La enfermera de mi madre y su gemela 4
Después de tirarme por error a la gemela, pacto con Ana el modo de conseguir que su hermana, la enfermera, acepte que los tres formemos una peculiar familia, un trío tanto en la cama como fuera de ella. RELATO REVISADO Y VUELTO A SUBIR, INCLUYE ESCENAS FILIALES Y LÉSBICAS
1. Ana reconoce que me desea
Esa tarde no pude dejar de pensar en que por confusión me había tirado a la gemela cuando creía que era la enfermera. Ese error lejos de resultar un inconveniente abría una serie de posibilidades que cambiaría la vida de los tres en un futuro.
Siendo conocedor de la atracción de ambas por mí y sabiendo que gran parte de ese atractivo se debía a mi carácter dominante, decidí no dejar pasar la oportunidad y que esa noche las dos hermanas terminaran juntas en mi cama. El problema era cómo hacerlo, si les entraba por las bravas, se podían cortar y rechazar mi idea.
Por eso y tras analizarlo durante largo rato, decidí que la pieza más débil de ese puzle no era Irene sino Ana. Os preguntareis porqué. La respuesta en sencilla, la primera ya era mi amante mientras que el polvo que había echado a la segunda había sido producto de un error. Tomada la decisión, esperé a que Irene estuviera ocupada preparando la cena para pedirle a Ana que me acompañara al salón.
La muchacha debió suponer que había descubierto cómo había suplantado a su hermana porque apareció con la mirada esquiva, incapaz de mirarme a los ojos.
― ¿Te apetece una copa? ― pregunté mientras examinaba con detenimiento a la recién llegada.
Totalmente colorada al sentir el examen al que la estaba sometiendo, me respondió que sí. Dando tiempo al tiempo, le puse un cubata incrementando su embarazo al decirle:
―Después de lo que ha ocurrido esta tarde, ambos necesitamos algo frio.
Al escuchar mi comentario se hizo la desentendida, contestando:
― ¿A qué te refieres?
Muerto de risa, le respondí mientras ponía la copa en sus manos:
―Al polvo que hemos echado.
Mis palabras fueron un torpedo bajo su línea de flotación y temblando, tuvo que sentarse antes de intentar excusarse diciendo:
―No fue mi intención que me tomaras. ¡Ni siquiera sabía que mi hermana era tu amante! ¡Solo quería sentirme sexy y por eso me puse ese disfraz!
Tras lo cual se puso a llorar. Alimenté su desesperación sin decir nada. Mi silencio aumentó su congoja hasta que asumiendo que era suficiente, me senté a su lado y mientras la consolaba, le solté:
― ¡No necesitas disfrazarte para estar atractiva! ¡Eres una belleza!
Aliviada por mi piropo, secó sus lágrimas y con una tímida sonrisa me preguntó:
― ¿En verdad te resulto guapa?
Descojonado por su inseguridad, acaricié levemente los pechos de la rubia y robándole un beso, contesté:
―Las dos sois preciosas.
Entonces aprovechando tanto mi halago como el deseo que leí en su rostro, dejé caer si le había gustado ese encuentro. La cría mirando al suelo, respondió:
―Mucho…
Su timidez era tan evidente que me supe que debía andar con pies de plomo y sabiéndolo, acaricié su mejilla antes de decirle:
―A mí, también y me muero por repetirlo.
Mi contestación inicialmente la alegró, pero cuando lo meditó unos segundos, escandalizada, me contestó:
―Pero ¡y mi hermana! ¡Qué va a pensar de mí!...
Teniéndola justo donde quería, la besé nuevamente diciendo:
―Si me haces caso, ¡ella será la que te lo pida!
Sin tenerla todas consigo, pero deseando ser nuevamente mía, escuchó atentamente mi plan y solo cuando terminé de exponérselo, mordiéndose los labios con deseo, aceptó implícitamente al preguntar:
― ¿Entonces ambas seremos sus amantes?
―Sí.
― ¿Y tendremos que compartirlo?
― ¡Por supuesto! Mi intención es que formemos una familia de tres― solté.
Aunque le acababa de decir indirectamente que compartirían a la vez mi cama, no puso ningún impedimento y son una sonrisa, cerró su compromiso diciendo:
―Ojalá tengas razón y esta misma noche, pueda disfrutar de las dos….
2. La supuesta depresión de Ana
Media hora después, Irene me informó que la cena estaba lista, pero al ir a decírselo a su gemela, se la encontró llorando. Sorprendida por la depresión en la que parecía haber caído, le preguntó el motivo.
Entonces y tal y como habíamos acordado, Ana le contestó:
―Mi vida ha sido siempre una mierda, pero es ahora cuando me acabo de dar cuenta.
