar desconsoladamente implorando al mismo cielo que tuviera compasión de mí.
Depositó con mimo el artilugio en el piso y se encendió pausadamente un cigarro, una vez expulsado el humo continuó su explicación; Este látigo, a diferencia de los que he estado utilizando estos días pasados, es de una sola cola, los llamados unicolas. Te adelanto que te va a doler bastante y las marcas que dejará en tu piel serán más duraderas. Pero la falta que has cometido, requiere un castigo ejemplar. Una cosa es que aspire a convertirte en algo así como un receptáculo de semen y mierda, como te dije esta tarde, pero lo que no puedo consentir es que tu porquería se la puedas trasmitir a tu Amo o a cualquiera de sus amistades o personas que te vayan a usar por negarte, aunque sea en primera instancia, a lavarte de la forma en que crea conveniente tu dueño –volvió a dar varias caladas seguidas al cigarro, para proseguir a continuación-; Como la habitación no es muy grande y a fin de poder extender todo su contorno, me situaré en la misma puerta. Espero que las caricias de este vergajo te sirvan de lección –terminó con un rictus malicioso tirando el cigarro al suelo y pisando la colilla-. Acto seguido lo recogió del piso y volvió a desplegarlo en toda su intensidad. El crujido que despedía cuando golpeaba el pavimento era un chasquido seco, trepidante que me hizo temblar la espina dorsal. Continuaba sentada en la posición de sumisa sin saber muy bien qué hacer.
Ahora te levantarás y te pondrás de espaldas a mí, mirando a la columna. La cadena tiene la suficiente longitud para que puedas girarte, ¡Vamos!, -me ordenó-.
Temblando de terror, me levanté trabajosamente haciendo fuerza con mis piernas y, lentamente, conseguí darme la vuelta. La cadena giró conmigo y se enrollo un poco a la altura de mis tobillos. Mis manos seguían esposadas por detrás de la espalda. Pensé que abriendo mis palmas podrían servir de parapeto a la parte baja de mi espalda. Mi Amo retrocedió unos pasos hasta alcanzar la puerta de salida de la habitación a fin de poder coger el impulso necesario para que el látigo se estirara en toda su extensión. En un momento determinado escuché un pequeño zumbido e inmediatamente un latigazo se estrelló en plena espalda. Un escozor multiplicado por mil se inundó en toda esa zona. Aullé de dolor. No me dio tiempo a pensar en cómo minimizar esos auténticos flagelos pues, en breves instantes, repitió en mi sufrido lomo que recibió otro puyazo más fuerte que el anterior. Volvió a levantar el látigo y esta vez quiso guiarlo a la parte baja, a la altura de mis riñones pero al estar con las manos atadas fueron mis muñecas quienes recibieron ese brutal impacto. Sentí una fuerte quemazón en mis extremidades. Supliqué piedad y como única compasión fue recibir otro latigazo todavía más lacerante que los anteriores en uno de mis omóplatos, posteriormente me castigo el otro. Este último llegó, la punta de la disciplina, a impactar en mi hombro y casi rozarme el cuello. Entré en un estado de pánico por el miedo, el dolor y la quemazón que se dejaba notar en las zonas castigadas. Al no estar amarrada al poste podía moverme lo que la cadena daba de sí que no era mucho pero inconscientemente me giraba en paralelo de un lado a otro. Todo era inútil, la cola del látigo siempre alcanzaba alguna parte de mi espalda o de mis brazos que también se vieron mortificados por aquel artilugio del demonio.
Paró de azotarme. Notaba el espinazo en carne viva. No me lo podía ver, pero intuía que estaría terriblemente marcado por los trallazos recibidos. Pensé que tal vez el castigo había finalizado. Me equivoqué, mi Amo solo estaba secándose el sudor y refrescándose con una lata de cerveza. Pude escuchar el característico sonido del bote al abrirse. No sabes el esfuerzo que me cuesta enmendar tus errores –se quejaba mientras daba sorbos a su refrigerio-. Una vez hubo descansado y terminado su refacción, restauró las fuerzas necesarias para continuar con mi represión. Aunque esta vez cambio de terció y, apuntó en mis zonas bajas; ¡sube las manos un poco no quiero azotarlas! –gritó-. Levanté un poco los hombros y torciendo ligeramente mis codos los tensé todo lo que pude. Con esta operación quedaban expeditos los riñones y los glúteos. Al segundo empecé a recibir trallazos en los aludidos órganos, el culo, la cadera y en ambos muslos, llegando hasta las zonas bajas de mis piernas incluidos los gemelos de ambas extremidades. Lloraba de angustia y a cada lágrima que salía de mis ojos parecía darle más fuerza a su experto brazo en el hostigamiento de mi sufrida piel.
