La enfermera de mi madre y su gemela 2

Poco a poco voy descubriendo la verdadera naturaleza de Irene y es que aunque parezca a simple vista que no ha roto nunca un plato, la realidad es muy diferente. La enfermera de mi madre ademas de guapa, resulta ser un poco putilla. RELATO REVISADO Y VUELTO A SUBIR

4.    Irene se muestra cada vez más “desenvuelta”.

A la mañana siguiente cuando desperté el recuerdo de cómo había dejado llevar pensando en ella, me golpeó con fiereza. Con la luz del día mi actuación me resultó repulsiva y carente de toda lógica, teniendo en cuenta no solo nuestra diferencia de edad sino el hecho de que esa niñata era la enfermera. Asumiendo que cualquier acercamiento por mi parte terminaría en fracaso y sin nadie que se ocupase de mi madre, decidí no volver a cometer ese error y con ello en mi mente, me levanté al baño.

Al ser temprano, no tenía prisa y con ganas de relajarme, llené la bañera y me metí en ella. El agua caliente me adormeció y sin darme cuenta Irene volvió a mi mente. Rememorando lo soñado, involuntariamente mi pene se alzó sobre la espuma, como muestra clara que por mucho que lo intentara esa mujercita me tenía alborotado. Afortunadamente el sopor me impidió pajearme porque si no hubiera sido todavía más humillante la pillada que esa bebé me dio.

Estaba con los ojos cerrados luchando con las ganas de coger mi polla y darle uso cuando de pronto escuché:

―Señor, le he traído un café y el periódico. ¿Quiere que se lo lea?

Mi sorpresa fue total porque al abrirlos, me encontré con esa chavala sentada en una silla, mirándome. Me quedé paralizado cuando extendiendo su brazo me dio la taza como si nada.

― ¡Estoy en pelotas! ― grité mientras usaba una mano para tapar mis vergüenzas.

La muchacha, sin darle importancia, me contestó:

―Por eso no se preocupe, además de enfermera tengo cinco hermanos y no me voy a escandalizar por ver a un hombre desnudo― pero al ver la mirada asesina con la que le regalé, decidió dejarme solo.

«¡No me puedo creer que haya entrado sin llamar!», pensé de muy mala leche, «¡Esta tía se ha pasado dos pueblos!».

Indignado hasta decir basta, me terminé el puto café y saliendo del baño, entré en mi habitación para descubrir que esa cretina me había hecho la cama. Que hubiera asumido que podía arrogarse también esa función acabó por sacarme de las casillas y vistiéndome, resolví montarle una bronca, aunque eso significara quedarme sin sus servicios.

El destino quiso que, al llegar a la cocina, estuviera dando de desayunar a mi madre y sabiendo cómo le alteraban los gritos, tuve que contenerme y decirle en voz baja:

―Irene, tenemos que hablar.

La muchacha levantó su mirada al oírme y con una sonrisa, contestó:

―Ya sé que debía haberle preguntado, pero al ver que las sabanas estaban llenas de manchas blancas, me pareció lógico el cambiarlas.

Saber que esa chavala había descubierto los restos de mi corrida, me llenó de cobardía y sin los arrestos suficientes para encararme con ella, me di la vuelta y salí de casa, pero no lo suficientemente rápido para que no llegara a mis oídos que Irene le decía a mi vieja:

―Menos mal que he llegado a esta casa, no comprendo cómo han podido vivir ustedes solos sin nadie que los cuidara.

Ya en el coche y mientras pensaba en lo ocurrido, resolví:

«¡Me tengo que librar de esta loca!».

La rutina del día a día y el cúmulo de trabajo que se agolpaba sobre mi mesa consiguieron hacerme olvidar momentáneamente del problemón que me esperaba cuando volviera del curro. Durante todo el día la actividad me mantuvo ocupado, de manera que no fue hasta las siete de la tarde cuando recordé que esa noche tendría que poner las maletas de esa niña en la calle.

Si ya no tenía ninguna duda de que tenía que echarla, fue su primo quien me hiciera ratificarme aún más en esa decisión al decirme:

―Por cierto, Alberto, esta mañana me llamó Irene y me contó lo feliz que estaba viviendo en tu casa ya que tu madre es un encanto y tú todo un caballero.