―No te entiendo, eres una mujer hermosa, acabas de conseguir un trabajo…
Dulcemente su hermana estaba intentando animarla, pero cortándola Ana se quejó:
―Pero nunca he estado con un verdadero hombre. No lo entiendes porque tú tienes a Alberto― e incrementando la angustia de su tono, le soltó: ― ¿Sabes por qué dejé a Alonso?
Irene no supo que responder a la afirmación de que andaba conmigo, por tanto, permaneció en silencio.
―Toda la familia nos veía felices, pero no era verdad porque no me hacía sentir mujer. ¿Te imaginas estar con alguien que para todo te pregunte? ¿Soportarías a un mequetrefe sin iniciativa?
―La verdad es que no― contestó.
―Pues yo tampoco. Cómo tú, necesito un dueño y no una mascota, por eso cuando veo como tu jefe te maneja y como te excitas al obedecerlo, ¡Siento envidia!
Fue entonces cuando comprendió que su hermana conocía su secreto y que para colmo lo compartía. No sabiendo cómo reaccionar, con voz insegura le preguntó cómo podía ayudarla. Al escucharla, Ana dejando de llorar, dijo:
―Deseo experimentar, aunque solo sea una vez lo que se siente –y sin darle tiempo a pensarlo, le espetó: ― ¡Podría hacerme pasar por ti!
― ¡Estás loca! – ofendida respondió.
No dando su brazo a torcer, Ana insistió:
― ¡No se daría cuenta! ¡Somos iguales!
Ante semejante barbaridad, Irene tuvo que pensar una contestación que le permitiera una salida digna y por eso al cabo de unos segundos, alegó:
―No puede ser. Si se entera, podría enfadarse y echarme de su casa. ¡No puedo correr el riesgo!
Habiendo sembrado la duda en su hermana, Ana se propuso aprovecharla y por eso cogiéndole la mano, le suplicó:
―Te juro que lo necesito― y cambiando de estrategia, comentó: ―Tu jefe es ante todo un hombre. ¿Y si entre las dos le seducimos?
Tal y como había previsto y luego ella misma me reconoció, a Irene la idea que juntas tontease conmigo, la excitó e imaginándose mi cara de sorpresa al ser objeto de las lisonjas de ambas, de buen grado aceptó y disfrutando de antemano, se rio diciendo:
― ¡Lo que va a gozar Alberto con las dos!
En el piso de abajo, al no conocer todavía la reacción de mi amante ante tamaña sugerencia, reconozco que estaba nervioso y aunque interiormente estaba hecho un mar de nervios, las esperé sentado en la mesa.
En cuanto las vi aparecer por la puerta, comprendí que todo iba según lo planeado al observar sus ropas. Dejando a un lado su anterior vestimenta, las dos hermanas llegaron luciendo cada una de ellas un camisón a cuál más sugerente. Sin cortarse en lo más mínimo ante mi incrédula mirada, Irene y Ana modelaron sus picardías dándoles igual que a través de la tela pudiera admirar la belleza de sus cuerpos casi desnudos.
«¡Qué par de putas tan guapas!», pensé y haciéndome el despistado, exclamé: ― ¡Ya era hora de que bajarais! ¡Tengo hambre!
Mi queja no pasó inadvertida y por eso mientras se dirigía a la cocina por la cena, la enfermera ordenó a su gemela:
―Siéntate junto a Don Alberto.
Ana que obedeció cogió la silla que estaba a mi derecha y tras acomodarse en ella, murmurando me comentó:
―Todo ha salido como planeaste― y recalcando su alegría, me señaló sus pezones, diciendo: ― Fíjate como me tienes.
No tuve que hacer ningún esfuerzo para asumir que los dos bultos que sobresalían sobre la tela eran sus dos areolas erectas y por eso cogiendo una entre mis dedos, apliqué un suave pellizco mientras le decía:
―Esta noche voy a follarte con el apoyo tu hermana.
Incapaz de contenerse, la rubia gimió con desesperación al sentir mi ruda caricia y dejándose llevar por su papel me respondió:
―Esta noche nos follarás a las dos y si mi hermana no quiere, te ayudaré a violarla.
―Me gusta la idea― contesté descojonado.
En ese momento, Irene hizo su entrada en el comedor y al oír nuestras risas, preguntó a que se debían:
―Estaba comentando con Ana que sois clavadas y que todavía me cuesta diferenciaros.
―Eso no es cierto, somos muy distintas― la enfermera contestó e iniciando el ataque, abriéndose un poco el escote, dijo como si estuviese enfadada: ―Ves este lunar, ella no lo tiene.
Al hacerlo no midió bien su gesto y dejó a la vista, todo su pecho. Confieso que me costó separar mi mirada de ese espectáculo, pero adoptando nuevamente mi papel, respondí:
―Eso lo dices tú. Tendría que ver el seno de tu hermana para comprobarlo.
