La enfermera del turno de noche

Una enfermera ninfómana y desinhibida alegra las noches de los pacientes en una aburrida clínica.

LA ENFERMERA DEL TURNO DE NOCHE

Me llamo Inés Rubio y quiero contarles mi historia. En primer lugar, quiero que sepan cómo soy físicamente. Mido, aproximadamente, un metro setenta centímetros. Y digo aproximadamente porque me han hecho revisiones médicas en las que se supone que mi estatura está uno o dos centímetros por encima o por debajo de la mencionada. Una nunca sabe con certeza cuánto mide. Yo le llamo "el efecto acordeón". Peso cincuenta y ocho kilos de promedio, aunque debo aclarar que en invierno suelo ganar un par de kilos y en verano perder otro tanto. Aunque claro, eso es lo que peso teniendo en cuenta que vivo en la Tierra. Si viviera en la Luna —cosa que me repetía muchas veces mi tutora de quinto de EGB—, pesaría bastante menos y si viviera en Júpiter, bastante más.

Tengo unos pechos redonditos y bastante carnosos; los conservo bastante erguidos y firmes a pesar de que ya cuento treinta primaveras. Aguantan bien los embates del tiempo. No me gusta alardear de ello, pero haré una excepción: los tengo tan turgentes y fibrosos que a veces no llevo sujetador, porque no me hace ninguna falta. Suelo llevar sostenes porque me encanta la lencería, no porque necesite sujetar nada que pueda caerse. Mis areolas son como una mancha de color violeta en la cima de las colinas y mis pezones son dos protuberancias pequeñitas que se despliegan cuando me excito. En verano me gusta tomar el sol sin nada de cintura para arriba; tanto me da despelotarme en la piscina, en la playa o en la terraza de unos amigos, no soy nada pudorosa. La naturaleza se portó bien conmigo y yo, en un acto de generosidad de la que no todas las mujeres hacen gala, le devuelvo el favor visualmente a todo el que quiera recrearse mirando.

Mi cuerpo en general es esbelto, bien proporcionado y cumpliría los cánones renacentistas. Mi cintura es estrecha y mis caderas anchas pero no más de lo que suele gustarles a los hombres. Mi culo es consistente y bastante duro. No en vano me pego una hora diaria haciendo ejercicio. En la calle si hay buen tiempo y en casa si hace malo.

Por lo demás tengo los ojos y el cabello castaño. Me definiría como guapa del montón: a los hombres no se les van los ojos detrás de mí cuando ando por la calle porque no soy un bellezón deslumbrante y subyugador, pero sé muy bien que a más de uno y a más de diez les gustaría tener a su lado a una chica como yo. Mis piernas son largas y bien proporcionadas y terminan en unos pies muy monos que me gusta enseñar en cuanto llega la primavera, poniéndome sandalias. Como pueden ver y aunque no está bonito que tenga que ser precisamente yo quien lo diga, pero tengo un cuerpecito muy mono.

Por ello, me gusta vestir resaltando lo que tengo, según ese principio que dice: "lo que se van a comer los gusanos, que lo vean los cristianos". En el día a día suelo llevar vaqueros ajustados, camisetas escotadas o de tirantes y pantalones ceñidos. En ocasiones especiales como bodas de amigas me gusta lucir modelitos poco recatados, o con transparencias, de esos que dejan trabajar poco a la imaginación.

Para los perfumes soy un poco sibarita, pero no me puedo permitir comprar los originales; me tengo que conformar con esas burdas imitaciones que venden en los "chinos", en bazares y en lugares parecidos. Tengo tarros con esencias y me gusta experimentar como una alquimista aficionada a la perfumería y crear mis propias fragancias. Mi tocador es una especie de laboratorio, y eso que la química no se me daba nada bien. Les pego etiquetas pequeñitas a los frascos, escritas con rotulador negro de punta fina, con los nombres que me sugiere el olor resultante como: "Anhelo prohibido", "Brisa del edén", "Melancolía otoñal" o "Aliento celestial". Ya sé que los nombres serían más finos y sugerentes si fueran franceses o ingleses, pero mi caudal léxico en estos idiomas deja mucho que desear. No se me dan bien los idiomas.

Ahora bien, no todo en esta vida puede ser perfecto. Nunca se me dio bien estudiar. Creo que ya lo he dado a entender en párrafos anteriores. Desde pequeña les tengo manía a los libros, a las asignaturas, a los profesores, a todo lo que tenga que ver con el colegio o, posteriormente, con el instituto. Leer algo que me apetezca durante un rato es lo máximo que da de sí mi intelecto: de pequeña, cómics y ahora alguna revista de cotilleo mientras espero el turno en la peluquería o en la esteticista. Lo demás siempre me resultó infame, tedioso, vomitivo, insoportable, un auténtico e insufrible tostón. Imposible memorizar o entender nada, y mucho menos, verle alguna aplicación o utilidad.

En el instituto no hacía más que pirolas y vivir la vida; me resultaba más atrayente quedar con chicos y tirármelos en los asientos de atrás de sus coches que estudiar derivadas (yo no lo sabía, pero iba a la deriva), cómo analizar una frase o cuál es el resultado de una reacción química entre un ácido y una sal. Por eso abandoné los estudios con dieciséis años. Hubiera sido más cómodo seguir allí calentando el asiento (y al alumnado masculino, de paso), repitiendo o haciendo que mis pobres y decepcionados padres me pagaran clases particulares de refuerzo, pero más cobarde por mi parte, porque no tenía ni ganas ni capacidad y mucho menos esperanza de llegar a buen puerto por este camino.

Lo que viene después es una ristra de trabajos basura, obtenidos muchos de ellos mediante empresas de trabajo temporal, que adelgazaban con voracidad tu sueldo hasta dejarlo raquítico. Por si les sirve de pista, mi vida laboral —esa que suele mandar la Seguridad Social todos los años enumerando todas las empresas en las que una ha cotizado— ocupa nada menos que tres hojas. He trabajado, aunque sea un día, en cincuenta y dos empresas, ya sea de peón en fábricas, de limpiadora, repartiendo propaganda, de camarera, de vendedora ambulante, etc.

Quizá me hubieran hecho indefinida en alguno, pero ninguno de estos trabajos deplorables y degradantes merecía la pena; en ninguno llegaba a mileurista. Además, siempre he sido muy orgullosa y no soporto que los jefes me hablen vocalizando muy despacio como si fuera idiota o que me miren mal (cosa que los encargados están haciendo a todas horas) por menudencias como intercambiar una pequeña charla de dos frases con un compañero o llegar diez minutos tarde por culpa del tráfico. Y mucho menos que me griten. Ahí sí que salto; me pongo como una leona enfurecida y a actuar con el tacto y la finura de un elefante en una tienda de porcelana, sin medir las consecuencias. Siempre he sido muy impulsiva, pero a fuerza de palos, la vida me ha enseñado a morderme la lengua y a no querer tener siempre la última palabra.