Mi cara de alucine debió ser tan rotunda que muerto de risa me comentó que, tomándole el pelo, le soltó que no se fiara porque tenía fama de Don Juan y que ella al oírlo, se había indignado y que le había colgado el teléfono, contestando:

―No te permito que hables así de mi jefe.

En ese momento, no supe con quién estaba más cabreado si con su primo por ser tan indiscreto o con ella por su absurdo comportamiento. La actitud que había demostrado esa chavala revelaba un sentimiento de propiedad que nada tenía que ver con la debida fidelidad a quién le paga sino más bien con un enfermizo modo de ver nuestra relación laboral.

Os reconozco que cuando encendí mi coche, estaba tan furibundo que, de habérmela encontrado en ese instante, la hubiera cogido de su melena y la hubiese lanzado fuera de mi chalé sin más contemplaciones.   Afortunadamente para ella, la media hora que tardé en llegar me sirvió para tranquilizarme y por eso al cruzar la puerta pude escuchar unas risas que provenían del salón.

Ese sonido tan normal por otros lares me resultó raro dentro del mausoleo en el que se había convertido mi hogar. Extrañado e incrédulo por igual, me acerqué a ver la razón de tanta alegría. Al entrar en esa habitación, descubrí a mi madre chillando de gusto y a Irene haciéndole cosquillas. Esa escena que en otro momento me hubiese enternecido, me dejó paralizado por la indumentaria de la muchacha.

«¡No puede ser verdad!», rumié entre dientes al percatarme que Irene llevaba puesto un uniforme nuevo y que este al contrario del anterior no podía ser más sugerente.

Desde mi ángulo de visión, el exiguo tamaño de su vestido rosa me dejaba observar en su plenitud dos maravillosas nalgas apenas cubiertas por una tanguita azul. Si ya eso era un cambio brutal, más aún lo fue ver que como complemento, la cría se había puesto unas medias con liguero. Si queréis que defina ese traje, parecía el disfraz que llevaría una stripper encima de un escenario. Mientras babeaba admirando su belleza, Irene no paraba de jugar con mi madre sin percatarse del extenso escrutinio al que la estaba sometiendo.

«Parece una puta cara», sentencié bastante molesto por el modelito y alzando la voz, dije:

―Buenas noches.

La niñata al escucharme, se levantó del suelo y corriendo hacia mí con una sonrisa, me soltó:

―Señor, ¿Le gusta mi nuevo uniforme?

Os juro que al verla de pie y descubrir que su tremendo escote me dejaba ver sin disimulo el sujetador de encaje, provocó que tuviese que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarme allí mirándole las tetas. Retomando mi cabreo, contesté:

―No, me recuerdas con él a una zorra que pagué.

Mi ruda respuesta la dejó paralizada y con lágrimas en los ojos, me preguntó qué era lo que no me gustaba. Fue entonces cuando cometí quizás el mayor acierto de mi vida porque acercándome a ella, con dureza, respondí:

― ¿No te das cuenta de que soy un hombre y que con él estás declarándome la guerra? ― para recalcar mis palabras, manoseé sus nalgas mientras le decía: ―Da la impresión de que lo que deseas es que te follé.

Si bien era previsible que Irene se echara a llorar, lo que no lo fue tanto fue que al sentir la tersura de su piel se despertara el animal que tenía dentro y aprovechando que estaba de frente a mí, perdiendo la cabeza, desgarrara su vestido dejándola medio desnuda.

―Si quieres que te trate así, ¡No te lo pongas!

Al observar el pánico en sus ojos, me tranquilicé y dándome la vuelta me fui a mi habitación. Ya solo, el maldito enano que todos tenemos en la mente me echó en cara mi conducta:

«Eres un hijo de puta. ¡Pobre niña!», machaconamente mi conciencia perturbó mi ánimo.

Mis remordimientos fueron en alza hasta que, al no poderlos aguantar, decidí ir a pedirle excusas. Pensando que la chavala estaría haciendo la maleta, me dirigí a su habitación y aunque no la encontré, si me topé con el otro uniforme que se había comprado. Si el primero era escandaloso, este segundo era aún peor porque era totalmente transparente. Al examinarlo bien, descubrí que me había equivocado porque a la altura de donde debían ir sus pechos cuando se lo pusiera, dos cruces rojas taparían sus pezones.

Comprenderéis e incluso aceptaréis que, al imaginarme a Irene con semejante vestimenta, me excitara y tratando de analizar esa conducta, caí en la cuenta de que la única explicación posible era… ¡Que esa cría tuviera alma de sumisa!

