La Educación
Spin-Off de Inadaptado que, aunque se puede leer de manera independiente, es recomendable haber leído el primer relato.
La Educación
—Jaque —anuncié orgulloso después de avanzar mi alfil.
La casa, grande y vieja, estaba especialmente fría aquella tarde de ajedrez con mi madre. Ella examinó minuciosamente la jugada, frunció el ceño, pensativa, y terminó por mover su caballo, interponiéndolo entre mi alfil y su rey.
—No me asustan tus esbirros —dijo.
La jugada era la opción obvia, pero también la mejor. Pensé en sacrificar. Cambiar pieza por pieza. Pero eso solo funciona cuando eres mejor jugador que tu adversario, y no era el caso.
—¿Recuerdas qué jugador era famoso por elegir habitualmente la misma defensa que yo? —me preguntó interrumpiendo mi concentración.
Agarré el móvil instintivamente dispuesto a averiguarlo, pero me detuvo:
—Estoy poniendo a prueba la capacidad de tu cerebro, no la velocidad de tus dedos.
—¿Mijaíl Tal? —respondí preguntando.
—Él nunca se defendería, atacaría hasta las últimas consecuencias.
—Pues no lo sé, mamá —me rendí.
—Ernst Franz Grünfeld. Me decepcionas mi pequeño aprendiz, la defensa tiene el mismo nombre que su creador. Escuela hipermoderna de ajedrez, como espero que empieces a recordar.
No, no lo recordaba. Mi madre era una persona exageradamente exigente en lo intelectual, lo convertía todo en un reto, en un debate o incluso en una misión. Y lo conseguía sin enfadarse nunca o alzar la voz. A mis dieciséis años había aprendido mucho más dentro de las paredes del caserón que en el colegio. Como era de esperar, dos movimientos después, había conseguido darle la vuelta completamente a la partida, obligándome a retroceder con la correspondiente pérdida de ventaja.
—No te enfurruñes mi pequeño —dijo al verme la expresión de decepción—. Dios aprieta, pero no ahoga.
—Claro, por eso se suicidan más de ochocientas mil personas al año —respondí.
—Hijo, deberías leer más a María Zambrano y menos a Schopenhauer.
—Ya sabes lo que dicen: Pocas veces pensamos en lo que tenemos, pero siempre en lo que nos falta .
—Hijo, deja al bueno de Arthur y concéntrate, estás a tres movimientos de tumbar al rey.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, no estoy seguro si fruto del frío o de ver que tenía razón. La casa era grande y por partes preciosa, sobre todo las que no estaban destartaladas. Pero, mal aislada como las viejas mansiones, nunca habíamos tenido dinero suficiente para aclimatarla. Era la herencia familiar de mis abuelos maternos, los únicos que tenía ya que mi padre fue un romance fugaz de la época universitaria de mi madre, ausente totalmente excepto por la pequeña pensión que aún nos pasaba.
—Bueno, querido Kaspárov, es hora de ir terminando. Tengo aún textos que enviar a la editorial y seguro que tú, deberes, basta de procrastinar —dijo mostrándome con su movimiento el final de mis inexistentes posibilidades.
— De derrota en derrota hasta la victoria final —contesté entregándole mi rey.
Capítulo I
— Levántese señor que hoy le esperan grandes cosas —dijo mi madre abriendo ligeramente la puerta de la habitación y quedándose en la penumbra.
—¿Ya son las siete? —me quejé con voz dormijosa.
—Eso parece, y el autobús no te esperará, así que lo mejor será que te vayas poniendo en pie, caballerete.
—De verdad, mamá —dije aún soñoliento—. Vivir contigo es como estar atrapado en una novela del siglo XIX.
— Señor, dame paciencia, ¡pero dámela ya! —insistió ella con sus citas.
—Ya voy, ya voy…no podía tener una madre normal, que me despertara sin tener que mencionar a San Agustín.
Lo siguiente fue el desayuno, la ducha y ponerse en marcha. Últimamente el aseo duraba más de lo razonable, en esos días de invierno el vapor de agua era mi mejor aliado. Vivíamos fuera de la ciudad, en un entorno tan bonito como incómodo. Treinta minutos de autobús para llegar al colegio. Coche para cualquier compra y así un largo etcétera. Sin contar que al final mi vida social quedaba reducida a los horarios del transporte público o la bondad de los padres a la hora de acercarme. Con todo, no puedo negar que era un chico feliz. Las clases no me disgustaban, aunque se me quedaban algo cortas, os podéis imaginar quién era la culpable. Mis amigos eran gente sana, buena en general, sin muchos más problemas que los de cualquier adolescente. Con las chicas me iba algo peor, según decían llamaba la atención de alguna, pero siempre era el último en enterarme y un negado a la hora de dar el paso. Sería virgen si no fuera por la bondad y el saber hacer de mi mejor amiga Jana. Generosidad, eso sí, efímera, que duró lo mismo que el último verano.
Por comodidad comía en el mismo centro, fue terminando la tarde y después de hacer los deberes cuando me sorprendió mi madre en una de las estancias de la casa, con ropa deportiva y terminando una serie de flexiones.
—Tristán, ya sabes lo que dicen, sangre que riega músculo no riega cerebro.
—Mamá, déjame disfrutar un poco de mi vanidad adolescente —bromeé recuperando el aliento.
—Pero si estás muy bien, no sé a qué viene esta repentina obsesión por el culto al cuerpo.
—Que tengo dieciséis años, ¿quizás?
—¿Y eso qué importa? Ser brillante te hará tener más éxito entre las féminas que unos músculos desproporcionados.
— Cultiva tu cuerpo y tu mente —cité.
—¿Quién demonios dijo eso? —preguntó ella horrorizada.
—Huracán Carter, un boxeador.
Mi madre se me acercó, mirándome fijamente a los ojos. Enredó sus dedos entre mi cabello y me dijo:
—Prefería cuando leías a Cioran que ahora que estudias a matones de tres al cuarto, la verdad. Juventud…
Se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso a sus quehaceres. Quise meterme con ella por su falta de actividad física, pero lo cierto es que viéndola marchar su envidiable genética me lo impidió, así que opté por la inestimable ayuda de Pierre Benoit:
— De mis disparates de juventud lo que más pena me da no es el haberlos cometido, sino el no poder volver a cometerlos.
— Touché —dijo ella girando levemente la cabeza sin dejar de andar, mostrándome una orgullosa sonrisa.
Después de entrenar fui hasta el salón principal. Mi madre miraba atenta la televisión, las noticias, cómo no. Los estragos de la pandemia seguían ocupando la mayor parte del noticiero.
—A ver si termina ya esta pesadilla —me dijo al verme llegar—. La editorial ha aguantado más o menos, pero solo gracias a la venta online.
—No es hora de contar cicatrices, es momento de mirar hacia adelante —respondí.
—¿Quién dijo eso? —preguntó ella dándose la vuelta realmente interesada.
—Yo.
Su cara seguía siendo de sorpresa, mezclada, creo, con satisfacción. Palmeó uno de los cojines del sofá a modo de invitación diciéndome:
—Anda, siéntate un rato con tu anciana madre.
—¿Anciana? ¿Con treinta y nueve años?
—De espíritu —se justificó entre risas.
Mi madre era brillante y hermosa. Lo primero era obvio, lo segundo deducible tan solo con los socarrones comentarios de mis amigos, cruzando estos incluso alguna delgada línea. También era excepcionalmente discreta, ya que jamás había sabido de sus amoríos, aun imaginándome que los tendría. También era yo discreto, aunque tuviera poco que contar.
—¿Invitarás algún día a Jana a venir a casa? Hace mucho que no la veo.
—Mamá, sé que te imaginas cosas que no son. Lo sé muy bien. Pero Jana y yo solo somos amigos.
—Ya, pero tu mirada cambió hace algún tiempo, ¿no es así?
Aquella situación era nueva para mí. No solíamos hablar de estos temas y mucho menos de manera tan directa.
—No sé qué insinúas, pero ni estás en lo cierto ni me gusta que lo hagas.
—Pues ya sabes lo que dice el sabio refranero español: Quién se pica ajos come.
—¿Y tú? ¿No creerás que me creo que vives bajo las más estrictas enseñanzas de los Cartujos? No es que seas especialmente explicativa en temas de corazón.
Mi madre me miró con una cara pícara que no le conocía justo antes de decir:
—¿Quieres que te cuente mis secretos de alcoba? No sabía que os gustasen esta clase de historias a los hijos adolescentes.
Con una frase y una mirada consiguió sonrojarme en tiempo récord. De nuevo, había ganado.
—De acuerdo, lo dejamos aquí —dije en señal de rendición, bajando la cabeza y mirando el suelo como un perro abandonado.
—¡Ja! —exclamó ella regodeándose.
Capítulo II
—¡Mamá! —la llamé desde el otro lado de la puerta del baño—. ¿Me oyes?
—Dime —dijo ella abriendo la puerta.
—Hoy tengo que hacer un trabajo con un compañero, creo que se nos hará tarde. ¿Podrás venir a buscarme?
—Sí, claro. ¿Qué trabajo? —preguntó mientras se secaba la larga cabellera.
—Tenemos que exponer a un personaje, David ha elegido a Otto von Bismarck.
—¿David?
—Sí. El nuevo que te conté, el que es repetidor.
—Uy, dime con quién andas y te diré quién eres.
—No lo he elegido yo, no me cae nada bien. Ha sido una especie de sorteo. Eso sí, por el nivel académico no sufras, es el tipo más inteligente y culto que conozco. Repetiría por algo ajeno a las notas.
Mi madre me miró extrañada, frunciendo el ceño como solía hacer cuando algo no le cuadraba. Dejó al fin la toalla y dijo:
—Haz una cosa, veniros aquí a casa con el autobús. Luego llegaré yo que hoy tengo reunión presencial en la editorial, cenamos, y le acompaño a casa. O si quiere que se quede a dormir.
—Mamá, sé que le quieres conocer, pero no te va a gustar. Y no es mi amigo.
