La enfermera de mi madre y su gemela 3
Mi relación sexual con la enfermera de mi madre iba viento en popa cuando su hermana gemela entra en nuestras vidas cambiando por completo nuestro futuro. El morbo que me daba la idea de estar con ellas a la vez, se incremento más al descubrir que eran IDÉNTICAS. RELATO REVISADO Y VUELTO A SUBIR.
1. Nuestro hogar se trastoca por una visita
Llevaba casi seis meses conmigo y como siempre, mi enfermera, chacha y sierva dormía plácidamente a mi lado cuando me desperté. Aprovechándolo, usé su dormitar para observarla. Su belleza casi infantil se realzaba sobre el blanco de las sábanas. Reconozco que entonces y hoy en día, es un placer espiar sus largas piernas perfectamente contorneadas, su cadera de avispa, su vientre liso y sobre todo sus hinchados pechos.
«¡Está buenísima!», pensé satisfecho aun sabiendo que lo que realmente me tenía subyugado, era la manera con la que se entregaba haciendo el amor.
Cuando la contraté, me sedujo sin saber si sería el amo que llevaba tanto tiempo buscando, pero no se lo pensó dos veces. Había descubierto nadas más verme que mi sola presencia la ponía bruta y lanzándose al vacío, buscó ser mía.
Desnuda y sabiendo que al despertar no se iba a oponer, recorrí con mis manos su trasero. Aunque el día anterior había hecho uso de él, todavía me sorprendía lo duro que lo tenía.
―Tienes un culo de revista― susurré en su oído mientras me pegaba a ella.
―Gracias mi amo― contestó sin moverse.
Su aceptación me satisfizo y recreándome en su contacto, subí por su estómago rumbo a sus pechos con mis manos. Irene suspiró al notar que mis dedos se topaban con la curva de sus senos y maullando como una gata en celo, me hizo saber que estaba dispuesta presionando sus nalgas contra mi miembro.
Alzándose como un resorte, mi pene reaccionó endureciéndose de inmediato y ella al sentir mi erección no dudo en alojarlo entre sus piernas, sin llegar a meterlo como si dudase por cuál de sus dos entradas quería su dueño tomarla.
―Eres una zorrita viciosa― dije al bajar hasta su sexo y encontrármelo empapado.
―Lo sé, amo― respondió con tono meloso moviendo sus caderas, tras lo cual y sin más preparativos se introdujo mi extensión en su interior.
Su cueva me recibió lentamente de forma que pude gozar del modo tierno en que la piel de mi verga iba separando sus pliegues y rellenando su conducto. Esperé a que la base de mi pene recibiera el beso de sus labios genitales para llevando nuevamente mi mano a su pezón darle un suave pellizco.
Mi rubita al experimentar esa ruda caricia supo mis deseos y acelerando sus movimientos, buscó mi placer mientras su vagina, ya empapada, estrujaba mi pene con una dulce presión. Tanto ella como yo lo deseábamos por lo que nuestros cuerpos se fueron calentando mientras iniciábamos un ancestral baile sobre el colchón.
Mi pecho rozando contra su espalda, a la vez que unos palmos más abajo mi verga se hundía y salía del interior de su sexo fue algo tan sensual que no pude más que besar su cuello y susurrando en su oído decirle:
―Me encanta que seas tan puta.
Mis rudas palabras fueron la orden que necesitaba para empezar a gozar y antes que me diera cuenta sus jadeos se transmutaron en gemidos y olvidándose de pedirme permiso, se corrió. Supe que tenía derecho a castigarla, pero me apiadé de ella y mientras se retorcía con el primer orgasmo de la mañana, clavé mis dientes en sus hombros para que la marca de mi mordisco fuera la enseña de su entrega. El dolor se mezcló con el placer y prolongó su clímax. Irene, dominada por la lujuria, me rogó con un grito que me uniese a ella.
―Todo a su tiempo― contesté dándole la vuelta.
La cría creyendo que deseaba besarla, forzó con su lengua mis labios. Descojonado la separé diciendo:
―Tanto me deseas que no puedes aguantar unos minutos.
Poniendo cara de putón desorejado, contestó:
―Amo, mi función es servirle y eso hago― y sonriendo, se sentó sobre mí, empalándose nuevamente.
La urgencia que mostró al empezar a saltar usando mi pene como su silla y la forma en que sus pechos se bamboleaban siguiendo el ritmo, me terminaron de excitar e incorporándome, acudí a la llamada de ese manjar metiendo uno de sus pezones en mi boca.
