La Empresaria Sometida
Tercera, y última, parte de las aventuras de Eli. Campos pretende casarse con ella, y así controlar la empresa; pero, antes de eso, la envía a un lugar muy especial, para que se vuelva totalmente sumisa. ¿Logrará Campos su propósito?
LA EMPRESARIA SOMETIDA
(Tercera, y última, parte de la Trilogía de la Empresaria)
Por Alcagrx
I
- Señorita Puig, el señor Campos le agradecería que se pasase por su despacho a la mayor brevedad…
Desde aquel infausto día en que Campos, después de mostrarme el vídeo de mis correrías con tres menores en Tailandia, me anunció que pasaba a convertirme en su esclava, muchas cosas habían cambiado en mi vida. Una de ellas era esta: yo tenía que ir a la oficina mucho más a menudo; y, a cada poco, Campos requería de mi presencia en su despacho, casi nunca para alguna cosa agradable. Pues lo que más le gustaba era humillarme, y cuanto más públicamente, mejor; por eso, al oír la voz de su secretaria en la línea interna, me temí lo peor. Pero le contesté, qué remedio, que enseguida iba para allí; me alisé la falda, me ajusté la chaqueta, y me apresuré a acudir.
Una de sus primeras humillaciones tuvo que ver, precisamente, con la ropa; sobre todo, la que yo tenía que llevar a la oficina, pero no solo ésa. Pues, al parecer, el hombre habría visto Historia de O, y decidió cambiar mi modo de vestir: un día se presentó sin avisar en mi casa y, tan pronto como yo me desnudé -era mi obligación desnudarme, de inmediato, siempre que estábamos juntos, salvo que él me ordenase otra cosa- nos pusimos, los dos, a revisar mi extensísimo guardarropa.
Para empezar, me prohibió absolutamente usar ropa interior; excepto un liguero si, en invierno, hacía frio y quería ponerme medias. Así que todos mis conjuntos de encaje, para Cáritas… También me prohibió usar pantalones, ya fuesen cortos o largos; o jerséis, suéteres, camisetas, y cualquier prenda que impidiese el acceso directo, a través del escote, a mis pechos. Sí me permitió conservar las blusas; pero a condición de nunca abrochar ningún botón que, como me explicó, quedase en la horizontal de mis pezones. O más arriba, claro. Aunque también me prohibió llevarlas al trabajo, debajo de mis trajes de chaqueta; cuyas faldas, por cierto, me hizo acortar casi un palmo.
- En la oficina te quiero así, bien cortita; aunque fuera, si quieres ponerte una falda más larga, no me importa. Eso sí, con una condición; si supera la mitad de tus muslos, la falda habrá de llevar, como mínimo, un corte lateral, o uno frontal, que empiece justo debajo de tu sexo. He dicho “justo”; así que unos milímetros más abajo, como máximo…
Yo iba sacando prendas y más prendas, y de vez en cuando le miraba con mi expresión más lastimera, llevando una en la mano; pero fue inflexible, y para cuando terminamos mis armarios parecían vacíos. Lo que peor me supo fue lo de los trajes de baño; yo los tenía por centenares, literalmente, desde algunos realmente mínimos -me encantan los de Wicked Weasel- hasta varios bañadores completos, de una pieza, para las piscinas del gimnasio, o del club de golf. Y me obligó a darlos todos…
- Al igual que con tus pechos, nunca debes llevar nada que obstruya el libre acceso a tu coño, o a tu culo. Así que, cuando te quieras bañar, hazlo en pelotas; para eso están las playas nudistas, las excursiones en yate, y las piscinas privadas…
De nada me sirvió recordarle que, en el gimnasio como en el club, el uso de bañador -y de gorro de baño- era obligado. Solo me hizo una concesión, y supongo que para evitar que, en invierno, me muriese de frío: pude conservar todos mis abrigos -solo de piel, tenía como una docena- y chaquetas. Excepto, claro, las prendas más de sport, que se cerraban con cremallera; pues sin duda ésta obstaculizaba el libre acceso a mis pechos…
Mientras caminaba hacia el despacho de Campos, siendo como siempre el objeto de todas las miradas, recordaba el primer día que me presenté en la oficina vestida con mi Dior de falda super acortada, mis Louboutin, mis joyas, … y nada más, en absoluto. Pues la chaqueta del traje abrochaba a la altura del ombligo, con un único botón; con lo que no sólo me hacía un escote hasta allí, escandaloso. Es que, cada vez que yo me movía, dejaba ver mis grandes pechos casi por completo, al no llevar debajo ni blusa, ni sujetador. Eso por no decir el espectáculo que, cuando caminaba un poco deprisa -como en aquel preciso momento-, ofrecía a todo el personal el bamboleo de mis senos, que parecían querer salirse por el escote.
Pero nadie me dijo nada, claro; por algo era yo la hija del amo. Y papá, si se dio cuenta, tampoco me hizo comentario alguno; además, desde que yo iba más a menudo, pasaba bastante más tiempo en el club de golf que en la oficina. De hecho, parecía encantado de que yo hubiese decidido intervenir mucho más en la gestión del negocio; así que el único comentario que me hizo, de haber sabido el pobre alguna cosa sobre lo sucedido entre Campos y yo, me hubiese parecido un sarcasmo:
- No sabes cómo me alegro de que Campos y tú os llevéis tan bien. Me ha dicho Marisa que le consultas con frecuencia; que cada dos por tres vas a verle a su despacho, y os estáis largo rato conferenciando. Muy bien, de veras; Campos tendrá sus cosas, como todo el mundo, pero nadie mejor que él para enseñarte el día a día de la Comercial. No podrías estar en mejores manos…
Al llegar al antedespacho, Maite -la secretaria- me sonrió, con aquella expresión de falsa alegría que tanto me molestaba, y me indicó que entrase sin llamar; algo que yo siempre había hecho -por algo era yo quien era- pero a lo que, desde mi conversión en esclava, había tenido que renunciar. A veces me daba la impresión de que Maite estaba en el ajo, y que Campos se lo habría contado; pero no estaba segura, y no tenía modo de preguntárselo sin correr el riesgo de que, si no lo sabía, se enterase entonces. Así que le devolví la falsa sonrisa, y entré.
Campos tenía una visita, un hombre de mediana edad vestido de sport, sentado en una de las butacas frente a su mesa; pero, como no utilizó la señal convenida para que yo no me desvistiese -llamarme “Señorita Puig”-, hice lo de costumbre: fui al perchero del rincón, me quité la chaqueta y la falda, las colgué allí, y luego fui a sentarme en la otra butaca, frente a su mesa. Por supuesto desnuda por completo -bueno, excepto las joyas y los zapatos-, y separando las piernas lo bastante para exhibir mi sexo; tanto a Campos, como a la visita. A quien ofrecí una mano, y mi mejor sonrisa.
- Eli, este es mi amigo Víctor Pérez, dueño de la mayor cadena de sex-shop de España. Le he pedido que venga porque, el otro día en tu casa, me di cuenta de que te falta casi todo lo que se necesita con una esclava: cosas para sujetarte, para castigarte, … En mi casa tengo de todo, sí, pero no voy a estar acarreándolo cuando te visite, ¿verdad? Ahora te tomará las medidas, pues para algunas cosas las necesita; y en unos días te mandarán el material a tu casa, con la factura. Supongo que, además de pagarla sin discutir, querrás agradecerle la molestia de haber venido personalmente aquí; mi idea inicial era mandarte a su almacén, a que te equiparan allí. Pero él prefirió hacernos este favor, en la confianza de que sabrías agradecérselo…
Yo le contesté que no faltaría más, y durante los siguientes cinco o diez minutos tuvimos la clásica conversación intrascendente; lo que suponía una cortesía casi obligada, en el mundo de los negocios, antes de entrar al trapo. Y he de decir que aquel hombre, quizás por el tipo de empresa que tenía, no parecía afectado por estar hablando, como si tal cosa, con una chica desnuda; un chica que, además y nada menos, era la heredera de la Comercial. Pero al cabo de un poco, y aprovechando una pausa en la conversación, sacó de su bolsillo una cinta métrica de plástico amarillo, enrollada, y me dijo:
- Es un verdadero placer charlar con usted, de veras; podría pasarme toda la mañana haciéndolo. Pero tengo un montón de obligaciones, y no puedo perder mucho tiempo; así que, si no le importa, póngase en pie, y le tomaré las medidas que necesito.
Durante el siguiente cuarto de hora, el hombre se dedicó a medirme, con aquella cinta, todos y cada uno de los rincones de mi desnuda anatomía; tanto las medidas más comunes -altura, talla de calzado, de pecho, cintura, cadera, cuello, muñecas, tobillos, …- como algunas mucho más exóticas: la longitud de mi vulva, desde el capuchón del clítoris hasta el final de la vagina, la del perineo, entre aquélla y el ano, … Todo lo cual iba apuntando en una libreta de espiral, y acompañaba de fotografías sacadas con su móvil. Incluso midió la longitud de mis pezones, después de excitarlos con sus dedos durante unos minutos; y, cuando terminó con eso, se puso a buscar a su alrededor. Campos le preguntó qué más necesitaba, y el hombre le dijo:
- Me falta una medida: la profundidad de su vagina. Pero con esta cinta blanda es imposible tomarla…
Yo seguía en la misma posición en la que me había tomado las medidas de mi sexo, y la longitud de mis pezones: tumbada de espaldas sobre la mesa de Campos, con las piernas abiertas y dobladas por completo, y cada tobillo sujeto por la correspondiente mano. Así que, al oír aquello, pensé que mejor no me movía; pero lo siguiente que oí a punto estuvo de hacerme saltar de aquella mesa, y correr a vestirme. Era Campos, hablando por el interfono:
- Maite, ¿aún tenemos aquella vieja regla cuadrada de madera? Si, la que tú dices que parece de sastre… ¿Está ahí? Pues tráemela, por favor…
Cuando la secretaria entró, lo primero que vio fue mi sexo abierto, allí encima de la mesa de su jefe; lo sé porque yo, que miraba hacia la puerta, la vi entrar justo por entre mis dobladas piernas. Supongo que me puse roja como un tomate, y no pude evitar que se me escapase un gemido de horror; hacía mucho que no pasaba por un bochorno similar, y Maite hizo todo lo que estuvo en su mano por aumentármelo. Pues se acercó hasta estar justo a mi lado, con aquella regla de madera en la mano, y mientras se la entregaba a su jefe le comentó, sarcástica:
- ¿Qué pasa, que la nena se ha portado mal, y hay que castigarla? Si quiere, jefe, ya le pego yo; será un placer ponerle ese coñito de niña rica bien colorado…
Los dos hombres se pusieron a reír, y el tal Pérez le explicó para qué era la regla; una vara cuadrada, de cincuenta centímetros de longitud, que tenía en dos de sus lados la escala en centímetros, y en los otros dos en pulgadas. Y cuyo empleo en mí, aunque no fuesen a atizarme, Maite no se pensaba perder por nada del mundo:
- Si quiere, le mantengo el coño bien abierto, mientras le mete usted la regla hasta el fondo. Y no se olvide de apretar bien, al llegar al final; seguro que ésta es capaz de meterse mucho más de lo que a simple vista parece. Oiga, por cierto, ¿no tendrá también que medirle la profundidad del culo?
Al final, no logró otra participación que la de quedarse mirando, mientras el tal Pérez untaba la regla en una especie de vaselina, y me la metía hasta que me oyó gemir de dolor. Quizás por hacer feliz a Maite, aún empujó un poco más, tal vez otro centímetro; luego, dejándomela dentro, apuntó el resultado en su libreta sin ninguna prisa. Y, anotado, sacó la regla de mi vagina y se la devolvió a la secretaria, diciéndole que ya podía ir a lavarla. Lo que la otra se marchó a hacer, caminando tan despacio como pudo; y “olvidándose” de cerrar la puerta al salir del despacho.
Mis mediciones terminadas, faltaba que le agradeciese el servicio; para lo que el hombre, muy formal, me indicó que no me moviese de la posición, pero que adelantase un poco el trasero, hasta el borde de la mesa. Mientras yo le obedecía, vi que se bajaba pantalones y calzoncillos; tenía un miembro de lo más corriente, la verdad, y cuando me penetró no me hizo daño. En realidad, lo que sí me estaba haciendo un daño intensísimo, pero en mi orgullo, era aquella puerta abierta; pues cualquier empleado, si pasaba por delante, podría ver lo que estaba ocurriendo sobre la mesa del despacho de Campos.
Que no era otra cosa que la hija del jefe siendo follada, y además con tremenda intensidad. El tal Pérez no la tendría muy grande, pero sabía cómo usarla; empujaba con verdaderas ganas, casi con brutalidad. Una y otra vez, sin descanso, durante lo que me pareció un montón de tiempo; al final logró que yo me fuese excitando, y para cuando se corrió llegué a lamentar que no hubiese seguido así otro par de minutos. Aunque el precio a pagar por mi orgasmo hubiera sido correrme delante de los ojos, y sobre todo los oídos, de casi de toda la oficina…
Insatisfecha, pero con mi sexo lleno con el semen de aquel hombre, fui enviada de vuelta a mi despacho por Campos; mientras me vestía otra vez, el señor Pérez me dedicó unas palabras corteses, y me aseguró que muy pronto recibiría el envío. Y, al salir, Maite me obsequió con su mejor sonrisa hipócrita, y me deseó los buenos días; aunque no pudo reprimir del todo su mala baba. Pues, cuando yo ya me iba, me soltó:
- Si alguna vez no está aquí el señor Campos, y necesita usted de sus servicios, no dude en pedírmelos a mí, señorita Puig. Aquí estarán esperándola la regla de madera, y una mano lista para usarla…
Yo le agradecí la buena disposición, con toda la ironía de que fui capaz, y me volví a mi despacho; donde, en cuanto entré, hice lo que más necesitaba en aquel momento: cerrar la puerta con llave, desnudarme, y masturbarme en el sofá, hasta completar el trabajo que el señor Víctor Pérez había dejado a medio terminar. Con lo que logré descargar la tensión que con aquel episodio había acumulado; ser humillada ante el personal de la empresa era, de todas las vejaciones a las que había sido sometida en los últimos meses, sin duda la que más me costaba superar.
II
En materia de sexo, sin embargo, Campos no era demasiado exigente; le bastaba con que le hiciese una felación en su despacho, casi cada vez que yo iba por allí -dos o tres mañanas por semana-, y con alguna visita a mi casa por la noche. O, en ocasiones, haciéndome ir a mí a la suya; estas eran las peores, pues el hombre tenía toda clase de instrumentos de tortura allí, y no sabía emplearlos bien. La primera vez, por ejemplo, que decidió azotarme no pasó del primer latigazo; por más que le advertí que aquello era excesivo, cogió un látigo bestial, como para arrearle a un buey. Y, encima, tratando de alcanzar mis nalgas me atizó en plena grupa; por poco no me rompe los dos riñones. Hasta él se asustó, con el surco ensangrentado que me dejó aquello; y casi más, con los gritos que pegué. No fuera caso que algún vecino -él vivía en un gran piso, por Pedralbes- los oyese, y avisara a la policía.
En promedio, me penetraba una vez al día; tal vez un poco más cuando íbamos de viaje, al estar constantemente juntos. Pues, a partir de entonces, tuve que compartir con él no solo la suite de los hoteles donde nos alojábamos; cuando no podíamos ir hasta nuestro destino, por la gran distancia, en el avión de la empresa, también las cabinas de primera clase. Y, en los tres sitios, sus exigencias eran las mismas: en cuanto yo entraba, tenía que desnudarme, y así debía permanecer todo el tiempo que estuviese allí. Aunque tuviera delante al servicio: los mayordomos o las camareras en los hoteles, la azafata en los aviones, … ¡Incluso, en el avión de la empresa, me hacía exhibirme desnuda delante de los pilotos!
Esa era su auténtica pasión: humillarme, y cuanto más en público, mejor. Para lo que no paraba de tener ideas; así, por ejemplo, me llevó a comprar varios vestidos de noche, a cual más descarado, para asistir a recepciones. Por ejemplo, uno de Versace en gasa muy fina, que transparentaba mis pechos por completo; y con dos aberturas laterales, en la larga falda, que empezaban… ¡en mis caderas! Pero su favorito era una little black dress que encontramos en el atelier de Gucci: espalda al aire y escote amplísimo, que alcanzaba casi hasta el inicio de mis areolas; sujeto a los hombros solo mediante dos finísimas tirillas, que siempre me parecían a punto de romperse, y largo justo hasta dos centímetros más allá del final de mis nalgas.
Llevando ese vestido, por ejemplo, me hizo acudir a una recepción con la ministra socialista del ramo; una feminista enragé que se pasó toda la cena mirándome de una manera que, si las miradas pudiesen matar, desde luego yo no habría salido de allí viva. Pues me sentaron a su lado, y lo primero que la mujer pudo observar es que, al tomar yo asiento y por más que me esforzase, la mitad de mi trasero quedaba en contacto directo con el tapizado; ya que el vestido aquel no daba más de sí… Y, además, yo tenía que tirar de él hacia delante tanto como podía, con las rodillas bien juntas, para no dejar expuesto mi sexo.