Ese descubrimiento quedó confirmado cuando bajé a la cocina y me encontré con la rubia en sujetador y tanga. Todavía sin tenerlas conmigo quise corroborar mis sospechas y por eso le pregunté por qué andaba así. Su respuesta lo dejó clarísimo:

―Usted me lo ordenó― su tono seguro era el de alguien que no había cometido ningún error.

Al someter su contestación a un somero estudio, supe que no había equívoco y que esa cría al aceptar trabajar en mi casa había asumido que sería enfermera, chacha y esclava para todo. Deseando revalidar ese extremo, la llevé al salón y sentándome en el sofá, le ordené que se arrodillara a mis pies. La sonrisa que leí en sus labios mientras obedecía, me demostró que aceptaba de buen grado ese estatus.

Confieso que me calentó verla adoptando esa posición tan servil y forzando su entrega, le pregunté:

― ¿Quién eres?

Mi interrogatorio la destanteó y bajando su mirada, respondió:

―Su enfermera.

Al escucharla, solté una carcajada y tomando uno de sus pechos en mis manos, repetí mientras le daba un pellizco en el pezón:

―Te he preguntado quién eres, ¡No quién aparentas ser!

El gemido que surgió de su garganta fue lo suficientemente elocuente, pero, aun así, esperé su contestación. La cría con rubor en sus mejillas me miró diciendo:

―Nadie, no soy nadie. Una esclava solo tiene derecho a ser eso, una esclava.

Usando entonces mi nuevo poder, le ordené que se desnudara. Irene que obedeció desabrochó su sujetador y lo dejó caer al suelo. Con satisfacción observé que sus senos se mantenían firmes sin la sujeción de esa prenda y que sus rosadas aureolas se iban empequeñeciendo al contacto de mi mirada. Tampoco necesitó que le insistiera para despojarse del diminuto tanga, de manera, que permaneció completamente desnuda para ser inspeccionada.

―Acércate.

La mujercita se arrodilló y gateando llegó hasta mi lado, esperó mis órdenes.

―Aquí estoy, amo―, escuché que me decía.

―No te he dado permiso de hablar― la recriminé. ―Date la vuelta y muéstrame tu culo.

Con una sensualidad estudiada, se giró y separando sus nalgas, me enseñó su ano. Metiendo un dedo en él, comprobé tanto su flexibilidad y satisfecho, le di un azote y le exigí que me exhibiera su sexo. Satisfecha de haber superado la prueba de su trasero, se volteó y separando sus rodillas, expuso su vulva a mi aprobación.

― ¡Qué belleza! ― complacido exclamé al comprobar que lo llevaba completamente depilado. ―Separa tus labios― ordené.

Obedeciendo, usó sus dedos para mostrarme lo que le pedía. Al hacerlo, me percaté que brillaba a raíz de la humedad que brotaba de su interior. No tuve que ser ningún genio para comprender que, el rudo escrutinio, la estaba excitando.

Forzando su deseo, le di la vuelta y bajándome la bragueta, la senté en mis rodillas mientras tanteaba con la punta de mi glande su orificio trasero. Ella no puso objeción alguna a mis caricias y asumiendo que deseaba tomarla por detrás, forzó la penetración con un movimiento de su trasero. Cómo mi pene entró sin dificultad por su estrecho conducto, le pregunté:

― ¿Por qué tienes el culo dilatado?

Muerta de vergüenza y con la respiración entrecortada, me respondió:

―Me he pasado toda la tarde con un estimulador anal, soñando con esto.

Su confesión me hizo preguntar qué más planes tenía preparados antes de que yo llegara. La muy puta comenzó a moverse, cabalgando sobre mi pene, mientras me decía:

―Pensaba que, si con ese uniforme no me follaba, meterme esta noche en su cama.

El descaro que mostró me dio alas y cogiéndola de la cintura, empecé a izar y a bajar su cuerpo empalándola a cada paso. Sus alargados gemidos fueron una muestra clara que estaba disfrutando por lo que, acelerando mis movimientos, cogí sus pechos entre mis manos. Mi nuevo ritmo le puso frenética y berreando de placer, gritó:

― ¡Supe que sería suya en cuanto lo vi!