Con los hombres no he tenido suerte. Lo normal es que una chica como yo, negada para los estudios, pero atractiva y con buenos atributos, se hubiera dedicado a ponerse mona y a encontrar un marido como Dios manda. A los veinte, me enamoré de Santi, un alférez ocho años mayor que yo, pero después de mucho darle vueltas (porque el amor era recíproco) decidí que era demasiado pronto para entramparme en hijos y en una vida doméstica el resto de mis días. No quería que el día en que se me declaró, fuera el comienzo del resto de mi vida. Además, me hubiera visto obligada a cambiar de ciudad cada cierto tiempo; al menos, hasta que él se hubiera establecido en alguna población de forma duradera.

Aunque pensándolo mejor, tampoco me parece del todo justo decir que no he tenido suerte con los hombres. Lo que quiero decir es que no todas valemos para tener una pareja fija y ponernos a criar hijos. Soy una mujer y, con las armas tan bien calibradas como las tengo, sé muy bien cómo manipularlos para obtener lo que quiero. Sin embargo, si el alma de una es salvaje siempre hay miles de cosas nuevas que una está deseando experimentar y que difícilmente podría teniendo un maromo fijo.

Cuando salgo por ahí sola o con alguna amiga raras veces pago mis consumiciones porque siempre hay algún lechuguino que se aviene a abonar lo que haga falta a poco que le dé conversación, le sonría un poco o le ponga el escote en las narices. Noto que se les ilumina la cara cuando me acerco a ellos, a todos estos tipos grises, masturbadísimos, sin recursos, sin estudios y sin labia. Creo que hasta consideran una hazaña invitarme, algo digno de contar a sus amigotes.

Y sepan que no me hace falta ni devolver el favor follando; eso sólo lo hago cuando y con quien me apetece. Hay sí que soy intransigente; decididamente no lo hago por dinero. Si algún pavo piensa que me puede comprar con dinero, claro lo lleva. Según cómo me dé la ventolera, rechazo a un tío con pasta y un deportivo que se crea el rey del mambo para enrollarme con un marroquí de quince años que no tenga dónde caerse muerto. Si tuviera un plan prefijado, mi vida no sería un reto, no tendría alicientes. Sería como ver una película por segunda vez. En el terreno del sexo he hecho siempre lo que me ha venido en gana, justo lo contrario que en el ámbito laboral, que he hecho lo que he podido, o lo que me han dejado.

Confieso que a lo largo de mi vida he comido en buenos restaurantes, he pasado el rato en carísimas terrazas, he dormido en inmejorables hoteles y he hecho bastantes viajes al extranjero gracias sencillamente a que estoy buena, así que no voy a negar que manejar a los hombres se me da de maravilla. De sobra sé que si fuera fea, obesa y tuviera voz de camionero ronco pasarían de mí como de una apestada, pero tengo un cuerpo estilizado y las tengo muy bien puestas. El problema que me da quebraderos de cabeza es el de atarme a un solo hombre. Tengo treinta y no creo estar preparada. A veces envidio a las que tienen pareja, pero sólo en contadas ocasiones.

Cuando conocí a Santi yo tenía un grupo de amigos con los que me lo pasaba en grande. Los fines de semana íbamos a la montaña o a la playa y allí disfrutábamos de lo lindo haciendo orgías sin ningún tipo de compromiso. Recuerdo una ocasión en la que estábamos ocho en un valle de montaña y acabábamos de montar una tienda de esas que no se montan al lanzarlas, sino que hay que pegarse un buen rato clavando piquetas y ajustando los vientos. Nos gustaba acampar fuera de las zonas acotadas para hacerlo. No está prohibido siempre y cuando estés a más de dos mil metros, montes la tienda al anochecer y la recojas al amanecer.

Recuerdo que el cielo estaba anubarrado y, tras un trueno colosal, rompió a diluviar. Para no mojarnos, nos metimos todos en la tienda hasta que la lluvia amainó. Y claro, como el roce hace el cariño y la lluvia se prolongó durante un buen rato, terminamos en un sensual revoltijo de cuerpos que emulaban a una bestia mitológica. En resumen, que aunque las drogas naturales del amor hacían efecto en mi cerebro, no me apetecía recluirme en una casa, dando cuentas de todo, sin libertad real, sin dejar que mi espíritu se expandiera, encorsetada por la rutina, oprimida por la ominosa monotonía.

Con el tiempo, el grupo se ha ido extinguiendo. Los amigos divertidos e incondicionales se han ido transformando en aburridos y domesticados padres de familia con los que ya no se podía casi ni quedar para no mosquear a sus posesivas esposas. Lo mismo que mis amigas, a las que veía de ciento al viento porque unas se habían trasladado de ciudad por cuestiones conyugales o laborales y otras porque se habían vuelto más adustas, menos amigables.

El caso es que un día, harta de trabajos miserables, decidí saltarme las leyes. Buscaría un trabajo bien remunerado y que tuviera una buena consideración social: enfermera, por ejemplo. Y si me pillaban, mala suerte. También me habían pillado una vez en un centro comercial robando un bolso y no había sido el fin del mundo. Lo pagué y punto. En la vida hay que asumir riesgos para ganar.

Acudí a todas las clínicas privadas de la ciudad, haciéndoles entrega de un currículo en el que omitía mi variopinta experiencia profesional y decía que era enfermera. Con ayuda de Internet me inventé un pasado creíble, pues tampoco era cuestión de decir que había hecho la carrera en una localidad que carezca de Universidad o en un hospital inexistente.

En la clínica "Baviera", a las afueras de la ciudad, me pidieron que les entregara una copia compulsada por un notario de mi título, así que ahí no tenía nada que hacer. Pero hubo una, la clínica "San Rafael", en la que los muy crédulos no hicieron comprobaciones de ningún tipo. El título que les entregué fue una fotocopia, por lo cual, la falsificación del sello resultó más fácil que si hubiera tenido que entregar el original.

Debían de necesitar una enfermera y dieron por hecho que decía la verdad. Un tipo muy trajeado y engominado de la administración de la clínica llamado Leo Medina, quien no creo que tuviera ni puñetera idea de medicina, me hizo la entrevista y la pasé. Me dijeron que empezaría en geriatría, en el turno de noche, aunque rotaría a diario.

Era un día de primeros de diciembre y el tiempo era helador; penetraba por las fosas nasales dolorosamente. La clínica "San Rafael" tiene su sede en un edificio moderno y espacioso, de cuatro plantas y está rodeada de un amplio jardín con muchos chopos, bancos, serpenteantes caminos de adoquines y una fuente ornamental. Tiene tres especialidades: geriatría, traumatología y otra que engloba a todas las que tratan a enfermos terminales, es decir, todos aquellos pacientes con cualquier tipo de dolencia que ya no tienen esperanza de salir con vida de allí, a los que están en coma y a los que les alargan la vida de forma artificial. Ni que decir tiene que es un sitio de gente con pasta.

Me presenté el primer día a la nueve y media de la tarde y, en un pequeño almacén, me entregaron un uniforme verde claro y unas babuchas también verdes de enfermera. Me presentaron a unos cuantos compañeros de trabajo, pero cómo suele ocurrir en estos casos, apenas acerté a retener ningún nombre.

