La Educación del Joven Nicolás (I)
Un adolescente se enfrenta a una anciana bruja sádica dueña de donde trabajan sus padres. Humillado, sometido y dominado descubre el "placer" de estar con una mujer madura
La Educación del Joven Nicolás (I)
El principio
Cuando se vive y trabaja en una dehesa trabajando para el dueño durante todo el año; cuando eres una especie de siervo moderno cuya vida depende de los caprichos de tu amo… La vida es dura.
Acababa de cumplir los dieciséis. Faltaban cinco días para acabar el año y los cuatro copos de nieve caídos por la noche se habían convertido en hielo. Mis padres habían pedido permiso para pasar la Navidad, el Año Nuevo y Reyes con la familia de mi hermana mayor. En el exterior apenas se superaba la barrera de los cero grados, pero cuando terminé de atender los animales yo estaba sudando. Ese día sólo estábamos en la finca Sabina, la madre del dueño de la finca, y un servidor. Su hijo estaba en el hospital recuperándose de una angina de pecho. El resto de la familia se turnaba para visitarle y hasta el día treinta no se esperaba a nadie.
Todo el mundo que conocía a Sabina tenían la misma palabra para definirla: Bruja, muy mala bruja. Y es que a sus ochenta y un años, no había perdido ni un ápice de su capacidad manipuladora, de su carácter caprichoso y retorcido, de su energía inagotable que la llevaba a dormir sólo seis horas diarias, de su lengua viperina capaz de aterrar al más valiente, de su ansia de control… Decían que su lengua había acabado con su marido en sólo siete años de matrimonio. Ella había convertido una ruinosa familia terrateniente, en un poderoso clan que tocaba sutilmente todos los ámbitos de poder (político, judicial y económico).
Eran casi las seis de la tarde y la noche ya estaba entrada. Sólo quería darme una ducha calentita y después aprovechar un poco de tiempo para poner al día mis estudios del Bachillerato.
La ducha me sentó de maravillas. Me relajó y mi cabeza quedó libre de preocupaciones por un momento. Apagué el grifo y cuando abría la mampara para coger la toalla me llevé una ingrata sorpresa: Sentada en un taburete contra la pared, a menos de dos metros de la ducha, estaba ella (Sabrina) vestida con un albornoz mirándome con interés y sonriendo como sonríen las hienas. ¿Qué demonios hacía allí en casa de mis padres?
Era una mujer pequeña (1,48 m.), pura fibra, piel sobre huesos y algo de músculo que le pudiera quedar. Porte altivo y desafiante. Abundante y hueca melena canosa sobre un rostro lleno de arrugas sobre arrugas. Ojos azules hundidos y una nariz chata sobre unos afilados labios coloreados de un oscuro carmín. Piel irregular, sin elasticidad, a veces parecía faltarle carne debajo de ella… Con setenta y tres años se conservaba la mar de bien... Como una momia con vida.
- Hola, Nicolás. No hace falta que te seques.
El corazón se me encogió como el resto del cuerpo. Me quedé sin palabras y sin ideas. La jefa suprema de la familia allí delante no auguraba nada bueno.
- Ven. Sígueme.
Obedecí ciegamente. Sólo un tonto habría puesto pegas. Avancé goteando todo el suelo, temblando ahora que el calor de la ducha se había ido, pensando en qué era lo que quería. Al verla sentarse sobre la cama de mis padres intuí algo. Recordé los rumores que corrían por lo bajo y a escondidas entre los mozos y hombres que trabajaban en la finca. Hablaban del hambre de sexo y carne joven de la señora. Hablaban de su afición a la tortura con quienes oponían resistencia a sus caprichos…
- Toma. Quiero que me la pongas.
Me ofreció un bote de crema para la piel. Ella deslizó la punta de la lengua por entre los labios a la vez que se despojaba del albornoz. La vista me resultó grotesca. Los pechos, casi secos, colgaban flácidos coronados por unos redondos y puntiagudos pezones. Las costillas se marcaban perfectamente en todo su contorno. El abdomen arrugado y encogido parecía una tela arrebujada de mala manera. Más abajo una rala mata de pelo que debió ser negro como su pelo pero que ya tenía más de blanco que de gris, se intuía lo que era el comienzo de su coño. Las piernas y los brazos parecían estacas recubiertas de cuero que no ajustaban.
- Venga. Empieza.
Tragué saliva y comencé a actuar. Depositaba un poco de aquel blanco sobre la mano y con cuidado lo extendía por su cuerpo. Empecé por los hombros porque me pareció lo más sensato. Sentía su mirada lasciva observarme como un ave de presa. No tardó ella en guiar mi mano hasta sus pechos… Después la hizo descender poco a poco por debajo del ombligo, hasta llevar mis dedos a los labios de su coño. Estaban calientes y húmedos. Ella se dejó caer de espaldas sobre el colchón y abrió sus piernas para mostrarme perfectamente a donde ella quería llegar.