—Vamos hijo, ya sabes qué diría Pete Rose: si alguien es lo suficientemente amable como para darme una segunda oportunidad, no necesitaré una tercera.
Reflexioné sobre su respuesta y respondí:
—Si no es eso, a mí no me importa que haya repetido, eso puede pasar por muchas circunstancias. Es que es la persona más cínica, hiriente y cruel que conozco.
—¿Y eso lo dice un amante de Schopenhauer?
—De verdad, hablas y no sabes de qué. El imbécil de Alberto le hizo una broma sobre sus apellidos. Pues bien, le metió tal rapapolvo que acabó vomitando del disgusto. ¡Alberto!
—Hijo, espera, no tan rápido que me estoy perdiendo. ¿Apellidos?
—Sí, se llama Macía Pajas.
Reflexionó un instante, no era especialmente ágil con las vulgaridades. Finalmente dio una pequeña exclamación como señal de comprenderlo.
—Una vez jugamos al ajedrez en el recreo y me destrozó, pero es que no me pude ni concentrar, es capaz de someterte a una tensión paralizadora. En serio, está a un accidente radioactivo de convertirse en un supervillano.
—¡Jajaja! Vamos, que no será para tanto. Además, con esto del ajedrez me he acabado de convencer, os veo esta noche para la cena.
No me gustaba nada la idea de traerle a casa, pero por lo menos me sentí tranquilo de haber sido transparente con mi madre. Cuando se lo propuse a David aceptó a la primera, me sorprendió incluso que parecía feliz con la idea. En ese momento comencé a sentirme intranquilo.
Desestabilizar: Hacer perder la estabilidad a una persona o una cosa.
Cuando llegamos a casa David estuvo un buen rato recorriéndola, aparentemente fascinado. Preguntando cosas del tipo qué es este cuadro o cuántos años tiene esta madera. Trabajamos entonces un par de horas, intensas, productivas, hasta que me dijo:
—¿No vendrá Jana?
—No, ¿por qué? —repregunté sorprendido.
—Creía que eráis muy amigos.
—Lo somos, pero hoy estamos aquí para trabajar y a ella le ha tocado Miriam si recuerdo bien.
—Ya…
Seguimos repasando la entrada de Otto en política cuando añadió:
—Pero te desvirgó en verano, ¿verdad?
—¿Tú de qué hablas? —respondí ofendido.
—Lo sabe todo el mundo hombre, no te pongas en plan mojigato conmigo, que el sexo es bueno. Y sé que te lo vendió casi como un favor, así son las mujeres, unas manipuladoras. Como si a ella no le gustara follar, como si no se hubiera corrido también.
—Prefiero no saber dónde has oído tal cosa y obviar tus comentarios misóginos.
—¡Claro! Eso sí, lo que dices sería una buena pregunta. ¿Dónde habré oído tal cosa? ¿Es quizás Jana la que va por allí contando lo santita que es por dejar que se la metas hasta el fondo?
Noté como se me aceleraba el corazón, estuve a punto incluso de ponerme agresivo cuando un aviso de mi madre desde el piso de abajo, anunciando su llegada, me retuvo. Bajamos los dos a saludarla y los presenté.
—David, mi madre. Mi madre, David.
—Encantado de conocerle señora… —dijo él de manera teatral haciendo una reverencia.
—Ariza —respondió ella imitando su gesto.
—Un placer, yo soy David Hugo Macía Pajas. No tengo apodo por razones obvias, o por lo menos no que tenga mi beneplácito.
Mi madre lo observó. Se dio cuenta enseguida de que la descripción que había hecho de él era bastante exacta, pero decidió no entrar en su juego.
—Bueno, tenéis cuarenta minutos antes de que os llame a cenar, ya sabéis lo que decía Hipócrates: Que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina .
—Yo soy más de Lisa Hershey: No hay nada más sexy que una pera escalfada con un sorbete perfecto. Estoy seguro, eso sí, que lo que haya elegido para degustar esta noche será, sin duda, placentero. Aun sin necesidad de la sugerente intervención de una pera.
Mi madre se retiró después de la última ocurrencia de nuestro molesto invitado. Me pareció, incluso, que ligeramente ruborizada. David no perdía ninguna oportunidad de lucirse, igual que el enemigo que no tiene nada que perder. Eso no lo hacía mejor, pero sí quizás algo más libre. El resto de tiempo hasta que nos sentamos a cenar fui incapaz de concentrarme.
—Espero que te guste la sopa de cebolla —dijo mi madre sirviéndole.
—Me encanta, especialmente esta afrancesada que parece haber sido su elección.
—Sí, es una receta que nos dieron en Carcassonne, veo que tienes buen ojo. Por cierto, puedes tutearme.
—Lo haría, pero no conozco su nombre de pila. Ah, usted también puede, claro.
Ella ya le había tuteado, así que me tomé la frase como una nueva ofensa.
—Me llamo Carmen.
—Bonito nombre, me recuerda a la de una maestra de mi anterior colegio a la que le tenía especial afecto.
Saboreamos la sopa un rato en silencio, en una tensa calma, hasta que fue mi madre la que contraatacó:
—¿Cómo un muchacho como tú terminó repitiendo curso? No pareces de los que tiene problemas de aprendizaje.
David se limpió los labios con la servilleta y respondió:
—Es una buena pregunta. Dicen que hay dos tipos de personas, los rusistas y los sadistas . Los primeros, humanistas, creen que el hombre es bueno por naturaleza y el entorno le corrompe. Los otros, más pragmáticos quizás, opinan que el hombre es corrupto y las leyes y normas sociales evitan que se deje llevar por su instinto. Yo no sé si encajo en uno de los dos grupos, lo que sí sé es que este mundo de ofendiditos, puritanos e hipócritas no va conmigo. Supongo que hice algunas cosas que la generalidad opina que son reprobables, aunque nunca nadie me ha convencido de por qué. En definitiva, me tenían manía.
—Entiendo —dijo mi madre—. Decía Albert Camus que inocente es quien no necesita explicarse.
—Sí, lo decía, aunque siempre me ha parecido una idiotez de quien no entiende el mundo. Aquí los únicos que no dan explicaciones son los ricos y poderosos. Yo soy más de Aleister Crowley: La moralidad ordinaria es solo para gente ordinaria.
Quise intervenir en aquel debate, pero no pude. Estaba completamente bloqueado, deseando que mi madre pusiera a ese fanfarrón en su sitio. Terminamos con la sopa y mi madre nos sirvió un buen solomillo, jugoso y con una pinta estupenda.
—Si está poco hecho me lo decís y lo paso un poco más —nos advirtió ella.
—No te preocupes, Carmen, me gusta que corra por la mesa.
—Sangrante —añadió ella.
—Salvaje —rectificó él.
—¿Entonces básicamente crees que la sociedad es un coñazo? —preguntó mi madre.
Me sorprendió su vocabulario, incluso hice un gesto de reprobación.
—Sí, totalmente. No tengo nada que añadir, un absoluto aburrimiento y si te sales de él te señalan como a un apestado.
—Yo soy de esos que creen que no le debes hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti —intervine al fin.
—De nuevo, debo citar al Mago Negro: Haz tu voluntad, será toda la ley .
—¿Y si tu voluntad choca frontalmente contra la del otro? —pregunté.
—Entonces la ley del más fuerte, amigo mío.
—¿Violencia?
—No, para nada. Manipulación, inteligencia, chantaje, poder, esa es la verdadera fuerza. Por cada psicópata que hay convertido en un asesino en serie hay cien entre los grupos directivos de las grandes corporaciones, banqueros y políticos. Hay que saber integrarse, o el perdedor serás tú.
—¿Cómo tú que repetiste curso? —ataqué.
—Bueno… —dijo él terminándose el filete—. Desde luego eso fue una derrota, sí.
—Por lo menos un poco de humildad al fin —añadió mi madre.
—No es humildad, es una obviedad. El colegio es suficientemente despreciable como para que no sea creíble que cursé un año adicional por mi propia voluntad.
Tonto no era, eso ya lo sabíamos. La cena siguió con algo menos de tensión, terminando ahora los postres cuando mi madre dijo:
—Me han dicho que juegas al ajedrez.
—Así es, sí. Nadie me gana.
—¿Federado?
—Nunca, no necesito el reconocimiento de nadie.
—Entonces quizás no has tenido los mejores rivales.
—Ha habido de todo, grandes maestros, pero también mediocres como Tristán.
—¡Ja! Pues bien, ya que personalizas te reto, a ver si soy capaz de recuperar la honra familiar —propuso mi madre.
—¿A lo “me llamo Íñigo Montoya, tu mataste a mi padre, prepárate a morir”? Me gusta la idea, aunque te advierto que yo no soy un hortera con seis dedos y un mal afeitado.
Nos acomodamos los tres en una mesa. Yo como observador y David jugando con blancas después de ganar el sorteo. Era un auténtico duelo de titanes. Diez movimientos después el señor Macía Pajas había enrocado en el flanco de dama, toda una sorpresa, y uno de sus peones estaba avanzado y bien protegido en la mitad del tablero de mi madre. Supe entonces que ganaría.
—Reconozco que tu enroque me ha sorprendido —dijo mi madre apurada.
—Eso sería un mal menor, pero he desplegado y domino el centro, una persona con más experiencia habría tirado ya el rey.
—No me llevas ni una pieza de ventaja —se defendió ella.
—No, pero pasará, y en este punto de la partida es matemática pura. Te lo cambiaré todo hasta que mis peones sean los auténticos reyes de la partida. No podrás desplegar piezas si no es con un intercambio doloroso.
—No seas fanfarrón.
—El fanfarrón alardea, sobre todo, de lo que no es. Yo simplemente soy mejor.
La partida prosiguió y se desarrolló tal y como había predicho el invitado, a la que mi madre sacrificó un caballo David le pasó por encima, fue una derrota de lo más dolorosa.
—Bueno, amigo mío —dijo mirándome—. Tu duelo de titanes se ha convertido en una merienda de negros.
—¿Me das la revancha? —dijo mi madre visiblemente fastidiada.
—No lo creo. Solo juego una vez para demostrar que soy mejor, luego ya no juego por nada.
