La Empresaria Secuestrada
Segunda parte de las aventuras de Eli; aburrida de su relación con Santi acude a Tailandia, enviada por su padre en viaje de negocios. Allí es secuestrada y torturada; pero las cosas, al final, no son como parecían...
LA EMPRESARIA SECUESTRADA
-Continuación de La Empresaria Desnuda-
Por Alcagrx
I
- Eli, una cosa es que me haya recuperado, y otra muy distinta que esté bien del todo; ya estoy un poco mayor para seguir trabajando tanto. Así que vete haciendo a la idea de asumir funciones ejecutivas en la Comercial; para empezar, podrías ocuparte de las grandes cuentas. Con lo que a ti te gusta viajar, no te iba a ser demasiado duro…
Papá era, desde luego, un cielo de hombre. Pues me lo consentía todo; incluso, la extraña relación que tuve con Santi, durante unos meses. Que fue divertida, sí, pero no tenía ningún futuro: pronto me di cuenta de que Carme y él me estaban utilizando. La relación entre ellos dos era demasiado estrecha, casi indestructible; yo no era más que su último juguete, y antes de que ellos se cansasen de jugar conmigo, preferí ser yo quien lo dejase. Además, Santi empezaba a tontear con la idea de marcarnos a las dos, como a O en la película; y una cosa es ser un poco masoquista, y otra ser tonta de remate…
Pero, en lo que afectaba a la empresa familiar, papá era inflexible; hasta lo era conmigo: ¡quería ponerme a trabajar, nada menos!
- ¡Jo, papi, es que me da una pereza…! ¿No puedes seguir mandando a Campos, como hasta ahora? Además, estoy empezando a preparar la fiesta de tus sesenta años, y me ocupa mucho tiempo… Y el fin de semana que viene es el torneo social del club de golf; no puedo dejar solas a las chicas del equipo, pobrecillas…
Ninguna de mis excusas me sirvió de nada; lo más que conseguí fue su promesa de que, en mi primera “misión”, Campos me acompañaría. Por un lado, era un consuelo, pues él se ocuparía de hacer todo el trabajo; pero, por el otro… Desde que tuvo ocasión -sobrada, ciertamente- de verme desnuda, se tomaba conmigo unas confianzas intolerables; así que, cuando fui a verle a su despacho, yo iba preparada para otro de sus “asaltos”. Que, por supuesto, no eran más que verbales; ¡solo faltaría!
- ¡Eli, chè piacere! Estás preciosa con ese vestido largo, de veras; ¿me equivoco si te digo que parece de Valentino? Genial, espléndido; aunque, para mi gusto, nunca estarás tan guapa como cuando vas desnuda…
Nada le hacía más feliz que demostrar su nivel de italiano… Pero, en lo del vestido, había acertado; era precioso, sí, y de Valentino. Sobre todo el más discreto de mi guardarropa; para irle a ver, toda precaución era poca… Aunque aquel día yo estaba de poco humor; así que decidí probar de pararle los pies de una vez por todas:
- Si quieres, en vez de trabajar para nosotros en la Comercial, puedes venir a hacerlo en casa; por allí voy casi siempre desnuda, y el servicio ya está incluso aburrido de tanto verme en cueros...
Aunque trató de disimularlo, poniendo una mano frente a su cara, el tío enrojeció visiblemente; pues le había dado donde le dolía: por más que fuese el número dos de la empresa, e incluso que tuviese algunas acciones, no dejaba de ser un empleado. Y yo, la hija única, y heredera, del dueño… Pero en pocos segundos se repuso, y me contestó:
- ¡Touché! Escucha, me dice tu padre que iremos juntos a Bangkok, el mes que viene; me alegro mucho de que, por fin, te animes a ir aprendiendo a llevar la empresa. Ya tienes edad para hacerlo…
¡El muy capullo! Pero si yo aún no había cumplido los treinta y uno… Si hubiese sido un gato, viendo mi cara se habría relamido los bigotes. Sin duda me había devuelto la estocada, pero el combate iba a ser largo. Y, como dicen los franceses, reirá mejor el que reirá el último. Así que, de momento, me limité a sonreírle, y a decirle que ya me ocupaba yo de organizar el viaje; para que él pudiera concentrarse en la parte comercial...
- Te lo agradezco mucho. En realidad, tu padre no podía elegir mejor la ocasión: al señor Phunsawat le encantará que le visite la heredera del negocio, en persona; los orientales dan mucho valor a estas menudencias…
Salí de allí con lo de que me hubiese llamado “menudencia” a la cara bien atravesado; otra más que le debía… Se la devolví con las instrucciones a Marisa, la secretaria de mi padre, para que hiciese las reservas: nada de ir en el avión de la empresa, que no tenía autonomía como para llegar a Bangkok de un tirón; y, además, usarlo me obligaría a pasar un montón de horas encerrada allí dentro, con Campos. Mejor un vuelo regular: para mí, en primera, y para Campos, uno en business; de hecho, se merecía ir en turista, pero seguro que, si le mandaba con la gente ordinaria, se quejaría a papá.
Y el hotel, como de costumbre, el Sheraton Grande de Sukhumvit; para mí la Suite Royal, mi favorita; y una habitación estándar para él, a ser posible muchos pisos más abajo. Por más que papá me insistiese en que había hoteles más lujosos en Bangkok, o con mejores vistas, el Grande seguía siendo mi first choice : la piscina -y su jardín exótico, colgado tres pisos por encima del caótico tráfico de la ciudad- era un paraíso urbano. Y la cocina del hotel podía competir con los mejores restaurantes; para mí hasta con Sorn, mi preferido de siempre. Además de ser el único lugar -junto con la tienda de Jim Thompson, claro- que, en mis estancias en Bangkok, nunca olvidaba visitar.
Para mi sorpresa, Campos no protestó por la diferencia de asientos en el vuelo; y tampoco cuando, ya en el hotel, nos entregaron las llaves de nuestras habitaciones. Se limitó a decir que estaba muy cansado, y que ya nos veríamos al día siguiente; así que yo me fui a mi suite, y me di una ducha interminable mientras el mayordomo deshacía mis maletas. Cuando salí, envuelta en una enorme toalla, ya había oscurecido; y el mayordomo se había marchado, una vez terminada su tarea. Así que por fin pude hacer lo que, desde hacía horas, estaba deseando hacer: quitarme la toalla y sentarme, desnuda, en la terraza cubierta de la suite, a contemplar las vistas del lago Benjakitti.
Me quedé dormida en aquel sillón, casi de inmediato. Y me despertó el zumbido del teléfono; era una asistente del señor Phunsawat, que deseaba saber si sería posible que cenásemos con su jefe al día siguiente:
- Ya comprendo, señora, que acaban de llegar, y le pido mil disculpas por molestarla ahora. Pero el señor Phunsawat es un hombre muy ocupado, y necesita organizar su agenda con tiempo; así que me he tomado la libertad de llamarla ahora, aprovechando que aún no son las ocho de la tarde…
Yo le dije que no había ningún problema, que aún no me había puesto a dormir -eso era literalmente cierto-, y que estaríamos encantados de aceptar la invitación de su jefe. Quedamos en que, sobre las siete de la tarde siguiente, el chófer de su empresa nos recogería frente al hotel; y, cuando por fin colgué, esta vez sí que me fui a la cama. Con la piel de gallina, por cierto: desnuda, y con el aire acondicionado en marcha, había cogido algo de frio…
Dormí de un tirón, un montón de horas, y cuando me desperté hice otra de las cosas en las que, durante el viaje, más había pensado: bajar al tercer piso, y darme un chapuzón en mi piscina favorita. Aunque, para hacerlo, no tuve otro remedio que ponerme un biquini, y un albornoz encima de él: los tailandeses son gente de costumbres muy liberales, pero sorprendentemente vergonzosos en lo que se refiere a la desnudez pública. Aunque mi biquini no lo hubiese aprobado mi abuela, eso seguro: una simple banda horizontal de lycra amarilla, sin tirantes, que no alcanzaba a cubrir por completo mis generosos pechos (ni por arriba, ni por debajo); y un tanga mínimo, de los que no son más que dos cordeles, con un poco de tela sobre el sexo.
Después de nadar la piscina, de punta a cabo, unas cuantas veces, y de exhibirme un poco ante un caballero con aspecto de viajar por negocios, que desayunaba en una mesa junto al bar, regresé a mi suite; me duché, me vestí, y antes de bajar a desayunar llamé a la habitación de Campos. Más que nada, por darme el gusto de despertarle; sin duda lo hice, pues me contestó con voz de ultratumba. Le pregunté si iba a bajar a desayunar -yo lo hacía siempre; el buffet de desayunos del hotel bien merecía el pequeño esfuerzo de bajar al comedor, en vez de pedir que me subieran algo a la suite- y él, resignado, me citó en la entrada para al cabo de media hora.
Mientras desayunábamos, le expliqué mi conversación de la víspera con la secretaria del tal Phunsawat, y Campos pareció muy contento de saber que nos recibiría tan pronto; sobre todo, de aquella invitación:
- Ahora mismo, es sin duda el empresario más influyente del país. Es muy amigo del nuevo rey; y se rumorea que es quien proporciona las chicas que el otro consume, de manera compulsiva. Ya me entiendes; al parecer, en asuntos de bragueta el rey de aquí deja en pañales al que tuvimos nosotros… Si logramos que Phunsawat se asocie con la Comercial, nos aseguramos el mercado tailandés; y, de paso, tendríamos la primera base firme en el mercado asiático en su conjunto.
Campos estaba muy excitado con esa posibilidad, y empezó a aburrirme con cifras y más cifras; así que, en cuanto acabamos, le dije que tenía cosas que hacer, y quedamos en vernos por la tarde. Yo me fui de compras, a mis sitios favoritos; empezando por la tienda de Jim Thompson en Surawong, por supuesto, donde hice acopio de sedas. Cuando me aburrí de comprar cosas, me acerqué a la zona de Sam Yan a comer algo, y luego me di un paseo por el parque Lumphini; para cuando volví al hotel eran ya las cuatro, así que tenía que darme prisa: debía arreglarme para la cena.
Como, antes de salir del hotel, había hecho mis deberes, al llegar a mi suite las tenía a todas esperándome: peluquera, manicura, masajista, … No fue fácil ni rápido, pero a la siete menos cinco de la tarde bajé al lobby del hotel en todo mi esplendor, luciendo el vestido de seda natural que aquella misma tarde me había comprado… y los diamantes de la abuela, claro, que eran lo que más llamaba la atención: uno en cada oreja, grandes como garbanzos; otro igual, o algo mayor, en mi dedo anular -la abuela sí que se casó- y, de remate, los del collar: lo menos un centenar de pequeñas piedras, más uno de nosecuántos quilates, con forma de lágrima, colgando en el centro de mi escote.
Campos ya me esperaba, repeinado y vestido de esmoquin, junto a un enorme Mercedes negro; al verme llegar, el chófer salió y me abrió la puerta, y mientras me montaba en el vehículo me dijo, en un perfecto inglés:
- Mis disculpas anticipadas por el tráfico, señora; pero esto está siempre así. Si no es su primera vez, ya sabrá a qué me refiero… Vamos solo hasta Lat Phrao, a la residencia del señor en el centro; así que en media hora estaremos, se lo aseguro. Pónganse cómodos…
El chófer tuvo razón, y en algo más de media hora logramos recorrer los diez kilómetros escasos entre el hotel y el barrio de Lat Phrao; donde, después de meternos por diversos callejones, llegamos frente a una verja que se abrió al llegar nuestro coche. Era una casa enorme, de estilo tailandés y rodeada de jardines; el Mercedes fue a detenerse frente a la puerta principal, donde una chica muy joven nos esperaba, sonriendo. Nos hizo una reverencia y, tras abrir la puerta de mi lado, dijo:
- Bienvenidos a casa del señor Phunsawat. Yo soy Lawan, una de sus asistentes personales; acompáñenme, por favor, y les llevaré con él.
Campos y yo nos miramos, un poco sorprendidos. Sobre todo porque la chica, una auténtica belleza de rasgos delicados, cuerpo esbelto, pequeños pechos en forma de pera y nalgas redondeadas, estaba desnuda por completo. Bueno, no del todo: llevaba unas bonitas sandalias rojas, con un delgado tacón de al menos diez centímetros, que realzaban su elegante figura; pero, más allá de eso, ni una sola prenda más. Ni siquiera adornos, o joyas. Aunque, con las tailandesas, a mí siempre me era difícil precisar la edad, aquella desde luego parecía muy joven, una adolescente; pero, sin duda, era hermosísima. Tanto, que cuando emprendió la marcha, haciendo que sus nalgas se contoneasen justo delante nuestro, Campos se quedó tan ensimismado que, para que él también se pusiera en movimiento, tuve que darle un codazo...
- ¡Señorita Puig, cuánto honor! Créame: para mí, es un auténtico placer recibirla en mi humilde casa…
El hombre que me esperaba, con los brazos abiertos, en el porche que daba al jardín y la piscina, era un tailandés alto, fornido y de mediana edad; iba con un pantalón blanco, mocasines y camisa de seda, y su ropa, perfectamente entallada, dejaba claro que no tenía un gramo de grasa en el cuerpo. Nos saludó a los dos con un firme apretón de manos, y luego nos señaló el sofá; cuando nos sentamos le dijo algo a la chica, y esta se marchó de inmediato.
- Hermosa, ¿verdad? Eso es, precisamente, lo que significa Lawan en thai, hermosa… Es una de las mejores alumnas que tengo; estoy casi seguro de que, en las próximas pruebas de selección, logrará ingresar en la Academia de Concubinas Reales.Ahora nos traerá unos refrescos…
Campos, siempre tan práctico, trató de empezar a hablar de negocios; de hecho, había venido con un maletín -lo que me pareció de una descortesía inaudita, por cierto-, e hizo un amago de alcanzarlo. Pero a mí me interesaba muchísimo más lo de aquella academia, y le pedí a nuestro anfitrión que nos lo explicase mejor.
- Como comprenderán, para cualquier tailandés poder servir a su rey es el mayor honor al que puede aspirar. Por supuesto, cada uno lo hace según sus capacidades: en mi caso, poniendo al servicio de Su Majestad mi fortuna, y mis contactos. Y, en el caso de las chicas muy pobres, aldeanas incultas, a las que la naturaleza ha dotado de una belleza, y una elegancia, como las de Lawan… Nada mejor que ingresar en la Academia, claro; pero las pruebas de ingreso son muy duras, las plazas escasas, y las candidatas muy numerosas. Así que yo ayudo, a las que me lo piden, a aprender cómo superarlas…
Cuando la chica regresó, llevaba una bandeja con zumos de fruta; una vez que la dejó sobre la mesa, Phunsawat le dijo algo que la hizo enrojecer de una forma ostensible. Pero enseguida se repuso; y, tras ponerse junto a las rodillas de Campos, que estaba sentado en el extremo del sofá, levantó su pie izquierdo hasta ponerlo sobre el reposabrazos. Pasándolo, al hacerlo, justo por encima de los muslos de él; pues extendió la pierna, muy despacio, desde el lado contrario de aquellos. Una vez así espatarrada, con su sexo abierto, y ofrecido, a medio metro de la cara de mi asombrado acompañante, le dijo con voz melosa:
- Mi amo dice que aún tengo algún pelo ahí abajo, pese a que esta tarde me he depilado bien a fondo. ¿Sería usted tan amable de comprobar si eso es cierto? Entre mis nalgas también, por favor; es donde más me cuesta alcanzar al rasurarme… Si lo prefiere, puedo darme luego la vuelta, y abrirme de piernas al máximo; o, si no, cuando haya repasado a fondo mi vulva, sepáreme usted mismo las nalgas; así, verá mejor la hendidura entre ellas…
Mientras Campos, con una ostensible erección tratando de romper la cremallera de su esmoquin, se sumergía en las partes pudendas de la chica, en busca de un hipotético vello que, por lo que yo podía ver, le iba a ser muy difícil de hallar, Phunsawat continuó explicándome lo que, de un modo sin duda muy gráfico, nos acababa de demostrar Lawan.
