La Empresaria Desnuda
La hija única de un gran empresario es chantajeada por un hombre que puede evitar la quiebra de la empresa, quien la humilla y la maltrata. Pero ella, con el tiempo, va descubriendo los placeres de la esclavitud...
LA EMPRESARIA DESNUDA
Por Alcagrx
I
- Señorita Puig, se lo digo desde el profundo respeto que me merece la figura de su padre; que, por cierto, ojalá se recupere pronto. Pero los números no engañan a nadie: si no hace usted un milagro, y enseguida, la empresa va a quebrar a final de mes.
Entre las muchísimas cosas que yo tenía que agradecer a mi padre, ahora mismo postrado en una cama de hospital tras sufrir un tremendo infarto, no estaba el haberme nombrado presidenta ejecutiva interina de Comercial Anónima Puig. Un holding internacional, dedicado principalmente al comercio de materias primas -ahora les llaman “commodities”, que suena más fino- que era la gran obra de tres generaciones de los Puig; y que, en aquel momento, estaba a punto de hundirse con estrépito. Algo que, sin duda, mataría a papá del disgusto; de hecho, aquel primer infarto, y la decisión de nombrar a su única hija como la ejecutiva máxima del grupo, eran sin duda consecuencias indeseadas, e inevitables, de la pésima marcha de la compañía.
Por la parte que a mí me tocaba, la quiebra del holding era un desastre mayúsculo, el fin de la vida que había llevado siempre; adiós a las temporadas de ópera en Viena, París y Milán, a mis “escapadas” de compras a Nueva York, a las fiestas VIP, al club de campo, al yate, al avión privado, y hasta al coche con chófer. Pues todo lo -mucho, eso es cierto- que teníamos estaba a nombre de la empresa, por decisión de papá; yo era sin duda la niña de sus ojos, pero el crecimiento del negocio estaba por encima de todo, hija incluida. Y su gran sueño era llevar “la Comercial”, como siempre la habíamos llamado, hasta el top ten de las empresas del sector. Así que, si quebrábamos, me veía a mis casi treinta años teniendo que vivir como la gente vulgar; no lograba siquiera imaginar, la verdad, cómo podría ser aquello…
Mientras, desde mi sillón presidencial en la elegante sala de juntas de la Comercial, oía a los demás consejeros gritar muy enfadados, y discutir entre sí, yo pensaba que, en el fondo, quizás ser millonaria no fuese lo principal; a fin de cuentas, conservaba las relaciones necesarias para conseguir un buen empleo. Con el que no viviría como hasta entonces, eso seguro, pero al menos sí como una burguesita de medio pelo; vamos, algo así como mi amiga Charo, casada con un piloto de Iberia. Pobrecilla, tener que sobrevivir con solo un cuarto de millón… ¡al año! Y además bruto, que Iberia lo declaraba todo a Hacienda; solo en combustible, nuestro yate ya debía de gastar más de eso. El único consuelo de mi amiga era que, con tanto vuelo trasatlántico, se libraba de su Javier con cierta frecuencia.
Pero, en fin, qué podía yo hacer; si caíamos, pues caíamos. De hecho, aún me quedaba otra opción: casarme con alguno de los muchos millonarios que conocía; a poder ser, pensé cínicamente, uno muy viejo, que me dure poco… Así que, al final, de lo que me tenía que preocupar, sobre todo, era de la salud de mi padre; un cielo de hombre, que siempre me había tratado como lo que me llamaba a todas horas: su princesa. Aunque el pronóstico no era muy halagüeño; aun recordaba las palabras del cardiólogo de guardia, un chico tan amable como guapo, cuando le ingresamos en el hospital:
- Vamos a aislarle en la UCI, sin visitas ni contacto con nadie. Piense que, en su estado, cualquier emoción un poco intensa puede matarle…
Sólo entró allí el notario, a petición expresa de papá y para que pudiese firmar la cesión de sus funciones como CEO; me designó a mí, por supuesto sin consultarme antes, y como no me dejaron entrar en la UCI no tuve ocasión de afearle el nombramiento. Que por un lado era lógico, pues yo era la única heredera de su 90% de acciones; pero por otro absurdo, pues yo no sabía del negocio nada en absoluto. Y, además, la cosa me aburría muchísimo. Ya que mi vida, hasta aquel momento, había ido por otros derroteros: los clubes de tenis y de golf, el gimnasio, las fiestas, la ópera, los viajes -me encantaba nuestro enorme yate-, ir de compras, … Por no comprometerme en nada, ni siquiera tenía pareja; y eso que, según me decían mis amigas con un poquito de envidia, mis muchas horas de gimnasio -y de salón de belleza- hacían que los hombres se interesasen casi más por mi físico, que por mi dinero. “Casi”, claro; que una es rubia, pero no tonta.
Al final, tanto griterío me alteró los nervios; así que me levanté del sillón presidencial con gesto de fastidio, haciéndoles así callar de golpe, y antes de retirarme de aquella sala les dije:
- Yo estoy tan preocupada como vosotros, pero dando voces no vamos a arreglar el problema. Si alguno tiene una idea sobre cómo salir de esto, que me venga a ver al despacho de papá; allí os estaré esperando. Pero de uno en uno, y hablando en voz baja; me estáis dando dolor de cabeza con tantos gritos. De verdad, parecéis críos de parvulario…
Por supuesto, ninguno de ellos se acercó por el despacho de mi padre. Pero, aquella misma tarde, fue la secretaria quien entró a verme; Marisa, que así se llamaba, era la secretaria personal de papá no ya desde antes de que él enviudase, sino incluso de que yo viniese al mundo. Por lo que, aunque ahora me hubiese convertido en la presidenta, me trataba sin tapujo alguno:
- Eli, ha llamado quien decía ser el secretario personal del señor Juárez. Un maleducado, por cierto; en vez de pedir cita, me ha dicho que su jefe estará aquí dentro de un rato, y que te trae la solución al problema deComercial Puig. ¿Al tío le conoces, verdad? Según tu padre, un mal bicho. En todo caso, ¿qué tengo que hacer cuando venga, le dejo pasar, o llamo a la policía?
Vaya si le conocía, aunque solo de oídas: mi padre siempre había dicho que el tal Juárez era un malvado, un hombre que disfrutaba haciendo sufrir a los demás, y que había que guardarse de él. Por lo visto, habían tenido trato por negocios tiempo atrás; lo único seguro era que papá le despreciaba, y le temía, casi a partes iguales. Así que poco bueno se podía esperar de él; pero, en nuestra situación, no había muchas alternativas. Y, además, yo empezaba a aburrirme; justo lo que más me puede fastidiar de todo…
- No, mujer, puedes dejarle pasar; a ver qué nos ofrece. Ahora mismo, la Comercial no está como para que ignoremos a nadie que traiga una posible solución .
Marisa volvió a su mesa mascullando algo que sonaba a “Allá tú”, y yo no pensé más en el tal Juárez hasta que, a media tarde, por el interfono me anunció que el caballero -lo dijo con evidente retintín- había llegado. No era cosa de mostrar ansiedad; así que arreglé un poco mi cuidada melena rubia, alisé la falda del traje chaqueta gris perla que llevaba y, unos minutos después, di la orden para que entrase. No sin dejar de pensar lo muchísimo que me envejecían aquellos sobrios trajes de chaqueta que, cuando papá me nombró, tuve que correr a comprar. Pues nunca antes tuve nada así en mi guardarropa; suerte que Dior, además de algún trapillo un poco más mono, seguía haciendo estas cosas para abuelas…
- ¡Señorita Elisabet Puig, es un auténtico placer conocerla por fin en persona! Si me lo permite, es usted aún más bella al natural que en las fotos de la prensa, o que en la televisión…
Juárez, hablando un castellano con un punto de acento del sur, avanzó decidido hacia la mesa tras la que yo me sentaba; aunque el despacho era bastante grande, tuve justo tiempo de incorporarme y rodear el escritorio antes de tenerlo, por así decirlo, encima mío. Lo que me obligó a soportar una terrible vaharada de su colonia, que olía a tan antigua como el Varón Dandy de mi abuelo. Con mi mejor sonrisa profesional le alargué la mano derecha; él la tomó, la besó ceremoniosamente, y luego hizo una cosa extraña: la levantó en el aire, como si fuese a bailar un vals conmigo.
- ¡Y qué cuerpo, madre mía! Sin duda, si existiese el concurso de Miss Empresaria, usted se llevaría el primer premio; vamos, tanto en España como a nivel mundial…
Estaba claro que se trataba de un machista, un baboso -no apartaba sus ojos de mis pechos- y un rancio; esto último a juzgar por su aspecto, pues era un cincuentón calvo, barrigón y de escasa estatura, vestido como si estuviese a punto de abordar un yate: pantalón blanco con raya, blazer azul marino -con una camisa azul claro debajo, de cuello sin abrochar- y mocasines náuticos. Ni siquiera le faltaba el detalle cursi del pañuelo blanco en el bolsillo del pecho… Y, bien mirado, era más un sexagenario que no un cincuentón; aunque, al estar muy moreno y tener la piel de la cara bastante tersa, a primera vista parecía menos carcamal.
Obviamente, no era cosa de que yo le afease sus trasnochados piropos antes de saber lo que me proponía. Así que le indiqué uno de los dos sillones que había frente al escritorio, regresé al mío, y tan pronto como dejó caer sus posaderas en la butaca le dije:
- Señor Juárez, encantada de conocerle. Mi padre me ha hablado mucho de usted, de eso no tenga la menor alguna. Pero dígame, ¿a qué debo su inesperada visita? Según mi secretaria, parece que tiene usted un negocio que proponerme…
Al oír eso, el hombre se dio una palmada en la frente, como si por un instante hubiese olvidado algo esencial; a continuación, y con una sonrisa aún más ancha de la que exhibía desde que entró, metió su mano derecha en el bolsillo interior del blazer. Y de allí sacó un objeto metálico, brillante, que dejó sobre la mesa de escritorio, justo frente a mí. Al reconocer lo que era me quedé muy sorprendida, pero traté de disimularlo en lo posible.
- Disculpe, pero no comprendo bien qué tienen que ver unas esposas policiales con las transitorias dificultades financieras de la Comercial …
Juárez dejó de sonreír de golpe, y me miró como si yo fuese una niña muy pequeña, en edad de necesitar que se lo expliquen todo. Y durante un rato bastante largo, lo que se me hizo bastante incómodo; pero cuando fui a hablar, para acabar con aquel extraño impasse, fue él quien lo hizo, muy despacio y como si instruyese a alguien de escasas luces:
- Verá, es todo muy sencillo.Comercial Puig necesita urgentemente que alguien le aporte financiación, y en cantidades de por lo menos ocho ceros. Los bancos no están por la labor, y tampoco las financieras; usted ya no sabe dónde acudir, y el próximo día uno vence un crédito que, sin ayuda externa, no podrá atender. Lo que significará la quiebra de la empresa; y seguramente la muerte de su padre, tan pronto como se entere de la catástrofe. Pero está de suerte: yo puedo financiarla, a buen precio y hasta que recupere la confianza de los bancos; digamos durante un año, como máximo año y medio. Más no les va a durar el canguelo. Sólo le pido una cosa a cambio: usted.
El modo en que me miró, mientras decía esta última frase, me provocó un escalofrío que recorrió, de arriba abajo, toda mi espina dorsal. Pero mantuve mi expresión facial más neutra, y mi sonrisa más profesional; como máxima concesión, me permití una teatral mueca de extrañeza. Juárez volvió a sonreír, y siguió con su discurso.
- Lo de las esposas es un poco teatral, lo reconozco; antes de venir me pareció una buena idea, algo simbólico pero potente. Pero ya veo que no capta el mensaje; o, quizás, es que no quiere captarlo. No le propongo matrimonio, no se asuste, sino un mero trato mercantil: durante ese tiempo, el dinero que haga falta para mantener la empresa a flote, a buen precio y sin más garantías que su facturación. A cambio, y hasta que Comercial Puig deje de necesitarme, la quiero a usted como mi esclava.
Mi reacción, al tener yo a aquel desgraciado demasiado lejos como para alcanzarle con un bofetón, resultó super educada: muy seria, pulsé el botón del interfono, y le dije a Marisa que el señor Juárez ya se iba. La secretaria, que ya debía temerse que algo sucedería durante aquella visita, entró de inmediato, antes de que el hombre hablase de nuevo; así que pudo escuchar lo que él me dijo, con cara de indignación y mientras se levantaba de su asiento:
- Usted misma, pero piense que, cuanto más tarde en aceptar el trato, más duras serán las condiciones de su esclavitud. Marisa tiene mi teléfono, así que cuando se decida, no tiene más que llamarme. Y le dejo aquí las esposas; le servirán como recuerdo de mi oferta. Muy buenas tardes, señorita Puig.
Cuando Marisa regresó, tras acompañarlo a la puerta de la calle, traía la cara por completo desencajada. Como no había cerrado el despacho al salir con Juárez, yo la vi venir por el pasillo, andando directa hacia mi mesa; cuando entró, cerró la puerta tras de sí y me dijo:
- Mierda, la historia se repite. Verás, tu padre me hizo jurar que nunca te lo contaría, pero que me perdone: debo hacerlo. Veinticinco años atrás, este hombre le hizo lo mismo a tu madre; de hecho creo que Marta, más que de un cáncer, se murió de pena y de vergüenza. Durante algo más de un año, cada miércoles, tu madre iba a casa del maldito Juárez por la mañana; y regresaba, de madrugada, bastante descompuesta. Nunca dijo a nadie qué le hacían allí, pero más de una vez, al día siguiente, necesitó de los servicios del médico de la familia. ¿Te acordarás del viejo doctor Santiago, no, tan elegante él? Podría contarte, si no fuera tan discreto, cosas que te harían estremecer…
Para entonces mi indignación era ya tan grande que no sabía qué decir; sólo me repetía a mí misma “Pero, ¿por qué? ¿por qué?” , apretando con fuerza los puños. Hasta que fue Marisa quien contestó mi pregunta auto formulada:
- La misma historia que ahora; la empresa, la gran obra de toda la vida de tu familia, se hundía, y el cochino dinero de Juárez la salvó. Perdona que te lo diga así; pero yo, en tu lugar, preferiría ser pobre. Y, si te refieres a porqué hace Juárez eso, te imaginaba más despierta, la verdad…
Yo le hice que sí con la cabeza, pasando por alto su grosero comentario; ¡qué fácil veían lo de volverse pobres quienes ya lo eran! Pero, sobre todo, no paraba de pensar en la situación de mi padre; si quebrábamos, su esfuerzo y el de mi abuelo, incluso los tormentos que mi madre debió de pasar a manos de aquel miserable, habrían sido en vano. Y además, en aquel preciso momento una llamada a mi móvil vino a ponerme las cosas peor: era el cardiólogo, quien lamentaba informarme de que la condición de mi padre había empeorado.
- Prefiero que siga sin acercarse por aquí, solo la alegría de verla ya podría serle fatal. Confiemos en la medicación, en el reposo más absoluto, … y en la suerte, por supuesto. Si todo va bien en un mes, tal vez dos, ya estará en condiciones de recibir visitas; siempre, claro está, que no le hablen más que de generalidades. Del tiempo, por ejemplo. Y nada de llevarle la contraria; si él le dice que llueve, pues seguro que tiene razón. Aunque desde su lecho se vea un sol espléndido…
Aquella noche me fui a la cama bastante preocupada, y ni tomándome un somnífero -ligero, eso sí, no era cosa de pasarse- logré pegar ojo. Faltaban solo diez días para el vencimiento de aquel crédito, y no veía salida alguna a la situación. Excepto la que Juárez me sugería, claro… Cada vez entendía mejor porqué mi madre, en los escasos años que pude tratarla -desde que tuve uso de razón, hasta que aquel cáncer fulminante se la llevó al otro mundo- siempre me dio la sensación de ser un muerto en vida. Silenciosa, perpetuamente triste, prematuramente envejecida y algo encorvada, parecía un personaje de novela romántica, puro siglo diecinueve: la dama bella pero desdichada, de sonrisa mortecina y ojos apagados.
A eso de las cinco de la madrugada tomé una decisión. Se lo debía a ella, sin duda, pero también a mi padre y a mi abuelo: aceptaría el trato. Y, tan pronto como pudiese, una vez salvada la empresa y curado papá, me vengaría de Juárez. Aún no sabía cómo, pero le haría pagar con creces lo que le hizo a mi madre; y, claro, lo que me fuese a hacer a mí, aunque de momento sólo podía imaginármelo. Y temerlo, por supuesto; había visto años atrás la película Historia de O, y suponía que a mí me esperaba alguna cosa parecida. Solo que sometida a un hombre feo, gordo, viejo y oliendo a colonia demodé, en vez de a hombres guapos y elegantes como Udo Kier o Anthony Steel. Vaya asco, la verdad... Pero mi padre, y mi abuelo, se merecían el esfuerzo.
Extrañamente, el natural temor que al pensarlo sentía se mezclaba con cierta excitación sexual; imaginarme en el lugar de O, azotada y penetrada por desconocidos, convertida en un mero objeto sexual, hizo que enseguida notase aquella sensación tan familiar de humedad entre mis muslos. Pero no llegué a masturbarme; una vez que hube decidido lo que debía hacer, la sensación de alivio fue tal, que me dormí plácidamente. Y cuando la camarera, preocupada, entró en mi habitación a despertarme eran casi las once de la mañana.
Llegué a la oficina pasadas las doce, y cuando le pedí a Marisa que me pusiera en contacto con Juárez me miró con severidad, casi con ferocidad; no me puso objeción alguna, pero mientras marcaba el número me dijo:
- Espero que tengas suficiente valor como para matarlo. Tu madre no se vio capaz, era demasiado creyente. Ojalá su Dios la haya perdonado… Pero, esta vez, si no matas tú a ese cabrón lo haré yo, te lo prometo; aunque sea lo último que haga en mi vida.
Yo me limité a decirle que por eso no pasara cuidado, que mi objetivo era la venganza por encima de todo; pero que, primero, había que salvar la empresa. Y, cuando me pasó la comunicación, hablé con aquel desgraciado del modo más gélido y distante posible: solo le dije que aceptaba su trato, sin ni siquiera darle los buenos días. Le oí reír al otro lado de la línea, y enseguida recibí de él la primera instrucción a cumplir:
- Convoque para esta tarde un consejo extraordinario, al que yo acudiré. A las seis me va perfecto. Y procure que estén todos los miembros; incluso los dos que no son accionistas de la empresa. Quiero allí el cien por cien, tanto del consejo de administración como del capital social; si cuando yo llegue falta uno solo, no hay trato. No quiero, luego, impugnaciones sorpresivas.
II
Cuando Juárez hizo su entrada en la sala del consejo, yo llevaba un rato explicando a mis ocho compañeros de junta que habíamos encontrado a un posible financiador; a seis de ellos los localicé, y los cité, sin problema alguno, pues estaban en Barcelona. Y la mención a una posible solución al problema de la empresa les sirvió de poderoso aliciente, para olvidar cualquier otro plan que tuviesen; incluso a Guasch, empedernido jugador de bridge que a aquella hora, precisamente, tenía una pool. Como cada tarde, imaginé yo...
A Campos, que estaba en Madrid, le mandé el avión de la empresa, y a las cinco le tenía en un taxi, camino de la sede social. Pero con Esteve tuve que emplearme a fondo; era uno de los dos consejeros no accionistas, y lo único que perdía con nuestra quiebra era su sillón en el consejo. Un sillón muy bien remunerado, ciertamente, pero solo uno más de los muchos sillones bien pagados que él ocupaba; y, además de eso, su familia era casi más rica que nosotros los Puig. Así que no le venía de ahí. Pero su punto flaco era la gran amistad que le unía a mi padre; tuve que rogarle durante un buen rato, pero al final aceptó venir. Y no debía de estar lejos, pues fue el primero en acceder a la sala de juntas.