—¿Qué quieres? ¿Dinero?
—No, por favor, no soy tan vulgar. De hecho, lo cierto es que no quiero nada ahora mismo, supongo que tendremos que dejarlo.
Mi madre recogió las piezas nerviosa, afectada por lo sucedido.
—¿Te quedas a dormir o te llevo a casa?
—Si no os importa me quedaré esta noche, aunque no hay nada más grato que la compañía de mi madre creo que el sentimiento no es recíproco.
—Muy bien, buenas noches —dijo ella seria para irse a continuación.
—Tristán —me susurró poniéndome la mano en el hombro— Tu madre está muy buena pero no tiene buen perder.
Capítulo III
No podía dormir esa noche. Le di vueltas a todo lo que podría haber salido mejor. Mejores contestaciones, mejores jugadas, réplicas más estudiadas. Sentía que habían profanado nuestro hogar y ninguna frase escrita por algún erudito me consolaba. Seguía dando vueltas en la cama cuando vi que entraba en mi habitación David.
—¿Pasa algo? —pregunté.
—Tío, hace mucho frío en la habitación que me has adjudicado, me vengo aquí contigo.
—No jodas.
—Habla bien hombre, ¿qué pensaría la pizpireta de tu madre? —dijo metiéndose en la cama conmigo.
Respiré profundamente, hice un estoico ejercicio de contención e intenté dormir de nuevo a pesar de tener tumbado junto a mí a aquel despreciable ser. Por un momento creí que me iba a vencer el cansancio, pero me desveló con otra pregunta:
—Tristán, ¿tiene novio tu madre?
—No hablamos de estas cosas —respondí después de meditarlo.
—¿Y tu padre?
—Apenas lo conozco.
Intenté ser escueto, no darle carnaza al tiburón, pero era imposible.
—Con su cuerpo y su carácter no le deben faltar pretendientes.
—Como sigas por ese camino dormirás fuera, y allí sí hace frío.
—Tendrías que tomártelo como un halago, hombre. Yo no soy como los pajilleros de tus amiguitos que se conforman con fantasear. Mi madre también está buena, de hecho, tiene mejores tetas que la tuya creo.
—¿Es que no tienes límites? —le increpé incorporándome, acercándome más a él.
—Sí, ¿sabes dónde? En tema de culos. Es decir, el de tu madre sí, pero el mío no. Con eso quiero decirte que guardes las distancias, no soy un puto muerde-almohadas.
—Eres un homófobo, ¿lo sabías?
—Dejemos de hablar de pollas, dime la verdad, ¿vale? Respóndeme a una cosa con sinceridad y te juro que no abriré la boca el resto de la noche.
—Dime —cedí deseando que fuera cierto.
—¿Alguna vez has sentido algo por tu madre? Déjame terminar… Algo. Aunque fuera insignificante. Ganas de besarla, fijarse inadecuadamente en su trasero, ¡algo! Una fugaz y confusa erección, curiosidad por su desnudez, lo que sea.
—Eres un auténtico enfermo —respondí con paciencia.
—Lo pregunto en serio. En los últimos años me he dado cuenta de que Freud sabía de lo que hablaba. Creo que todos los hijos nos sentimos atraídos por nuestras madres, en otras culturas es incluso algo natural. Incluso los que no lo saben, se sentirían atraídos por su madre si dieran el paso, si liberaran su mente.
—La respuesta es no, ¿te callas ya?
—No me tomas en serio, no estoy bromeando. Tampoco provocándote. A mí me pasó, o, mejor dicho, me pasa con la mía.
—¿Ah sí? ¿Y qué tal te va? —pregunté casi con burla.
—Es una buena pregunta. Pensé que bien. Sentí el morbo más descomunal que se pueda describir y conseguí que fuera mía, pero después no he logrado que vuelva a pasar. Y lo peor es que hasta la insulsa y estúpida de mi hermana está empezando a gustarme.
—Para de decir estupideces para escandalizarme.
—Tristán, soy muchas cosas, pero no un mentiroso.
—Ya entiendo, así que te tiraste a tu madre, ¿es eso?
—Sí, la acosé durante algunos días y luego me la follé.
—¿Le gustó? ¿Te cobró mucho? —pregunté con sarcasmo, bajando vergonzantemente a su nivel.
—Se resistió, pero todas las personas tenemos puntos débiles. El de mi madre es la vergüenza. Es la típica imbécil que oculta cosas por el qué dirán. El de la tuya es el orgullo.
Después de escuchar la fantasiosa historia, e intentando evitar que volviera el foco a mi madre, decidí simplemente no contestar. Por la mañana nos disponíamos a ir en busca del autobús cuando apareció mi madre para despedirnos.
—Bien David, ha sido un placer.
—Te aseguro que el placer ha sido, inconfesablemente, mío.
—¿Me darás algún día la revancha? —preguntó ella casi obsesionada.
—Probablemente, cuando esté dispuesta a darme algo a cambio. Algo realmente interesante —sacó un papel con un número escrito y se lo entregó—. Este es mi número, llámame cuando estés dispuesta. Por cierto, bonita casa, ¿de quién era?
—Es nuestra, ¿qué quieres decir? ¿Sus antiguos propietarios?
—No hace falta ser un lince para saber que la heredaron. La opulencia de antaño se ha convertido en frío y descorches de pintura, lógicamente no se la pueden permitir.
—Adiós chicos —fue lo único que respondió mi madre dándose la vuelta y yéndose.
Él se acercó de nuevo para susurrarme:
—Un culo perfecto, recuérdalo.
Capítulo IV
Pasaron unos días de lo más anodinos, nada reseñable excepto la frialdad entre Jana y yo. Ella incluso me preguntó si me pasaba algo, pero no quise contestar. Pensar en cómo se habría enterado David de nuestra pequeña aventura veraniega me revolvía el estómago. Aquella tarde llegué sobre las siete a casa y fue entonces cuando vi al despreciable señor Macía jugando al ajedrez con mi madre.
—¿Hola? —saludé confuso.
—Hola cariño —respondió mi madre sin separar la vista del tablero.
—¿Qué hace él aquí?
—Hola amiguito, pues estoy dándole una nueva lección a tu madre.
Ambos tenían solo el rey y varios peones, pero los de David estaban indiscutiblemente mejor situados, con un par a cada extremo y el rey dispuesto a convertirse en su escolta. Había ganado otra vez.
—No tan rápido, estamos empatados —dijo mi madre poco convencida.
—Por supuesto que no, y lo sabes.
Ella analizó de nuevo la partida, frunció el ceño y tumbó el rey diciendo:
—Ha estado reñida.
—Debo contradecirte —insistió él— no has tenido ninguna oportunidad.
—Perdonad que insista, pero, ¿qué demonios hace aquí?
—Ya se lo cuento yo, querida —bromeó él—. Tu madre me ha escrito esta mañana ofreciéndome algo a cambio de la posible revancha que no he podido rechazar.
Tragué saliva, creo que incluso temblé. Por suerte mi madre completó la explicación:
—Si ganaba se quedaba un par de días a dormir, espero que seas capaz de soportar su soberbia hijo mío.
—Vamos, Carmen, eres mejor anfitriona que eso. Ya que os creéis especiales por citar a personas más inteligentes que vosotros os diré eso de convidar a alguno es hacerse cargo de su felicidad todo el tiempo que aquél se halla bajo nuestro techo. Lo dijo un tal Savarín si bien recuerdo.
—Me siento muy generosa tan solo por no ahogarte en la bañera —respondió mi madre medio en broma medio en serio.
—Bueno, lo que quieras, Carmen. ¿Qué hay de cena?
La cara de mi madre era un poema, y no uno especialmente romántico. La rabia casi infantil la reconcomía visiblemente por dentro.
—Yo dije que podías quedarte a dormir, nada de ser tu criada.
—Oh. Así que eres de esas que juega puerilmente con la semántica, qué decepción.
De nuevo estaba en medio de ese duelo. Paralizado como un convidado de piedra.
—Dame una nueva oportunidad de revancha y cenarás como Nerón —propuso ella.
—Carmen, Carmen, Carmen…hay que saber parar. Sino acabarás como los chinos de los bares que su brazo termina fusionándose con la palanca de la máquina tragaperras. Además, de nerón solo me interesan sus mil putas
—Sabes que de una partida a otra he recortado las distancias y te invade el miedo. Miguel Hernández dijo: Una gota de puravalentíavale más que un océanocobarde.
—Lo tuyo es ser temeraria y testaruda, no valiente, y lo mío es simple desinterés. Ya te dije que solo juego una vez por nada.
—¡¿Y qué quieres a cambio?! —alzó mi madre la voz en una versión de ella que no conocía.
—Veamos —dijo David pensativo, observándola como si fuera pescado en una lonja—. Seré generoso, me vale con que juegues en ropa interior.
—¿Cómo dices?
—Lo repetiré porque quizás es un tema de oído y no de entendimiento, que juegues en ropa interior.
Sentí ganas de darle un puñetazo, creo que era la única persona del mundo capaz de despertar en mí violencia. De pie frente a ellos pude notar los músculos de mi progenitora tensarse.
—Creo que va a ser que no, pequeño y depravado saco de hormonas —respondió al fin.
—Mejor, me gusta más la recompensa de saber fehacientemente que soy mejor que tú. Maduritas de buen ver hay muchas en internet.
—Gentuza como tú, que cosifica a las mujeres, hace que nuestro mundo se esté yendo al garete —intervine yo en un ataque de feminismo.
—Ya empezamos con las frases gili-progres —se defendió él—. Menudo montón de basura. Ahora todo es machismo, incluso cambiar el género de los plurales dándole una patada a la RAE está de moda, no era suficientemente coñazo escuchar a nuestros políticos que ahora tengo que oírles con el “hombres y mujeres”, “ciudadanos y ciudadanas”, “bobos y bobas” …sois acólitos del peor espécimen que existe. Antes los conservadores eran los que tenían miedo al sexo, ahora es la izquierda reaccionaria y aburrida los puritanos del siglo XXI. Acusándonos de erotizarlo todo, ¡pues claro que lo erotizamos todo! ¿No es acaso el mundo lo suficientemente aburrido? ¿De verdad tengo que ir con disimulos? ¡Pues claro que me gustaría deleitarme viéndote mientras jugamos! De momento es lo único bueno que me has demostrado, que estás buena, y no creo que sea mérito tuyo especialmente. Bueno, eso, y una notable sopa de cebolla.