Si no te quedas quieta podré darte en la cara y dejarte tuerta –gritaba sin cesar-. No le escuchaba, tal era el dolor que no me podía quedar parada. Subía inconscientemente las piernas, doblando las rodillas como si estuviera ejercitando un macabro desfile militar o bajaba la cabeza intentando minimizar el choque del cuero sobre mi piel aun a riesgo de recibir un vergajo en pleno rostro. Todo era inútil. El látigo seguía horadando todo el contorno de mi epidermis. Al cabo de múltiples flagelos, paró por segunda vez y se acercó a mí. Estaba llorando amargamente. La espalda me escocía con brutalidad. Giré lo que pude el cuello y vi horrorizada que la parte alta del brazo, única zona que podía ver desde mi posición, estaba marcada por varias líneas gruesas cruzadas entre sí producidas por el abrazo de aquel látigo. Una vez estuvo a mi altura pareció interesarse por mi estado al acariciarme suavemente el lomo. Solo el roce de sus dedos me producía un desconsuelo tremendo al tener toda la zona en carne viva. No le importó y seguía palpando mi cutícula, mientras comentaba con orgullo; estas marcas curtirán más tu piel y a medida que te vaya azotando de diferentes maneras, tu cuerpo terminará por tener cicatrices permanentes y al verlas te sentirás orgullosa de tu condición de esclava.
Con las dos manos me giró noventa grados hasta quedar justo de lado. Quédate en esta postura, si te mueves mucho corres el riesgo de que el castigo sea todavía más cruel pues el látigo podría dar en una zona de tu organismo diferente a la que yo apunto –me ordenó-. Mientras intentaba calmarme, vi que se alejaba otra vez hasta la puerta, levantó el flagelo y empezó a azotarme sin compasión por los brazos, y toda la zona lateral de mi cuerpo. Seguía masacrándome el costado con auténtica saña, con verdadera maestría. Múltiples punzadas me producían cada vez que el látigo se estrellaba contra mi piel. Parecía como si a cada trallazo me horadara un pedazo de tegumento. El dolor era estresante, angustioso, abrumador…
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¡Gírate al flanco opuesto! –Gritó-, tengo que trabajarte el otro costado. Lloraba como creía nunca haberlo hecho, aun así, apoyé mi cabeza en la columna para no caerme, y lentamente, pude girarme ciento ochenta grados para quedar en la zona contraria donde me había martirizado. Levantó el látigo y volví a sentir un tremendo escozor, seguido de otro y otro. Me temblaban las piernas y creía que mis pies ya no podían aguantar el esfuerzo de mantener mi cuerpo erguido. Mi tez, apoyado en el pilar, poco a poco fue resbalando por el contorno siguiéndole el resto de mí atormentada anatomía hasta topar con el suelo hecha un auténtico ovillo de dolor y lágrimas. En ese momento mi Amo dejó de fustigar. Han sido treinta y tres latigazos. Creo que ya es suficiente –comentó con voz un poco entrecortada por el esfuerzo-. Como verás no te he azotado la parte frontal, no quiero lastimarte las tetas y el coño, son áreas demasiado sensibles y valiosas solo utilizadas para expiar grandes culpas.
Se puso rodilla en tierra y me acarició el cabello. Continuaba acurrucada con la cabeza caída, llorando amargamente pero muy en silencio. Creo que ya no me quedaban fuerzas para nada más. Sacó un pequeño pañuelo de su bolsillo y alzándome la cabeza con ternura me estuvo limpiando mis cuencas de tanta lágrima. Seguía sollozando. Mi piel era un auténtico estigma, lleno de marcas y laceraciones. Verdaderos corazones parecían latir en todo el contorno castigado, pero aun así sentí su delicadeza en ese instante, sus caricias recorriendo suavemente mis zonas afectadas. Dios era testigo que todo ese sufrimiento lo padecía por él, lo sufría por conseguir algunos momentos de ternura. Mi Amo tenía esa gran habilidad de, en los momentos más dramáticos, poder tornar la situación y transportarme al séptimo cielo sin llegar a importarme el castigo tan brutal padecido minutos antes.