Me asignaron una taquilla en el vestuario femenino, la número cuarenta y dos, y allí me cambié. Era una taquilla espaciosa, nada que ver con las reducidísimas taquillas que había en otros sitios donde había estado, sobre todo en fábricas, donde, para aprovechar el espacio, están apiladas una encima de otra. Me quité el abrigo, el jersey de cuello alto y la blusa, y mientras colocaba esta última en una percha de plástico que había en la taquilla oí una voz aguda y chirriante a mis espaldas:

—¡Tú debes de ser Inés Rubio! El nuevo fichaje.

Me volví. Quien había hablado era una mujer pequeña y rechoncha, de treinta y tantos, pelo ensortijado, gafas de montura añil y voz aguda, pero contundentemente sonora. Era rubia, casi seguro que teñida. Me dio dos besos en las mejillas.

—Sí, soy yo y tú eres

—Adela Ríos y soy coordinadora de enfermeras de la planta de enfermos terminales. Bienvenida a la clínica "San Rafael". ¿Acabaste hace mucho la carrera?

—Dos años —repuse seca. Me convenía ser parca en palabras, puesto que no podía permitirme mantener una conversación en la que se pusieran de manifiesto mis carencias. Por lo tanto, me convenía ser un poco huraña con las compañeras. Ella decidió no darse por enterada de mi falta de locuacidad y me contó con orgullo sus hazañas: dónde había estudiado, dónde había hecho prácticas, el tiempo que llevaba allí trabajando y una parla por la que yo no mostré interés. Quizá quisiera hacerse amiga mía, pero yo no estaba dispuesta a prestarme a ello.

Mientras hablaba se iba despojando del jersey, la blusa y de sus pantalones. Era muy blanquecina de piel y tenía pliegues de grasa concentrados en la tripa y grasa acumulada en las caderas, además de unos pechos bastante abundantes, que corrían el riesgo de desplomarse en breve. Sinceramente, no me atraen las mujeres, pero me gusta contemplarlas en vestuarios, duchas comunitarias y sitios así, por puro afán de compararme. En este caso, objetivamente, yo salía ganando. Llevaba una horrible combinación de sujetador negro y bragas blancas. ¿Cómo se podía tener tan poco sentido de la estética? Para estudiar valdría; pero lo que es para combinar lencería

—Yo empezaré en geriatría —le conté para no proyectar una imagen de alguien tan altivo y desdeñoso que ni siquiera se digna hablar.

—Allí tienes que estar muy pendiente de todo. Te recomiendo que hagas una ronda cada hora, para comprobar que todo está en orden. Hay muchos conectados a la máquina de constantes vitales, y sonaría la alarma en la garita si pasara algo raro, pero conviene darse una vuelta, por si necesitan algo.

—Lo tendré en cuenta —asenté.

Me despedí de Adela y subí a la planta de geriatría. Allí, una tal Mónica Medina, una cincuentona un tanto entrada en carnes, que era la coordinadora de aquella planta, me enseñó dónde estaba la sala de descanso y el cuarto donde se guardaba el instrumental y las medicinas. Me indicó que debía avisar al médico de guardia que había en la clínica si ocurría algo que se escapara de mi control, para lo cual me dio un número de teléfono interno: una extensión de tres números. También me puso brevemente en antecedentes sobre los enfermos. Se despidió, pues su turno se había acabado.

Me desabroché los tres últimos botones de la blusa y fui a visitar a los cuatro ancianos que había ingresados para tratar de darles una alegría.

La primera en recibir la visita fue Doña Concha, que padecía demencia senil y respondió a mis saludos y a mi interés por su salud, con un silencio espeso y una mirada de desconfianza mezclada con miedo, una mirada como de búho, así que no me entretuve demasiado. El señor Mendoza estaba allí recuperándose de ciertas complicaciones gástricas y dormía como un tronco, así que tampoco le molesté. La señora Wells, galesa afincada en España, que estaba haciendo el postoperatorio de una operación relacionada con los bronquios, se removía inquieta en la cama, pero parecía dormir, así que tampoco la desperté.

Fue el señor Gerardo Cruces, quien se mostró visiblemente encantado con mi presencia y me dio conversación. Me comía con los ojos y, contemplándome, las pupilas se le dilataban tanto que no podía ver de qué color tenía el iris. Era un señor de barba blanca y bien cuidada, como un galán veterano, aunque no guapo, y unos incisivos bastante prominentes.

—Me ingresaron porque tengo un transtorno bipolar —me contó—. Mis hijos decidieron que estaría mejor atendido en una clínica donde pudiera atenderme un psiquiatra, que en casa. Desde que falta mi mujer, se supone que doy mucho mal. Y reconozco que tengo mis arranques de rabia, pero no es para menos. Yo creo que el que no se cabrea nunca, es que le da todo igual. Reconozco que no soy una persona manejable. Pero ellos no lo hacen preocupados por mí, sino pensando en su tranquilidad. Me han arrinconado aquí, pensando en su comodidad, no en mi bienestar: yo no les importo un rábano.

Sentí esa picazón interna, es cosquilleo inconcreto que sentimos las mujeres cuando nos apetece algo de índole sexual. A veces nuestros deseos son más caprichosos que las formas de las nubes. Al hilo de lo que había dicho sobre sus hijos, le seguí la corriente.

—Yo a mis padres les tengo en un pedestal, no los arrinconaría por nada del mundo.

—Tú tienes pinta de ser buena chica —dijo Gerardo sonriente.

—Procuro portarme decentemente —repuse en un tono de voz modoso—. ¿No le importará que me siente a su lado? Tengo los pies destrozados de tanto andar.

—No faltaba más, guapetona —respondió haciéndome hueco.

Me acerqué contoneándome ligeramente y acomodé sensualmente mi bonito trasero al lado del paciente. Me volví hacia él y me interesé por su pasado. A los hombres nada les halaga más que tener a alguien haciéndoles preguntas. Y si es una mujer joven y atractiva vestida de enfermera, ya ni te cuento.

—¿Dónde trabaja?

—Ahora estoy jubilado, pero era jefe de equipo en una fábrica de coches.

—Yo soy un desastre con el coche —dije para realzar sus conocimientos—. No sé ni cambiar una rueda. Y de poner las cadenas, mejor ni hablar.

—Cambiar una rueda es muy fácil. Los coches suelen venir con un gato hidráulico y, muy cerca de las ruedas, en los bajos del vehículo, hay una muesca donde se acopla el gato. Un vez colocado el gato, cuesta un poco aflojar las tuercas, pero por lo demás no tiene ninguna complicación. La rueda de repuesto es muy ligera, pesa bastante menos que una normal.

Soy muy lujuriosa, qué le voy a hacer. Y, por ejemplo, la gula la controlo en la medida en la que engordar me impediría dar rienda suelta a la lujuria que hay en mí. Cambié de tercio.

—Así que es usted viudo

—Así es y trátame de tú. Mi mujer falleció hace tres años por culpa de un cáncer que le apareció en la médula y que se dispersó antes de que lo pudieran controlar.

—Lo siento mucho —comenté seria haciéndome cargo de su desolación interior.

—Gracias.

—Gerardo: queremos que en esta clínica se sienta como en casa —dije con voz melosa mirándole directamente a los ojos—. Dígame qué podemos hacer para que se sienta a gusto.

Gerardo parecía empezar a captar lo que se avecinaba. Siguió el juego desplegando una sonrisa.

—Si supieras lo a gusto que estoy ahora —dijo haciendo verdaderos esfuerzos por no mirarme con descaro el escote.

