La enfermera de mi madre y su gemela 9
Para mi sorpresa, mi primera misión como dueño de la impresionante mulata es hacer que se valore como mujer porque tras años de maltrato esa diosa de ébano se siente inferior por su raza. RELATO INÉDITO.
15 Los miedos de la mulata
Esa noche caí rendido y no me desperté hasta que, sobre las diez, alguien entrando en la habitación me llamó la atención. Agotado después de una noche llena de pasión y sexo, a duras penas, abrí los ojos y al hacerlo lo primero que vi fue a Estrella velando mi sueño. Arrodillada junto a mi cama y con el collar que la puse parecía una diosa.
― ¿Qué haces? – pregunté al observar la expresión tan extraña con la que esa monada me miraba.
Con alegría, contestó:
―Admirando a mi nuevo dueño.
Su respuesta me intrigó y deseando conocer un poco mas a la mulata, le pregunté que tal era el antiguo.
― Era buen hombre y exigente pero no tiene nada que ver con usted.
― ¿No entiendo a qué te refieres?
―Don Manu era mayor y no tenía su vitalidad, a duras penas me usaba mas de tres o cuatro veces por semana.
Me sorprendió que, siendo una mujer tan bella, su amo la usara tan poco y por ello quise saber qué edad tenía. Bajando su mirada, contestó:
―Murió con setenta y dos años.
― ¡Era un viejo! ― exclamé al oírlo porque siendo ella tan joven, ese hombre le debía llevar al menos cincuenta años.
Defendiendo a su antiguo mentor, Estrella respondió:
―Lo sé, pero estaba completamente enamorada de él y cuando me dejó, sentí que mi vida no tenía sentido.
Advirtiendo su tristeza, dejé que se desahogara mientras me contaba que el tal Manu la había acogido en su casa cuando era una quinceañera conflictiva y no solo le había dado un hogar, sino que había sido él quien había conseguido que estudiara.
―Si llegaba con una nota menor a notable, sabía que mi amo me daría una paliza y por ello conseguí acabar enfermería.
En su tono no había rencor sino amor. Se notaba que había adorado a ese sujeto y que todavía le echaba de menos.
―Le sonará ridículo, pero en su recuerdo decidí cuidar a personas mayores porque de cierta forma así podía devolver el cariño que él me dio.
―De ridículo nada, es lógico. Es más, compartes vocación con tu matriarca― respondí mientras pensaba que a una mujer tan buena no le iba a resultar difícil integrarse en la peculiar familia que había creado con las gemelas.
Una sonrisa iluminó su cara al oírme, al saber que la entendía y queriendo cambiar de tema, me miró diciendo:
―También deseo cuidar de usted.
Me enterneció el fervor con el que me lo dijo y llamándola a mi lado, la abracé. La morena buscó mis besos con la pasión de la noche anterior y sintiendo la presión de mi pene entre sus piernas, intentó empalarse con él.
―Tranquila― murmuré― esta mañana soy yo quien va a cuidarte.
Mis palabras la confundieron e intentando protestar, me dijo que no se lo merecía porque solo era una esclava. Comprendí que, aunque tenía idolatrado a su antiguo dueño, ese hombre nunca le había mostrado el mínimo afecto y por ello, mordiendo suavemente su oreja, susurré en su oído:
―No discutas mis ordenes o tendré que castigarte.
La amenaza surtió efecto y sin saber cómo comportarse, respondió:
―Soy suya.
Su quietud me permitió observarla. Además de joven, Estrella era una mujer bellísima. Su piel morena contrastaba contra el blanco de las sábanas, dotándola de una sensualidad sin paragón.
―Eres preciosa― comenté admirando la perfección de sus facciones y la rotundidad de sus curvas.
―Por favor, no me mienta. Sé que solo lo hace para agradarme ― respondió con lágrimas en los ojos.
Me indignó saber que lo decía en serio y levantándola de la cama, la llevé casi a rastras hasta el espejo.
―No te miento. ¡Mírate y dime que ves!
―Una vulgar negra― sollozando contestó.
Que viera en su color de piel una especie de estigma, me pareció inconcebible porque era algo que me encantaba de ella. Por ello, poniéndome a su lado comenté:
―Déjate de tonterías y compárate conmigo. Mientras yo soy leche, tú eres azúcar morena. Dulce y sabrosa.
Estrella sonrió amargamente al escuchar mi piropo, todavía creyendo que se lo decía para complacerla.
―Por favor― insistí― fíjate bien. Tienes unas facciones preciosas. Ojos grandes, nariz recta y unos labios carnosos que apetecen devorar.