―Son suyos― respondió fuera de sí al sentir que como si fuera su hijo empezaba a mamar de ellos mientras su cuerpo convulsionaba nuevamente de placer.
Despertando mi lado fetichista, mojé mis dedos en su sexo tras lo cual le pedí que me los chupase. Mi petición no cayó en saco roto y bajando su cabeza, se los llevó a su boca y sensualmente usó su lengua para saborear el producto de su coño. El erotismo de su actuación que fue demasiado para mi torturado pene y como si fuera un volcán en erupción, explotó lanzando ardientes llamaradas al interior de su vagina. Irene al sentir que mi simiente anegaba su conducto y con su cara desencajada por el esfuerzo, me dio las gracias por hacerla sentir mujer.
Totalmente exhausto, me dejé caer sobre las sábanas mientras la feliz enfermera me abrazaba. Durante unos minutos, nos quedamos callados cuando de pronto se levantó corriendo:
― ¿Dónde vas?
Sonriendo, respondió:
―A cambiar el pañal a su madre. Pero no se preocupe, ahora mismo vuelvo y me echa otro polvo.
Soltando una carcajada, contesté:
―Aunque me apetece, no tengo tiempo. Debo irme a trabajar.
Mientras iba hacía el curro, no pude dejar de meditar sobre la suerte que había tenido al contratarla. Irene no solo cuidaba a mi madre con un cariño brutal, sino que había ocupado el vacío en mi cama. Comportándose la mayoría de las veces como una amante sumisa en otras ocasiones adoptaba un papel mucho más protagónico y me pedía realizar sus fantasías. No era raro que, al volver a casa, esa mujer me hubiera preparado una sorpresa, desde ir al cine para que al amparo de la oscuridad me hiciera una mamada en público, a que la llevara a un bar y en los servicios, me obligara a tomarla. Realmente, mi vida había dado un giro para bien a raíz de su llegada.
Satisfecho con ese nuevo rumbo, me cabreó en un principio que esa tarde al volver, esa rubia me pidiera como favor que durante quince días aceptara que su hermana gemela se quedara en casa.
― ¿Y eso? ― contesté al saber que, si daba mi brazo a torcer, íbamos a tener que dejar aparcada nuestra relación ya que para todos era un secreto que Irene se acostaba conmigo.
―Viene a un curso y como no quiere gastar más dinero, me ha rogado que la acoja.
Conociendo sus orígenes humildes y reconociendo que dos semanas a dieta era algo que podía soportar, acepté que viniera sin saber lo que se me venía encima.
Durante los días siguientes Irene, quizás temiendo la abstinencia, se comportó aún más ansiosa de mis caricias y aprovechó cualquier momento para dar rienda a su lujuria. Deslechado hasta decir basta, afronté con tranquilidad la llegada de su hermana…
2. Ana llega a casa.
Abducido por el trabajo, me había olvidado de que esa tarde la enfermera de mi madre había recogido a su hermana en el autobús y si a eso le unimos que Irene nunca me había contado que su hermana era en realidad su gemela, al llegar a casa me quedé de piedra al descubrir que mi amante tenía una copia perfecta. Estaban sentadas en el salón, charlando tranquilamente cuando entré. Ajenas a mi escrutinio, no se percataron de mi cara cuando tras la sorpresa inicial, comprendí que de no ser por el anticuado uniforme de enfermera que llevaba Irene, me hubiera resultado imposible distinguirlas.
«¡Son clavadas!», me dije todavía absorto.
En ese momento, mi amante me vio en la puerta y sonriendo, se levantó y me dijo:
―Señor, quiero presentarle a mi hermana Ana.
Tratándola con educación, pero evitando cualquier familiaridad que hiciese suponer que entre esa mujer y yo existía algo más que una relación laboral, me acerqué y le di la mano. La recién llegada balbuceó unas palabras de agradecimiento por haberla acogido en mi casa ajena a que yo la estaba comparando con su hermana.
De cerca, las diferencias entre ambas eran claras. Irene era un poco más alta mientras que Ana era un pelín más delgada. El saber que las podía distinguir me tranquilizó, aunque mantenía mis dudas sobre si me sería posible hacerlo cuando no estuvieran juntas. Para colmo sus voces eran muy parecidas. Era fácil confundirlas porque la única diferencia era el tono más tímido de la hermana.
