La empleada

Historia de una fantasía sexual con una empleada de hogar.

Quería contratar una interna: una mujer que limpiara, cocinara, en fin que hiciera las labores de la casa. Puse un anuncio en el periódico, para que solicitaran una entrevista. Todas se mostraban de acuerdo con las condiciones que les ofrecía hasta que les explicaba una parte del uniforme que debían llevar, y algunas de las funciones que debían realizar.

Les explicaba cuál era el sueldo, la jornada laboral, las condiciones de trabajo, la ayuda que recibirían, etc., y ninguna ponía pegas, pero cuando les decía que no debían llevar sujetador, todas daban un respingo (y alguna se fue cuando tratamos este punto); al decirles que una de las labores principales de su ocupación sería estar a mi servicio personal , otras muchas se levantaron y se fueron sin más averiguaciones, y ya cuando comenzaba a explicarles en qué consistían esas funciones y lo que yo consideraba como servicio personal , no hubo ninguna que aguantara.

Así estaban las cosas, hasta que llegó Ana: era tal y como yo imaginaba: joven, algo más baja que yo, melena tirando a rubia, la boca no muy grande, dientes pequeños, labios un poco carnosos, cuello fino, un torso en el que se adivinaban dos senos bien proporcionados, una cintura como la que todo hombre desea, unas caderas de ensueño y unas piernas bien formadas.

Ana aceptó todas las condiciones: yo estaba encantado, pero quería ponerla a prueba, por si acaso. La hice pasar del salón, donde nos estábamos entrevistando, al despacho, para formalizar el contrato. Mientras leía los papeles yo me dedicaba a observarla, apreciando sus caderas, sus tobillos, sus hombros, su perfil, sus manos mientras sujetaba los papeles y mientras los firmaba, anticipando el cometido que aquellas manos habrían de cumplir. Cuando se inclinó sobre la mesa para firmar, valoré grandemente la curva que trazaba su trasero, y realicé mi prueba: pasé una mano por debajo de la falda que ella vestía, una falda que no le llegaba a las rodillas, y acaricié la cara interna de sus muslos, desde la rodilla hasta la entrepierna, para rozar luego su culo, a través de la braguita que llevaba puesta, con la otra mano en su cadera y acariciando sus cabellos con los labios. Ella se irguió ofendida o sorprendida, pero le dije que puesto que ya había firmado el contrato, éste estaba en vigor y que su trabajo había comenzado; ella sonrió y no dijo nada: había pasado la prueba.

Le mostré la casa, una casa de dos plantas, y dónde estaban las cosas que iba a necesitar. Le enseñé también su dormitorio y la ropa que debía llevar: falda corta, con la que sus piernas y muslos serían un regalo para la vista, una blusa blanca (insistí de nuevo en que no debía llevar sujetador), medias y zapatos. Le pedí que se cambiara de ropa, y yo me quedé en su habitación mientras lo hacía: le expliqué que era una de las muchas prestaciones de lo que yo consideraba estar a mi servicio personal . Ana se cambió de ropa: se quitó los zapatos, la chaqueta que llevaba, la blusa, se quitó después la falda y cuando iba a quitarse el sujetador le dije que se quedara quieta, que yo mismo se lo quitaría. Me puse detrás de ella y le desabroché el sostén, sin quitárselo: le acaricié la espalda, el vientre y luego pasé mis manos por debajo del sujetador, que ya no la sujetaba, acariciando los turgentes pechos, redondeados, acogedores, arrebatadores, atrayentes, recreándome en el tacto de aquella piel suave, delicada, perfumada...