Para entonces mi lujuria era tal que, cambiándola de postura, la puse a cuatro patas sobre el sofá y reanudé con mayor énfasis el asalto sobre su culo. Poco a poco, el compás con el que nos meneábamos se fue acelerando, convirtiendo mi trotar en un desbocado galope donde Irene no dejaba de gritar.

―Por favor, amo. ¡No deje de usar a su puta!

Contesté su total sumisión con un fuerte azote. La rubita al sentirlo aulló descompuesta:

― ¡Me encanta!

Su alarido me azuzó y alternando de una nalga a otra, le fui propinando duras cachetadas siguiendo el compás con el sacaba mi pene de su interior. El salón se llenó de una peculiar sinfonía de gemidos, azotes y suspiros que incrementó aún más nuestra lujuria. Irene ya tenía el culo completamente rojo cuando se dejó caer sobre el diván, presa de los síntomas de un brutal orgasmo. Fue impresionante ver a esa chavalita, temblando de dicha mientras se comportaba como una mujer sedienta de sexo.

― ¡Amo! ¡No pare! ― aulló al sentir que el placer desgarraba su interior.

Su actitud sumisa fue el acicate que me faltaba y cogiendo sus pezones entre mis dedos, los pellizqué con dureza mientras usaba su culo como frontón.  Al gritar de dolor, perdió la mesura y berreando como cierva en celo, se corrió mientras de su sexo brotaba un geiser que empapó mis piernas.

Fue entonces cuando viéndola satisfecha, me concentré en mí y forzando su esfínter al máximo, seguí violando su ojete mientras la rubita no dejaba de aullar desesperada. No tardé en verter mi gozo en el interior de sus intestinos.  Tras lo cual, agotado y exhausto, me tumbé a su lado. Mi nueva amante me recibió con los brazos abiertos. Mientras me besaba, no dejó de agradecerme el haberla liberado diciendo:

―Siempre soñé con tener un dueño.

Os parecerá hipócrita, pero estaba contento por no haberla echado y aun sabiendo que la había contratado para realizar otra tarea, esa cría no solo había cubierto mis expectativas, sino que me había ayudado a reconocer mi lado dominante. Por eso, cargándola, la llevé hasta mi cama y depositándola sobre las sabanas, riendo contesté:

―En cambio, yo nunca deseé una sumisa.

Asustada por que fuera a prescindir de ella, me imploró que no lo hiciera. Soltando una carcajada, la tranquilicé diciendo:

―Pero ahora que te he encontrado, ¡No pienso perderte!

----------------CONTINUARA-------------

Como os prometí voy a terminar las historias inconclusas que escribí.

Y NUEVAMENTE, os informo que he publicado, en AMAZON, UNA NUEVA NOVELA TOTALMENTE INÉDITA.

Sinopsis:

Julia, una joven estudiante de derecho, se entera que el más prestigioso bufete de abogados de Barcelona anda contratando becarios. Decidida a no perder esa oportunidad, se presenta en sus oficinas y gracias al escote que lucía, consigue que Albert Roser, el fundador de ese despacho, la contrate como su asistente.

La muchacha es consciente de las miradas nada profesionales de ese maduro, pero eso no la hace cambiar de opinión porque en su interior se siente alagada y excitada. No en vano, desde niña, se ha visto atraída por los hombres entrados en años y con corbata.

Si queréis leerla, podéis hacerlo en el siguiente link:

Becaría y sumisa de un abogado maduro

Además de ese, también he publicado otros muchos LIBROS EN AMAZON si queréis descargaros alguna de ellas podéis hacerlo en el siguiente link:

Libros para descargar de GOLFO EN AMAZON

INÉDITOS, SOLO LOS PODRÁS CONSEGUIR EN AMAZON.

"La princesa Maga y sus cuatro sacerdotisas

Yo, cazador

La guardaespaldas y el millonario

Todo comenzó por una partida de póker

Pintor de Soledades

De loca a loca, me las tiro porque me tocan (SERIE SIERVAS DE LA LUJURIA 1)

No son dos sino tres, las zorras con las que me casé (SERIE SIERVAS DE LA LUJURIA 2)

Mi mejor alumna se entregó al placer: (SERIE INSTINTO DEPREDADOR VOL. I)

HAY MUCHOS OTROS QUE PODEIS ENCONTRAR EN ESTE LINK DE AMAZON.

https://www.amazon.es/Fernando-Neira-%28GOLFO%29/e/B014XM9RMM/ref=dp_byline_cont_ebooks_1