Pensé que mi madre lo echaría de casa arrastrándole por la oreja, o que simplemente lo echaría citando a alguno de sus mentores literarios, pero no fue así. Primero se quitó los zapatos y luego la blusa, todo de manera brusca y precipitada.
—¿Contento? —preguntó descalza y con el busto cubierto solo por el sujetador blanco.
—Bastante contento, pero para mí la ropa interior hace referencia al conjunto de bragas y sujetador, me temo que mis requerimientos han quedado incompletos.
—¡Mamá! —reprobé yo.
Ella se puso en pie y patosamente se deshizo del pantalón vaquero diciéndome:
—Déjame Tristán, a veces hay que bajar al barro para darle una lección a ciertas personas.
David repasó su figura sin disimulo, recreándose. Torciendo el cuello incluso para observarla de cintura para abajo, aunque ella intentara cubrirse con la mesa después de haberse vuelto a sentar.
Dijo:
—Verte en paños menores y hablando de barro es mucho más de lo que aspiraba cuando hoy he cogido un taxi para venir hasta aquí.
—Cállate y coloca las piezas —ordenó ella seria.
Yo me sentí completamente abochornado, en ese momento creo que los odié a ambos por igual. A él por ser un descarado manipulador y a ella por caer tan tontamente en su juego. Me hice yo también con una silla y me dispuse a ver el enfrentamiento sin mediar palabra. La cara de mi madre era una mezcla de concentración y desprecio, pero noté como había conseguido abstraerse de todo, concentrada al cien por cien en lo que hacía.
Ambos jugaban con respeto, por un impagable rato pude ver a David preocupado, jugando al ritmo que marcaba mi madre. Empatados a piezas, pero con mi madre atacando y mejor colocada, el imbatible y prepotente señor Macía Pajas se sintió al borde del abismo. Conseguí sonreír a pesar de la decepción de ver a mi madre humillada al otro lado del tablero, intentando cubrir su cuerpo con la mesa o estrambóticas posiciones de sus brazos.
—Reconozco que tu escote me ha desconcentrado un poco —provocó él.
—No, lo que pasa es que siempre juegas igual. Pasada la sorpresa es fácil conocer tus puntos débiles —rebatió ella.
—Eres tú la que juegas medio en pelotas, Carmen.
— Ya lo dijo Larry Flint: La única pregunta que debe hacerse es cuánto está dispuesto a sacrificar para lograr el éxito.
—Medio en pelotas y citándome a un editor pornográfico, esto mejora, Carmen. Recuerda esta frase cuando termine la partida. Con tu filosofía y tu cuerpo no entiendo cómo puedes ser una mediocre editora.
—No sabes lo mucho que me arrepiento de haberte invitado a tutearme.
—Mamá, por favor, concéntrate —advertí.
—He caído en mi propia trampa, te animé a desvestirte y ahora la sangre que debería alimentar mis circuitos neuronales está en el lugar equivocado.
—Mueve y calla, grosero —se quejó ella sin perder la concentración.
—Mmm, me gusta esta cita, seguro que debe ser de otro pornógrafo —contestó él justo antes de sacrificar uno de sus caballos para matar un peón.
—¡Ja! —exclamó mi madre—. Bien lo dijiste el otro día, ahora todo es cuestión de matemáticas.
—No estés tan segura…
David tenía razón, había perdido un caballo, pero el peón de mi madre era mucho más que un peón, era la pieza que equilibraba el ataque y la defensa, la que permanecía en terreno contrario molestando el despliegue del adversario. Cuando lo sustituyó por otro pude ver una importante brecha en el flanco derecho de ella, y por desgracia no me equivoqué, cinco jugadas después la sabandija no solo había equiparado el número de piezas muertas, sino que consiguió conquistar el centro del tablero por primera vez en toda la partida.
—Mi pequeña Clarice —ironizó él en una mala imitación del Dr. Lecter—. Mucha cita y pocas nueces.
Hicieron falta solo cuatro jugadas más para que mi madre tumbara el rey. Se la veía abatida. Humillada por nada, incapaz de hablar. David tenía razón, se había comportado como la típica ludópata que cree que recuperará todo el dinero perdido en la última mano. También tuvo razón cuando días atrás me habló de su orgullo.
—Carmen… ¿quieres la revancha? —preguntó él ante mi sorpresa.
—¿A cambio de qué? No, mejor no me lo digas.
—Un beso —siguió él.
—Jamás te tocaré, desgraciado —respondió ella desalentada.
—Mamá, que es solo un juego. David, vete de mi casa, anda —dije intentando que las cosas volvieran a una cierta normalidad.
—Hoy dormiré aquí, una apuesta es una apuesta —replicó él— Y no, no quiero que me beses. O sí, pero no aspiro a eso. Si pierdes tendrás que besar a tu hijo delante de mí.
Ella arqueó una ceja confundida.
—¿Tan poco te quieren en tu casa que esto te parece lo suficientemente raro como para apostar?
David se levantó y volvió con su mochila. Sacó un pequeño reloj de arena de su interior y lo depositó misteriosamente sobre la mesa diciendo:
—No un beso maternal, no, un beso de tornillo. Exactamente un beso de un minuto de duración que es lo que marca este reloj, con su lengua, sus babas, etc…el tema de los tocamientos ya lo dejo a libre erección…digo…elección.
Mi madre tenía la cabeza ladeada, con toda su melena cayendo a un lado y la cara desencajada.
—¿Tú te estás escuchando? —fue lo único que alcanzó a decir.
—Tú, Tristán, yo, Freud y el mismísimo Edipo Rey han escuchado lo que he dicho.
—Olvidemos el honor, lárgate de mi casa, imbécil.
—Uy, mira —me dijo mirándome—. Lo mismo me dijo Jana hace un tiempo y terminó haciéndome la más dulce de las felaciones.
Pensé en pegarle de una vez por todas, pero la autoritaria voz de mi madre me detuvo:
—¿Sigues aquí?
David jugueteó con el pequeño reloj de arena unos segundos antes de contraatacar:
—Carmen. Si quieres, a pesar de que mi opinión es que las apuestas son sagradas, me iré. Pero te diré una cosa, si lo hago nunca más me verás. Quizás crees que eso es lo que necesitas en este momento, pero te equivocas. Vivirás siempre con la humillación. La tuya y la de tu hijo. La deshonra familiar, la derrota y la vergüenza. Has apostado fuerte y has perdido, y lo dejas justo cuando empiezas a plantarme cara de verdad. Lo que puedes perder esta tarde es algo que no recuperarás.
—Psicólogo tendrías que ser —dijo ella.
—No, gracias, en eso están mi madre y mi hermana y son un par de taradas.
Hubo un incómodo silencio que rompió, nuevamente, nuestro astuto invitado:
—¿Y bien? ¿Me voy?
El siguiente silencio fue mucho más que incómodo, el ambiente se volvió denso, pesado y enfermizo. David hizo un gesto de marcharse, pero en ese preciso instante contestó mi madre:
—Coloca las piezas.
—¡¿Qué?! —exclamé observando de reojo la maliciosa sonrisa de mi compañero de clase.
—Tristán, no te metas.
—¡¿Pero cómo que no me meta?! ¡¿Es que has bebido? ¿Yo no pinto nada aquí o qué?
—Hijo… —me dijo mirándome fijamente a los ojos— Confía en mí, te aseguro que esta es la última partida y no va a pasar nada.
Le aguanté la mirada unos segundos hasta que la voz de David me sacó de mi obnubilación:
—¿Comenzamos?
Capítulo V
Tabú : Prohibición de hacer o decir algo determinado, impuesta por ciertos respetos o prejuicios de carácter social o psicológico.
La victoria de David fue aplastante, absolutamente incontestable. Fue entonces cuando supe que habíamos sido víctimas de un juego mucho más elaborado y a largo plazo. Habíamos jugado al ping-pong mientras él jugaba al tenis. Mi madre reposaba, vencida, la cabeza sobre sus brazos cruzados apoyados en la mesa. Yo me masajeaba el tabique nasal en busca de un consuelo que no llegaba. David, maquiavélicamente sonriente, jugueteaba con el reloj de arena.
—Vamos, alegrad esas caras, os estoy haciendo un favor.
Ninguno de los dos reaccionó.
—Ha sido divertido, y suelo recrearme en mis victorias, pero ahora me gustaría pasar directamente a la recompensa.
Ambos seguimos impertérritos.
—¡En pie! —alzó él la voz buscando una reacción.
De nuevo mi mente caviló la idea de atacarle, pero algo me decía que se defendería mejor de lo esperado. La verdad es que nunca había pulido mis habilidades de combate, por no decir que era un negado para estos temas.
— Los ganadores tienen metas, los perdedores tienen excusas. No sé quién dijo esto, pero me estoy impacientando. Pensaba que esto era un juego de adultos, no de chiquillos. Ya tendréis tiempo de lloriquear, ¡en pie!
Mi madre salió de su letargo y obedeció, mostrando su excepcional figura al completo y sin obstáculos por primera vez, cubierta esta por una elegante ropa interior blanca. Tenía la piel de gallina, no sé si por el miedo o el frío.
—Solo faltas tú, Tristán, ya me lo agradecerás luego.
No reaccioné.
—¡Joder! Que no tengo todo el día, no me hagáis ser vulgar. Nada me fastidia más que un mentiroso o un mal perdedor, ¿es que no os queda ni una pizca de honor?
Mi madre me miró aceptando la situación, pidiéndome en cierta forma que le ayudara a disimular sus pecados, que no agravara ya la de por sí vergonzosa situación. Me levanté finalmente y me acerqué a ella con la velocidad de un reo camino de su ejecución. La diferencia de altura era notable, más teniendo en cuenta que ella iba descalza.