Ella se dejaba hacer, estaba en el contrato, pero yo percibía que no sólo era por cumplir un pacto: notaba el erizamiento de su piel, y pensé que Ana no podía ser insensible a aquellas caricias. Seguía detrás de ella; le quité el sostén y lo arrojé al suelo. Con mis manos seguí acariciando sus dos preciados tesoros, dos trofeos como no había visto nunca en mi vida, al tiempo que le besaba el cuello y los hombros. Estaba excitado hasta el límite y anhelaba su cuerpo con ansia, con glotonería: deseaba comerme sus pezones, lamer sus pechos y besar el santuario de su sexo. Deseaba poseerla como fuera. Le di la vuelta para quedar frente a ella; la besé entre los senos y luego subí hasta encontrar su boca, expectante y cálida, donde mi lengua halló refugio en su lengua. La cogí de nuevo los pechos, apretando como si los estuviera ordeñando, pasando la yema del dedo pulgar por encima de los pezones erectos de deseo y de placer y luego pellizcándolos. Ella me había abrazado, pero ahora sus manos me acariciaban la entrepierna, el bulto que sobresalía allí, tocando el miembro poderoso a través de la tela del pantalón: eso me excitó más aún, apreté más fuerte sus tetas y mi lengua profundizó más en su boca, mientras nuestras respiraciones se agitaban más y más.

Yo no podía más. Sin dejar de besarla, deslicé mis manos por sus caderas, hasta llegar a las braguitas que llevaba puestas todavía; le acaricié otra vez el trasero, empujándolo contra mí para juntar nuestros sexos; una de mis manos se puso sobre el suyo, húmedo, caliente, excitado, y me acerqué más a ella, notando, incluso a través del pantalón, la hendidura de aquella gruta que me esperaba.

Hice que Ana se pusiera de rodillas y me quité la ropa. El miembro erecto surgió potente, ansiando ser complacido por aquella hembra, buscándola con afán. Ella, viendo lo que se le venía encima, abrió la boca y recibió aquél magnífico falo que ocupó su capacidad bucal. Sujeté su melena rubia con mis manos, apretando su cabeza contra mí, hundiendo el pene en su garganta hasta que los pelos de mi pubis arañaron sus párpados; con sus dientes rozaba el tronco hermoso, y cuando me separaba su lengua acariciaba el rojo capullo, lamiéndolo con fruición.

Ella retiró la boca lo suficiente para dejar solamente la punta dentro y con sus manos cogió el cilindro, agitándolo suavemente y mirándome a los ojos, indicando que lo que quería era hacerme una paja. Yo consentí, pero sin renunciar a mi objetivo, que era correrme en su boca. Tal como estábamos, ella de rodillas ante mí, se quitó todo el miembro de la boca y comenzó a masturbarme lentamente, con dulzura, sosteniendo en sus manos el enorme falo junto a su cara, meneándolo con las dos manos como si fuera un ser delicado al que hay que mimar; de vez en cuando pasaba la lengua por la ranura del capullo, lamiéndolo dos o tres veces para luego seguir el movimiento de sus manos. Yo estaba en la gloria.

Luego cambiamos de posición: yo me tumbé en la cama e hice que ella se sentara sobre mi estómago, pero dándome la espalda: así ella podía seguir con la paja y yo podía cogerle los pechos, soberbios y fascinantes. El contacto de sus manos suaves era una sensación fabulosa, y el calor que me invadía como consecuencia de sus caricias me hacía sentir mareado de placer; la serenidad con la que manipulaba el artefacto contrastaba con mi creciente exaltación, aumentada por el frotamiento con sus hermosas tetas, hasta el punto de que aquello estaba cerca del final. Volvimos a cambiar de posición, y la puse delante de mí, metiéndosela de nuevo en la boca: sujeté fuerte su cabeza e imprimí un movimiento de vaivén a mis caderas: cuando entraba hasta el fondo podía notar su calor envolviendo el miembro, proporcionándome un gran gusto. Estuvimos así otro rato. Cuando yo notaba que llegaba el orgasmo, procuraba retardarlo deteniéndome y dejando que ella me lamiera a gusto la punta del capullo, luego continuaba el movimiento vertiginoso hasta que volvía la sensación de cosquilleo en la planta de los pies, y yo volvía a detenerme. Pero ya no podía parar aquel frenesí, así que de una serie de embestidas, apretando fuerte su cabeza, me corrí en su boca. Ella también debía estar gozando porque vi que cerraba los ojos, que el aire se le escapaba con fuerza por la nariz y que apretaba más los labios alrededor del miembro, al tiempo que con una mano me cogía los testículos, apretándolos, como si quisiera extraer de allí todo el jugo posible. Fue una sensación intensa. No había tragado todo, y parte del torrente se le escapaba de la boca, resbalando por la barbilla hacia su pecho. Yo aún tuve unas sacudidas para acabar de calmar mi deseo y luego me quedé quieto, dentro de su boca todavía, cansado pero feliz por el buen servicio que la sirvienta había hecho. Ella, solícita, me lamía bien, para limpiarme a fondo; todavía resbalaba semen por su barbilla y le dije que se lavara y que sirviera la cena.