Debes comprender – me hablaba acariciándome el cabello- que esto lo hago por tu bien. Quiero convertirte en una auténtica sumisa. Ya te dije que el camino no es fácil, pero con el tiempo sabrás agradecerme todos estos desvelos que tengo por ti. Te curtirás hasta tal punto de agradecer cualquier sadismo que tu Amo sea capaz de hacer por el mero hecho de dedicarte su tiempo aunque sea de esa manera –paro de hablar, pero seguía arrullándome-.
Yo no le entendía o quizás tan siquiera me quedaban fuerzas para comprender sus palabras. Tenía la espalda a flor de piel. Mis muslos eran auténticos corazones y mis hombros y brazos marcados con laceraciones brutales. Todo mi cuerpo era un puro amasijo de dolor. Pero me daba igual, si quería azotarme de esa manera tan cruel para convertirme en una auténtica sumisa, que lo hiciera. No sabría explicar por qué pero ya desde ese momento entendí que mi cuerpo no era de mi pertenencia, y por lo tanto, mi Amo sería quien dispusiera de él. Si quería flagelarlo, usarlo, vilipendiarlo o prestarlo a quien quisiera yo obedecería con la felicidad de hacerlo porque así lo disponía, máxime cuando de vez en cuando se dignara a tener algunos rasgos delicados hacia su esclava como era lo que estaba haciendo ahora. Ya no lloraba de dolor, mis lloros eran de amor hacia él.
Sacó la crema cicatrizante y me embadurnó de ella en todas las zonas que habían sufrido las laceraciones del látigo. Solo el contacto delicado de sus dedos extendiéndome la crema suponía un auténtico calvario para mi piel lacerada. Ni en esos instantes de dolor fue capaz de desatarme, seguía engrilletada con mis manos a la espalda y éstas atadas a la columna por medio de una cadena. Cuando terminó de embadurnarme, me depositó lentamente en el suelo. Se levantó y fue hasta donde se encontraba el dildo en un lado de la habitación. Lo cogió y suavemente me colocó a cuatro patas. De estar hecha un ovillo tuve que estirar algo las piernas y ponerme de rodillas bajando lo que pude el espinazo. Cada movimiento suponía un tremendo esfuerzo de sacrificio y dolor en mayúsculas, pero aún y así, con la cabeza apoyada al final de la columna pude sostenerme. Me dolía horrores mantenerme en esa posición amén de que ya no me quedaban fuerzas. Me notaba marcada en la espalda, en el culo, en mis piernas… No podría aguantar mucho tiempo la posición. Mi Amo dándose cuenta de ello, actuó con rapidez pero de manera suave, me abrió las nalgas, ensalivó todo lo que pudo el ano escupiendo auténticos goterones de saliva y despacio fue introduciendo el tapón hasta la misma empuñadura –lo siento, le oí decir, pero aunque tengas el cuerpo dolorido por el castigo, es menester que lleves el dildo puesto, es fundamental en una sumisa tener el ano lo más dilatado posible, es un agujero muy cotizado, que gusta mucho de usar a los Amos y sus acompañantes-. La verdad que apenas me dolió, el conducto estaba bastante abierto. Volvió a colocarme tumbada, en posición fetal y, para mi sorpresa, me arropó con una manta. Descansa, mañana vendré a traerte la comida.
No creo que te entren ganas de cargar durante la noche. Ya lo hiciste antes y no volverás a comer hasta mañana, pero si las tuvieras, las aguantas, el dildo te ayudará a ello. Una esclava debe saber contener todas y cada una de sus funciones fisiológicas cuando su Amo así se lo ordene. Tienes que ser consciente de lo que te dije antes, desde el instante en que aceptaste la esclavitud, tu cuerpo ya no te pertenece y hasta para realizar tus necesidades fisiológicas, siempre necesitarás el permiso pertinente. Mañana, cuando te traiga la comida si tienes ganas pídemelo y decidiré si lo autorizo o no. En cuanto a mear, puedes hacerlo durante la noche, si tienes ganas de ello, pero ten cuidado con la manta si la mojas no habrá otra. Acto seguido apagó las luces, cerró la puerta y desapareció.