La aludida rápidamente hizo como su gemela, pero sacándose ambas tetas, dijo con tono altanero:
―Yo no tengo y encima las mías son más bonitas.
Aunque me había tirado a esa preciosidad, la penumbra no me permitió admirar como en ese instante, las ubres duras y redondas con la que estaba dotada y por eso dediqué unos segundos a complacer mi curiosidad. Aprovechando mi silencio, Irene se abrió por completo el camisón y cogiendo sus dos peras en las manos, en plan celosa, le contestó:
―Es mentira, las mías son más grandes y duras que las tuyas― y dirigiéndose a mí, preguntó:
―Don Alberto, ¿usted qué opina?
Para entonces, bajo mi pantalón, mi pene ya lucía una gran erección y disfrutando del momento, llevé una mano a los pechos de cada mujer y haciendo como si los pesaba, respondí:
―Realmente, me siguen pareciendo iguales― e ignorando la forma tan evidente con el que me estaban calentando, exclamé: ― ¿No vamos a cenar?
La cara de ambas mostró su contrariedad y tras una breve confusión, se miraron en plan cómplices y tomando la enfermera la iniciativa, sonriendo sirvió la sopa, diciendo:
―Tiene Usted razón. Somos unas maleducadas. Ana, hermanita, ayúdale con la servilleta.
Su gemela cumpliendo por demás su sugerencia, no solo la puso en mis piernas, sino que, posando su mano en mi muslo, lo empezó a recorrer con sus dedos. Su maniobra no pasó inadvertida a mi amante que dejando caer la suya sobre el otro y mientras lo acariciaba, dijo con tono meloso:
― ¿Le gusta?
Sabiendo de antemano que se refería a sus magreos, respondí:
―La sopa está un poco sosa.
La desilusión al comprobar mi desinterés no hizo variar su determinación y cambiando el modo de su ataque llevó su mano a mi bragueta mientras me reconocía:
―Amo, sé que a lo mejor está molesto por nuestra actitud. Pero hoy he descubierto que mi hermana también tiene alma de sumisa y me pregunto si le importaría adiestrarla.
Levantando mi mirada del plato, me giré hacia Ana y le dije:
― ¿Es eso verdad?
―Sí, amo.
Reteniendo mis ganas de empezar, terminé de cenar mientras las dos hermanas esperaban inquietas mi determinación. Deliberadamente, prolongué su espera hasta que levantándome de la silla pedí a Ana que me acompañara a la habitación mientras la enfermera me ponía una copa.
―No me la traigas hasta dentro de cinco minutos,
Ya en mi cuarto preparé a la gemela colocándole en la boca un bozal a modo de mordaza. Al llegar Irene y encontrársela en ese estado, me miró acojonada al oír que la decía:
―Demuéstrame si sirve para sumisa.
―Amo― casi cayendo de rodillas, contestó: ―No sé si podré hacerlo. Nunca he estado con otra mujer y encima es mi hermana.
Obviando sus remilgos, cogí la copa y me senté en una silla junto a la cama. Mi amante comprendió que era una prueba y mientras Ana permanecía asustada de pie en medio de la habitación, señalé un cajón y dije:
―Coge la fusta.
Sacándola Irene sintió que sus piernas flaqueaban. Todavía dudando, chasqueó al aire el instrumento y con sus ojos atormentados, hizo un último intento diciendo:
― ¿No prefiere ser usted quien lo compruebe?
―No― fue mi escueta respuesta.
Asumiendo que no quedaba otra, la enfermera empezó a recorrer el cuerpo de su hermana con la fusta. Desde mi asiento y disfrutando de sobremanera, pude observar como la acarició los pechos de la muchacha con esa vara y como al centrarse en sus pezones, estos se le pusieron duros al instante.
―Haz lo que yo te haría― insistí.
La rubia me imploró con la mirada, pero asumiendo que, si quería que su hermana cumpliera la fantasía, debía incrementar la presión. Por eso, se los pellizcó sin piedad. Sé que Ana hubiese gritado de mi mediar la mordaza, pero satisfecho bebí un sorbo de mi copa, no dando importancia a lo que estaba viendo.
―Ponte a cuatro patas― ordenó en plan dominante.
Mansamente, su hermana se agachó en el suelo y adoptando la posición que le habían ordenado, todavía se permitió el lujo de sonreír al no ser realmente consciente de lo que se le venía encima. Pronto Irene la sacó de su error, porque nada más ver que le había obedecido con la fusta castigó su trasero duramente.
―Abre las piernas, perra― exigió aprendiendo rápidamente que se esperaba de ella.