- Caballeros, y dama, es un honor dirigirme hoy a todos ustedes en esta histórica sala, donde tantas decisiones importantes para la vida económica de nuestro país se han tomado…
Sin esperar a que yo, en mi calidad de presidenta, le diese la palabra, ni a los protocolarios saludos iniciales, tan pronto como entró Juárez comenzó un largo discurso a los asistentes; al principio pura paja, pero poco a poco con más contenido. Nos ofrecía crédito casi ilimitado, contra la simple presentación de las facturas de clientes aceptadas, y a un tipo de interés muy bueno: casi medio punto menos que el más barato de todos los bancos con los que, hasta entonces, descontábamos los efectos. Mis compañeros estaban asombrados, como en trance, y asentían con la cabeza; hasta que Campos, un hombre muy práctico, le interrumpió:
- Oiga, todo esto suena muy bien; yo incluso diría que de fábula. Pero no creo que vaya a salirnos gratis, ¿verdad? Así que por favor, no piense que soy descortés; pero, como ya somos todos mayorcitos, ¿le importaría explicarnos qué nos va a costar? A ser posible vaya al grano, sin rodeos…
Antes de contestarle, Juárez me miró fijamente; yo, que estaba hecha un flan, absolutamente comida por los nervios, solo logré asentir levemente con la cabeza, pero él interpretó correctamente mi gesto. Y, con su mejor sonrisa, contestó a Campos:
- A ustedes ocho, nada en absoluto. Y, en cuanto a la señorita Puig, ella y yo tenemos un acuerdo privado, cuyo contenido me compensa de modo más que suficiente. Los más viejos del lugar quizás recuerden que ya hicimos algo similar unos veinticinco años atrás, ¿no es así? Usted, Esteve, por ejemplo; recuerdo que se indignó teatralmente, defendiendo el honor de la señora Puig como si fuese su propia esposa. Pero al final aceptó el trato; como lo hicieron todos los otros, claro. Incluso, el pobre cornudo…
Al oír eso, Esteve enrojeció, y empezó a llamar sinvergüenza a Juárez; mientras los demás miembros del consejo -excepto Guasch, quien ya conocía aquel antiguo e infame trato- empezaron a cotorrear entre ellos, en voz cada vez más alta y tratando de averiguar a qué se referían en concreto. Hasta que Juárez, con un gesto tajante, les hizo callar.
- Con la señora Puig me comporté como un caballero, y nuestra relación discurrió siempre en el más estricto ámbito privado. Pero esta vez no será así; pues la esclava Eli -desde ahora ése es su nombre- me rechazó, de muy malos modos, cuando le propuse un acuerdo. A diferencia de su madre; toda una señora que entendió, desde el primer momento, cuál era su sitio en la vida . Mejor dicho, cuál era su obligación.
Al oír aquello, el consejo se sumió en un profundo silencio, pues hasta el menos dotado comprendía ya de qué iba la cosa. Y, como pasara veinticinco años atrás, a todos ellos les importaban mucho más sus intereses económicos que no el honor, la virtud, o el sufrimiento de las mujeres de la familia Puig. Pero Juárez no tenía aún suficiente; había humillado al consejo, pero le faltaba el detalle teatral: hacer lo mismo con su esclava. Y en público.
- Eli, ahora que las cartas ya están sobre la mesa, por así decirlo, haz el favor de desnudarte. Todo, incluso los zapatos, y aquí mismo; mientras seas mi esclava, quiero que permanezcas siempre completamente desnuda. Luego, ve a donde sea que las guardaste, y tráeme aquellas esposas que te ofrecí; pero sin ponértelas aún, que quiero esposarte yo mismo . Aquí, ante todos.
Si dijese que sentí una punzada en pleno pecho, como si me atravesase una espada, seguramente me quedaría corta. Por supuesto, yo ya contaba con que, más temprano que tarde, debería desnudarme ante Juárez; incluso, mis planes pasaban por tratar de seducir a aquel monstruo con mis encantos, para que me tratase mejor. Pero desnudarme allí, ante mis compañeros del Consejo de Administración… Me parecía tan inverosímil que, simplemente, me quedé paralizada por completo; con las manos en el botón de la chaqueta de mi traje, a donde habían ido como autómatas, pero sin desabrocharlo. Y no reaccioné hasta que volví a oír la voz de Juárez:
- Habrán observado que nuestro acuerdo de financiación es meramente verbal, entre caballeros. Eso es así por dos razones: primera, porque sin duda todos los presentes lo somos. Y segunda, porque cualquier desobediencia por parte de la esclava Eli lo dará por automáticamente concluido, sin posibilidad alguna de ser reactivado. Aunque, por lo que parece, igual no llega siquiera a entrar en vigor… ¡Tienes un minuto, esclava! ¡Venga, desnúdate ya!
Pensar en mis antepasados obró sin duda el milagro: mis manos, como si tuviesen vida propia, soltaron el botón de la chaqueta, me la quitaron, y luego fueron a desabrochar la falda del traje. No fue hasta que ya la habían dejado caer al suelo, y se entretenían en desabotonarme la blusa de seda, que pude darme cuenta de lo que me estaban haciendo. Pero, sorprendentemente, mi reacción no fue la de detenerlas, sino sólo la de ruborizarme furiosamente; y, para cuando me quedé ante aquellos nueve hombres en ropa interior, todavía tenía la absurda sensación de que aquello no me estaba pasando a mí, sino a otra persona distinta.
Lo siguiente que hice, casi sin pensar, fue quitarme mis Louboutin -adoro los Kate- de tacón alto; como ya hacía calor no llevaba medias, así que solo tuve que dar dos pequeñísimas patadas hacia adelante. Pero lo que me faltaba por quitar, para completar mi humillación pública, eran ya palabras mayores; sobre todo para alguien como yo, que ni siquiera haría topless estando en una playa nudista. Mi excusa habitual era el temor a los paparazzi, pero en realidad yo era exageradamente vergonzosa; ni siquiera dentro del vestuario de mi gimnasio -exclusivamente femenino, por supuesto- dejaba de cubrirme siempre con una toalla camino de la ducha, o al regresar de ella. Y no solo anudándola a la cintura, como hacían casi todas mis compañeras, sino tapándome también los pechos.
Así que retirar mi sujetador, frente a unos hombres a los que conocía bien -a dos de ellos, desde mi infancia- y en aquella sala silenciosa, en la que se hubiese podido oír volar a una mosca, se me hacía una tarea imposible; de hecho, el estar en ropa interior ya me producía una terrible vergüenza. Pero la voz de Juárez volvió a venir en mi ayuda:
- Una vez desnuda, ni se te ocurra cubrir tus encantos con las manos; sería una verdadera pena ocultar tanta belleza… Y ve acabando; comprendo que quieras darnos un buen espectáculo, pero creo que ya lo has prolongado lo suficiente. ¡Fuera todo!
Sacando fuerzas de flaqueza llevé mis dos manos a la espalda, solté el cierre del sujetador y, agitando los hombros para que se liberase, lo dejé caer al suelo a lo largo de mis brazos. Aunque al hacerlo comprendí que, sumida en mi tribulación -porque, para entonces, ya tenía bien claro que era yo la que se estaba desnudando- había optado por quitármelo de una manera realmente obscena; pues mis pechos, tan firmes como generosos de talla, saltaron como impulsados por un resorte, y siguieron bamboleándose tiempo después de que la prenda los hubiese abandonado. Aunque poco podía hacer para devolverlos a la quietud, pues Juárez me había prohibido expresamente cubrirlos; así que me limité a concentrarme en el último, y sin duda más difícil, trámite: quitarme las braguitas.
Pese a que trataba de evitar mirarles, una ojeada furtiva a mi público me convenció de que, en aquel momento, la atención de todos estaba concentrada en mis pechos. Así que opté por no demorar más lo inevitable: metí los dos pulgares en los laterales de mis braguitas, y de un empujón decidido las mandé al suelo, a hacer compañía al resto de mis prendas. Tras lo que salí corriendo de allí, con la excusa de cumplir la segunda orden de Juárez: ir a buscar las esposas, que seguían en un cajón del despacho de mi padre. Lo que, una vez más, resultó mucho más obsceno de lo que yo había previsto; pues, al correr, tanto mis nalgas como mis pechos ofrecieron a aquellos hombres, con absoluta seguridad, un espectáculo de alto contenido erótico.
Una vez fuera de la sala, y tras cerrar detrás mío la puerta, detuve mis pasos; pues, además de que ya nadie me veía, el intenso bamboleo de mis pechos empezaba a serme, incluso, algo doloroso. Y, de paso, calmé también mi respiración y mi ritmo cardíaco, por completo desbocados; así que, para cuando llegué hasta mi antedespacho, el corazón ya me latía a ritmo normal, aunque seguía notándome muy ruborizada. Algo comprensible, pues como era lógico yo nunca había circulado desnuda por las oficinas de la empresa; la sola idea de que pudiese tropezarme con gente de la limpieza -a aquellas horas, el personal ya se había marchado- me provocaba escalofríos.
- Esto sí que no me lo esperaba yo, la verdad. A tu madre nunca vi que la humillase en público…
Era Marisa, por supuesto, cuya presencia allí -por si me necesitas, me había dicho- yo había olvidado por completo. Me miraba con tal cara de pena, que me hizo venir ganas de llorar; y pronto estuve abrazada a ella, llorando en su hombro para liberar, al menos un poco, la extraordinaria tensión nerviosa que aquella situación me provocaba. Pero no podía entretenerme demasiado, pues Juárez me esperaba; así que, a toda velocidad -y, otra vez, provocando que mis pechos saltasen en todas direcciones- fui a mi baño privado a lavarme un poco la cara. Luego, recogí las esposas de un cajón del escritorio, y regresé con ellas a la sala de juntas.
Por más que me hubiese apresurado, lo cierto fue que antes de abrir la puerta, y de volver a exhibir mi desnudez ante los nueve hombres de la sala del consejo, necesité reunir las suficientes fuerzas. Tardé un par de minutos, en los que varias veces a punto estuve de salir corriendo de allí, y olvidarme de todo; pero, al final, logré accionar la manilla.
- Supondré que te ha costado mucho trabajo encontrarlas, y disculparé tu retraso; aunque no creas que soy tonto, sé perfectamente que buscar unas esposas no hace que se te corra el maquillaje. Ahora ven aquí; comenzaremos la ceremonia de tu conversión en la esclava Eli.
Al avanzar hacia él, otra vez sonrojada hasta la raíz del cabello, me di cuenta de que algo había cambiado en la sala; era la posición de los miembros del Consejo, quienes, para poder contemplarme mejor, habían abandonado sus sillones, y rodeaban, puestos en pie, el de Juárez. El cual tomó de mis manos las esposas, y antes de colocarlas en mis muñecas me entregó un papel, diciendo que debía leerlo en voz alta. Le obedecí, por supuesto, y con voz temblorosa leí:
- Me entrego como esclava a Ti, mi Dueño y Señor, sin otro límite que tu obligación natural de preservar mi vida y mi salud; soy tuya para lo que me ordenes, mientras la empresa de mi padre necesite de tu soporte financiero. Ante estos testigos proclamo tu derecho a castigarme, incluso duramente, si te desobedezco; y mi compromiso de aceptar, si mi falta fuese realmente grave, ser repudiada. Lo que supondría el fin de nuestro trato, y que la Comercial dejase de recibir tu ayuda.
Aparentemente satisfecho, Juárez me ordenó que adelantase las manos, muy juntas; sin duda parecerá una tontería, pero cuando aquellas esposas se cerraron en mis muñecas, con su característico sonido metálico, un escalofrío recorrió toda mi desnudez, desde la nuca hasta las plantas de mis descalzos pies. Y, quizás por primera vez, me di cuenta realmente de dónde me había metido: literalmente en la boca del lobo, y además en pelota picada. Mi único consuelo era que, con las manos esposadas delante, tenía una buena excusa para cubrir mi sexo; pues reposaban justo delante de él… Pero la “ceremonia” aún no había terminado; señalando a la gran chimenea de la sala de juntas, que aquel día de verano estaba por supuesto apagada, me dijo:
- Falta un detalle. Como ya te he dicho, mientras seas mi esclava no vas a emplear ropa de ninguna clase; seguirás la regla de desnudez más estricta que quepa imaginar: incluso, en caso de que sufrieras una herida, solo podrás protegerla con algún tipo de apósito que sea transparente. Lo que significa que todo eso que llevabas ya no te hará falta; junto a la chimenea encontrarás un bote de alcohol de quemar, y unas cerillas. Recoge tus cosas, llévalas allí, y quémalas tú misma, delante de todos los testigos.
Mientras le obedecía, yo no podía parar de pensar en lo que aquella absurda regla iba a suponerme; ¿en serio pretendía que, durante un año o dos, hiciese mi intensa vida social desnuda? O mis recién asumidas funciones de presidenta; ¿las reuniones de trabajo, entrevistas, apariciones en televisión, todos mis actos públicos desnuda? De pronto recordé una cosa que, en aquel momento, parecía una burla autoinfligida: que mi club de golf era muy estricto con su código de vestimenta. Estaba prohibido salir al campo en tejanos, o con camiseta; aunque nada decían los estatutos sobre jugar desnuda. Tampoco en la piscina estaba expresamente prohibido; de hecho, solo lo estaba el topless…
Parecerá absurdo, pero yo estaba tan nerviosa que, por alguna razón, no podía evitar pensar más que en tonterías. Pero era obvio que los medios de comunicación no permitirían mi desnudez en ningún caso, y aún más que yo no iba a ser capaz de actuar en público en tal estado; de hecho, llevaba un buen rato sufriendo lo indecible, y solo porque nueve hombres contemplaban mi desnudez. Así que imaginarme desnuda en televisión, o dando una conferencia así, ante un auditorio abarrotado, superaba todos mis esquemas mentales.
De hecho, en aquel preciso momento la tarea ordenada me permitía algo de modestia; escasa y temporal, eso sí, porque mi ropa iba a terminar muy pronto en el fuego. Pero al menos mientras la recogía, y la trasladaba, la podía apretar contra mi cuerpo, y así cubrirme un poco con ella; aunque eso fue algo de lo que Juárez se dio cuenta. Una vez que la hube tirado a la chimenea, tras prenderle fuego, me ordenó que me acercase a él; y, cuando lo hice, posó una mano en mi nalga izquierda. La sensación, al sentir su mano, fue para mí algo horrible, como si me hubiesen tocado con un hierro candente; tanto, que me aparté instintivamente. Él, con expresión severa, me dijo:
- Ya veo que vas a necesitar muchos castigos. ¿Qué te he dicho sobre cubrir tu cuerpo con las manos? O con las manos y lo que lleves en ellas, me da igual. Súbete a la mesa, aquí frente a mí, y túmbate de espaldas en ella, con el culo justo en su borde. Luego, dobla las piernas hacia tus pechos, sepáralas al máximo, y sujeta cada rodilla con la mano del mismo lado.
Cumplir con la primera parte de aquella orden ya me resultó muy duro, pero mucho menos que cuando llegó el momento de abrirme de piernas; si fuese posible morir de un ataque de vergüenza, seguro que eso es lo que a mí me hubiera sucedido mientras, con los ojos bien cerrados y entre suspiros de desesperación, iba doblando mis rodillas hacia el estómago. Y sino entonces, luego: cuando, poco a poco y ayudada por mis manos, fui separándolas; hasta que ofrecí a los congregados, que se mantenían en un silencio religioso, una visión de mi sexo, y de mi ano, auténticamente ginecológica. Pues, en aquella postura, ni siquiera mi escaso y rubio vello podía ofrecerme protección alguna; yo notaba los labios de mi vulva completamente abiertos, y cómo corría el aire tanto por mi sexo, como por el ano.
Juárez me dejó un buen rato así, mientras contemplaba como mi ropa se convertía en cenizas; lo que únicamente miraba él, pues los demás hombres solo tenían ojos para mis partes íntimas. Lo supe porque abrí un instante mis ojos, pero al verlos así enseguida volví a cerrarlos; pues la visión de todos aquellos hombres escrutando mi entrepierna, desde un metro de distancia, me estaba volviendo, realmente, loca de vergüenza. Y solo volví a abrirlos cuando noté que unos dedos separaban, aún un poco más, los labios de mi vulva. Era Juárez, quien si no; al mirar, vi que en la otra mano tenía lo que parecía una cápsula de medicamento plastificada, de las que se tragan enteras, y luego se disuelven en el estómago. Sin decirme una palabra, procedió a introducir en mi vagina aquel objeto; para luego, empleando el dedo corazón, empujarlo hasta donde pudo alcanzar.
- Caballeros, parece que mi esclava disfruta siéndolo. Vean, vean, como de mojada está; me ha dejado el dedo literalmente empapado .
Mientras los otros, perdida ya toda inhibición, se reían con ganas, y yo alcanzaba nuevas e inimaginables cotas de humillación, Juárez acercó el dedo a mi boca, y me hizo lamerlo y chuparlo hasta dejárselo bien limpio. Luego, dio una palmada en una de mis obscenamente expuestas nalgas, y me dijo:
- Puedes irte a tu despacho. Espérame allí, que aun tengo cosas que hablar con estos señores; iré para cuando tu castigo esté terminando .
Es fácil comprender que no me hice rogar; bajé las piernas, me puse en pie, y salí de aquella sala tan deprisa como pude, sin importarme los saltos que daban mis pechos, o el movimiento de mis nalgas. Iba tratando de entender sus últimas palabras, cuando aquello sucedió: al mismo momento de entrar en el antedespacho, y antes de que pudiera decirle una sola palabra a Marisa, un terrible puñetazo de dolor me tiró al suelo. Era como si una alimaña hubiese entrado en mi vagina, y la estuviese desgarrando con sus afilados dientes; yo me retorcía de dolor, doblada sobre mi vientre, y con las manos esposadas apretándome con fuerza el pubis. Mientras la pobre Marisa, muy asustada, no dejaba de preguntar qué me pasaba, y si tenía que avisar a un médico.
A duras penas logré decirle que no, que aquello “sólo” era un castigo de mi Amo; pues comprendí que, lo que fuese que introdujo en mi vagina, habría hecho efecto al disolverse la cápsula. El dolor era, sin duda, insoportable, y se mantuvo a la máxima intensidad lo menos diez minutos, que se convirtieron en los más largos de mi vida; para cuando los mordiscos de la alimaña empezaron a remitir, haciéndose cada vez más débiles y espaciados, yo estaba empapada en sudor, y el suelo a mi alrededor estaba encharcado con todo el que había goteado, casi mejor dicho chorreado, de mi cuerpo. Tan agotada me sentía, que necesité de la ayuda de Marisa para, reptando más que andando, llegar hasta el sofá del despacho y tumbarme en él.
III
Cuando Juárez entró en el despacho mi vagina aún recibía, de vez en cuando, crueles pinchazos de dolor. Pero eso era algo que a él, por supuesto, tanto le daba; o quizás sería mejor decir, por el modo en que me miraba, que más bien lo estaba disfrutando. Aunque aun podía ser más cruel:
- Cuando me acerque a ti deberás adoptar, siempre, la misma postura: sentada en el suelo con las nalgas sobre tus talones, las rodillas separadas al máximo, los pechos hacia delante y las manos en la cabeza. Hazlo, ahora.
Más que arrodillarme, me dejé caer al suelo desde el sofá; el dolor en mis entrañas no me permitía aún mayores elegancias. Y, una vez allí caída, me coloqué en la postura ordenada, pero no sin un tremendo esfuerzo; entre los pinchazos en mi vientre, y mis manos esposadas, no me resultó nada fácil la maniobra, pero finalmente logré complacerle.
- Bien. No lo olvides, si he de recordártelo tendrás un castigo. Y lo que acabas de experimentar es sólo un aperitivo; tu madre logró resistir, sin perder el conocimiento, hasta cinco de esas pastillas a la vez. Espero que tú serás capaz de mejorar su marca.
Mientras me hablaba, Juárez se había sentado en el sofá, justo delante de mí, y se había puesto a hurgar en mi sexo con la puntera de su zapato derecho; aprovechándose de que mi postura le ofrecía un perfecto acceso a mi entrepierna. Lo hacía como si no tuviese interés en ello, mecánicamente; como quien acaricia a un perro, o a un gato, con la punta del pie.