Ya habíamos traspasado el límite de la cortesía y la conversación empezaba a adentrarse por el territorio del placer.

—Aún podrías estar más a gusto si quisieras —repuse pícara—. Recuerda que esto no es la Seguridad Social. Aquí nos gusta dar un buen servicio a los pacientes para que se repongan cuanto antes de sus dolencias. ¿De dónde crees que viene el término "hospitalario"? Yo lo inventé.

—Es de agradecer, qué duda cabe.

Me gustaba su caballerosidad en un mundo de cerdos que buscan saciar sus instintos libidinosos por la vía rápida, de modo que decidí alegrarle la noche, tras tantos sinsabores con sus hijos y tras una larga y tediosa estancia en el hospital, aletargado por los medicamentos. Quise vencer sus reticencias.

—No te importará que me suelte algún botón, ¿a que no, Gerardo? Es que soy muy calurosa y aquí la calefacción la ponen a tope.

—Qué me va a importar.

Me desabotoné la blusa por completo y me la quité, exhibiendo impúdicamente mi sujetador rosado de encaje. Luego me lo desabroché liberando mis senos delante de sus narices.

Gerardo me miraba embelesado, pero era reacio a ponerme las manos encima. Entrecerraba los ojos tratando de discernir a qué venía semejante regalazo. Se negaba a aceptar tanta suerte así, por las buenas. No era lógico en un mundo en el que todo está calculado, medido, debidamente pagado y debidamente cobrado.

—Esto no puede ser verdad —decía—. Aquí tiene que haber truco.

Al cabo hizo un expresivo gesto de comprensión.

—¡Claro! Esto tiene que ser cosa de Ángel. ¡El muy maricón…! ¿Vienes de parte de Ángel, verdad? ¡Anda que no es canalla el tío…!

Estaba tan entusiasmado con la idea de que viniera de parte del tal Ángel, que me pareció una tremenda descortesía llevarle la contraria. Además me pareció imposible convencerle dialécticamente de que era enfermera porque era una impostora. De modo que improvisé una explicación:

—Así es. Lo que sí te pediría es que mantengas la discreción y no le digas nada a nadie de esto. De hacerlo, esto no volvería a repetirse.

—¡Lo sabía! —repuso triunfal—. Vaya con el Angelito, menudo diablo está hecho, pero cómo se ha acordado de mí. Le debo una. Ya lo creo que le debo una. No te preocupes, cariño, que mis labios están sellados.

Entonces se avino a tocarme los pechos con delectación, apretándolos suavemente y soltándolos, calibrando su consistencia. Tenía las manos calientes. Me recosté a su lado, desembarazándome del uniforme, de las medias de gasa blanca y del tanga rosa.

Supongo que no hay ninguna manta eléctrica, ni ninguna bolsa de agua caliente, ni ningún edredón nórdico que pueda calentar ni la mitad que una mujer maciza en una fría noche. Lo digo porque Gerardo se apretó contra mí y no dejó de manosearme por todas partes, aunque haciendo hincapié en mi culo, que es una especie de imán para las manos de los hombres. Se le veía radiante de felicidad.

—No sabes el tiempo que hace que no estoy con una mujer.

—Pues hay que darse una alegría al cuerpo de vez en cuando.

Me coloqué encima, sentada a horcajadas sobre él, coloqué las palmas de mis manos sobre su vientre, no abultado, pero algo blando, y procedí a introducirme su miembro ya tieso en mi conducto vaginal. Empecé a culear despacio y no tardé en aumentar el ritmo. Gerando emitía gemidos a resultas de mi vaivén. Le tapé la boca con la mano para no molestar a nadie. Gerardo alargaba los brazos para acariciarme los senos o colocaba sus manos en torno a mi cintura. Con ayuda de mis músculos vaginales le apreté bien la polla hasta que noté la inminencia de la eyaculación. Me la saqué de dentro y le masturbé rápidamente hasta que se corrió. Luego fui al aseo a lavarme y, al terminar, regresé donde estaba Gerardo, que estaba tumbado con la mirada absorta en el techo, para ponerme el tanga, el sujetador y el resto del uniforme.

—Espero que duermas bien —le dije.

—No creo que tarde mucho en caer redondo. Gracias. Eres lo mejor que me ha pasado en esta maldita clínica.

—No hay de qué.

Me fui a la sala de descanso y allí me saqué un capuchino en la máquina. Entonces apareció por la puerta un doctor llamado Diego Almazán. No soy adivina, lo supe gracias a una chapa que llevaba puesta en la solapa de su bata blanca, junto al logotipo de la clínica. También llevaba un anillo de casado. No era alto, le quedaba poco pelo, pero tenía unos ojos grises muy bonitos y una voz muy melodiosa. La voz de alguien muy seguro de sí mismo.

—Hola, tú debes de ser la nueva enfermera. Te llamas

—Inés.

Alargó la mano y yo me abalancé hacia él para plantarle mis labios en las mejillas.

—Yo soy Diego y hoy me toca la guardia. Llámame si tienes cualquier problema.

Echó unas monedas en la máquina y apretó el botón del café con leche.

—Lo haré.

Noté que me miraba el cuerpo con extrañeza.

—¿Qué pasa? —pregunté mosqueada.

—No te has puesto bien la bata —dijo con cierto rubor.

Miré hacia abajo y, efectivamente, los botones no estaban bien confrontados. Dado que bajo la bata sólo llevaba la ropa interior, lo lógico hubiera sido retirarme al vestuario femenino para ponerme la prenda de forma correcta, pero yo soy más impulsiva que lógica, y más descarada que pudorosa.

—¡Qué desastre soy! ¿Te importa? —pregunté con coquetería.

—No, no —farfulló descolocado, desviando al momento la mirada.

Empecé a soltarme un botón y a colocarlo en el ojal correspondiente. Lo hice con morbosa premiosidad. Diego giraba la cabeza sin saber dónde mirar y, gentil y educado, hacía esfuerzos para no atisbar, aunque de sobra sé que le hubiera encantado volverse descaradamente para entrever fugazmente algún retazo apetecible de mi anatomía más oculta.

—Que pase buena noche —me despedí, tirando el vasito de plástico a una papelera repleta y yéndome con mucho contoneo de caderas.

—Igualmente —repuso.

El resto de la guardia transcurrió sin ninguna novedad digna de ser reseñada.


Al día siguiente, acudí a la segunda planta, que era la de traumatología. La coordinadora de enfermeras, una tal Gloria Castillo, me hizo unas cuantas consideraciones antes de irse. Me lo apunté todo en una libreta para no olvidarme.

—En la habitación número doce tienes a Ernesto Valverde, un adolescente que tuvo un accidente de "Mountain Bike" y se rompió el fémur de la pierna izquierda, y el peroné y la tibia de la derecha, con lo que tiene escayoladas ambas piernas. Es muy frecuente que se despierte por la noche por el dolor. Si te llama, dale un gramo de "Analgesin" y, si en media hora se sigue quejando, inyéctale una dosis de cinco miligramos de morfina. Y aunque siga quejándose no le des nada más.

—¿Dónde le inyecto?

Me miró a los ojos mosqueada.