Lo peor vino cuando, después de la cena y de los discursos, empezó el baile. Pues, llevando aquel minivestido, en cuanto me movía un poco dejaba completamente al aire mi sexo, y mis nalgas; por lo que Campos, con toda la mala intención, me sacaba a bailar cada vez que había algo movidito. Lo pasé fatal, aunque hubo una cosa que me recompensó, un poco, el bochorno que sentí: ver la cara de pasmo de la ministra cuando, contemplándome bailar, comprobó que lo que ya había sospechado durante la cena era cierto: además de no llevar sujetador, yo tampoco llevaba bragas…
La cosa cambió un poco cuando, una semana más tarde, recibí en casa el pedido que él había hecho al señor Pérez; supongo que por aprovechar que yo vivía en una torre con jardín, en la parte alta de Barcelona, donde los únicos que podían oír mis gritos eran los criados. El pedido y la factura, claro; eran varias cajas llenas de cosas, y el coste total me dejó asombrada: aunque no suelo mirarme nunca las facturas -como dice papá, hablar de dinero es de una vulgaridad intolerable- a la de Pérez le eché una breve ojeada. Y suerte que me hacía un descuento importante, porque el total era de cinco cifras…
A partir de ahí, se acabaron mis visitas donde Campos; era siempre él quien, solo o con algún amigo, me visitaba. Al principio con cierta asiduidad, pues estaba ansioso por probar todas sus compras; así que, durante casi un mes, me pasé las tardes, y las noches, atada, encadenada, esposada, azotada, con consoladores de todos los tamaños metidos en mis orificios, … Y, sobre todo, siendo penetrada y sodomizada por casi todos sus amigos; pero, gracias a su primera experiencia con aquel terrible látigo, fue bastante prudente en sus castigos. Aunque he de reconocer que yo colaboré un poco a ello, exagerando tanto como pude mis gritos, y/o gemidos, de dolor…
Pero Campos me preparaba un golpe sinceramente devastador, y me lo fue a propinar justo en la cena de la Comercial; un banquete anual, la noche siguiente a que la junta aprobase las cuentas del ejercicio, al que acudían los miembros del Consejo de Administración, acompañados de sus esposas. Y, por supuesto, papá y yo. Papá, por cierto, se presentó acompañado por una señora espectacular, a la que le calculé unos cuarenta y pico años muy bien llevados; se llamaba Estela, y la había conocido -cómo no- en el club de golf. Aunque él enseguida me tranquilizó:
- No te asustes, princesa, que la cosa no va por ahí; ni se me pasaría por la cabeza volver a casarme. Y menos con una mujer como Estela, a la que medio club de golf se ha beneficiado ya. Pero, compréndeme, aunque no soy tan joven como lo eres tú, yo también necesito darme de vez en cuando algún homenaje…
La mirada con la que acompañó éste último comentario, dirigida a mi minivestido negro, logró que me ruborizase un poco; pero cambiamos de tema al instante, pues Estela se nos acercó muy sonriente -mirándome también con expresión sorprendida- y, además, nos llamaron a todos para que pasáramos al comedor. La cena, como siempre, fue opípara, y los discursos posteriores, un rollo; papá, como tenía por costumbre, agradeció a todos su esfuerzo, y pidió que al año siguiente aún hicieran más. Y luego tomó la palabra Campos, que durante un cuarto de hora desgranó cifras, estrategias, proyectos, pactos, análisis, …
Yo me había distraído por completo, tratando de decidir si los pechos de Estela eran o no naturales; lo que no era fácil, porque llevaba un vestido muy elegante y escotado -aunque no parecía de marca-, pero con un sujetador debajo. Sin embargo, las últimas palabras de Campos atrajeron por completo mi interés; ¡vaya si lo hicieron!
- Señor Puig, queridos compañeros, no quiero concluir mi intervención sin hacer un anuncio de carácter personal, que espero les hará a ustedes tan felices como a nosotros: en fecha aún no determinada de este próximo año, la señorita Elisabet Puig y yo vamos a casarnos .
¿Perdona? ¿Qué? Mientras los asistentes prorrumpían en aplausos, y papá me miraba con cara de indignación -por supuesto era, conmigo, el único que no aplaudía- yo me puse roja como un tomate; era de puro cabreo, por supuesto, pero los asistentes se lo tomaron como un signo de modestia, y aún arreciaron más sus muestras de júbilo. Que, para entonces, ya incluían incluso gritos de “¡Vivan los novios!” ; mientras nos jaleaban, papá se giró hacia su derecha, donde yo estaba sentada, y me dijo muy bajito:
- Eli, esto es inaudito; y no solo porque no me hayas dicho nada. ¿Te das cuenta de que te vas a casar con un simple empleado? Con la de chicos de buena familia que conoces…; por ejemplo Alvarito, el hijo de Guasch, que bebe los vientos por ti. Si piensas que ya te vas haciendo mayor, y que quieres darme nietos, que te cases me parece una idea excelente; necesitamos otra generación de los Puig, para seguir llevando la Comercial. Pero, chica, hacerlo con alguien como Campos…
Estuve a punto de contárselo todo, pero la perspectiva de ir a la cárcel, y por largo tiempo, me frenó. Una perspectiva que, tal y como había comprobado por mi cuenta, era muy cierta; pues lo hablé con un abogado penalista amigo mío, de la máxima confianza -tiempo atrás, antes de que se casase, habíamos salido juntos- y me lo confirmó: “Eli, si solo tiene la grabación, es defendible; pero si trae a juicio a los tres chicos…” . Así que reuní fuerzas, sonreí a papá, y le contesté:
- Aún no es seguro, papi. De hecho, Campos se ha precipitado un poco; todavía no pensábamos anunciar nada. Te reconozco que aún tengo algunas dudas…
El resto de la noche me la pasé recibiendo felicitaciones y parabienes, y teniendo que poner una sonrisa de circunstancias; más falsa que las de Maite, pero que pareció colar: todos pensaban que era mi natural modestia. Y eso que me habían visto desnuda en las reuniones del consejo, incluso en el Círculo del Liceo; pero la buena educación dictaba felicitarme, y a eso se dedicaban, en cuerpo y alma. No sin, por supuesto, acompañarlas de alguna pullita; la madre de Álvaro Guasch, por ejemplo, sin duda decepcionada al ver fracasadas las aspiraciones de su vástago, me felicitó del modo más cruel que pudo:
- ¡Eli, qué maravilla! Enhorabuena, te felicito… De hecho, hacía algún tiempo que lo veía venir; pues Álvaro me había comentado que cada vez te veías menos con los amigos de siempre. Se habrá enamorado, le dije; el amor es ciego, y no se deja someter por nada. Ni siquiera, por los usos sociales a los que estamos tan apegados, ¿verdad?Por cierto, me encanta ese vestido que llevas; resulta muy atrevido, sin duda, pero precisamente por eso atrae todas las miradas…Mi marido, por ejemplo, no te ha quitado el ojo en toda la noche, el muy picarón…
Lo que no logré fue hablar con Campos, él también rodeado de gente que lo felicitaba. Y como, para mi suerte, después de la cena no había baile, no tuve ocasión de pedirle explicaciones hasta la mañana siguiente, en la oficina; pues, al acabar la velada, él debía tener otros planes que no me incluían: me dio un beso, coreado por todos los asistentes, y me mandó a casa. Para lo que opté por llamar un taxi; no tenía ganas de soportar a papá todo el camino de vuelta, y menos a alguno de los demás invitados.
Cuando, a la mañana siguiente, Campos me llamó a su despacho, tuve que sufrir, por el camino, un montón de felicitaciones; al parecer, las noticias viajaban a gran velocidad. Incluida, claro, la de Maite, tan falsa como era su costumbre; pero le hice muy poco caso. Entré al despacho, me desnudé, dejé mi traje en el perchero, y fui a arrodillarme al lado de mi autodesignado marido, en la postura habitual; él me tuvo así un largo rato, enfrascado en papeles, pero al final levantó la vista de ellos y, muy sonriente, me dijo:
- ¿Te pillé por sorpresa, eh? Si hubieras visto la cara que ponías… Y tu padre, ya ni te cuento; estaba a punto de gritar “¡No! ¡Os lo prohíbo!” La verdad es que me lo pasé muy bien; de todas las cenas de empresa a que he asistido fue la mejor, sin duda alguna…
Mientras me decía eso se había girado hacia mí, y se había puesto a hurgar, con su zapato derecho, en mi sexo; algo que, él lo sabía muy bien, me provocaba dos reacciones muy contradictorias. Por un lado, de humillación, al ser tratada como un animal de compañía al que se acaricia distraídamente; y además en el sexo, y con un zapato. Pero, por el otro, de excitación: al cabo de un rato, aquella constante fricción en mi clítoris, y en mi vulva, terminaba por ponerme cachonda.
Una vez acabada aquella introducción jocosa, Campos entró en materia:
- Verás, lo he pensado mucho, y la mejor solución es que nos casemos. Para mí, claro; en caso contrario, en cuanto prescriban tus delitos me vas a mandar a paseo. De hecho, incluso estando casados a los quince años podrás hacerlo; pero, para entonces, yo seré el padre de tus hijos, los herederos de la Comercial. Y, además, nos casaremos en gananciales, con un prenupcial muy generoso por tu parte; en caso de divorcio, deberás entregarme las suficientes acciones como para que, junto con las que yo ya tengo, controle un 50,01% de la empresa .
Yo empezaba a notar los efectos de tanto frotamiento, y se me escapó un gemido; Campos, al oírlo, incrementó la frecuencia, y la velocidad, de sus movimientos, mientras seguía hablando:
- Por cierto, ni se te ocurra intentar eliminarme. Mi abogado tiene una copia de la grabación, los datos personales de las pobres víctimas, y un fondo muy generoso para convencerles de que vengan al juicio; con mis instrucciones para que, si sufro un accidente sospechoso, lo ponga todo en marcha… Y no te aconsejo que le digas nada a tu padre sobre nuestro trato; con lo bruto que es, sería capaz de hacer una barbaridad, y acabaríais los dos en chirona.
Para entonces yo ya no solo gemía como una perra en celo, sino que estaba totalmente empapada; notaba como mis secreciones me resbalaban por los muslos, y cada vez escuchaba con menos interés lo que él me decía. Pero lo que me ordenó a continuación sí que atrajo de nuevo mi atención:
- Ya veo que, como de costumbre, mi perrita está cachonda. Y esta vez te voy a complacer: ponte sobre la mesa, tumbada de espaldas, y ábrete de piernas al máximo: hoy voy a follarte, para celebrar nuestro próximo enlace. Por cierto: a partir de que nos casemos, se te han acabado los anticonceptivos. Piensa que, a tu padre, le harás muy feliz si le das un buen montón de nietos…
He de confesar, para mi vergüenza, que cuando Campos me la metió hasta el fondo, y comenzó a empujar, me olvidé de todo; con el tiempo, el sexo se había convertido para mí en una especie de válvula de escape, que me permitía evadirme de mi terrible situación. Y aquella vez no fue distinto; pese a que Campos no era precisamente un artista del sexo, y tenía un pene la mar de normalito, en muy poco tiempo me llevó hasta un orgasmo tremendo, que me mandó a la estratosfera. Tanto, que casi olvidé que él seguía taladrándome; un esfuerzo que, un minuto más tarde, le permitió correrse.
Cuando se retiró de mi vagina, me ordenó que me arrodillase otra vez, y me hizo limpiarle el pene con mi boca. Eso era lo que estaba haciendo, cuando oí que alguien golpeaba la puerta con los nudillos; Campos dijo “¡Adelante!” y, un instante después, pude oler el perfume que Maite siempre llevaba. Se había quedado entre las dos butacas, esperando a que yo acabase; cuando terminé, él volvió a vestirse -se había limitado a bajarse los pantalones y el eslip- pero me indicó que me quedase como estaba. Lo que no me permitió ver a Maite; aunque sí, por supuesto, oírla cuando empezó a hablar:
- Jefe, ya está todo confirmado. Nos esperan el día veintiséis…
Campos, con un gesto, la mandó salir; y luego, mientras regresaba a la lectura de los papeles sobre su mesa, me comentó distraídamente:
- Has de prepararte para el matrimonio, así que te voy a mandar a una escuela de esposas un tanto especial; a mí, sin duda, me faltan experiencia y habilidades como amo, y tú necesitas de mucha mano dura. Los dos hemos de aprender; pero te aseguro que, para tu regreso, yo ya estaré preparado. Y ya lo has oído, pasado mañana te esperan; así que haz tus preparativos antes…
Cuando, después de limpiar como pude parte del semen de Campos que se escurría desde mi vagina, me vestí y salí de su despacho, me esperaba la falsa sonrisa de Maite; quien, mirando el brillo de mis muslos, me dijo:
- Pasado mañana, a primera hora, te recogeré en tu casa. Tenlo todo a punto… ¡Ah! No sé si te lo ha dicho ya el jefe, pero no necesitamos equipaje de ningún tipo. A las nueve en punto; no te retrases, ¿vale?
III
Pasé el resto del día, y el siguiente, dándole vueltas a la cabeza; por un lado, la idea de explicarle a papá mi situación, y dejar que él la arreglase, me parecía la que menos problemas me traería. Pero, a la vez, recordar que él no pudo evitarle a mamá la vergüenza de someterse a Juárez un día a la semana, durante años, me echaba para atrás; papá era un ángel conmigo, pero sin duda también un poco bruto. Así que el consejo que me había dado Campos no andaba del todo errado; si ponía el asunto en manos de él, los dos podíamos acabar en la cárcel.
Al final, decidí dejarme llevar a aquella escuela; pues ir allí suponía que la boda se retrasaría, al menos, hasta mi regreso. Y lo peor que podía pasar era que el sitio se pareciese a aquel castillo de Roissy, donde llevan a O en la película; pero a mí, la verdad, la idea de pasar un tiempo en un sitio así incluso me excitaba un poco. Además, estar allí suponía alejarme de todo lo que, en aquel momento, me creaba tanto estrés; Campos, mi padre, la empresa, la impensable boda, … Y, sobre todo, de la amenaza de tener que parir los hijos de aquel desgraciado; de hecho, de haber yo tenido la certeza de que, en el otro mundo, iba a vivir igual que en éste, no habría dudado en suicidarme. Pero no había garantías de eso, claro…
El día señalado, a las nueve de la mañana en punto, sonó el timbre de la verja exterior. Yo llevaba un rato lista; en realidad, lo estaba desde la tarde anterior, pues aproveché que Campos no me visitó para hacer lo que llamaba mi circuito de belleza: spa, masajista, esteticien, peluquera, … Además aquella mañana, después de desayunar y ducharme, me había peinado perfectamente; y, dado que me había dicho Maite que no llevase equipaje, había metido en mi bolso lo imprescindible: el cepillo de dientes, y poco más. Ya solo me faltaba una cosa: decidir qué ponerme.
Mi duda, sin embargo, se solucionó poco después de que el mayordomo viniera a decirme que la señorita Maite me esperaba en el recibidor. Pues yo salí a recibirla, envuelta en mi bata de ruso, y me llevé una sorpresa: en mitad de aquella gran estancia, de suelo de mármol y techo tan alto como la escalera que subía a los dos pisos superiores, me esperaba ella de pie. Llevando su mejor sonrisa falsa, sus gafitas de marisabidilla, y… nada más. Nada, en absoluto; aunque, en su caso, estar desnuda la hacía aún más bella, pues, a sus veintipocos años, tenía un cuerpo precioso, digno de una modelo de alta costura. Pechos pequeños, altos y firmes, caderas estrechas, y unas piernas interminables, muy bien torneadas. Incluso, estando descalza.
- Buenos días, Eli. He pensado que así te solucionaría todas tus dudas; con que te quites ese albornoz, y las zapatillas, ya estarás lista para el viaje. Salvo, claro, que lleves algo debajo; si es así, quítatelo también…
Yo no sabía qué decir; aunque su uso del plural, al darme las últimas instrucciones dos días atrás -“…no necesitamos… ”- ya me sorprendió, no le di entonces mayor importancia. Pero ahora lo comprendía; ella también iba a ir como alumna a la escuela en cuestión. Aunque no para lo mismo que yo, como se ocupó enseguida de aclararme:
- El jefe me ha pedido que también asista al curso, para que aprenda la técnica para someterte. Así, luego pudo enseñarle yo cómo hacerlo… El único problema es que, siendo una chica, solo puedo ir allí siendo otra alumna más; pero me ha asegurado que, en mi caso, solo me someterán al programa más ligero. Justo lo contrario de lo que te espera a ti, por cierto. Pero, en fin, ¿nos vamos ya? Tenemos bastantes horas de camino…
Con un suspiro me quité el albornoz, y se lo entregué al mayordomo; luego me descalcé, y alargué una mano hacia Maite, una vez completamente desnuda. Ella la cogió, y de esa guisa me llevó hasta el exterior de mi casa, donde nos esperaba un Mercedes serie S negro; el chófer, situado junto a la puerta de atrás, se quitó la gorra al vernos venir. Y, como si para él fuese lo más normal del mundo llevar a pasajeras desnudas, nos abrió la puerta; una vez que subimos a bordo volvió a cerrarla, fue hasta su asiento, y arrancó.