—En cuanto se junten vuestros labios le doy la vuelta al reloj.
Nos acercamos y nos miramos, no éramos madre e hijo, éramos prisioneros de una mente perversa.
Dijo:
—Antes de que empecéis, mi querido amigo, me gustaría hacerte una pequeña observación. No sé si te has fijado en el excepcional culo de tu progenitora. Vestida ya era notorio, con sus nalgas formadas, respingonas. Glúteos de esos que al andar se mueven graciosamente, superponiéndose el uno sobre el otro con cada paso. Sin mencionar su delgada cintura y sus torneadas piernas. Y claro, cómo olvidar sus pechos, más generosos de lo que parecían antes de ser descubiertos. Incómodos dentro del castrante sujetador.
Después de oír la última y repugnante frase de nuestro verdugo nuestras bocas se juntaron por primera vez, casi por instinto.
—No vale con solo tocarse, ¡eh! Dijimos de tornillo. Empezad, de lo contrario os juro que pongo el reloj a cero.
Nuestros labios se entrelazaron con un pudor y una incomodidad indescriptibles, besándonos como dos preadolescentes que no saben hacerlo. Yo apenas era capaz de moverme y ella se restregaba, interpretando la peor de las películas familiares.
—¡He dicho lengua! —siguió él con las instrucciones.
De reojo miré el reloj que parecía no avanzar cuando noté la punta de su lengua chocar contra mi boca cerrada, buscando tímidamente hacerse paso. Noté entonces la mano de nuestro invitado sobre mí, empujándome los riñones para acercarme a ella mientras decía:
—Lengua o volveremos a empezar.
Cedí. Abriendo la boca tímidamente para dejar que pasara, juntándose ambas lenguas dentro de mi boca. Sus labios se abrían y cerraban, desacompasados, casi como un besugo. David parecía conformarse con la pantomima, pero seguía empujándome. De reojo vi como hacía lo mismo con ella, sin que nadie le parara los pies. Simulábamos besarnos mientras nuestros cuerpos se restregaban.
—Tristán —me susurró el maligno—. Pon de tu parte o no habrá servido de nada. Siéntelo. Sus labios, su lengua, sus tetas contra tu pecho, su sexo rozando la bragadura de tu pantalón. Está casi desnuda y es la mujer más bella que jamás te ha besado. Lo sabes…
Moví yo también la boca. Abochornado, ultrajado. Decepcionado con ella.
—Seguid besándoos, quiero oír el ruido de vuestras bocas.
Nuestras lenguas jugueteaban forzadas. Ella parecía estar a punto de tener una arcada, pero curiosamente yo sentí que había pasado lo peor. Lo susurros siguieron:
—No quieres, pero tu entrepierna empieza a reaccionar. Es biología, es morbo, es lo prohibido. Es tu madre, te ha parido, concebido acostándose con alguien. Sus compañeros de trabajo la desean. Tus amigos la desean. La gente se gira cuando anda por la calle para repasarle el culo, la observa de perfil para ver realzadas sus tetas suspendidas en el aire. Se abre de piernas cuando no estás y gime de placer llegando al orgasmo con cualquiera.
Finalmente pude ver de refilón el reloj de arena vaciarse y me separé con un pequeño respingo. Mi madre tenía aún un pequeño hilillo de saliva, suya o mía, en el labio. Su sujetador estaba mal puesto y se lo adecentó mientras juntaba las piernas avergonzada, como una niña que se está haciendo pis. Oí entonces la risa del maquiavélico y depravado vencedor:
—Ha estado bien. Sabía que te excitarías —dijo señalando el bulto de mi pantalón—. En el fondo lo estabais deseando, ni siquiera habéis comprobado el reloj. Espero que hayáis disfrutado de los tres minutos de lengua y frotamientos.
Miré avergonzado mi entrepierna, sin ser consciente de lo sucedido. Mi madre no tardó en reaccionar:
—Largo de mi casa, tramposo degenerado.
Él siguió con una amplia sonrisa.
—Sí, Carmen, no te preocupes. He mentido y merezco que rompas la apuesta. De todas formas, mi trabajo aquí ya está hecho. Tu hijo pasará los días practicando el onanismo pensando en este momento, y tú dudo que duermas plácidamente después de haber sido restregada por su polla. Terminaré con una frase de María Félix: El perfume del incesto no lo tiene otro amor.
Capítulo VI
Ni siquiera fui al colegio, haciendo novillos por primera vez en mi vida. David había corrompido mi mente en tiempo record, me había roto como a una rama, y le había costado muy poco. Lo mismo con mi madre, quitándole incluso la autoestima. Los siguientes días en mi casa las citas, los retos intelectuales y las partidas de ajedrez se sustituyeron por los monosílabos, la incomodidad y las miradas perdidas al suelo. Cuando recobré el valor para volver al colegio, David no necesitó decirme nada. Sus ojos, ufanos y orgullosos, hablaban por él. Jana no entendía mi actitud, mezcla de sentirme traicionado en mi intimidad y lo acontecido con mi madre. Era ahora un ser perdido, vencido e introspectivo, y eso que ni siquiera era yo el que había jugado al ajedrez. Macía Pajas mancilló todo lo sagrado de mi vida.
Me pasaba las tardes haciendo deporte. Terminaba una larguísima y dolorosa serie de abdominales cuando la voz de mi madre, de la que ni siquiera había detectado la presencia, me interrumpió:
— Solamente aquellos espíritus verdaderamente valerosos saben la manera de perdonar .
—Laurence Sterne —contesté incorporándome.
—No lo he hecho tan mal —dijo ella mostrándome al fin una sonrisa.
—No hay nada que perdonar, mamá, no debí traerlo a casa.
—Fui yo que la insistí. También la que entré en su juego. Lo siento, hijo.
—No pasa nada.
Ella se apoyó en la pared con la intención de seguir conversando.
—Olvidémoslo, que pronto sea historia —añadió.
—Ya lo es.
Sonrió de nuevo antes de añadir:
—Lo es, pero no debería haber esperado tanto a hablarlo. Me sentía avergonzada. Si las cosas no se hablan, se pudren. A veces, obsesionada con la literatura, me olvido de usar mi propia voz. He sido una orgullosa, no volverá a pasar. Orgullosa, ingenua e infantil.
—No te fustigues más —la animé—. Él es así. Un psicópata que disfruta con estas cosas. Y no es tonto, todo lo que tiene de perverso lo tiene también de capaz.
—Sí, es verdad. Me pregunto qué problema debe tener para actuar de esta manera. En fin…no es nuestro problema. ¿Perdonada?
—Claro.
—¿Seguro que no te estás poniendo en forma para darme una paliza? —bromeó ella.
—Ya sabes que he dejado a Ciorán por los púgiles.
—Bien. En fin, de tu culto al cuerpo ya hablaremos otro día.
Pareció que se iba cuando se detuvo un momento para añadir:
—Sobre el otro tema…bueno…no hay que darle vueltas. Son cosas que pasan.
—¿Qué otro tema? —pregunté sintiendo como mi bienestar se evaporaba.
—Ya sabes, es normal. Biología.
—¿Mamá?
—¿Qué? Hijo, es que no podemos dejar que se pudra, ya te lo he dicho. Somos dos personas inteligentes, sabemos de qué va. Tienes dieciséis años…
—¡¿Mamá?!
—Pero si te estoy diciendo que es natural, ¿qué más quieres?
—Pero si es que no sé de qué me hablas —me defendí indignado— ¿De verdad crees en lo que dijo el imbécil? Que eres mi madre, ¡eh!
—Vale, vale —dijo ella alzando los brazos y yéndose lentamente de puntillas— Yo solo quería que te sintieras mejor.
Estaba indignado de verdad, aunque no sabía por qué. Quizás mi esperanza era que no viera el abultamiento de mi pantalón el día de los hechos, por mucho que este fuera real. Ni yo entendía la razón de que se produjese. Sentía mi corazón acelerado, pensando en las conclusiones de mi madre. La confusión, cuando parecía estar al fin bajo control, volvió con más fuerza. ¿Normal? ¿La edad? ¿En qué demonios pensaba para decir eso? ¿Biología? ¿No era ese uno de los argumentos de David?
Seguí haciendo ejercicio, con la adrenalina desbordada. Sentadillas, pesas, flexiones, saltos. De nuevo abdominales y otra vez sentadillas. Me machaqué hasta que oí un crujido y sentí un fuerte dolor en mi ingle. Con las manos sobre el sitio me tumbé en el suelo y advertí:
—¡Mamá!
Al ver que no me oía volví a gritar:
—¡¡Mamá!!
Al minuto llegó ella visiblemente preocupada.
—¿Qué? ¡¿Qué?! ¿Qué te pasa hijo? No me asustes…
—Me he lesionado.
Capítulo VII
—Bueno, confirmado lo que ya sabíamos —dijo el doctor después de observar la ecografía—. Hernia inguinal por esfuerzo. Es una lesión muy común, la segunda causa de cirugía en hombres después de la apendicitis.
—¿Cirugía? —dije yo algo asustado, sorprendido al sentirme ya mejor.
—Sí, eso seguro. Las hernias solo se pueden solucionar con cirugía. Pero no te preocupes, es algo ambulatorio. Cortamos, tapamos con un tapón, ponemos una malla sintética para reforzar la zona, unas grapas y para casa en un par de horas, en unas semanas estarás como nuevo y la recuperación suele ser cómoda.
Mi madre, al ver mi cara de preocupación, puso su mano sobre la mía para consolarme.
—Pues nada, os la programo para dentro de un par de semanas. Ya os diré las pautas, diez días en casa y luego, si todo va bien, poco a poco.
Las dos semanas se convirtieron en más de un mes. Protocolos, malditos y pesados protocolos. Visita al anestesista, electrocardiograma, análisis de sangre… El bulto de la ingle me molestaba poco, aunque lo sentía siempre. Especialmente con cualquier pequeño esfuerzo o al levantarme. En el colegio me medio reconcilié con Jana, aunque nunca le saqué el tema de sus confesiones a David o su posible relación. El Diablo también pareció apiadarse de mí, sin provocaciones, sin burlas, las fugaces conversaciones que tuvimos fueron casi agradables. Recuerdo que justo el día antes de operarme me dijo:
—Jugar es jugar, pero la salud es lo primero. Que vaya bien.