No podía encontrar una postura mínimamente cómoda. Al haberme azotado la espalda y los dos lados, cualquier sitio de apoyo en el suelo me recordaba mi anterior castigo. Llevaba ya dos días atada y mis brazos además de soportar todo ese tiempo el tenerlos engrilletados ahora también estaban lacerados del abrazo del látigo. Pasé mucho tiempo sin dar con la posición adecuada hasta que poco a poco el sueño por toda la tensión y el cansancio acumulado fue venciendo al propio dolor.
De esta forma fueron pasando los días hasta que terminó lo que sería a la postre, mi última menstruación. Durante esas jornadas todo se repitió escrupulosamente. Ingería los desperdicios triturados que mi Amo me obsequiaba en el comedero. Siempre utilizando la misma dinámica, como las perras, a cuatro patas, bueno, mejor dicho a dos, manteniendo como podía el equilibrio, bajaba la espalda y hundía mi rostro en los alimentos, ya que mis manos siempre continuaron, durante todos los días que duro mi encierro, atadas a la espalda. Sólo comía una vez al día, eso hacía que engullera con mucha ansia la ración que me ponía, poco me importaba la composición que ésta tuviera, ni su sabor, no dejaba un ápice de puré sin deglutir. Sin embargo con la bebida fue más condescendiente dejándome el bol de agua todo el tiempo en el trastero para que pudiese beber siempre que tuviera ganas, reponiéndolo tantas veces como éste se vaciaba.
Era duchada todas las mañanas con la manguera a presión de agua fría. Ya le dejaba hacer, abriendo mis piernas de la forma más mecánica posible y así pudiera apuntar el chorro en cada uno de mis agujeros y lavarlos a su completa satisfacción. Me enjabonada con el jabón lagarto que tanto le gustaba y friccionada con los mismos estropajos utilizados la primera vez. Ya no me quejaba, resistía estoicamente los terribles frotamientos de aquel rascador fibroso. Le gustaba sobre manera entretenerse en la vagina y en el ano, metiéndolos en ambos orificios y fricando con toda la brusquedad de la que era capaz, con el único fin de generarme la mayor angustia posible. Solo en aquellos momentos eran cuando no podía más y gritaba de dolor, lo que aprovechaba para justificar el motivo necesario para el castigo nocturno.
Seguía con el mismo dildo metido hasta lo más profundo de mis entrañas. Con la convicción, según me decía, que mi ano seria la envidia de las sumisas al poder en poco tiempo engullir, sin ningún problema, cualquier cosa que mi Amo determinase. Solo me lo quitaba cuando me autorizaba a defecar y, por supuesto, cada vez que quería usarme por detrás cosa que ocurrió todos los días. En ninguno de ellos me fue permitido correrme, sin embargo tuve que esmerarme todo lo posible para que gozara en toda su extensión del ojete de su sumisa. Una de las noches el castigo que me propinó tuvo como consecuencia el que mi Amo ese día no disfrutara todo lo que esperaba del agujero de su esclava. El caso era buscar cualquier coartada para poder azotarme.
Por las noches, como he comentado, era azotada como penitencia por las diferentes faltas que había cometido durante el día siempre en opinión de mi Amo. La corrección se llevaba a cabo en el trastero, habitación de donde no salí durante todo el encierro. Si bien es cierto que en las siguientes jornadas que duro mi cautiverio, el castigo sufrido, nunca fue tan brutal como el ocurrido el primer día cuando experimenté en mis propias carnes el tremendo abrazo de aquel látigo del demonio. Eso sí, mi cuerpo probó diferentes tipos de palmetas y algún que otro látigo pero de varias colas, los llamados floggers que si bien hacían su trabajo a la perfección, nunca fueron tan atroces como el unicola utilizado en aquella espantosa sesión.
En esas jornadas nunca fue castigada la zona genital ni los pechos, siempre me trabajaba la espalda, glúteos, piernas y brazos. Mi cuerpo seguía con marcas lacerantes y cada vez más profundas ya que por mucha crema cicatrizante que me extendía después de cada expiación, nunca daba tiempo a cicatrizar completamente, sobre todo porque a la noche siguiente el azote se repetía y mi piel volvía a abrirse cada vez con más escarnio.