Ana pasó al cuarto de baño y oí correr el agua. Luego entró de nuevo al dormitorio y comenzó a vestirse siguiendo las normas de la casa , mientras yo la observaba (me encantaba la blusa, porque dejaba adivinar su busto sin que llegara a verse). Al salir la sujeté por la cintura y la bese en la boca. La despedí con una palmadita en el trasero.

En el comedor demostró que también conocía su trabajo doméstico: preparó la cena con rapidez y con gusto, y la sirvió adecuadamente.

Yo estaba sentado a la mesa y mientras Ana estaba sirviéndome un poco de salmón ahumado le pasé la mano bajo la falda, pensando en sus piernas magníficas, en sus muslos redondeados y bien formados, en su piel suave y perfumada, en sus pechos, firmes como los de una virgen, que, cuando se inclinaba para servir, abultaban la blusa dejando adivinar su silueta, en fin, en todo su cuerpo. Al subir la mano por el muslo adiviné el calor de la proximidad de su sexo, que imaginaba anhelante y profundo...

Dejé la servilleta sobre la mesa y moví la silla hacia atrás. La senté a horcajadas sobre mí y comencé a acariciar sus hermosas tetas, a través de la blusa que todo lo insinuaba. Ella me cogió la cara y me besó en la boca, con fuerza, con ardor, con frenesí; nuestros labios se encontraron de nuevo, explorándose mutuamente, igual que nuestras lenguas. Pasé las manos por detrás y por debajo de su falda, sujetándola por las nalgas: más que sujetar, acariciaba el apetecible culo mientras bajaba la cabeza para morder esos dos trofeos que ella lucía, atrapando con mis labios sus pezones, duros y tan gratos al paladar. Ella había puesto una mano en mi entrepierna y frotaba el bulto que allí sobresalía, intentando coger el miembro a través de la ropa del pantalón, agitándolo con pasión. La deseaba con todas mis fuerzas. El tacto de su trasero me entusiasmaba; pasé un dedo por la línea que dividía sus nalgas, apretando la tela de la braguita y eso me decidió.

Me tumbé, desnudo, en el suelo e hice que ella se pusiera sobre mí, de rodillas y de espaldas a mí, pero situando la entrada de su vagina a la altura del expectante falo; yo me deslicé un poco hacia atrás, sostuve firme el aparato e hice que se sentara muy lentamente sobre su trasero, de forma que, al bajar ella la grupa, el miembro se iba introduciendo poco a poco en su ano. Ella se había dado cuenta, por supuesto, de mi maniobra, pero siguió el juego aceptándolo. Al principio costó un poco, pero con un poco de pericia lo íbamos logrando, hasta conseguir insertar una buena parte de mi máquina. Luego Ana, haciéndose cargo de la situación, comenzó a "cabalgar": subía y bajaba la grupa como cuando se va a caballo, primero lentamente, luego con más fuerza para acabar a galope tendido: era algo fantástico, la presión del ano alrededor del pene lo mantenía firme como un mástil, pero le pedí que no se precipitara. Mientras me dejaba llevar por oleadas sucesivas de gozo, alcancé sus pechos turgentes, excitados, igual que todo su cuerpo, piel erizada, y los acaricié mimosamente. Ella había rebajado el ritmo, para dejarlo en un agradable vaivén, un suave trote de un virtuosismo perfecto, que nos permitía concentrarnos mejor. A veces yo la cogía por la cintura, guiando el ritmo, o le volvía a tocar las tetas, los muslos, la espalda, a un paso de la locura por la excitación que sentía.