La noche antes de la cirugía fue larga, igual que la espera a entrar al quirófano. Aparecí de repente en reanimación y una simpática enfermera me informó:
—El doctor ha dicho que ha ido muy bien. Descansa un poquito, bebe este zumo cuando puedas y si consigues hacer pis te podrás ir a casa.
Dicho y hecho, tal y como anunció el médico en la primera visita un par de horas más tarde, vestido con el mejor de mis chándal, estaba ya en el coche con mi madre de regreso. Ella me miraba, sonriente, con cara algo preocupada.
—Estoy bien mamá, cansadito, aturdido, pero me duele menos de lo que creía. Me han dicho que no me han puesto grapas al final, solo unos puntos de aproximación, unas tiritas. Por lo visto esto hará que me duela menos.
Más tarde, ya instalado en mi habitación, me di cuenta de la realidad. Los calmantes dejaban de hacer tanto efecto y el dolor se incrementaba. Era soportable, excepto si me movía demasiado o me levantaba para orinar. Levantarme y tumbarme era realmente complicado. Al día siguiente mi madre me hizo la primera cura, retiró por primera vez el apósito que cubría la cicatriz. No tenía mal aspecto, amarillenta por el yodo desinfectante, con los once puntos de aproximación. Algo hinchado, pero menos de lo que me habían advertido.
Me limpió con una gasa y me aplicó más yodo diciéndome:
—Bueno, esto está muy bien eh, si te hago daño me lo dices.
No sentía nada, como si tocaran a otra persona. La parte que rodeaba la herida la tenía completamente insensibilizada. Ella cambió la gasa dando por concluida la sesión.
—¿Seguro que no necesitas nada?
—Nada. Estoy bien. Duele, pero estirado no mucho.
—¿Tienes agua? ¿Un buen libro? ¿Todo?
—Sí, mamá.
—¿Sigues la pauta de analgésicos?
—Que sí mujer, no te preocupes más.
—Vale, vale, mi pequeño gladiador. Ya te dejo tranquilo.
Los primeros cuatro días fueron duros, pero sin llegar a ser traumáticos. Curas, primeras duchas con mucho cuidado, primera y dolora vez que fui de vientre. Nada de lo que no estuviera prevenido. Notaba que estaba mejor al hacerse cada vez más patente el aburrimiento. Llegó la tarde y, ante mi sorpresa, apareció en la puerta de mi habitación David junto a mi madre.
—¿Cómo te encuentras, Lucio Sicio Dentato? —me dijo sonriéndome.
—¿Le echo? —preguntó mi madre con cara de asco.
—No, mamá, déjalo.
—Vengo en son de paz, Carmen —se defendió él.
—Para ti, Señora Ariza —replicó antes de dejarnos solos.
—Tiene genio tu madre —me dijo ya sin ella delante.
—¿Qué quieres? —dije enseguida.
—Nada hombre, de verdad, que no vengo a buscarte las cosquillas. Quería saber cómo estabas.
Me sorprendió la visita, o mejor dicho su actitud, pero es cierto que las semanas antes de operarme también se había mostrado bastante amigable.
—Pues ya ves, lisiado, pero vivo.
—Vas a estar bien muy pronto —afirmó mientras se sentaba en el borde de la cama.
—Cómo se entere Jana que estás aquí, le he dicho que no estaba aún de humor para visitas.
Pensé que atacaría con alguna impertinencia, pero no fue así:
—No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.
—Me das más miedo cuando eres amable que cuando eres un cabrón —confesé.
—Tristán, lo sé, puedo ser un mal nacido. Me aburro, me gustan los juegos, qué le voy a hacer, soy así. Pero tu madre y tú sois grandes rivales, es difícil encontrar a gente culta y leída como vosotros. Quizás me pasé. Por cierto —advirtió—. Te he traído un regalo.
Me dio una carpeta llena de hojas escritas a ordenador, parecía una especie de manuscrito. Se titulaba Inadaptado.
—¿Y esto?
—Esto es la verdad. Toda la verdad de lo que pasó con mi madre, con mi hermana, en mi anterior colegio, etc.
Le miré con desconfianza.
—No pretendo nada malo, solo quiero que me conozcas un poco mejor. Léelo o quémalo, es cosa tuya. Tu elección. Yo me tengo que ir ya, mira que vivís lejos eh. No te preocupes, conozco el camino.
Lo guardé en un cajón algo confundido, pero después de cenar no pude vencer la tentación:
“…Inadaptado
Inadaptado, da:Que no se adapta o aviene a ciertas situaciones o circunstancias.
Capítulo I
David Hugo Macía Pajas. Efectivamente, os estoy revelando mi nombre. ¡Empezamos bien!, que diría el chiste. Si ya de por sí no era suficientemente humillante la combinación de apellidos mis padres tuvieron la genial idea de ponerme un nombre compuesto. Da prestigio, alegaron siempre. Lo cierto es que cuando mis compañeros se cansaron de las bromas en las que yo era un practicante compulsivo de onanismo entonces llegaron las homosexuales, dónde un tal Hugo me masturbaba sistemáticamente a mí, David. Todo muy elaborado, como suele pasar a estas edades. No les cargaré toda la culpa a mis progenitores, ellos lo intentaron, me llevaron al colegio más abierto y transigente que pudieron encontrar en Madrid, un sitio dónde poder desarrollar la sensibilidad que se me presuponía. Una comunidad en la que mi hermana y yo seríamos libres, felices y partícipes de una gran comunidad abierta y avanzada…”
Capítulo VIII
Leí el relato del tirón y el resto de la noche me la pasé dándole vueltas. ¿Podía ser verdad? Sus provocaciones, lo que le hizo a su hermana, a la profesora de nombre Carmen como mi madre, lo que pasó con el psicólogo y luego con su madre… ¿Podía serlo? Por alguna razón creí todo aquello. Me atrapó desde la primera palabra, me impactó. Se metió dentro de mí. Me asustó y a la vez me intrigó. Por momentos incluso sentí una pequeña y vergonzante congoja en mi entrepierna, la primera desde que me habían operado. ¿Qué pretendía regalándome eso? ¿Sincerarse? ¿Confundirme? ¿Reírse de mí?
Sobre las diez entró mi madre en la habitación, con paso decidido y abriendo la persiana y la cortina.
— Ve tan lejos como puedas ver y verás más lejos.
—La luz… —me quejé.
—¿No has dormido bien?
—No mucho, no.
—¿El dolor?
—No, simplemente me he desvelado, no sé la razón —mentí.
—Bueno, ahora vendré a hacerte la cura. Además, hace un día estupendo, ni rastro de frío, hoy podríamos intentar dar un paseo por fuera y no solo andar por casa.
—Bueno, ya veremos a ver —dije yo.
Cuando volvió armada con el nuevo apósito, las gasas y el yodo, me di cuenta de su mención a la temperatura. Iba incluso descalza, con unos pequeños pantaloncitos y una camiseta de tirantes a modo de uniforme. No era fácil que en esa casa hiciera la temperatura suficiente para vestir así.
—A ver cómo tienes esto hoy —dijo ella bajándome un poco el pantalón del pijama para retirar el apósito.
Con solo rozar mi vientre ya me di cuenta de que algo no iba bien.
—Lo retiramos lentamente… —fue anunciando casi de manera infantil—. Muy bien, eso es. Pues lo veo cada día mejor eh, creo que algún punto se soltará incluso antes de ir a la revisión.
Bajó un poco más mi pijama, mostrando sin querer el comienzo de mi tronco e incluso rozándolo con la yema de sus dedos.
—Un poquito de yodo… —dijo mientras vertía unas gotas sobre la cicatriz con una mano y sujetaba la goma del pijama con la otra, rozándome de nuevo el inicio del miembro.
—Eso es —comentó esparciendo el yodo con la gasa.
Ahora, por la posición en la que estaba, no solo sentía sus manos manipulando mi ingle, sino que tenía una diabólica perspectiva de su escote, con la camiseta de tirantes cediendo por la gravedad. Muchos pensamientos en mi cabeza, comprimidos, a presión. La partida de ajedrez, el beso, la erección indeseada, David, su madre, David sobre su madre. Cuanto menos quería mirar más inevitable me parecía. Pechos sin sujetador, moviéndose al compás de la cura, completamente visibles gracias a la apertura del canalillo. Mamas generosas y turgentes.
—Aguanta que ya queda poco —informó mi madre pensando que quizás me hacía daño con los cuidados.
Pero no era dolor lo que sentía. Era calor, un nudo en el estómago y una ligera náusea. Sentí entonces la inconfundible sensación de mi miembro crecer, lento como un caracol que despierta con la lluvia, pero incontenible. Ella me secaba ahora con dos gasas limpias el exceso de yodo, pero al haber dejado mal puesto y demasiado bajo la parte inferior de mi pijama, mi erección, en vez de quedarse dentro de la ropa, se asomó libre, bajando con el propio crecimiento el pantalón hasta que este quedó atrapado en la base del pene. Mi madre no se dio cuenta en un primer momento, pero al ver mi virilidad descubierta y tiesa como pocas veces recordaba, dio incluso un pequeño salto y se apartó, como el ama de casa que se encuentra una cucaracha en la cocina.
Seguía mirándome, mirándola, con las manos en alto como si fuera la víctima de un atraco. No dije nada. Simplemente no pude.
—Bueno, esto ya está —dijo ella ridículamente titubeante.
—Joder mamá… —balbuceé yo.
—No pasa nada —dijo casi en shock, mucho más impactada que el día del beso.
—Si es que es por la mañana —argumenté yo casi en una queja.
—Claro… —añadió ella.
—Hasta que no haga pis… —seguí.