Circulamos toda la mañana; primero por la autopista, en dirección a Zaragoza, y a partir de la salida de Bujaraloz por carreteras comarcales, que atravesaban unos páramos desiertos, repelados. Con un calor brutal, del que los vidrios tintados del vehículo nos aislaban; y mientras Maite, mucho menos habituada que yo a estar desnuda, no paraba de encogerse sobre sí misma, tratando de ocultar tantos centímetros de su cuerpo como pudiese. Sin duda, no era lo mismo plantarse desnuda, unos minutos, en el recibidor de mi casa, que circular desnuda por el mundo durante horas…Sabiendo, además, que allí donde fuéramos iba a seguir estándolo.
Pasamos cerca de Alcañiz, porque vi una señal que indicaba eso, y luego otra muy curiosa que decía que Andorra estaba cerca; sin duda, sería un error. Pero, por más veces que pregunté a Maite dónde íbamos, no me quiso contestar; o, mejor dicho, no me contestó porque ella tampoco lo sabía, como me acabó confesando:
- Solo sé lo que me dijo el jefe: que las dos teníamos que subir al coche completamente desnudas, y sin llevar nada de equipaje. A mí me ha supuesto un pequeño problema, por cierto, porque vivo en un bloque de pisos, y no en un casoplón como el tuyo; pero he bajado al portal con el chándal más viejo que tenía, y unas chanclas medio rotas. Y antes de montarme me lo he quitado todo, lo he tirado al contenedor, y listos; como era muy temprano, creo que no me han visto más que unos basureros…
Un rato después de su confesión, el vehículo llegó delante de la cancela de entrada a una gran finca; recordaba a las de los ranchos en las películas del Oeste americano, y en su parte alta campaban dos grandes letras mayúsculas, una D y una P entrelazadas. Cuando nos detuvimos, dos hombres de aspecto campesino, con boina, chaleco, pantalón de pana y alpargatas, que llevaban sendas escopetas de caza al hombro, se nos acercaron; después de hablar un instante con el chófer, y de mirarnos sin demasiado interés -parecía que ya estaban acostumbrados a ver aparecer por allí a chicas desnudas- abrieron la verja, y dejaron pasar al Mercedes.
Durante un rato, circulamos siguiendo la valla de alambre de espino que delimitaba la propiedad, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista; luego nos apartamos de ella, y como un cuarto de hora más tarde llegamos a lo que parecía un monasterio. El automóvil se detuvo frente a la puerta principal del edificio, un portalón de madera tallada, cerrado a piedra y lodo; el chófer, antes de desbloquear las puertas traseras del coche, se giró hacia nosotras dos y nos dijo, mientras repasaba nuestras desnudeces con la mirada:
- Bienvenidas al Monasterio de Miravete, señoritas. Antes de que bajen del vehículo, he de hacerles una advertencia: ni se les ocurra decir una sola palabra sin que, antes, les hayan dado permiso para hablar. Y tampoco miren a los monjes a la cara; la vista, manténganla siempre baja. Por cierto: usted, la de los pechos pequeños, deje aquí en el coche las gafas… Los castigos por no hacer lo que les he dicho son terribles, créanme; yo, de ustedes, no pondría a prueba la crueldad de los monjes. Y ahora, salgan; llamen a la puerta, y ya les indicarán lo que tienen que hacer… ¡Buena suerte a las dos!
Lo cierto era que el edificio imponía; no era tan grande como El Escorial, pero no le faltaría mucho, y tenía también una imponente planta cuadrada. Al bajarme del Mercedes una tremenda bofetada de calor me alcanzó, y eso que estaba desnuda; aunque estábamos en otoño, era algo más de mediodía, y el sol apretaba con fuerza. Tan pronto como Maite se bajó por su lado, el vehículo arrancó, y marchó dejándonos allí en medio, solas y en cueros vivos; así que lo único que podíamos hacer era lo que, acto seguido, hice: me acerqué al inmenso portalón, levanté una de las aldabas que decoraban sus dos hojas, y la volví a dejar caer.
El golpe resonó en mis tripas, no solo muy vacías sino, como dicen los anglosajones, llenas de mariposas; yo tenía mucho miedo, pues aquel lugar me parecía bastante tétrico. Y Maite, la pobre, estaba a punto de salir corriendo, aunque no hubiese a dónde ir; el portal de acceso a la finca estaba a veinte o treinta minutos en coche, y en cualquier dirección en la que mirásemos no se veían más que lomas infinitas, matorral bajo, y algunos olivares aislados. Pero no tuvimos que esperar mucho: al minuto de haber llamado, una de las dos hojas del portalón se abrió con un chirrido, y detrás de ella apareció un hombre vestido de monje medieval: hábito marrón, de manga larga y basta tela, con la capucha puesta. Y sandalias de tiras de cuero, que dejaban ver su pies.
El hombre, sin decir una palabra, nos indicó que entrásemos; una vez que lo hicimos, lo primero que noté fue la diferencia de temperatura: si fuera estábamos a más de treinta grados, allí dentro como poco eran quince menos. De inmediato se me erizó todo el vello, y lo mismo le sucedió a Maite; ella, además, empezó a temblar de modo evidente, pero nuestro monje no pareció prestarle atención. Se limitó a volver a cerrar el portón con una gran llave, que guardó en un bolsillo de su hábito, y a echar luego a andar hacia el interior del edificio. Así que nosotras, sin ninguna otra opción, le seguimos.
Atravesamos largos y silenciosos corredores, hasta llegar a un claustro en el que tampoco había nadie; luego, y por una escalera lateral, descendimos un piso, hasta los sótanos. Allí cruzamos una especie de granero, iluminado igual que los pasillos con antorchas -yo aún no había visto una luz eléctrica- y llegamos a otro corredor, este más estrecho; a ambos lados tenía puertas cerradas, con unas mirillas que también lo estaban, pero al fondo había otras dos puertas abiertas de par en par. El hombre nos las señaló, haciéndonos un gesto para que entrásemos; Maite se quedó inmóvil, como dudando qué hacer, pero yo no quería darles motivo para que me castigaran, así que entré en una.
De inmediato la puerta se cerró, y me quedé por completo a oscuras. Al entrar, había podido ver que dentro no había nada más que un poco de paja en el suelo del fondo, y que la celda no haría más de tres por tres metros; así que me dirigí, a tientas, hasta la pared contraria, y me senté sobre la paja. Desde donde pude oír como Maite decía, con tono de desesperación:
- ¡No, por favor, eso no! Le obedeceré, se lo prometo, pero no me haga eso… ¡No, por Dios, tenga piedad! Nooo…
Tras lo que sonó un golpe, como de algo cayendo al suelo, y regresó el silencio, solo interrumpido por el chasquido del cerrojo de una puerta; sonaba igual que el que oí cuando aquel monje me encerró a mí. Así que supuse que, por fin, Maite estaría a buen recaudo dentro de su celda.
Durante un montón de horas no sucedió nada, ni escuché ruido alguno; yo tenía ganas de orinar y, al final, después de aguantarme tanto como pude, busqué a tientas una esquina de la celda, oriné allí en cuclillas, y me fui a la otra esquina, donde me senté sobre la paja. Y, al cabo de unas horas más, me quedé dormida. Me despertó un golpe en mi pie izquierdo; al abrir los ojos, vi a uno de aquellos monjes delante de mí, llevando una antorcha en la mano, y de inmediato me puse en pie. El hombre salió de la celda, y yo le seguí, por interminables corredores iluminados también con antorchas, hasta llegar a una escalera, por la que subimos a lo que parecían las cocinas.
Como tenía mucha hambre, y casi más sed, me comí todo lo que me dio el monje: una escudilla con lo que parecían migas, y algo de fruta; y luego me bebí, entera, una jarra de agua fresca. En cuanto acabé, me indicó por señas que lo limpiase todo; y, cuando terminé de hacerlo, él salió de la cocina. Yo le seguí, yendo por más corredores hasta la herrería; esta vez no tuve duda de dónde estaba, pues pude ver la forja, en la que un hombre con delantal de cuero estaba martillando una pieza al rojo vivo.
Al vernos, detuvo su labor y se me acercó; empleando un pedazo de cuerda me midió el cuello, las muñecas y los tobillos, y luego fue a rebuscar a una estantería próxima. De donde sacó un collar de hierro, y cuatro grilletes del mismo material, que procedió a colocarme; el metal estaba muy frío, y cuando me colocó el collar, grueso de un centímetro como poco y alto de casi cuatro, no pude evitar un estremecimiento, acompañado de un gemido.
El herrero, sin embargo, hizo ver que no me oía, y procedió a colocarme los cuatro grilletes en muñecas y tobillos; al hacerlo, pude ver que tenían una argolla, soldada en el centro de su ancha superficie exterior, y que se cerraban mediante un tornillo y una rosca, que él apretó con unas tenazas hasta que ya no pudo hacer más fuerza. Y era un hombre fornido; así que no valía la pena que, sin herramientas, yo tratase de quitármelos. Tampoco el collar, que tenía soldadas no una, sino varias argollas, y que el herrero cerró en mi nuca por el mismo procedimiento.
A aquel hombre, a diferencia de los dos monjes que hasta entonces me habían guiado, parecía atraerle mi desnudez; porque, en cuanto terminó de colocarme los grilletes, se puso a sobarme los pezones, hasta que me los puso duros como piedras. Y, una vez que me tuvo así, me tumbó boca arriba, de medio cuerpo, sobre la mesa de madera donde trabajaba, y me hizo separar las piernas tanto como fui capaz. Postura en la que, durante algunos minutos, estuvo toqueteando mi sexo: los labios menores de la vulva, el clítoris, su capuchón, … Aunque no llegó a introducirme ningún dedo, y cuando quedó satisfecho -de lo que fuese que buscaba- me hizo poner en pie otra vez.
De allí, el monje que me había guiado me llevó, por más pasillos, hasta el mismo claustro que había visto al llegar; lo que me permitió comprobar que ya era de día. Pues en él, además de hacer un frio terrible, que inmediatamente puso mi desnuda piel de gallina -estábamos a mediados del otoño, por lo que las madrugadas eran frías, y los mediodías muy calurosos- se filtraba algo de luz natural. Pero no nos entretuvimos allí: tomamos una escalera al primer piso, lo rodeamos siguiendo la galería, y desembocamos frente a una gran puerta de madera maciza, que el monje abrió sin molestarse en llamar.
Daba a una estancia bien iluminada, con las paredes llenas de libros y una mesa de despacho en el rincón, que parecía sacada directamente del Siglo de Oro. Detrás de ella se sentaba otro de aquellos monjes, pero este no llevaba la capucha puesta; le miré a la cara un momento, pero enseguida recordé la orden de no hacerlo, y volví a bajar la vista. A quien sí pude ver, ya desde que entré, fue a Maite; estaba de pie frente a aquel escritorio, igual de desnuda y de engrilletada que yo. Así que fui a colocarme justo a su lado; en cuanto lo hice, el hombre tras la mesa empezó a hablar:
- Bienvenidas al Monasterio de Miravete, señoritas; aunque ya se las han explicado, les voy a recordar las reglas de oro que han de seguir: no decir ni una palabra, mantener la mirada baja, y obedecer de inmediato todo lo que se les ordene. Están ustedes aquí porque sus Amos han decidido que les conviene experimentar el dolor, el sufrimiento, y la sumisión más extremos, y nosotros nos vamos a ocupar de eso. El día que se marchen, les garantizo que harán cualquier cosa con tal de no regresar aquí…
Por el rabillo del ojo, yo veía que Maite se agitaba demasiado; se cogía una mano con la otra, se mordía el labio, ponía un pie encima del otro… Estaba claro que se moría de ganas de hablar, y al final no pudo contenerse:
- Perdone, pero creo que ha habido una confusión. Yo solo estoy aquí para monitorizar el tratamiento de Eli, no para…
Cuando vio que el monje que me había traído hasta allí sacaba una caja negra de entre sus hábitos, se calló de golpe; y, tras llevarse las manos a la boca, empezó a balbucear, diciendo “¡No, por favor, otra vez no! Se lo suplico, no lo haga…” . Para entonces, yo ya había identificado la caja, gracias a los dos puntas metálicas que sobresalían de ella, cortas y a poca distancia una de otra: era una defensa eléctrica, de ésas tipo taser, y la reconocí porque una amiga llevaba siempre una en el bolso. Según ella, eso podía tumbar al violador más fornido…
El monje, sin hacer caso a las súplicas de Maite, le metió la mano con el aparato entre sus piernas, y apoyó los contactos contra su vulva; tras lo que le dio al botón de disparo. Oí un fuerte chasquido, y pude ver el arco eléctrico que apareció entre las piernas de la pobre chica; Maite cayó de inmediato al suelo, agarrándose el sexo con las dos manos, y allí se quedó, gimiendo.
- Estas primeras veinticuatro horas solo se les aplicarán castigos ligeros, como este. Pero eso es solo porque acaban de llegar; en el futuro, la sanción por incumplir las reglas será, siempre, mucho más severa. Ya puede irse, Eli; mi colega la llevará a su tarea de hoy.
Salí de allí dejando a Maite aún en el suelo, gimoteando, y sin parar de pensar en lo que acababa de ver: si eso era un “castigo ligero”, cómo serían los severos… Aparte de que, desde luego, estaba claro que aquella gente usaba la electricidad, y bien sabía yo el daño que podía hacer; así que seguí al monje sin chistar, hasta salir del edificio.
IV
Seguía haciendo muchísimo frío, sobre todo estando desnuda, pero ya asomaba un tímido sol por el horizonte; y enseguida llegamos a nuestro destino: era un pozo, en el que, en vez de un brocal con su soporte, había una estaca de madera que se hundía hasta el fondo. De la que salía otra estaca, horizontal, a la altura de mi cara; a ella me sujetó el monje, atornillando unas cortas cadenas, que colgaban de aquel madero, a los grilletes de mis muñecas.
Estaba claro, por las marcas en el polvoriento suelo, lo que yo tenía que hacer: dar vueltas, y más vueltas, empujando aquel madero: haciendo así girar la estaca vertical, para -eso lo supuse- bombear hacia algún lugar el agua del pozo. Pero, antes de empezar a empujar, aun me faltaba un detalle; una cosa que, desde que llegué allí, me estaba dando mal fario: del madero colgaba un pedazo de madera liso, cilíndrico y con un extremo redondeado, que parecía un consolador, pero de los grandes. Lo menos veinte centímetros de largo, y cinco de diámetro; con un agujero de lado a lado en su base, por el que pasaba el cordel del que colgaba.
El fraile lo cogió, y me dio una palmada en la nalga izquierda; yo capté el mensaje, y separé mis piernas tanto como pude, para facilitar la penetración de aquello. Que, además de frio, estaba seco; pero, para mi suerte, la madera era muy lisa, y me lo pudo meter todo sin desgarrarme. Aunque no sin un montón de gemidos de dolor por mi parte; pero ésos, al parecer, sí estaban permitidos. Una vez que aquello me llegó hasta el cérvix, el monje sujetó los dos extremos del cordel a sendas argollas de mi collar, de modo que quedase tirante; y, con ello, la bestia que me penetraba bien sujeta en el interior de mi vagina. Luego, satisfecho, me dio otra palmada en la nalga, y yo comencé a trabajar.
Era, desde luego, mucho más duro de lo que me había imaginado: el madero pesaba un montón, y para hacerlo girar tenía que empujar con mucha fuerza; lo que, a su vez, me clavaba el consolador en las entrañas. Eso sí, enseguida se me pasó el frio; no solo eso, sino que un par de horas después, y ya con el sol bastante alto, yo sudaba copiosamente. Pero no me atreví a parar ni por un instante, pues, aunque el monje me había dejado sola, aquello hacía un ruido infernal; crujidos, chirridos, … Seguro que, si dejaba de sonar, alguien se iba a enterar de que yo había parado.
Al mediodía, con el sol en lo más alto, yo ya no podía más; tenía los muslos agarrotados, igual que los brazos, me dolían los pies y, sobre todo, el vientre. Pues aquel monstruo seguía moviéndose dentro de mí con cada paso; y desde luego hacía su efecto, que no era precisamente el de excitarme. Pero lo peor era la sed; tenía la boca seca, los labios cuarteados, y me sentía por completo deshidratada.
Por suerte, aquellos hombres querían hacernos sufrir, no matarnos; así que, cuando yo ya pensaba que me desmayaría, apareció uno de los monjes, llevando una gran jarra de agua; nunca me ha hecho tanta ilusión recibir una palmada en la nalga como entonces, pues era la orden para que me detuviese, y bebiese agua.
La pausa, sin embargo, duró el tiempo justo que tardé en beberme toda la jarra; en cuanto la terminé, una nueva palmada en mis ancas me indicó que debía volver al trabajo. Así que reemprendí la marcha, aunque cada vez tenía menos fuerzas; un par de horas más tarde se me terminaron de golpe, y tuve que detenerme, jadeando violentamente y casi sin poder respirar. No tardó ni un minuto en volver a aparecer el monje; pero, en vez de una jarra de agua, llevaba en la mano un látigo de cuero trenzado, muy grueso, y de algo más de un metro de largo.