―Amo, no me importune más. Todo en mí es vulgar.
Asumiendo que esa reticencia a aceptar lo obvio era algo grabado en su cerebro por años de maltratos continuados, decidí cambiar de estrategia.
― ¿Te parece guapa tu matriarca?
―Sí amo, doña Irene es una mujer bellísima.
― ¿Y Ana?
―Igual.
Viendo que al menos en lo que se refería a las gemelas era objetiva, pregunté:
― ¿Entonces tengo buen gusto a la hora de elegir mis sumisas?
―Por supuesto, amo. Cualquier hombre soñaría con poseer a cualquiera de ellas.
― ¡Exacto! Todas mis mujeres son increíbles y tú entre ellas. Nunca te hubiese aceptado si no llegas a ser maravillosa.
Al escuchar que realmente la consideraba bella, se quedó pensando y viendo que había abierto una brecha en su coraza, continué:
―Es más, la primera vez que te vi en lo único que podía pensar era en lo buena que estabas y que en me gustaría verte algún día con mi collar.
―Amo, exagera― contestó insegura.
―No lo hago― repliqué con voz firme para acto seguido, poniéndome a su espalda, la giré hacia el espejo y acariciando sus impresionantes pechos, murmuré: ―Tienes unos senos que piden a gritos ser besados.
La mulata gimió descompuesta al sentir mis dedos recorriendo sus negras areolas:
―Amo, son suyos.
―Me enloquecen tus pezones. Si fuera un niño, me pasaría todo el día mamando de ellos.
Casi se desmaya de placer al sentir que la regalaba sendos pellizcos en ellos y aún más al notar la presión que mi pene ejercía sobre su trasero. Asumiendo que la percepción que tenía sobre ella misma estaba cambiando, dejando caer una mano, comencé a alabar la firmeza de su estómago.
―Tienes un cuerpo de diez y tu piel es suave pero lo que más me gusta es… ― no terminé.
Durante unos segundos, la mulata esperó a que se lo dijera, pero viendo que no seguía, me preguntó:
―Amo, ¿qué es lo que más le gusta de mí?
No contesté verbalmente. Llevando mi mano hasta su entrepierna empecé a masturbarla mientras mantenía mis ojos fijos en los de ella a través del espejo.
Como había previsto, Estrella se derritió como un azucarillo al notar mi caricia sobre su sexo. Totalmente excitada, separó sus rodillas mientras me decía:
― ¿Es mi coño?
Sonreí sin responderla y sin dejar de jugar en su vulva, nuevamente pellizqué su pecho. Ese doble ataque demolió sus defensas y si no llego a tenerla abrazada, a buen seguro hubiese caído al suelo al verse poseída por el placer.
―Amo, lo siento― se disculpó pensando que me molestaba que se hubiese corrido.
Sosteniéndola con mis brazos, seguí torturando su clítoris con mayor determinación mientras le decía al oído:
―No tienes nada que perdonar, ¿no te das cuenta de que me gusta verte disfrutando?
Mi permiso provocó que su sexo se desbordara y olvidando el ardiente flujo que caía por sus muslos, con la voz entrecortada me soltó:
―No lo entiendo. Soy yo quien le debe dar placer.
―Y lo harás princesa, pero ahora es tu turno. Un buen amo se preocupa ante todo por el bienestar de sus sumisas.
Para ella, que su dueño pensara primero en ella era algo nuevo, pero no queriendo llevarme la contraria, disfrutó del orgasmo restregando sus nalgas contra mi erección.
―Amo, no me ha contestado― se atrevió a decir al ver que no me separaba: ― ¿Es mi trasero lo que más le gusta?
Soltando una carcajada, respondí:
―Tienes un culo extraordinario.
En su calentura, Estrella intuyó que me apetecía usarlo y apoyando sus manos en el espejo, me miró:
―Su sierva necesita sentir el pene de su dueño y un buen amo siempre busca satisfacer a sus sumisas.
Que usara mis propios argumentos para que la tomara, me hizo gracia y dando un sonoro azote sobre una de sus nalgas, la atraje hacia mí.
―Mi cachorrita aprende rápido― murmuré mientras le mordía el lóbulo de su oreja.
Riendo a carcajada limpia, Estrella se apartó de mí y a cuatro patas, me ladró haciéndome saber que quería que la tomara en plan perrito. No tuvo que insistir y acudiendo a su llamado, mojé mis dedos en su coño. La mujer al notar a mi mano jugueteando con su botón, volvió a ladrar con insistencia. Conociendo su temperamento ardiente, no me hice de rogar y me agaché a probar el sabor de su coño. Mi lengua recorrió todos sus pliegues antes de llegar a tocar su clítoris. La lentitud, con la que me fui acercando y alejando de mi meta, hizo que, al apoderarme de su erecto botón, su sexo ya estuviera en ebullición.