Pero mi falo allí seguía firme y erguido hasta tocarme casi el vientre, parecía que apuntase a la artífice de su estado. Yo miraba su cara de conmoción, pero también le veía las torneadas piernas, apenas cubiertas por su minúsculo pantaloncito, y eso hizo que mi miembro tuviera incluso un espasmo, moviéndose como si tuviera vida propia e independiente.
—¡Mamá! —exclamé al fin, como si me pareciera ofensiva su sola presencia en la habitación.
—Sí, sí —dijo ella saliendo casi a la carrera.
Supe enseguida que David Macía Pajas había vuelto a corromperme. Solo había necesitado un relato, uno supuestamente verídico. Toda mi educación y preparación había sido destruida por aquel impúdico ser, había aniquilado por completo todo mi equilibrio emocional, el mío y el de mi madre y lo había conseguido fácilmente.
Quise vengarme…
Capítulo IX
Venganza: Satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos.
De camino a mi destino me bebí dos latas de cervezas. Un gesto ridículo, pero que a un abstemio y mojigato como yo le ayudaría a encontrar las agallas necesarias. Al llegar al final de mi excursión una atractiva recepcionista me invitó a pasar y me informó de que la Doctora Pajas me estaba esperando.
—Buenos días, Tristán —me dijo señalándome un sillón—. Espero que no te importe que te tutee.
Me apreció un comienzo curioso, casi un déjà vu de lo ocurrido en mi casa dos meses atrás, pero con los roles intercambiados.
—Claro que no, Doctora Pajas —respondí intentando que no se notara el retintín.
La madre de David era exactamente como la había descrito en su relato, hecho que aceleró mi corazón.
—Antes de empezar quiero decirte que, aunque seas menor de edad, lo que hablemos aquí, salvo hechos que impliquen temas penales, nunca saldrá de esta consulta. Es importante que seas sincero conmigo para que la terapia sea lo más rápida y efectiva posible.
Lo de rápida sonaba bien, sobre todo conociendo sus tarifas.
—Por supuesto, Doctora Pajas.
—Y bien, Tristán, ¿hay algún tema que te preocupe especialmente? —preguntó.
Iba ligeramente escotada, lo suficiente como para que resaltara su más que generoso busto. La imagen de la sabandija amamantándose de aquellos pechos paseó fugazmente por mi prostituida mente.
—Bueno, voy a intentar seguir su consejo, pero, aunque sé que es una profesional, me será complicado —advertí.
—No te preocupes, estoy aquí para ayudarte —insistió ella cruzando sus sensuales piernas cubiertas por unas elegantes medias.
—Bueno, lo intento. Tengo dieciséis años, y jamás me había pasado algo parecido. El caso es que hace poco me operaron de una hernia inguinal, algo muy común. Mi madre se encargó de hacerme las curas y… bueno… El tema es que en una de esas curas me excité, tuve una indisimulable erección.
Si lo que pretendía era parecer entre estúpido e ingenuo había bordado el papel. Ella me miró fijamente, creo que algo descompuesta. Descruzó las piernas para volverlas a cruzar intercambiando la posición de las mismas. Sus ojos, ligeramente escondidos por las gafas de bibliotecaria sexy, parecían querer escudriñarme por dentro.
—Entiendo. A ver, hasta donde yo lo veo, puede ser una reacción perfectamente normal. El roce en una parte de la anatomía que consideramos íntima, probablemente el efecto de las medicinas puede que enturbiaran un poco tu razón... Eso no significa que no sea normal que vengas a mi consulta preocupado o confundido, por supuesto, pero no lo veo algo extraño. ¿Era por la mañana?
—Lo era, y sé que se refiere a la reacción biológica y matutina que tenemos los hombres, pero debo serle completamente sincero, me había fijado en sus piernas y en su escote, deleitándome incluso en sus pechos. Intenté reprimirme, pero fui incapaz.
—Comprendo. ¿Qué reacción tuvo ella? ¿Se dio cuenta?
—Oh, sí, lo hizo. Piense que mi miembro estaba descubierto y erecto, estuve a punto de tocarle incluso las manos con el glande mientras me hacía la cura.
Pude ver como ella, incómoda, se revolvía en su sillón e intenté reprimir una sonrisa.
—¿Y cómo reaccionó?
—Me gustaría decirle que de manera racional, comprensiva y natural, pero no fue así. Se asustó. Dio un saltito hacia atrás, con las manos en alto.
—Claro. Es normal también. Aunque es una reacción natural la sociedad no está preparada para entender algunas cosas.
—¿Como que un hijo se sienta atraído por su madre? —ataqué.
Ella reflexionó unos instantes antes de contestar:
—No creo que sea tu caso. De momento lo que me cuentas no deja de ser un hecho aislado.
—¿Una reacción biológica? —pregunté.
—Sería una manera de decirlo, sí.
—Ya, bueno, el tema es que no era la primera vez.
—¿No lo era? —preguntó ella frunciendo el ceño—. ¿Qué pasó después de eso?
—De esto hace una semana y lo que pasó es que ambos estamos raros y yo me hago mis propias curas, que por suerte ya no son necesarias. Pero antes de eso, algunas semanas antes, también me pasó, me excité con algo relacionado con ella.
—Bien, Tristán. ¿Qué pasó? Pensé que habías dicho que solo una vez.
—Circunstancias de la vida hicieron que mi madre y yo tuviéramos que besarnos. Hablo de un beso de tornillo. Ella, además, iba en ropa interior.
La Doctora Pajas se quitó las gafas, visiblemente desconcertada, las dejó en la mesita que tenía cerca, adecentó su falda y cruzó por enésima vez sus piernas.
—¿Circunstancias de la vida? —fue lo único que dijo.
—Así es.
—¿Qué circunstancias, Tristán?
—Bueno, es una larga historia. Digamos que fue por una derrota, una derrota ajedrecística.
La doctora claramente no comprendía nada, creo que incluso no estaba convencida de que le estuviera diciendo la verdad. Era comprensible, la historia era de lo más rocambolesca.
—Sí. Ella perdió. Resumiendo, en la primera derrota se quedó en ropa interior y en la segunda tuvo que besarme. El hecho es que después del rechazo inicial, al sentir su cuerpo contra el mío y su lengua en mi boca, me excité.
—Me cuesta seguirte, pero bueno, ya volveremos a eso. Sé que después de la cura os tratáis de forma poco natural, probablemente avergonzados, pero dime, ¿qué sientes tú? ¿Cómo te sientes? ¿Qué hiciste justo después de eso?
Yo abrí mi mochila que descansaba justo a mis pies y revolviendo dentro de ella comencé a decir:
—Primero estuve bastante en shock igual que ella. Después releí un relato y me masturbé.
—¿Leíste un relato? —repreguntó ella cada vez más perdida.
—Sí, este relato —dije yo levantándome momentáneamente y entregándole el regalo de su hijo, Inadaptado.
Extrañada, lo agarró y comenzó a hojearlo.
—Trata de un chico, David Hugo Macía Pajas, que se dedica a hacerle la vida imposible a todos los que están a su alrededor, su hermana, profesoras, incluso su madre, a la que obliga a tener relaciones sexuales con ella.
Pude ver a la Doctora temblar. Perder casi el control de sus manos mientras pasaba las hojas. Dejó caer el manuscrito al suelo y se agarró el comienzo de la nariz con los dedos, pensativa y diría que algo abatida.
—Mira, no sé qué demonios te habrá hecho mi hijo, pero te aseguro que no es mi culpa. Hace tiempo que lo di por imposible.
—¿Después de follárte…? —comencé a decir hasta que me detuvo alzando la voz.
—¡No me interrumpas! No sé qué pretendes viniendo a mi consulta, pero si buscas una disculpa o una explicación no la vas a tener. Te aseguro que mi marido y yo lo educamos lo mejor que supimos, pero él es así. No respondo de sus actos. Denúnciale, pégale o mátalo, no lo voy a impedir, pero ni por un momento creas que vas a conseguir nada de mí, vete ahora mismo de mi consulta y no vuelvas.
Me di cuenta de que la Doctora Pajas era otra víctima, una con heridas mucho más profundas que las mías. Entendí ahora que mi plan de vengarme era una estupidez i además una injusticia. Incomodar a su madre tal y como él había hecho con la mía no era algo de lo que pudiera sentirme orgulloso. Agarré el relato del suelo, recogí mi mochila y salí cabizbajo. Quise disculparme, pero no fui capaz.
Capítulo X
Salí de la ducha y me observé en el espejo. La cicatriz, sin puntos, seguía siendo muy visible. Más aún teniendo la zona rasurada. Era como una metáfora de mi vida, la herida que me había causado un tipejo con ínfulas de gurú sectario. Eran ya bastantes días en los que mi madre y yo nos comunicábamos a base de monosílabos. Mucho peor eran las noches, en las que se había convertido en la única musa que despertaba las ganas de masturbarme. Ni Jana, ni compañeras de colegio, ni la Doctora Pajas o la actriz de turno, solo ella hacía reaccionar mi entrepierna.
Sentí entonces unas ganas imperiosas de comunicarme con ella, casi como si me atravesaran el pecho, acelerando incluso mi respiración. Envolví mi cintura con la toalla y semidesnudo fui en su encuentro. La encontré en su dormitorio, haciendo la cama. Lo primero que pensé es que no era el único que iba semidesnudo. De nuevo descalza, llevaba puesto un culotte de color rosa y un top blanco. No recordaba que mi madre vistiera así antes para ir por casa, pero quizás, simplemente, no me fijaba.
No reparó en mi presencia y siguió luchando con la sábana, arremetiéndola por debajo del colchón. Su cuerpo ahora estaba inclinado frente a mí, en pompa, sacudiéndose por los forcejeos. Le miré el culo. David tenía razón, era perfecto, injustamente insuperable teniendo en cuanta que no hacía deporte. Sus deseables nalgas parecían luchar entre sí, intentando dominarse.
—Mamá —advertí desde la puerta.
—¡Hijo! Me vas a matar —contestó dando un respingo y poniéndose la mano en el corazón.
—Perdona.
Ella siguió con su tarea unos segundos y preguntó:
—¿Estás bien?
—No, no lo estoy —respondí.