Al verle venir saqué fuerzas de flaqueza, y reemprendí la marcha; pero de nada me sirvió: cuando llegó a mi lado descargó aquel látigo, con todas sus fuerzas, sobre mi espalda. Oí el chasquido del cuero contra mi carne desnuda una fracción de segundo antes de que un dolor lacerante, insoportable, me cruzase la espalda, a la altura de la base de ambos omóplatos; con un alarido bestial me dejé caer al suelo, entre convulsiones. Aunque no lo alcancé, pues mi cuerpo desnudo quedó colgando de las muñecas, sujetas al travesaño.
- Si no te pones de pie de inmediato, y vuelves al trabajo, te voy a seguir pegando hasta que lo hagas. Me da igual si tengo que darte mil azotes…
Llorando y gimiendo, pero muerta de miedo -en aquella postura, le era muy fácil alcanzar de lleno mis pechos con aquella bestia- me incorporé otra vez, y logré poner de nuevo en movimiento el madero. El fraile se quedó allí a mi lado unos diez minutos, por si yo volvía a flaquear; pero, aun reventada de dolor y de cansancio, logré seguir empujando, y al final él se marchó. Para no regresar hasta que, una hora después, volvió a traerme una jarra con agua.
Después de aquella ya no hubo otra pausa hasta que, ya oscureciendo, el mismo fraile no vino solo con más agua, sino también a soltarme; deduje que habría trabajado allí unas nueve horas, con dos pequeñas pausas cada tres. Por lo que estaba tan reventada que caminaba trastabillando, además de muy espatarrada -por efecto del consolador que había llevado tantas horas-, y un par de veces tropecé y caí al suelo; pero el monje no solo no me ayudó, sino que una de las veces, por tardar yo más en levantarme, echó mano a su hábito y sacó de él uno de aquellos taser manuales. Ni que decir tiene que me puse en pie a gran velocidad; tanta, que logré que me perdonase el calambrazo…
El hombre me llevó, por unos pasillos en los que nunca parecía haber nadie más, hasta la cocina; allí me dio otro plato de comida, esta vez de una especie de estofado, que devoré con gran apetito. Además de algo de fruta, y más agua; cuando terminé, estaba un poco más recuperada, pero me seguía doliendo mucho todo el cuerpo. Sobre todo, la zona de mi espalda donde había recibido aquel terrible latigazo; si me la tocaba con las manos, lo poco que alcanzaba, veía de inmediato las estrellas.
Pese a que no serían más de las siete de la tarde, lo único que yo quería era descansar; así que cuando, al acabar de cenar, vi que emprendíamos el camino de regreso a las celdas, incluso me alegré. Pero aún me faltaba una tarea: limpiarla bien; para lo que el monje me indicó un rincón, donde vi un cubo, y una bayeta. Recogí la paja, la tiré donde él me ordenó, fregué bien el suelo, y eché paja fresca en mi rincón de dormir; en cuanto terminé de echarla, me acurruqué encima de ella. Y, tal vez incluso antes de que aquel hombre cerrase mi puerta, me quedé profundamente dormida.
Me despertó el mismo monje que me había encerrado, tras lo que a mí me pareció muy poco tiempo; tal vez fuesen algunas horas, pero lo único que sé, seguro, es que yo estaba en lo más profundo del sueño. Lo hizo tirando de una de mis manos, y cuando me despejé un poco más colaboré con él, y me incorporé; a la luz de la antorcha con la que había entrado, colocada en un soporte en la pared, pude ver que me llevaba hacia el muro junto a la puerta. Donde, a unos dos metros del suelo, había una argolla empotrada, de la que colgaban dos mosquetones; en la que yo, hasta entonces, ni me había fijado.
El hombre sujetó allí las dos argollas de los grilletes de mis muñecas, dejándome de pie, apoyada contra el muro, y con los brazos alzados. Entonces salió un momento de mi celda, y al poco regresó: llevaba en sus manos el mismo látigo con el que me habían dado un azote en el pozo, y sin mediar palabra comenzó a descargarlo sobre mí. Yo traté, como pude, de proteger mis pechos y mi vientre, apretándolos contra la pared; los golpes, media docena, cayeron brutales sobre mi espalda, mis nalgas y la parte posterior de mis muslos, mientras yo chillaba de dolor, y pataleaba descontroladamente.
Tras el sexto azote se detuvo; pero, para mi desolación, no era porque aquel injusto e inmerecido castigo se hubiese acabado. El alma se me cayó a los pies cuando, mientras jadeaba y gemía, le oí decir:
- Date la vuelta, por favor. Los siguientes seis los recibirás delante.
Reconozco que mi primer pensamiento fue desobedecer, y quedarme en la misma postura. Pero el fraile pareció leerme el pensamiento; porque, unos segundos después, volvió a hablar:
- Si no te giras, te seguiré pegando hasta que lo hagas. No me importa si he de azotarte mil veces, no pararé hasta que me dejes darte seis azotes entre tus muslos, y tus pechos.
Comprendí que mi resistencia no tenía sentido, y sin dejar de gimotear me giré. En cuanto lo hice, el primer latigazo cayó sobre mis muslos; luego, otro cruzó mi pubis, y un tercero me golpeó a la altura del ombligo. El dolor era sencillamente insoportable; y, casi de un modo reflejo, volví a darme la vuelta, pegando mis pechos contra aquel muro. Pero fue peor; el fraile, sin inmutarse, comenzó a sacudir terribles latigazos en mis nalgas, y en la parte posterior de mis muslos. Así que, al final, cedí, y volví a girarme hacia él.
De inmediato recibí un latigazo cruzando mis dos pechos, que los hizo volar en todas direcciones; y mientras, algunos segundos después, yo estaba gritando mi dolor a pleno pulmón, un segundo golpe los alcanzó casi en el mismo sitio. Esta vez, mis contorsiones fueron tan brutales que el hombre tuvo que esperar un poco antes de soltarme el último latigazo; pero, al cabo de unos minutos y aunque fuertes jadeos agitaban mis senos, se animó a hacerlo. Esta vez, además de volver a alcanzarlos de lleno, el látigo golpeó mi pezón derecho; para cuando el fraile se fue, llevándose la antorcha y dejándome allí encerrada y colgada, yo todavía daba alaridos de dolor.
Tardé largo rato en recuperar el resuello, y aún más en, completamente a oscuras, lograr soltar los dos mosquetones que me mantenían colgada de aquella pared. Cuando logré soltar el segundo, caí al suelo como un fardo; me dolía todo el cuerpo salvajemente, y la sola idea de que aquel hombre pudiera regresar me producía auténtico terror. Tanto, que pese a mi agotamiento, me costó mucho volver a dormirme; cualquier mínimo ruido me hacía temer que mi torturador regresase a golpearme, con lo que me ponía a temblar de pánico. Y eso me desvelaba sin remedio.
Me despertó la sensación de que algo hurgaba en mi sexo; y, cuando abrí los ojos, comprobé que eso era exactamente lo que sucedía. Mi carcelero había regresado, esta vez sigilosamente, y acababa de meter entre mis piernas un taser manual, como el que había visto emplear en Maite. No me dio tiempo ni a dar un grito: oí el chasquido, vi el relámpago del arco eléctrico, y décimas de segundo después sentí el dolor en mi sexo. Era algo terrible, como un fuerte martillazo que me agarrotó todo el bajo vientre; yo llevé las manos allí, para tratar de aplacar un poco aquel intenso sufrimiento, pero el hombre no me dio tiempo casi ni a frotarme la vulva:
- Levanta, es hora de ir al trabajo.
Me incorporé como pude, y le seguí hasta la cocina, donde me dieron una escudilla de gachas, que al menos estaban calientes, y una pieza de fruta; lo que tuve que comerme deprisa, y mientras con la otra mano seguía dándole fricciones a mi bajo vientre, aún muy dolorido. Al acabar, el monje me llevó a la puerta principal del monasterio, donde nos esperaban otras dos chicas; una era Maite, y la otra una chica rubia, con un cuerpo muy parecido al de ella. Las dos estaban tiritando de frio, y pronto yo hice lo mismo; aunque había luz, el sol aún no había asomado, y la temperatura era demasiado baja para nuestros cuerpos desnudos.
Pronto, sin embargo, pudimos entrar en calor: por de pronto, gracias a la caminata hasta nuestro lugar de trabajo de aquel día, un enorme olivar a como media hora del monasterio; lo que hicimos andando, a la máxima velocidad que nos permitían nuestros pies descalzos. Y luego, por el trabajo en sí, que era extremadamente duro: primero, y con unos largos palos de madera, debíamos sacudir los árboles, para hacer caer las aceitunas. Luego, recogerlas con las manos del suelo, e ir llenando unos canastos. Y, una vez llenos, llevarlos hasta un carro grande, aparcado al final del camino, donde los vaciábamos.
A la dureza del trabajo, se le sumaba la maldad de los tres monjes que nos vigilaban; pues cada uno de ellos iba armado con una fusta de doma, de las que consisten en un mango rígido de un metro de largo, terminado en un cordel de igual longitud. Con el cual no paraban de azotarnos, sin ni siquiera molestarse en buscar alguna excusa para hacerlo; el cordel, lanzado a toda velocidad desde el mango, provocaba un terrible escozor, a lo largo de la fina marca que dejaba sobre la piel. Y, cuando me alcanzaba en algún lugar muy sensible, era capaz de mandarme al suelo, del dolor que causaba; los monjes, sin duda sabedores de eso, aprovecharon que el constante movimiento nos impedía protegernos para lanzar tantos azotes como pudieron a los pechos, el sexo, o el interior de nuestros muslos.
Al igual que el día anterior, hicimos dos pausas, más o menos una cada tres horas; y, también como entonces, en las pausas no nos dieron otra cosa que agua. Lo que, sin duda, agradecimos mucho, pues para cuando hicimos la primera parada el sol ya calentaba fuerte; de hecho, pronto empezamos las tres a sudar, y ya no paramos de hacerlo hasta que, cuando el sol empezó a ponerse, los monjes nos mandaron parar.
Yo, para entonces, estaba otra vez derrengada: al cansancio se sumaba que lo menos habría recibido dos o tres centenares de azotes, dados con aquella fusta ligera, con lo que tenía mi desnudez surcada por sus finas y enrojecidas marcas; igual que mis dos compañeras de fatiga, que también veía cubiertas de finos latigazos. Pero aún nos faltaba el último esfuerzo: llevar el carro, lleno de aceitunas, hasta el monasterio. Lo que íbamos a hacer como si fuésemos bueyes: tirando de él, mediante unos arreos que habían dispuesto para nosotras en la parte frontal del carro.
Cuando nos acercamos allí, me di cuenta de algo en lo que no había reparado mientras lo llenaba: el arnés con el que iban a sujetarnos era triple, y parecido a los que se usan con los caballos; pero incluía un detalle malvado. Consistía, para cada una de nosotras, en una ancha cinta de cuero alrededor de la cintura, con dos mosquetones laterales, para sujetar en ellos los grilletes de nuestras muñecas. Y otra cinta, algo más estrecha, que salía de su parte frontal, y regresaba a la principal en la grupa; tras rodear el abdomen pasando sobre el sexo, y la hendidura de las nalgas. Pero lo peor era lo que colgaba en el centro de cada una de estas cintas: un consolador de madera igual al que, el día anterior, yo había llevado mientras daba vueltas a aquel pozo.
Los monjes colocaron en primera posición a la chica rubia, luego a mí, y en último lugar a Maite; una vez en nuestros sitios, a las tres nos ajustaron las cintas horizontales a la cintura, y nos sujetaron las muñecas a ellas. Para, acto seguido, hacernos separar las piernas a manotazos, e introducirnos aquellos enormes consoladores con toda la brutalidad de que fueron capaces. A mí, desde luego, el mío me hizo mucho daño: era enorme, como ya bien sabía, y yo no estaba en absoluto lubricada.
Pero, al igual que la víspera, la superficie lisa de la madera ayudó a que aquellas bestias no nos desgarrasen; aunque los gritos de dolor de Maite me dieron la impresión de que, a ella, su monje la había hecho sufrir más de lo que la rubia, y yo, lo habíamos hecho. Tal vez fuese muy estrecha… Pues nosotras dos superamos aquel doloroso trámite a base de gemidos; y, sobre todo, de abrirnos de piernas tanto como pudimos, para facilitar la inserción. Pues lo esencial era no hacer la menor resistencia al intruso…
El camino de regreso fue, como es fácil comprender, mucho más duro que el de ida. No solo porque las tres estábamos agotadas, después de un día entero de trabajo, y el carro pesaba una barbaridad; además, nos apretaron las cintas que sujetaban los consoladores con tanta fuerza que, a mí al menos, me parecía que el mío se me iba a salir por la boca. Y los monjes nos amenizaron el camino con una lluvia de fustazos; contra los que, al llevar las manos sujetas a nuestras cinturas, no teníamos defensa posible: para cuando llegamos a la puerta del monasterio, mis pechos habían recibido lo menos un par de docenas de azotes. Pues, en mi caso, allí concentraron sus esfuerzos.
Una vez que llegamos, los monjes nos desengancharon del carro, pero no nos quitaron las cintas que, a cada una de nosotras, nos mantenían aquel monstruoso consolador firmemente clavado en la vagina. Así nos llevaron a las cocinas, donde a cada una nos dio de comer, y de beber, un monje; y, de allí, de vuelta a las celdas, donde nos encerraron así empaladas. Y no solo eso; el monje que me encerró a mí, una vez dentro de mi celda, sacó de sus hábitos unas pinzas de mariposa, de las que tienen un resorte que aprieta cada vez más. Eran pequeñas, iban unidas por una corta cadena, y tenían unos dientes serrados que, solo de verlos, me dieron escalofríos…
Efectivamente, eran para morder mis pezones. El hombre me las colocó con todo el cuidado de que fue capaz; pero no para hacerme el menor daño posible, sino todo lo contrario. Pues me las puso de modo que mordiesen cada pezón casi en su punta, donde más dolían. Yo no pude reprimir un gemido de dolor, tras recibir cada una de ellas, y sobre todo una mirada de incredulidad a mi carcelero: no era posible que fuese a dejarme toda la noche con aquellos demonios puestos, las manos sujetas, y el consolador llenando mi vientre…
Pero así iba a ser. El monje, una vez puestas las pinzas, comprobó que las correas que sujetaban el consolador estuviesen bien apretadas; luego, tiró un poco de la cadena que unía ambas pinzas, arrancándome -al igual que al comprobar las cintas- nuevos gemidos de dolor. Y, una vez satisfecho, cogió la antorcha, salió, y cerró la puerta; dejándome allí encerrada, y sumida en un llanto desgarrador, que no podía contener. Pues tenía claro que, si me seguían tratando así por mucho tiempo, acabarían por desquiciarme: al lado de aquello, los muchos días que pasé encerrada en el sótano de Juárez me parecían unas felices vacaciones.
V
Aquella noche también recibí la visita, supongo que de madrugada, de mi carcelero; lo primero que hizo fue quitarme las pinzas, con lo que me hizo un daño terrible: la carne de mis pezones llevaba horas sin circulación sanguínea, y el regreso de la sangre me hizo ver las estrellas. Lo que no hizo fue quitarme el consolador, ni tampoco soltarme las manos; se limitó a darme seis azotes con el látigo de cuero, mientras yo me retorcía en el suelo, y a volverse a marchar. Supongo que muy satisfecho con su crueldad; aunque, unos minutos después, me demostró que aún era capaz de superarse; porque regresó a la celda, y me volvió a poner las pinzas en los pezones. Sin hacer caso de las desesperadas súplicas que, olvidándome por completo de la prohibición de hablar, hice de modo frenético.
No solo no logré que se apiadase de mí, sino que cuando terminó de colocar, otra vez, aquellas terribles fauces dentadas en mis doloridos pezones, y mientras tiraba de la cadena entre ellas para comprobar su sujeción -de paso, para causarme aún más dolor, lo que por supuesto consiguió- me dijo:
- Por la mañana tendrás un castigo, por hablar. Y esta vez no será tan ligero como el primer día…
Estaba claro que me confundía con Maite, pues yo no había dicho una sola palabra en mi primera jornada allí; pero daba igual: lo importante era que, a mi desgracia de aquel momento, debía sumarle la amenaza de otro próximo, y seguro, castigo. Así que mis llantos arreciaron, ahora reavivados por el dolor de los recientes latigazos; y, sobre todo, por la mordedura de las pinzas en mis lacerados pezones. Que era, de todos los tormentos que yo había padecido hasta entonces, seguramente el peor; pues los azotes, o la corriente eléctrica, provocan un dolor intensísimo, sin duda. Pero que solo dura unos segundos; las pinzas, sin embargo, eran incansables: no dejaban de doler ni un momento, pues apretaban sin parar la sensible carne. Y, además, cada vez más fuerte; o, la menos, eso me pareció.
Por su culpa, no logré dormir en toda la noche, aunque el cansancio me mantuvo en una especie de duermevela; sin duda, mi agotado cuerpo trataba de desconectarse, pero el dolor no terminaba de permitírselo. Así que, cuando escuché de nuevo el cerrojo de mi puerta, y por más que oírlo me provocaba siempre un sobresalto, aquella vez sentí cierta alegría: tenía la esperanza de que el carcelero me quitase, al menos, las pinzas de mis pezones. Y así fue; como de costumbre, provocándome un terrible dolor, al recuperar la circulación de la sangre. Pero la cosa no se quedó ahí: el hombre me hizo poner de pie, me soltó las manos, y luego me quitó el arnés. Incluido el consolador…
Cuando aquella bestia salió de mi vagina sentí tal alivio, que a punto estuve de volver a infringir la prohibición de hablar, y darle las gracias; pero me contuve a tiempo. E hice bien, porque en cuanto terminé de desayunar -fue a lo que me llevó, justo después de soltarme- me guio hasta otra habitación en el sótano, a la que accedimos por una estrecha escalera que nacía en el claustro principal. En cuya puerta, cuando llegamos, me hizo pasar primero, situándose detrás de mí; con la intención, como enseguida comprendí, de impedir que me echase atrás al verla.