- Imagino que querrás saber tu próximo futuro. Es muy sencillo: hacer lo que te ordene yo, siempre. Vivirás en mi casa, donde ya lo he preparado todo para recibirte como mereces. Y no te preocupes por nada; hemos acordado lo necesario para que Campos, el menos atontado de los ocho, se haga cargo temporalmente de la empresa. Por otro lado, tu desaparición temporal de este mundo se justificará diciendo que has de cuidar de tu padre .
Lo cierto fue que sentí un gran alivio al oír eso; pues sin duda iba a ser muy duro tener que “atender” a Juárez durante aquellos meses, pero nada que se pudiese comparar al bochorno que me supondría haber tenido que seguir haciendo, completamente desnuda, mi vida normal. Entre esa noticia, y que para entonces los pinchazos en mi vientre ya casi habían desparecido, mi cara debió mostrar una relativa alegría, pues Juárez enseguida acudió a enfriarla:
- No te alegres demasiado por eso, pues te aseguro que conmigo te espera mucho dolor, y también muchas humillaciones. Pues no solo deberás satisfacerme a mí, y también a mis amigos; pienso exhibirte como lo que eres, mi mejor trofeo de caza mayor, tanto como pueda. Y ya te advierto que, a mí, nada me gusta más que hacer sufrir a una mujer hermosa.
Al oír eso último, pensé que me había vuelto definitivamente loca; pues la reacción de mi cuerpo, y la de mi mente, fueron no ya distintas, sino incluso diametralmente opuestas. Por un lado sentía, por primera vez, auténtico terror; primero mi impúdica exhibición forzosa ante el Consejo, y luego la dichosa cápsula en mi vientre, me habían demostrado -y cómo- que aquello no era en absoluto un juego. Vamos, que era muy posible que, como en el caso de la pobre O, además de ser violentada yo sufriese muchos más tormentos: ser azotada con el látigo, con la fusta, ser marcada al fuego en la grupa, o que me taladraran los labios mayores. Y tal vez más cosas que, entonces, no lograba recordar, pues había pasado mucho tiempo desde que vi la película.
Pero, por el otro, la constante fricción del zapato de Juárez en mi sexo, que no solo afectaba a la vulva sino, sobre todo, a mi sensible clítoris -lo tengo más largo de lo normal, e incluso cuando no estoy excitada sobresale un poco de su capuchón- me estaba poniendo a cien. Aunque prefería no mirar hacia abajo, me notaba empapada; estaba segura que mis jugos ya chorreaban, y no solo al suelo, sino sobre todo en aquel zapato que me estaba excitando como pocas veces en mi vida. Como era, seguramente, algo fácil de detectar, Juárez aprovechó para seguir atormentándome:
- Por cierto, otra de las reglas a cumplir: jamás tendrás un orgasmo sin mi permiso previo. ¿Lo has entendido bien? Es muy importante; te hagan lo que te hagan, aunque revientes de ganas, ni se te ocurra correrte sin que antes yo te autorice. El castigo sería terrible, te lo aseguro…
Si ese era su objetivo, sin duda lo consiguió: además de super excitada, pasé otra vez a estar ruborizada como una colegiala pillada en falta. Y además, tuve que soportar la mirada horrorizada de Marisa; sin duda, la pobre no podía comprender cómo era posible que ser tratada así me excitase. Pero lo cierto era que sí lo hacía, y cómo; desde aquel momento, y hasta que Juárez dejó de hurgar en mi sexo, se levantó del sofá, y anunció que nos íbamos, tuve que concentrarme en una sola cosa: impedir que me alcanzase el orgasmo más intenso de toda mi vida. Algo que, de haber seguido aquel hombre trasteando diez minutos más en mi entrepierna, seguro que hubiera ocurrido sin remedio.
Por suerte para mí, por fin sucedió lo que Juárez estaba esperando; en el quicio de la puerta apareció Campos, con un portafirmas en la mano y una mirada hacia mi cuerpo desnudo -y a punto de un orgasmo, eso debía ser fácil de apreciar- francamente lujuriosa. Juárez se limitó a pedirle el portafirmas, y a alargármelo: era un documento en el que yo cedía mis poderes a Campos, aunque observé que, para cumplir con nuestros estatutos, en él me reservaba el derecho de revocar cualquiera de sus decisiones.
- Firma aquí, y ya podremos marcharnos.
Mi salida del despacho, una vez que firmé el documento -¡Qué difícil fue hacerlo con las manos esposadas!- fue una nueva humillación, por supuesto. Tras ordenarme que me pusiera en pie, Juárez sacó de un bolsillo una correa corta de perro; de las que no tienen, entre el asa y el mosquetón, más que una anilla. Era obvio lo que yo tenía que hacer, y así lo hice: adelanté mis manos esposadas, para que él fijase el mosquetón en la brevísima cadena que las unía. Una vez sujeta tiró de la correa, llevándome así hasta el ascensor; en el que bajamos hasta el aparcamiento.
Allí me esperaba una nueva sorpresa, y desde luego nada agradable: ya era la hora a la que el servicio de limpieza hace su tarea, y el aparcamiento estaba literalmente lleno de hombres, la mayoría negros o árabes, en traje de faena. Los cuales, obviamente y para mi sofoco, dejaron de inmediato todo lo que estaban haciendo; y contemplaron asombrados como una mujer desnuda y esposada, extraordinariamente parecida a la presidenta de aquella empresa, cruzaba frente a ellos siendo llevada por una correa de perro. Y no solo eso: también como, al llegar hasta un enorme Mercedes aparcado en el extremo opuesto del inmenso parking, era introducida en su maletero.
Me sería imposible precisar cuánto tiempo permanecí dentro de aquel maletero; en el que, aunque estaba tapizado, los vaivenes del vehículo hacían que me golpease con sus paredes. Pero no fue demasiado, tal vez una hora; cuando el vehículo se detuvo, el chófer -iba de uniforme, y con gorra- abrió la tapa de mi encierro, y me sacó de allí tirando de la correa. Mientras con la otra mano, metida entre mis piernas, me levantaba lo necesario para poder hacerlo. Suerte que tenía mis manos aprisionadas; porque mi reacción inmediata, al notar su fría mano en mi sexo, ¡fue la de soltarle un buen bofetón!. Eli, te va a costar acostumbrarte a eso, pensé inmediatamente…
Una vez fuera, de pie junto al vehículo, pude ver que estábamos frente a una enorme casa señorial, que por su aspecto decimonónico me recordó la finca Mas Solers, durante años el casino de Sant Pere de Ribes; a la que de inmediato, y con su usual cursilería, Juárez me dio la bienvenida.
- Bonita, ¿verdad? Me alegro de que te guste tu nuevo hogar… Y el bosque es espectacular, inmenso; no hay ninguna otra casa en kilómetros a la redonda. Y ahora acompáñame, que te enseñaré tus aposentos .
Esta vez fue el chófer, quien me mantenía sujeta por la correa, el que tiró de mí hacia el edificio; desnuda, descalza y esposada seguí a los dos -qué remedio- hasta su magnífico interior modernista, decorado con gusto exquisito. Pero no pude ver más que el recibidor, pues de inmediato Juárez abrió una pequeña puerta lateral, y por una escalera de caracol me hizo descender a un lóbrego sótano; sin ventanas, frio, iluminado solo por una pequeña bombilla, y oliendo mucho a humedad. Yo empecé a asustarme un poco, pues me asaltó un inquietante pensamiento: que aquel hombre me pensaba encerrar allí; que, desgraciadamente, se convirtió en una certeza casi absoluta cuando observé que, en un rincón de aquella pequeña sala, había una puerta enrejada. Al ver como temblaba, de frio y de temor, Juárez se puso a reír, y me dijo:
- ¿Qué te pensabas, que te alojaríamos en la suite nupcial? Recuerda lo que te he dicho: aquí has venido a sufrir. Buenas noches, Eli.
Mientras Juárez empezaba a subir la escalera, de regreso al recibidor, el chófer tiró de la correa hasta llevarme junto a la puerta enrejada; y, una vez junto a ella, empezó a buscar algo en su bolsillo. Imaginé que serían las llaves; y, perdida ya toda esperanza, comencé a suplicarle que no me dejase allí. Pero el hombre no solo no me hizo caso, sino que acabó perdiendo la paciencia; y no solo por los fuertes tirones que yo daba de la correa. También por alguna patada que, con mis pobres pies desnudos, le debí de dar en las piernas; hay que comprender que yo estaba en pleno ataque de pánico.
- Guapa, como me sigas tocando los cojones te encierro esposada. El jefe me ha dicho que te las quite una vez que estés dentro, pero te aseguro que no se va enfadar si te las dejo puestas. Y menos, cuando le explique por qué; es capaz de bajar a meterte un par de sus píldoras en el coño. O tres…
Su comentario, hecho en un tono casual, tuvo el efecto de calmarme de golpe; si iba a pasar allí la noche, encerrada como un animal, mejor hacerlo sin esposas. Y, sobre todo, sin dolor de vientre. Así que, cuando por fin abrió la reja, entré mansamente en aquella pequeña celda; y, una vez que volvió a cerrarla, le alargué las manos por entre los barrotes. Cumplió con lo prometido, y me quitó las esposas; luego, le vi alejarse escaleras arriba, y le oí cerrar la puerta del recibidor. Para, a continuación, recibir otra sorpresa terrible: la luz se apagó, y me quedé por completo a oscuras.
La oscuridad tuvo en mí un efecto devastador: tras unos instantes de inmovilidad, sujeta a los barrotes con ambas manos, comencé a llorar. Primero muy quedamente, allí de pie y dejando que las lágrimas resbalasen por mis mejillas; y al cabo de un rato a moco tendido, hipando y gimiendo, acurrucada en el suelo junto a la reja. Estuve así un buen rato, hasta que agoté todas mis lágrimas; supongo que me sirvió de desahogo, pues al final conseguí volver a incorporarme y empezar a explorar, a tientas, mi celda.
No había nada en ella, en absoluto; era un espacio de dos metros por dos, aproximadamente -pues, estirada en el suelo, llegaba de pared a pared alargando mis brazos, y en ambos sentidos-, a cuyo techo no alcanzaba por más que saltase. El suelo era, como el de todo el sótano, de tierra, polvoriento, y las rejas sólidas y de hierro grueso; con una cerradura enorme, sin duda tan antigua como el edificio. Pero lo peor para mí no fue descubrir que allí no había agua, y tampoco comida, sino comprender que no estaba sola: en el absoluto silencio de mi reclusión podía oír, de vez en cuando, el ruido de unas pisadas sutiles y rápidas. A veces algo más lejanas, pero en ocasiones allí mismo, junto a la reja.
De pronto, un escalofrío recorrió mi desnuda espalda, pues comprendí de qué se trataba: ¡ratas! Toda mi vida había sentido un pánico absoluto, un terror atroz, irracional, hacia ellas; y ahora allí estaba yo a oscuras, en cueros vivos, y compartiendo un pequeño sótano, del que no podía escapar, con una multitud de ratas. Di tal chillido que noté un fuerte dolor en mi garganta, y algo debí de torcerme porque pocos gritos más, y siempre muy débiles, puede dar tras aquel primero; y desde luego comencé a temblar como una hoja, mientras sacudía mis manos y pies como una posesa, en un vano -y absurdo- intento de ahuyentarlas.
No sé cuántas horas pasaría así, pero con el tiempo el agotamiento me fue venciendo. Tenía además bastante hambre, y muchísima sed; entre llantos, gritos y aspavientos, casi me había deshidratado. Por lo que, finalmente, mis fuerzas se agotaron, y me quedé profundamente dormida, sentada en el suelo y con un hombro apoyado contra la reja. Las misma postura en la que desperté cuando, a saber cuánto tiempo después, la luz volvió a encenderse; de que no me había movido sí estaba segura, porque tenía un calambre tremendo en el brazo, al haberme quedado aprisionado entre el cuerpo y los barrotes.
Me visitaba el chófer, y lo hacía trayendo dos cosas que me alegraron sobremanera: un botellín de agua, y un cuenco, que supuse contenía comida. Mientras yo daba friegas a mi dolorido brazo, el hombre dejó las dos cosas en el suelo, lejos de mi alcance; pude ver, y sobre todo oler, el contenido de aquel cuenco -parecía una sopa- y mi estómago comenzó a rugir de hambre. El hombre, claro, oyó los ruidos de mis tripas; así que sonrió, y me dijo:
- ¿Qué, hay hambre, guapa? Pues ya sabes lo que tienes que hacer, si quieres que te acerque todo esto…Y solo con tu boca, ¿eh? Las manos a la espalda, nada de usarlas; y quiero ver cómo te lo tragas todo…
Para mi estupefacción más absoluta, el chófer se bajó la cremallera del pantalón, y sacó un miembro de respetables dimensiones, semierecto; con él en la mano se acercó a la reja, y lo pasó por entre dos barrotes. Allí se quedó, esperando sin perder la sonrisa; y con el sorprendente propósito de que yo, la presidenta y heredera de Comercial Anónima Puig, llevase a cabo un acto por completo inaudito, del todo impensable: ¡hacerle una felación a un chófer! Yo, que nunca había hecho algo similar a ninguno de mis -pocos- amantes; y que incluso había echado de mi cama, y de mi vida, a uno de ellos por insistir en que le diese al menos “un besito en el capullo”. Paco sí que lo era; un capullo, me refiero, todo el día presumiendo de esto y de lo otro...
El chófer, sin embargo, se salió con la suya. Total, como nadie nos veía; o al menos, nadie que a mí me importase… En fin, que el hambre y la sed me pudieron: me arrodillé frente a su miembro, puse las manos a la espalda y, usando solo mis labios, lo introduje en mi boca y comencé a chuparlo. Olía muy mal, a sudor rancio, y sus muchos pelos me picaban en la nariz, pero aun así hice lo que pude; sin embargo, no le pareció bastante. O, quizás, era que aquel hombre aún quería humillarme más:
- ¡No me digas que es la primera polla que te comes! Así no, guapa, no se trata de chupar como si bebieras con una pajita; es más bien como si fuese un caramelo de palo. Chúpala despacio, arriba y abajo, y usa la lengua… Eso es, así; ahora intenta metértela lo más adentro que puedas…
Entre sus consejos, y mis esfuerzos, y no sin atragantarme alguna que otra vez -parecía creer que mi esófago era de goma- al final logré que el chófer eyaculase. Una barbaridad, por cierto; en un par o tres de sacudidas me llenó la boca de su asqueroso semen, espeso como un moco y algo salado. Así que tan pronto como se retiró de allí fui a escupirlo; pero, por suerte, recordé a tiempo lo que me había dicho al principio, y no lo hice. Aunque he de confesar que tragármelo me costó tanto, o más, que desnudarme delante del Consejo de Administración; pero, tras diversos intentos fallidos, logré tragar su lefa sin dar arcadas. Y recibí de inmediato mi premio, que consumí a toda velocidad; la sopa, con trozos de carne y de verdura, me supo a auténtica gloria, y el litro de agua me duró unos pocos segundos.
Lo malo fue que, en cuanto hube acabado y sin hacer el menor caso a mis ruegos, el hombre recogió el cuenco y la botella, y se marchó escaleras arriba; además de que, por supuesto, tan pronto como salió apagó la luz. Con lo que me volví a quedar con la única compañía de las ratas, a quienes la oscuridad parecía dar renovadas fuerzas; aunque esta vez, convencida de la inutilidad de seguir pataleando, me limité a dar unas -desesperadas- voces cuando oí carreras demasiado cerca de mis piernas desnudas.
Unas horas después se me presentó otro problema: no solo tenía ganas de orinar, sino también de lo otro. Y allí desde luego, no había donde hacerlo, ni papel con el que limpiarme; algo que, para una obsesa de la higiene como yo, era casi más terrible que la presencia de las ratas. De momento, decidí que me aguantaría tanto como pudiera; en el convencimiento -interesado sin duda- de que, tarde o temprano, me iban a sacar de allí. Pero las horas iban pasando sin que eso sucediera, y mi necesidad cada vez era más imperiosa; así que, al final, no pude evitarlo más: me acerqué, a tientas, a una de las esquinas del fondo, y allí me alivié por completo. Por ambos lados, vamos…
Fue la única vez, desde que empezó aquel encierro, que agradecí estar a oscuras, pues no sé si hubiese soportado verme en tal trance; ¡yo, que en el Hotel de París, en Mónaco, monté un escándalo porque en el baño de mi suite había unos pocos pelos en el bidet! Y no solo era la vergonzosa situación lo que me preocupaba; me preguntaba si mi defecación, o la orina, no serían una atracción demasiado intensa para aquellas ratas… Así que redoblé mis gritos cada vez que las oía cerca, y en esa vigilancia pasé muchísimas horas; hasta que, otra vez, me quedé dormida.
Me despertó, de nuevo, la bombilla; volvía a ser el chófer, llevando otro cuenco de sopa y otro botellín de agua. Quizás habría pasado un día entero, pero yo no tenía modo de saberlo; en cualquier caso, el hombre repitió el ritual de la vez anterior: felación, con deglución de su semen incluida, y luego comida y agua. El único cambio fue que al acabar, y mientras le pasaba los envases vacíos por entre las rejas, me atreví a pedirle algo para limpiarme, y para quitar de mi celda las defecaciones. Lo único que conseguí fue que mirase al fondo de mi celda, se riese a carcajadas, y luego me dijera:
- ¡Serás idiota! ¿Qué pasa, que te guardas tu mierda por si tienes más hambre? Tírala fuera de la celda, al otro lado de la sala; a las ratas les encanta, y te dejarán más tranquila…Y para mear, lo mismo: acercas tu coño a la reja, apuntando hacia fuera, y… ¡las riegas bien regadas!
Cuando se marchó, todavía riéndose de su ingenio, yo estaba otra vez llorando; esta vez no me duraron demasiado las lágrimas, pues de seguro yo ya no tenía mucho sobrante hídrico. Pero, aunque muerta de vergüenza, le hice caso, pues el hombre tenía toda la razón; cuando terminé de llorar, busqué a tientas mi defecación del día anterior, y la lancé lo más lejos que pude. Algo que, en los cincuenta y cinco días que pasé allí abajo encerrada, no dejé desde entonces de hacer ni una sola vez; del mismo modo que, cuando me venían ganas, orinaba siguiendo su consejo.
Si es que fueron cincuenta y cinco días, claro; lo único seguro es que conté cincuenta y cinco visitas del chófer. Y, por supuesto, cincuenta y cinco felaciones; al final, con tantísimo ensayo conseguí tragarme su miembro casi por entero… Pero logré que las ratas se mantuvieran lejos de mí, todo ese tiempo; una pequeña, pero indiscutible victoria.
IV
Para cuando, el quincuagésimo sexto día de mi encierro, en vez de bajar el chófer apareció Juárez en aquel sótano, enseguida comprendí que algo iba a suceder. Y, fuese lo que fuese, sería bienvenido; si de algo me había servido mi situación era para aprender, de verdad, en qué consistía aburrirse. Bueno, y para unas cuantas cosas más: perder el miedo a las ratas y a la oscuridad, casi todas mis obsesiones higiénicas, … Pues lo cierto era que, durante algunos días, pensé en usar parte del agua que me bajaba el chófer para lavarme; pero no me traía más que un litro, y el instinto de supervivencia pudo más que mis remilgos.
- ¡Qué asco, por favor! No entiendo como puedes soportar este olor repugnante… En fin, has tenido suerte; si, la víspera de traerte aquí, en vez de haber visto “Cincuenta y Cinco días en Pekín” me hubiese puesto “La Vuelta al Mundo en Ochenta Días”, otra de mis favoritas, aún tendrías para rato…
Juárez se debía creer muy gracioso, sin duda, pero yo no estaba para bromas; tras tantos días allí encerrada, sólo pensaba en una cosa: salir de una vez de aquel sótano. Bueno, y darme un baño caliente, vestirme con elegancia, tomar una buena comida, beber champán bien helado, … Tantas cosas que, por si acaso, preferí no decirle nada. Supongo que él, después de su exhibición de ingenio, tampoco tenía más tonterías que decirme; se limitó a pasarme unas esposas a través de los barrotes y, una vez que me las hube colocado en mis muñecas, juntándolas delante, abrió la reja y me indicó que le siguiera.