No me costó comprender que esa nueva faceta le estaba gustando y que de una manera extraña, le excitaba disponer a su antojo del cuerpo de su gemela. Subyugada ya por el poder recién adquirido, no le dio tiempo a separarlas cuando usando la punta de la fusta recorrió el canalillo del culo de Ana.
«Coño con la mojigata», pensé alucinado al observar que no contenta con ello, usando la misma herramienta separaba el tanga de la mujer y sin más prolegómeno se la introdujo en el interior de la cueva. La inexperta chavala se estremeció al sentirlo pero en vez de intentar huir dejó que sus caderas adquirieran vida propia moviéndolas sensualmente para colaborar en la penetración.
― ¡Serás puta! ― se rio mi amante al ver el efecto que sus maniobras tenían en su gemela y sentándose en su espalda, empezó a azotarla con la mano mientras seguía forzando su sexo con la vara. Ese incestuoso castigo se prolongó durante unos minutos durante los cuales Irene no violó a sus anchas a Ana con la fusta al siniestro compás de los azotes.
Os prometo que no me esperaba que al notar que su víctima se había corrido, Irene sacándola del sexo de su gemela, se llevara la punta de cuero a sus labios y probara con descaro el flujo de su hermana.
―Amo, ¡Le va a encantar el sabor de su nueva sumisa! ― exclamó y dirigiéndose a Ana, le soltó: ―Quítate el bozal y bésame.
Tampoco anticipé ese beso. Como en celo, la enfermera que usó su lengua abrió la boca de Ana y mordiéndose los labios, anticipó el placer que sentiría en manos de su pariente. Tras lo cual se sentó en el colchón y le dijo:
―Veamos si sabes comerte un coño.
Para entonces, mi sexo me pedía entrar en acción pero decidí esperar a que la enfermera se corriera en la boca de la otra. La gemela dio muestras de no ser su primera vez porque en vez de dirigirse directamente a su chumino, agachándose, empezó por sus pies.
― ¡Dios! – gimió ya descompuesta en cuanto su gemela se metió los dedos de sus pies en la boca.
Aunque para mi amante era una experiencia nueva el ser tocada por otra mujer por el volumen de sus sollozos, no podía ocultar que le gustaba sentir la lengua de Ana subiendo por sus piernas mientras se acercaba lentamente a su objetivo.
― ¡Sigue! ― aulló voz en grito al sentir la calidez del aliento de la gemela sobre su pubis y agarrándola del pelo, le obligó a apoderarse de su clítoris.
La chavala observando que su hermana separaba los labios de su sexo, comenzó a estimularle ese botón del placer con una mano mientras con dos dedos de la otra, la penetraba. La doble estimulación fue excesiva y antes de un minuto, observé a la enfermera corriéndose. Ese orgasmo me confirmó que ambas estaban listas y por eso ordené a la recién llegada que continuara comiéndoselo mientras yo aprovechaba a ponerme a su espalda.
― ¡Estas buenísima! ― le dije al observar desde ese ángulo su culo en pompa mientras le practicaba el oral a su gemela.
Satisfecho, puse mi glande en su entrada y de un solo golpe la penetré hasta que la punta de mi miembro chocó con la pared de su vagina. La rubia al sentir que mi pene rellenaba su interior, demostró que era una maquina en las artes amatorias y multiplicándose, su lengua siguió dándole placer a la vez que llevando sus manos hasta los pechos de su hermana, se los estrujaba con pasión.
―Amo, ¡fóllesela! ― imploró Irene ya sumida en la lujuria.
Azuzado por su grito, incrementé la violencia de mi ataque mientras Irene aprovechaba para presionar nuevamente la cabeza de la rubia contra su sexo. Los jadeos y gemidos de ambas mujeres fueron la señal que esperaba para lanzarme en busca de mi orgasmo y agarrando la melena de la chavala a modo de riendas, inicié mi cabalgada.
Mi pene apuñaló su sexo con renovados ímpetus mientras ella se retorcía gritando su sumisión. Disfrutando de esas dos putas, metí y saqué mi miembro cada vez más rápido hasta que al escuchar que la objeto de mis caricias, pegando sonoros aullidos se corría, me vi abducido por el placer y explotando en su interior, derramé mi simiente en su interior.
Tras lo cual, cayendo agotado sobre el colchón, me desplomé. Las dos hermanas entonces se tumbaron una a cada lado y esperaron a que me recuperara. Cuando lo hice, mi amante me preguntó:
― ¿Puedo considerar que desde hoy mi amo tiene dos esclavas a su servicio?
Muerto de risa, respondí que sí. Al escucharme, sonrió y llamando a su hermana, entre ambas se pusieron a resucitar mi alicaído miembro mientras me decía:
―Ahora me toca a mí― y soltando una carcajada, me informó: ― ¡Un amo debe de complacer siempre a su favorita!
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