Hizo bien; porque, al abrir yo la puerta, mi primer impulso fue huir de allí a la carrera. Ya que aquello era, ni más ni menos, una sala de torturas de la época medieval, iluminada con antorchas, en la que no faltaba de nada: el potro, la doncella de hierro, la rueda, la silla, la garrucha, la sierra, la cuna de Judas, … Al verla, me acordé de una película española antigua que había visto tiempo atrás, llamada Inquisición; en su día, verla me había excitado bastante. Pero, en aquel instante, sin duda no sentí lo mismo, pues sabía que era yo quien iba a ser sometida a tormento…
El hombre me empujó al interior, y luego entró, cerrando la puerta; hecho lo cual, y para mi sorpresa, se quitó el hábito, quedándose desnudo excepto por sus sandalias, y me dijo:
- El padre abad me ha dejado elegir el instrumento de tu castigo. Así que, según te portes conmigo, emplearemos uno u otro…
Jamás en mi vida me había lanzado, con tanta avidez, sobre el pene de un hombre. Arrodillada frente a él, le hice una felación en la que puse toda mi sabiduría; lamí el frenillo, chupé el glande, me lo tragué entero, una vez que estuvo bien erecto, … Era un miembro de dimensiones regulares, no el mayor que yo hubiese atendido pero respetable; y su dueño, desde luego, sabía bien lo que hacía, porque cuando notó que yo le estaba llevando a una eyaculación me apartó la cabeza, y me hizo dar la vuelta. Tras lo que me tumbó boca abajo sobre el potro, separó mis piernas a patadas, y me penetró.
Comparado con el consolador de madera, aquello era fácil de soportar; pero el hombre, nada más empezar a bombear dentro de mi vagina, comenzó a manosear mis pechos con fuerza. E, incluso, a pellizcar mis doloridos pezones; me hizo un daño tremendo, y logró que, pese a sus furiosos embates, yo no me excitase en absoluto. Ni siquiera cuando, unos minutos después, me llenó la vagina con su semen; lo único en lo que yo pensaba era en lo que me fuera a hacer después, una vez que se hubiese corrido.
Pero, antes de que el monje se retirase de mi interior, oí como se abría la puerta por la que habíamos accedido a aquella sala; y, acto seguido, la voz del hombre que nos había hablado en aquel despacho lleno de libros:
- ¡Justo lo que yo me temía! Fray José, debería darle vergüenza; con su experiencia, y dejar que esta mujerzuela le tiente… Ya veo que, con ella, todo castigo será poco; en fin, no me deja usted otro remedio, señorita Puig…
A una señal suya, y mientras el monje que me había penetrado volvía a ponerse el hábito, entre disculpas que nadie escuchaba, otros dos frailes me tumbaron boca arriba sobre el potro; luego, sujetaron los grilletes de mis manos y pies a las cadenas que la máquina tenía en sus extremos, y me dejaron lista para que el torno me descalabrase.
Pero no parecía ser esa la verdadera intención de aquel hombre; pues, luego de darle algunas vueltas a la rueda que tiraba de mis brazos, la detuvo, y la bloqueó. Justo cuando logró que mi cuerpo desnudo quedase tenso como la cuerda de un violín; tanto, que mis nalgas ya no se apoyaban sobre la tabla de madera, sino que quedaban un par de centímetros por encima de ella. Y mis extremidades estaban al borde de empezar a dislocarse; en mis hombros, y en mis rodillas, sonaban ya algunos crujidos.
Cuando me tuvo así se marchó; acompañado de Fray José, que seguía mascullando excusas, y de uno de los frailes con los que había llegado allí. Y me quedé con la única compañía del otro, enfrascado en encender un fuego en la gran chimenea que presidía aquella sala. Lo que, inocente de mí, al principio le agradecí para mis adentros; pues allí dentro, aunque no hacía demasiado frio, sí había mucha humedad. Y el fuego, que al cabo de un poco alcanzó unas proporciones considerables -alimentado con, al menos, una docena de troncos que sacó de un rincón- secó un poco el ambiente.
El fraile, en cuanto el fuego se avivó, marchó de allí también; con lo que me quedé sola con el dolor de mis articulaciones. Que cada vez era mayor, pues en aquella postura no sólo no podía mover más que la cabeza y el cuello, y un poco manos y pies; lo peor fue que la tensión a la que estaban sometidas mis extremidades provocó que, al cabo de algún rato, la columna comenzase a resentirse. Y para cuando, mucho tiempo después, el fuego ya no fue más que un vivo rescoldo de brasas, el dolor se había convertido en algo sencillamente insoportable; pues mis articulaciones habían ido cediendo. Eso seguro, ya que volvía a tener las nalgas apoyadas sobre la tabla del potro.
Entonces, regresó el que parecía ser el padre abad; venía acompañado del herrero, quien llevaba un hierro largo en sus manos. Al principio, pensé que iban a pegarme con eso, y me asusté muchísimo; en aquel estado de tensión, el golpe de un hierro, en cualquiera de mis extremidades, las iba a romper con facilidad. O, como mínimo, a dislocarlas. Pero, cuando el hombre se dirigió al fuego, y metió un extremo de aquel hierro entre las brasas, una terrible imagen se abrió paso, de pronto, en mi mente; dejándome por completo aterrorizada. Supongo que el padre abad comprendió el significado de mi cara de horror, porque puso una sonrisa de falsa conmiseración, y me dijo:
- Ha tenido usted mucha suerte; por lo común, el castigo que imponemos a las que hablan sin permiso es siempre el mismo: cortarles, o quemarles, la lengua. Pero su amo, al parecer, la necesita o la prefiere hablando; así que no me resulta posible aplicárselo. Aunque pienso castigar su osadía de una forma parecida, y cada vez que diga una sola palabra sin permiso. ¿Ha leído usted “La Letra Escarlata”? Ciertamente, Hawthorne tuvo mucha compasión con su Hester Prynne, al solo hacerle llevar la letra cosida en la ropa; nosotros, aquí, siempre las marcamos en la piel de las pecadoras a fuego…
Los minutos que pasamos, los tres, esperando a que la marca estuviese al rojo vivo fueron, sin duda, los peores de mi vida; lo único que hubiera podido hacer, para aliviar un poco mi terror, era gritar, suplicar, implorar, … Pero eso me habría supuesto sufrir una segunda marca al fuego; o varias más. Y, desde luego, moverme era imposible; a riesgo de hacerme daño en el cuello, me puse a sacudir la cabeza de un lado a otro, mientras trataba de reclamar un poco de piedad con la mirada. Por supuesto, sin el menor éxito.
- Esta primera marca se la pondré en el pubis, justo sobre su clítoris. Ya sé que es un sitio donde resulta dolorosísima; pero tiene para usted la ventaja de que, si se deja crecer el vello, podrá disimularla un poco. Y más aún si, un día, su amo le permite vestirse. Pero, si sigue hablando sin nuestro permiso, las siguientes serán más difíciles de ocultar: en la parte superior de los pechos, en los omóplatos, en la grupa, en las nalgas, en el centro de sus muslos… No nos ponga a prueba, créame.
Me avergüenza reconocerlo, pero cuando el herrero sacó la marca de las brasas, ya al rojo vivo, y me la mostró, me oriné encima; lo sé porque noté la humedad en mis muslos, y vi una expresión burlona en los rostros de ambos hombres, quienes miraban hacia mi sexo. Estaba tan alterada, que me costó un poco entender lo que ponía en el hierro, pero al final lo descifré: eran una D y una P mayúsculas, entrelazadas de forma que la D quedaba algo más alta. Y cada letra mediría un par de centímetros de altura, haciendo el conjunto otros tres de ancho.
Eso sí, el terror que en aquel momento sentía me había hecho olvidar, por completo, el insoportable dolor en mis articulaciones: yo solo tenía ojos, y pensamiento, para aquel pedazo de hierro al rojo que, a poca distancia de mi cara, brillaba de un modo siniestro. Así que, cuando el padre abad me puso entre los dientes un pedazo de madera, lo acepté como la cosa más normal del mundo; e, inconscientemente, hasta se lo agradecí. Como si no fuese él mismo quien, por su solo capricho, iba a quemarme el vientre…
Tan pronto como mordí el madero, el padre abad le hizo un gesto al herrero; y este, sin más dilación, apartó el hierro de mi cara y fue a apoyarlo en mi vientre, un par de centímetros por encima del capuchón de mi clítoris. No pude verlo, porque no podía doblar tanto la cabeza, pero de pronto sentí una brutal quemadura allí; que además no fue brevísima, como suelen serlo las que se sufren por accidente, sino que duró lo que me pareció una eternidad. El intensísimo dolor que sentí es difícil de explicar; aunque todo el mundo se ha quemado alguna vez, así que a todos nos resulta conocido. Pero cualquiera que se queme retira, de inmediato, su piel de la fuente de calor, incluso de un modo instintivo; y a mí me hicieron mantener el contacto un buen rato.
Para cuando el herrero retiró, por fin, el hierro candente de mi pubis, y echó por encima de la quemadura una jarra de agua fresca, mis alaridos me habían dejado sin voz, y al menos uno de mis hombros estaba, definitivamente, fuera de su lugar; lo oí crujir al dislocarse, pero el dolor, al mezclarse con el que martirizaba mi vientre, casi ni lo sentí. Me sentía mareada, como a punto de perder la consciencia; todo mi cuerpo estaba bañado en un sudor frío, y me costaba incluso respirar. Pero, según aquellos bestias, al parecer no había para tanto; pues, por entre la pesadilla de sufrimiento en la que estaba sumida, pude oír la voz del padre abad diciendo:
- No exagere; es una marca pequeña, y solo ha tenido el hierro en el vientre unos cinco segundos. Además, al echarle agua fría por encima, hemos impedido que la quemadura siga penetrando en la dermis; en unos días estará bien cicatrizada, y podrá lucirla como advertencia para las demás. Dentro de un poco vendrán a hacerle la primera cura; y, alégrese: para asegurar una buena cicatrización, durante unos días no recibirá azotes en su vientre. No queremos que las letras se desdibujen, y haya que volver a marcarla…
No sé de dónde saqué las lágrimas, pues tenía la boca seca, pero al oír eso me puse a llorar. ¿Cómo podía ser tan cruel? Ni siquiera mientras aquella horrible quemadura se curase, pensaba dejar de azotarme; lo que, por cierto, suponía que yo también seguiría trabajando de sol a sol… Me sentía realmente desgraciada; por segunda vez, en mis treinta y un años de vida, cruzó por mi cabeza una idea que, hasta que empezaron mis desdichas, me parecía impensable, cosa de locos: el suicidio. Pero, en mi situación, no había cómo llevarlo a cabo, aun suponiendo que reuniese el valor suficiente para intentarlo. Desde luego, dándome cabezazos contra la pared de mi celda no iba a lograr matarme…
El padre abad, después de mirar mi cuerpo de arriba abajo, comprobó con su mano que mi hombro derecho estaba dislocado; al moverlo un poco, me provocó un dolor comparable al de la quemadura, que me hizo empezar otra vez a chillar. Él esperó a que me calmase; y luego, antes de irse, me dijo:
- Cuando la suelten se lo recolocarán en su sitio, y luego la llevarán a su celda. Hoy no trabajará; después de tantas horas en el potro, sería absurdo intentar que lo hiciese. Aunque la moliéramos a palos, ni siquiera conseguiría mantenerse en pie… Por cierto, supongo que tiene curiosidad por saber qué significan esas letras que llevará el resto de su vida; es nuestro lema, “dolor et poena”. Dolor y castigo, en latín.
Una vez que se fueron, el herrero y él, no tardó en venir otro fraile; venía empujando un carrito lleno de material médico, y durante un rato se ocupó de mi quemadura: la limpió, le puso un ungüento, y luego la cubrió con una gasa, que sujetó con esparadrapo. Tras lo que me puso una inyección, muy cerca de la quemadura, y luego me dijo:
- Ahora voy a aflojar tus ligaduras. El dolor será terrible, ya lo sé, pero mira de moverte lo menos posible; tienes dislocado el hombro, y lo mejor es que no te lo descoloques más. Pero no puedo recolocarlo hasta que no te haya soltado; ahora estás demasiado tensa.
Tuvo muchísima razón; ¡vaya si la tuvo! En el mismo momento en que quitó el seguro del torno, y la rueda empezó a aflojar la tensión de las cadenas que me sujetaban, un terrible pinchazo me recorrió todo el cuerpo. Era como si me estuviesen dando martillazos por todas partes, pero sobre todo en codos, hombros, rodillas, y caderas. Y el dolor muy pronto se multiplicó por dos, como poco, en mi hombro derecho; pues el hombre, tras sujetarme el brazo con fuerza, lo giró hasta volver a colocarlo en su sitio.
Yo de nuevo aullaba de dolor, y casi tanto como eso de desesperación; a cada día que pasaba mi sufrimiento era mayor, y no veía el modo de terminar con él de una vez. Pero aquel hombre, al menos, era un poco más bondadoso; pues no solo me dejó descansar un buen rato, hasta que pude ponerme en pie con su ayuda, sino que me dio una botella de agua. La cual, pese a que era de un litro y medio, me bebí de un tirón; pues estaba por completo deshidratada, después de tanto sudar y chillar.
Cuando el fraile se cercioró de que yo podía caminar, me llevó de vuelta a mi celda; por el camino me caí varias veces, a menudo incapaz de mantener el equilibrio, pero él nunca lo impidió. Se limitó, cada vez, a esperar a que me levantase de nuevo; y cuando por fin llegamos a destino me explicó por qué, mientras ahuecaba un poco la mucha paja que me echó en el suelo, para que pudiese recostarme sobre ella:
- Si me hubiesen visto ayudarte, los dos hubiéramos sido castigados; y como comprenderás, tú mucho más duramente que yo. Si, dentro de un rato, oyes la puerta, no te asustes; seré yo, pues cada seis horas vendré a revisar tu quemadura. Mientras yo no le autorice, el carcelero no volverá a pegarte; ahora podrás descansar unos días…
Al oír eso, logré reunir las fuerzas suficientes para sonreírle tímidamente; él me devolvió la sonrisa, y antes de irse me acarició suavemente un pecho. Yo se lo avancé, para facilitárselo, pero el tierno gesto duró muy poco; enseguida oímos ruidos en el pasillo, y apareció el carcelero en el quicio de la puerta. Así que mi ángel de la guarda se levantó, y salió; cuando la puerta se cerró, y me quedé a oscuras, no tardé nada en caer profundamente dormida.
VI
La promesa del enfermero duró tres días; suponiendo, claro está, que me visitase tal como había anunciado, cada seis horas. Pues conté, seguidas, doce de sus visitas; en las que me aplicaba sus curas en la quemadura y, de paso, en las marcas de los azotes que decoraban mi desnudez. Además de, en una de cada dos ocasiones, traerme comida y bebida. Pero, la decimotercera vez que se abrió la puerta de mi celda, y entró alguien con una antorcha, no fue él sino el carcelero; y, para mi desesperación, venía a lo de siempre:
- Ponte en pie, y acércate al gancho de la pared. Voy a azotarte doce veces, y espero que mantendrás el vientre pegado al muro; no quiero que el padre abad me culpe de estropear tu marca, si te atizo ahí por error…
De inmediato rompí a llorar, pues no me cabía en la cabeza que, ahora que las heridas de mis muchos azotes empezaban a cicatrizar, aquel hombre quisiera plantarme otras doce nuevas. Y eso por no decir el dolor que me iban a suponer, claro; después de tres días sin ser golpeada, ya había empezado a olvidar lo mucho que escocían los azotes. Con el látigo que usaba el carcelero, mucho más; pues, al ser muy pesado, sumaba al escozor el dolor del fuerte impacto, un verdadero martillazo sobre mi cuerpo indefenso.
Una vez de pie, levanté los brazos hacia la argolla que colgaba del muro, a unos dos metros del suelo; al hacerlo, un calambrazo de dolor nació en mi hombro derecho, y fue directo a mi cerebro. Pues, aunque recolocado, se había quedado resentido tras su dislocación; pero al carcelero le daba igual: sujetó los grilletes de mis dos muñecas a la argolla, empleando los mosquetones que de allí colgaban, y se apartó un poco, para poder azotarme a su gusto.
El primer golpe, que cruzó mi grupa, me lanzó contra la pared; no me esperaba aún recibirlo, y me hice daño en los pechos, como consecuencia del choque contra el rugoso muro. Pero conseguí evitar que mi vientre también se golpease; pese a que mis alaridos de dolor, y mis incontrolables pataleos, me hacían muy difícil protegerlo. Aunque en eso me concentré, mientras el látigo alcanzaba, por enésima vez, mis nalgas, mis muslos y mi espalda; cuando el hombre terminó de azotarme, y se marchó dejándome, como de costumbre, allí colgada, mi desesperación era tan grande que comencé a darme de cabezazos contra el muro, gritando como una loca.