- Las pruebas de acceso puntúan, esencialmente, cinco características básicas: belleza y elegancia, obediencia, ausencia de pudor, artes amatorias, y resistencia al dolor. Y no son fáciles, en absoluto; piense que, el año pasado, se presentaron casi mil chicas para doce plazas…Lawan va de maravilla en las cuatro primeras, pero aún tiene que trabajar un poco más la quinta; esta mañana, cuando me ha traído el desayuno, le he pellizcado fuerte un pezón, clavándole la uña, y ha hecho gesto de apartarse…
Entre la visión de Campos, justo a mi lado, babeando mientras hurgaba en el sexo de aquella chica desnuda, y las explicaciones del tailandés, yo me estaba poniendo realmente cachonda. Tanto, que notaba empapada la trasera del vestido de seda; pues el mínimo tanga que llevaba, rojo como el vestido, era por completo incapaz de contener todas aquellas secreciones. Así que yo tenía claro que, en cuanto me pusiera en pie, me sería imposible disimularlo. Pero la curiosidad, o más bien la tremenda excitación que la mera idea de que existiera aquella academia me provocaba, me obligaba a preguntar más y más detalles:
- Pero, claro, todas las chicas que se presentan deben ser muy jóvenes; desde luego, Lawan lo parece, y mucho… De hecho, ¿existe una edad límite? Además, me imagino que solo aceptarán chicas tailandesas, ¿no? Lo digo por la cuestión del idioma…
Seguro que Phunsawat ya me veía venir, pero hizo ver que no se daba cuenta de lo que yo estaba pensando. Eso sí, hizo todo lo que estaba en su mano para seguir ayudándome a que, por así decirlo, me tirase a la piscina de cabeza:
- No, qué va… El amor, el placer, la sumisión, el dolor, no tienen idioma; de hecho, ahora mismo hay en la Academia un grupo de chicas extranjeras. Si no me equivoco, cinco: una sueca, dos norteamericanas, una sudafricana y una etíope. Y, en cuanto a las edades… La mayoría son muy jóvenes, cierto, pero por arriba no hay un límite fijo establecido; desde los dieciocho, hasta la edad que tenga la candidata. Si es que supera las pruebas, claro…Y lo de los dieciocho años es un mero imperativo legal; pues piense que, en las aldeas, llevar el registro de nacimientos correctamente es muy difícil. Si una chica dice que ha cumplido los dieciocho, pues de acuerdo; ya me entiende, ¿no?
Un gemido de Lawan, profundo y muy prolongado, nos anunció que las manipulaciones de Campos estaban provocando en ella un efecto parecido al que, en mi caso, conseguían las palabras de Phunsawat. Yo enrojecí un poco; y él, tras dirigir una mirada de falsa conmiseración hacia la entrepierna de mi acompañante, le sugirió que se fuese con la chica, para que continuasen la exploración a solas. No se hicieron rogar, y marcharon los dos de allí entre risas, al trote corto.
Cuando nos quedamos solos, el tailandés cogió una campanilla de la mesa, y la hizo sonar. Enseguida apareció un hombre pequeño, vestido como un mayordomo inglés, y Phunsawat me dijo:
- No quisiera ofenderla, pero me temo que el espectáculo ha provocado algunos daños en su vestido. Si se lo entrega a Arthit, él se ocupará de que, cuando usted se marche, esté en perfecto estado…
II
Mi primera intención fue preguntarle qué me podía poner mientras tanto, pero de inmediato comprendí que hubiese resultado absurdo; estaba claro que aquel hombre me estaba sometiendo a una prueba, y lo mejor era que hacía rato que yo estaba deseando, casi pidiendo, ser sometida a ella. ¡Qué lejos me quedaba en el tiempo aquella Eli a la que le daba vergüenza exhibirse, en la playa, en un simple biquini!
La excitación pudo con mis restos de pudor; así que me puse en pie, bajé la cremallera de mi vestido, que iba de media espalda hasta la grupa, y lo dejé caer al suelo. Con lo que me quedé delante de él en bragas, zapatos, y joyas, ya que no me había puesto sujetador. Con aquel vestido era imposible, y además me gustaba dejar que mis grandes pechos se moviesen libremente bajo la seda; bien sabía que, al hacerlo, llamaban la atención de los hombres una barbaridad…
Cuando me agaché, a recoger el vestido, me di cuenta de que los ojos del tailandés no se separaban de mis pechos, que con mi rápido gesto iniciaron un amplio bamboleo; y al volverme a incorporar noté que mis bragas estaban también muy mojadas. Sin pararme a pensar, y sorprendiéndome a mí misma por mi atrevimiento, le miré con picardía y le dije, mientras dejaba el vestido sobre el sofá:
- Mis bragas están incluso más dañadas… ¿Cree usted que también me las podrían lavar, mientras cenamos?
Sin esperar a su respuesta, metí los dos pulgares en los laterales de mi tanga, y lo empujé hacia el suelo; cuando lo recogí, y me incorporé llevándolo en la mano, él me alargó la suya y lo cogió. Aunque no para ponerlo junto con el vestido; en vez de eso lo acercó a su cara, lo olió durante un buen rato, y luego lo metió en uno de los bolsillos de su pantalón, mientras me decía:
- El día que se vaya de aquí no las va a necesitar. En realidad, espero que ni siquiera necesite el vestido; todas las chicas que preparo van a hacer las pruebas de selección desnudas. Y, en el Mercedes, los vidrios tintados de atrás las protegen de cualquier mirada indiscreta, por el camino; este es un país de hipócritas, ¿sabe? Muchos de nuestros hombres se acuestan con menores de edad, y les hacen toda suerte de barbaridades, pero luego se escandalizan si ven un pecho en público… No, no vuelva a sentarse, que ensuciaría aún más el sofá; mejor se pone de rodillas aquí, delante mío. Exacto, así; y sepárelas un poco más, por favor, que se vea bien su sexo rasurado…
Desnuda, y algo ruborizada, no me costó nada obedecerle; en realidad, lo que yo estaba esperando era su opinión sobre mi cuerpo, pero el hombre no parecía dispuesto a soltar prenda. Por el momento siguió charlando conmigo, de temas intrascendentes, durante el tiempo que tardó Campos en regresar; tal vez diez minutos, no sería mucho más. Cuando lo hizo venía muy contento, cogido de la mano de Lawan, y al llegar a nuestra altura me dijo:
- Ya llevabas tú mucho tiempo sin exhibirte desnuda… En fin, supongo que el señor Phunsawat tendrá algo que yo no tengo, pero agradezco por igual el espectáculo. Sigues teniendo un cuerpo precioso, Eli, la verdad; Lawan es más joven que tú, pero ya le gustaría a ella tener tus tetas…
De inmediato consiguió volver a sonrojarme; y aún lo hizo más cuando, en los siguientes quince minutos, le explicó al tailandés cuanto sabía sobre mis andanzas con Juárez, y luego con Santi. Lo que me obligó, más de una vez, a intervenir, porque Campos substituía todo lo que ignoraba abusando de su calenturienta imaginación; en cualquier caso, cuando concluimos aquel relato compartido Phunsawat comentó:
- Si ha sido usted capaz de pasar por todo eso, e incluso de disfrutarlo en algún momento, puedo intentar prepararla. En fin, ahora vamos a cenar; en cuanto acabemos le pondré a prueba por segunda vez. A ver si tengo el mismo éxito que con lo de desnudarla…
Lawan nos guio hasta el comedor, en otro porche que, en vez de mirar sobre la piscina, tenía una vista impresionante de la ciudad; de camino me di cuenta de que los dos hombres, sin duda para poder contemplar a su entera satisfacción nuestros cuerpos desnudos en movimiento, se habían quedado unos pasos más atrás. Pero, en vez de incomodarme, eso me hizo sentirme orgullosa; yo no paraba de mojar, y cuando no sentamos a la mesa le dije a Campos, quien tenía los ojos clavados en mis húmedos muslos:
- Al final te has salido con la tuya, ¿no? Disfrútalo, hombre, mírame tanto como gustes; y cuando te vuelvas al hotel, hazme un favor: llama a mi padre, y dile que me quedo aquí un tiempo. Tratando de ser lo menos explícito posible, porfa… No quiero tenerlo por aquí en un par de días, tratando de convencerme para que, como diría él, me deje de chiquilladas. Dile que voy a explorar los mercados de Oriente, por ejemplo; en el fondo, eso es exactamente lo que voy a hacer…
La cena fue, como cabía esperar, una maravilla; y el vino… ¡La de años que hacía, desde la última vez que había tomado un Château Margaux! Papá siempre con su Petrus, y su Mouton Rothschild; y, en España, el Margaux era bastante difícil de encontrar en los restaurantes. Así que disfruté la cena como una cría; solo que sentada desnuda entre aquellos dos hombres, y frente por frente con otra mujer desnuda: Lawan. Acabados los postres, los cuatro regresamos al porche donde me había desnudado; donde, en cuando terminé mi café, Phunsawat soltó una bomba:
- Por favor, Eli, túmbese usted en la hierba con Lawat, justo aquí delante nuestro. Van ustedes a hacer el amor, hasta que ambas se corran… Y sin trampas, ¿eh? Si simula un orgasmo, la devuelvo a su hotel inmediatamente.
Estuve a punto de mandarle a paseo; pues, a mí, las mujeres nunca me han interesado sexualmente. En realidad, las mujeres no me interesan mucho, en ningún sentido; las únicas que atraen mi atención son aquellas que pueden rivalizar conmigo, en lo que sea: belleza, riqueza, simpatía, habilidad deportiva, ... Y me intereso por esas solo hasta que encuentro la manera de derrotarlas.
Pero Lawan era otra cosa; antes de que yo me hubiese podido casi dar cuenta, me había tumbado sobre la hierba, me había separado las piernas, y estaba lamiendo, con mucha delicadeza, mi clítoris. Como yo llevaba ya un rato sobreexcitada, aquello tuvo un efecto casi inmediato; menos de un minuto más tarde, yo gemía como una gata en celo. Y, cuando ella se colocó a cuatro patas sobre mí, y puso su sexo justo frente a mi cara, no me costó ningún esfuerzo devolverle sus atenciones; casi me pareció algo natural besar, y lamer, aquella vulva perfecta, de labios carnosos y apretados.
Ganó ella: cuando, algunos minutos después y sin previo aviso, introdujo dos de sus dedos en mi vagina, y comenzó a moverlos allí dentro, logró que yo explotase en un orgasmo realmente enorme; durante un par de minutos, mi cuerpo se vio recorrido por unos tremendos espasmos de placer, que casi me hicieron perder el sentido. Y, cuando logré recobrar un poco la compostura, me pareció casi obligado devolverle el favor; así que hice lo mismo que ella, y al poco de haberla penetrado, Lawan aplastó su cuerpo desnudo contra el mío. Y por sus gemidos, y su agitación, supe que también se había corrido.
Los aplausos de los dos caballeros me devolvieron a una realidad de la que, durante los últimos diez minutos, me había evadido por completo. Y la voz de Phunsawat terminó de recordarme mi recién adquirida condición de alumna en prácticas, por así decirlo:
- ¡Fantástico! Tiene usted, por así decirlo, un talento natural para el amor entre mujeres… Ha logrado excitarme muchísimo, e imagino que lo mismo le sucederá al señor Campos. Así que, por favor, acérquense las dos hasta aquí, y alivien nuestra tensión con sus hábiles y generosas bocas…
Mientras, empapada en sudor y con mi cara llena de las secreciones de Lawan, me incorporaba y comenzaba a caminar hacia el sofá del porche, no podía dejar de pensar en que aquella forma de pedir una mamada era, quizás, la más cursi que yo nunca había escuchado. Hasta tal punto, que una sonrisa se formó en mis labios; pero la risa se me cortó de golpe cuando, a punto de arrodillarme delante de Phunsawat, él me dijo:
- No, usted con el señor Campos, haga el favor…
Me quedé inmóvil, mirándole con una cara que, seguro, reflejaba mi más absoluta sorpresa: ¿me estaba diciendo, en serio, que se la tenía que chupar a un empleado? Ciertamente, me hacía gracia intentar superar las pruebas; más que nada por demostrarme a mí misma, una vez más, lo mucho que yo valía. Y también, claro, porque calculaba que eso me iba a proporcionar numerosos y potentes orgasmos; pero, en realidad, solo tenía intención de lograr ingresar en aquella academia, no de quedarme en ella, y menos aún de servir al rey de allí. Así que, lo de chupársela a Campos, precisamente a él…
- Ya veo que la obediencia no es, precisamente, su mejor cualidad… Es una lástima, porque es la más apreciada en las candidatas; con ella, una chica puede superar cualquier obstáculo que encuentre en su camino: el pudor, el temor, el dolor, incluso el asco…
Una vez más, capté de inmediato lo que me quería decir, y comprendí que aquello no era sino otra prueba; así que, con un suspiro de resignación, me fui a arrodillar frente a la bragueta de Campos. Que, para entonces, ya volvía a parecer una tienda de campaña; tan pronto como le bajé la cremallera, salió de allí dentro, disparado, un miembro de considerables proporciones. Pues el muy guarro, después de “explorar” a Lawan, al parecer no se había molestado en volver a ponerse los calzoncillos…
Eso sí, la cara que Campos ponía era para haberla retratado; supongo que había deseado aquello tantas veces que, cuando por fin sucedió de veras, seguía pensando que soñaba. Yo, una vez superadas mis reticencias de clase, me puse a la labor con entusiasmo; y -lamento ser poco modesta- desde mi encierro en casa de Juárez, soy una auténtica artista de la felación. No en vano, durante muchísimos días, mi único pasatiempo fue atender el pene del chófer de aquel desgraciado; aunque ojalá los dos hayan recibido la más cruel de las muertes, es justo reconocer lo que en su sótano aprendí.
Básicamente, eran dos las técnicas fundamentales, y ambas las puse en práctica, de inmediato, mientras manipulaba el pene erecto de Campos: lograr tragármelo entero, controlando el natural reflejo de vómito, y emplear la lengua sobre todo en la base del glande, concentrando el máximo esfuerzo en el área del frenillo. No tardé mucho en lograr un resultado espectacular; y eso que el hombre, antes de cenar, seguro que ya se había “aliviado” al menos una vez… Pero aun le quedaban fuerzas para, después de un gruñido gutural, llenarme la boca con una eyaculación copiosísima; tras recibirla, yo comencé a mirar a mi alrededor, buscando donde escupirla, pero la mirada de Phunsawat me detuvo. La mirada, y también sus palabras, entrecortadas por culpa de la intensidad con la que Lawan estaba ocupándose de su miembro:
- ¡No, por favor! Nunca se le ocurra escupir la simiente de un hombre; agradézcale la ofrenda, y tráguela con pasión, con fervor… Es el mejor tributo que él puede hacer a su belleza, a su obediencia…
Una vez más, pensé que Phunsawat era un cursi redomado; pero, para demostrarle mi predisposición a obedecer lo que fuese, me tragué todo aquel semen, que me llenaba la boca hasta el punto de, casi, rebosar su capacidad. A la vez que él también llegaba al orgasmo; aunque, supongo que por humillar a Lawan un poco más, antes de correrse se retiró de la boca de la chica; con lo que eyaculó, directamente, en su cara.
Campos, mientras tanto, había vuelto a guardarse el pene dentro de su pantalón; y, quizás por un sentimiento de culpa -lo que sería raro en él- trataba de que yo le acompañase al hotel. Aunque seguramente, era porque no quería perder su recién estrenada -y de inmediato extinguida, por más que él pudiese creer otra cosa- capacidad para utilizarme sexualmente. En realidad, estaba claro que no había entendido nada de lo que había pasado allí, ni comprendía qué era lo que yo me proponía hacer.
- Eli, ha sido muy divertido, pero creo que debemos marcharnos ya al hotel. Si te parece, mañana nos reunimos con Phunsawat en sus oficinas, y allí cerraremos los detalles económicos del trato; quedaré con él temprano, para que podamos regresar en el primer avión. Vámonos ya; que ardo en deseos de continuar con lo que hemos empezado…
Phunsawat, pese a no entender nada de lo que decíamos, nos miraba con cara sonriente, relajada; mientras acariciaba distraídamente las nalgas de Lawan, quien había acostado su desnudez encima de él, en el sofá. A punto estuve de contestar a Campos en castellano, pero finalmente opté por el inglés; más que nada, para que el tailandés comprendiese que mi determinación era sólida: haría lo que fuese por ser una de las seleccionadas para la Academia.
