La entrenadora.

Silenciosamente me coloco ante él, tan cerca que me intuye. Con dos dedos cojo la punta de su duro sexo y lo friego contra mi clítoris. Es como si dos cables eléctricos se tocaran y tal la descarga que vuelvo a correrme...

Me gustan los nadadores, pero ese chaval me trastorna. Rostro árabe, cuerpo de titán. Quisiera ser el agua que se escurre cuando sale del agua, riendo con sus amigos. ¿Qué tendrá, dieciocho? Serán recién cumplidos. Me gustaría entrar con ellos en las duchas para ver su cuerpo desnudo. Muchas veces me he descubierto desnudándolo con la mirada, bajando su prieto slip descubriendo el bulto de su sexo, observando sus nalgas duras y alzadas. Los imagino jugando en las duchas, dándose con las toallas mojadas.

Imagino también que arman tal escándalo en los vestuarios que he de asomarme para corregirlos y los descubro desnudos, peleándose en el suelo, el que mayor escándalo arma es mi elegido. Le digo que me espere al acabar, que debo hablar seriamente con él, que no estoy nada contenta de su actitud.

Cuando todos han marchado, la conserje cierra las puertas por fuera, ya es la hora y ha de irse. Estamos los dos solos en el recinto.

Adel, le llamo, y el muy insolente aparece ante mi aún con el bañador puesto, el cabello húmedo, sudoroso como yo, por el vapor que hay en la zona de la piscina.

Estoy muy disgustada. Todas las semanas lo mismo. Ya no sois niños. Soy profesora de natación, no una encargada de guardería.

Y él, sonriendo, agacha la mirada, dócil, avergonzado. Su sexo está duro bajo del slip.

¿Buscas que te expulse? Le digo, aunque la escena me conmueve, no puedo concentrarme, no quiero volver a mirar su bulto, me sonrojo.

Él se acerca a mí, con su sexo a punto de romper la fina tela que lo aprieta, en actitud consoladora.

Si puedo satisfacerla en algo, profesora…

Eres un insolente. ¿Qué es eso?

Qué ha de ser.

¿Es que no puedes controlarte? Pasa a los vestuarios. Date una ducha fría.

De espaldas a mí se baja el bañador, mordería su trasero moreno. Serpentea el agua sobre su piel. Se gira y clava en mí sus ojos profundos. Su pene se balancea sin doblegarse en absoluto, es largo y bien formado, sus testículos oscuros, prietos en la carne.

Es que usted me excita.

Me desnudaría y entraría con él en la ducha en ese mismísimo momento. El muy cabrón se toca insolentemente ante mí, sin dejar de mirarme.

¿Qué estás haciendo? Sal ahora mismo. Haz cien flexiones.

Empieza a hacerlas rápido, subiendo y bajando, su prepucio roza las baldosas a cada bajada, brillante. A partir de cuarenta empieza a bajar el ritmo y yo cojo una toalla mojada que han dejado tirada en el suelo y azoto con ella su culo. Acelera, pero su sexo no baja. Le doy un puntapié y sigo azotándolo. Se revuelca sobre el suelo, tapándose la cara, a golpes le hago salir arrastrándose a cuatro patas, se derrumba cuando alguna vez la toalla da sobre sus testículos y así recorre el pasillo hasta la nave de la piscina. La luz del anochecer que entra por los empañados ventanales confiere a la estancia una atmósfera intima. Ceso los golpes, rueda sobre el suelo hecho un ovillo, sollozando, se tapa el sexo con ambas manos, no, es muy cerdo se masturba.

¿Qué haces?

Por favor, déjeme follarla.

¿Pero qué te has pensado?

Se incorpora recuperando su gallardía, se acerca hasta que casi la punta de su polla está a punto de rozarme. Le doy tal bofetada que giro su cara. Insiste:

Déjeme follarla.

Le abofeteo el sexo, que rebota en su vientre y vuelve a apuntarme, lo repito una y otra vez. Él acaba por no aguantar más, se retuerce.

Estate quieto.

Pero no puede. Habré de atarlo, oh sí, atarlo.

Espera aquí.

Vuelvo con unas cuerdas que hay en el almacén y ato vastamente sus manos a la espada y su cuello a la escalera del tobogán infantil que hay en la parte norte de la piscina, sigo disciplinándolo, pero aquello no baja, es más parece que los golpes la endurezcan más todavía.

No puedo evitarlo, se justifica, es que usted me excita, no puedo evitarlo.

Le meto un corcho que hay suelto de esos que separan los carriles de la piscina en la boca, para que calle y prosigo con la toalla, ésta vez dando con saña en todo su cuerpo.

Pienso en qué le haría. Podría tumbarlo en el tobogán y colgarle de los testículos, todo el peso de su cuerpo se sustentaría en ellos, ese dolor le haría bajar los humos y pronto perdería clemencia. Y tanto que lo haría, desata mis instintos sádicos. ¿Por qué estoy tan indignada? Porque me da rabia que un niñato como él también me excite de esta manera, me saque fuera de mi, yo que ya soy mayorcita para éstas cosas, que casi podría ser su madre.