—¿Dónde va a ser? En el único sitio donde una dosis tan pequeña le puede hacer algún efecto, sería donde la espalda pierde su nombre. En la tripa no serviría de nada.

Aquello no era tan fácil como parecía. Decidí no hacer más preguntas, porque no quería delatar mi ignorancia supina. Aunque en mi fuero interno me temí que en algún momento se descubriría el pastel. Decidí hacer las cosas a mi manera. Yo no sabía ni siquiera poner una inyección. Y había oído que se puede matar a alguien si se le inyecta aire. No podía correr ese riesgo. Atendería a los pacientes con medicina de mi cosecha.

Gloria, la coordinadora, llevaba gafas de cristales gruesos y tenía unas cejas un tanto espesas y pegadas a los ojos, como corresponde a las personas estudiosas y reflexivas. ¡Qué le costaría depilarse para dejarlas más finas y estilizadas! Anda que no hay mujeres descuidadas que pierden su feminidad por no atenderse un poco.

—En la habitación número veinte tienes a Mercedes Sierra. Tuvo un accidente de coche y, como no tenía agarrado el volante de una forma muy corriente que digamos, se rompió siete dedos, unos por la falangeta, otros por la falangina. Además se fracturó cinco costillas y lleva un fuerte impacto en la zona abdominal. Suele estar muy inquieta por las noches, no encuentra la postura para dormir, y a veces no pega ojo. Si la ves desesperada, dale algún calmante en cápsula que no lleve sulfamidas ni ningún derivado del opio, porque es alérgica. Nada de somníferos. Está tomando un protector de estómago que lleva Licisteína y podría tener una reacción adversa.

Cuando se fue Gloria, hice algo de tiempo tomando un capuchino y un cruasán de chocolate de la máquina y me acerqué a la habitación número doce.

Tendido sobre la cama, leyendo un cómic había un chico espigado de unos catorce años. Llevaba un piercing en la ceja. Levantó la vista de su lectura y colocó el tebeo abierto sobre su pecho.

—¿Eres Ernesto Valverde, verdad?

—El mismo que viste y calza.

—Yo soy Inés Rubio, la enfermera del turno de noche.

—Encantado. ¿Cómo estás?

—Yo muy bien. Pero lo que me interesa es saber cómo estás tú. Tú eres el enfermo.

—Pues ya ves, hecho una piltrafa y más aburrido que una ostra. Te juro que no vuelvo a montar en bici en mi puta vida.

—A lo mejor puedo hacer alguna cosita para que no te aburras tanto —le propuse.

—Ojalá.

Cerré la puerta a mis espaldas y me puse al lado de él, junto a la cama.

—¿Por qué no dejas esto ahora?

Y sin esperar respuesta cogí el cómic de humor de encima suyo y lo puse sobre la mesilla.

—En la clínica "San Rafael", nos gusta que los pacientes pasen su convalecencia de la forma más grata posible. Dime qué podría hacer por ti.

Ernesto sonrió abiertamente y se le iluminaron los ojos.

—¿Por qué sonríes? —inquirí.

—Por nada, por nada.

—Dime por qué sonríes, haz el favor.

—Porque se me están ocurriendo infinidad de cosas que podrías hacer por mí.

—¿Y cuáles son esas cosas si puede saberse? —le pregunté haciéndome la despistada.

El chico no respondió enseguida.

—No te lo digo, porque igual te cabreas.

Le cogí la mano por la muñeca y la puse en mi glúteo izquierdo, demostrándole que en según que asuntos a un hombre nunca se le puede ocurrir nada que no se le haya pasado a una mujer por la cabeza medio minuto antes.

—¡Jodo…! Parece que lo has captado enseguida.

—Las mujeres tenemos mucha intuición y lo captamos todo al vuelo.

—Tú sí que sabes atender a los pacientes —me alabó mientras me acariciaba el trasero, tanteando la dureza de mis posaderas con cierta prevención—. Y no esos callos nauseabundos que hay por aquí. Yo no he viso enfermeras más feas en ningún lado.

—¿Te sientes mejor tocándome el culo?

—Mucho mejor.

—¿Notas que tu curación avanza más rápido?

—Casi me dan ganas de levantarme y salir corriendo ahora mismo.

—¿A que esto no te lo había hecho ninguna enfermera antes?

—Puedes apostar a que no.

—Pues aún puedo hacer más por ti, chaval —aseveré.

Dicho esto, me subí la bata por encima de la cintura y me bajé el tanga morado que llevaba esa noche. Aunque fue Ernesto el que verdaderamente se puso morado sobándome, al instante. Sus manos también se aventuraron por el musgo aterciopelado de mi entrepierna, donde empezaba a concentrarse el rocío.

Si tengo algo que puede hacer disfrutar a los demás, por qué no brindarlo de forma desinteresada al mundo. Cuando hubo disfrutado metiéndome mano un buen rato, aparté las sábanas y las mantas, y le bajé el pantalón del pijama. Como no podría ser de otra manera, estaba empalmado, dolorosamente empalmado diría yo. Tenía el pene de trece o catorce centímetros y con la curvatura de un plátano. Se podría decir que era la única parte de su cuerpo a la que le habían dado el alta. Quise aliviarle.

No me dio reparo hacer esto, sabiendo que era menor de edad. Lo de la edad es una ley hecha por políticos que en nada se ajusta a la realidad de las necesidades naturales. Y yo no soy artificiosa, soy natural. Además es una edad que va en decremento. Varios siglos atrás se era mayor de edad a los veinticinco, antes de la Constitución se era mayor de edad a los veintiuno y ahora a los dieciocho. Y a juzgar por su cara de satisfacción, no me daba la impresión de que Ernesto me fuera a denunciar por abuso de menores. Aunque estaba leyendo un comic, era evidente que Ernesto no era un niño y que no iba a traumatizarle por darle cuatro meneos a su manubrio.

Le chupé su miembro con lentitud, saboreando el momento. Le mediría algo menos de un palmo y tenía la piel que se lo recubría muy suave. Y no tuve que emplearme a fondo para que se corriera a borbotones, como corresponde a una polla rebosante de vigor y potencia. Hay penes complicados de ordeñar. Hay que saber muy bien dónde apretar, a qué velocidad moverse y cómo de largo debe ser el recorrido de la boca: hacerlo bien es todo un arte. Pero este, como era un adolescente, era muy fácil exprimirle hasta sacarle el jugo y por eso le pillé el tranquillo enseguida. Se embadurnó enseguida de semen, apretando los dientes y cerrando los ojos con fuerza, presa de la agitación compulsiva del orgasmo.

—¿Te ha gustado?

—Sí, ha sido una auténtica pasada.

—¿Crees que te podrás dormir?

—Sin duda. Me ha entrado un sueño que no creo que tarde mucho en caer frito.

—Entonces, a dormir. Dulces sueños.

Y dicho esto, le di un beso muy intenso en los labios.

—Vuelve, por favor —me pidió, casi me suplicó, buscando directamente mi mirada—. Las enfermeras que hay aquí, dan mala gana. Parecen sacadas de una caseta de feria.

—Claro que volveré —le aseguré—. Pero otro día. Hoy tienes que descansar para recuperarte de tus lesiones. Ya ha sido suficiente por esta noche.