- Escucha, imbécil; te la he chupado por una sola razón: porque mi tutor me lo ha ordenado. Como podía haberme ordenado que se la chupase a un cerdo, a un perro, a un caballo… O a su mayordomo; al final, para eso estáis los empleados, ¿no? Para hacer lo que se os diga; incluso, para sacar la chorra cuando se os ordena… En fin: lárgate ya, y dile a mi padre que ya le llamaré en unos días; si estas monadas asiáticas se creen que van a poder conmigo, van más que listas. Ninguna tiene mis tetas…
Campos enrojeció, y me miró con auténtico odio; pero se puso en pie, masculló una excusa en dirección a Phunsawat, y acto seguido se retiró de allí. Siguiendo a Lawan, quien le guiaba hacia la salida con su habitual meneo de nalgas, mientras que exhibía la mejor de sus sonrisas. Una vez que los dos se hubieron marchado, el tailandés me dio sus primeras instrucciones:
- A partir de ahora te llamaré Sarai; en nuestra lengua, significa princesa. Vivirás en el pabellón de las alumnas, donde Lawan te llevará cuando regrese; a partir de mañana, empezaremos a prepararte para el examen de ingreso. Que, si todo va como espero, se celebrará dentro de poco más de un mes…
A su regreso, Lawan me alargó una mano; yo se la cogí, y juntas fuimos hasta uno de los edificios que rodeaban la piscina. Desde fuera no se distinguía de los demás, pero su interior sí que era muy peculiar: un largo pasillo, con pequeñas celdas a ambos lados, y al fondo una enorme, y suntuosa, sala de baños. La chica me llevó hasta una de aquellas celdas, separada del pasillo solo por una puerta enrejada y entreabierta; junto a la cual, un pequeño cartel decía “Sarai” en letras latinas, bajo una inscripción en tailandés. Que, supuse, diría lo mismo; y estaba claro también que aquel cartel, allí colocado desde antes de mi llegada, solo podía significar que Phunsawat se había anticipado a mi decisión. Por así decirlo…
- Si necesitas ir al baño, hazlo antes. Una vez que cerremos la puerta, ya no la podrás abrir hasta que vengan mañana a sacarnos, para las clases.
Aunque yo no tenía demasiadas ganas de orinar, le hice caso, pues no sabía hasta qué hora debería permanecer encerrada; así que fuimos hasta la sala de baño, construida en un precioso mármol blanco, y con sus estanterías rebosantes de los mejores productos de belleza. No me entretuve mucho, pero me pareció ver que estaban todos, o casi todos, mis favoritos; desde luego, de Clarins había un gran surtido, no solo la crema hidratante.
Cuando terminé, me lavé la cara y me quité el maquillaje; y, como no sabía qué hacer con mis joyas, me las dejé puestas. Pero, cuando regresé a mi celda-dormitorio, Lawan me estaba esperando allí, sentada sobre el camastro; lo primero que hizo fue quitármelas, aduciendo que, con ellas puestas, podría crear envidias entre las chicas. Luego, abrió un cajón del único mueble que allí había, y las guardó dentro; pero lo que más me llamó la atención fue lo que de allí sacó: unas esposas, y unas pequeñas pinzas de mariposa. Las primeras, unidas por solo un par de eslabones; y las segundas, mediante una fina cadena de un palmo de longitud, más o menos.
- Hoy dormirás llevando estas pinzas colocadas en tus pezones; así vas acostumbrándote a soportar el dolor continuado. No te asustes, que no son de las que más aprietan; aunque, al tener este resorte, no dejan de hacerlo nunca. Y, si tiras de ellas, o de la cadena que las une, aun muerden con más fuerza, así que cuidado con lo que haces. Las esposas son para sujetar tus manos atrás: te ayudarán a evitar la tentación de quitarte las pinzas. Y, a la vez, la de masturbarte; solo puedes sentir placer cuando seas autorizada a hacerlo…
Yo me quejé un poco, pues ninguna de las chicas que había visto en las demás celdas ocupadas, durmiendo desnudas sobre sus catres -serían media docena; todas tailandesas menos una que, aunque estaba girada de espaldas, era de piel muy negra- me pareció hacerlo llevando pinzas en sus pechos, y mucho menos esposas. Pero Lawan fue inflexible; primero me dijo que, si no obedecía, la iban a castigar también a ella. Y luego precisó:
- Escucha, aquí solo hay un castigo, pero es sin duda el más terrible: ser expulsada de la casa. Ya sé que tú eres una occidental rica, y que eso no te ha de preocupar demasiado: si el amo te echa, el único que sufrirá será tu amor propio. Pero las demás estamos aquí por necesidad; nuestras familias son muy pobres, y ésta es nuestra única oportunidad para poder llegar a ser alguien en la vida. ¿Sabías que casi todas las chicas famosas del país, modelos, actrices, cantantes, presentadoras de televisión… han sido candidatas a la Academia, o incluso han llegado a ingresar en ella, y a permanecer un tiempo allí? Y lo mismo las esposas de casi todos los hombres más influyentes…
Como no quería perjudicarla, dejé que me esposase las manos a la espalda; y, luego, que me colocase las dos pinzas en los pezones. Aunque a la primera me arrepentí; aquellos pequeños demonios mordían mi sensible carne con verdadera maldad, y me pareció imposible que yo pudiese resistirlos. No ya toda la noche, sino simplemente una hora. Así se lo indiqué a Lawan, pero ella se limitó a sonreír, darme un beso en los labios -realmente apasionado- y salir de mi celda; una vez fuera, tiró de la reja suavemente, hasta que sonó el “¡clic!” que indicaba que había quedado cerrada. Y, pocos segundos después, en el silencio de la nave sonó otro ruido similar, que -me imaginé- vendría de la puerta de su propia celda, al cerrarse.
III
Como es fácil suponer, pasé una noche horrible. Las pinzas no pararon de atormentarme ni un segundo, y las muñecas esposadas a la espalda no solo me impedían quitármelas; sobre todo, me hacían casi imposible encontrar una postura cómoda para dormir. Así que muy poco pude hacerlo; las horas fueron pasando lentamente, mientras el dolor en mis pezones, aunque un poco menos intenso que al principio, seguía recordándome mi absurda, por autoimpuesta, condición de esclava.
La única distracción, durante mis muchas horas en vela -si es que a eso se le podía llamar una distracción- fue contemplar a la chica que dormía en la celda justo frente a la mía. Era una tailandesa muy joven, delgada, de largas piernas y pequeños pechos, que no paraba de gemir; al principio, y debido a la oscuridad, no logré determinar por qué razón lo hacía, pero conforme mis ojos se fueron habituando a la escasa luz lo comprendí: llevaba una especie de cinturón de castidad metálico, formado por un alambre trenzado alrededor de su cintura, y otro que, desde el primero, iba de delante a detrás a través de su sexo, y de su ano. Sin duda, aquel alambre sujetaría, dentro de ella, algo que la hacía gemir; y, desde luego, lo suyo no parecían gemidos de pasión…
A la mañana siguiente, a primera hora, sonó un gong como despertador, y poco después Phunsawat apareció en el pasillo de las celdas. Vino directo hacia la mía, y se quedó mirándome a través de la reja; aunque en el último momento pareció cambiar de idea, y entró en la de enfrente: la chica, al verle venir, sonrió, separó las piernas, y adelantó su vientre hacia el hombre. Él sacó una pequeña llave de su bolsillo, y soltó el candado -ahora sí podía verlo- que mantenía cerrado aquel cinturón; al sacárselo ella, pude ver lo que la pobre había llevado dentro toda la noche: dos consoladores, de dimensiones brutales. El que sacó de su sexo haría más de veinte centímetros de largo, y no menos de cinco de ancho; y el que había pasado la noche en su ano solo parecía un poco más pequeño. Y ambos, además, tenían una superficie muy rugosa, en reileve; comprendí, al momento, la razón de sus gemidos nocturnos…
Phunsawat la dejó allí, limpiando con su boca los dos consoladores, y entonces sí que entró en mi celda. Yo no sabía muy bien qué debía hacer, pero me incorporé; aunque con la lógica dificultad derivada de ir esposada detrás. Él se acercó, cogió la pinza que aprisionaba mi pezón izquierdo entre sus dedos, y antes de retirarla me dijo:
- Vas a experimentar un dolor realmente exquisito. Después de tantas horas, el retorno de la circulación de la sangre al pezón provoca un sufrimiento muy intenso; más cuando, como ahora, no puedes frotártelo con tus manos. Espero que lo disfrutes con entereza, sin dar un espectáculo innecesario…
Menos de un segundo después de que retirase aquella pinza, un terrible pinchazo de dolor nació en mi pezón, y viajó directamente hasta mi cerebro; el dolor, en efecto, era muchísimo peor que cuando la llevaba puesta, y además cursaba por oleadas. Siguiendo -supuse- los latidos de mi corazón, cada vez que enviaba un nuevo torrente de sangre hacia la sensible carne lacerada. No pude evitar un gemido, pero logré frenar el aullido que me hubiese gustado dar; y también conseguí frenar el impulso de lanzarme a la pared, para frotar contra ella mi dolorido pecho. Aunque no pude reprimir el único otro desahogo que me permití: dar varias patadas al suelo, con mis pies descalzos.
El tailandés, que seguía sujetando la pinza en su mano, esperó unos minutos a que me calmase; y después, retiró la otra de mi pezón derecho. Cuando vi lo que iba a hacer, a punto estuve de pedirle que la dejara allí para siempre; al pensar en el dolor que estaba a punto de volver a atormentarme, casi hubiese preferido mantener aquel diabólico aparato mordiendo mi pezón indefinidamente. Pero no lo dije, y esta vez sí que se me escapó un grito; al que sumé, dado que por fin mis dos pechos estaban libres, un montón de saltos, contorsiones de todo tipo, y patadas al suelo.
- No está mal, Sarai, pero debes practicar mucho más; se espera de ti que sufras en silencio. Aunque, por supuesto, el hombre que te atormenta debe poder paladear tu dolor; sufres para su placer, recuérdalo. Es difícil, pero con la práctica se pude aprender: a sonreír mientras se aprietan los dientes, a sudar mientras se mantiene la postura, a gemir con suavidad, a medio camino entre el sufrimiento y el deseo…
Me vinieron ganas de decirle que probase él, y luego me diría, pero supe mantener la boca cerrada; en aquel momento, hubiese dado una buena parte de mi herencia a quien me quitase aquellas esposas, pues ardía en deseos de frotarme los pezones. Pero él lo sabía, claro, y se anticipó a la que iba a ser mi petición inmediata:
- Aún no te voy a devolver las manos; lo primero que harías sería frotarte los senos, aunque yo te lo prohibiese expresamente. Desayunarás así; Lawan se ocupará de alimentarte, y antes de eso de lavarte. Y luego, cuando vayáis a clase, ya te las quitaré; para asistir, necesitarás tus manos.
Mi cara de frustración debió de ser tan obvia, que se marchó a abrir las otras celdas con una gran sonrisa en la cara. Pero lo que él no había podido prever -o tal vez sí, pero si así fue nada me dijo- era que Lawan, mientras me enjabonaba en la ducha, iba a ocuparse de aliviar mi sufrimiento; y no solo acariciando mis pezones con la esponja sino, una vez bien limpia, llenándolos de besos y caricias. Tanto, que al salir de la ducha noté que de nuevo estaba mojando; suerte que ella, entre risas, remedió el problema con una toalla.
Me dio de desayunar como lo haría con un bebé, llevando los alimentos directamente a mi boca; yo se lo agradecí con mis besos, y no solo en la suya: la cubrí de ellos por todas partes, aunque de cintura para arriba. No se los di donde más me apetecía, pero fue solamente porque ella no se dejó; estábamos sentadas una junto a la otra en un banco, en la cocina, y en ningún momento separó sus piernas. Por lo que supuse que, como tantas otras cosas, allí solo podíamos tener sexo cuando se nos ordenase.
Tras el desayuno, seguí a las otras hasta lo que parecía un aula escolar, con pupitres individuales; y unas sillas, detrás de cada uno de ellos, realmente especiales. Pues, en mitad de su asiento, tenían clavado un consolador tan grande como el que mi vecina de la celda de enfrente llevó, en su vagina, toda la noche. Al verlo me asusté un poco, pues estaba claro que debía empalarme en él, cuando me sentase tras el pupitre que me correspondiera; y yo, aunque estaba un poco excitada, no había lubricado aún lo bastante para meterme todo aquello dentro. Al menos, no sin hacerme daño...
Pronto vi que todas las demás tenían el mismo problema; pues situaron sus vulvas justo sobre sus consoladores y, poco a poco, fueron introduciendo aquellos monstruos en sus vaginas. No sin un montón de suspiros, gemidos, y hasta algún grito de dolor; yo, siguiendo su ejemplo, traté de empalarme tan despacio como pude, entrando y saliendo para lubricar mis labios menores, y la entrada de mi sexo, tanto como pude. Pero, aun y así, no pude evitar cierta fricción, y el dolor que con ella venía; aunque no fui la última que logró apoyar sus nalgas en el asiento, una vez conseguida la penetración completa.
Pese a que el inicio fuese tan interesante, y a que en cuanto me hube empalado por completo me quitaron las esposas, la mañana me resultó más bien aburrida; pues la clase, para empezar, era casi todo el rato en thai, con solo algunos incisos en inglés. Pero, además, iba sobre protocolo tailandés, lo que no me resultaba especialmente interesante: las cosas que más gustaban a los hombres de allí, el modo de ser seductora sin parecer desvergonzada, y cosas por el estilo. Al principio me hizo cierta gracia, pues tenían una auténtica obsesión con lo de las apariencias; pero, al cabo de algunas horas debatiendo sobre cosas tales como el modo de incitar al hombre tailandés con discreción, empecé a aburrirme. A mí, que me había paseado desnuda por el Liceo, me iban a explicar que, si un hombre acercaba su rodilla hasta tocar la mía, mantener el contacto con él significaba que podía llegar a haber algo más entre los dos…
Por suerte, al final llegó la hora del recreo; en nuestro caso, de ir a nadar a la piscina. Cuando me levanté de la silla, y me retiré de aquel consolador, mi primera impresión fue que mi vagina nunca más recobraría la normalidad. Y no era la única; pues las demás, al igual que debía hacer yo, caminaban de un modo muy divertido, con las piernas más separadas de lo normal. Pero un rato chapoteando en el agua, y luego un baño de sol, devolvieron a la normalidad a nuestras vaginas; y, para cuando nos llamaron a comer, yo ya no me notaba dilatada. O, más bien dicho, ya solo un poco.
La comida fue ligera, pues ya nos advirtieron que aquella noche íbamos a amenizar una fiesta, en la que habría comida y bebida en gran cantidad; solo nos dieron una ensalada con pollo y queso, y algo de fruta. Pero, antes de ir a la fiesta, nos faltaba un ejercicio de tarde; que, para mí, fue sin duda muy difícil de completar. En vez de ir a hacer la siesta a la piscina, o a nuestras celdas, nos llevaron a una gran sala, en la que había tantas mesas de masaje como chicas; una vez que cada una se tumbó sobre la suya, apareció Phunsawat. Iba escoltado por un grupo de tailandeses muy musculosos, vestidos solo con un short y una camiseta, que se repartieron por las mesas; el que me tocaba a mí vino a mi lado escoltado por su jefe, quien me dijo:
- Sarai, a las demás no tengo que explicarles de qué va esto, pero a ti sí. Estos chicos os van a dar un masaje, tan sensual como sean capaces; vuestra obligación es aguantar, tanto tiempo como podáis, sin correros. Y no trates de engañar a tu cuidador; lleva ya muchos años dando masajes a chicas, y sabe reconocer un orgasmo hasta con los ojos cerrados. He de advertirte: la primera que se corra, además de quedar en evidencia ante las demás, recibirá un castigo; en vez de ir a la fiesta, se quedará aquí limpiando. Y, en cuanto acabe la tarea, será encerrada en su celda hasta mañana.
Yo asentí con la cabeza y, más por orgullo que por otra cosa, me juré a mí misma que no sería la más débil. Pero pronto vi que resistir no iba a ser fácil, aunque el hombre empezó por trabajar mi dorso; sus grandes y fuertes manos, apretando mis carnes untadas en un aceite balsámico, me excitaron enseguida. Y, para cuando el hombre, bajando por mi espalda, llegó hasta las nalgas, y empezó a sobármelas, yo ya me notaba empapada; bastó que sus manos pasasen de las nalgas a los muslos, y sobre todo al interior de éstos, para que se me escapase un primer gemido.
Él siguió con los mismos movimientos, paseando sus manos muy cerca de mi vulva, pero sin llegar nunca a rozarla; y eso que yo, para facilitarle la tarea, había separado mis piernas. Tanto, que los pies me colgaban fuera de la mesa de masaje; en realidad, en aquel momento lo que más deseaba en el mundo era que sus manos se paseasen por mi sexo, y que sus fuertes dedos se metiesen en mi vagina. Cada vez que pasaban al lado, un estremecimiento me recorría toda la espalda; pero el hombre, sin duda un experto, evitaba todo el tiempo tocar donde yo más lo deseaba.