Para entonces, mi pene pedía acción y al comprobar que Estrella no dejaba de gemir y de jadear cada vez que mis yemas pasaban cerca de su entrada trasera, decidí cambiar de objetivo. Aun sabiendo que la noche anterior había desflorado su trasero, decidí tomarlo con cuidado. Por eso me levanté al baño por un bote de crema. Al volver mi mulata seguía en la misma postura.
No me costó saber que estaba nerviosa y por ello, abrazándola por detrás, acaricié sus pechos para tranquilizarla. Creyendo que había llegado el momento, su reacción fue pegarse a mí, poniendo mi pene en contacto con su cerrado ojete.
―Tranquila, perrita― susurré al darme cuenta de su urgencia.
Obediente, se quedó quieta esperando acontecimientos. Echando un buen chorro de crema sobre su trasero, comencé a darle un masaje.
Fue entonces, cuando realmente tomé constancia de hasta donde llegaba su calentura y es que, por sus gritos, cualquiera diría que mis manos la quemaban. El sudor que surcaba su espalda y flujo que manaba de su sexo eran señales claras de su excitación. Totalmente anegada, casi llorando me rogó que la tomara cuando con mis dedos separé sus cachetes.
Su súplica me excitó y perdiendo el control, forcé su entrada con mi lengua. Incapaz de soportar su calentura, la mulata comenzó a masturbarse. Cogiendo un poco de crema entre mis dedos, tanteé su entrega untando los alrededores de su esfínter antes de introducir un primer dedo en su interior.
No pudo evitar un jadeo al sentir que mi yema forzaba su entrada, pero no se quejó y paulatinamente la presión fue cediendo y su excitación incrementando hasta que chillando me pidió que la penetrara.
―Dime que te encuentras preciosa― comenté mientras le introducía un segundo dedo.
La reacción de la sumisa no se hizo esperar y levantando el trasero, me contestó desesperada:
―Soy preciosa.
Deseando que tuviera claro lo guapa que la encontraba, seguí metiendo y sacando mis dedos del interior de su trasero, insistí:
―Repite, mi amo encuentra irresistible a su negrita.
Mi afirmación consiguió su objetivo porque mientras la repetía, se volvió a correr, lo cual aproveché para acomodar mi pene entre sus nalgas. Al sentir mi glande jugando con su culo, buscó que la tomara moviendo sus caderas.
―Mi bella está cachonda― dejé caer al observar cómo su cuerpo reaccionaba a mis caricias.
Completamente en celo, nuevamente presionó mi erección con su culo mientras me decía:
―Su bella está cachonda.
Me divirtió que presa de la excitación, repitiera mis palabras sin habérselo pedido. Apiadándome de ella, posé mi sexo en su esfínter y casi sin buscarlo, introduje unos centímetros mi verga en su interior. La vi morderse los labios intentando no gritar y por ello, aguardé a que se acostumbrara a tenerme dentro de ella.
Cuando consideré que estaba lista, empecé a moverme lentamente, aunque siguiera quejándose. Sus protestas desaparecieron cuando dándole un azote le exigí que se masturbara. Mi ruda caricia la excitó y con pasión me rogó que continuara. Creyendo que se refería al sexo anal, aceleré mis estocadas.
―Amo, esta perrita necesita sus azotes― gritando me aclaró.
Aceptando sus deseos, marqué el ritmo de sus caderas con golpes sobre su trasero hasta alcanzar una velocidad brutal. La violencia con la que la sodomizaba la llevó en volandas hacia el orgasmo y demostrando su entrega, no paró de aullar su gozo cada vez que sentía mi extensión clavándose en su interior.
― ¡Me encanta! ― chilló al sentir que su cuerpo era zarandeado por el placer.
Al escuchar su pasión y sentir como se corría bajo mis piernas, no me pude retener más y regando con mi simiente sus intestinos me desplomé sobre ella.
Estrella me acogió entre sus brazos y sin pararme de besar me agradeció el placer que le había regalado. Su alegría me gustó, pero lo que realmente me hizo saber que había triunfado fue cuando cogiéndola del collar que llevaba en el cuello, la pregunté cómo se sentía.
―Esta hermosa negrita está feliz al saber que su dueño la desea― respondió.
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