Subir aquella escalera de caracol, sin la ayuda de nadie, no me costó tanto como me esperaba; pese al encierro, yo no estaba especialmente débil. Supongo que la sopa que me traía el chofer era nutritiva, y junto con el litro de agua diario me había mantenido hidratada. Total, para el ejercicio que allí abajo hacía, no necesitaba mucho más. Y tampoco tuve problemas para adaptarme a la luz exterior, tanto porque era de noche como porque el recibidor estaba muy poco iluminado; así que, una vez que llegué arriba, me quedé de pie, desnuda, esposada, sucia y -me imagino, pues yo ya ni lo notaba- oliendo a pocilga, en espera de sus instrucciones. Que llegaron enseguida:
- Esta noche tengo una cena importante, y tú serás el entretenimiento de la sobremesa. Sube al primer piso; antes de usarte, habrá que lavarte un poco. ¡Anda, ve!
Obedecí al instante, pues la posibilidad de lavarme me parecía algo tan maravilloso que no quería demorarlo. Así que, sin preocuparme en absoluto por el bamboleo de mis pechos, o de mis nalgas, eché a correr escaleras arriba; al final de ellas vi, al fondo, abierta la puerta de un baño tenuemente iluminado, y hacia allí dirigí mis rápidos pasos. Era, literalmente, un sueño hecho realidad: en las estanterías había toda clase de productos de belleza, de la máxima calidad, y la bañera, enorme, estaba ya preparada con agua hasta arriba; así que, sin pensármelo dos veces, me metí en ella. Sin ni siquiera pararme antes a cerrar la puerta del baño; demasiado tiempo sin poder abrirlas o cerrarlas, sin duda alguna...
La sensación fue extraordinaria, aunque tuvo dos caras bien distintas: la primera, el enorme placer de sumergirme, tras pasar cincuenta y cinco días sin lavarme, en aquel montón de agua cristalina. La segunda, que el agua estaba más caliente de lo que me esperaba, y a punto estuve de tener que volver a salir de la bañera. Pero me pudo más el placer de estar allí metida, y me limité a esperar, no sin dar algún gemido al principio, a que mi cuerpo se aclimatase. Así que, cuando lo logré, pasó lo que cabía esperar: me quedé adormecida.
- Ponte de pie, guapa, y levanta los brazos lo máximo que puedas, que tengo que restregarte bien .
Me despertó la voz del chófer, y al abrir los ojos -había mucha más luz que al entrar yo- lo vi allí, a mi lado, con un guante de crin en la mano derecha y un bote de gel en la izquierda. Aunque salir del agua me apetecía poquísimo le obedecí, qué remedio; y además, él había quitado el tapón del sumidero, con lo que antes de incorporarme, por efecto de la diferencia de temperatura y con la mitad de mi cuerpo al aire, ya comencé a sentir escalofríos. Estaba helada, más de lo que nunca lo había estado en el sótano, donde logré acostumbrarme a la baja temperatura; allí dentro, de hecho, lo peor era la humedad. Y el olor de mis excrementos, claro…
Muy poco tardó, sin embargo, mi frío en desaparecer, porque el chófer comenzó a restregar mi sucia desnudez con tal fuerza que parecía como si quisiese arrancarme la piel. Una y otra vez echaba gel en el guante, y con él me restregaba: cara, cuello, espalda, hombros, brazos, pechos, vientre, nalgas, sexo -ahí se entretenía mucho más de lo necesario, eso era obvio- piernas, pies, … y vuelta otra vez a empezar, desde arriba. De vez en cuando, usando una pequeña ducha de mano volvía a mojarme, y otra vez a frotar y frotar; para cuando se cansó, mi cuerpo estaba sin duda limpísimo, pero yo tenía la piel super enrojecida. Sobre todo, el sexo y la hendidura entre las nalgas.
- Lávate tú la cabeza, que de tanto frotar me he cansado. Mientras tanto, voy a por los útiles para depilarte.
Antes de salir me dejó, junto a la ducha, un bote de champú, con el que tras remojarme el pelo muchas veces -anda que no salió suciedad de allí- me lo pude enjabonar a fondo; era de excelente calidad, y lo usé tres veces antes de darme por satisfecha, y aclarármelo. Sobre todo porque, estando esposada, me era más difícil restregar todos los rincones de mi cabeza, pero finalmente logré un resultado suficientemente aceptable. Y, cuando me estaba envolviendo la cabeza en una toalla, regresó el chófer al baño; para mi sorpresa, traía un sillón ginecológico, que desplazaba sobre las dos ruedas que había en sus patas traseras, inclinado hacia atrás.
- Sécate bien y colócate ahí, guapa; seguro que ya sabes como hacerlo. Ya he visto que tienes las patas, y los sobacos, bien repasados, pero hay que despejar ese coño. Te voy a dejar como a un bebé, ya verás; limpita y bien lisa, y lo mismo le haremos a tu culo.
Aunque aquel desgraciado llevaba casi dos meses no solo viéndome desnuda, sino obligándome a hacerle felaciones, reconozco que su orden logró sonrojarme. Y cuando, tras haberme secado a fondo, ocupé el lugar que me correspondía en aquella silla, totalmente espatarrada frente a él, sentí otra vez aquella sensación de humillación, de vergüenza, que sufrí al desnudarme por primera vez en la sala de juntas, ante mis colegas. Pero al hombre le dio igual, o ni siquiera se dio cuenta; humedeció otra vez mis partes con una toalla caliente, me las llenó de jabón de afeitar y, muy despacio, fue eliminando mi vello púbico. Hasta cumplir con la “amenaza” que me había hecho antes de empezar: limpita y bien lisa, como un bebé pero más crecidita...
Lo mismo le hizo a la hendidura entre mis nalgas, para lo cual tuve que adelantar aún más mi trasero, y retrasar mis pies hasta la mitad de los estribos; cuando acabó, lo cierto era que yo me sentía más desnuda de lo que nunca había estado. En realidad, la imagen que me devolvía el espejo -de cuerpo entero- que había frente al sillón me parecía la de otra persona, no la mía. Pero era yo, eso seguro; cuando bajé mis manos a la zona púbica, comprobé que mi vulva parecía mucho mayor, como mi clítoris. Y que, para mi sorpresa, podía notar en él, y en los labios mayores, la ligerísima corriente de aire que circulaba por aquella habitación.
- Baja ya de esa silla y ve maquillándote, guapa; ya sé que te encanta enseñarme el coño, pero solo tienes media hora para arreglarte. ¡Ah! Por ahí habrá también cremas para el cuerpo, de esas que os gustan a las tías. Ponte las que quieras, pero al acabar úntate bien con aceite para bebé; el jefe quiere que tengas un aspecto reluciente…
Marchó de allí riendo su propia gracia, llevándose el sillón, y yo comencé por untarme todo el cuerpo -hasta donde alcanzaba estando esposada- con crema hidratante; para mi suerte había Clarins, mi favorita. Luego me sequé el pelo a fondo, me lo peiné bien y, finalmente, me maquillé; solo un poco, para resaltar los ojos y los labios. Estaba haciendo eso cuando el chófer regresó:
- ¿Aún estás así? A ver, el pintalabios pásatelo también por el coño; al final son otros labios, ¿no? Y de paso por las tetas; alegra un poco el color de esos pezones, guapa.
Desde luego la grosería de aquel hombre lograba avergonzarme, y a la vez me enervaba; pero, para evitarme problemas, hice lo que me decía, y di un poco de color a mis labios mayores y a mis pezones. Mientras lo hacía, vi como él cogía el bote de aceite para bebés; en cuanto guardé el lápiz de labios me hizo seña de que levantase las manos, y comenzó a untarme con él. Esta vez no pudo entretenerse tanto como al enjabonarme, pues al parecer tenía ya prisa por llevarme a donde fuese, pero aprovechó para sobarme otra vez a fondo; cuando terminó, mi cuerpo relucía a la brillante luz de aquel baño, y tuve que reconocerme a mí misma que el espejo me devolvía una visión sumamente erótica. Desnuda, limpia, rasurada, maquillada, aceitada, y esposada…
El chófer, sin embargo, cada vez andaba más apurado de tiempo; se le notaba en los gestos, y en cuanto terminó de lavarse las manos sacó de un bolsillo aquella misma correa corta que yo ya conocía, la sujetó a mis esposas y, tirando de ella, me llevó afuera. A la escalera otra vez, por la que bajamos al recibidor, y una vez allí, cruzando un saloncito, al que parecía el salón principal. Donde llamó discretamente a la puerta; cuando oyó la voz de Juárez entró, tirando de mí, y así me llevó hasta el centro de un enorme tresillo frente a la apagada chimenea. Formado por tres amplios sofás, en los que descansaban reclinados aquel monstruo… y los ocho miembros del Consejo de la Comercial.
- Ya ven ustedes qué bien la trato; precisamente por eso les he hecho venir esta noche. Ya va siendo hora de que tanto miramiento se termine…
El que había hablado era, como no, Juárez, mi torturador; los otros ocho hombres estaban, en aquel momento, demasiado ocupados contemplando mi desnudez, recién depilada y aceitada, como para poder decir nada coherente. Incluso Guasch, que se las solía dar de gran amigo de mi padre, se miraba mi sexo como si fuese a comerme allí mismo; así que, allí desnuda frente a ellos, sentí mucha vergüenza, sí. Pero no solo propia, también ajena; hasta el punto de que no pude contenerme más, y estallé:
- Que Juárez es un desgraciado lo sabemos todos; incluso él. Pero de vosotros esperaba mucho más, la verdad. Acepto que tenga que someterme a él para salvar a la empresa; pero que vengáis a su casa, a babear mirándome desnuda y humillada, dice muy poco de vosotros. Espero que mi padre, cuando sepa de todo esto, tome medidas contundentes contra todos.
Había puesto tanta indignación en mi discurso que al acabar de hablar estaba jadeando, y por ello mis pechos oscilaban con gran alegría; ofreciendo a los abochornados consejeros -eso era lo que yo esperaba que estuvieran- aún más espectáculo. Pero a aquellas alturas ya me daba igual, y además ninguno de ellos dijo nada; fue de nuevo Juárez quien lo hizo:
- Así me gusta, que conserves tu genio… Pero verás, estos hombres están aquí hoy por obligación; lo que no quita que, seguro, estén disfrutando como yo de tus evidentes encantos. El caso es que se me ocurrió un juego, y ellos son los indicados para jugarlo. Incluso se me ha ocurrido un nombre para él: “Castiga a la presidenta, y salva tu silla y la empresa”.
Al oír eso, los congregados empezaron a protestar vivamente, diciendo todos más o menos lo mismo: que no estaban dispuestos a hacerme ningún daño. Unos caballeros, vamos; seguro que se referían al daño físico, porque del otro ya me tenían bien servida. Pero Juárez los hizo callar de un gesto, y continuó explicando su morbosa idea:
- No sufran, que de ejecutar los castigos ya se ocupará mi chófer; es un artista en eso, entrenado por los mejores del oficio. Ustedes harán justo lo contrario: tratar de reducir, en lo posible, los tormentos de su presidenta. Por cierto, no hace falta que les diga que, si no juegan, adiós trato; y hasta ahora no tendrán queja de mí, seguro.
Mientras el chófer traía una mesa con ruedas en la que había un mazo de cartas, puesto boca abajo,y dos bombos metálicos, algo mayores que los de un bingo casero y con bastantes bolas dentro -blancas en uno, negras en el otro-, Juárez siguió hablando:
- Eli sacará primero una bola blanca, que indicará el castigo, y luego una negra, en la que aparecerá el número de veces que lo ha de sufrir. A partir de ahí, empezarán ustedes a participar: yo les haré preguntas a cada uno, por el orden en que están sentados y sacándolas, a la suerte, de estas cartas; por cada una que acierten, el castigo se reducirá en una cuarta parte. Así que, si aciertan cuatro, Eli se libra. Pero ojo, solo pueden darme una respuesta; y no traten de buscar en la Wikipedia, pues ya verán que no les funcionan los móviles. Los ha interferido mi sistema de seguridad. Eli, las dos primeras bolas, por favor.
Mientras yo, ya libre de la correa, me acercaba a los bombos y, con manos temblorosas, hacía girar el de las bolas blancas, Juárez volvió a hablar:
- ¡Lo olvidaba! No pueden consultar entre ustedes, ha de responder solo el que le toque; si veo que uno se chiva, pregunta fallada. Y otra cosa: las que acierten reducen el castigo un veinticinco por ciento, pero las que fallen lo aumentan en un cincuenta por ciento. Y no me protesten: yo hago las reglas.
Saqué una bola blanca, y luego repetí el proceso con una negra; tras lo que se las entregué a él. Lo cierto es que temblaba como una hoja, pues me temía lo peor; ¿y si los castigos eran, por ejemplo, tipo cien palmadas en mis nalgas? O mil… Muy poco confiaba yo en los conocimientos de mis colegas, y estaba segura que Juárez había diseñado aquello para seguir humillándolos, poniendo en evidencia su incultura; el problema era que las consecuencias iba a sufrirlas yo en mi cuerpo. Fue, la verdad, realmente angustioso contemplar como aquel malvado abría la bola blanca, sonreía, y decía:
- Azotes en el sexo con el látigo corto.
Mientras yo me llevaba las manos a la boca, incapaz de creer que me pensase someter a algo así, él abrió la bola negra, la miró y dijo:
- Vaya, parece que no es tu día de suerte. Cuarenta.
Al oírle, hice algo que nunca hubiese creído posible; yo, la heredera única de Comercial Anónima Puig, me dejé caer de rodillas al suelo, y mientras le besaba un zapato comencé a suplicarle, a rogarle, que no me hiciera eso. Pero él, sin inmutarse en absoluto, me dijo que mi suerte estaba en manos de mis compañeros de junta; y, tras coger la primera carta, le leyó, miró a Guasch -estaba sentado justo a su izquierda- y le preguntó:
- Dígame el nombre de alguna de las obras del Marqués de Sade.
Cuando oí como el muy imbécil, con cara de suficiencia, le contestaba “El Amante de Lady Chatterley”, el mundo se me vino encima; empecé a llorar, diciendo “No es justo, no es justo”, y mi único consuelo, aunque muy pequeño, fue la reacción de Juárez:
- Es usted un verdadero idiota, Guasch; ya nos ha fastidiado el juego. Una vez que haya recibido los sesenta azotes, será difícil que Eli pueda sufrir más castigo. Al menos por esta noche… La idea era que se pasara las horas sufriendo, viéndose amenazada por castigos que, o no llegaban a cumplirse, o se reducían mucho por la acción de sus brillantes mentes. Pero ya veo lo que hay; vaya grupo de cerebros privilegiados… En fin, por mí ya pueden largarse; sí, ¡fuera de aquí todos, venga! ¡Ahora mismo! ¡Largo!
Mientras el chófer, de modo enérgico, iba empujando a todos aquellos desgraciados hacia la salida, mientras mascullaban declaraciones de supuesta indignación que sonaban huecas y falsas, yo no dejaba de llorar, arrodillada en el suelo junto a Juárez. Y mi llanto arreció cuando él, una vez solos los dos en el salón, me dijo en tono casual:
- Por supuesto, el castigo habrá de cumplirse igualmente; no quiero que pienses que falto a mi palabra. Pero, por ser la primera vez, te ataremos a un caballete; con el tiempo, espero que aprendas a recibir tus castigos no solo con orgullo, sino incluso sin necesidad de ser amarrada: sujeta solo por tu fuerza de voluntad. Y ahora, deja ya de llorar y de suplicar; te advierto que, si sigues dándome la lata, te doblaré el número de golpes .
Aunque tuve que morderme los labios hasta casi hacerme sangre, logré callarme; lo que no pude detener fue el temblor de mi cuerpo, pues lo cierto era que, en mi vida había estado tan aterrada. Y así, temblando como una hoja, fui llevada por Juárez hasta una habitación en la parte trasera del edificio, pero en aquella misma planta; donde, al entrar, vi el aparato en que pensaba ejecutar mi castigo. Y no pude evitarlo: volví a tirarme al suelo, a besar sus pies entre gemidos y sollozos, y suplicarle que me perdonase.
- Si te levantas ahora mismo, y te colocas en la posición adecuada para recibir tu castigo, haré como si esto no hubiera sucedido.
Un escalofrío recorrió toda mi desnudez, y el mero pensamiento de lo que podían hacer ciento veinte azotes en mi sexo me impulsó hacia aquella cosa diabólica: una sólida mesa rectangular de hierro, de como un metro por uno y medio de superficie; cuya principal peculiaridad era que dos de las gruesas patas, en uno de sus extremos menos anchos, no terminaban en la tabla, sino que continuaban hacia el techo, hasta elevarse un metro sobre aquella. Y terminaban en sendas argollas, obviamente para sujetar los tobillos; mientras que, para mis manos, había un mosquetón en el extremo contrario, sujeto a la tabla y destinado a atrapar la cadena de mis esposas.
Procurando pensar lo mínimo me subí a la mesa, me tumbé de espaldas sobre la tabla, dejando los dos postes altos a ambos lados de mis nalgas, y estiré mis brazos hacia atrás tanto como pude. Enseguida noté como Juárez ajustaba el mosquetón a una de las argollas entre mis esposas, inmovilizando mis brazos; pero cuando, tras desplazarse al otro extremo de la mesa, me ordenó levantar y separar mis piernas, simplemente no pude.
- Ya son setenta azotes. Y, si no te colocas de inmediato en la posición requerida, serán ochenta, luego noventa… Hasta que obedezcas.
Aún necesité oír de él la palabra “¡Ochenta!” antes de lograr reunir las suficientes fuerzas. Muy lentamente, temblando cada vez más, alcé mis piernas juntas, como si ejecutase una tabla gimnástica; y, cuando formaron un ángulo perfecto con mi vientre, de noventa grados, separé los dos pies hasta que los tobillos tocaron las argollas. La verdad fue que, una vez separados casi un metro, mi sexo quedó tan expuesto que a punto estuve de volver a cerrar las piernas; para mi suerte, Juárez tuvo el detalle de ir rápidamente a sujetar mi tobillo izquierdo. Y, para cuando fue a hacer lo propio con el otro, yo ya me había resignado a mi destino.
Fue la mía una resignación, sin embargo, que duró muy poco tiempo; en concreto, los escasos minutos que pasé allí sujeta, esperando a que el chófer llegase llevando el látigo. Pues, en cuanto vi el arma, comencé a chillar como una histérica: tenía un aspecto muy amenazador, hecho en cuero trenzado, negro, y de menos de un metro de longitud. Y aún me asusté más cuando el hombre ensayó unos golpes al aire; el chasquido que aquella bestia producía me cortó, literalmente, la respiración.
- Iremos despacio; es tu primera vez, y además no quiero que el intenso dolor pueda hacer que pierdas, poco o mucho, el sentido. Esperaremos lo que haga falta entre golpe y golpe; quiero que los sufras todos por igual.
Mientras me iba diciendo esto, Juárez acariciaba mi sexo con dos de sus dedos; primero pasándolos a lo largo de mi vulva, y luego concentrándose en el clítoris. Hasta que, para mi sorpresa, logró excitarme; nunca hubiera pensado que, a punto de ser torturada, mi cuerpo me traicionaría así, llevándome a tan bochornosa situación. Pero sucedió; pues noté la humedad, y como los dos dedos del hombre entraban con facilidad en mi vagina. Era el momento que los dos estaban esperando; Juárez se retiró a un lado, y yo pude ver, aterrorizada, como el chófer llevaba a su espalda el látigo, por encima del hombro. Y luego como lo descargaba, con todas sus fuerzas, sobre mi sexo indefenso.
V
El primer impacto, un auténtico martillazo que golpeó el área entre mi pubis recién depilado y el labio mayor izquierdo, evitando por milímetros mi clítoris, me convenció de que yo no podría sobrevivir a aquello; no ya a los ochenta latigazos previstos, sino ni siquiera a uno más. Aunque lo cierto es que eso lo pensé un par de minutos después de recibirlo; cuando, retorciéndome de dolor pero con mis sentidos ya algo más recuperados, observé, aterrada, como el chófer se aprestaba a golpearme por segunda vez. Porque, en los instantes que siguieron al primer azote, lo único que fui capaz de hacer fue chillar, tratar de arrancar de cuajo mis ligaduras -sin el menor éxito, por supuesto- entre violentas convulsiones, y sumergirme en una pesadilla de dolor como nunca en mi vida había conocido. De la que justo empezaba a asomar cuando Juárez, con un gesto, ordenó el segundo azote.