Reconozco que me calentó pensar en tener a esas dos rubias en mi cama, pero como Irene me había pedido mantener nuestro idilio en secreto, intenté quitarme esa idea yendo a ver a mi madre. Como siempre, mi vieja estaba en su mundo y por mucho que intenté comunicarme con ella, no pude romper la infranqueable barrera que la enfermedad erigido.
Estaba todavía en su habitación cuando vi entrar a Irene. La rubia adoptando una profesionalidad exagerada, comenzó a explicarme como había pasado su paciente el día. Divertido porque siguiera disimulando, aunque estuviésemos solos, me dediqué a sobarle el trasero mientras ella mantenía su papel.
―Me encanta que verte en este plan― le solté mientras le subía la falda – y eso me pone verraco.
Reteniendo un gemido, dejó que le bajara las bragas y apoyándose contra la pared, me contestó en voz baja:
―No sea malo. Mi hermana puede enterarse.
Su entrega no cuadró con sus palabras y separando sus piernas, me dio vía libre a disfrutar de su cuerpo. Al llevar mi mano a su sexo, descubrí que estaba empapado y cogiendo entre mis dedos su clítoris, incrementé su zozobra al susurrar en su oído:
― ¿Te imaginas que entra y me ve follándote?
La idea de ser descubierta por su gemela la hizo intentar zafarse de mi abrazo, pero ya era tarde y bajándome los pantalones, la ensarté sin dar tiempo a que reaccionara. Con mi pene campeando en su interior, seguí provocándola, insinuando que al terminar con ella me tiraría a su hermana. Su excitación se vio incrementada con la imagen y en menos de un minuto, mi amante berreaba sin disimulo. Temiendo que desde el piso de abajo Ana oyera sus gritos, tapé su boca con mis manos mientras seguía machacando su coño con mi pene.
Estaba a punto de correrse cuando escuchamos que su hermana preguntaba si pasaba algo. Muerta de risa, Irene se libró de mí y saliendo de la habitación, con tono pícaro me dijo:
―Voy con ella. Cuando se duerma si le parece terminamos esta conversación.
Sujetando mi erección entre mis manos, respondí:
―Te estará esperando.
Ya solo, me dirigí a mi cuarto y encerrándome en el baño, me pajeé disfrutando de antemano de su promesa, pero imaginándome que iban a ser dos las bocas las que se ocuparan de liberar la tensión que se acumulaba en mis huevos.
Media hora más tarde, Irene me avisó que la cena estaba lista por lo que bajé a reunirme con ellas. Al llegar al comedor, Ana ya estaba sentada y eso me dio la oportunidad de hablar con ella. La cría demostró nuevamente su timidez y me resultó imposible mantener una conversación porque a mis preguntas, contestaba con monosílabos. Sí, no, creo, pienso… fue lo máximo que conseguí sacarle antes de que su gemela llegara con la cena. Como con su hermana la locuacidad de la chavala tampoco mejoró, me hizo comprender que esa niña tenía serios problemas para abrirse con los demás. La confirmación de que no era solo producto de una timidez patológica me llegó cuando aprovechando que al terminar de cenar se despidió para irse a dormir, su hermana me comentó:
―Antes no era así, pero desde que lo dejó con su novio, se ha encerrado en sí misma.
Intrigado por sus palabras, le pedí que me explicara que le había pasado. Mi amante quizás con ganas de desahogarse me contó que desde niña había tenido un solo novio y que hacía tres meses cuando ya tenían hasta fecha de boda, habían roto.
―Ese tipo la dejó― afirmé.
―Al contrario, fue ella quien rompió el compromiso y por mucho que en mi familia intentamos que nos contara los motivos, nunca hemos sabido que fue lo que pasó.
Asumiendo que era raro, supuse que Ana le había pillado con otra, pero al decirlo en voz alta, Irene me llevó la contraria diciendo:
― ¡Qué va! Alonso es un bendito de dios. Jamás le ha puesto los cuernos.
Con esa afirmación dio por terminada la conversación y arrodillándose ante mí, me bajó la bragueta diciendo:
― ¿Le apetece que liquidemos lo que habíamos empezado?
Ni que decir tiene que asentí y separando mis rodillas, dejé que cumpliera su promesa…
3. Nuestra vida se complica
Como mi amante no deseaba que su hermana se enterara de que Irene era algo más que la enfermera de mi madre, manteníamos las distancias mientras ella estaba presente, pero en cuanto podíamos, nos dejábamos llevar por nuestra lujuria. Aprovechábamos para ello cualquier momento. Daba igual donde y cuando. Si me encontraba a Irene cambiando los pañales a mi vieja, usaba ese momento para meterla mano. Si, por el contrario, era yo quien estaba solo, la rubia aprovechaba cualquier circunstancia para desembarazarse de su gemela y acudir a donde yo estaba para que la tomara.