Pero lo único que conseguí, por supuesto, fue una brecha en la frente; y un buen dolor de cabeza, a sumar al escozor de mis recientes latigazos. Lo que no hice, no sé si por falta de fuerzas o por haberme rendido ya, fue soltar los dos mosquetones que me sujetaban a la pared; cuando, horas después, la puerta volvió a abrirse, el enfermero -para mi fortuna, esta vez era él- fue quien me descolgó. Y, una vez que me tumbó en la paja, también quien curó todas mis heridas; las antiguas, y las más recientes.
El carcelero regresó en la siguiente visita de mi ángel de la guarda, pero esta vez no venía a pegarme; por el momento se limitó a mirarse mi marca, cuando el otro la destapó para hacerle la cura, y luego a decirme:
- Mañana a primera hora regresas al trabajo; aquí no queremos a zorras haciendo el vago…
Pero estaba claro que algo más pensaba hacerme, porque se quedó allí esperando, mientras el enfermero llevaba a cabo su tarea. Y así era; cuando mi quemadura volvió a estar tapada, y mis heridas cubiertas de pomada, sacó de su bolsillo un candado, y me ordenó juntar las manos a la espalda. Yo me temí lo que iba a hacerme, pero hubiese sido absurdo resistirme; empecé a sollozar, mientras él unía los grilletes de mis muñecas justo en mitad de mi grupa. Y aún lo hice con mayor desespero cuando, sacando de su bolsillo un juego de pinzas de mariposa, me dijo:
- Adelanta tus pechos, y no te muevas; las llevarás hasta que venga a buscarte, para ir al trabajo.
Tomando como referencia la pauta habitual de las visitas del enfermero, estuve con aquellas pinzas puestas… ¡seis horas! Pues, cuando regresó, volvió a hacerlo con el carcelero. Un tiempo interminable, en el que el dolor en mis pezones llegó a ser tan insoportable que, incluso, traté de quitármelas frotando mis senos contra el muro; pero, claro, lo único que logré con eso fue hacerme aún más daño. Pues el único sitio donde tal vez podría haber enganchado la cadena que unía las pinzas, para tratar de quitármelas tirando de ellas -algo muy desaconsejable, sin duda, por ser terriblemente doloroso- era el gancho al que el carcelero, cuando me azotaba, me sujetaba las manos. Pero estaba demasiado alto…
Al entrar ambos en mi celda, el enfermero fue el primero en darse cuenta de lo que yo había intentado hacer; mientras destapaba mi quemadura, para practicarle las curas usuales, movió la cabeza de lado a lado, y me dijo:
- No debes hacer eso, créeme. En realidad, has tenido suerte; si llegas a enganchar la cadena en algo, al tirar de ella te hubieses hecho más daño del que puedes imaginarte. Pues estas pinzas están muy reforzadas, y cuanto más tiras, más aprietan; quizás no te hubieras arrancado los pezones, pero sí te habrías provocado un desgarro muy grave. El del pezón es un tejido sensible, y sumamente delicado; lleno de terminaciones nerviosas…
No sé si fue solo por asustarme, o porque realmente era así de malvado, pero el carcelero, al oír esa explicación, le dijo a su compañero:
- No te preocupes, que esta zorra enseguida sabrá lo que eso puede llegar a doler. ¿No quería quitarse las pinzas de un tirón? Pues así es como se las voy a quitar yo, en cuanto dejes de perder tu valioso tiempo con ella…
Para ilustrar su propósito, sujetó con una mano el centro de la cadena que las unía, y dio un tirón de ella; no lo bastante fuerte como para arrancarlas, claro, pero sí lo bastante como para que mi alarido de dolor despertase, con toda seguridad, a cualquier otra chica que estuviera encerrada en alguna de aquellas celdas. Pues la sensación era, efectivamente, como si me arrancasen el pezón; pero, además, haciéndolo de un mordisco.
Mientras yo me retorcía de dolor, consumida por un pánico cerval al terrible sufrimiento que me esperaba, los dos monjes salieron un momento al exterior, dejándome sola; juro que, en aquel instante, si hubiesen dejado allí a mi lado una pistola -y hubiese tenido libres mis manos, claro- me la hubiese metido en la boca y hubiese disparado. En vez de hacer lo que hubiese sido más lógico, dispararles a ellos... Tanta era mi desesperación, y mi miedo, que cuando el carcelero volvió a entrar me lancé a sus pies, a besárselos; en un gesto silencioso, que claramente suplicaba piedad.
Pero aquel hombre no sabía lo que era eso, seguro; aunque, y para mi sorpresa, con un gesto de fastidio me hizo poner en pie y, sin más preámbulo, me quitó las dos pinzas. Por el procedimiento tradicional de apretarlas para aflojarlas, en vez de tirar de ellas; lo que no me evitó un sufrimiento agudísimo, pues yo había pasado muchas horas llevándolas puestas. Y, además, al seguir esposada atrás no podía ni siquiera frotarme los pezones. Aunque, de seguro, aquel terrible dolor pulsante, por oleadas, era muy poco comparado con el que él podría haberme provocado, de habérmelas arrancado.
Aunque enseguida comprendí por qué había desistido de hacer eso, por más que el motivo no fuera precisamente tranquilizador:
- Has tenido mucha suerte, zorra. Tiene mucha razón mi compañero: si te arranco el pezón, o un pedazo lo bastante grande, no podrían taladrártelo. Y el padre abad se enfadaría… Por nada del mundo perdería este empleo, te lo aseguro; no sabes lo que disfruto con él…
Sin quitarme las esposas, sin duda para que no pudiera aliviar el dolor en mis pezones, me llevó hasta la cocina; allí me dejó en manos de otro fraile, al que le dio las últimas instrucciones sobre lo que debía hacer conmigo:
- Dale de desayunar, y luego ponla a fregar por el monasterio, todo el día; aún no puede salir a trabajar fuera, porque sería peligroso usar la fusta en ella. Un golpe mal atinado, y fastidiaríamos la cicatrización de su marca… Eso sí, nada impide que uses con esta zorra la pala; al contrario, procura ser muy generoso usándola. Lleva tres días viviendo como una marquesa, tumbada en su celda sin hacer nada; así que mano dura, ¿vale?
El otro se rio y, tras soltarme las manos para que pudiese desayunar, me acercó un cuenco, lleno de una sopa con trozos de carne; además de agua, y fruta. Me lo comí todo con apetito, pues las raciones que me habían traído a la celda durante aquellos días eran muy frugales; mientras, con la mano que me quedaba libre, frotaba mis doloridos pezones. Aunque, para entonces, el dolor ya había remitido bastante.
Cuando terminé, y hube lavado y recogido mis cacharros, me entregó un cubo con agua y una bayeta, y me indicó que empezase por la cocina; yo me arrodillé, y me puse a fregar inmediatamente. Una hora después, no solo había fregado la cocina, y el pasillo hasta el claustro, sino que estaba empezando con este último. Pero, de pronto y estando de cuatro patas, un tremendo golpe en mis nalgas me hizo dar un grito de dolor, y caer de bruces al suelo.
Al girarme, vi al fraile que me había puesto el desayuno; llevaba en la mano lo que parecía una tabla de madera, de las de cortar cosas encima, que sujetaba por un asa. Era con la que, obviamente, acababa de atizar mis nalgas, que habían adquirido un color rojo intenso; y no pensaba quedarse ahí, pues me hacía gestos para que volviese a ponerme a cuatro patas. Cuando obedecí, entre gemidos de dolor, me dijo:
- Si te portas bien, solo te daré seis de estos cada hora. Pero no pierdas la posición, o tendré que repetir el golpe; este primero, por ejemplo, no ha contado…
Al dolor de aquel primer golpe, y a la humillación de verme azotada en el culo, puesta de cuatro patas, se sumaba la tremenda injusticia de todo aquello; ¿iba a recibir como sesenta golpes de pala en las nalgas por portarme bien? Y, ¿si me “portaba mal”, qué me pasaría? Pero mis tristes pensamientos se vieron interrumpidos por el segundo azote, que en realidad era el primero de la cuenta; no sin gritar de dolor, logré mantenerme de cuatro patas, y lo mismo hice después de cada uno de los otros cinco.
Cuando el fraile se marchó, llevándose aquel odioso instrumento de tortura -era una simple tabla de madera maciza, de palmo por palmo y medio, pero, ¡cuánto daño hacía!- seguí fregando con igual ímpetu que antes, por más que mi trasero estuviese en llamas; en su parte central, ambas nalgas debían estar muy amoratadas, y con la mano me las notaba muy calientes. Pero aún les faltaban muchos golpes más, y eso portándome bien; lo que, en mi caso, seguro que suponía fregar como si me fuese la vida en ello…
No me equivoqué mucho en la previsión: al final, no fueron diez tandas de azotes, sino nueve; pero en más de una no pude mantener la posición, por lo que recibí algún azote extra. Aunque los golpes no fueron siempre en mis nalgas; después de la segunda tanda allí, la tercera cayó en la parte posterior de mis muslos; y lo mismo pasó con la sexta, y con la novena y última. Allí no solo dolían más, sino que el hematoma era muy extenso; el hombre, cuando vino a azotar mis muslos por segunda vez, me dijo:
- Es una lástima que no te pueda azotar la parte interior de los muslos; en cuanto hayas cicatrizado tu marca, ya lo probarás. Verás qué maravilla: es el lugar del cuerpo donde la carne es más sensible, y no solo duele un horror. Además, las señales son muy aparatosas…
Eso sí, para cuando el fraile me ordenó recoger mis trastos, y marchar hacia la cocina, yo había fregado, si no todo el monasterio, casi todo; me dolían mucho las nalgas y los muslos, sí, pero casi más las rodillas. Aunque mi tarea me había permitido saber algo que, normalmente, no hubiese tenido ocasión de conocer: el infausto destino que esperaba a Maite. Pues, mientras fregaba en el pasillo donde estaba el despacho del padre abad, le oí hablar por teléfono; a través de la puerta de su despacho, que estaba entreabierta. Y enseguida agucé el oído, al oír que hablaba con Campos; pero no se referían a mí:
- Yo de usted no me arriesgaría, Campos; la chica se ha tomado muy mal lo de que la tratemos como a las demás, y temo que podría denunciarnos. A nosotros, y a usted; ya le dije que no era buena idea mandárnosla escoltando a la otra. Aquí no aceptamos turistas, y usted lo sabía de sobras… Sí, por Eli no se preocupe, todo va perfectamente; aún le falta la parte más dura, pero la soportará… Sí, claro, qué remedio le queda…
Oyéndole, el corazón me dio un salto; ¿cómo era posible que, según sus palabras, aún no hubiesen empezado con “lo más duro”? ¿Qué más me iban a hacer, tal vez arrancarme brazos y piernas? Pero, después de escuchar un rato a su interlocutor, el padre abad volvió a hablar:
- Es la solución más segura, sí. Eso déjelo usted en mis manos; nosotros conocemos a gente, en Oriente Medio, que incluso le pagarán un dinero por ella. Aunque no demasiado, claro; para triunfar en los mercados orientales, a Maite le falta carne, y sobre todo unos buenos pechos… Lo esencial es que haga desparecer cualquier rastro que le vincule con su desaparición; la policía, al principio, investiga mucho, pero luego se van olvidando. Si superamos los primeros días, el asunto estará resuelto, para tranquilidad de todos.
Para entonces doblé la esquina, en mi labor de fregado, y dejé de oírle bien; pero lo que tramaban estaba muy claro. A mí, por una parte, me daba completamente igual lo que le sucediese a Maite; aquella mujer siempre me había odiado, supongo que por simple y cochina envidia. Y, si había venido allí, era para hacer puntos con su jefe; pero, sobre todo, para disfrutar viéndome sufrir… Pues que se fastidie, pensé.
Pero, por otro lado, yo había sufrido tanto allí -y lo que aún me faltaba, al parecer- que sentía una absurda solidaridad con aquella desgraciada; lo que me sorprendía, pues no era más que una simple empleada, y no precisamente de alto nivel… Aunque mis vacilaciones terminaron cuando, un rato después, el monje de la pala vino a darme la enésima ración de azotes en el trasero; mientras lloraba y jadeaba por efecto de los tremendos golpes, de cuatro patas en el suelo, llegué a la conclusión de que debía hacer por Maite lo que pudiese. O, más que no por ella, hacerlo contra aquellos animales; aunque no se me ocurría qué…
De camino a la cocina, yo seguía dándole vueltas; lo más que podía hacer, y aun a riesgo de recibir otra marca al rojo vivo, era advertirla, cuando coincidiéramos en algo. Pero no veía yo de qué podía eso servirle, más allá de aumentar su dolor; por la vía de añadir, a la mucha que su estancia allí ya le suponía, aun otra preocupación. Pues la opción de huir de allí no la veía yo por ningún lado, ciertamente. Así que me comí la cena y, cuando el carcelero vino a buscarme, le seguí, resignadamente, a mi celda; no sin dejar de preguntarme qué nueva crueldad tendría preparada para mí.
De momento, resultó ser todo lo contrario; pues el enfermero me estaba esperando allí, y procedió a hacerme las curas. No solo a mi quemadura, que iba mejorando mucho su aspecto, sino a las heridas de latigazos, que también iban cicatrizando, y a los hematomas de mi trasero y mis muslos. Pero, cuando terminó y se fue, el carcelero entró de nuevo; llevaba en una mano un candado grande, y me señaló con la mirada la argolla de la pared. Yo me puse en pie, y me acerqué resignadamente al muro; el hombre, ignorando los mosquetones que de allí colgaban, unió con el candado las argollas de los dos grilletes en mis muñecas. Luego, me levantó los brazos así unidos hasta la altura de la argolla empotrada, pasó por ella el candado, y lo cerró.
- Llevas muchos días durmiendo cómodamente, zorra, y esto no puede ser. Además, teniéndote así perderé menos tiempo, cuando entre a azotarte; ¿sabes? igual vengo más de una vez esta noche, para aprovechar que te tengo a punto para el látigo. No me habré de molestar en despertarte, y colocarte…
VII
Una vez que se marchó, enseguida comprendí que aquella noche poco, o nada, dormiría. Pues de pie era imposible, y cuando me vencía el cansancio me quedaba colgada de las muñecas; con lo que el dolor me despertaba otra vez, casi de inmediato. Además, el carcelero cumplió con su amenaza, y vino a azotarme… ¡tres veces!, a lo largo de aquella noche. Eso sí, siempre conmigo de cara a la pared, con lo que mi espalda se llevó la peor parte; supongo que por no terminar de romper la piel de mis nalgas, y de la parte trasera de mis muslos, me atizó las tres veces entre los hombros y la grupa. Aunque, quizás porque pensaba regresar pronto, las dos primeras veces “solo” me sacudió seis latigazos; en la tercera y última, sin embargo, sí que se fue hasta los doce.
Cuando, por fin, entró acompañado del enfermero, yo sentía casi más cansancio que el dolor; pero, aquel día, habían decidido devolverme al trabajo al aire libre, así que después de desayunar un fraile me llevó al exterior, donde me esperaba otro día entero en el pozo. Tras enganchar los grilletes de mis muñecas al travesaño que yo tenía que empujar, y después de sobar un buen rato mi desnuda y maltratada anatomía -resiguiendo, además, las marcas de los latigazos con sus uñas, lo que me provocaba espasmos de dolor- el hombre me previno contra cualquier falta de esfuerzo por mi parte:
- Como tienes el cuerpo muy marcado, hoy te castigaré con electricidad. Si veo que trabajas poco, calambrazo corto; si te paras, uno más largo. O dos, o tres… Y siempre serán en el mismo sitio; tú ya sabes donde os los damos, ¿verdad? Pocos sitios son tan sensibles como el coño; y encima, si estás un poco mojada gracias al consolador…
Porque, claro, casi había olvidado ese detalle final; el fraile, una vez que me hubo atado al madero, se fue un momento al interior del monasterio, y al poco regresó con uno de aquellos enormes consoladores de madera. Yo, sin necesidad de que él me dijese nada, separé las piernas tanto como pude, y así facilité que me lo metiera hasta el fondo; aunque he de reconocer que fue bastante considerado, pues lo introdujo muy poco a poco. Bien mirado, tal vez lo hizo así para poder paladear mis gemidos de incomodidad, e incluso de dolor, durante más tiempo…
Una vez metido por completo, ató los dos cordones que salían de su base a mi collar, dejándolos tirantes al máximo, y me dio la consabida palmada en la nalga; que yo, lógicamente, interpreté como la orden de comenzar a dar vueltas al pozo. Y a ello me puse; al principio con más vigor, pero conforme fue pasando el tiempo, más y más despacio. Tanto debí aflojar el ritmo, que de pronto vi venir el fraile con una especie de palo en la mano; asustada, me puse a andar más deprisa, empujando con todas mis fuerzas aquel pesado madero. Pero ya era tarde: cuando estuvo más cerca, vi que lo que llevaba en la mano era un empujador de ganado; vamos, un táser para animales…
- Ya verás como este te gusta más; está pensado para el duro cuero de las bestias, y suelta una descarga muchísimo más potente. Además se puede regular, en tiempo y en intensidad; como va a ser tu primera, te la voy a dar de un segundo, al nivel tres. Sobre diez. Separa las piernas más, por favor…
Mientras, empapada en sudor, yo separaba mis piernas al máximo, para que aquel animal me pudiese soltar una descarga en pleno sexo, volvieron a mi cabeza los pensamientos de suicidio. ¡Y de qué manera! En los brevísimos instantes que precedieron el calambrazo, llegué a pensar en provocarle para que me soltase mucha electricidad, durante mucho rato; como si, estando yo perfectamente sana, una corriente en mi sexo, por larga e intensa que fuese, pudiera llegar a provocarme otra cosa que una quemadura.