Cuando yo ya iba a gritarle que, por favor, me penetrase de una vez, loca por sentir sus dedos dentro de mí, noté que me daba una palmada en la nalga izquierda; y, al levantar la mirada hacia él, vi que me hacía gestos para que me diese la vuelta. Le obedecí de inmediato, y mientras lo hacía pude ver que las demás chicas estaban haciendo como yo; al parecer, los masajistas coordinaban sus movimientos, para que el reto fuese lo más imparcial posible. Por si me servía de algo, una vez que mi cuerpo desnudo estuvo boca arriba me abrí aún más de piernas, hasta que ambas quedaron colgando fuera de la mesa, desde las corvas; pero el hombre, con una sonrisa, volvió a ponerme los pies sobre la camilla, y comenzó un interminable masaje a mis pantorrillas. Que luego continuó, subiendo cada vez más, en mis muslos…
De nuevo, sus dedos rozaban mi sexo cada poco tiempo, arrancándome más gemidos; pero, para mi disgusto, de los muslos pasó a dar masaje a mi vientre, y luego a mis pechos, mis hombros, el cuello, … Parecía como si no se acordase de mi vulva, que esperaba sus manos con impaciencia; pero, una vez que hubo terminado con mis senos -podía ver mis pezones tiesos como dos balas de fusil- bajó hasta el pubis, y comenzó a dar fuertes fricciones a lo largo de los costados de mis labios mayores, de arriba abajo. Y vuelta a empezar, en sentido contrario; así se estuvo largo tiempo, y cuando sus manos empezaron a recorrer los labios de mi vulva, mi corazón latía como si quisiera salírseme del pecho. Mientras, en mis entrañas, empezaba a construirse un orgasmo que, poco a poco, se hacía más imparable.
Lo siguiente que el masajista hizo, antes de empezar a sobar el interior de mi sexo, fue abrir bien, con sus dedos, los labios menores de mi vulva; la sensación que noté, mientras lo hacía, fue como un intenso calambre, que me recorrió toda la espina dorsal. Pero aún no era mi esperadísimo orgasmo; aunque me daba perfecta cuenta de que, en cuanto metiese un solo dedo en mi vagina, yo iba a explotar sin remisión. Pero, en aquel preciso momento, oí un tremendo alarido, que sin duda era de placer; y, al mirar a la camilla del lado contrario a donde estaba mi -dulce- torturador, pude ver que la tailandesa que, por la noche, estuve contemplando en la celda frente a la mía, se había corrido antes que nadie.
No cabía duda alguna: además de aquel grito, y de los múltiples suspiros y gemidos que lo acompañaban, su cuerpo estaba arqueado hacia arriba; en una posición casi imposible de adoptar, por lo muy exagerada, de un modo consciente. Y no solo eso, sino que sus dos manos sujetaban, con tanta fuerza que yo las veía blancas como un papel, la mano del masajista; y la apretaban contra su sexo, como si quisieran fundirlo con sus dedos. Sin duda, la chica se lo estaba pasando de maravilla, pero a las demás nos fastidió; pues, como si estuvieran conectadas con ella, las manos de mi masajista abandonaron mi cuerpo. Y, al mirar a las demás, vi que todas estaban igual: desencajadas, sudorosas, y anhelando el orgasmo que, como yo, tenían tan cerca.
- Ya sé, ya sé que nada te gustaría ahora más que correrte; pero no es el momento. Ocasión tendrás en la fiesta, créeme; por eso, prefiero que vayáis allí muy excitadas, como estáis ahora. Y ni se te ocurra tocarte; si las otras te ven tener un orgasmo, serás tú la que se quede aquí de sirvienta. Las demás ya saben de sobra lo que espero de ellas; si tú ves a una masturbándose, no dejes de decírmelo. No olvides que son tus competidoras, no tus amigas…
El resto de la tarde lo pasamos en lo que parecía un salón de belleza, donde nos lavaron, peinaron, maquillaron, … Yo en mi vida había tenido tantas ganas de masturbarme; o, mejor, de que un hombre me penetrase. Y, además Phunsawat, seguro que para atormentarnos más, solo usaba a hombres para cuidar de nosotras; primero, me lavó el mismo masajista que me había estado sobando durante tanto rato. Luego, me peinó un peluquero; más tarde, fue un maquillador quien no solo se ocupó de mi cara, sino que también embelleció el resto de mi cuerpo: polvos en la piel, un ligero colorete en los pezones, y en los labios del sexo,…
Lo único nos llevó muy poco tiempo fue vestirnos: a mí me pusieron todas las joyas con las que había llegado la noche anterior, unas sandalias de tacón doradas, de las que se atan en la pantorrilla con unas finas cintas, y un capote por encima. El mismo modelo, pensé, que O lleva al inicio de la película, cuando es presentada a los hombres de aquel castillo: larga hasta los tobillos, y sujeta solo a mi cuello, con un simple botón. Con lo que, al andar, yo exhibía todo mi cuerpo desnudo, a través de la abertura frontal; y tanto más, cuanto más deprisa caminaba. Porque además, y sin duda para evitarnos cualquier tentación de sujetar los bordes de nuestras capas, a todas nos esposaron las manos atrás, antes de ponérnoslas.
En la entrada de la mansión de Phunsawat nos esperaba una enorme limusina, como las que aparecen en las películas de Hollywood; en la que cupimos todas de sobras, pues no solo había un asiento al fondo. También sendos bancos, en los laterales del gran habitáculo; en ellos, y una vez que estuvimos sentadas, todas exhibíamos nuestros encantos, pues las capas se abrían irremediablemente. Pero los vidrios estaban tintados; así, pensé, nadie que se cruce con nuestro vehículo se escandalizará, de camino a donde sea que vayamos. Qué gente más curiosa eran los mojigatos; y no solo los de Asia. No pude evitar recordar el Tartufo, y su “Couvrez ce sein que je ne saurais voir”; más que nada porque yo, aunque hubiera querido, en aquel momento no tenía modo de cubrir los míos…
El viaje, como siempre que en aquella ciudad se circulaba en automóvil, se me hizo eterno; pero, finalmente, llegamos ante una garita de control militar. Era lo que parecía la entrada de una base, y pude ver -con dificultad, porque el vidrio de separación, muy oscuro, estaba subido- que nuestro chófer bajaba su ventanilla, y hablaba con los guardias. Enseguida levantaron la barrera, y al pasar frente a la garita pude ver un cartel; pero estaba en thai, y no descifré lo que ponía en él. Tampoco me importaba demasiado, pues para entonces ya había comprendido de qué iba la cosa: una fiesta de militares, seguramente de alta graduación.
Así era: el automóvil se detuvo frente a lo que parecía ser un club de oficiales, de estilo colonial inglés; al verlo, de inmediato imaginé a David Niven, o a alguien similar, saliendo a recibirnos vestido de esmoquin. Pero no fue él, sino un oficial tailandés, con un uniforme plagado de medallas, el que lo hizo; una a una nos ayudó a salir del vehículo, sujetándonos de un brazo. Y, una vez que nos tuvo en fila india, nos llevó al gran salón de recepciones, donde fuimos recibidas con grandes aplausos. Unos aplausos que arreciaron, claro, cuando el mismo oficial nos retiró las capas…
Mientras el hombre me quitaba las esposas, y seguramente por ver que era mi primera vez, me dijo en un inglés con terrible acento:
- Compórtese como si usted fuese una de las invitadas a la fiesta; en realidad, eso es exactamente lo que es. Puede hacer, y decir, lo que guste, con solo dos limitaciones: no puede cubrir su desnudez, en ningún caso, y debe aceptar cualquier propuesta de tipo sexual que reciba. ¿Comprendido?
IV
En cuanto ingresé en el salón, bajando los pocos escalones que lo separaban del foyer, se me acercó un hombre bajito, de mediana edad; tenía aún más medallas que el primero, y llevaba unas hombreras doradas, con una pagoda, dos estrellas y unos laureles. No parecía hablar otra cosa que thai, pues me soltó una perorata en esa lengua que, por supuesto, no entendí; lo que sí capté fue su mano extendida, invitándome a tomarla. Así que le sonreí, la tomé, y fui con él hasta la pista de baile; llevando aquellas sandalias, yo le sacaba más de media cabeza, pero logramos completar un par de valses sin demasiados pisotones. Aunque el interés de él estaba mucho más en explorar mi desnudo trasero, y sobre todo lo que quedaba entre mis nalgas, que no en seguir los compases de la danza.
Al acabar el segundo baile me llevó hasta una de las mesas, en la que me presentó a otros oficiales; estaba claro que él era el jefe, porque los otros se levantaron cuando nos acercamos, y le trataron con muchísima deferencia, llamándole algo que sonaba como “fon trai chulanon”. Pero eso no los privó de magrearme tanto como quisieron, claro; en pocos minutos yo tenía casi una docena de manos sobre mi cuerpo desnudo, y alguna de ellas explorando mi sexo con una intensidad que, debido a lo excitada que yo estaba desde mucho antes de aquel magreo, me hacía temer lo peor.
Y así fue; de pronto, un tremendo orgasmo me sacudió de arriba abajo, poniendo todos mis nervios en tensión, y haciéndome gemir como una gata en celo. El espectáculo les encantó, porque todos se pusieron a aplaudir como locos; pero, superado aquel momento de sorpresa, enseguida volvieron a sus maniobras de exploración. Yo, pese a haber alcanzado un orgasmo, me sentía de lo más incómoda; nunca en mi vida me habían manoseado tantos hombres a la vez, y la sensación era más molesta que erótica. Sobre todo, porque la mano que hurgaba en mi sexo seguía haciéndolo con igual intensidad.
Para mi suerte, cuando el explorador ya me había metido cuatro dedos en la vagina, y pugnaba por terminar de meterme toda la mano, el jefe se puso en pie. Todos, como un solo hombre, le imitaron, con lo que me dejaron por un instante en paz; él, muy sonriente, me volvió a alargar una mano, y yo se la cogí casi con alegría. Así nos fuimos los dos de aquel salón, por un pasillo que terminaba en unas escaleras; subimos al primer piso, y allí desembocamos en un dormitorio. Donde no hizo falta que me dijese lo que debía yo hacer; con mi mejor sonrisa comencé a desnudarlo, mientras él se entretenía magreando mis pechos con cierta violencia.
Al bajarle el pantalón me llevé una sorpresa, porque el hombre sería mayor y de escasa estatura, pero calzaba un miembro descomunal; ya antes de quitarle el calzoncillo el bulto que veía era tan enorme, que parecía falso. Y, una vez que lo saqué a la luz, me quedé impresionada: aun no estaba por completo erecto, y sin embargo su anchura me llenaba toda la boca. Por no decir que era del todo imposible, pese a mis habilidades adquiridas en esa materia, que me lo tragase entero; a simple vista daba la impresión que, si me lo metía hasta el fondo, me iba a llegar hasta la boca del estómago…
Hice lo que pude, y en unos minutos lo puse tieso como un poste; sin exagerar, aquello era del tamaño de mi antebrazo, mano incluida, y tan ancho como mi codo, por lo menos. Pero, para mi suerte, yo seguía muy lubricada; así que, cuando el hombre se tumbó sobre la cama, y me hizo señas para que lo montase, pude meterme todo aquello en mi vagina, sin más esfuerzo que dar algunos resoplidos. Y, por supuesto, centímetro a centímetro; aunque, dadas las dimensiones, igual sería más adecuado decir palmo a palmo…
Pero mis esfuerzos tuvieron su premio, porque, cuando comencé a dar saltos sobre aquel monstruo, primero con mucho cuidado y después cada vez con mayor frenesí, me di cuenta de que aquel iba a ser, por así decirlo, el polvo de mi vida. Pues el miembro me llenaba el vientre por completo; por lo que, al moverse dentro de mí, debía rozar en muchos más órganos que un pene más corriente. Y donde seguro que rozaba era en mi clítoris; por lo que, al cabo de un minuto o dos cabalgándole, me notaba ya a punto de explotar. Aun resistí un poco más, hasta que el hombre se corrió; pero, cuando noté que el chorro de semen golpeaba mi cérvix, no pude más, y me corrí yo también.
El hombre se quedó muy quieto, una vez que hubo terminado; y yo, no sin cierta dificultad, me salí de su pene -aún semierecto- y me tumbé a su lado en la cama, sudorosa y jadeante. Como él no me decía nada, allí me quedé, sin saber si debía o no irme; y al cabo de poco, seguramente por estar cansada, me quedé profundamente dormida. Me despertó una mano, sacudiendo mi hombro; era el mismo oficial que nos había recibido al llegar a la fiesta, y me hacía señas de que no hiciese ruido: el militar del pene gigantesco dormía a mi lado, plácidamente, y en la misma postura en que yo lo había dejado. Esto es, desnudo de cintura para abajo, y elegantemente uniformado de ahí para arriba.
El oficial me hizo señas de que le siguiera, y con él, después de pasar por el baño, regresé al salón donde se había celebrado aquella fiesta; ya no quedaban más que camareros recogiéndolo todo, de los que uno fue a por mi capa. Mientras tanto, el oficial esposó de nuevo mis manos a la espalda, y él mismo me cerró la capa al cuello cuando la trajeron; yo, en mi fuero interno, agradecí mi suerte, pues no solo había tenido ocasión de probar el pene más grande que jamás conociera. Además, el hecho de que aquel hombre, sin duda alguien importante, me hubiese luego retenido a su lado me había evitado, sin duda, tener que probar muchos penes más…
Una ojeada a mis compañeras de automóvil me confirmó lo anterior: la mayoría estaban agotadas, y muchas tenían restos de semen por todas partes: en el pelo, en la cara, en el cuello, en el vientre, … Además, la mayoría se sentaban muy espatarradas; y, por lo que yo podía verlos, tenían los labios de sus sexos muy inflamados. Estaba claro que la fiesta había sido una verdadera orgía; y, además, comprobé que había durado muchas horas, pues el reloj del vehículo marcaba algo más de las cinco de la mañana.
De pronto, y pocos minutos después de superar el mismo control militar en que paramos a la entrada -esta vez sin detenernos- sucedió algo del todo inesperado. La limusina había frenado en un semáforo rojo, frente a un parque que, a aquella hora, estaba desierto; y por el vidrio trasero -yo estaba sentada en un banco lateral- vi cómo, del vehículo que se había parado detrás nuestro, un todoterreno grande y negro, se bajaba un hombre. Lo hizo por la puerta trasera del lado del conductor; pude ver que iba vestido de negro, de cabeza a pies, y que llevaba una sudadera que le tapaba la cara casi por completo, así como las manos en los anchos bolsillos de la prenda.
Como si pasease, se acercó a nuestro chófer y picó en su ventanilla. Yo, de momento, pensé que era alguien que quería saber una dirección, pero lo que hizo cuando el chófer bajó el vidrio me convenció de que no era el caso; pues sacó del bolsillo, con la otra mano, una pistola, la apoyó en la cabeza del conductor y le dio una orden, seca y breve, en thai. El otro, muy asustado, paró el motor, le dio las llaves al de la pistola, y accionó el mando de desbloquear las puertas; de inmediato se abrió, desde fuera, la que daba acceso a la parte de atrás, entre los gritos de sorpresa de las chicas. Y otros dos hombres, con la cara cubierta por un pasamontañas y también vestidos de negro -a los que, por mirar al de la pistola, no había visto salir del todoterreno- se abalanzaron sobre mí; y me sacaron de la limusina, tirando de uno de mis brazos y de mi pelo.
Esposada detrás, poco podía hacer por defenderme, más allá de gritar como una loca, y decirles que me dejaran en paz; pero ellos, por supuesto, no pensaban soltarme. Una vez que estuve fuera del vehículo, uno de los dos me quitó la capa de un tirón, haciéndome daño en el cuello; y el otro, después de sujetar entre sus dedos enguantados mi pezón izquierdo, empezó a apretarlo hasta que me dolió, mientras me mostraba una mordaza que se sacó de su bolsillo. Me bastó un poco más de presión, por parte de sus dedos, para hacer lo que, era obvio, él pretendía de mí: abrir la boca, y dejar que me colocase la mordaza. Enorme, y con una especie de consolador de látex en su interior, que no me dejaba casi respirar.
Desnuda -bueno, no del todo: llevaba puestas mis joyas y mis sandalias- esposada atrás y amordazada, fui llevada hasta el todoterreno; me subieron detrás, entre los dos hombres que me habían secuestrado, y todavía pude ver como el hombre de la pistola lanzaba algo hacia el parque, antes de que me vendasen los ojos. Imaginé, mientras arrancábamos, que serían las llaves de la limusina, para que no pudiese seguirnos; pero yo ya no podía ver nada, y así seguí durante las horas, bastantes, que circulamos en aquel vehículo. Durante las que, sin duda, se nos hizo de día; pues noté la diferencia de luminosidad a través de la tela que velaba mis ojos.