Os confieso que ese jueguecito lejos de incomodarme me gustaba porque me daba morbo que Ana nos pillara. Motivado por ello, aumenté la presión que ejercía sobre Irene. Así una noche dándome igual que estuviera en la misma habitación, llegué a magrearle el trasero al ver que su hermana estaba dada la vuelta.
―No sigas que no respondo― contestó al sentir mi mano en su culo.
Su queja afianzó mi decisión y disimulando toqué su pecho. Mi manoseo la afectó más de lo que pensaba y dando un gemido, me amenazó diciendo:
―Me vengaré.
No creí que llevara a cabo su amenaza y por eso esa noche mientras cenábamos, me pilló de sorpresa sentir una mano acariciándome la pierna. Os juro que me quedé de piedra al notar que obviando que su gemela estaba sentada a nuestro lado, Irene me desabrochó el pantalón y sacando mi pene de su encierro, empezaba a masturbarme.
«No puede ser», pensé y tratando de disimular, pregunté a su hermana por su día.
La cría, desconociendo que en ese momento mi verga estaba siendo objeto de unas encubiertas caricias, respondió que la entrevista que había tenido había salido bien y que quizás le daban el puesto.
―Estupendo― contesté e intentando confraternizar con esa chavala, le aseguré que no tardaría en conseguir trabajo.
―Eso espero― dijo bajando su mirada―, con un empleo aquí, podría mudarme permanentemente a Madrid.
No sé si fue el morbo de que su hermana me estuviera exprimiendo en ese momento o la tristeza que leí en sus ojos, pero lo cierto es que olvidando que su presencia en la casa hacía imposible el disfrutar abiertamente de Irene, le ofrecí que podía quedarse el tiempo que necesitara.
―Gracias― respondió sonriendo por primera vez mientras debajo del mantel, mi amante incrementaba la velocidad con la que me pajeaba.
El cúmulo de sensaciones que se iban agolpando en mi cerebro hizo que de improviso mi pene explotara llenando con mi esperma la servilleta de Irene, la cual al notarlo le pidió a su hermana que trajera el postre de la cocina. Al desaparecer esta por la puerta, mi amante disfrutando de mi corte, sacó la tela y recreando su placer, se dedicó a recolectar mi semilla con su lengua.
―Eres un putón descarado― dije descojonado.
Ella recalcando su desvergüenza, me soltó:
―Y a usted, ¡Le encanta!
Si no llega a ser porque en el preciso instante volvió Ana al comedor, le hubiese contestado como se merecía, pero su aparición hizo que tuviese que contenerme las ganas. Todavía hoy, no estoy seguro si no fue entonces cuando esa rubita se olió que su hermana tenía algo conmigo, pero creí leer en su rostro que nos había descubierto y con esa duda, me fui a dormir…
A partir de esa noche, la gemela que antes se mostraba como una mojigata triste y apocada, de pronto se transmutó en una mujer simpática y dicharachera que parecía tontear conmigo. Hasta su hermana se percató de ese cambio, pero creyó que se debía a que tenía esperanzas de conseguir trabajo. Incluso su modo de vestir evidenció esa transformación, olvidándose de las faldas largas, la cría empezó a usar minifaldas de infarto.
Os confieso que como hombre fui incapaz de no mirar sus largas piernas ni de disfrutar con descaro de los escotes con los que esa descocada me regaló.
«Esta buenísima», tuve que reconocer.
Cada vez más cachondo usé a su hermana como válvula de escape. Soñando que algún día la tendría entre mis piernas, me follaba a su hermana teniéndola a ella en mis pensamientos. Mi deseo se fue incrementando con el paso de los días y por eso cuando llevaba una semana en mi casa, solo podía pensar en tirármela.
Acababa de llegar a casa, cuando vi entre la penumbra que Irene se había puesto el uniforme de enfermera puta. Reconozco que me extrañó verla así ataviada y a oscuras, pero era tanta mi necesidad que, acercándome a ella, le levanté la falda y mientras le manoseaba el trasero le pregunté:
― ¿Dónde está tu hermana?
―Ha salido― contestó roja como un tomate. ―Va a tardar una hora en volver.
Mordiéndole en la oreja, me reí de ella diciéndole:
―Por eso te has vestido como puta ¿Verdad? ¡Querías que te viera así!