Al rato Ana tuvo un orgasmo vaginal, empapando con su zumo mis muslos; ella pasó los dedos por la abertura de la que manaba el delicioso jugo de su interior y luego los lamió como un caramelo al tiempo que aceleró los movimientos, más excitada aún, si cabe, por el placer que había sentido al correrse. Yo traté de hundir un poco más la feroz espada en su interior, lográndolo y provocando un nuevo orgasmo de Ana; seguí en mi intento de llegar a lo más profundo de aquella hendidura que tan bien me acogía, y en cada nuevo avance del falo ella alcanzaba una nueva cota de placer...

Finalmente, a mí también me llegó el turno, y sujetando fuerte sus caderas, comencé a sacudir fuertes embestidas, llegando hasta el extremo, hasta que los pelos del pubis rozaron la tersa piel de su trasero. Ana gritó de dolor cuando todo el gigantesco artefacto, hinchado por el deseo, la pasión y la lujuria, la atravesó hasta el fondo, pero al mismo tiempo al notar tan profunda penetración no pudo evitar un nuevo orgasmo, que en esta ocasión se unió al mío. Después nos quedamos tumbados en el suelo, desfallecidos y empapados.

Sentí un poco de frío, así que le dije que haríamos bien en meternos en la cama; ella también notaba el frío y se apretó contra mí mientras íbamos a mi habitación. Nos tapamos bajo las sábanas y nos abrazamos: el contacto de nuestros cuerpos nos hizo entrar en calor enseguida y también subió la temperatura de nuestra excitación: la proximidad de nuestra desnudez nos hacía apetecer de nuevo el juego sensual de roces, tocamientos, caricias, besos..., y así estuvimos retozando un buen rato, hasta que el entusiasmo quedó plasmado en nuestros sexos: ella estaba dilatada, dispuesta a la guerra, yo empalmado como nunca, dispuesto a entrar en combate. Se puso encima de mí y cogió el excitado miembro, guiándolo hacia su interior, hasta que el acoplamiento fue perfecto, luego comenzó a mecerse mientras cogía mis manos y las llevaba hacia sus tetas para que las acariciara. Lo que hice fue incorporarme y besar aquellos dos obsequios magníficos que me tenían obsesionado. Con los labios sujetaba el pezón y con la lengua lo lamía, mientras el otro pecho lo tenía cogido con la mano, apretándolo suavemente, valorando su firmeza, su delicadeza, el suave tacto de la piel. Ella seguía moviéndose, respirando agitadamente. Seguimos así durante un buen rato, hasta que Ana arqueó la espalda hacia atrás, cerró los ojos, dejó escapar el aire por su boca con un profundo suspiro y relajó los brazos que tenía alrededor de mi cuello, sujetando mi cabeza contra su pecho: había alcanzado el orgasmo.