Decido dar rienda suelta a mis deseos, pero no quiero que él vea nada, así que le pongo un gorro de baño bajándolo de manera que también cubra sus ojos. Ahora está mudo y ciego, su cuerpazo impotente está bajo mi voluntad, mi deseo cumplido.

Me quito el chándal y me siento en una silla, observándolo. Está desorientado, su carne enrojecida por los golpes, respira rápidamente y a cada respirar veo el movimiento ligero de sus pechos, sus costillas dibujadas bajo el músculo, es como un silencioso baile de cortejo el que me ofrece, el deseo crece y crece en mi. Me sorprendo tocándome el sexo por encima del bañador, lo noto húmedo, una fuente. Él cree que me he ido y lo he dejado solo. Forcejea, pero sé bien de nudos y no va poder desatarse por mucho que lo intente. Casi sin darme cuenta, me corro. Iría ante su sexo y lo engulliría placenteramente, pero debo mantener la compostura, sin embargo, solo pensándolo, vuelvo a correrme mientras acaricio mi clítoris endurecido.

Silenciosamente me coloco ante él, tan cerca que me intuye. Con dos dedos cojo la punta de su duro sexo y lo friego contra mi clítoris. Es como si dos cables eléctricos se tocaran y tal la descarga que vuelvo a correrme

Entonces, de pura rabia, empiezo a darle patadas, sin mesura, despiadada. Se contorsiona dentro de la escasa movilidad que le permiten las ataduras. Su pene baila de arriba abajo, e estrella sonoramente contra su vientre, impertérrito, como si fuera de goma y acero. Su sufrir, lejos de compadecerme, enardece mis ocultos instintos sádicos. Grita bajo la mordaza improvisada, con un eco metálico sus lamentos resuenan en la sala. Ya es de noche y la poca luz que entraba por los ventanales se ha vuelto tinte oscuro. Ahí lo tengo, rendido, su sexo ha caído al fin, ha sido cansino derrotarlo. Estoy toda sudada y me tiro de cabeza al agua, dejándole amarrado donde esta, vapuleado, desconsolado, gimiendo como un niño después de la reprimenda.

Nado unos largos rápido, con fuerza, Luego descanso apoyada en la escalera. En la oscuridad imagino su pene sobresaliendo en el agua como aleta de escualo, surcando la superficie plástica del agua en círculos amenazantes. Como una fiera me apresa entre su cuerpo fornido y clava su aguijón que se sumerge en mi sin resistencia. Bailamos en la ingravidez un cortejo salvaje, yo llevada por él, sostenida de su sexo. Vuelvo a correrme, ya he perdido la cuenta de mis orgasmos.

Me descubro a sus pies, empapada de agua, desnuda. Observándole a la luz tenue de las luces de emergencia me siento sometida por el deseo hacia ese cuerpo imponente e impotente, ser la dueña de su ceguera y su silencio me confiere el poder de hacer con su imagen lo que me plazca, pero los orgasmos que se suceden mientras friego mi clítoris contra el suelo me hacen sentir su sucia esclava. Me digo: ¿qué estás haciendo? Pero vuelvo a correrme solo de sentirme tan emputecida. Mi aliento roza su sexo, calentándolo con su vaho va creciendo ante mi boca. No puedo resistirme, soy la puta esclava de su polla. La envuelvo con mis labios cuando ya esta prieta en sí misma, ese hinchamiento que la hace relucir ayudada por mi saliva. Aprieto los labios en todo su perímetro y la introduzco hasta el fondo, sintiendo su calor en las amígdalas. Con una mano envuelvo la base de sus testículos llenos de néctar juvenil hasta que también brillan, los estiro, juego con ellos sin dejar de usar la boca, lamiendo, latigueando con la punta de la lengua su prepucio morado de sangre, introduciéndola en la boquita vertical que lo remata. Luego con la otra mano bombeo el cilindro ardiente alocadamente, escupo sobre él la salivera que me provoca, clavo las uñas en su carne, abofeteo su culo bien fuerte, para que sepa que aún mando, que si estoy de rodillas, desnuda, comiéndolo devotamente el sexo, es solo por mi placer, no por el suyo. Sus temblores, sus jadeos, su cuerpo en tensión, la electricidad que desprende la punta de su sexo, todo me indica su orgasmo próximo. Es una bomba de relojería a punto de la explosión. Cuando noto esa primera gotita, ese escalofrío que se le lleva la conciencia, me detengo. Me aparto y le dejo mudo y ciego, solo, tembloroso, su polla mojada por mis babas, venosa, alzada, buscando en el vacío el consuelo, un consuelo que no merece, que no va a tener. Ha de recordar que esto es un castigo, por prepotente y engreído. Ha de descubrir quien manda, ha de saberse dócil, bajársele los humos. Por eso le dejo insatisfecho.

Le dejo ahí, me parece escuchar lloros bajo el látex de la capucha y su mordaza, aguantado el peso de su mástil, cargado de deseo. Me ducho y me visto, me tomo mi tiempo. En silencio vuelvo a desatarle, por fin está rendido, sin voluntad aunque su polla aún esté dura. Agarrándole de ella, aún ciego, le llevo a los vestuarios.

vístete y vete a casa. Mañana también tenemos entreno.

Me gustan los nadadores, ¡Imagino unas cosas con ellos…!

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