Cuando el vehículo se detuvo, sin quitarme la venda me bajaron otra vez a tirones, y me llevaron andando un trecho; por el sol que calentaba con fuerza mi desnudez, deduje que ya sería cerca del mediodía. Enseguida oí chirriar lo que parecía una gran puerta corredera, y al poco dejó de darme el sol en la piel; el suelo pasó, de ser blando, a ser algo más firme, y cuando me hicieron detenerme volví a oír el ruido de aquella puerta, mientras me quitaban la venda de los ojos, y la mordaza de la boca. Una vez que pude volver a ver, comprobé que estaba dentro de lo que parecía una nave industrial; grande, de techos muy altos, y semivacía. Algo que ya había supuesto al oír el ruido, casi un eco, que hacían mis sandalias al andar taconeando sobre aquel suelo.
Me rodeaban, además de los dos hombres con pasamontañas que me habían llevado allí, otros dos; vestían igual que los otros, totalmente de negro, e iban también enmascarados. Uno de ellos, el más alto de todos, se acercó a mí, y me quitó las joyas: collar, pendientes y anillo. Luego, empezó a manosear mis pechos; mientras decía, en un inglés correcto, algo que me sorprendió:
- Buenos días, señorita Puig. Siento de veras su situación, créame, pero yo soy un profesional, y hago siempre aquello por lo que me han pagado. Así que, por más dolor que sufra en nuestras manos, le ruego que comprenda que no es nada personal; yo, desde luego, a la vista de sus evidentes encantos preferiría follármela que torturarla, y lo mismo opinarán mis colegas. En fin, con un poco de suerte también habrá tiempo para el amor…
Yo estaba, claro, tremendamente asustada; tanto, que cuando el hombre continuó con su exploración de mi cuerpo, llevando su otra mano a mi sexo y comenzando a masturbarme descaradamente, me atreví a soltarle todo lo que me vino a la cabeza:
- ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué habla usted de torturarme? Si me conocen saben que soy rica, y que mi padre aún lo es más; puede pagar un rescate muy elevado. Pero, por favor, no me hagan daño; no es necesario…
El hombre, sin dejar de manosear mi sexo y mis pechos, hizo con su boca un ruido que sonó como un chasquido, y luego siguió hablándome:
- ¿Ve? a eso me refería… Mi encargo es poco común: me han pagado, y muy bien, para que le haga daño. Mucho, tanto como pueda, aunque sin llegar a mutilarla, o a matarla; pero no es para que me cuente usted alguna cosa que desee saber mi cliente, que suele ser lo habitual. En su caso, no es así; solo se me ordena que la torture, que envíe los vídeos de sus tormentos a un correo electrónico, y que espere instrucciones…
A un gesto suyo, los dos hombres con pasamontañas me llevaron hasta un rincón de aquella habitación: donde pude ver lo que, a primera vista, parecía un columpio: un madero horizontal, de metro y medio de longitud y unos quince o veinte centímetros de diámetro, que colgaba por sus extremos del techo, a través de sendas cadenas que lo mantenían a poco más de un metro del suelo. Y que estaba rodeado por diversas cámaras de aspecto profesional, montadas en sus trípodes; así como de muchos focos, que iluminaban la zona con una luz blanca, intensa. Mientras uno de los hombres me quitaba las esposas, el otro colocó un taburete bajo el madero, en el que acto seguido me sentaron; luego, mientras uno me llevaba la espalda hacia atrás, el otro me pasó las dos piernas por encima del columpio, de forma que las corvas reposaran sobre él.
Acto seguido, el que me había tumbado me cogió las manos, y tiró de ellas hasta que, pasando junto a mis muslos y siempre por debajo del madero, me las volvió a juntar sobre las espinillas. Entonces volvió a esposarme las muñecas, dejándome en aquella incómoda posición; pero eso aún no era lo peor: de un tirón, un hombre retiró el taburete colocado debajo de mi trasero. Con lo que me quedé colgada del madero, en aquella incómoda y obscena postura, por mis corvas y mis manos esposadas.
- Como verá esta postura, llamada “pau de arara” en Brasil, resulta muy práctica: podemos hacerle casi lo que se nos antoje. Azotarla en su sexo, sus nalgas o su espalda, penetrarla con lo que deseemos, aplicarle electrodos… Incluso arrancarle las uñas, o ahogarla; lo único que, así colgada, resulta algo complicado es el tormento de los senos, pero ocasión tendremos para eso, en otras posiciones.No hay prisa…
Mientras el hombre alto me hablaba, los otros trajeron una mesa, y la colocaron a menos de un metro de mí; y encima de ella, un minuto después pusieron una dinamo bastante grande, de las de manivela. De la que salían dos cables de contacto, uno rojo y el otro negro, en cuyos extremos se veían dos pequeñas pinzas metálicas, de dientes serrados; las cuales, acto seguido, engancharon en los labios menores de mi vulva. Uno en la parte alta del labio izquierdo, casi junto al clítoris; y la otra en la base del derecho, a la altura de la vagina.
Al notar que hurgaban en mi sexo comencé a agitarme, y a sollozar, mientras les imploraba que no me hiciesen daño; pero, a partir de que la primera de aquellas pinzas mordió un labio de mi vulva, el dolor me impidió pensar en nada más. Pues, aunque pequeñas, tenían un muelle muy potente, y los dientes de sierra, muy afilados, se clavaron en la tierna carne de mis labios vaginales con fiereza; el dolor era tan terrible que, antes de que comenzasen a darme corriente, yo ya aullaba a pleno pulmón. Mientras mi cuerpo desnudo se cubría de un sudor frio, debido tanto al dolor penetrante en mi sexo, como al miedo por lo que estaba a punto de ocurrir.
- Voy a dejarle un rato en las competentes manos de mis hombres, para que le calienten un poco el coño. Reconozco que el mecanismo es muy poco sofisticado; pero este aparato, cuando se gira la manivela con la suficiente decisión, da una potencia eléctrica bastante respetable. Luego me cuenta…
Cuando uno de los hombres comenzó a girar la manivela, el efecto fue instantáneo: a la primera vuelta, ya noté un calambre en mi sexo, y conforme la manivela ganó velocidad, el calambre se convirtió en un dolor insoportable, como si una prensa gigante estuviese aplastando los labios de mi bajo vientre. Así se mantuvo casi durante un minuto, hasta que el hombre, seguramente cansado, redujo un poco la velocidad a la que giraba aquello; y, cuando se detuvo, el dolor desapareció por completo. Pero regresó al cabo de muy poco, cuando comenzó de nuevo a girar la manivela.
Así me tuvieron por lo que me parecieron horas; relevándose los dos hombres entre ellos, a cada poco, para poder descansar el brazo. Y, además, tirándome de vez en cuando un cubo de agua por encima; lo que, la primera vez, pensó que era un gesto de compasión, pues yo no paraba de sudar. Pero enseguida comprendí que tenían otro propósito, mucho más cruel: facilitar la circulación de la corriente. Pues pronto empecé a notar que aquel terrible dolor se extendía más allá de mi bajo vientre, sumándose al doloroso agarrotamiento que me provocaba la incómoda postura en la que yo colgaba.
Cuando el hombre alto regresó a la habitación, me acercó un objeto a la cara. A mí, que para entonces estaba en un estado próximo a la inconsciencia, me costó identificarlo: era como un cilindro metálico, un poco más ancho en un extremo, y con una llave en el otro. Pero el hombre me lo explicó:
- Otro aparato antiguo, pero eficaz: la pera veneciana. Se introduce en su vagina, en la posición en que ahora está, y luego se acciona esta llave…Ve, en media docena de vueltas, puede reventar todos los órganos internos de su vientre… Y además, al ser metálica conducirá la corriente eléctrica hasta el fondo de su vagina.
La demostración que el hombre me hizo, desenroscándola allí frente a mi cara, me provocó tal pánico que logré recuperar un hilo de voz, para suplicar que no me hiciesen aquello; pues la maldita pera, una vez desplegada del todo, alcanzaba una anchura -en la base- de casi un palmo mío. Pero el hombre se limitó a sonreír, a devolverla a su posición de reposo, y a dirigirse con ella hacia mi vulva; enseguida noté el frio metal en mis torturados labios vaginales, y poco después aquel cilindro me llenaba por completo la vagina.
La primera vuelta de la rosca la noté, claro, aunque no me hizo daño; el aparato se ensanchó unos centímetros, provocando la lógica dilatación de las paredes de mi vagina. Pero resultó soportable, aunque yo tenía una sensación parecida a la que me produjo ser penetrada por el miembro de aquel militar de la fiesta. La segunda vuelta ya resultó más dolorosa; porque, además, aquello se expandía solo por un extremo, y era el que estaba alojado junto a mi cérvix. Y la tercera me arrancó, esta sí, un alarido bestial, inhumano; tuve la sensación de que algo, dentro de mi vientre, se desgarraba, y el pinchazo de dolor fue tan fuerte que toda mi carne se puso, al instante, de gallina.
Pero el hombre aun le dio una vuelta más a la manivela, con lo que me hizo dar más y más aullidos, y retorcerme en mi incómoda postura; con unos espasmos de dolor tanto, o más, fuertes que los provocados por la corriente eléctrica. Una corriente que, como él me había advertido, regresó al momento a atormentarme; oí el ruido de la dinamo al girar e, instantes después, aquella sensación parecida a un martillazo sacudía, no solo los labios de mi sexo, sino todo mi vientre, hasta el fondo de la vagina.
No sé cuánto tiempo más me tuvieron así, porque perdí el conocimiento en varias ocasiones; cada vez, sin embargo, me despertaron tirándome un cubo de agua, y enseguida volví a oír el ruido de la dinamo. Y, por supuesto, a notar sus terribles efectos en mi vientre; del que en ningún momento retiraron aquel instrumento, que me lo estaba desgarrando por dentro. Ni siquiera lo aflojaron un poco; a punto estuvieron, incluso, de darle una vuelta más a la manivela. Pero el hombre alto les dijo algo, cuando uno de ellos ya tenía una mano en la llave; y el hombre la soltó, como si hiciera caso a mis frenéticos alaridos de terror.
V
Al final, alguna de las veces en que perdí el conocimiento debieron desistir de revivirme; porque, cuando desperté, seguía colgada del madero en aquella incómoda y obscena postura, pero me habían retirado la pera y las pinzas, y se habían llevado la dinamo. Aunque los focos seguían encendidos, y supongo que las cámaras seguían grabando; en realidad, el mero hecho de estar allí colgada ya era, en sí, un tormento, y sobre todo después de tantas horas. Me dolía todo el cuerpo, y no solo el vientre: piernas, brazos, hombros, manos -las esposas se clavaban en mis muñecas, lacerando la carne- y, sobre todo, la espalda, doblada de aquel modo tan incómodo.
Pero estaba claro que no pensaban bajarme de allí; al menos, no hasta que me hubiesen violentado. Pocos minutos después me resultó del todo evidente que esa era su intención; pues los dos encapuchados, acompañados del tercer hombre que al llegar vi con el más alto, vinieron hacia mí desnudos, excepto por sus pasamontañas. Y los tres venían masturbándose; exhibiendo unas erecciones más que respetables, y haciendo comentarios entre ellos en una lengua que no entendí, pero que no parecía thai.
- Te vamos a reventar ese bonito culo, guapa… Ya verás, para cuando hayamos acabado, añorarás la pera vaginal, y hasta la dinamo…
Sin duda, aquel hombre exageraba; pero, cuando noté que apoyaba su glande en mi ano y empezaba a apretar, me asusté bastante. Pues, sin más lubricación que el poco de saliva que le había visto untarse en el pene, y en aquella postura, temía que cumpliese la amenaza de reventarme; al menos, de romperme el esfínter. Así que, conteniendo la respiración, hice lo único que en mi situación podía intentar: relajarlo al máximo.
El hombre, antes de dar el empujón definitivo, me sujetó por los pechos, para evitar que aquella especie de balancín del que yo colgaba se moviera; y luego, de un solo golpe, entró en mi recto hasta el fondo. Como ya me había imaginado, el dolor en mi esfínter fue brutal, como si se desgarrase; pero yo no tenía modo alguno de evitar eso si sucedía, así que me limité a gritar, y a tratar de acomodar aquella bestia que invadía mi ano. Lo que me era difícil, pues el hombre se movía, atrás y adelante, con verdadera furia; clavando además sus dedos, como garras, en mis pechos. Pero, por fortuna, no tardó más de un par de minutos en correrse; y, una vez que llenó mi recto con su semen, se retiró casi de inmediato; haciendo, al salir, un ruido parecido al de una ventosa.
Los otros dos hombres, además de no calzar un miembro tan grande como el del primero, me encontraron ya más dilatada, y lubricada por el semen de su compañero; así que no me hicieron tanto daño. Casi, se lo hicieron más a mi amor propio: estar allí colgada, en aquella obscena postura, mientras mi ano iba siendo penetrado por un hombre tras otro, me provocó una tristeza difícil de explicar; moralmente casi más dolorosa que la electricidad, o la pera vaginal. Para cuando el tercero se retiró de mi recto, yo lloraba a lágrima viva; y era casi más por la humillación, que no por el tremendo dolor que atormentaba, para entonces, casi todos los rincones de mi desnudo y maltratado cuerpo.
Aquella vez, sin embargo, tuve una alegría; pues los hombres, después de apagar los focos y las cámaras, cogieron por ambos extremos el madero al que yo seguía sujeta. Y, tras desengancharlo de las cadenas que lo mantenían colgando del techo, me llevaron así amarrada hasta un rincón de aquella nave; donde me tiraron al suelo, como a un fardo, sujetaron -con un candado- uno de los eslabones de mis esposas a una cadena que colgaba de la pared, y allí me dejaron tirada. Terriblemente dolorida, y sobre todo con una sed peor que la de un náufrago; pero, al menos, ya no colgando en el aire.
Unas horas después, uno de ellos se apiadó de mí; se acercó a donde yo gemía de dolor, llevando una botella de agua, y me dio de beber con ella. Aunque, tal vez, lo hiciese porque su objetivo era que les durase lo bastante como para poder atormentarme más; pero yo se lo agradecí muchísimo, y bebí con verdaderas ansias. Y aún agradecí más lo que hizo a continuación: retiró aquel tronco, y se lo llevó de allí. Con lo que pude, al menos, estirar mis brazos y mis piernas, y recuperar un poco la movilidad; pues, después de tantas horas, mis extremidades estaban por completo acalambradas. Incluso, al cabo de un rato me vi capaz de ponerme en pie, y de andar lo poco que me permitía la cadena que sujetaba mis esposas a la pared; pero, al final, volví a sentarme en el sucio suelo. Y acabé por dormirme, completamente agotada.
Me despertó una patada en el muslo, y al abrir los ojos pude ver que los mismos dos hombres de antes estaban soltando el candado, que unía mis esposas a la cadena de la pared. Hecho lo cual me levantaron, tirando de mis brazos, y me llevaron de vuelta al mismo lugar donde había colgado de aquella especie de columpio; solo que ahora la madera ya no estaba, y solo seguían allí las dos cadenas que colgaban del techo. Uno de los hombres me soltó una esposa, y luego la sujetó a una de las cadenas; a la suficiente altura como para que mi brazo quedase estirado hacia arriba, casi a su máxima extensión. Y, mientras lo hacía, el otro me esposó la muñeca que su compañero me había dejado libre, con otro par de esposas; cuya segundo grillete sujetó, también muy arriba, a la otra cadena.
Yo quedé allí de pie, con mis brazos alzados y separados un metro, más o menos; la postura me hizo comprender, de inmediato, que iba a ser azotada, pues mi cuerpo desnudo quedaba así perfectamente ofrecido, dispuesto para recibir impactos por todos lados. Es más, los dos hombres habían tomado la precaución de sujetar, a la altura de mis manos, los dos tramos de cadena sobrantes, que de no ser así hubiesen colgado debajo de ellas; sin duda para evitar que el látigo, antes de golpearme, se enredase en los eslabones.
Acerté lo peor: mi destino, aunque no el instrumento con el que iban a azotarme. El hombre alto volvió al cabo de muy poco, llevando en sus manos algo que me hizo estremecer: una fusta fina y larga, como las que se usan para domar caballos; mediría entre un metro, y un metro y medio, de longitud, y era bastante rígida. Al menos, eso me pareció al ver que casi no se doblaba, aun cuando la llevase sujeta del extremo donde tenía un mango; pero lo que más me asustó, sin duda, fue oír el silbido que hacían los golpes de prueba que, con ella, daba al aire.