Pero, cuando el hombre apoyó los dos contactos en la sensible mucosa del interior de mis labios menores, y apretó el disparador, todas esas ideas se borraron de mi mente como por ensalmo. Para ser substituidas por una sola: el dolor que sentí; que fue brutal, como si me hubiesen aplastado los labios del sexo con unas tenazas. Durante un minuto, quizás más, me quedé colgando de mis muñecas atadas al poste, gimiendo y jadeando; cuando el dolor empezó a difuminarse, me incorporé. Y, qué remedio, seguí empujando.
- ¿A que se nota la diferencia? Y, conforme aumenta la potencia, la cosa es ya brutal… Vamos, ya lo verás; cada vez que tenga que volver a estimularte, iré subiendo un punto la intensidad. A partir del ocho, o quizás del nueve, esto produce quemaduras cutáneas; y hablamos de pulsos de un solo segundo. El regulador va de medio segundo, a cinco segundos enteros…
La advertencia sirvió para que, al menos hasta la primera pausa del día para beber, no volviese a aflojar el ritmo. Pero, cuando pasadas tres horas hice la primera parada del día, y por más que me bebí toda el agua que él me trajo, sencillamente ya no podía más; así que, al ordenarme -con la habitual palmada en la nalga- que me pusiera en marcha, me quedé completamente inmóvil, llorando amargamente. Y así seguía cuando el monje, tras marcharse a por el empujador, regresó con él del interior del monasterio; pues mi cabeza me decía “¡camina, camina!”, pero mis piernas se negaban a obedecerla.
- Separa las piernas, y aprieta los dientes. Como veo que necesitas de mucho estímulo, vamos a probar el nivel cinco, durante dos segundos…
Le obedecí, casi de un modo automático, sin dejar de llorar en ningún momento; si entonces me hubiese autorizado a hablar, ni siquiera me hubiese esforzado en pedir clemencia. Primero, porque sabía que no la iba a obtener; y, en segundo lugar, porque mis piernas no respondían a las frenéticas órdenes que mi cabeza les daba. Ni lo harían ya más, por lo menos aquel día. Estaba atrapada, así que solo me quedaba una cosa: soportar todos los calambrazos, en mi sexo, que aquel hombre quisiera darme.
El del cinco, durante dos segundos, fue sencillamente terrible; no solo me dejó otra vez colgando de mis manos, y aullando histéricamente, sino que logró que me orinase encima. Lo que, con aquel consolador introducido en mi vagina, resultaba difícil; y no porque obstruyese mi uretra, sino porque era tan grande que presionaba todos mis órganos internos, vejiga incluida. Aunque, pasados unos minutos, conseguí volver a ponerme en pie, pero desde luego no pude avanzar ni un paso.
- Te la estás jugando, zorra. Si te crees que te vas a reír de mí, vas lista: esta vez, uno del seis, y por tres segundos…
El resultado fue el mismo. Bueno, el mismo para él, claro; a mí me hizo bastante más daño, mucho más. Incluso, esta vez el calambre pareció alcanzar todo mi cuerpo, pues mi sudada desnudez sufrió unos espasmos musculares generalizados. Que no pararon hasta bastantes minutos más tarde, dejándome varias partes del cuerpo acalambradas; pero yo, incluso tras lograr volver a ponerme en pie, seguí sin avanzar un centímetro. Y cada vez tenía más claro que, con un poco de suerte, lograría morir allí electrocutada, y así evitarme más tormentos.
- Tú lo has querido. Nunca había tenido que llegar a esto, pero no me dejas otro remedio: nivel ocho, cinco segundos. Y separa aún más las piernas; quiero apoyar los electrodos lo más adentro de tu coño que pueda.
Esta vez, incluso pude oír el chispazo, y ver un fogonazo de luz; décimas de segundo antes de que mis mucosas internas se contrajesen, de un modo tan violento, que el dolor me hizo perder el conocimiento. Pero, por desgracia, no estaba muerta; solo me desmayé, y un tiempo después me despertó el cubo de agua, que alguien me tiró por encima. Conforme fui recuperando el sentido, empecé a notar un olor como de carne quemada; y enseguida regresó a mi cerebro aquel terrible dolor en la vulva, tan parecido a la sensación de tenerla aplastada entre las fauces de unas tenazas.
- Padre abad, le juro que no lo entiendo. Esta furcia es la más obstinada que he visto en mi vida; y ya ve como le ha dejado el coño el nivel ocho. O, mejor dicho, ya lo huele… Antes de probar con el nueve o el diez, he preferido consultárselo a usted; pero, vamos, yo le seguiría dando, hasta que vuelva a empujar con ganas. Se va a reír de mí una putilla de estas…
Cuando logré abrir los ojos, seguía colgada por mis muñecas de aquel travesaño; en el suelo, justo debajo de mí, había un gran charco de orines y sudor, y tenía delante al padre abad, quien hablaba con el fraile que me estaba friendo el sexo a calambrazos.
- Hermano, comprendo su indignación, pero así no vamos a lograr otra cosa que matarla. Quizás sea que ya ha llegado al punto a que la queríamos llevar… Mire, parece que ya despierta; vamos a preguntarle a ella.
El padre abad acercó a mi boca una botella de agua, de la que bebí con verdadera ansia; cuando me la terminé, el hombre me levantó la barbilla, hasta que le miré a los ojos. Lo que suponía violar las reglas de la casa, pero a mí ya nada me importaba; así que, cuando me dijo que podía hablar, y que le contase qué me pasaba, solo pude decir con voz entrecortada:
- Ya no puedo más; las piernas no me responden. He llegado al límite; mátenme si quieren, pero no puedo dar un paso más. Necesito descansar, y el carcelero no me deja; ustedes no paran de atormentarme… Prefiero morir que seguir así, se lo juro; pongan el empujador al máximo, y enchúfenlo sobre mi corazón hasta que me lo paren…
El padre abad no me dijo nada, y se marchó con el otro fraile al interior del monasterio; yo, que empezaba a recuperarme un poco, me asusté mucho, pues pensé que tal vez habían ido a buscar algo para eliminarme. Pero no fue así; pasaron las horas, y allí seguía yo. Hasta que, ya oscureciendo, el mismo monje que me había casi electrocutado vino a quitarme el consolador, y a soltarme del madero; con un candado juntó mis manos atrás, y luego me llevó, caminando muy despacio, hasta la cocina. Donde él mismo me dio la cena en la boca; hecho lo cual me llevó a mi celda, y me encerró en ella, sin llegar a soltarme las manos. Mi último pensamiento, antes de quedarme profundamente dormida, fue alegre: no había aparecido por allí mi carcelero.
Dormí de un tirón, no sé cuántas horas; nadie vino a azotarme en toda la noche, y cuando se abrió la puerta entró, solo, mi enfermero. Quien me hizo las curas habituales, y además se ocupó de mi sexo; cuando se miró el interior de mi vulva emitió un silbido admirativo, y después me dijo:
- Has tenido suerte, la quemadura es grande, pero solo superficial, de primer grado. Un poco más intensa, y habrías corrido mucho riesgo: infección, amputación, … La mucosa vulvar es un sitio delicado.
Sin soltarme las manos me llevó a la cocina; donde me alimentaron, y me dieron de beber, los monjes que allí había. De hecho, quien yo llamaba mi ángel de la guarda desapareció, y al acabar el desayuno uno de los monjes de cocinas me llevó hasta el despacho del padre abad. Donde, cuando entramos, me llevé una gran sorpresa; sentado en una de las butacas, frente a su mesa, estaba… Campos, en persona.
- Buenos días, Eli; me estaba contando el abad que hasta como esclava eres un completo fracaso…Por cierto, niña, hueles que apestas; además de perezosa, eres una guarra, ¿sabes?
Yo no sabía si podía hablar o no, y recordaba muy bien el castigo por hacerlo sin permiso; así que miré al padre abad. Y él me hizo un gesto con la cabeza que, deduje, era afirmativo; así que ni siquiera me paré a pensar un momento: me lancé al suelo, sobre mis rodillas -pues seguía esposada atrás- y, enseguida, sobre mis pechos. Y, sobreponiéndome al dolor que sentí en unas y otros, me puse a besar los elegantes zapatos de Campos; al tiempo que le decía, con un hilo de voz:
- ¡Sácame de aquí, te lo suplico! Haré todo lo que me ordenes, de veras, pero no me dejes ni un minuto más con estos locos…
Campos estaba disfrutando con aquello, seguro, porque me dejó besar y lamer sus zapatos hasta que casi me quedé sin saliva. Entonces se agachó, cogió por la parte trasera mi collar y me incorporó, hasta que quedé de rodillas; tras lo que sonrió, y me dijo:
- Tu programa estaba pensado para durar una semana más; de hecho, eso era lo que estábamos hablando, el abad y yo, cuando has entrado. Dado que la niña malcriada no tiene fuerzas para trabajar duro, la idea es substituir el trabajo por los tormentos en sala: el potro, la cuna de Judas, la pera vaginal, la garrucha, estas cosas. ¿Qué te parece? Así no tendrías que esforzarte más, ya serían los monjes los que se fatigasen castigando tu cuerpo…
Di tal grito de desesperación que logré, por un segundo, asustarlos a los dos. Campos me miró como si temiese que yo me estuviese volviendo loca; lo que, claro, era muy malo para sus planes: si yo perdía la razón, mi padre sería mi tutor, y desde luego él no podría casarse conmigo. Pero prometo que mi grito fue de horror, no de locura; en aquel preciso momento, yo hubiese hecho lo que él quisiera con tal de salir de allí. Hasta suicidarme…
- No te lo tomes así, mujer. Como soy un hombre muy generoso, te voy a perdonar el resto de tu estancia; a cambio de una pequeña cosa, claro. Te lo iba a hacer igual, pero será mucho más divertido con tu consentimiento…
Sin pensarlo dos veces, hice que sí con la cabeza, muy enfáticamente, y le dije “Lo que tú quieras” . Tanto él como el padre abad sonrieron, y el primero descolgó el teléfono, dijo “Ahora vamos” , y luego volvió a colgar. Tras lo que se levantó de su sillón, a la vez que Campos; el cual me cogió de un brazo, me levantó también, y de esta guisa me llevó fuera del despacho.
Poco tuvimos que andar; en menos de cincuenta metros llegamos a otra habitación, que parecía un consultorio médico. O, más bien, ginecológico, pues estaba presidida por un sillón de exploración en el que, una vez que el abad me soltó las muñecas, fui a sentarme. Para, acto seguido y con no poco esfuerzo de voluntad, separar las piernas, adelantar el trasero, y poner mis pies en los estribos; si ya nunca me había gustado sentarme en uno de aquellos trastos, espatarrarme delante de ellos dos aun me hizo menos gracia. Pero, por lo menos, aquello solo dolía en mi amor propio…
Mientras esperábamos algo que ni me imaginaba, Campos se puso a jugar con mis pezones, para ponerlos bien tiesos; y, mientras los manoseaba, me explicó lo que me iban a hacer:
- Verás, normalmente la novia lleva el anillo de compromiso en el dedo, pero en tu caso quiero ser original. Y, cuando empecé a pensarlo, me dije, ¿por qué uno solo? Total, somos gente acomodada; tú incluso eres rica, así que nos podemos permitir tres anillos…
Comprendí entonces lo que me iba a hacer, y me sentí más humillada de lo que nunca Campos me había hecho sentir. Además de estar marcada como un animal de granja, ahora anillada… Y, además, ya imaginaba donde pensaba ponérmelos, esos tres anillos que me acababa de anunciar. Pero la alternativa era una semana entera en la sala de torturas; así que me tragué mi orgullo y mi indignación; y me limité a gemir cuando el enfermero, llevando un carrito en el que estaba el material necesario para anillarme, entró en la habitación.
Comenzó por el pezón derecho; tras limpiármelo con alcohol, y darle un poco de masaje para ponerlo bien tieso, cogió una enorme aguja y un tapón de corcho. Luego, puso uno a cada lado de mi pezón, y sin avisar empujó la aguja, hasta que me lo atravesó limpiamente. El dolor fue muy poco más que el de un pinchazo; comparado con todo lo que yo llevaba allí sufrido, nada importante. Como tampoco lo fue cuando me hizo lo mismo, con otra aguja, en el pezón izquierdo.
Una vez ambas puestas, las substituyó por sendas arandelas doradas; conociendo a Campos, seguro que eran de oro. El enfermero lo hizo metiendo un extremo de la anilla abierta en la punta, hueca, de la aguja; y luego retirando ésta, mientras era substituida, dentro de mi pezón, por la anilla. Y, una vez que las dos estuvieron ensartadas en mis pezones, las cerró con un clic, y volvió a desinfectarlo todo bien. Tras lo que me miró a los ojos, y me dijo:
- Me han ordenado que te coloque la tercera en el clítoris, aprovechando que el tuyo sobresale incluso estando en reposo; pero no en el capuchón, sino directamente en la glándula. Te advierto de que perforar el clítoris resulta muy doloroso; yo les he dicho que mejor te sujetan con correas, pero el padre abad asegura que lo soportarás sin moverte, y sin una sola queja. Y, claro, no puedo ponerte anestésico…
Yo estaba muy asustada, pero asentí con la cabeza; entonces, él limpió con alcohol mi clítoris, y sus alrededores; luego, lo atrapó con una pequeña pinza, que tenía la punta triangular y hueca. Al apretar me dolió un poco, pero aún me dolió más cuando tiró hacia afuera; mientras tanto, con la otra mano había acercado la aguja, que se apoyaba contra el lateral de mi clítoris a través del hueco, triangular, en el extremo de la pinza.
En aquel momento, no pude resistir más la tensión, y cerré los ojos; así estaba cuando le oí decir “¿Lista?” , y también cuando, tras asentir yo con la cabeza, un tremendo pinchazo de dolor golpeó mi cerebro. Venía directamente de mi pobre clítoris, que acaba de ser atravesado, y me hizo dar un tremendo alarido; además de que no pude evitar que todo mi cuerpo temblase. Pero el hombre tenía mi taladrada glándula firmemente sujeta con aquellas pinzas, y lo único que sucedió fue que la aguja me pinchó, un poco, en el inicio del muslo.
Cuando logré calmarme, y volver a abrir mis ojos, el enfermero estaba sustituyendo la aguja por la anilla; lo hizo realmente despacio, para hacerme el menor daño posible. Pero cuando terminó de substituirla, y se dispuso a cerrar la anilla, Campos le detuvo:
- Si no le importa, prefiero hacerlo yo; es algo simbólico, ¿sabe? Esa es, en realidad, la alianza de boda; es la única de las tres que lleva una inscripción: “Para Eli, de su Amo” .
Cuando Campos alargó las manos hacia mi vientre, y sujetó las mitades de la anilla, algo dentro de mí se rompió; empecé a llorar como una tonta, y no paré de hacerlo ni cuando oí el “clic” del cierre. De hecho, seguía haciéndolo cuando desnuda, anillada, y marcada, pero ya sin los grilletes ni el collar, me metí en el maletero de su coche, ayudada por el chófer; por más que marchar, al fin, de aquel horrible lugar me alegrase como pocas cosas en mi vida.
VIII
Bastantes horas después, el vehículo se detuvo; cuando el chófer abrió el maletero, y me alargó una mano para ayudarme a salir, pude ver que estaba en la entrada de mi casa. Y sola; en alguna de las paradas que hicimos por el camino, Campos se habría bajado, porque en los asientos del Mercedes no vi a nadie. Así que llamé al timbre; y, cuando el mayordomo me abrió, le di una sola orden. Algo con lo que hacía días soñaba:
- Prepárame un baño bien caliente, rápido.Y luego súbeme a la bañera una botella de champán helado; Louis Roederer Cristal, con una sola copa.
El pobre ya llevaba tiempo viéndome desnuda por la casa; y no solo eso, sino que había presenciado alguno de los “juegos” a los que Campos, a partir de que llegó a mi casa su pedido de juguetes sexuales, me sometía. Pero lo de verme anillada logró, por unos segundos, alterar su habitual compostura; antes de ir hacia mi sala de baño, a hacer lo que se le ordenaba, se entretuvo unos segundos mirando mis pechos, y mi sexo, sin saber muy bien qué hacer, o qué decir. Aunque, al final, optó por lo adecuado: callar, y obedecerme.