Aquello no era un mero castigo, sino una auténtica tortura: el segundo latigazo me alcanzó un poco más abajo, cruzando mis labios mayores pero, una vez más, sin golpear mi sensible clítoris. Y volvió a provocarme alaridos de desesperación, además de toda clase de movimientos, tan incontrolados como inútiles: en aquel momento, yo hubiese entregado gustosa todo lo que tenía, hasta mi herencia, solo a cambio de poder cerrar las piernas. Pero aquellas ligaduras me lo impedían, claro, pues no se movían por más que yo tirase; así que solo pude esperar, impotente y aterrada, a que Juárez, cuando vio que mis convulsiones se moderaban un poco, y comprobó que mis tremendos alaridos se iban convirtiendo en profundos jadeos, ordenase el tercer latigazo.
Esta vez sí que el chófer golpeó de lleno mi clítoris; tuve la sensación de que el trallazo me lo había arrancado de cuajo, y a punto estuve de perder el conocimiento. Me sentía mareada, las lágrimas me dificultaban la visión, y para cuando la bestial punzada de dolor empezó a remitir me di cuenta de que, después de solo tres golpes, ya volvía a estar empapada en sudor; pero, como en aquella postura no podía ver mi sexo, no tenía modo de ver el alcance del destrozo que, de seguro, aquellos brutales vergajazos me estarían provocando. Aunque Juárez aclaró mi duda:
- No te quejes tanto, que justo estamos comenzando; tienes ya el coño un poco enrojecido, sí, pero eso no es nada: para cuando acabemos, lo tendrás hinchado y amoratado, ya verás. Por cierto, iremos por tandas de diez; entre una y otra haremos una pausa de quince minutos, para que te recuperes. Así disfrutarás mejor los siguientes latigazos…
Poco tiempo tuve para poder lamentar su perversa crueldad, pues el cuarto latigazo llegó, puntual, un par de minutos después del tercero. Y tras él el quinto, el sexto, … Para cuando recibí el décimo, que marcaba la primera pausa de quince minutos, casi me dolían tanto las muñecas y los tobillos como mi sexo; pues no había parado de luchar por soltarme, y tanto las esposas como los grilletes de acero que inmovilizaban mis pies, implacables, habían lacerado bastante la carne que atrapaban. Lo peor, sin embargo, era que me faltaban siete tandas más…
Los dos hombres se habían ido, dejándome sola en la habitación, pero regresaron al poco; venían con sendas botellas de cerveza, bien heladas, que me hicieron pensar en la tremenda sed que yo sentía. Pero, claro, a mí no me dieron de beber; se limitaron a tomarse tranquilamente sus cervezas, mientras discutían la mejor manera de seguir atormentándome. Y, por lo que pude oír decir al chófer, parecía que la segunda tanda no sería del todo igual:
- Jefe, se habrá dado cuenta de que, colocándome frente a su coño, no hay manera de que los latigazos alcancen abajo, hacia el agujero del culo. Es más, la mayor parte del impacto se desperdicia en su pubis. Si le parece, voy a probar otra posición; la segunda serie se la daré colocado a los lados de la mesa, cinco desde cada uno. Así la punta del látigo alcanzará todo su coño, de arriba abajo; y, si apunto bien, incluso el interior de la raja del culo…
Mientras yo, llorando esta vez de desconsuelo, me preparaba para más dolor, el chófer se puso justo a mi izquierda, a la altura de mis pechos; la situación ideal para él, pues era diestro. Desde allí, y una vez que hubo medido la distancia, soltó el brazo con toda su furia: había hecho bien los cálculos, pues el látigo golpeó primero en mi clítoris, de lleno, y luego siguió hacia abajo, a lo largo de la vulva. Hasta que, a toda velocidad, la punta azotó mi ano. El dolor fue incluso peor que con los latigazos desde el frente, pues el área que desde allí alcanzaba mi verdugo era mucho mayor; yo reanudé mis gritos y mis convulsiones, y para cuando recibí el quinto latigazo reconozco que estaba más adolorida, mucho más, que tras soportar los diez primeros.
Cuando el chófer se cambió al otro lado, y tras el primer latigazo que me soltó desde mi derecha, mi primer pensamiento fue que ojalá me los diera todos desde allí: pues él siguió usando su mano derecha para azotarme, y la postura que debía de adoptar no le permitía atizarme con tanta saña. Además de que los golpes, en su casi totalidad, acabaron cayendo en el nacimiento del muslo derecho, junto al sexo pero sin alcanzarlo; donde dolían una barbaridad, sí, pero nunca tanto como en la vulva o en el clítoris. Pero una vez más Juárez, siempre atento a encontrar el modo de hacerme más daño, se dio cuenta; y al acabar mi segunda tanda le dijo al chófer:
- ¿No ves que desde ahí le pegas más flojo, y que además te desvías? Se trata de atizarle en el coño, no en el muslo… Los siguientes diez se los das desde delante, como antes; luego, si quieres, le pegas otra tanda desde el lado, pero siempre colocándote a su izquierda.
A partir de ese momento, y durante las horas que siguieron, mi pesadilla continuó invariable: cada dos o tres minutos un latigazo bestial en mi sexo, y cada veinte o treinta minutos, una pausa de otros quince. Para cuando recibí el octagésimo azote ya se filtraba, por la ventana de la habitación, la primera luz del día; reconozco que, al recibirlo, me invadió una extraña, absurda, sensación de felicidad: había logrado resistir el tremendo castigo. Y no solo seguía viva, contrariamente a lo que al principio temí, sino que no me había desmayado ni una sola vez; eso sí, estaba muy mareada, agotada por completo, y me dolían muñecas, tobillos, pubis y sexo como nunca en mi vida. Por no decir que, de tanto gritar y llorar, estaba por completo deshidratada.
Antes de liberarme de aquella máquina infernal mi verdugo me mostró, usando un espejo portátil, el aspecto de mi sexo: era una masa amoratada, hinchada, en la que era difícil distinguir el contorno de los labios, o el clítoris; pero no se veían heridas profundas, ni cortes bestiales, algo que, la verdad, me sorprendió sobremanera. Y Juárez, una vez que desamarró mis ligaduras, no me dejó incorporarme aún; aunque me ayudó a sentarme, con las piernas colgando de uno de los lados largos de aquella mesa -no fue nada fácil, pues el menor contacto de mi sexo con la superficie me provocaba bestiales pinchazos de dolor-, y me ofreció una botella de agua. Para, mientras me la bebía con verdadera avidez, decirme:
- Una esclava no lo es de verdad hasta que recibe su primera tanda de latigazos. Por lo general son en el culo, o en la espalda, donde duelen pero no tanto como en el coño. En tu caso, has tenido que empezar por lo más difícil, pero lo has superado con nota. Te felicito…
Seguramente sería porque el sufrimiento había nublado por completo mi mente, ya que mi reacción normal a ese comentario habría tenido que ser como mínimo de desprecio; pero, al oírle, me invadió una oleada de lo que no podría definir sino como genuino orgullo. Hasta tal punto que, lo recuerdo, le miré con una expresión de superioridad, de altivez, que venía a querer decir “No podrás conmigo”; enseguida borrada, claro, por aquel terrible dolor que torturaba todos mis nervios. Y, sobre todo, por lo que acto seguido sucedió; Juárez hizo una seña al chófer, situado a su lado, para que me levantase de la mesa. Él lo hizo, pasando un brazo por mis corvas y el otro por la espalda; yo apoyé mis manos esposadas en su hombro, para evitar tocar mi pubis, y de esta guisa fuimos… hacia el recibidor, donde Juárez, que nos precedía, ¡abrió la puerta que daba a mi celda subterránea! Yo comencé a llorar, y a suplicar clemencia, pero él me dijo:
- Lo hago por tu bien; en el estado en que te encuentras, no me servirías de gran cosa. Necesitas recuperarte, y para eso nada como la tranquilidad de tu celda. Y te pondremos no una, sino tres veces al día, un ungüento en las heridas, que muy pronto te tendrá lista para recibir más castigos…
Yo ya no tenía fuerzas casi ni para llorar, pero logré arrancarme algunas lágrimas; y, a la vez, darle al chófer algunos golpes en el pecho con mis manos esposadas. Pero debieron ser tan débiles, que el hombre ni siquiera se quejó de ellos. Cuando llegamos abajo, vi que la puerta de mi celda seguía abierta; él me tumbó dentro, boca arriba, y sacó del bolsillo un tubo como los de pasta de dientes. Cuyo contenido untó en sus manos, con las que luego se dedicó a frotar las heridas en mis tobillos; luego me quitó las esposas, e hizo lo mismo en mis muñecas. La crema en cuestión escocía, pero no demasiado, y una vez que terminó de usarla me dijo:
- Ahora te voy a hacer daño; la que te pondré en el coño pica más que ésta, pero es muy importante que no te la quites. Si cuando vuelva veo que te has tocado, te esposaré con las manos a la espalda; así que te aconsejo que me obedezcas: estar encerrada en esa postura te sería un tormento añadido, del todo innecesario, y además las esposas seguirían castigando tus muñecas. Ahora separa las piernas, y no te muevas…
Tenía bastante razón: la densa sustancia que aplicó en mi sexo, y en sus alrededores, era bastante urticante; pero, además, la laceración de mis genitales provocaba que el simple contacto de sus dedos me hiciese ver las estrellas. Incluso si hubiese sido un tacto suave, delicado; pero aquel hombre desconocía, por completo, hasta el significado de esas palabras. Así que logró arrancarme muchos gemidos, e incluso algún alarido de dolor, mientras me embadurnaba el sexo con aquello; aunque logré estarme muy quieta, sin duda estimulada por la amenaza de las esposas.
Cuando acabó, guardó en sus bolsillos el tubo de la primera crema, y el tarro del que había sacado la segunda; luego se limpió las dos manos, por el método de amasar mis pechos con bastante brutalidad, y me dijo:
- Bajaré tres veces al día, a ponerte las cremas, pero seguirás comiendo una sola vez; lo único que cambiará será que en las otras dos visitas te traeré también agua, para evitar que te deshidrates.
Mientras mi verdugo cerraba la puerta de mi pequeña jaula, dejándome allí dentro tumbada, desnuda y adolorida, no pude evitar ponerme a llorar otra vez, más de desesperación que no por otra cosa; el hombre lo vio, y con una ancha sonrisa me dijo:
- No te preocupes, guapa, ya te he dicho que lo único que va a cambiar es lo del agua; seguirás pudiendo disfrutar de mi polla cada vez que te visite, te lo aseguro. Soy lo bastante hombre como para correrme tres veces al día.
Una vez más, aquel desgraciado logró enervarme; parecía hablar en serio, como si de veras creyese que encerrada desnuda allí dentro, a oscuras y sola con las ratas, lo único que iba a echar de menos era su miembro. Pero preferí no hacerle enfadar, pues era mi único contacto con el mundo; así que traté de poner la cara más dulce que me fue posible -considerando lo que me dolía todo, y lo que me escocía aquella crema, no era fácil- y le pedí, con un hilo de voz:
- Al menos, podrías dejarme la luz encendida; te lo suplico…
El chófer no paró de reír desde que empezó a subir por la escalera hasta que llegó arriba; luego, le oí abrir la puerta que daba al recibidor, todavía entre risas, y volver a cerrarla. Tras lo que se produjo un silencio aterrador, que solo se vio interrumpido por un aullido desesperado; el que yo di cuando, segundos después, se apagó la pequeña bombilla.
VI
Los primeros días de mi segundo cautiverio los pasé en un estado de verdadera desesperación, pues no paraba de recordar la “broma” que Juárez me había hecho la primera vez que me sacó del encierro, hablándome de sus supuestas películas favoritas; y me temía que pasar ochenta días allí abajo encerrada, a oscuras, desnuda, y con las ratas, superaría mi capacidad de resistencia psicológica. Y eso aunque el chófer me visitase tres veces al día; al principio llegué a odiarle pero, con el paso de los días, llegó un momento en que cada vez que la luz se encendía, me sentía como una adolescente antes de su primera cita. Con la diferencia, claro, de que yo ya sabía cómo iba a acabar: con mi sexo muy escocido por la crema, mis mandíbulas dilatadas hasta el límite, y mi estómago lleno… del semen de aquel desgraciado. Pues la sopa solo venía, con él, en una de cada tres visitas…
Pero, para mi sorpresa, esta vez mi encierro duró poco más de un mes; justo el tiempo necesario para que mi sexo recobrase un aspecto normal. Pues el trigésimo segundo día el chófer, después de mirar detalladamente mi vulva y sus alrededores -lo hacía con la linterna de su móvil, y aprovechaba para sacar unas fotos que, supongo, le enseñaba luego a Juárez- optó por no ponerme la crema; algo que yo, por haberme liberado de aquel insoportable escozor, le agradecí esforzándome incluso más de lo normal en la felación subsiguiente: he de decir, con cierto orgullo, que fui capaz de tragarme aquel tremendo pene hasta su raíz, forzando mi esófago para reprimir el reflejo de vómito.
Tan bien lo hice, en realidad, que a punto estuve de ahogarme: de pronto, noté que me faltaba el aire, aunque él ni caso; siguió empujando con auténtico salvajismo, mientras yo gemía, y golpeaba con mis pequeños puños sus fuertes muslos. Suerte que, poco después, se retiró un instante, y pude recuperar el resuello…
Cuando, con un gruñido, llenó mi garganta de semen, en vez de volver a encerrarme sacó de su bolsillo las esposas. Yo no pude evitar una sonrisa de satisfacción al verlas, y adelanté mis dos manos, muy juntas; pero él me indicó que las llevase a la espalda, y allí me las sujetó con aquellas manillas. Para, de inmediato, cogerme de un brazo y llevarme así escaleras arriba; por el camino, antes de abrir la puerta que daba al recibidor, me dijo:
- Es por la mañana, y vamos al jardín; así que cierra los ojos, porque no estás aún acostumbrada a la luz. Yo te llevaré del brazo; una vez allí, no los abras hasta al cabo de unos minutos, muy poco a poco. Podrías cegarte…
A mí me sorprendió tanta sensibilidad por su parte, pero por supuesto no dije nada; y me dejé conducir por él sin abrir mis ojos. Sin duda al exterior, pues al salir noté que el aire era bastante frío, mucho más que el del sótano; se me puso la carne de gallina, y me di cuenta entonces de que, desde que llegué a aquella casa, había pasado ya el suficiente tiempo como para que el verano se terminase de sobra.
La hierba, algo húmeda, estaba también bastante fría, y olía como a lluvia reciente; más humedad recibió, poco después, cuando el chorro helado de una manguera a toda presión me sacudió. Arrancándome un grito, a la vez de sorpresa y de incomodidad. Y pronto noté como unas manos -las del chófer, claro- me enjabonaban con energía, y en eso se entretuvieron largo tiempo. Algo que casi le agradecí, pues al menos permitió que mi cuerpo desnudo entrase en calor.
Cuando el hombre acabó, volvió a regarme un buen rato; el agua estaba helada, y me arrancó más de un grito, pues la sensación era francamente desagradable. Y aun lo resultó más cuando, sin molestarse en secarme, me sacó de un brazo de donde fuese que me había lavado. Pero, cuando el chófer se detuvo por fin, y me dejó inmóvil sobre la hierba, temblando y chorreando agua, lo principal que atrajo mi atención fue un olor de perfume. Era bastante tenue, pero sin duda de mujer y caro; me recordó el “Poivre de Caron” que una de mis compañeras del gimnasio utilizaba.
- Ya veo que conservas un olfato extraordinario. Efectivamente, es tu amiga Carme; cuando puedas abrir los ojos lo comprobarás. Ella no te puede ver tampoco, pues tiene los ojos vendados; y, como además está amordazada, no puede saludarte. Pero te manda sus mejores deseos…
Aquella voz me sonaba muchísimo, y cuando abrí un poco mis ojos -con mucho cuidado- comprobé que, efectivamente, era la de Santiago, el marido de Carme; estaba sentado en un cómodo butacón al lado de Juárez, los dos con un vaso de algo en la mano, y me miraba con el lógico interés. Pues aunque nos conocíamos desde que se casó con ella en segundas nupcias, unos años atrás, no me había visto desnuda nunca; como mucho, en bañador entero y en el club. Y, la verdad, ver como me miraba me produjo una sensación extraña; siempre me había parecido un hombre atractivo, pese a su edad -lo menos cincuenta y algo-, y estar así, a merced de sus miradas, me hizo sentir casi más deseada que ultrajada. Ya sé que es difícil de entender, pero su mirada de deseo me excitó; algo que, con Juárez, para nada me sucedía.
Al girarme hacia el origen de aquel olor, descubrí algo muchísimo más sorprendente aún: Carme, igual de desnuda que yo y también esposada a la espalda, estaba de pie justo a mi lado. Llevaba una venda en los ojos, y una aparatosa mordaza, y en su espléndida figura -que yo conocía bien, pues era la más exhibicionista de mis compañeras de gimnasio- destacaba sobre todo una cosa: una terrible marca que le cruzaba ambos pechos dejando, en ellos, un surco profundo, estriado y de color violáceo...
- Ahora entenderás, Eli, porqué Carme desparece a veces unos días, o no va por el gimnasio en un mes. Te ahorraré los detalles; bastará con decirte que desde que nos casamos es mi esclava. Así que, cuando me enteré de que Juárez te había adquirido, se me ocurrió un jueguecito… Te va a encantar, ya lo verás…
Yo estuve a punto de contestar que Juárez no me “había adquirido”, y que pensaba salir de allí con la cabeza bien alta en más o menos un año; pero la voz de Santiago se adelantó otra vez:
- Lo importante es que será divertido. Vamos a hacer un concurso entre las dos, con distintas pruebas; aunque te tengo que advertir que Carme es una masoquista de tomo y lomo, así que te costará vencerla. Fíjate en la marca en sus pechos; es de ayer, cuando fuimos a montar a caballo. Un socio del club de campo se había comprado una fusta nueva, de un aspecto terrible; pues bien, Carme no ha parado hasta que me ha hecho probarla… en sus tetas, y delante del dueño. Te aseguro que hasta a mí me ha asustado un poco el impacto; esa fusta es más para domar bueyes, o búfalos, que no caballos… Así que, lo que puede hacer sobre vuestros delicados pechos, es bestial; pero ya lo ves, ¿no?
Mientras Santiago decía eso, yo podía ver como los ojos de Carme se iluminaban, seguramente recordando aquel preciso momento; pero cambiaron de expresión por completo cuando Juárez tomó la palabra:
- Lo más difícil ha sido pensar el castigo para aquella de las dos que pierda. Porque, en el caso de Carme, todo dolor es poco… Pero se nos ha ocurrido una cosa que, seguro, la animará a soportar lo que sea: si pierde, la pondremos a disposición del servicio todo el fin de semana. A diferencia de ti, que te llevas tan bien con mi chófer, a ella le repugna pensar que un sirviente la toque siquiera; así que, si pierde, a fornicar con ellos todo el finde…
La cara de horror de Carme rivalizó, por momentos, con la de ira que yo debí de poner. ¡Como si yo disfrutase haciendo felaciones al chófer! Bien sabía Juárez que, si no se la chupaba, me quedaba sin comida ni bebida… Pero decir lo que pensaba solo me hubiese traído más problemas, así que opté por callar; y, mientras esperaba a ver cuál sería la primera prueba, me concentré en contemplar a mi competidora. Quien, y bien lo sabía yo, era seis años más mayor, pero tenía un cuerpo espléndido; ella misma me había explicado, un tiempo atrás, que su marido le decía que se parecía a Scarlett Johansson, y la verdad era que no andaba muy errado. La única diferencia, quizás, era que Carme era más alta que la actriz; allí las dos, desnudas y descalzas, la parte superior del lóbulo de su oreja me quedaba a la altura de la nariz. Y yo paso un poco del metro setenta de estatura.