Quedamos así, abrazados, y yo, en plena forma todavía, dentro de ella. Rodamos sobre las sábanas y quedé encima de Ana; comencé a empujar, ya que no me había corrido, pero parecía cansada y no mostraba mucho afán. Me quedé sentado en la cama, empapado por sus jugos, y muy excitado. Nos mirábamos a los ojos. Cogí una de sus manos y la llevé hasta el miembro erecto. Ella entendió perfectamente y, poniéndose de rodillas delante de mí, comenzó a hacerme una paja, con una lentitud a veces exasperante, pero con mucha dulzura, mimando el ser que tenía entre sus manos (utilizaba las dos) como si fuera lo más frágil de este mundo. Yo me había dejado caer sobre la cama y me dejaba llevar por el cúmulo de sensaciones maravillosas que estaba sintiendo. Luego comenzó a alternar sus manos con su lengua y sus labios, besando cada milímetro de superficie y explorando cada poro de la piel; a veces lo metía en la boca y movía la cabeza, arriba y abajo, para luego reanudar sus manipulaciones con las manos. Era tal su pericia y tanto el placer que yo experimentaba que, cuando notaba que se acercaba el orgasmo, le decía que parara, para calmarme y poder continuar así con aquella delicia: nunca nadie me había masturbado con esa naturalidad, esa ternura, ese afecto y ese cariño. Pensé en llegar hasta el final, es decir, correrme mientras ella me acariciaba, pero luego decidí que era mejor otra idea que se me había ocurrido; me había gustado tanto sodomizarla que lo quise volver a hacer; se mostró un poco reacia y quiso dejarlo para luego , dando así a entender que proseguiríamos, pero yo estaba ya muy cansado y sabía que el juego se había terminado por hoy. Accedió finalmente, y se puso a gatas sobre la cama; yo me puse detrás, acariciando la superficie de su trasero, pasando la mano por la entrepierna para acariciar su sexo; besé su espalda y luego, sujetándola por las caderas, guié el miembro, fuerte y firme, hasta la entrada de su ano. Lentamente lo fui metiendo, poco a poco, hasta encajar una buena parte. Una vez así, permanecí quieto, acariciando sus muslos, besando su espalda, dejando que Ana se habituara a la posición. Más tarde comencé a empujar, con mis manos en sus delicados y preciosos muslos, notando cómo también ella se acoplaba a mis movimientos; comenzamos a jadear. La avisé de que no quería, en realidad no podía, parar el orgasmo que comenzaba a subirme desde la punta de los pies, pero ella me pedía que lo retuviera, que aún no estaba preparada. Yo hacía lo que podía, pero el avance era inexorable y casi enseguida una formidable corriente surgió a través del falo hinchado; yo seguía embistiendo, ahora con más fuerza, intentando apurar mis últimos momentos de plenitud antes de la bajada de bandera; al parecer Ana, ante las potentes arremetidas y al notar la descarga de mi pasión en su interior, se sumó también al orgasmo final que tuvimos al unísono. Abrazados, nos quedamos dormidos.

Cuando desperté a la mañana siguiente, Ana estaba acostada a mi lado. Despertó cuando mis labios rozaron la piel de sus mejillas. La acaricié, frotándome contra ella. Protestó levemente: Estoy en ayunas . Contesté rápidamente: Yo te daré leche . Hice que se inclinara sobre el miembro, medio erecto, y que se lo metiera en la boca. Obedeció, y al poco tiempo tenía la polla hinchada del deseo de su cuerpo. Mientras Ana lamía el capullo, yo acariciaba su nuca, su espalda, y colaba una mano para acariciar sus tetas: eran sus pechos firmes y duros, y me proporcionaban un gran placer. Con una mano alcancé sus nalgas que también acaricié con gran deleite. Tenía la picha preparada. Ana había cogido el miembro por la base y lo agitaba, al tiempo que subía y bajaba la cabeza, simulando un coito bucal. Era algo extraordinario. Le dije que lo dejara y que se sentara en mi regazo. Nos besamos en la boca y yo, mientras, acariciaba sus muslos, apretándola contra mí, para notar los pezones de sus senos en mi piel. Luego se puso a horcajadas sobre el poderoso instrumento y fue descendiendo lentamente; yo guiaba el pene para que, a medida que ella bajara la grupa, fuera introduciéndose en su vagina. Comenzó a galopar con movimientos suaves al principio, pero a medida que se iba acercando al orgasmo su agitación aumentó, igual que sus suspiros y jadeos. Luego noté humedad sobre la picha, síntoma de que se había corrido. A mí me faltaba poco, la verdad. Quise cumplir mi promesa de que le iba a dar leche para desayunar. Me tumbé sobre la cama con la polla apuntando al techo, e hice que Ana se pusiera entre mis piernas, inclinada sobre mis genitales. Se metió la polla en la boca, haciéndome una gran mamada. Yo sujetaba su cabeza, acariciando sus cabellos y sus hombros. En ocasiones levantaba la pelvis para que el miembro entrara hasta el fondo, pero eso a veces le producía arcadas. Finalmente noté cómo comenzaba a bullir el esperma y supe que la eyaculación no tardaría en llegar. Oleadas de suave placer me invadían todo el cuerpo a medida que avanzaba la sensación de proximidad del orgasmo. Cuando llegó, un espléndido torrente de blanco líquido se derramó en la boca de Ana, que apenas podía contener el caudal de semen que se inyectaba en su garganta. La sensación era maravillosa.