Al llegar a la garita de las enfermeras oí un zumbido de alarma y, en una pantalla de cristal líquido, contemplé un mensaje parpadeante que me conminaba a acercarme a la habitación número veinte.

Evidentemente, no pensaba suministrarle ningún medicamento a Mercedes Sierra, porque no tenía ni idea de lo que Gloria, la coordinadora, me había dicho antes de irse. Yo sé cómo sosegar a un hombre cuando está cabreado. Sé cómo alegrarle el día y hacer que se sienta feliz, pero con las mujeres de nada sirven mis armas.

La paciente Mercedes Sierra se hallaba postrada con cara de pocos amigos. En su ficha médica, sujeta a un porta-folios que había en una bandeja, hablaba de su edad, treinta y cuatro, y de sus politraumatismos en una compleja jerga médica. Era una mujer menuda, tenía unos labios gruesos y me miraba mediante unos ojos claros muy bonitos. Eso sí tenía unas profundas ojeras amoratadas que atestiguaban lo poco que había dormido últimamente, víctima del dolor que debía de estar sobrellevando como podía.

—¿Cómo estás, Mercedes?

—Mentiría si dijera que bien. Digamos que simplemente estoy.

—Soy Inés, la nueva enfermera del turno de noche.

—Encantada. Yo soy Merche.

—Tienes dolor, ¿verdad? Y te cuesta dormirte.

—Eso es. Me pego las noches en vela. Calculo que en las tres últimas noches habré dormido cuatro o cinco horas como mucho. Es una tortura china. Tengo sueño, pero el dolor me impide dormirme. Y como tengo un montón de contraindicaciones porque soy alérgica a algunas sustancias, no puedo tomar somníferos.

—¿Tienes visitas? —me interesé aproximándome a la cama.

—Sí, mi hermano y mis padres.

—¿Y alguna personita, ya sabes, especial?

Negó con la cabeza.

—No, no tengo pareja en estos momentos si es eso lo que quieres saber.

Noté que me estaba echando un ojo disimuladamente al escote, lo cual me pareció alentador. Decidí adentrarme en terreno pantanoso. De momento no había rehusado en ningún momento responder a mi interrogatorio.

—Perdona por la indiscreción, Merche. No respondas si no quieres, pero te puedo asegurar que mi única intención es que estés lo mejor posible, dentro de las circunstancias. Pero se puede saber si esa personita especial tendría que ser chico o chica.

—He estado con individuos de los dos sexos. Aunque hoy por hoy me quedo con las mujeres. Tuve un desengaño con un hombre hace tiempo y no me he vuelto a arriesgar.

—Si es que no se puede con ellos

—Ya hace mucho de eso. No es momento de lamentaciones.

—Sabiendo eso. ¿Dirías que puedo hacer algo por ti?

Merche rió sin mucha energía.

—Esto sí que es alucinante. ¿Estás de cachondeo?

—Lo que estoy es cachonda y te advierto de que soy un poco ninfómana —dije impostando una voz provocativa y sugerente, como de locutora de radio de un programa nocturno—. ¿Te gusto un poquito?

—Un muchito, más bien. Y te aseguro que estoy bastante necesitada.

Cerré la puerta con pestillo y me quité la bata y el sujetador, quedándome únicamente con las bragas puestas, para que fuera calentando motores, como los fórmula uno cuando hacen una vuelta de reconocimiento.

—Qué tetas más chulas, ¿no? ¿Son operadas?

Me lo habían dicho muchas veces. Eran demasiado perfectas para no pensar que estaban operadas.

—No, venían de serie. ¿Te gustaría tocármelas?

—Por supuesto, pero no sé cómo.

Y me mostró las manos. Casi todos sus dedos estaban vendados y protegidos por medio de una chapa metálica alargada. Era obvio que si me tocaba con las manos me haría daño y ella no sentiría nada.

—Veremos qué podemos hacer —dije dispuesta a dar con una solución.

Me acerqué a la cama y accioné un botón que servía para inclinar la parte del cabecero, de manera que mis senos quedaron a su alcance. Primero Merche rozó con su nariz y con sus mejillas mis pechos. Luego me chupó los pezones y los pechos ávida, con deseo, durante un buen rato. Los pechos me los dejó como si se hubiera celebrado en su superficie una carrera de caracoles. Luego se detuvo y me lanzó una mirada interrogante:

—¿Por qué haces esto?

—Porque, en la medida de mis posibilidades, me gusta hacer feliz a la gente. ¿A ti no?

—Claro, pero entiende que me parezca extraño. No es normal encontrarse con situaciones así.

—Soy muy hedonista, me gusta obtener y repercutir placer. Si la gente, en lugar de ver a los demás como enemigos o rivales, los viera como aliados o amigos sería infinitamente más feliz, y le iría mejor.

Merche asintió.

—Me gusta tu filosofía de la vida.

—Ahora voy a hacer algo que no había hecho antes.

Le aparté las sábanas y luego, con sumo cuidado, le subí el camisón que proporcionaban en la clínica a las pacientes y le bajé las bragas sin sacárselas del todo. Ella contribuyó a desnudarse elevando las caderas.

—No tienes por qué hacerlo si no quieres —me reconvino.

—Pero quiero probar. Me gustan las novedades —repuse.

Tenía el vello púbico sin recortar, pero era tan ralo y escaso que estéticamente no quedaba mal. Le empecé a chupar el clítoris y a maniobrar con mi lengua por la zona hasta que empezó a encharcarse de fluidos. Gemía de forma muy contenida, pero constante, aprobando con sus sonidos guturales mis travesuras en su entrepierna. Decidí acelerar frenéticamente mis movimientos linguales hasta que, sorpresivamente, un finísimo chorro blanquecino salió expelido de sus entrañas, entrando en parte en mi cavidad bucal y manchándome también la cara.

Fui a lavarme al aseo y con ayuda de una esponja humedecida, la lavé a ella el coño con esmero. Luego recompuse su vestimenta y la arropé. Mientras me vestía ella me dijo muy seria:

—Eres un cielo, Inés. Mil gracias.

—¿Te sientes más relajada?

—Me siento mucho mejor de lo que estaba antes. Odio el sabor de la medicación, los pinchazos… Es lo peor.

—Espero que puedas dormir. El cuerpo tiene recursos naturales para mitigar el dolor.

—Eso espero. Buenas noches.

—Buenas noches y dulces sueños —dije antes de irme.


La tercera jornada me tocaba en la planta donde están los enfermos con dolencias más graves y los comatosos. De momento, nadie me había descubierto. Quizá consiguiera aguantar así. Considero que todos los estudiantes tienen lagunas en cuanto a sus conocimientos, y no saberlo todo al dedillo no implicaba ser un incompetente. De hecho, muchas eran las historias de individuos que se hacían pasar por médicos y que habían conseguido guardar las apariencias durante años, sin que sus pacientes se enteraran.

La coordinadora de enfermeras de la planta de enfermos terminales era Adela Ríos, la mujer un poco rechoncha a quien había conocido en el vestuario en mi primera noche.

—Por cierto —me dijo Adela con su voz estridente—, me ha dicho un pajarito que los pacientes de traumatología están contentísimos contigo. Me han pedido que te dejen allí fija. Les he dicho que no puede ser. Hija, no sé qué les das.