- ¡Ah! Aquí viene la primera prueba… Abríos las dos de piernas, por favor, que os van a colocar los contactos.
Perdona, … ¿Contactos? Cuando me giré, pude ver que el chófer se acercaba llevando, en un carrito como los de bebidas, un aparato que parecía una radio antigua. Lo aparcó delante de las dos, y entonces pude ver que, de su parte trasera, salían cuatro cables, dos rojos y dos negros; y que los cuatro acababan pequeñas pinzas serradas, que parecían la boca de un cocodrilo enano. Mientras el chófer quitaba la venda a Carme, quien le miró con cara de asco, comprendí lo que iban a hacernos; pero, antes de que yo pudiese decir nada y tan pronto como le quitó también la mordaza, fue Carme la que habló:
- Disculpa, Santi, pero exijo que este desgraciado me quite las manos de encima inmediatamente. Me gusta que me castigues tú, y por ti lo acepto del tal Juárez; pero que lo haga el servicio es algo intolerable...
Juárez, riendo abiertamente, hizo un gesto al chófer para que se fuese; y luego se levantó, cogió dos pinzas, cada una con un cable de distinto color, y se acercó a Carme. Ella adelantó el pubis, para facilitar la colocación de los electrodos; pero, cuando el rojo atrapó la base de uno de sus labios mayores, no pudo evitar un gemido. Y, cuando el hombre sujetó el otro directamente en su clítoris, dio un grito de dolor y, apretando los dientes, dijo:
- ¿No os parece que esto ya es suficiente castigo? No hace falta que nos friais con la corriente eléctrica; esta pobre no aguantará ni diez segundos, con este pequeño monstruo mordiéndole ahí abajo…
Yo cada vez estaba más asustada, y cuando Juárez se me acercó con las otras dos pinzas comencé a temblar; tenía mucha razón al hacerlo, porque cuando me colocó la primera, justo en la base de mi vulva y mordiendo el labio mayor derecho, di uno de los alaridos más bestiales de mi vida. Pues aquello provocaba un dolor completamente insoportable, al morder sin descanso, sin dar tregua alguna, en una carne especialmente sensible; así que, al revés que mi compañera de fatigas, lo que yo hice fue retrasar mi pubis, y mi trasero, tanto como pude, de modo reflejo y para evitar el segundo electrodo. Mientras lamentaba no tener libres las manos, pues de inmediato me hubiese quitado el que ya llevaba. Pero él observó mi movimiento, y me advirtió:
- Como ya sabía que necesitarías un estímulo muy importante para que tratases de ganar, qué tal te parece éste: Si la vences, termina tu servicio como mi esclava; pero no el contrato de financiación, que yo seguiría cumpliendo hasta el final. Santi es testigo…
Supongo que debió de iluminárseme la cara, porque Juárez sonrió y, mientras con una mano separaba mis labios mayores, procedió con la otra a colocar la segunda pinza en mi clítoris. Cuando la soltó, dejando de golpe que se cerrase sobre mi sensible órgano, el dolor fue tan terrible que me doblé por la mitad y caí al suelo, mientras suplicaba que alguien me la quitase de inmediato. Parecía que aquello me estaba arrancando el clítoris del vientre; pero, un par de minutos después y aunque siguió el intenso dolor, reuní las suficientes fuerzas como para incorporarme. Y para mirar a Carme, que me contemplaba con expresión socarrona, con todo el desprecio de que fui capaz; mientras Juárez anunciaba el inicio de la prueba:
- La cosa es muy fácil: cuando lo ponga en marcha, el aparato empezará a suministraros electricidad, simultáneamente, y cada vez con mayor amperaje. Aquí podéis ver el medidor, en miliamperios; a partir de cien, dolor muscular y contracciones; desde los mil, vuestros corazones ya corren peligro; a partir de cinco mil, se os empezarán a achicharrar los coños, y los diez mil no los ha soportado nadie. Manteniéndose viva, claro. Así que, vosotras mismas: perderá la primera que se quite un electrodo, o los dos.
Cuando vi que le daba al botón de arranque, fui a preguntarle cómo podíamos hacer, con las manos esposadas a la espalda, para quitarnos uno, o los dos electrodos. Pero, antes de que abriese la boca, lo comprendí: no tenía más que salir corriendo, en cualquier dirección. Ciertamente, cuando lo hiciese aquellas malditas pinzas de cocodrilo le harían un destrozo a mi vulva, y a mi clítoris, pero no había otro modo; así que me resigné a mi suerte, y esperé, hecha un manojo de nervios, la llegada de la corriente a mis órganos sexuales. Lo que no tardó en producirse.
Al principio fue un cosquilleo, pero poco a poco la sensación pasó a ser como si alguien apretase mi vulva, y mi clítoris, con unas tenazas; con las que, además, lo hiciese cada vez más fuerte. Para cuando empecé a gemir de dolor el indicador andaría por cincuenta; antes de los cien tenía toda la zona pélvica acalambrada, y yo estaba aullando mi pena a los cuatro vientos. Pero Carme seguía impasible, con los labios apretados y cara de póker; y, hasta que el indicador no alcanzó los ciento cincuenta -momento en el que yo comencé a pensar en serio en salir corriendo- no dio su primer grito. Largo, intenso y casi inhumano, lo acompañó de lo que parecía un extraño baile; mientras que yo me doblaba de dolor sobre mi vientre, ella optó por dar fuertes patadas al suelo con las plantas de sus pies descalzos. Tan fuertes, que pronto comprendí que era su forma de tratar de mitigar los calambres que, como a mí, debían de invadir todo su cuerpo; y, sobre todo, su ingle.
Para cuando el indicador llegó a doscientos, mi capacidad de resistencia se había terminado por completo; la verdad era que, por entonces, lo único que me impedía salir corriendo era el temor a lo que las pinzas le hiciesen a mi sexo. Un temor que me llevó a soportar los doscientos cincuenta, trescientos y trescientos cincuenta; pero, cuando el indicador llegó a cuatrocientos, decidí que cualquier otro dolor era preferible a aquello. Y, además, notaba que las piernas se me estaban agarrotando, por lo que temía no poder huir cuando me hiciese falta; así que retrocedí hasta que los dos cables estuvieron bien tirantes y, cerrando los ojos, di otro paso hacia atrás.
No sucedió nada. Mejor dicho, sí sucedió: el cable rojo, que terminaba en la pinza de mi clítoris, se soltó suavemente del aparato, y la corriente cesó. Lo que vino acompañado de las risas de los dos hombres, y un comentario de Juárez que me hizo casi más daño que la propia corriente:
- No hay que fiarse de las apariencias… Las dos habéis visto como el chófer atornillaba los contactos a la máquina, y por ello habéis supuesto que no cederían. Pero están atornillados a un soporte que, como veis, se puede sacar con bastante facilidad. En fin, acercaos, que os quitaremos las pinzas; no, al revés. Tú con Santi, Eli…
Carme, que poco después que yo se había desconectado del aparato, estaba cubierta de sudor, y jadeaba fuertemente; sus pequeños y duros pechos saltaban arriba y abajo mientras ella trataba, como supongo que hacía yo, de recuperar un poco el resuello. Pero aun nos faltaba lo peor, claro; yo me puse, como Juárez me había ordenado, frente a Santiago, y adelanté mi pubis. Para recibir, de inmediato, una terrible punzada de dolor en la vulva: era la sangre, que volvía a circular por la carne durante tanto rato atrapada. Santiago, por bondad o por sadismo, esperó a que aquel dolor remitiese, y entonces retiró la pinza de mi clítoris; esta vez, yo no pude reprimir un alarido brutal, pues la sensación fue incluso más dolorosa que cuando me colocó Juárez la pinza allí. Y tampoco pude evitar hacer lo mismo que Carme, y dar un buen montón de saltos y pataleos; pero esta vez no caí al suelo, aunque tal vez mejor lo hubiese hecho.
- Con tu permiso, me voy a follar a la perdedora. Si supieras los años que he estado esperando este momento… Eli, acércate más y siéntate sobre mi polla, quiero que hagas tú el trabajo.
Aquello era un absoluto ultraje, un atropello; yo no era esclava de aquel hombre, pero cuando Juárez hizo un gesto afirmativo con la cabeza me di cuenta de que no tenía otra opción que obedecerle. Así que avancé, mientras él sacaba de sus pantalones un miembro viril de respetable tamaño, y me situé justo encima de aquello; luego, flexioné las piernas hasta que el pene de Santiago encontró mi dolorida vulva, y la penetró, poco a poco, hasta el fondo. Aunque yo estaba por supuesto muy seca, me bastaron un par de subidas y bajadas para ponerme en situación, y empezar a lubricar; una vez más, la facilidad con la que, aún desnuda, sometida, y duramente castigada, yo me excitaba era algo que no dejaba de sorprenderme.
No logré, sin embargo, correrme, pues Santiago aguantó poco; eso sí, el rato que lo hizo, y mientras yo le cabalgaba furiosamente -para acabar cuanto antes- se dedicó a amasarme, literalmente, ambos pechos, e incluso me dio un mordisco ligero en un pezón. Pero, a los tres o cuatro minutos de que comenzó la cópula, dio un gruñido y se corrió; tras lo que, una vez recuperó el resuello, me dio una fuerte palmada en una nalga y me dijo que me levantase ya, y le limpiase bien con la boca. Algo que procedí a hacer de inmediato, contenta por poder acabar de atenderle cuanto antes.
Pero enseguida iba a empezar la segunda prueba. Juárez me cogió de un brazo, y me devolvió al mismo lugar, más o menos, donde nos acababan de atormentar con aquel aparato. Esta vez me puso frente a Carme, a menos de un metro una de la otra; una vez así colocadas, sacó de su bolsillo unas pinzas como yo nunca las había visto: eran grandes, de casi diez centímetros de largo cada una, y tenían un extraño resorte doble, en forma de X. La punta era más pequeña, redonda y quizás de medio centímetro de diámetro; cuando puso una frente a mi cara, pude ver que su interior tenía unas minúsculas púas, muy parecidas a los “dientes de cocodrilo” de las que antes había usado.
- Son pinzas de mariposa, o japonesas; cuánto más tiras de ellas, más se aferran a su presa. El juego es sencillo: verás que van unidas, cada dos, por una cadena de menos de un metro de largo. Os las pondré en los pezones, de forma que un juego sujete tu pezón derecho y el izquierdo de Carme, y el otro lo haga con los otros dos. Luego, colocaré este listón -me indicó una fina tabla de madera, que estaba apoyada en un sillón- en el suelo, entre las dos; y … ¡a tirar hacia atrás! La que logre hacer que la otra cruce el tablón, gana.
Aquellas pinzas dolían mucho, vaya si lo hacían, y más colocadas en mis sensibles pezones; pero, por fortuna, no mordían tan fuerte como las de cocodrilo. Aunque, una vez que Santiago colocó el tablón entre nosotras dos, comprendí que podían llegar a hacerme mucho más daño que las otras; pues Carme, en cuanto tuvo la tabla delante, comenzó a tirar con auténtica furia. De seguro que se estaría haciendo tanto daño como me hacía a mí, por lo menos, pero tiraba y tiraba; yo tenía la sensación de que me iba a arrancar los pezones, y sentía un dolor terrible, como una mordedura cada vez más intensa. Estaba a punto de dar un paso al frente, y de rendirme, cuando Carme, entre gemidos de dolor, me dijo algo que me molestó muchísimo:
- A la niña pija le duelen las tetitas, ¿verdad? Déjalo correr, de veras, que tú nunca vas a poder conmigo; naciste con la cucharita de plata en la boca, y nunca has sufrido de verdad…
Aquel comentario hizo que aflorase mi carácter; quizás porque me hizo recordar mi infancia, y aquel exclusivo colegio inglés donde la directora, cuando quería humillarnos, siempre nos decía lo de la cucharita de plata. Así que tuve una reacción que no sólo me sorprendió a mí, sino sobre todo a Carme; sin pensármelo dos veces, di un tirón brutal de las pinzas, mientras daba un paso hacia atrás con decisión. Sin duda la pillé por sorpresa, pues dio un alarido bestial, casi tan salvaje como el mío; pero avanzó un pie, con el que cruzó la tabla. Aunque sin llegar a ponerlo en el suelo, y retirándolo enseguida.
Mientras las dos jadeábamos, y el dolor en nuestros torturados pezones nos hacía -al menos en mi caso- casi añorar el tormento eléctrico anterior, los dos hombres se pusieron a discutir si aquello era, o no, una derrota. Nosotras dos, desde luego, nos concedimos una breve pausa mientras ellos discutían; supongo que a Carme le dolían los pezones de un modo tan insoportable como a mí. Y, como yo, no tenía la menor intención de volver a tirar de ellos.
Pero, para mi suerte, al final prevaleció la tesis de Juárez; nos habían dicho que perdía la primera que cruzase aquel tablón, pero sin precisar que tenía que cruzarlo “completamente”. Así que fui proclamada vencedora; algo que indignó a Carme, que no paró de protestar hasta que, como Santiago hizo conmigo, Juárez le retiró las pinzas. Ya que el dolor fue infinitamente peor que con las de cocodrilo, pues con nuestros tirones se habían hincado a fondo en la sensible carne de los pezones, hasta casi cerrarse por completo; así que durante unos minutos, ni Carme ni yo hicimos otra cosa que patalear, dar saltos y aullar de dolor. Al menos para mí, el sufrimiento que me provocó el retorno de la sangre resultó una de las sensaciones más dolorosas que nunca hubiese sentido; además por duplicado, y sin poder emplear las manos, esposadas a mi espalda, para aliviarme un poco.
Solo tuve un consuelo: por lo visto, a Santiago le gustaba hacer cada vez un “regalito” a la perdedora, y además se había hartado de las protestas de Carme. Así que, cuando ella tuvo que cambiar sus quejas por alaridos de dolor, obligada por el sufrimiento que la circulación sanguínea llevó a sus pezones, el hombre aprovechó para levantar la tabla del suelo; luego, se llevó a Carme de un brazo hasta una de las butacas, donde la tumbó sobre el respaldo, boca abajo. Y, una vez que la tuvo así, le dijo:
- Estoy harto de tus quejas, de verdad. Que si te toca el servicio, que si las reglas del juego… No dudo que disfrutes con el dolor, pero necesitas que te enseñen a obedecer y a callar; como esclava no vales nada… Ahora separa las piernas, y adelanta el culo tanto como puedas; te voy a sacudir con este tablón hasta que lo rompa en tus nalgas…
VII
Romper la tabla costó más de lo que Santiago imaginaba; tanto fue así que, al final, necesitó de la ayuda de Juárez durante un buen rato, mientras se tomaban unas cervezas que les trajo el chófer. Pero, tras un montón de golpes y cuando el trasero de Carme presentaba ya un aspecto francamente horroroso -cada nalga parecía un único, y gigantesco, hematoma- se produjo lo que estaban esperando los dos: en uno de los azotes la tabla hizo un ruido seco, y se rompió por la mitad. Aunque los dos trozos no llegaron a separarse, pero de la forma en que quedó era ya inhábil para seguir golpeando con ella.
Cuando Carme, con lágrimas en los ojos y los labios muy apretados, se vino a situar a mi lado, frente a nuestros torturadores -yo había permanecido todo el tiempo quieta allí, una vez logré dejar de patalear- Santiago se volvió a sentar, en el mismo butacón donde Carme había recibido todo aquel montón de trallazos con la tabla. Miraba pensativo los dos trozos rotos, que llevaba en sus manos, y finalmente se giró a Juárez y le dijo, en una voz lo suficientemente alta como para que las dos lo oyésemos perfectamente:
- Te voy a pedir un favor. Me doy cuenta de que Carme necesita de algo que yo no logro darle: disciplina. La golpeo, sí, la atormento de muchas formas, pero no la someto; fíjate que, por ejemplo y como antes te he explicado, ha sido ella la que ha ideado el juego que estamos haciendo. Y, casi, quien me ha obligado a pedirte el favor de jugarlo con tu esclava… Así no vamos a ningún sitio; es más, cada vez estoy más convencido de que, por más que la castigue, soy yo su esclavo, y no al revés. Así que he tenido una idea: ¿por qué no nos intercambiamos las esclavas por un tiempo?
Aunque no me atreví a decir nada, Carme lo hizo por las dos; que si no podéis hacer eso, que si es un atropello, … Juárez nos miraba, sonriendo y sin decir nada; cuando por fin habló, aprovechando una pausa que la otra hizo para coger aire, lo que dijo me dejó helada, pues resultaba muy fácil adivinar sus intenciones:
- ¿Estás seguro de que eso no me puede traer problemas legales? Lo digo porque con Eli, mientras no la mate ni la mutile, puedo hacer lo que quiera; si la mando contigo tendrá que obedecer, pues de no hacerlo así perdería mi apoyo financiero. Pero, ¿y Carme? ¿Qué hago si la zorra me denuncia?
Aunque Carme empezó enseguida a decir que eso haría, que se iban a enterar, que aquello era un sinsentido, no logró evitar que Santiago se pusiese a reír con ganas. Tanto se rio, mientras miraba a su mujer, que la otra al final se calló; y se quedó mirando al suelo por entre sus duros y bien colocados pechos, con la cabeza muy baja.
- Tampoco puede hacerlo, y lo sabe. Verás, antes de casarnos firmamos un prenupcial muy curioso, ¿verdad, Carme? Y en uno de esos países exóticos donde se aplica la ley islámica; ¿fue Maldivas, no es cierto? La verdad es que no me acuerdo. En el documento, luego ratificado en España, reconoce ser una masoquista, y se somete a mí como su dueño y señor, aceptando de antemano todos los castigos físicos que le pueda imponer; los aplique yo, o la persona que designe para hacerlo. Eso dice, textualmente. ¡Ah! Y que, si yo la repudio, regresará a aquel país, a recibir el castigo que la ley islámica le imponga; solo pidió una cosa, la muy zorra: que, si la habían de azotar en público, recibiera el castigo completamente desnuda…
Yo, la verdad, estaba asombrada; Carme nunca me había dicho nada de sus “aficiones”, por así llamarlas; pero sin duda sería cierto, porque vi que la cara se le estaba poniendo colorada como un tomate maduro. Y más que se le puso, a medida que Santiago siguió hablando:
- Lo más gracioso del asunto es que fue ella quien me lo impuso, porque quería, como me dijo, “experimentar la esclavitud total”. Incluso hizo añadir una cláusula económica, en virtud de la cual si denunciase algún maltrato, puedo repudiarla sin pagarle un solo céntimo en compensación. Dudo que esa valga en España, pero la otra sí; según mi abogado, hay un artículo en el Código Penal que ampara ese tipo de “permisos para lesionar” dados a otro, creo que el 155. Incluso, al ratificar el acuerdo prenupcial en España lo mencionamos expresamente… De todas maneras, no temas: en el fondo, lo que ella quiere es eso, perder el control; estar en manos de alguien a quien tema. Pues sabe que yo nunca me atrevería a superar ciertos límites…
Juárez siguió pensativo un buen rato; finalmente, preguntó a Carme si todo aquello era cierto; y, cuando la otra afirmó con la cabeza, tan sonrojada que parecía que la cabeza le iba a explotar, sin preguntarme nada a mí dijo:
- De acuerdo, pues. Pero no fijemos un plazo; será muchísimo más duro para ella si no sabe cuánto tiempo habrá de “resistir”.
A continuación hizo un gesto con la mano, alzándola sobre su cabeza; al poco regresó el chófer a donde estábamos, y Juárez le dijo:
- Llévate a mi nueva esclava al sótano, y enciérrala allí bajo el régimen habitual. Eso sí, con un pequeño cambio: en tu visita diaria quiero que te la folles; y si es por detrás, mucho mejor. Luego, que te la chupe hasta limpiarte bien; y asegúrate de que, antes de hacerlo, se haya bebido toda el agua que le hayas llevado…¡Ah! Y otra cosa; manoséala hasta aburrirte, tanto rato como puedas…
Cuando el chófer, en cumplimiento de la orden y sin hacer caso a las protestas de Carme, se la llevó de allí tirando de sus pelos, Juárez se giró por fin hacia mí; y, mientras repasaba de arriba abajo mi desnudez con su mirada, me dijo:
- Eres una chica con suerte; Santi te va a follar mucho más a menudo de lo que yo lo hubiese hecho… Lo único que espero es que no olvide castigarte, igual de duro que yo lo hubiese hecho; y, sobre todo, humillarte. Para mí, eso era lo más divertido; ahí es nada, la heredera de la Comercial… Pero, en fin, a veces hay que sacrificarse por los amigos, ¿no?