Todavía no me explico cómo no se me descoyuntaron los huesos de los hombros pues todos esos días los pasé con las manos engrilletadas a la espalda. Hubo un determinado momento en que ya deje de sentirlas y el miedo me entró a la inversa pues empecé a tener el convencimiento de que, cuando fuera liberada de esos grilletes, podría ser demasiado tarde y mis brazos, habiendo perdido la energía necesaria, no pudieran volver a su posición normal.
El suelo del trastero donde me encontraba recluida llegó a ser una autentica pocilga con excrementos de varios días que mi Amo quiso que se quedaran allí mientras durara mi confinación, aunque cada vez que me duchaba con la manguera el agua a presión trituraba las heces, aunque una vez que el líquido se secaba, los restos de excrementos volvían a posarse en el pavimento de la mencionada estancia. Eso contribuyo en gran medida a que ya no quedara un solo resquicio de la superficie libre de suciedad.
Con respecto a la manta que me obsequió, nunca me la cambió por otra, por lo que al final de mi encarcelamiento, llegó a convertirse en un amasijo de orines y detritus pegados a ella. Quedó tan acartonada que la última noche que pase allí, empezó a deshilacharse en auténticos trozos de puro estiércol. De todos modos, ese extremo nunca me llego a importar ya que, al menos, consiguió la función principal que no era otra que paliar de algún modo el frio que padecí en aquel sótano.
Y Así, de este modo y poco a poco iba transcurriendo los días de mi última menstruación. Uno de los postreros conseguí aunar el valor suficiente y, en uno de los pocos momentos en los que le afloraba una vena de humanidad después de cada sesión de castigo entretanto me estaba extendiendo la crema cicatrizante y me sumergía en su aroma mientras me sentía protegida envuelta en su regazo, le pregunté de la manera más sumisa de la que fui capaz; Amo, ¿podría proporcionarme una pastilla contra el dolor de la regla?, se llama saldeva forte la solía guardar en el botiquín del cuarto de baño antes de someterme a mi esclavitud voluntaria. Es que debido a la humedad o a los castigos nocturnos que sin duda merecía (recalqué que era merecedora de cualquier castigo que me impusiera para no enfadarlo), suelo tener bastantes pinchazos en mis ovarios. -La verdad que le minimicé todo lo que pude los dolores, al denominarlos simples pinchazos, ya que, sobre todo por las noches, junto al daño ya de por sí muy lacerante del azote nocturno, el calvario en los ovarios era tan fuerte, que me impedía muchas veces poder conciliar el sueño hasta el mismo alba. La verdad que con todo ello y, sobre todo, con las duchas de agua fría no me explico cómo no llegué a tener una infección de campeonato, al menos, una cistitis que muy posiblemente de no ser tratada en un hospital me hubiera ocasionado una tremenda afección. Supongo que la juventud, unido a mis propias ganas de vivir y una gran porción de suerte, hicieron declinar cualquier atisbo de enfermedad, de otra forma sería incapaz de poder explicarlo.
Justo cuando terminó de escuchar mi petición, dejo de extenderme la crema y me miró con la mayor de las crueldades posibles. Como única respuesta exclamó; Los medicamentos no están pensados para esclavas sexuales como tú. Ya te dije el primer día que serias tratada peor que los animales porque ellos no pueden escoger su destino en cambio tú lo has elegido de manera voluntaria, por lo tanto si te duele, te aguantas. El dolor, en toda su extensión, convivirá contigo el resto de tu vida. Debes aprender a aguantarlo, eso te hará fuerte y, sobre todo, te acercará más a tu Amo. Por otro lado, es bueno que recuerdes en el futuro estos dolores de tu última regla. A partir del mes que viene, al menos, este tipo de sufrimientos ya no los tendrás. La noche siguiente la falta de comportamiento que me impuso y por la cual recibí el azote vespertino fue, precisamente, por haber pedido una pastilla sin tener derecho a ella.
Y así, con mucha más pena y dolor que gloria, transcurrieron los cuatro primeros días de mi última menstruación, aquella que tuve recién cumplidos mis primeros veinte años de edad.
- FIN DEL CUARTO CAPÍTULO -