- Esta fusta es dolorosísima, ya lo verá; está pensada para la piel de los caballos, mucho más dura que la de una mujer. Y además, con ellos se emplea siempre dando golpes cortos, suaves; más para advertir, que no para castigar. Si se utiliza a plena potencia, es algo realmente bestial: como es muy fina, pero también muy firme, penetra muchísimo en la carne...
Mientras me hablaba, el hombre se había situado a la distancia ideal para azotar mi parte trasera. Y eso fue, exactamente, lo que de pronto hizo: llevó la fusta hasta su espalda, y la lanzó con toda la fuerza de su brazo, en sentido horizontal, contra mis expuestas nalgas.
Yo no tenía más experiencia, en materia de flagelación, que los azotes recibidos en casa de Santi; la primera vez dados por Matías, el criado, y luego por él, o incluso alguna vez por Carme. Pero al primer impacto, que dividió mis nalgas por la mitad, comprendí que mis experiencias previas no tenían nada que ver con aquello; el golpe de aquella fusta era otra cosa. El impacto era muchísimo más profundo; porque, al ser tan fina, penetraba en la carne hasta casi alcanzar el hueso. Y lo peor venía de inmediato: un escozor intensísimo, intolerable, a lo largo de donde la fusta había dejado su fina estría roja; que, además, no paraba de crecer.
No sé cuántos golpes me dio, pero estuvo un buen rato sacudiéndome, desde las corvas hasta los hombros; tal vez un centenar, o quizás más. Yo, a partir del primero, ya no hacia otra cosa que chillar, patalear y contorsionarme, tratando -en vano, claro- de escapar a aquel tremendo dolor; que superaba, con mucho, a ninguno que yo hubiese conocido antes. Pero aquel hombre no se detenía; pegaba y pegaba, con toda la saña de que era capaz. Al final, y casi tan sudoroso como lo estaba yo, se detuvo; pero no porque mi tormento se hubiera acabado:
- Tiene usted un cuerpo ideal para ser marcado a fustazos; el color de piel perfecto, clara pero un poco tostada, la tersura idónea… Es una lástima que no pueda ver cómo están ahora su espalda, sus nalgas y la trasera de sus muslos; le aseguro que son una obra de arte. Pero no se preocupe; en cuanto haya descansado un poco, le haré el mismo dibujo por delante; ¡ahí sí que podrá disfrutar con el espectáculo!
Al oírle, y pese a que el sufrimiento me nublaba un poco la cabeza, un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal; no era posible que aquel salvaje pensase emplear aquella brutal fusta sobre mis pechos… Traté de pedirle, de suplicarle, que no lo hiciera, pero tenía la boca tan seca que no logré emitir otro ruido que un gemido gutural; él, mientras tanto, se bebió delante de mí una cerveza muy fría: la visión de aquella lata casi helada me causó un sufrimiento que, por más que no fuese físico, me hirió casi tanto como los azotes.
Al acabar su bebida, retomó la labor: cogió otra vez la fusta, se colocó a la distancia adecuada, y la descargó sobre la parte frontal de mis muslos. El golpe me hizo casi más daño que los que recibí en el dorso, pero no sé si fue solo por el impacto, y por el tremendo escozor posterior; supongo que también influyó mucho el poder ver como la fusta se hundía en mi tierna carne, hasta desaparecer de mi vista, para luego volver a salir despedida hacia afuera. Y, sin duda, la visión de la fina, y profunda, estría roja que de inmediato nació en mis muslos; a mitad de su longitud, y atravesándolos de lado a lado.
Como era de esperar, yo reanudé mi concierto de alaridos, mis pataleos, y mis frenéticas contorsiones; lo que no tuvo otro efecto que obligar al hombre a alternar los fustazos sobre mis muslos con otros dirigidos a mi sexo, o a mi vientre. Pues, en ocasiones, mis pataleos le privaban de poder apuntar bien; aunque algún golpe lanzó, con toda la mala intención, tratando de aprovechar mis contorsiones para colar la fusta entre mis piernas, y así alcanzar mi sexo de lleno. Pero la relativa rigidez de aquel instrumento de tortura se lo dificultaba bastante; en realidad, ningún golpe llegó -por suerte- a dar de lleno en mi vulva.
Cuando toda la piel, entre mi ombligo y mis rodillas, estuvo ya cubierta de aquellas estrías finas y enrojecidas, hizo una breve pausa; pero enseguida comprendí que no tenía otro objeto que esperar a que yo me calmase un poco. Pues en cuanto, aunque jadeante y muy sudorosa, yo dejé de patalear, él lanzó la fusta, a toda velocidad, contra mis pechos. Y los acertó de lleno: pude ver como el arma se incrustaba en ambos, justo por debajo de mis pezones y hasta casi alcanzar las costillas; enseguida un nuevo pinchazo de dolor, aún más intenso, me hizo reanudar mi loca danza del sufrimiento.
El tormento de mis pechos duró mucho más tiempo, pues mi verdugo esperaba, después de cada fustazo, hasta que yo recobraba cierta calma; lo que le permitía atinar mucho mejor cada golpe. Y tampoco logré contar cuántos me dio en total, pero seguro que varios alcanzaron mis pezones; de lo único de que estoy segura es de que, cuando por fin se cansó de pegarme, mis dos pechos seguían en su sitio, pese a los saltos que llevaban rato dando, en todas direcciones. Si bien cubiertos de unas terribles estrías rojas, y cada vez más amoratados; en particular mi pezón derecho, que al menos habría recibido tres o cuatro impactos directos.
Cuando dos de aquellos hombres enmascarados me descolgaron de allí, yo era incapaz de tenerme en pie; solo gimoteaba débilmente, y repetía de modo casi inconsciente “¡Agua, agua!” . Pero, de momento, no me la dieron; se limitaron a tirarme en el mismo rincón del que me habían sacado para llevarme al tormento, a volver a esposar mis manos por delante, y a sujetar uno de sus eslabones a la cadena que colgaba del techo, con el mismo candado de antes. Tras lo que, entonces sí, me llegó el agua, pero no en la forma en que yo la esperaba: otro de los hombres se me acercó, llevando un cubo lleno, y me lo tiró por encima mientras se reía.
Al recibir el impacto del agua comprendí por qué se reía tanto: ¡era agua salada! Así que no solo no pude beber ni una gota, y tuve que escupir la poca que atrapé en mi boca; además, mis centenares de heridas parecieron revivir de golpe, y se pusieron a escocerme intensísimamente. Los hombres se reían contemplando mis contorsiones, y mis desesperados gemidos; mientras el que me había azotado, el más alto, recogía con una cámara manual mis inútiles intentos por aliviar, algo, el escozor que me atormentaba. Y así siguieron hasta que, ya sin fuerzas ni para sufrir, yo dejé de agitarme, me acurruqué, y me puse a llorar quedamente; entonces, el hombre alto me habló:
- Mañana seguiremos; ya es tarde. Probaremos con fuego: quemaduras de cigarrillos en la vulva, un poco de soplete en los pezones, … En fin, lo que se nos vaya ocurriendo. Por cierto, voy a preguntar al cliente si le parece bien que le arranquemos las uñas; es de lo más doloroso, ya verá, y no la mutila: luego le vuelven a crecer. La última vez que se lo hice a una chica, con unos alicates, a punto estuvo de ahogarse ella sola, de lo muchísimo que gritó… Y cuando luego, utilizando los mismos alicates, le atrapé un pezón y comencé a apretar… ¡Un espectáculo!
Riendo como sádicos, dieron media vuelta y se marcharon de aquella nave, apagando la luz al salir; dejándome allí encerrada: desnuda, muerta de sed, agotada, y dolorida. Aun tardé un poco en recuperar la compostura, y en superar el escozor del agua salada; cuando lo logré, me puse en pie a duras penas, y comprobé hasta donde me permitía llegar la cadena que acababa en mis esposas. Pero era, exactamente, a ningún sitio: ni siguiendo las paredes, ni avanzando en línea recta, llegaba a lugar, o a cosa, algunos. Así que, sin dejar de gimotear, e incapaz de gritar, volví a acurrucar mi desnudez contra la pared, y no tardé mucho en quedarme dormida. O, quizás sería mejor decir, en perder el sentido otra vez.
Me despertó el ruido, inconfundible, de un vidrio roto. Al principio pensé que era un sueño, pero una vez ya despierta volví a oírlo, al menos dos o tres veces; sonaba como si alguien estuviera tirando vidrios al suelo, desde cierta altura, en algún rincón de aquella inmensa nave. Sin duda, lejano. Aunque yo seguía teniendo muy poca voz, logré decir “¿Hay alguien ahí?” en inglés, y lo bastante fuerte como para que el ruido cesara. De pronto se produjo un silencio absoluto, que yo aproveché para repetir un par de veces mi llamada; a la tercera o cuarta vez, oí el ruido de unos pasos amortiguados, y de pronto aparecieron frente a mí dos chicos muy jóvenes, tailandeses. Que me miraban con la lógica cara de pasmo; inmóviles, y a un par de metros de distancia.
Pese a que no había más luz que la de la luna, yo les veía hasta los rasgos de la cara; por lo que ellos, seguro, podían ver que yo estaba desnuda y esposada, encadenada a la pared. Y, también, verían las múltiples heridas de mi cuerpo; por su forma, no se precisaban conocimientos médicos para deducir su origen. Pero estaba claro que no sabían qué hacer; habrían entrado a robar, o solo por hacer una gamberrada, y lo último que se esperaban era encontrarse dentro a una mujer europea, desnuda, y azotada. Pero ellos eran mi única posibilidad de escapar; así que, antes de que se marcharan corriendo de allí, les sonreí y les dije “¡Help, please!” unas cuantas veces, alargando mis manos esposadas.
No pude, sin embargo, evitar que huyesen a la carrera; con lo que me volví a sumir en una mezcla de dolor y desesperación, sobre todo al recordar las amenazas del hombre alto. Había empezado otra vez a llorar cuando oí, de nuevo, un ruido de vidrios igual que el de un rato antes; y, un par de minutos después, los dos chicos de la primera visita volvían a estar delante de mí. Pero esta vez iban acompañados de otro, un poco más mayor; quien, tras superar un primer instante de sorpresa, me preguntó, en un inglés terrible pero que, al menos, se podía entender:
- ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
Al oírle, el corazón me dio un vuelco; y, muy atropelladamente, me puse a explicarle mi historia. Estaba claro que no entendía ni la mitad, pero al menos lo de que me tenían allí prisionera contra mi voluntad, y de que me estaban torturando, pareció captarlo; sobre todo, le insistí mucho en que yo era rica, y si me ayudaban les recompensaría. El chico, cuando acabé mi explicación, se giró a los otros dos y se puso a hablar con ellos en thai; discutieron un rato, y al final se volvió hacia mí y me dijo:
- Te ayudaremos, pero queremos sexo contigo. Ahora; luego tú nos dirás que no quieres, seguro. Tú follas, nosotros te soltamos…
Si mi madre me hubiese oído, seguro que se escandaliza, pues yo no le dejé ni acabar la frase; mientras ensanchaba mi sonrisa, y me abría de piernas tanto como el dolor en los muslos me lo permitía, contesté:
- Ok, ok; acercaos aquí, y haremos el amor. Pero de prisa, cuanto antes hayamos terminado, mejor; no sea que regresen, y nos pillen.
El que hablaba inglés no se hizo esperar: se lanzó sobre mí, y comenzó a manosearme el sexo, con mucha más impaciencia que destreza. Yo le bajé la cremallera, y saqué de sus pantalones un pene más bien pequeño, pero ya completamente erecto; cuando me tumbé en el suelo, se lo guie con mis manos esposadas hasta metérmelo en la vagina. Y, en cuanto se notó dentro, el chico empezó a empujar con todas sus fuerzas; con lo que, antes de un minuto, se había corrido.
Los otros dos, mientras tanto, se habían acercado a mí, y ya sin sus pantalones; así que, mientras el primero seguía empujando, cogí el miembro de uno de los otros dos, y me lo llevé a la boca. Mientras chupaba, con toda la intensidad de que fui capaz -cuanto antes acabásemos, mejor- aquel pene, comencé a masturbar al otro a dos manos; poco después de que el que me penetraba se corriese, el que tenía dentro de mi boca hizo lo mismo. Y el que yo estaba masturbando tardó solo unos segundos más; para mi desgracia se corrió en mi cara, sin darme tiempo a llevarme su miembro a la boca. Y lo digo porque, en aquel momento y con mi boca seca como una pedrada, cualquier líquido que no fuese agua salada me parecía un auténtico regalo; incluso el semen, que siempre es algo salino.
Un par de minutos después, los chicos se pusieron de pie otra vez; y, ya vestidos, me rodearon sin saber qué hacer. Entonces, el que hablaba inglés les dijo algo, y los tres se marcharon a la carrera. Una vez más, pensé, me dejan aquí tirada; así que, desesperada, empecé a gritarles toda clase de insultos. Pero me calmé al oír el mucho ruido que hacían, como si buscasen algo por la nave; al final, el más mayor se acercó otra vez hasta donde yo estaba amarrada, llevando una enorme cizalla. La tiró al suelo, justo a mi lado, y salió corriendo; esta vez sí que de forma definitiva. Pues, al cabo de menos de un minuto, el silencio más absoluto volvió a reinar en aquella nave.
VI
Tan pronto como volví a quedarme sola, me puse a buscar el modo de aprovechar aquella inesperada ayuda; lo que no era en absoluto fácil, pues con mis manos esposadas no podía hacer la suficiente palanca. Al menos, no con ellas; así que opté por otra solución: apoyar uno de los brazos de aquella herramienta en el suelo, entre mis pies, y el otro en mi sexo, puesta en cuclillas encima. Mientras, por supuesto, mis manos mantenían sujeto, y tenso, uno de los eslabones de las esposas, entre las fauces de la cizalla.
El resultado inmediato fue más dolor en mi sexo, por la presión que tenía que hacer, para empujar uno de los brazos de la herramienta hacia el suelo. Y, en varias ocasiones, fuertes golpes sobre un pie, o un tobillo; pues al empujar aquello toda la cizalla tendía a resbalar, y a salir disparada hacia delante. Pero el eslabón, desde luego, no cedía; parecía de un acero muy resistente. Y el mismo aspecto robusto tenía el candado que lo sujetaba a la cadena que salía del techo; así que decidí probar otra cosa: cortar un eslabón de esta última. ¡Y funcionó!
Bien, dicho así parece como si hubiera sido fácil, pero ni mucho menos; al menos tuve que probar un centenar de veces, y hacer tanta fuerza que, del dolor que sentía en mi vulva, se me escapaban unos gemidos lastimeros. Pero, al cabo de mucho esfuerzo, mucho dolor, y muchos sudores, oí un “¡cling!” que me arrancó una sonrisa de felicidad: el tercer eslabón, contando desde el que aprisionaba el candado, saltó en pedazos, y yo quedé libre. O, mejor dicho, relativamente libre; pues seguía estando desnuda, esposada, y encerrada en aquella nave industrial.
Lo primero, lógicamente, era salir de allí; así que me puse de pie, y fui hacia el lugar donde había oído por dos veces ruido de cristales. Suerte tuve de que mis torturadores, supongo que por así verme más sexy, me habían dejado puestas las sandalias; pues no tardé en empezar a pisar vidrios rotos, y pronto descubrí por donde habían entrado mis visitantes: un gran ventanal, a cuatro o cinco metros del suelo, al que se podía acceder subiendo por un andamio adosado a la pared. Y al que, claro, le faltaba el cristal casi por completo.
Logré llegar hasta allí, no sin dificultad, y lo primero que hice fue, con un trozo de metal que encontré en el suelo -el mismo que habían usado los chicos, supuse- terminar de quitar los restos de vidrio del marco de la ventana; pues, estando desnuda, me suponían un peligro tremendo. Al mirar afuera vi dos cosas; una, que parecíamos estar en medio de la jungla. Y, la otra, que los chicos habían apoyado una escalera de mano en la pared exterior, y que al marcharse no se habían molestado en retirarla. Mejor para mí: salí con cuidado por el ventanal, mirando de no apoyar mis manos esposadas en ninguna arista de vidrio, y bajé por aquella escalera hasta el suelo.
Estaba en un lateral del edificio, y lo rodeé hasta la puerta principal; al llegar allí, observé que un camino de tierra se alejaba, y decidí seguirlo. Más que nada, porque no se veía otra posible vía de acceso; así que aquel camino tenía que conducir a algún lugar más concurrido, sin duda. Con suerte, a una carretera; así que me puse a caminar siguiéndolo, mientras no paraba de pensar en la terrible sed que sentía.