- ¿Habías visto antes otro como éste?
Negué con la cabeza sin poder apartar la vista de su coño. Ella le acariciaba rodeando los labios e insistiendo en el comienzo de la raja. Aquella exhibición me estaba poniendo caliente sin quererlo. No podía evitar que mi pene creciera, se hinchase y empezara a elevarse. Podía ver que ella lo estaba disfrutando en todos los sentidos. Eso sólo me hacía sentir más humillado al ver que mi cuerpo me traicionaba.
- Acércate y pruébalo. Quiero que me demuestres tu habilidad con la lengua.
No puedo presumir de un cuerpo apolíneo, ni de un cipote de gigante (¡¡Ójala pudiera!! lástima que sólo alcanzara los catorce centímetros); pero siempre me he sentido orgulloso de mi lengua. Sobre todo de su longitud. Con ella podía acariciar sin problemas la punta de mi nariz. Y con ella comencé a explorar por primera vez un cuerpo de mujer en tan apurada situación.
En un principio me centré en donde me había parecido que ella se acariciaba con más intensidad, y ella reaccionó casi al momento con un gemido ahogado y echando la cabeza hacia atrás. Sin abandonar del todo el lugar que tan buen resultado me había dado, me dediqué a recorrer los labios por fuera y por dentro… Incluso, en un arrebato de curiosidad, introduje todo lo que pude la lengua dentro de su gruta. El resultado: sus manos cayeron sobre mi cabeza y me apretaran con más fuerza contra ella.
Cuando su hambriento sexo estuvo cubierto por mi saliva, y por parte de los espesos líquidos que manaban de él; me cogió por el pelo y me hizo mirarla.
- Quiero una polla bien gorda y juguetona en mi coño… ¿La tienes?
Asentí sin decir palabra alguna. Ya lo creo que la tenía... Grande no, pero sí juguetona, y muy ansiosa por demostrarlo. Desde tiempo atrás la tenía dura e inquieta. Saltando ansiosa por probar. ¿Por qué me sentía abochornado ante la traición de mi cuerpo? ¿No era eso lo más natural?
Con delicadeza coloqué la cabeza en la abertura y la deslicé muy suavemente hacia dentro… Hasta que hice tope. Ella se manoseaba los pechos con una mano mientras con la otra se acariciaba justo el comienzo de su coño. En un arrebato de enajenación, me agaché para besar los pezones. Puede que con timidez al principio… Luego pasé a sorberlos, chuparlos, rozarles con los dientes, mordisquearles con suavidad… Todo ello sin para de bombear y acariciando las piernas que se apoyaban sobre mis hombros. Cuando quise darme cuenta ella se quedó quieta y muda un instante… Luego lanzó un grito casi animal antes de quedarse casi desmayada. Me detuve atemorizado por su reacción, pero presto ella clavó sus uñas en mi espalda y ordenó:
- Sigue como hasta ahora. Quiero más. Necesito correrme más. Cien veces más… Vamos.
Sumiso y obediente. Continué como hasta el momento. Necesité unos segundos para recuperar parte de la erección perdida por el susto. Para compensar, intenté diversificar mis caricias. Ya no sólo probaba sus consumidos pechos, también exploré su cuello, con la lengua recorrí detrás de sus orejas, incluso en un arrebato ella me besó insistiendo en llevar mi lengua a su boca. En medio de aquella pasión animal no pude contenerme. Se lo susurré al oído pero en ese instante ella se volvió a correr con un nuevo grito a la vez que sentía como clavaba las uñas en mi espalda y me hacían sangre.
No pude más. Al sentir mis descargas dentro de su cuerpo, ella puso de nuevo los ojos en blanco y esta vez el grito fue una ahogada queja.
- Aun no…
Inquieto y temiendo que mi acción la hubiera podido enfadar, puse más énfasis en mis caricias. En intentar arrancar de cada rincón de su envejecida piel cualquier resquicio de placer que la hiciera olvidar mi desliz. Fue una tarea agotadora tanto física como mental. Y tras un largo calvario, cuando ya sentía que no podía aguantar más, le supliqué me dejara correrme otra vez dentro de ella… Aun agotada por la casi media docena de orgasmos que llevaba, rió de una manera salvaje y me dio permiso.
Fue una inmensa liberación. Por un momento me sentí fuera de este mundo, parecía que mi gozo no iba a acabar nunca… Pero también se consumió.