—Nada que no haría cualquier otra enfermera comprometida con su trabajo —respondí con diplomática humildad.

Luego me dio unas instrucciones que apunté como buenamente pude en mi libreta y se marchó. Y entonces me desabroché tres botones de la bata, dejando a la vista por un resquicio mi bonito sujetador azul celeste, dispuesta a hacer las cosas a mi manera, prescindiendo de artificios químicos.

José García, ocupante de la habitación cuarenta y uno, tenía una parálisis nerviosa que le impedía moverse. Mi cometido era moverlo, para cambiarlo de postura con el fin de que no le salieran llagas por culpa de la forzosa inmovilidad.

—Buenas noches —saludé.

—Buenas noches —respondió un hombre de unos cuarenta, no muy corpulento.

—Soy Inés Rubio, la enfermera del turno de noche.

—Encantado.

—¿Cómo quiere que le coloquemos?

—Boca abajo, si puede ser. Duermo mejor así.

—Allá vamos.

Quise restregarle las tetas por el cuerpo, así como quien no quiere la cosa, para hacerle más llevadera su penosa convalecencia. Me acerqué a él y, simulando no tener fuerza suficiente para girarlo, me subí encima suyo para que sintiera mis redondeados atributos, apretados contra su cuerpo. Lo hice con fingida inocencia, como si no supiera de sobra el efecto revitalizador que mis pechos pudieran estar obrando en su cuerpo.

—No puedo… —dije haciendo esfuerzos para agarrarlo de un costado y darle la vuelta, mientras seguía restregándome.

Al fin le di la vuelta y le ayude a colocarse la almohada como el me indicó.

—Siento haber tardado tanto, pero es que tengo tan poca fuerza.

Hacerse la débil suele agradar a los machistas y es un recurso que suelo utilizar para que los hombres me hagan el trabajo pesado como llevar equipaje, o cargar pesos en el maletero de mi coche.

—No… no te preocupes, no pasa nada —respondió algo turbado.

—Que pase buena noche, caballero.

—Adiós, igualmente.

La siguiente habitación a la que acudí fue la treinta y siete. Allí había un paciente llamado Sergio Puig que llevaba en coma dos años, tras un fatídico golpe contra un árbol cuando estaba esquiando en una pista negra. Estaba conectado a un gotero, que le suministraba el suero necesario para seguir con vida. Y también a una máquina, cuya pantalla mostraba una línea horizontal con ondas poco pronunciadas. Un suave pitido, marcaba el comienzo de cada nuevo recorrido por la pantalla. También aparecían constantes vitales como los latidos del corazón o la presión arterial.

Por si no les ha quedado claro, les confieso que necesito el sexo. No soy una persona que pueda reprimirse o contenerse fácilmente. Y si una no es muy exigente, siempre hay dónde elegir. Por eso se me ocurrió hacerle una felación. Su mente estaba sumida en el limbo de la inconsciencia, pero el cuerpo, necesariamente, tenía que seguir teniendo activas todas sus funciones biológicas, porque de lo contrario estaría muerto. ¿Por qué no intentar algo diferente? Me dije a mí misma que la ciencia se construye con la innovación y la curiosidad.

Le aparté las sábanas de la clínica y le bajé los pantalones del pijama, dejándoselos arrebujados en torno a las pantorrillas. Su pene estaba blando. Lo agité y manoseé durante muchos minutos en vano. Así que me lo introduje en la boca y lo lamí con la lengua de todas las formas que se me ocurrieron sin el menor éxito.

—Venga, Sergio, sé que me estás oyendo. Tienes que salir del coma. Ahora tu vida está paralizada, pero debes regresar a tu realidad, por tu familia, por tus amigos, y sobre todo, por ti.

Seguí succionando su miembro con ímpetu, sin rendirme, insistiendo sin parar. Hice todo lo que estuvo en mi mano (y nunca mejor dicho) por enderezárselo.

Calculo que llevaría tres cuartos de hora dale que te pego con su miembro, cuando percibí que su verga adquiría la dureza del tallo de una planta. Insuficiente para hacer nada todavía, pero era un comienzo alentador.

Seguí al asunto hasta que el pene, sumido en las tinieblas de la inactividad, se desperezó y adquirió una firme y leñosa consistencia. De pronto, percibí cómo en la pantalla donde aparecían sus constantes vitales la curvatura de las ondas ganaba en altura progresivamente. Puse todo mi empeño en hacerle un buen centrifugado en su miembro, mientras oía como el volumen de los pitidos ganaba en intensidad. Levanté la cabeza y observé la pantalla. Los latidos del corazón aumentaban su ritmo como los de un atleta en pleno esfuerzo.

Y al fin se produjo el milagro. Sergio se removió inquieto en la cama y emitió una voz: una especie de mezcla entre un graznido y un gruñido. Dejé de chupar su miembro y fui corriendo a buscarle un botellín de agua mineral al cuarto de descanso. A mi vuelta, le ayudé a recostarse contra el cabecero de la cama y le di agua a pequeños sorbos. Sergio Puig estaba desconcertado: no sabía que hacía en la cama de un hospital, con los pantalones bajados.

—¿Qué hago aquí?

—Tuviste un accidente y te quedaste en coma —le expliqué.

—¿Por qué tengo los pantalones bajados?

Aquí tuve que improvisar una respuesta. A él, no le había preguntado si le apetecía que se la chupara. Simplemente había presumido que le gustaría. Sinceramente, no sé si me creyó.

—Te he estado quitando una sonda que llevabas puesta cuando he advertido que volvías a la consciencia.

—¿Dónde está mi mujer y mi hija?

—Las avisaremos lo antes posible —le dije alegrándome de que no tuviera amnesia después de haberse pegado tanto tiempo al margen de la realidad.

—¿En qué año estamos?

—Hoy es diez de diciembre de dos mil diez.

—Dios —musitó—. He perdido dos años

—Pero has ganado una vida —completé, orgullosa de lo que había hecho.


Al llegar la siguiente noche a la clínica "San Rafael", un serio y siempre trajeado Leo Medina me estaba esperando.

—¿Me puede acompañar a mi despacho, señorita Rubio?

Como es lógico, me temí lo peor. Le acompañé a la última planta, la de administración. En su despacho, espacioso y con grandes ventanales, me esperaban sentados el doctor Diego Almazán y un señor enjuto de aspecto severo, que no se presentó y que supuse que también era médico. Leo Medina me hizo sentarme en una cómoda butaca y él se acomodó al otro lado de su enorme escritorio. Apoyó los codos en la mesa juntando las puntas de los dedos.

—Señorita Rubio, ¿se imagina para qué la hemos hecho venir aquí?

—Sí, me temo que sí.

—Adela Ríos, la coordinadora de la planta de enfermos terminales expuso sus sospechas anoche. Hoy hemos hecho las comprobaciones oportunas y no es que no pertenezcas a ningún Colegio de Enfermería; es que ni siquiera tienes la carrera. ¿En qué estaba usted pensando para hacerse pasar por profesional de la Enfermería?

—En el sueldo, en el reconocimiento social y en el uniforme, que es muy mono —repuse.

El desconocido tomó la palabra airado.