Fue como cosa de magia: no había caminado ni un kilómetro cuando, a la luz de la luna, distinguí frente a mí un puente; y, donde hay un puente, … Más que caminar me puse a correr, y cuando lo alcancé confirmé mi buena suerte; pues, unos pocos metros más abajo, vi -y oí- discurrir un rio. No muy caudaloso, pero sí lo suficiente como para poder beber, e incluso para meterme en él; así que no me lo pensé dos veces: busqué el punto donde había menos vegetación, y bajé por allí hasta el agua. Mi cuerpo desnudo lo pagó con bastantes arañazos, que me recordaron lo mucho que me escocía toda la piel; pero, un par de minutos más tarde, estaba metida en agua fresca hasta el cuello -sentada en el centro del cauce, que no tendría más de medio metro de profundidad- y bebía de aquel agua, mientras reía con recuperada alegría.
Mi felicidad, sin embargo, se vio pronto interrumpida; pues unos faros, cada vez más próximos, iluminaron el puente, y al poco un vehículo pasó por él, en dirección a la nave. Sin duda eran mis captores, pues al final de aquel camino no había nada más; así que, por si acaso, salí del agua antes de que regresaran, y me oculté en lo más profundo de la espesura. Hice bien, porque pocos minutos más tarde regresó el vehículo; avanzaba muy despacio, y sus ocupantes escudriñaban la vegetación junto al camino con potentes linternas, cuya luz yo podía apreciar desde mi escondite. Al llegar al puente se pararon, bajaron, y escudriñaron a fondo el rio; uno de los haces de luz pasó tan cerca de donde yo estaba que mi corazón dio un brinco, y a punto estuve de gritar de terror. Pero logré contenerme, a base de morderme una mano con fuerza.
Quien habló, al poco tiempo, fue el hombre alto; le conocí enseguida la voz, y parecía bastante enfadado:
- Señorita Puig, Eli, no nos haga enfadar. Lo que ha hecho es absurdo, en esta jungla se morirá de hambre, de sed, o será comida por algún animal salvaje. Eso seguro. Si sale, le prometo que conservará la vida; ya le dije que tengo órdenes de no matarla. Ni siquiera vamos a mutilarla; solo a atormentarla un poco. Le aseguro que, en unos años, ni se acordará de todo esto…
Realmente, que pretendiera hacerme salir ofreciéndome ser torturada a cambio era una de las cosas más idiotas que yo había oído en mucho tiempo; pero, en mi situación, era obvio que no iba a discutir con él. Así que me limité a esperar a que se marchase el vehículo con ellos, otra vez en dirección contraria a la nave, y un buen rato después volví a subir hasta el camino. Donde no vi a nadie; gracias a la luna -casi llena- la visibilidad era muy buena. Aunque, por si acaso, a partir de aquel momento caminé bien pegada a una de las cunetas, y procurando no hacer más ruido que el de mis pisadas.
Cuando se hizo de día seguí caminando, pese a que estaba agotada. Lo menos llevaba tres o cuatro horas andando, así que habría hecho entre diez y quince kilómetros, y siempre sobre aquellas sandalias de tacón; pero, tras cada curva, no encontraba más que otro tramo de camino, más selva, y al fondo otra curva. Y luego otra, y otra, … Para cuando empezaba a pensar que el hombre alto tal vez tuviese razón, oí de nuevo el motor de un vehículo; esta vez, en lugar de poder ocultarme con tiempo, tuve que saltar, literalmente, al interior de la espesa selva. Pues el ruido sonó muy cerca, a tal vez cien metros de allí y detrás de la siguiente curva.
Era, claro, el mismo todoterreno que por la noche había parado junto al puente; en su interior iban tres hombres, mirando en todas direcciones, y por suerte el motor les debió impedir oír mi grito de dolor. Pues, para ocultarme, me lancé sobre una especie de zarzal; al salir otra vez al camino, una vez que se fueron, tuve que dedicar un rato a desclavar espinas de todos los rincones de mi desnudez: muslos, nalgas, vientre, pechos, … Y no eran cualquier cosa; de forma triangular, muy duras, tenían algo curvada su afilada punta, y lo menos harían tres o cuatro centímetros de lado.
Una vez que terminé de sacármelas, no sin muchos gemidos de dolor, reanudé la marcha, pero teniendo el oído muy atento; pues suponía que no tardarían en regresar. Y así fue, como una hora más tarde; esta vez pude verles venir desde bastante distancia, gracias al trazado de aquel camino, y por un momento temí que ellos también me hubiesen visto a mí. Pero no fue así, pues cuando llegaron al lugar donde yo me había ocultado -esta vez con más cuidado- pasaron de largo; y ya no volví a verlos hasta que oscureció. Aunque esta vez, como estaba relativamente cómoda en mi escondrijo entre unas rocas, aproveché para descansar al menos una hora.
Reanudé la marcha con la luz de luna, aunque empezaban a fallarme las fuerzas; desde que encontré aquel riachuelo no había vuelto a beber, y ya ni me acordaba de cuánto hacia desde la última vez que había comido. Además, y por más que me hubiese lavado, las múltiples heridas de mi cuerpo cada vez me dolían más; lo mas seguro, pensé, era que muchas estuviesen infectadas. Pero no tenía otra que andar, y seguir andando, hasta que llegase a algún sitio; y eso hice, sacando fuerzas de donde no las había.
Horas después, ya con la luna en lo más alto, tuve mi premio: al salir de una curva del camino, llegué a su final. Desembocaba en una pista asfaltada, y por la raya amarilla discontinua, medio borrada, que había en su centro parecía una carretera. No muy frecuentada, eso seguro, pero sin duda una vía pública, por la que tarde o temprano pasaría alguien distinto de mis torturadores. Así que busqué un sitio para ocultarme, no lejos del cruce pero al lado del asfalto, y me puse a esperar a mi rescatador.
Me quedé dormida, seguro, y además varias horas; pues desperté que ya era de día. Pero lo peor no era eso: me había dormido sobre, o cerca de, un hormiguero, y todo mi cuerpo estaba cubierto de hormigas. De un color casi más anaranjado que rojo, con el tórax y las patas muy finos, y el abdomen algo más abombado, no parecían querer morder mi desnudez; aunque, eso sí, se paseaban sobre ella a millares. Me puse a quitármelas de encima como pude, con mis manos esposadas; pero, en aquel preciso momento, vi como un viejo camión se acercaba por la carretera, y decidí arriesgarme.
El conductor, al verme, dio un frenazo y se quedó mirándome, atónito; seguro que, en los años que debía llevar circulando por allí, nunca se había encontrado con una mujer blanca desnuda, esposada, y casi tan cubierta de marcas de azotes como de hormigas. Pero yo no iba a perder el tiempo, pues en cualquier momento podían regresar mis captores; así que abrí la puerta del copiloto, me subí a su lado en la cabina, y solo le dije “¡Police, police, please!” . Él tardó bastante en reaccionar, pues estaba casi hechizado mirando como se agitaban mis pechos; pero, al final, me dijo “Ok, ok” , metió una marcha, y nos fuimos de allí. No muy deprisa, claro; el camión, un trasto desvencijado que parecía un desecho de la Segunda Guerra Mundial, no daba para mucho.
Media hora más tarde nos detuvimos frente a un puesto de policía, casi tan ruinoso como el camión que me había llevado hasta allí. Para entonces yo ya me había logrado quitar casi todas las hormigas, pero era lo único de mí que había cambiado; así que, cuando el policía del puesto se encontró frente a mi desnudez, se quedó tan asombrado como el conductor del camión. Aunque, sin hacerme demasiado caso, se puso a hablar a toda velocidad con él; supuse que le estaría preguntando por las circunstancias de su hallazgo, pero aquella escena, además de surrealista -los tres allí de pie, delante del puesto, ellos dos vestidos y yo desnuda y esposada- era muy peligrosa para mí: ¿y si pasaban por la carretera mis torturadores, y me veían allí?
Así que opté por, sin decirles nada, encaminar mis pasos al interior de aquel pequeño puesto. Eso pareció hacer reaccionar al policía, pues me siguió hasta dentro; pero, una vez que entramos, hizo lo último que yo me hubiese esperado: me cogió de un brazo, y me llevó así hasta una celda. La única que se veía allí: un espacio de tres por tres metros, aproximadamente, separado del resto por una reja de suelo a techo. Y en cuyo interior, aun más sucio que lo demás de por allí, solo había un colchón harapiento, un inodoro sin tapa, y un lavabo desconchado, con un grifo encima. Sobre el que me lancé de inmediato, y al menos pude volver a beber agua; para cuando terminé, el policía me había encerrado en la celda, y estaba de vuelta en su mesa.
Aquello era inaudito; ni me había quitado las esposas ni, sobre todo, me había dado algo con lo que cubrirme. Aunque la razón de esto último era fácil de comprender, con solo ver las miradas lascivas que me dedicaba. Pero a mí ya me venía bien, pues me interesaba ganármelo para mi causa; así que le sonreí, mientras separaba lo bastante las piernas para que pudiese ver bien mi sexo, y le dije muy despacio:
- ¿Hablas inglés? Me han secuestrado, y necesito hacer una llamada por teléfono, cuanto antes; mis secuestradores podrían regresar, y son muchos y muy bien armados. Te matarán, y volverán a llevárseme…
El hombre parecía como idiotizado, y no hacía otra cosa que mirarse mi cuerpo; ahora la vulva, luego los senos, … Yo ya empezaba a pensar que mi estrategia era un error, y que íbamos a seguir así hasta que mis torturadores decidiesen venir a buscarme allí, cuando el policía dijo muy despacio, en un inglés muy dubitativo:
- No hay teléfono, solo tengo la radio. Y conectada con el cuartel militar, a cincuenta kilómetros de aquí; la antena de teléfono, en la montaña, está rota.
Al oírle hablar de militares, recordé mi aventura en aquel cuartel. Y, de pronto, me vino a la memoria el nombre de aquel militar del pene enorme, que me había parecido de una sonoridad muy divertida:
- Llama por radio al cuartel, y explícales que estaba secuestrada, y tú me has rescatado. Ya verás como te recompensan; diles que soy Sarai, y que uno de sus jefes me conoce, fon trai chulanon .
Al oír ese nombre, el policía pareció recobrar los sentidos; se puso en pie, con cara de susto, se lanzó sobre la radio, y estuvo al menos diez minutos hablando por ella en thai. Luego, cogió una escopeta de un estante en la pared, y comprobó que estuviese cargada; tras lo que se acercó a la reja de mi celda, y me dijo:
- Los militares vienen por ti, ahora. Espera aquí.
Poco faltó para que yo le hiciese un comentario irónico, pues si no me abría la celda era difícil que yo fuese a esperar en ningún otro sitio; aunque logré contenerme, y me limité a pedirle que me quitase las esposas, y me diese algo con lo que cubrir mi desnudez. Pero la sordera parecía haberle alcanzado otra vez, y de lleno; no solo no me contestó nada, sino que volvió a sentarse en su privilegiada posición anterior. E, incluso, me hizo un gesto inequívoco para que volviese a separar mis piernas; aunque yo decidí que, a sordo, sorda y media. Y no solo las crucé; además de eso cubrí mis pechos, tanto como las esposas me lo permitieron, con los brazos.
En menos de media hora oímos el ruido del rotor de un helicóptero, y pronto aquel puesto se llenó de polvo, y de ruido. Por entremedio de los cuales aparecieron, de pronto, media docena de hombres en uniforme de combate; uno de ellos, que llevaba en las hombreras la misma pagoda que le había visto al del pene enorme, pero solo con una estrella debajo y sin laureles, habló unos instantes con el policía. Y, cuando el agente se precipitó a abrir la celda, me dijo con una gran sonrisa:
- No tema, señorita, está usted a salvo, y en buenas manos. Yo soy el mayor Nanuam, y ahora mismo la llevaré a su casa.
El mayor, al igual que el policía, no parecía nada interesado en cubrir mi desnudez; de hecho, tampoco en quitarme las esposas, así que lo de que yo estaba en buenas manos tal vez tuviera un doble sentido. Yo, por si acaso, me dejé llevar por él hasta un gran helicóptero; entre las miradas, los silbidos, y los comentarios -obvios, aunque fuesen en thai- de sus soldados. Y, en cuanto me subí, con la ayuda de una mano del mayor que fue a empujarme justo por entre mis piernas, se montaron en el aparato todos los demás, y despegamos.
No estaríamos ni a cinco metros del suelo, con las puertas de la carlinga todavía abiertas de par en par, cuando sucedió algo extraordinario: vi llegar, por la carretera, el todoterreno de mis torturadores, que fue a detenerse justo frente al puesto de policía. Yo me levanté, y fui hacia la puerta, mientras le gritaba al mayor que aquellos eran los malos; pero, con el ruido del motor, no me oí casi ni a mí misma. Y el otro menos; así que, creyendo quizás que yo iba a tirarme en marcha, me agarró de la cintura, me atrajo hacia él, y me sentó en su regazo. O mejor dicho justo sobre su pene, pues enseguida comprendí qué era aquello tan duro que se restregaba contra mis nalgas.
El hombre, sin embargo, estaba rodeado de muchos testigos, así que lo más que pudo hacer fue retenerme allí sentada todo el camino; supongo que con la excusa de que así, estando tan cerca, podía hablar conmigo. Pero lo que más hizo fue sobarme, claro; en particular los pechos, y con la excusa de mirar el estado de mis muchas heridas. Aunque, mientras tanto, me fue explicando las cosas que me interesaban: que mi “amigo” era el Mayor General Chulanont, un alto oficial; que mi secuestro les había causado un profundo disgusto, tanto a él como al señor Phunsawat, mi protector -así lo dijo-; y que ya comunicaría yo a éste último lo que supiese sobre mis secuestradores.
El vuelo no fue muy largo, quizás media hora, y terminó en el jardín de una gran mansión; mientras el aparato descendía, pude ver que Phunsawat, rodeado de varias de sus chicas -Lawan entre ellas, y todas igual de desnudas que yo- me estaba esperando, y comprendí de quién era aquella casa. El hombre, cuando nos posamos, se acercó a abrir la portezuela corredera del helicóptero, y me ayudó a bajar; luego le dijo algo al mayor, por supuesto en thai, y tras despedirse de él se dirigió a mí:
- Bienvenida a mi casa de campo, Sarai. Siento mucho lo que te ha sucedido, de veras; todavía no me lo explico, pero me alegro de que todo haya acabado bien. Mi amigo Chulanont lo está investigando, y muy pronto nos dirá alguna cosa. De momento ve con las chicas; ellas te llevarán a curarte, que ya veo que lo necesitas…
Yo le di las gracias con una sonrisa; y, mientras el helicóptero remontaba el vuelo, caminé con las chicas, abrazada a Lawan, hasta una zona de la casa que parecía un dispensario. Allí, un tailandés pequeñito, con un bata blanca, me desinfectó con cuidado las múltiples heridas, me puso unas inyecciones, y luego me untó con una crema espesa todo el cuerpo, de cabeza a pies. Con el tratamiento, que acompañé de una gran botella de agua, comencé a sentirme mejor; y aún lo estuve más cuando me llevaron hasta una habitación, en la que había un cómodo lecho. Donde pude comer, aunque seguía esposada…
- Ahora vendrá el amo, y te las quitará; yo no tengo la llave. Si quieres, puedo quedarme aquí, y dormir contigo…
Me lo dijo con una sonrisa pícara, que dejaba sobreentender muy bien a qué se refería; pero yo estaba realmente agotada, e hice que no con la cabeza. Tan cansada estaba, que no recuerdo haberla visto salir de aquella habitación; y tampoco me enteré de quién me quitó las esposas: me quedé plácidamente dormida, a los pocos segundos de haberme tumbado sobre la cama.
VII
Las siguientes dos semanas las pasé entre aquella habitación, la sala de curas, el baño, y el jardín de la casa; recuperando mis fuerzas, y curando mis heridas. Al principio, casi sin moverme de la cama; y luego, progresivamente, haciendo más esfuerzo, y más ejercicios. Para la segunda semana ya me veía capaz de correr por el jardín -aunque, al hacerlo desnuda, mis grandes senos se bamboleaban de un modo bastante incómodo- y, sobre todo, de nadar en la gran piscina que había frente a la casa.