Cubiertos ambos de sudor; ella yaciendo como una moribunda y yo jadeando agotado, al límite de mis fuerzas; nos miramos. En sus ojos bullía algo tenebroso que quedó al descubierto cuando me sonrió. Su mirada me hacía sentir como si no fuera nada y mi vida colgase de un fino y delicado hilo. Con amabilidad, me hizo tumbar en la cama… Me hizo estirar los brazos para sujetar mis manos al cabecero con unas esposas que parecían haber salido de la nada. Luego se sentó sobre mi aun rígido y ansioso pene. No se lo introdujo, solamente se colocó sobre él.
- Has sido un gran chico. Me has dado mucho placer…
Cogió una cajita de la mesilla y la abrió. Contenía alfileres.
- Pero aun no he probado todo tu potencial.
Cogió uno, me lo mostró a escasos centímetros de mis ojos. Luego pellizcó mi pezón izquierdo hasta que logró tenerlo tierno y sensible, entonces clavó el alfiler muy lentamente hasta atravesar la tetilla. Sólo pude apretar los dientes, cerrar los ojos e intentar no gritar. Sabía que no podía contener las lágrimas.
Al abrir de nuevo los ojos ella sonreía con satisfacción. Cogió un segundo alfiler y repitió la operación colocándolo perpendicular al primero. Conseguí que ni un solo músculo de mi cuerpo se moviera. El dolor parecía clavarse en mi pecho y subir por la columna y mi polla parecía estar a punto de estallar. Como si quisiera levantar a la torturadora.
- Sí. Magnífico. Hacía mucho tiempo que no contaba con un hombre como tú.
Se levantó para cambiar de posición. De rodillas a cada lado de mis piernas, cogió mi rabo… Le acarició con mimo para dotarle de más dureza. Estoy seguro que ella sentía latir mi corazón a través de la tenue piel del miembro. Lo enardeció y cuando creyó oportuno cogió la piel que le une con los testículos y la atravesó con otro alfiler.
Necesité de toda la voluntad que jamás creí tener; para no saltar de la cama y arrojarla al suelo. Apreté mis puños hasta sentir las uñas clavarse en la piel. Tensé todos los músculos de la espalda impidiéndoles moverse… Creí que me rompía en dos. Luego llegó un segundo alfiler y un tercero. Lloraba como un río pero sin dejar escapar un sonido de mi boca. Controlaba férreamente todo mi cuerpo para evitar cualquier conato de agresión contra ella…
Y ella sólo sonreía con frialdad mientras clavaba muy lentamente los alfileres. No podía evitar preguntarme: ¿Cómo era posible que todo ese daño no lograse acabar con la erección? ¿Por qué yo sentía como ésta parecía crecer más allá de lo posible?
En ese momento se agachó, y cogiendo el miembro con la punta de los dedos, comenzó a acariciarlo con la lengua. Primero la punta, luego recorrió todo el contorno descendiendo hasta al base. Sus dedos continuaban allí donde su lengua ya no estaba. No necesité muchas caricias de estas para que gritase a media voz.
No puedo aguantar más. Me voy a correr otra vez.
Adelante hijo. Dame tu simiente. Córrete en mi boca.
Y se tragó la mitad del rabo sin dejar de chuparlo, como si se tratase de un caramelo. Ante aquella provocación me derramé dolorosamente en su boca. Sé que fue menos cantidad y más líquido comparado con las dos primeras. Pero fue un algo gozoso y soberbio el poder finalizar. Por unos segundos no sentí dolor alguno, ni humillación, ni vergüenza… Sólo placer infinito.
Cuando terminó de tragarse toda la corrida, se limpió la boca con el dorso de la mano. Se alzó majestuosa y terrorífica a la vez, sonriendo satisfecha. Acarició con delicadeza mi pecho, pellizcó con mimo el pezón intacto, le besó con algo parecido a cariño y acabó con sus boca contra la mía jugando a comerse la lengua. Una vez se dio por satisfecha, fue retirando uno por uno los alfileres y depositarlos en la cajita. Luego se bajó de la cama y me liberó los brazos; cogió el albornoz y se vistió.
- Ha sido una noche provechosa. Tienes madera… Y yo te voy a modelar hasta convertirte en alguien capaz de enloquecer a cualquier hombre o mujer.
Deslizó los dedos de su mano derecha entre sus piernas y recogió parte de lo que aun fluía desde su vagina. Lo saboreó mirándome directamente a los ojos. Ella podía ver mi miedo y confusión.
- Tranquilo. Ambos disfrutaremos de la tarea… Uno más que otro.
Y así, se giró y salió por la puerta sin decir más. Me dejó sentado sobre la cama de mis padres, manchada de sudor y de semen, con una contradictoria sensación de gozo y temor.