Los dos continuaron charlando amigablemente un rato, y aprovecharon para emplazarse a continuar con aquel juego que habían empezado, una vez que Carme, como precisó Juárez, “haya sido sometida”; aunque le advirtió a Santiago que el proceso sería largo. Con lo que de inmediato me la imaginé cumpliendo, ya de salida, con los ochenta días de reclusión que yo pude haber sufrido; “amenizados” por las visitas del chófer, claro. ¡Con el asco que le daba a Carme que la tocase el servicio, iba a quedar bien satisfecha!
Finalmente se levantaron, se despidieron y, sin más trámite, Santiago me cogió de un brazo y me llevó hacia la entrada de la casa; pero no por su interior, sino rodeando el edificio. Lo que, a partir de que se terminó la hierba, me supuso un problema, porque el suelo era de cantos rodados; y, con mis pies descalzos, me hacían daño al caminar. Pero a él no pareció importarle, y siguió tirando de mi brazo mientras nos dirigíamos hacia un Mercedes gris, aparcado en la explanada de gravilla frente a la puerta principal. Cuyo chófer, al vernos venir, se bajó del asiento del conductor y vino a nuestro encuentro.
- Jefe, ¿la llevaremos en el maletero, o atrás con usted?
No parecía en absoluto sorprendido de que su jefe llevase del brazo a una mujer descalza, desnuda y esposada, y de inmediato supuse que Carme habría venido en ese mismo estado hasta la casa de Juárez. Pero mi nuevo amo prefería llevarme con él, y así se lo indicó; el chófer de inmediato abrió una de las puertas traseras del vehículo, y yo entré en él como pude, pues las manos esposadas a la espalda no lo facilitaban en absoluto. Pero logré hacerlo mientras Santiago se montaba por el otro lado, y una vez sentada dejé que el chófer me ajustase el cinturón de seguridad -aprovechó para sobarme un poco los pechos, y luego hacer un gesto de admiración- antes de cerrar la puerta.
- Separa las rodillas; así ocultas tu sexo, y quiero tenerlo siempre a mi disposición. Estaba pensando cómo vamos a explicar a la prensa todo esto; sabes, Carme y yo íbamos a muchos actos sociales…
La reflexión de Santiago me dio una idea, que además podría permitir aligerar un poco mi obligado cautiverio; tratando de ignorar su mano, que había aprovechado mi gesto de obediencia para colarse entre mis piernas y acariciar los labios de mi sexo, le dije:
- ¿Para qué vamos a explicar nada, ni tú ni yo? Sigue haciendo tu misma vida, pero conmigo en vez de con ella… La prensa especulará lo que quiera: ¿se habrán separado? ¿habrá un nuevo romance a la vista? Pero nosotros no soltaremos prenda: somos buenos amigos, y ya está. Y, si te preguntan por Carme, les dices cualquier cosa: que está de vacaciones, haciendo una cura de descanso, lo que sea…
Aquella mano que exploraba mi entrepierna, y que no había cesado de moverse durante mi discurso, estaba empezando a salirse con la suya; para cuando Santiago metió un dedo en mi vagina, yo estaba ya completamente empapada, y con el segundo dedo me arrancó un primer gemido de placer. Pero él parecía absorto en sus pensamientos, en vez de concentrarse en lo que me hacía; y yo no paraba de preguntarme si debería también someterme, mientras que fuese su esclava, a la regla de no correrme sin su permiso. Por razones, claro, cada vez más obvias. Desgraciadamente así era, pues cuando volvió a hablar fue lo primero que me dijo:
- Ni se te ocurra correrte, ¿eh? Nunca sin mi permiso. Y no vuelvas a hablar sin primero pedírmelo, jamás; si estamos en un acto social me miras, y yo te haré un gesto con la cabeza. Procura no olvidar esas reglas; piensa que, como a Carme le gustaba el dolor, me había acostumbrado a imponer castigos que, para ti, tal vez sean muy duros, o demasiado crueles… Pero son los que sufrirás si me desobedeces, eso seguro.
Pese a que cada vez me costaba más aguantarme las ganas de explotar en un orgasmo salvaje, volcánico, no pude evitar que una sonrisa asomase a mi boca; su comentario implicaba que asistiríamos a actos sociales, y no creía yo que Santiago me llevase a ellos desnuda y esposada… De momento, y para evitar correrme, lo mejor que podía hacer era tratar de concentrarme en alguna otra cosa; por ejemplo en el paisaje, que yo podía contemplar pese a estar las ventanillas traseras tintadas. Aunque hasta entonces no me había fijado en él, pero a partir de aquel momento hice un esfuerzo; y, mientras mis ganas de dejarme llevar por mis instintos -para entonces tenía el vientre adelantado, en el borde del asiento, mis piernas abiertas al máximo, y me sentía como una perra en celo- cada vez resultaban más imperiosas, pude ver que rodeábamos Mataró, y que seguíamos por la autopista.
- Vamos a mi casa, en la urbanización Bell Aire. Una vez lleguemos te quitaré las esposas, y serás libre de hacer lo que quieras; pero con una única condición: prohibido tapar tu cuerpo, nunca, con nada en absoluto… Ni siquiera una tirita, vamos; te quiero siempre desnuda. Por lo demás, en ausencia de Carme serás la dueña de la casa; y no te preocupes por el servicio, están más que acostumbrados a verla a ella en cueros …
Para cuando enfilamos la avenida de acceso a su propiedad, una finca preciosa, enorme, con impresionantes vistas al mar, yo ya no podía más; la mano de Santiago seguía excitándome sin pausa, y me di perfecta cuenta de que ya no podría seguir conteniéndome. Pero él también lo notó, y ralentizó un poco sus manipulaciones; mientras me decía alguna cosa que, en mi estado casi febril, no logré entender, observé que el automóvil se detenía frente a la puerta principal. Y pude ver que un nutrido grupo de personas, llevando distintos uniformes, nos esperaba junto a ella; cuando el chófer abrió la puerta de mi lado, Santiago se limitó a decirle:
- Sácala ahí, en medio de todos, y termínala tú…
Yo bajé del coche, ayudada por el chófer -pues seguía esposada atrás- y pensando en una sola cosa: correrme. Así que, cuando el hombre me hizo separar las piernas, desnuda delante de toda aquella gente, no me resistí en absoluto; y cuando metió dos de sus dedos en mi vagina, y empezó a moverlos atrás y adelante con auténtica furia, no tardé ni veinte segundos en alcanzar el orgasmo más devastador de toda mi vida.
Fue tan tremendo, que incluso me fallaron las piernas; suerte que él me sujetó, para evitar que cayese al suelo. Gemí, grité, me convulsioné… Aquello me duró al menos un par de minutos, y hasta que no recuperé el sentido por completo no comprendí quiénes eran mis espectadores: el servicio. Cocineros, camareros, mozos de cuadra, mujeres de limpieza, jardineros, … Todos muy sonrientes, y seguramente pensando lo mismo que yo: menudo putón que se ha traído el amo. Y, además, ¡lo que se llega a parecer a la hija del señor Puig, el de la Comercial!
Para cuando Santiago, muerto de risa, me cogió de un brazo y me llevó, cruzando el amplio recibidor, hasta el salón de la casa, mis mejillas habían alcanzado un tono bermellón capaz de rivalizar con los mejores Burdeos. Pero él, sin duda todo un caballero, no me hizo ningún comentario sobre mi reciente exhibición impúdica; se limitó a quitarme las esposas, a indicarme un lugar en uno de los confortables sofás, y a decirme:
- Siéntate ahí, por favor. No, así no; las rodillas más separadas, y el sexo siempre bien ofrecido. Es tu último aviso… Por cierto, ¿te apetece tomar algo?
Yo, superada por lo absurdo de la situación, le pedí lo primero que se me ocurrió: un refresco de cola; y, eso sí, separé de inmediato las rodillas al máximo, para evitarme uno de aquellos castigos tremendos que por el camino me había anunciado. Mientras, además, adelantaba mis desnudas nalgas, para exponer aún más mi vulva, él pidió el refresco, a un camarero que se nos acercó cuando hizo el gesto de llamarlo, y me dijo:
- Ahora te enseñarán tu habitación. Yo soy un hombre muy ocupado, ya debes saberlo; así que, hasta la hora de comer, te molestaré poco. Puedes hacer lo que te apetezca: nadar en la piscina -el agua está caliente-, jugar al tenis o a frontón, pasear por el jardín, … Si necesitas algo, pregunta al servicio; y lo mismo si quieres ser castigada: el mayordomo es muy bueno con el látigo, y está a tu servicio a todas horas. Pero recuerda permanecer siempre desnuda, suceda lo que suceda.
Las preguntas se agolpaban en mi mente, así que le hice seña de querer hablar; él me autorizó, pero advirtiéndome de que no quería que le atosigase a preguntas, y que por tanto me permitía solo una.
- Santiago, Amo, Jefe, no sé cómo quieres que te llame… Te prometo que obedeceré en todo, y no necesitarás castigarme para nada.Solo quisiera saber si piensas exhibirme desnuda delante de otras personas, y si es así ante cuáles y dónde.
Mientras el camarero colocaba frente a mí el refresco, en un vaso alto con hielo y limón, Santiago me dijo:
- Son cuatro preguntas: como me has de llamar, si te exhibiré, a quién y dónde. Así que te has ganado tres castigos… Y, eso sí, te debo una respuesta a la primera, la única que podías hacer: puedes llamarme como quieras en privado, pero en público siempre Santi. Y ahora, bebe tu refresco y ve con el camarero; él se ocupará, también, de castigarte por tu insolencia.
Terminé rápidamente el refresco, pues estaba francamente sedienta, y me incorporé; el camarero me hizo un gesto con la mano, indicándome el camino, y yo comencé a andar hacia la piscina, situada a cierta distancia y en una cota un poco inferior a la de la casa. Pues el terreno hacía pendiente, por lo que desde cualquier lugar se disfrutaba de una vista extraordinaria del mar. Cuando estuvimos junto a la piscina, el hombre me señaló una tumbona, en cuyo centro había una toalla enrollada.
- Hágame el favor de tumbarse ahí boca abajo, señora, con su sexo sobre la toalla enrollada; luego separe las piernas, pero sin sacar los pies de la tumbona.
Yo le obedecí con una sonrisa pícara; pues cada vez que me había girado hacia él por el camino, para comprobar si iba en la dirección correcta, le había “pillado” con los ojos fijos en el bamboleo de mis desnudas nalgas. Pero, al girarme hacia él, comprobé que había desaparecido, así que me quedé en la postura ordenada, disfrutando del calor de aquel sol de otoño sobre mi piel. No tuve, sin embargo, que esperarle mucho, pues regresó un minuto después; al acercarse, vi que llevaba en la mano algo que me asustó mucho: un látigo corto, hecho con una especie de goma dura, de color rojo y aspecto maligno. El camarero se situó a mi lado, y me dijo:
- El señor ha ordenado tres castigos, por lo que habré de azotarle en tres lugares diferentes. Puede usted elegir los que prefiera. En cuanto al número de azotes, serán una docena por el primer castigo, dos por el segundo y tres por el tercero; puede también elegir dónde prefiere cada uno.
Sus palabras, dichas en el mismo tono casual en que me hubiese podido advertir que la mesa estaba servida, por ejemplo, tuvieron un extraño efecto en mí: el de excitarme una barbaridad. Allí estaba yo, la heredera de Comercial Puig, tumbada desnuda en una camilla, espatarrada y con el culo levantado, esperando a que un criado me diese seis docenas de latigazos, allí donde a mí me apeteciese; solo de pensarlo, noté que una familiar humedad invadía mi sexo. Y solo pude contestar, con voz entrecortada:
- Todos detrás, por favor; espalda, trasero, muslos, …
El criado, una vez más, actuó como si yo le hubiese pedido una bebida, en vez de decirle donde debía azotarme:
- Como ordene la señora. Tengo que recordarle, antes de empezar a azotarla, que si no recupera usted la posición tras un golpe me veré obligado a comenzar otra vez, desde el primero. Puede gritar, patalear, … lo que la señora desee; pero antes de un minuto después de cada latigazo, debe regresar a la postura en que está ahora. Y no olvide contar los golpes… Por cierto, quizás no sea yo quién para decírselo, pero la señora Carme siempre me agradece cada azote, justo después de numerarlo. Mi nombre es Matías… ¿Me permite la señora que empiece ya?
En realidad, y para mi enorme vergüenza, lo que en aquel momento me hubiese gustado era ordenarle que me penetrase; aquel discurso, hecho de forma tan servicial, me había puesto realmente a cien, y yo notaba como mis jugos empapaban la toalla que mantenía levantado mi trasero. Pero no era eso lo que me iba a hacer, seguro; así que, resignada, hice que sí con la cabeza.
El primer latigazo, que cruzó mi espalda de lado a lado, me hizo dar un salto en la tumbona; el dolor era, sin duda, menor al que sentí al ser azotada en mi sexo, pero pese a eso no pude evitar un tremendo grito, a la vez que llevaba mis manos al lugar azotado. Lo peor, sin embargo, vino instantes después del golpe, pues comencé a sentir un intolerable escozor en lo que, al tacto, era como un surco que cruzaba mi espalda, un poco más arriba de la grupa. Tan enfrascada en mi sufrimiento estaba, que casi olvido contar el golpe; por suerte Matías, muy servicial, carraspeó, y me sacó de mi doloroso trance.
- Uno, gracias, Matías. Puedes proceder con el siguiente.
- Como mande la señora…
El segundo cayó un poco más arriba, y me provocó la misma sensación: el martillazo del impacto, en plena espalda, y luego un escozor creciente, como si Matías, en un acto de crueldad, estuviese frotando sal en lo que, yo suponía, serían profundas heridas. Pero aguanté la posición, y tras repetir el diálogo ritual recibí el tercero. Y luego el cuarto, el quinto, … Para mi sorpresa, soporté la primera docena sin más que gritos, llantos, convulsiones y un fuerte dolor en mis dedos; consecuencia, seguramente, de la fuerza con la que yo sujetaba el armazón de la tumbona, cada vez que el látigo caía sobre mi espalda.
Tras cantar, y agradecer, el duodécimo latigazo, recibí el siguiente en plenas nalgas; con lo que comprobé dos cosas: la primera, que el criado iba a seguir mis instrucciones al pie de la letra; lo que era preocupante, pues suponía recibir treinta y seis latigazos en la parte posterior de mis muslos. Cuando yo, la verdad, pensaba que me daría veinticuatro en cada sitio. Y la segunda, que los golpes en las nalgas dolían, al recibirlos, menos que los de la espalda, pero el escozor posterior era más intenso, y más duradero. Aunque, no sin frotarme la zona herida cada vez, durante unos segundos -a veces demasiados, haciendo que el carraspeo salvador de Matías se tuviera que repetir bastante a menudo- y con energía, logré superar los siguientes veinticuatro; y, cuando canté treinta y seis, me preparé para recibir los demás en mis muslos.
Una vez más, el primero me sorprendió, pues no me dolió tanto como los que recibí tiempo atrás en mi sexo. Era como una mezcla de los anteriores, un fuerte golpe en la carne, como un martillazo, y luego un escozor creciente; pero nada que no pudiese yo superar usando el método habitual: alaridos de dolor, llanto, sudor, convulsiones, y mucho frotar la parte lacerada. Así que, para mi sorpresa, completé la tanda de setenta y dos sin caerme de la tumbona, ni salir corriendo de allí; para cuando Matías terminó, eso sí, setenta y dos estrías, anchas y enrojecidas, decoraban la parte trasera de mi cuerpo desnudo, desde mis corvas hasta los hombros. Y yo, además de muy dolorida, seguía excitada como antes de empezar a ser azotada, incluso mucho más, pero sobre todo extrañamente orgullosa de mí misma; aún lo estuve más cuando Matías, antes de irse, me dijo:
- Si me permite la señora, ha soportado usted el castigo con la misma entereza con la que lo hace la señora Carme. Así que, se lo ruego, perdóneme la osadía que supone que yo la felicite…
VIII
Allí seguía tumbada cuando Santiago se me acercó. Venía con algo en la mano; cuando llegó a mi altura vi que era un tarro de crema, y comprendí que venía a “curar” mis heridas. Así que aparté un poco mi trasero; para dejar un sitio a mi lado, en la tumbona, donde él pudiera sentarse. Al moverme, se me escapó un gemido de dolor; y Santiago, mientras comenzaba a untarme aquella crema, empezando por lo más alto de la espalda, me dijo:
- Créeme que lamento haber tenido que castigarte, pero es esencial que, contigo, no cometa el mismo error que con Carme. Sabes, lo importante en una esclava no es su capacidad para soportar el dolor, sino su nivel de obediencia; solo si ésta es total, absoluta, la esclava alcanza lo que Jean Paulhan llamó “Le bonheur dans l’esclavage”. Un estado que precisa de que la esclava se ponga, por completo, en manos de su amo; algo así como la relación entre un perro y su dueño. El dueño lo cuida; a veces hasta demasiado, llegando a mimarlo. Y el animal, a cambio del amor de su amo, se entrega incondicionalmente: su tiempo, su salud, incluso su mismísima vida las entrega a su amo. De quien por ello acepta, de buen grado, los castigos que él decida imponerle…
Mientras él hablaba iba poniéndome aquella crema, que tenía un efecto balsámico casi inmediato; allí donde la untaba, la piel dejaba de escocerme de aquella manera tan exagerada. Seguía estando irritada, sin duda, pero no con tanta intensidad, más bien como si allí hubiese una picadura de insecto; para cuando la mano de Santiago acariciaba ya mi grupa, e iba a empezar a untarme las nalgas, me sentí tan excitada que tomé una decisión que ni yo misma comprendí, entonces, demasiado. Dejándome llevar de un impulso, le pedí permiso para hablar, y cuando me lo dio dije:
- Amo, cuando acabes de untarme esa crema, ¿podrías follarme? Te lo ruego; no entiendo por qué, pero sé que lo necesito. Y después azótame, pero por favor hazlo tú…
Santiago sonrió y me miró a los ojos, pero sin contestar a mi ruego. Yo, la verdad, estaba hecha un auténtico torbellino de sensaciones y pensamientos contrarios; por un lado, seguía absolutamente indignada con Juárez por lo que me había hecho, abusando de mi necesidad y del estado de mi padre. Del cual, por cierto, llevaba casi tres meses sin saber nada. Pero, por otro lado, desde que había llegado a casa de Santiago sentía la extraña sensación de, por así decirlo, pertenecerle a él, y a aquel lugar; ni siquiera el escozor de los latigazos me había hecho cambiar de idea. Y, explicándome el ejemplo del perro, de algún modo había dado en el clavo: la niña caprichosa y consentida que yo había sido tanto tiempo empezaba, quizás, a comprender que la verdadera felicidad consistía en entregarse por completo.
Pero este pensamiento se alternaba, y se mezclaba, con el lógico deseo de que mi cautividad terminase, y yo recuperase mi estatus; pues, pensaba, una cosa es entregarse por completo, y otra que aprovechen tu entrega para humillarte y azotarte. Como hubiese dicho mi abuela, buena sí, pero no tonta…
Mis reflexiones, sin embargo, se vieron interrumpidas cuando Santiago, tras haber terminado de untar mis heridas, llevó su engrasada mano a mi sexo, y comenzó a frotar mi clítoris con suavidad. Yo adelanté el trasero, para así facilitarle la maniobra; y él se estuvo allí largo rato, subiendo y bajando a lo largo de mi vulva, pero sin penetrarme. Quizás quince minutos, o tal vez más; para cuando me habló, yo estaba ya al borde de explotar en otro orgasmo tan bestial, o más, que el que me sacudió solo bajar de su coche.