Cuando, después de darme una ducha también caliente -para quitarme la roña acumulada en mi cuerpo- me metí en la bañera, tuve una sensación de placer tan inmensa, que bien podría llamarla un orgasmo sin sexo. No solo eso, sino que me di cuenta de cuán absurdos habían sido mis pensamientos de suicidio; mientras saboreaba el champán recordé lo que mi abuelo me dijo, aquella vez que me pillaron, en mi colegio inglés, comprando las respuestas de un futuro examen:
- No te preocupes, niña; a los de nuestra clase nunca nos sucede nada grave. Hasta que nos toca morirnos, claro; eso no tiene remedio. Pero todo lo demás se puede arreglar, si se tiene el suficiente dinero…
Tuvo muchísima razón: al profesor que me las había pasado lo echaron, y a mí solo me riñeron un poco. Pobre desgraciado; y eso que era guapo, el cabrón… Incluso le ofrecí “pagarle” de otra manera, más personal; pero aquel muerto de hambre prefirió… ¡mil miserables libras! Al final, se quedó sin su empleo por aquellos cuatro cuartos; y ni lo tuvo más allí, ni en ningún otro sitio, porque creo que lo pusieron en una especie de lista negra. De esas que los ingleses siempre te dicen que no existen, pero que vaya si las tienen…
Sin embargo, por más que desde mi bañera, y con la copa de champán, la vida me pudiese parecer muy fácil, yo seguía teniendo un enorme obstáculo en mi camino: Campos. Desde luego, la idea de casarme con él, y de tener hijos con aquel desgraciado, me parecía absurda; pero aun lo era más pasar un montón de años en la cárcel. Por más que, según la prensa, las cárceles actuales no se pareciesen en nada al monasterio; decía La Vanguardia que eran como hoteles de una o dos estrellas. Pero, aun y así, la idea era repulsiva: ¡no sé cuántos años metida en un hotel de dos estrellas!
Aunque me daba bastante miedo, por cómo pudiese reaccionar, al final decidí hacer lo que, desde que el abuelo murió, yo había hecho ante cualquier dificultad realmente importante: recurrir a papá. De algo me tenía que servir ser su princesa, ¿no? Por más que papá, al lado del abuelo, fuese como un gatito al lado de un tigre… ¡Como echaba de menos al abuelito! Él se hubiera comido a Campos de un solo bocado…
Pero era lo que había; así que, cuando el agua se empezó a enfriar, salí de la bañera, me envolví en un grueso albornoz de ruso, e hice dos llamadas: la primera, a mi esteticien, para que aquella misma tarde se pasara por casa. Y no sola; sin darle muchos datos, le dije que trajese a alguien experto en curar quemaduras, y heridas cutáneas. Además de la peluquera y la manicura, claro.
La segunda llamada fue para papá; aunque no pude hablar con él hasta al cabo de un rato. Estaría en el campo de golf, por supuesto, y allí no cogía el teléfono. Eran muy estrictos con eso, en el club; nada de usar móviles en el campo… Pero una hora más tarde me llamó, muy contento de saber de mí; yo le conté cuatro vaguedades sobre un supuesto viaje, y le dije que tenía que hablar con él urgentemente. Su reacción fue instantánea:
- No me lo digas: has roto con Campos, y no sabes qué hacer para no volver a verlo más. No te preocupes; lo he estado pensando, y creo que…
Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, me puse a reír. Papá, al oírme, se calló de golpe, y yo aproveché para darle alguna pista; pero solo para excitar su curiosidad:
- ¡Qué más quisiera yo! Pero, en fin, por ahí van los tiros; escucha, papi, ¿puedes invitarme hoy a cenar? Prefiero contártelo en persona…
Noté que tenía algún otro plan porque, en vez de contestarme al instante que de mil amores, me dijo que volvería a llamarme en un rato. Pero lo hizo al cabo de poco, y quedamos a las nueve en Vía Véneto; así que yo me limité a tomar un lunch ligero, descansar un rato, y esperar a mi equipo de belleza. Que llegó, puntual, a las cuatro.
Desde luego, aquellas mujeres debieron de quedar patidifusas al verme; y no solo por las anillas, o la marca al fuego. Pues mi cuerpo seguía surcado de feas cicatrices de latigazos, y la mayoría se veían más o menos recientes. Pero sabían muy bien lo que tenían que hacer: cumplir con su tarea, sin hacer preguntas; pues, al fin y al cabo, también eran del servicio, aunque “free lance”. Y yo, desde luego, siempre les pagaba muy generosamente; otra cosa que había aprendido del abuelo, quien siempre decía que a un buen servidor, para que siga siéndolo, hay que mantenerle bien llenos el estómago, y la cartera.
Así que me pasé, otra vez, toda la tarde desnuda; mientras ellas cuatro me cuidaban, desde el cabello hasta las uñas de los pies. Pero me vino de maravilla para recuperar un poco más de autoestima; y también, como no, para mejorar el estado de mi piel. De hecho quedé, con la enfermera que vino, que se pasaría por casa cada día, a seguir haciéndome curas; aunque, como me era difícil predecir a qué hora me yo levantaría, opté por la solución más lógica: contratarla para toda la mañana, de las nueve a la una. Así, cuando yo saliera de la cama, la tendría esperando para atenderme…
No se marcharon hasta las ocho, con lo que tuve media hora justa para vestirme; pues habíamos quedado con papá en que, a las ocho y media, me pasaría a recoger el chófer de la empresa. Estaba descartada la ropa interior, sobre todo porque Campos no me había dejado ni una pieza en el armario, y tampoco podía ir exhibiendo demasiada piel; no por vergüenza, sino porque, si lo hacía, papá se enteraría de todo antes de tiempo, al ver mis marcas. Así que, al final, opté por ponerme aquel vestido de Versace en gasa verde, muy fina; aunque transparentaba mis pechos por completo, anillas incluidas, dificultaba mucho la visión de mis estrías. Y, como tampoco íbamos a bailar, la posibilidad de enseñar mi sexo por las aberturas laterales se reducía bastante: todo era cuestión de dar pasos cortos, y lo bastante lentos…
Cuando llegué al restaurante, unos diez minutos tarde, me sorprendió no ver a papá, siempre tan puntual; pero el maître me acompañó a un reservado, y allí me esperaba. Se le veía muy feliz, y desde luego parecía haber dejado de hacerle caso a su cardiólogo; porque se había hecho servir un plato de jamón, y se lo estaba zampando junto con una botella de Vega Sicilia. Mientras me esperaba, claro; un mero aperitivo…
Nos saludamos, y él me contó un rato sus cosas; lo mucho que había mejorado su golf, lo que se divertía con Estela -al parecer, seguía con ella- y la conclusión a la que había llegado:
- Princesa, a mi edad no tiene sentido privarse de caprichos; sobre todo, si te los puedes permitir… ¿Vale la pena vivir hasta los noventa, pero comiendo hervidos, bebiendo agua, sin habanos, y sin disfrutar del sexo? Y perdóname la ordinariez, hija. ¿Te acuerdas de lo que decía tu abuelo? Aquello de que, salvo morirse -y eso nos pasa a todos- todo lo demás se arregla con dinero…
La referencia al abuelo me vino de perlas; pues yo había dado muchas vueltas a la forma de introducir mi problema en la conversación, y no acababa de encontrarla. Pero, pensé, ésta me ha venido al pelo; así que le miré, muy seria, y le dije:
- Papi, debe ser cosa de familia: lo que le pasó a mamá con Juárez, es lo que me está pasando a mí con Campos, más o menos…
La cara de mi padre cambió de golpe; como si de un personaje de cómic se tratase, en décimas de segundo pasó de parecer un playboy descerebrado, su disfraz favorito, a ser el tiburón de los negocios que, a tanta y tanta gente, había arruinado sin compasión. Y, con una voz seca, que no parecía la suya -le quiero mucho, pero papá tiene siempre aquel tonillo de Pedralbes- se limitó a decirme:
- Cuando vi que empezabas a vestir como si fueras un putón verbenero, y perdona que te sea tan franco, ya me lo temí. No digamos cuando empezaste a frecuentar su despacho; a Marisa, que es un lince, eso le olía a chamusquina. Pero necesito saberlo todo, incluso los detalles más escabrosos; por favor, no te cortes ni un pelo…
Durante la cena le conté todo lo que me había sucedido, desde el viaje a Tailandia hasta mi regreso del monasterio; papá me escuchó en silencio, y sin manifestar emoción alguna. Como si hablásemos de negocios, vaya… En toda mi exposición solo me interrumpió una vez, y fue para preguntarme si yo aún tomaba anticonceptivos; cuando le dije que, hasta la víspera de marcharme al monasterio, había seguido regularmente la pauta, se limitó a decirme “Menos mal. Continúa” . Y cuando, a la hora del café, concluí mi relato, insistiéndole en el peligro de actuar por vías de hecho contra Campos, él hizo un gesto con la mano, como descartándolo; luego me cogió la mía, y dijo:
- Yo me ocupo de desactivarlo. Tú, mientras tanto, obedécele en todo, pero dale largas; dile que yo he amenazado con desheredarte, eso le frenará. Con solo tu 25% de legítima no le salen las cuentas. Pero, sobre todo, reanuda tu pauta de anticonceptivos…
Al regresar a mi casa, Campos me estaba esperando en el salón. Y parecía realmente enfadado; así que, en cuanto me hube desnudado, me fui a arrodillar frente a él, y le dije:
- Amo, he ido a cenar con mi padre, y ha sido un fracaso total. No quiere que me case contigo; es más: dice que, si lo hago, solo me dejará en herencia la legítima. Así que necesito tiempo para convencerlo…
Aquella noche me penetró con verdadera brutalidad; algo que, teniendo yo una quemadura en la entrada de mi vulva, le fue muy fácil de hacer. Y no solo eso, sino que estuvo un rato colgando pesas de las anillas de mis pechos; con lo que me hizo un daño terrible, pues las heridas allí aun estaban muy recientes. Aunque, por fortuna, no se atrevió a colgar ningún peso de la que él llamaba “nuestro anillo de compromiso”; supongo que temió desgarrarme el clítoris…
Durante la siguiente semana, mi vida continuó como antes de visitar el monasterio; la única diferencia fue que, en el antedespacho de Campos, ya no estaba Maite, sino otra chica. Quien, incluso con la ropa, parecía tener mucho más pecho que su antecesora; pero me pareció que, por el momento, no la había introducido aún en nuestros juegos. Pues, cada vez que le visitaba en su despacho, le advertía a ella, a través del intercomunicador, para que no nos molestase nadie. Mientras yo se la chupaba, claro; aunque este último detalle no lo mencionaba…
Siete días exactos después de aquella conversación con papá en Vía Véneto, Campos asomó la cabeza por la puerta de mi despacho, hacia media mañana, y me dijo que mi padre nos quería ver en el suyo. Fuimos para allí, y tan pronto como nos sentamos en las dos butacas frente a su mesa, papá fue derecho al asunto:
- Voy a ser muy breve, Campos: quiero tu renuncia sobre mi mesa antes de irme a comer al club. No solo eso: me venderás tus acciones de la empresa, y nunca más volveremos a saber de ti. Ni Eli, ni yo, ni nadie en la Comercial…
Papá estaba en modo “tiburón de empresa”; y yo, pese a no saber lo que iba a pasar, pensé: “ponte cómoda, y disfruta del espectáculo”. A Campos se le heló la sonrisa en la cara; primero me miró a mí -yo no le devolví la mirada, ocupada como estaba en tratar de tapar, con el cortísimo y escotadísimo traje y tanto como pudiese, mis pechos y mis muslos- y, luego, empezó a balbucear algo sobre que no sabíamos lo que hacíamos. Pero papá le cortó:
- Eli me lo ha contado todo. Verás, no me creo que tengas localizados a aquellos tres críos tailandeses; es más, dudo que sepas siquiera sus edades. Pero, vamos a ponernos en lo peor: que, por una única vez en tu miserable vida, le hayas dicho la verdad a mi hija. Si fuese así, te propongo un trato: tú te olvidas de ellos, y yo, de mi testigo…
Campos le miraba sin comprender nada, y yo aún entendía menos; pero la seguridad con la que papá estaba actuando me fascinaba. ¿Iría de farol? No lo parecía, pero pronto íbamos a salir de dudas; pues presionó el interfono, y le dijo a Marisa:
- ¿Ha llegado ya? ¿Sí? Perfecto, pues; dile que pase ahora mismo…
Cuando se abrió la puerta, la cara de estupefacción de Campos fue para retratarla; pues la persona que entró, envuelta en un impermeable largo hasta media pantorrilla, era… ¡Maite! Parecía muy nerviosa, y pronto comprendí por qué: a una señal de papá, se quitó el impermeable, y se quedó desnuda por completo. Bueno, excepto sus zapatos de medio tacón…
- Verás, me adelanté a esos “mercados orientales” a los que planeabais mandarla. No eres el único que conoce el monasterio, o al abad, ¿sabes? Mi padre ya sabía de su existencia… Así que, cuando Eli me contó su ordalía, no tuve más que atar cabos; le llamé, le expliqué que lo sabía todo, y le sugerí una reunión. Más que nada, para mirar de buscar la forma de evitar que sus monjes y él acabasen acompañándote a la cárcel, por una larga temporada…
Las manos de Campos temblaban; no mucho, pero lo suficiente como para que yo, sentada a su lado, pudiera notarlo.
- La cosa fue de un par de días; pues el transportista ya estaba avisado, por así decirlo. Pero le convencí de que no debía temer nada de Maite: como ella, y el propio abad, confirmarán a la policía, fue al monasterio engañada por ti. Un centro para la expiación de pecados en el que solo ingresan mayores de edad, en su sano juicio, y por voluntad propia; y al que van sabiendo que han de hacer voto de silencio, como si de un cenobio de cartujos se tratase… Por lo que, la pobre, no tuvo modo de advertir de la confusión a los monjes.
Mientras papá hablaba, yo no paraba de mirarme el cuerpo desnudo de Maite; pues lo cierto era que se habían ensañado con ella muchísimo más que conmigo. Parecía mentira que tal cosa fuese posible, pero lo habían logrado; además de tener la piel cubierta de latigazos, casi sin dejar un solo rincón sin marcar, al menos le conté una decena de quemaduras, con aquellas dos letras: en vientre, muslos, pechos, nalgas, omóplatos, … Lo único que no llevaba era los pezones, o el sexo, anillados.
- Te lo resumo: Eli ingresó voluntariamente, para expiar sus pecados; y tú lo aprovechaste para engañar a Maite, y someterla a un montón de vejaciones que, ni ella quería, ni habría autorizado jamás. Y, cuando te diste cuenta de que iba a denunciarte, trataste de sobornar al padre abad para que se deshiciese de ella. Todo lo cual será corroborado por la propia Maite, por Eli, y por el abad; respecto a lo que la pobre tuvo que sufrir por tu culpa, a la vista está. Y, además, documentado médicamente, bajo la fe pública de un notario…
Campos fue a decir alguna cosa, pero en el último momento se contuvo; se limitó a ponerse en pie, y a abandonar el despacho a la carrera. Tras lo que Maite se volvió a cubrir con el impermeable, y también se retiró; cuando nos quedamos los dos solos, papá me dijo:
- No te preocupes, nunca más sabremos de él. Me juego lo que quieras a que, con lo de los chavales, iba de farol; tiene la cinta, sí, pero nada más… Y a Maite la tendremos siempre aquí, y de nuestro lado: no solo la he salvado de acabar en un burdel de Oriente, sino que le he devuelto su empleo, ha recibido una generosa indemnización monetaria, y todos los gastos para su completa recuperación estética serán a cargo de la Comercial. No nos fallará, créeme…
Hizo una breve pausa, mientras hacía como si cerrase una inexistente carpeta sobre su mesa, y luego continuó:
- En cuanto al monasterio, seguirá con sus tareas habituales, tan útiles a la sociedad. Y, además, necesitaba una renovación completa del tejado; así que, en la obra social de la Comercial para el año que viene, habrá una partida con muchos ceros para eso… Que nos beneficiará a las dos partes; es mucho lo que desgravan estas obras pías. Aunque el abad diría lo que yo le ordenase, incluso si no recibiese esa pequeña ayuda; él sabe muy bien que era cómplice de Campos, y no se expondrá a ir a la cárcel, o a perder su establecimiento. Ya que, en estos tiempos de feminismos desatados, la exposición pública de sus actividades expiatorias podría serle realmente funesta…
Yo estaba tan contenta que me puse a aplaudir, como una chiquilla; lo que obró otra vez el milagro, pero entonces al revés: papá dejó de ser “Míster Business”, y volvió a ser el adorable papaíto de su princesa.
- Bueno, hija, por hoy yo ya he trabajado bastante; me voy al club, que esta tarde, después de comer, tengo partida. Y tú, vete a comprar al menos unas blusas; desde mañana ocuparás el lugar de Campos. Ya es hora de que el timón de la Comercial lo lleve la siguiente generación de los Puig…
Salimos de su despacho juntos; él me pasó un brazo por los hombros, y me acompañó así hasta el mío. Donde, después de dejarme sentada en mi sillón de ejecutiva, me dio un beso en la frente, y se marchó. Pero, cuando acababa de cerrar la puerta, la volvió a abrir y me dijo, guiñándome un ojo:
- Princesa, esta noche te espero en mi casa a cenar; no faltes. Estará todo el mundo; he montado un pequeño garden party, para anunciar que aquel absurdo compromiso de boda fue un simple malentendido. Por cierto, Guasch me ha confirmado que vendrá también Alvarito…