Colorada hasta decir basta, me reconoció que sí y sin darle tiempo a arrepentirse, empecé a desabrochar su ropa mientras la besaba. La rubia colaboró conmigo con celeridad y en menos de un minuto estaba comiéndole las tetas en mitad del salón. Sus gemidos me anticiparon su excitación y ya dominado por el deseo, me arrodillé en el suelo y acerqué mi boca a su sexo.
― ¡No pare! ― la escuché decir al sentir mi húmeda caricia.
Satisfecho por su entrega, la compensé con una serie de lengüetazos largos y profundos en el coño hasta que la cantidad de flujo que manaba de su entrepierna me hizo comprender que estaba a punto de correrse.
― ¿Te gusta puta?
―Sí― aulló separando aún más sus rodillas.
Su rápida respuesta me hizo parar y levantándome del suelo, la desnudé mientras mis manos seguían pajeándola.
― ¡Fóllame! ― pidió con su respiración entrecortada, aceptando de esa forma su destino.
Muerto de risa, me quité el pantalón y mostrándole mi verga tiesa, la puse de rodillas sobre el sofá. Mi amante comprendió mis intenciones y apoyando su cabeza en el reposabrazos, puso su culo en pompa para que la penetrara. Sin esperar más permiso, pegué mi cuerpo a ella dejando que sintiera la dureza de mi miembro entre sus piernas mientras le acariciaba los pechos.
― ¡Házmelo! ― insistió moviendo sus caderas.
La urgencia de la rubia me hizo acelerar mis maniobras y mientras jugueteaba con mi glande en su sexo, pellizqué uno de sus pezones. La mujer respondió a mi dura caricia con un chillido y totalmente empapada, colocó mi pene con sus manos en la entrada de su chocho y más prolegómeno, de un solo empujón se la clavó hasta el fondo.
― ¡Me encanta! ― gritó al sentir que mi polla rellenaba por completo su conducto.
La humedad de su cueva facilitó mi penetración, de forma que como tantas veces sentí que mi glande chocaba con la pared de su vagina mientras mi amante se retorcía de placer.
― ¡Se nota que tenías ganas! ― le solté al notar que era tal la cantidad de líquido que manaba de su cueva que con cada uno de mis embistes, su flujo salía disparado mojándome las piernas.
Ni siquiera pudo responder a mi burrada. Dominada por el deseo, fueron sus gritos y el olor a sexo que inundaba la habitación quienes me contestaron. La rubia con la cara desencajada era una marioneta en manos de su lujuria y ya contagiado de su actitud, incrementé mi ritmo cogiéndole de los pechos.
― ¡No pares! ― aulló descompuesta.
En ese instante y mientras mis huevos rebotaban contra su coño, busqué incrementar su entrega, mordiendo su cuello con fuerza.
― ¡Me corro! ― chilló con todo su cuerpo asolado por el placer.
Su orgasmo me dio alas y reclamando mi triunfo, azoté sus nalgas con dureza mientras le gritaba que era una puta sin remedio. Mi maltrato prolongó su éxtasis y cayendo sobre sillón, convulsionó de gozo. Su nueva postura provocó que involuntariamente, su coño se contrajera y apretara con mayor fuerza mi pene. Entonces, desbocado y sin ningún miramiento, la cabalgué en busca de mi propio placer.
Usando a mi amante como un objeto, machaqué su sexo con fuerza mientras ella no paraba de berrear cada vez que sentía mi pene golpeando su interior hasta que ya exhausto exploté dentro de ella, regándola con mi semen. La rubia satisfecha apoyó su cabeza en mi pecho mientras descansaba. Estaba a punto de reiniciar mis caricias en busca de un segundo asalto cuando escuchamos que alguien abría la puerta del chalé.
― ¡Mi hermana! ― soltó asustada y recogiendo su ropa, salió disparada rumbo a su cuarto.
«Mierda», exclamé contrariado y no queriendo que su gemela me pillara medio en pelotas, me vestí. Estaba todavía abrochándome el cinturón cuando encendiendo la luz, la recién llegada me pilló todavía en el salón. Haciéndome el despistado, pregunté:
―Ana, ¿Qué tal tu día?
La rubia muerta de risa contestó:
―No soy Ana, soy Irene.
Fue entonces cuando comprendí que no me había tirado a su amante sino a su hermana. Soltando una carcajada, la atraje hacia mí y forzando su boca, la besé con pasión mientras mi mente maquinaba cómo iba a conseguir juntar a las dos en mi cama…
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