—Señorita, un poco más de seriedad porque no sé si se da usted cuenta de la gravedad de la situación: podríamos ponerle una querella criminal por lo que ha hecho. La pena no sería una multa más o menos cuantiosa; podría usted ir a la cárcel.

Supongo que me quedé pálida, aunque no tenía un espejo delante para saberlo a ciencia cierta. Esgrimí mis argumentos:

—Ayer saqué a un paciente del coma

—Lo sabemos —intervino Leo Medina—. En todas las habitaciones de la clínica hay cámaras de vigilancia.

No tardé en comprender el alcance de aquellas palabras. Que tendrían material para colgar un vídeo en Internet para que se le cayera la baba a alguno era más que evidente.

—Si lo saben todo desde el primer día, ¿por qué han tardado tanto en llamarme para ponerme de patitas en la calle?

—¿Quién le dice que le vayamos a poner de patitas en la calle? —me preguntó el doctor Diego Almazán.

Confusa, no respondí.

—¿Por qué no estudió, señorita Rubio? —continuó el médico. Estoy convencido de que le sobra capacidad para sacar un curso de auxiliar de enfermería, si cree que no tiene nivel suficiente para estudiar una carrera.

—Yo no valgo para estudiar nada. Soy absolutamente negada para hincar los codos.

—Señorita: Definitivamente este no es su sitio —dictaminó tajante el desconocido—. Aquí no podemos darle trabajo si no tiene unos conocimientos básicos, así que ya puede recoger sus cosas y acercarse al departamento de personal...

—Paco, no corras tanto —le cortó el doctor Diego Almazán—; a veces se nos olvida qué hacemos aquí. El único objetivo de nuestra clínica es que el paciente se cure. Y atendemos a pacientes que pueden permitirse un trato diferenciado. Y considero que si los pacientes requieren cierto tipo de atenciones especiales, selectas, es nuestro deber ofrecérselas.

El desconocido adoptó una actitud de irónica perplejidad.

—Diego: te recuerdo que esto no es una casa de masajes, ni un club de alterne, sino un centro sanitario. Aquí no estamos para ofrecer según qué servicios a los clientes.

Diego buscó el apoyo de Leo Medina, que era quien estaba al frente de la gestión y administración de la clínica.

—Leo, tú mismo lo dijiste ayer. Los gastos fijos aumentan y el número de pacientes mengua por culpa de la crisis. Los hospitales de la Seguridad Social están abarrotados. Al paso que vamos, tendremos que cerrar. El mes pasado ya hubo que despedir a dos trabajadores. ¿No crees que deberíamos tomar cartas en el asunto? ¿Cuándo piensas reaccionar? ¿Cuándo estemos en bancarrota?

El tal Paco optó nuevamente por la ironía, dirigiéndose también a Leo, que debía de estar jerárquicamente por encima de los otros.

—¿Estás sugiriendo, Diego, que reconvirtamos la clínica en una casa de putas? Dilo claramente. Yo no digo que ese negocio no sea lucrativo. El problema es que lo miremos como lo miremos, esto sigue siendo un centro sanitario. Aquí no hay camas redondas ni saunas. ¿Te imaginas si se enterara de esto el consejo de accionistas? ¿Crees que todos aprobarían la presencia de una mujer que no tuviera ni idea de medicina, por muy buena que estuviera?

Diego Almazán se erigió en mi abogado defensor:

—Ella, en lugar de hacer los archisabidos quehaceres de siempre como autómatas, se ha entregado para hacer felices a muchos pacientes, que han hablado maravillas de ella. Y además ha sacado a un tipo del coma. Reconozcámoslo, la gente quiere enfermeras como ella, con un buen cuerpo. Puede que sea injusto, cruel y machista a más no poder, pero a los hechos me remito.

—Estas desvariando, Diego. El problema es que esas "tías buenas", no tienen ni puñetera idea de medicina. Y no se puede dejar vidas humanas en manos de gente que no sabe ni cómo se pone una inyección. Es una locura.

—¿Y lo de Sergio Puig?

—Ha podido ser una simple casualidad. La gente despierta del coma inopinadamente.

—¡Y un cuerno ha sido casualidad! El padre de Sergio Puig nos ha pagado un dineral por su recuperación. Digámoslo claramente. Le debemos mucho a esta mujer. ¿Y el resto de enfermeras qué crees que han hecho por él? Yo sí porque he tenido la santa paciencia de repasar las grabaciones. ¡Nada! No es que no le hayan dirigido la palabra, sino que ni siquiera han entrado en su habitación. La que se ha mojado, y nunca mejor dicho, ha sido ella. Para hacer los tratamientos ya estamos nosotros. Ellas, las enfermeras, deben aprender a tratar bien al paciente.

El tal Paco, hacía funciones de acusación:

—No podemos sustituir a una profesional de la enfermería que conoce perfectamente la profesión, por mujeres con cuerpazos. El trabajo de una enfermera no consiste solo en poner vendas e inyecciones. Hacen un seguimiento completo del enfermo y para ello hace falta que tengan ciertos conocimientos. A la larga serían un problema y no una solución.

—Yo no digo que haya que despedir a todas, pero deberíamos sustituir a las seis o siete menos agraciadas.

El tal Paco agitaba la cabeza:

—No puedo creerme lo que estoy oyendo. Es un disparate mayúsculo. Y de todas formas, si despedimos a varias enfermeras sin motivo y nos llevan al Juzgado sería despido nulo y estaríamos obligados a pagarlos los salarios de tramitación, con lo que les estaríamos dando unas vacaciones pagadas.

Diego continuó:

—Tú bájales el sueldo y ya verás como acaban yéndose. Y además, ahora se puede despedir a alguien con la sola sospecha de que la empresa puede tener pérdidas. Es lo que dice ahora la ley. Y este año sabemos que la clínica no ha dado beneficios. El Juez de lo Social, nos daría la razón. Paco: la medicina no es una ciencia exacta. Hay mucho camino por explorar. Bien sabes que a veces uno se devana los sesos para nada y en otras ocasiones basta con suministrar un placebo al paciente para que mejore. Creo que merece la pena intentarlo. El cuerpo humano no se puede curar sin una promesa futura de felicidad. La belleza es una promesa futura de felicidad. Y un cuerpo bonito cura el cuerpo y el alma.

—Vamos de cabeza a la ruina. Y no solo eso. ¿No os dais cuenta de la falta de deontología profesional que estamos demostrando? Si esto se llega a saber, podría venir un inspector de sanidad y ponernos una multa astronómica —le dijo Paco a Leo Medina, que asistía a la conversación circunspecto.

—No se sabrá. Le diremos a Adela que Inés era auxiliar de enfermería en prácticas para que no sospeche nada y ya está. En poco tiempo buscaremos la manera de conseguir un título en algún centro de estudios, por correspondencia o como sea.

—Todo esto me da mala espina —decía Paco.

—Mira Leo, en la ruina ya estamos. De nosotros depende quedarnos resignadamente en ella bajándonos los sueldos y despidiendo a gente hasta que nos veamos obligados a cerrar, o salir reforzados haciendo ciertos cambios.

Leo Medina meditó largamente. Al final dijo:

—Id enseñándole lo básico. Inés se queda.