Lo que tuve que abandonar, sin embargo, fue cualquier esperanza de poder presentarme a las pruebas de ingreso en la Academia de Concubinas Reales; pues faltaba ya muy poco para ellas -yo lo notaba, sobre todo, en el nerviosismo de las otras chicas-, y no estaba en condiciones de asistir. Sobre todo, físicas; como me explicó el propio Phunsawat,
- Una de las cosas que el jurado valora más es la perfección de la piel; hay chicas que han sido descartadas por un simple grano. Y tú, con todas esas marcas de azotes aun tan visibles, no serías siquiera admitida como una candidata a las pruebas. Tal vez el año que viene, si cicatrizan bien; pero me temo que alguna te quedará de por vida. No tan visibles como lo son todas ahora, claro; mucho más difuminadas. Pero ya te digo que, en eso, el jurado es implacable…
Eso sí, la buena noticia era que Phunsawat había aceptado ser nuestro hombre en Asia; Campos se había marchado ya, con los contratos firmados, y cuando hablé con papá lo encontré de un excelente humor.
- Quédate allí tanto como quieras, princesa. Has hecho un buen trabajo; lástima de ese pequeño incidente que me ha contado Campos. En fin, que bien está lo que bien acaba, ¿no? Hala, un besito…
Con la duda de qué le habría explicado aquel imbécil, opté por no decirle nada por teléfono; aunque parecía muy contento, contarle lo que había sufrido la niña de sus ojos iba a requerir de muchísimo tacto por mi parte. No fuese a impresionarse demasiado, y tenerme otro infarto…
Mi primera idea fue quedarme allí, con las chicas, hasta que hubiesen pasado las pruebas de acceso; pero, conforme iba encontrándome mejor, fui cambiando de idea. Y eso que, allí con ellas, estaba en la gloria; éramos media docena de ninfas desnudas, retozando todo el día en el jardín, y en la piscina… No solo retozando, claro; las chicas hacían también algunas otras cosas, pues su preparación, ya muy severa, cada era más intensa. Me impresionó, sobre todo, un concurso que hicieron, a ver cuál era capaz de meterse el consolador más grande; ganó Lawat, y la bestia que llegó a introducir en su vagina, hasta su cérvix, más parecía la trompa de un elefante que otra cosa.
Sin embargo, dos cosas me hicieron cambiar mis planes: una, el día que Phunsawat me advirtió que yo no podría siquiera presenciar las pruebas, pues solo lo hacían las competidoras y el jurado; bueno, me dijo entre risas, a veces el rey y sus amigos les echan una ojeada, por entre los espesos cortinajes del salón de palacio donde se celebran. Pero público, nunca jamás; y aún menos, mujeres extranjeras. Como me aclaró, con una expresión de genuino horror en la cara:
- Imagina que se nos colase, como espectadora, una de esas locas que vosotros llamáis feministas …
La segunda cosa fue, simplemente, mi ego; pensar que una de aquellas campesinas, pobres e incultas, pudiese lograr algo que yo, la heredera única de la Comercial Anónima Puig, no había podido ni intentar, me ponía enferma. Era algo superior a mí; tal vez por eso, solo me interesaban los deportes de la gente como yo: el golf, la hípica, la vela, … Y eso que, incluso en éstos, cada vez había más advenedizos; aun recordaba lo que me reí aquella vez que una de esas, una socia que trabajaba de empleada no sé dónde, nos propuso jugar el torneo social del club de golf en nuestro equipo de chicas… ¡Por favor! Si ya me costaba bastante soportar que Charo, la mujer del piloto de Iberia, jugase en el equipo como si fuese una de nosotras…
Total, que una semana más tarde, y ya recuperada del todo -pese a que, en mis pechos, mis nalgas y mis muslos, aun se veían las señales de la fusta nítidamente- tomé una decisión; argüí una urgencia de tipo familiar, para no desairar a las chicas, y cogí un billete de vuelta para Barcelona. Esta vez con Etihad; nunca había viajado en una de sus cabinas de primera clase, parecidas a un pequeño camarote, y me apetecía probarlas.
El día de mi vuelo, y después que me hube vestido -se me hizo tan raro hacerlo que me limité a ponerme sandalias y un vestido de seda, hasta medio muslo, pero ninguna ropa interior-, Phunsawat me acompañó al aeropuerto, en persona; pude ver que, junto al chófer, viajaba un hombre armado con una metralleta. Pero ni en el trayecto, ni en los dos vuelos -hicimos una escala en Abu Dhabi- sufrí el menor contratiempo; y la cabina fue algo fenomenal. Incluso pude pasar toda la noche desnuda; era la primera vez que lo hacía en un avión de pasajeros, aunque las puertas de mi compartimento me lo pusieron bastante fácil…
Al llegar a Barcelona me esperaba el chófer de la empresa, pero preferí irme a casa que pasar por allí; estaba agotada, y necesitaba recuperar, poco a poco, mi ritmo normal de vida. Durante unos días me limité a dormir, a beber muchos líquidos, y a cuidarme: peluquería, masajista, manicura, … Y, cuando ya estuve un poco más “normal”, empecé por recuperar mi vida social: me dejé ver por el club de golf, por el Polo, e incluso salí a comer, y a cenar, con algunas amigas. Incluso comí un día con papá, que estaba estupendo; por primera vez, en toda su vida, había logrado bajar su hándicap hasta menos de diez. Así que, pese al régimen tan estricto que le había puesto el cardiólogo, estaba super contento:
- ¡Hándicap de una cifra, princesa! A ver quién me tose ahora en el club de golf… Por cierto, tendrías que pasarte un día por el despacho; ya sé que te da pereza, pero tienes que ir cogiendo el ritmo…
Demoré la visita tanto como pude, pero finalmente, y casi diez días más tarde, me dejé caer por la oficina. Llegué sobre media mañana, vestida como una auténtica profesional -aun conservaba alguno de los trajes chaqueta de Dior, que usé mientras papá estuvo enfermo- y luciendo mis mejores joyas; descontados, claro, los diamantes de mi abuela, robados por aquellos hombres de Tailandia, y de los que nunca más se supo. Qué pena; perder mis joyas favoritas era, quizás, lo peor que me había pasado en aquel viaje, pues eran irremplazables…
Calculé a la perfección la hora, sabiendo que papá tenía una partida en el club; había quedado con sus amigos a la una, para comer algo ligero antes de salir al campo. Así que me dio muy poco la lata; sobre las doce, o muy poco después, me dio un beso y salió pitando; no sin antes decirme:
- Antes de irte ve donde Campos, y él te dará los detalles de las cosas que ahora tenemos en marcha. Para empezar, escoge la que prefieras, y se lo dices; la llevarás tú, por supuesto con su asistencia en todo. Y, esta vez, a ver si no haces travesuras…
No me dio tiempo ni de preguntarle a qué travesuras se refería, pues se marchó como alma que lleva el diablo; así que me fui para el despacho de Campos, donde entré sin llamar. ¿Para eso era él uno de nuestros empleados, no? Estaba leyendo un expediente, y al verme entrar no me saludó; devolvió la vista a los papeles, y solo me dijo, en un tono muy seco:
- Cierra la puerta, y quédate callada un poco; he de terminar esto .
Aquel hombre, desde luego, sabía cómo indignarme; a las explicaciones que yo ya pensaba pedirle, por lo que le hubiese contado a mi padre -vale que no le dijese toda la verdad, para evitarle disgustos, pero que mis tormentos fuesen una “travesura”…- tenía que sumar las que me debía por tratarme de aquel modo tan descortés. Así que cerré la puerta, me aproximé a su mesa, y empecé a pegarle un buen chorreo:
- Escucha, imbécil; no sé qué le has dicho a papá, pero exijo que me lo cuentes con todo detalle. Como me hayas hecho quedar mal, te vas a enterar; y eso de decirme que me calle te lo…
No logré terminar la frase, porque lo que Campos hizo entonces me dejó sin palabras; abrió uno de los cajones de su mesa, y sacó un pequeño paño con algo brillante encima, que depositó sobre el fino cuero de aquel escritorio. Eran las joyas de mi abuela, en todo su recuperado esplendor: el anillo, los pendientes, y el collar. Las cogí, y me puse a mirarlas con todo detalle, como si fuese la primera vez que las veía; el contorno, el brillo, las inscripciones en la parte trasera de cada pieza, … No sabía qué decir; las preguntas se agolpaban en mi cabeza, una encima de otra, y para cuando reaccioné él ya se me había adelantado:
- Los que te secuestraron actuaban a mis órdenes; su objetivo era darte tu merecido, y luego dejarte tirada por ahí, en algún sitio donde te encontrase la policía, y te devolviese a Phunsawat. Pero aquellos tres chiquillos se metieron por medio… ¡Vaya con los ladronzuelos! Aunque, al final, me hicieron un gran favor, sin saberlo ni quererlo…
Mientras le escuchaba, me había dejado caer en una de las butacas que había frente a su escritorio; supongo que mi cara de pasmo debía de ser de lo más divertido que él había visto en su vida. Pero no tardé mucho en cambiarla por otra de indignación, al ir asimilando lo que me decía; ¡el muy sinvergüenza tenía el cuajo de confesar que me había hecho secuestrar y torturar, y encima me ofrecía la prueba definitiva de su crimen: las joyas de la abuela! Me puse en pie, roja de ira, y cuando iba a decirle lo que le esperaba -el despido, la cárcel, la ruina, … y un buen bofetón- volvió a sorprenderme.
De su ordenador salió una voz que me era muy familiar, diciendo en inglés “ acercaos aquí, y haremos el amor” ; cuando giró la pantalla, pude ver lo que ya me temía: era yo, diciéndoles a aquellos chicos tailandeses que me follasen. Y, claro, no solo diciéndoselo; también llevándolo, de inmediato, a la práctica. El vídeo tenía una excelente calidad, gracias a la luz de luna, y a una cámara que supuse tan profesional como las que habrían filmado mis torturas; yo, desde luego, no me percaté de su presencia, pero era lógico que hubiesen dejado alguna vigilándome. Y seguramente por eso regresaron tan pronto, una vez que logré soltarme y salir de allí…
- Como verás, la imagen es muy clara, diáfana, y además sin manipular en absoluto. Lo único que hemos cortado es todo lo anterior, y todo lo que viene después de que los chicos terminen de divertirse contigo. Pero, sin duda, sería una prueba concluyente en un tribunal; sobre todo, si venía acompañada del testimonio de las víctimas: Chakan, Pravat y Lamon. Todos ellos menores de dieciséis años, y dispuestos a venir a España a declarar si hiciese falta…
Empezaba a darme cuenta de lo que Campos pretendía; chantajearme de algún modo, para que no le denunciase por lo que me había hecho. Pero yo no terminaba de ver cómo lo haría, hasta que aprovechó mi asombrado silencio para aclarármelo:
- Según una abogada penalista muy buena que conozco, eso son de ocho a doce años de cárcel por cada chico que te follaste; y lo mejor es que el delito, aunque se cometiera en Tailandia, es perseguible en España. Se ve que, para tratar de frenar lo que llaman el turismo sexual europeo, hicieron una modificación legal en este sentido; espera, aquí la tengo apuntada: artículo 23.2.k de la Ley Orgánica del Poder Judicial. ¿Curioso, no? Imagínate los diarios: millonaria española acude a Tailandia a dar rienda suelta a sus bajas pasiones, pervirtiendo menores tercermundistas; abusando de su posición socioeconómica… Yo creo que la cosa se iría más a los doce años por menor, que no a los ocho; pero, vamos, veinticuatro años de cárcel ya son muchos, ¿no crees? Y eso sería lo mínimo…
Oyéndole, me di cuenta de que me tenía atrapada; nadie iba a creer mi versión de los hechos, carente de prueba alguna. Más allá de algunas finísimas marcas de azotes, ya casi imperceptibles, pero que no tenía modo de vincular con él; mientras que Campos tenía aquella dichosa grabación, y la declaración de los menores. A quienes, seguro, atribuiría la recuperación de las joyas; dirían que me las cogieron ellos, y que, arrepentidos, se las habían devuelto; lo que aún haría más creíbles sus acusaciones contra mí.
Por mi cabeza pasaron, en unos segundos, un millar de cosas distintas; incluso pensé en volver al despacho de mi padre, coger de su caja fuerte el revólver que sabía que guardaba allí, y cargarme a Campos con él. Pero eso también me llevaría directa a la cárcel; poco consuelo sería, durante el montón de años que pasase allí dentro, saber que Campos estaba en una caja de pino. Así que, finalmente, tiré la toalla:
- Está bien, me rindo. ¿Qué quieres? Ya supongo que me dirás que me olvide de denunciarte; lo doy por seguro, pero imagino que con eso no bastará. ¿Te la chupo, como en casa de Phunsawat? ¿Te apetece más follarme? ¿O prefieres dinero? No me dirás que eso te falta…
Campos, sin levantarse de su sillón, me miró con una sonrisa cruel; y luego, como quien no quiere la cosa, me soltó:
- Lo primero de todo, desnúdate. Y no hace falta que cierres la puerta con llave; si entra mi secretaria, te aguantas…
Así que será lo de la mamada, pensé… Con un bufido, que trataba de expresar mi desprecio por él, comencé a quitarme la ropa: primero la chaqueta del traje, que dejé en el respaldo de una butaca. Luego la falda, que dejé caer al suelo antes de recogerla, y ponerla con la chaqueta. Y, finalmente, mi blusa de seda color marfil; en menos de dos minutos, quedé delante de él vestida solo con mi ropa interior de encaje, mis medias, y mis Louboutin Eloise.
- Todo, y rápido. Luego arrodíllate aquí, al lado de mi mesa; y hazlo en el parqué, no sobre la alfombra. Con las rodillas bien separadas, para que tu sexo quede completamente expuesto.
Aquello ya era más difícil, pero no iba a ser, ni de lejos, la primera vez que Campos me viese en pelotas; así que obedecí deprisa -aunque quitarme las medias me llevó un poco más- y me arrodillé a su lado, en el suelo, junto a su butacón. Entonces, él me alargó las joyas de mi abuela; comprendí que deseaba que me las pusiera, y así lo hice. Tras lo que entreabrí mi boca, y avancé un poco el torso hacia él; pero, cuando yo esperaba que se bajase la cremallera, y sacara su pene, volvió a sorprenderme: se dio la vuelta, y se puso de nuevo a leer los papeles que tenía delante.
No me atreví a decirle nada, y el tiempo fue pasando; tanto, que al final empecé a temer que entrase Maite -la secretaria de Campos- por algún motivo inaplazable. Pero, aunque un par de veces le habló por el interfono, no entró nadie; hasta que, en una de aquellas llamadas, Maite le dijo que había llegado su amigo Damián, o algo parecido. Entonces, no pude contenerme más:
- ¿No crees que el jueguecito ya dura demasiado? Me has humillado, y lo acepto; incluso, si quieres te la chupo un rato, o follamos. Pero exhibirme delante de tus amigotes, como un trofeo de caza… Supongo que no pensarás hacer eso, ¿no?
Campos detuvo el dedo que iba a poner sobre el botón del interfono, y me dijo con una cara muy seria:
- Cuando digo que eres tonta… Muy mona, eso sí; vamos, que tienes un polvazo, con esa carita de muñeca, y ese cuerpo de señorita de casa bien adicta al gimnasio. Pero tonta, como una mata de habas. Verás, tus delitos no prescriben hasta que pasen quince años, según mi amiga abogada; así que, hasta entonces, eres mi puta esclava. No sé cómo decírtelo más claro: si yo te digo que te pasees en pelotas por la oficina, o por la Plaza Cataluña, lo haces; y sin chistar. O que te folles al conserje. Así que déjate ya de remilgos; mi amigo está aquí, precisamente, para reventarte el culo. No me creyó cuando le dije que podría hacérselo a la hija del dueño, en la oficina; nos jugamos una cena, y va a pagarla. Eso sí, contento; espero, porque si no queda satisfecho con tus servicios, ¡prepárate!
Mientras Campos pulsaba el botón, y daba su permiso para que el otro entrase, un escalofrío me recorrió la desnuda espina dorsal; por más que me pudiera doler, aquel cabrón me tenía bien atrapada. Ya pensaría en el modo de librarme de él; pero, por el momento, no tenía otra que obedecerle. Veinticuatro años de cárcel eran mucho tiempo, y no me apetecía nada tener que exiliarme en Abu Dhabi, o en algún otro sitio por el estilo, para evitármelos. Incluso, si no podía librarme de Campos, lo de ser su esclava “solo” duraría quince…
Así que, cuando el asombrado amigo de mi nuevo amo se me acercó, mirándome con cara lujuriosa, hice lo que de mí se esperaba; sonreí, agité un poco mis pechos, y le dije:
- Señor, dice mi amo que desea usted follarme. ¿Prefiere mi sexo, o mi ano? ¿Quiere que me ponga sobre la mesa, en el sofá, o en el sillón? O tal vez le guste más hacerlo estando los dos de pie… Si lo desea, puedo desnudarle yo misma; e incluso chupársela un rato, si le gustan los preliminares…