- Ahora te voy a introducir mis dedos; primero uno, luego otro más, … Tienes mi permiso para correrte, pero es mejor que aguantes el máximo tiempo posible; así disfrutarás mucho más tu orgasmo.
Liberada, por él, del temor a desobedecer si no lograba aguantar, me concentré en cumplir con lo que me aconsejaba; resistí hasta que Santiago, mientras los movía con suavidad adentro y afuera de mi vagina, me introdujo el tercer dedo. Ahí exploté; tan bestial fue mi orgasmo que, a diferencia de lo que hice durante mi castigo, no pude mantener mi cuerpo sobre la tumbona, y caí al suelo. Donde estuve unos minutos temblando sobre la hierba, sufriendo unas convulsiones que, por esa vez, no eran de dolor sino del más absoluto éxtasis. Santiago me dejó hacer, y luego me dijo:
- Esta noche tengo que ir a la ópera, y luego asistir a una cena de gala en el Círculo del Liceo. ¿Te apetece venir conmigo?Si te portas bien, al volver te concederé lo que poco antes me has pedido… Pero, esta vez, te tomaré por detrás; me apetece estrenar tu culo.
Yo, la verdad, estaba todavía en mi nube de placer, pero logré volver a la Tierra el tiempo suficiente para asentir enfáticamente con la cabeza; tras casi tres meses recluida, difícilmente algo podía hacerme más ilusión que retomar la vida social. Aunque enseguida me asaltó una duda, pero no me atreví a hacer la pregunta oportuna: ¿De veras iba a llevarme al Liceo, y a cenar al Círculo, en pelota picada? La sola idea ya me provocaba otra de aquellas tormentas interiores a las que empezaba a ser una adicta; por un lado, ante la idea de mostrarme, ante mis amigos y conocidos de la buena sociedad, desnuda como el día que vine al mundo sentía horror, vergüenza y etcétera, etcétera. Pero, por otra parte, imaginarme así me ponía, la verdad, súper cachonda.
- Me tengo que marchar en media hora; tengo una comida de trabajo, y luego una interminable reunión con los mismos individuos a los que aguantaré durante la comida. Un rollo… Pero no sufras; pide lo que quieras de comer, y luego descansa; con que estés lista sobre las siete, perfecto…
Con una palmada en mis nalgas se marchó, siendo sustituido al poco por Matías; a quien, muy en mi papel de señora de la casa -y haciendo ver que no recordaba quién me había marcado la espalda, y lo que ya no era la espalda, de aquella forma tan salvaje- encargué un lunch ligero. A servir donde él me sugirió: el porche de la casa, frente a la piscina.
- Si la señora me autoriza, se lo serviré en una mesita baja, delante de la chaise longue. Así podrá comer reclinada, y no tendrá que sentarse sobre sus recientes estrías…
Prometo que lo dijo sin el menor retintín, y por supuesto yo aprobé la idea; pues, pese a la crema, tenía el trasero, la espalda, y los muslos ardiendo. La comida fue espectacular; Santiago parecía tener de todo en su casa, pues hasta el menor detalle de mi pedido fue respetado: espárragos con jamón de bellota, gambas a la plancha y, de plato principal, un lomo de dorada a la sal. Todo ello regado con mi champan favorito: Krug Private Cuvée; bien frío, pero no helado. Y yo que pensaba que no era fácil de encontrar…
Después de comer, he de confesarlo, me quedé dormida un rato, en la misma chaise longue; aunque sigo pensando que la siesta es una despreciable costumbre pequeñoburguesa, entre la digestión y el cansancio -por todas las aventuras de aquella mañana- aquel día no pude evitarla. Cuando desperté, eran las cinco y algo de la tarde, así que no tenía mucho tiempo libre; por el momento fui a bañarme a la piscina, cuya agua estaba a la temperatura ideal. Al salir, me di cuenta de que no tenía toalla; pero instantes después, y cuando empezaba a tiritar de frio, apareció Matías con una, y me envolvió en ella.
Era una auténtica maravilla, grande y de un ruso de inmejorable calidad; pero, tan pronto como me hubo frotado un poco, me la retiró. No sin excusarse mientras lo hacía:
- Lo lamento mucho, señora, pero no puedo darle nada con que cubrirse; el señor lo ha prohibido…
Lo cierto era que yo ya empezaba a acostumbrarme a la desnudez, al menos en petit comité , por lo que le hice un gesto quitándole importancia a la cosa; él mismo, llevando la toalla al brazo, me guio hasta un cuarto de baño impresionante, anexo a la que -me explicó- iba a ser mi habitación, y me dejó allí. No sin exhortarme a que estuviese lista para las siete en punto:
- Una vez más mis profundas disculpas, señora; créame que lo lamento, pero tengo orden de subirla al coche a la siete en punto, esté como esté para entonces...
Tuve más de una hora para arreglarme bien, y fue más que suficiente; aunque allí había literalmente de todo, por más que traté de ocultar mis estrías iba a resultar obvio para cualquiera -que me viese desnuda, claro- que había sido azotada recientemente. Y parecía que todos iban a verme en cueros; pues a las siete en punto llamó Matías a la puerta de la habitación, y cuando salí escoltó mi perfumada y maquillada desnudez hasta el coche. En cuyo asiento trasero me subí; por supuesto, igual de desnuda que cuando mi madre me trajo al mundo.
Había hecho tantas veces el trayecto desde casa al Liceo que, de algún modo, tenía la sensación de que todo iba según era de costumbre; aunque, al salir del túnel de Santa Coloma y acercarnos al Nudo de la Trinitat, pese a los vidrios tintados empecé a ponerme nerviosa. Pero el chófer me tranquilizó:
- Tengo orden de parar en el aparcamiento de la empresa, en la Villa Olímpica; allí recogeremos al señor, antes de ir a la ópera…
Cuando el vehículo, después de bajar al segundo sótano, se detuvo en aquel edificio de oficinas, lo que más me sorprendió fue que el chófer se bajó de su asiento y, tras abrir el maletero, hizo lo mismo con la puerta trasera junto a la que yo estaba sentada. Eso me sobresaltó, pues yo no esperaba que mi desnudez, hasta entonces relativamente protegida por la oscuridad de los vidrios traseros del automóvil, quedase así expuesta.
- Ruego a la señora que me disculpe, pero mientras esperamos a Don Santiago debe usted vestirse; en el maletero está lo que necesita.Lamento que deba hacerlo aquí, en medio del aparcamiento, pero vamos justos de tiempo…
Yo creo que salí del coche más deprisa de lo que la elemental decencia aconsejaba; lo digo porque, en aquel mismo momento, un hombre de mediana edad pasaba junto al automóvil, y no pudo reprimir una exclamación al verme completamente desnuda. Pero supongo que la presencia del chófer le intimidó, pues se alejó deprisa; yo fui rápidamente hacia el maletero, y allí me encontré lo que Santiago había previsto para mí: unas sandalias doradas, de medio tacón y que parecían de Manolo -Blahnik, por supuesto- y el vestido más sexy que yo jamás hubiese visto. Una falda larga, abierta por los dos lados hasta la cintura y hecha en fina seda color carne, que se aguantaba no por un ceñidor, sino por dos tirantes. Cruzados, de no más de cinco centímetros de anchura, y terminados en el cuello, dejando toda la espalda al aire.
Cuando, después de ponerme las sandalias, me metí en aquel vestido, enseguida me di cuenta de dos cosas; la primera, que por primera vez en meses iba a poder vestirme. Y la segunda, que llamar a aquello un vestido era, sin duda, muy aventurado; una vez que me lo puse, comprobé que al andar exhibía mi sexo depilado, por entre las aberturas. Y que era imposible ocultar el bamboleo de mis pechos, pues solo quedaban algo disimulados tras aquellos tirantes de gasa. Por no decir que, aunque me estuviese muy quieta, al llevar toda la espada al aire enseñaba, sin recato alguno, las marcas en ella de mis recientes latigazos.
- Estás preciosa, de verdad; dudo que nadie te haga ningún comentario sobre tu atuendo, pero estoy seguro que, a quien te lo hiciera, sabrías pararle los pies de inmediato.
Era Santiago, y yo no le contesté entonces; pero tiempo tuve de darme cuanta de cuánta razón tenía cuando el chófer nos dejó en la puerta del Liceo. Pues el camino desde el foyer hasta llegar a su palco, llevada de su mano, fue un constante saludar a amigos y conocidos, tanto suyos como míos; los cuales no hicieron otra cosa, por lo que a mí se refería, que decirme lo guapa que yo estaba. Sin, por supuesto, reparar para nada en mi lacerada espalda; o al menos haciendo ver que no se daban cuenta. De hecho, el único que se salió un poco del guion fue el pobre Pujades; el hombre, de casi noventa años, ya no estaba para sutilezas, y cuando me vio dijo en voz bien alta:
- Gracias, Señor, por haberme dejado ver a la niña Puig en pelotas antes de irme al otro mundo… Y bien azotada; ¡qué no daría yo por poder hacerle eso a más de una de estas señoras tan estiradas! A mi nuera, sin ir más lejos…
Un comentario que todo el mundo se tomó a broma, por supuesto, y que yo hice también por ignorar; lo único incómodo fue cuando, entre las risas de todos y en lugar de besarme la mano, trató de tocarme un pecho. Pero no pasó nada; yo se la aparté, le dije alguna bobada cariñosa, y cada uno se fue hacia su palco. Al menos, eso fue lo que hicimos nosotros dos.
Al entrar en el suyo, lo primero que me dijo Santiago fue que me quitase el vestido. Y yo, al oírle, tuve un auténtico “subidón”; parecía cosa de magia pero, desde la pubertad, siempre había soñado con pasearme desnuda por el Liceo… Así que me puse a cien, excitadísima, y le obedecí con una sonrisa; una vez desnuda de nuevo -bueno, no lo estaba del todo; seguía llevando las sandalias-, él me indicó de inmediato que me sentase a su lado, en la primera fila del palco:
- Dentro de un rato, todos sabrán que estás desnuda, sentada aquí a mi lado. Bueno, los de platea no, claro, pero allí solo se sienta la gente ridícula, que se cree importante y no lo es; así que tu cuerpo desnudo lo verán sobre todo los nuestros, desde sus palcos. No todo: como mucho, verán tus pechos; salvo, claro, que decidas ofrecerles un espectáculo mejor, y ponerte de pie alguna vez, por ejemplo para aplaudir. No olvides que hoy canta el pobre Carreras, ya tan mayor; no le vayas a fastidiar su aria... Piensa que, pese a estar aquí y no en escena, hoy la diva serás tú, sin la menor duda… Aunque, por supuesto, también te verán los del gallinero; pero eso te da igual, ¿no? Son criados, empleados, y gente de esa; sin importancia alguna…
Yo estaba a punto de empezar a masturbarme allí mismo, incluso antes de que la ópera empezase; y mi tensión sexual se incrementó hasta casi el paroxismo cuando Santiago, con su habitual nonchalance , metió una mano entre mis piernas y comenzó a hurgar en mi sexo. Con su habitual maestría, todo hay que decirlo; para cuando la orquesta atacó los primeros compases de la obertura de La Bohème, yo ya gemía de placer. Y, cuando Carreras empezó “Chè gélida manina” , ya no pudimos más; mi sexo y yo, claro está, porque Mimí parecía muy tranquila. Más quizás de lo que debiera, teniendo en cuenta las pocas horas de vida que le quedaban. Pero eso, entonces, a mí me daba igual; había llegado al límite de mi aguante, así que me corrí con un grito salvaje, animal. Al que añadí el tremendo ruido que hice, al caerme de la silla y seguir convulsionándome en el suelo de aquel palco.
Sin embargo, y más allá de algunos siseos aislados, no logré alterar la paz del recinto con mis expansiones eróticas. Eso sí, para cuando conseguí levantarme del suelo, el pobre Carreras ya había repetido otras dos veces el aria -a la gente le da igual que la representación mantenga, o no, un cierto verismo-; y juraría que, mientras recibía los enésimos aplausos, miró hacia nuestro palco. Si fue así, sin duda lo que vio le compensó un poco por mi sonora interrupción previa; pues yo le aplaudía puesta en pie, volcando mis pechos hacia afuera. Aunque no puedo estar segura de que me viese; lo principal fue que, para mi fortuna, Santiago no volvió a meterme mano, y pude acabar el primer acto sin volver a dar la nota. Nunca mejor dicho…
Durante el segundo acto me porté muy bien, y estuve quieta en mi butaca, dejando que todo el mundo me repasase con sus prismáticos; o sin ellos, pues a la gente de los palcos próximos sin duda no les hicieron falta. Pero, más o menos para cuando Schaunard descubrió que no llevaba el suficiente dinero, Santiago se levantó y me dijo “¡Vamos, ven!” . Yo fui a ponerme mi indecente vestido, tirado en un rincón, en un intento -más protocolario que deseado- por recuperar un poco de modestia; pero él me sugirió:
- Déjalo aquí; me debes un castigo por correrte. Y, a estas alturas, estoy seguro de que ya no te importa que te vean desnuda.
Tras lo que abrió la puerta del palco, y salió de allí. Yo, la verdad, no estaba ni de lejos tan convencida como él acerca de mi supuesta -y recién adquirida- falta de modestia, pero no me atreví a contradecirle; y como castigo no era excesivo, así que le seguí al pasillo, desnuda excepto por mis Manolos. Santiago caminaba muy rápido, y para poder seguir su paso tuve que trotar, más que no andar; el espectáculo que, al hacerlo, ofrecí a las pocas personas que. justo antes del entreacto, salieron de su palco debió de ser mucho más interesante que oír a Alcindoro lamentarse por la cuenta. Pues mis pechos saltaban de lado a lado, y seguro que mis nalgas se agitaban, descontroladas, al compás de mi alegre trotecillo; mientras mis tacones resonaban en el silencio de los pasillos.
De pronto, Santiago abrió una pequeña puerta lateral, y se metió por lo que parecía un pasadizo. Yo le seguí, contenta de dejar de ser el espectáculo principal del teatro; era un corredor húmedo y bastante estrecho, y recuerdo que, cuando por fin salimos a uno de los pasillos de servicio del Círculo, me sentí bastante aliviada. Y eso por más que, a partir de entonces, me convirtiese en un espectáculo para sus camareros; quienes, de camino a los salones, se detenían, fascinados, a contemplar mi apresurada desnudez. Haciendo entre ellos los comentarios que ya me imaginaba, pues muchos me habían visto por allí antes, pero sin duda bastante menos destapada. Aunque, como bien decía Santiago, no eran gente que debiera importarme…
Poco pude consolarme con eso, sin embargo, pues instantes después él descorrió un pesado cortinaje, y me encontré en uno de aquellos comedores privados del Círculo. Por supuesto, no sola: al menos se sentaban a la mesa una docena de caballeros, a la mayoría de los cuales yo ya conocía, que me miraban con la lógica curiosidad. Y, desde luego, con igual o mayor lujuria; cuando Campos, sentado junto a la cabecera de la mesa, me hizo seña de que me fuese a sentar allí, mi primera reacción fue la de cubrirme, como pudiese, los pechos y el sexo con las manos. Pero enseguida comprendí que aquello no tenía sentido alguno; al contrario, me hacía parecer débil e indefensa, que era como en realidad me sentía. En aquella postura, claro; así que aparté las manos de mi cuerpo desnudo, y me senté en mi lugar sin prisas, en plan gran dama.
- Eli, sentimos mucho todo esto, pero no había otro modo de que todos nosotros pudiéramos contarte, discretamente, lo que vas a oír. De hecho, le habíamos pedido a Santiago que te trajese aquí vestida, y usando la entrada principal, pero él se negó: nos dijo que no sólo él te prefiere desnuda, sino que todos nosotros también; y añadió que tú estarías orgullosa de ofrecerle esa pequeña prueba de sumisión.
De inmediato me ruboricé como una colegiala; algo que ellos debieron de achacar a mi desnudez, pero que yo sabía que obedecía a otra causa: lo que Campos acababa de decir era, sin duda, muy cierto. Demasiado. Pues yo lo estaba pasando no ya mal, sino fatal, con todos aquellos señorones, a la mayoría de los cuales ya conocía, disfrutando de mi absoluta desnudez; pero, por otro lado, me sentía valiente, atrevida, … Incluso empoderada, por qué no: ¡yo era capaz de hacer aquello, de someterme al capricho de mi Amo, sin pestañear siquiera! De no ser por lo ridículo que sonaba, como sacado de una novela pornográfica barata, yo hubiese dicho que, en aquel preciso momento, me sentía de veras su esclava.
- Lo primero que he de decirte es que tu padre está bien, y te envía sus saludos. He de reconocer que, explicándole lo que había sucedido, corrí un riesgo importante, pues su médico no es ya que lo desaconsejase; es que a punto estuvo de acusarme de asesino… Pero no había otro remedio; y no solo superó la noticia, sino que nos ha dado carta blanca para que, de una vez, nos libremos todos del tal Juárez. Pues he de decirte que todos los presentes lo hemos sufrido en alguna ocasión, de un modo o de otro…
La noticia sobre mi padre me hizo tan feliz que, de inmediato, me levanté de la silla y me puse a bailar; entre las risas de los presentes, y hasta que me di cuenta de que, desnuda y con mis grandes pechos, estaba ofreciéndoles más espectáculo del que realmente merecían. Así que me volví a sentar, aún más ruborizada, y seguí escuchando a Campos con mi mejor sonrisa.
- Verás, te ahorraré los detalles pero ya no habrás de preocuparte más por Juárez. Gimeno, aquí presente, tiene tratos con unos caballeros italianos que nos deben algún favor. Sí, como ya te imaginas, gente del Sur; no entraré, desde luego, en la letra pequeña… Así que, en vez de seguir aguantando a ese desgraciado, hemos decidido “invertir” algún dinero en los italianos; ya me entiendes… Cuya tarea, sabiendo que la posterior investigación -gracias al juez Grau, aquí presente- no llegará a ningún sitio, será una “bazzecola”, como ellos dicen. Por cierto: los bancos, una vez que se ha recuperado tu padre, ya no le ponen pegas a la Comercial… ¿Qué oportunos, verdad? Se diría que tampoco les va a entristecer demasiado la inminente, y trágica, muerte de Juárez…
Supongo que debió de ver mi cara de alegría, porque sonrió y no siguió hablando; en su lugar, fue Santiago quien lo hizo:
- Espero que los caballeros italianos en cuestión ya sepan que Carme es mía; que le hagan lo que quieran cuando “visiten” a Juárez, ya me parece bien. Y a ella le vendrá de perlas; sobre todo, el susto… Pero que la dejen viva y de una pieza, pues pretendo recuperarla.
Cuando Santi acabó, y mientras Campos asentía sonriente, diciendo en su mejor italiano “va bene, sarà battuta, scopata, e impaurita” , yo me puse en pie y miré fijamente a mi Amo; tan pronto como me autorizó a hablar, con un gesto de su cabeza, dije a todos:
- Señores, no se imaginan ustedes la alegría que me han dado. Díganle a mi padre que me alegro muchísimo de que ya esté bien; iré a verle tan pronto como pueda, y le devolveré todos los poderes sobre la empresa. Hagan con Juárez lo que quieran, se merece eso y más. Y no digamos ya su chófer; por lo que más quieran, díganles a los italianos de mi parte que no se lo vayan a “olvidar”. En cuanto a mí, ya sé lo que deseo hacer, más que ninguna otra cosa en este mundo. Y pienso hacerlo delante de todos ustedes…
Solemnemente me levanté, fui hasta donde Santiago estaba sentado, me arrodillé a sus pies y, adelantando mis desnudos pechos hasta acercarlos a sus rodillas, le pedí otra vez permiso para hablar. Y, una vez recibido, le dije:
- Santi, ¿aceptarías a otra esclava, aunque fuese a tiempo parcial?Te prometo que trataré de superar a Carme en obediencia; de hecho, ella y yo aún tenemos pendiente un desempate … Y, además, me has prometido estrenar mi culo esta noche, ¿recuerdas?