Dejó entonces la cama y, mirándome, me preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿La operación?
—No, no es eso.
—Me estás asustando, Tristán.
—Solo quería decirte que siento mucho esta situación, lo que pasó con la cura fue algo horrible.
Ella intentó disimular con una mueca, quitarle hierro.
—No es tu culpa, olvídalo, han sido unas semanas de lo más raras.
Volvió a la cama, algo incómoda, supongo que para calmar sus nervios. Mis ojos de nuevo se clavaron en sus nalgas y en sus piernas. También pude ver uno de sus pezones a través de la camiseta, confirmando que no llevaba sujetador.
—Lo sé —afirmé.
—Claro hijo, días raros, ya está. Ayer es el pasado, mañana es el futuro, pero hoy es un regalo. Por eso se llama presente.
—No, digo que tienes razón, que no fue mi culpa. Déjate de citas por una vez.
Ella volvió a incorporarse y me miró inquisitivamente.
—¿Qué? —dije—. ¿Fui yo quien se quedó medio desnudo por perder al ajedrez? ¿El que aceptó besar a su propia madre? ¿Acaso me vengo yo en paños menores a curarte tus zonas íntimas o voy medio desnudo por casa? No, claro que no, no es mi culpa.
—Cuidado con lo que dices, o será la primera vez que te castigue —advirtió realmente seria.
—¿Castigarme? ¿Por decir la verdad?
—Ese estúpido amigo tuyo nos ha confundido a todos, pero eso no te da derecho a tratarme así.
—¿Amigo mío? Fuiste tú la que quedaste con él a mis espaldas. A saber qué más has hecho. ¿Has perdido otra partida y te has bajado las bragas?
—Tristán, estoy a punto de pasar del castigo a abofetearte directamente.
—¿Sí? Lo dudo. Desde que metiste la pata ni te acercas a mí. Dime mamá, ¿tienes alguna célebre frase para esto? —dije dejando caer la toalla y mostrando una vigorosa erección—. Porque es por ti, ¿sabes? Por mirarte el culo mientras hacía la cama.
—Tú no eres así —dijo pasando del enfado al temor y la tristeza.
—No, no lo era, pero me has convertido en esto.
Me acerqué lentamente, con mi miembro por delante tieso y amenazante como una bayoneta. Me detuve muy cerca de ella y le dije:
—¿Cómo me ves la cicatriz, mamá? ¿Quieres hacerme una cura?
—Estás ido, hijo. Vete.
Yo, poseído por una mezcla de rabia y deseo, le agarré la muñeca y froté su mano contra mi falo. Ella enseguida consiguió librarse y alzó la ultrajada mano con el puño cerrado, como si hubiera sido picada por una serpiente venenosa.
—¡Vete!
—¿Qué pasa? ¿Te sorprende verme así? Quizás lo tendrías que haber pensado antes, ¿no crees?
—Te he dicho que te vayas —dijo con una voz que ni parecía la suya.
—De acuerdo —dije yo— me voy. A masturbarme, claro, como cada noche desde que me hiciste la última cura.
Desnudo, bajando las escaleras en dirección a mi habitación, supe que había cruzado definitivamente una línea que cambiaría nuestra relación para siempre y, a pesar de la monstruosidad que acababa de hacer, no sentía ningún remordimiento.
Capítulo XI
El dolor de la hernia ya casi era un simple recuerdo, solo algún que otro tirón si me forzaba demasiado. Esa tarde después del colegio entrené durante más de una hora y media. Vestido solo con la parte de abajo del chándal me fui a la cocina a por un poco de agua cuando, de camino, vi el móvil de mi madre encima de un mueble. Sin saber dónde estaba ella, aunque sospechando que en la ducha, decidí cogerlo para fisgonear. Por un momento fantaseé con encontrar alguna conversación subida de tono con algún amante, pero lo que encontré fue mucho peor. Mi madre llevaba semanas hablando por el Whatsapp con David. Al principio solo vi a él intentando provocarla, pero luego, a partir de un determinado momento, los monólogos se convertían en conversaciones.
8 de abril de 2021
David: Clarice… ¿Han dejado ya los corderos de gritar?
Carmen: Tienes que hablar con mi hijo.
David: ¡Vaya! Pero si hoy es uno de esos días afortunados en los que me hablas. ¿Y cómo es eso de que tengo que hablar con Tristán?
Carmen: Presumes de que bailamos todos al son de tus palmas, pues habla con él.
David: ¿No me digas que el pequeño Boy Scout te ha intentado meter mano? Déjame adivinar… estabas lavando los platos inocentemente y ha clavado su polla en tus perfectas nalgas.
Carmen: Haz algo decente en tu vida y devuélvele la cordura.
David: ¿Lo ves? Tan leída y tan mojigata. Gente como tú hace que mi madre gane tanto dinero. ¿Qué hay de malo en desear a una madre? Lo siento, pero no, no seré yo quien prive a tu hijo del dulce y prohibido néctar el incesto.
Carmen: Me lo debes.
David: De eso nada, te he ganado tres partidas de ajedrez y has pagado las apuestas, estamos en paz. Y no, no hago nada por altruismo.
Carmen: Hazlo, no me quieres tener como enemiga.
David: Te equivocas, nada me pone más que tenerte como rival.
11 de abril de 2021
Carmen: ¿Qué quieres?
David: O estoy muy mal de la cabeza, o no recuerdo haberte pedido nada.
Carmen: ¿Qué quieres a cambio de arreglar esto?
David: Sabía que sería capaz de domar su orgullo, señora Ariza. Pero, ¿qué te hace pensar que yo puedo volver la paz a tu dulce hogar?
Carmen: Dime lo que quieres y si lo haces, te lo daré.
David: De eso nada, yo no soy un camello de poca monta, no le fío a nadie.
Carmen: Quiero que mi hijo vuelva a ser mi hijo, y que JAMÁS vuelvas a acercarte a nosotros. ¿Puedes hacerlo?
David: ¡Hum! Puede que sí. Pero no puedo prometer que no me acerque a ti. A él de acuerdo, no deja de ser un peón en todo esto.
Carmen: ¿Qué quieres?
David: Fácil. Una foto tuya desnuda ahora, y una felación cuando termine.
Carmen: Eres un auténtico cretino.
David: Vamos…
Carmen: Nunca te tocaría, y tampoco te mandaría nada. Te conozco lo suficiente.
David: No me conoces en absoluto, sabrías entonces que como buen jugador tengo palabra. Sin honor no hay futuro.
David: ¿Carmen?
David: ¿Clarice?
David: …
12 de abril de 2021
Carmen: Una foto mía en la que no se me vea la cara, eso es todo, y cuando termines con este infierno.
David: ¿Negociando? Me gusta… Acepto lo de la foto sin cara, conozco lo suficiente tu cuerpo como para saber que no me vas a engañar. Eso sí, por adelantado. Y al terminar una paja. Es mi última oferta, y si lo consigo y no cumples juro que os destruiré.
Mi madre no contestó, pero lo siguiente era una imagen de ella desnuda. La foto terminaba en su cuello, con el brazo izquierdo tapaba, a duras penas, sus pechos, y lo mismo con su sexo con la mano derecha. Era una foto espectacular, parecía la Venus del Nilo en versión moderna. Intentando que fuera lo menos demostrativa posible había conseguido el efecto contrario, siendo una foto de lo más sugerente. David, después de contestarle algún comentario jocoso, se daba por pagado y terminaban la conversación.
Leí todo aquello en una mezcla de indignación, rabia y excitación, pero para cuando hube terminado, la calentura dominaba el resto de sentimientos. Bajé lentamente mi pantalón y el bóxer y enseguida saltó mi miembro, erecto, pétreo, como si estuviera hecho de otro material que no solo carne y sangre. Sin perder de vista la foto de mi madre comencé a subir y bajar la piel, movimientos lentos pero largos, profundos. Me imaginé a David haciendo lo mismo, pero eso no consiguió robarme la motivación.
Seguí masturbándome, estudiando las formas de mi madre apenas cubiertas por sus brazos y manos, imaginando el momento en el que decidió desnudarse para prostituirse. Recreé en mi mente cómo sería correrme en sus pechos, en su vientre, sus piernas o incluso su cara, aumentando el ritmo de mis tocamientos. Me corrí, poniendo de tope la otra mano y recibiendo en ella los impactos de los chorros de leche. Puse la impregnada mano encima del móvil de mi madre y, apretándola como si exprimiera un limón, vertí el semen gota a gota sobre él. Era mi firma, mi mensaje. Decidí no cerrar el Whatsapp, dejándolo abierto en la conversación con David y con su foto aumentada.
A veces, los peones se convierten en Reinas.
Capítulo XII
Al día siguiente mi madre irrumpió en medio de uno de mis entrenamientos. Su aspecto procuraba ser menos sensual, supongo, pero no lo consiguió. Llevaba un pantalón blanco que, aunque algo acampanado, se arrapaba a su piel de rodilla para arriba, tanto que se marcaba en él inclusos sus bragas. En la parte de arriba una simple camiseta rosa, esta vez no de tirantes, ni especialmente ceñida, pero que no conseguía evitar que sus pezones se marcaran en ella. Esa costumbre de mi madre, esa riña histórica con el sujetador, se me hacía cada vez más deliciosa.
—Tenemos que hablar —me dijo entre seria, tímida y avergonzada.
—¿Qué? —dije yo sin soltar las mancuernas.
—Hijo, te estás machacando mucho y no hace tanto que te operaron.
—Si eso es lo que tenías que decirme ya te lo puedes ahorrar, no te van a dar este año el premio a la madre del año precisamente.
No replicó, tan solo apartó la mirada hacia un lado y abajo.
—Lo he hecho mal, lo he hecho todo mal —dijo.
—Sí, la verdad.
—No sé cómo solucionar esto —insistió.
—A ver, entre exhibicionismo ante mis compañeros de clase, besos con lengua a tu propio hijo, ciberprostitución… No, yo tampoco sé qué puedes hacer, la verdad.
—No digas esas cosas —suplicó.
Dejé de machacar los bíceps para seguir con los hombros, todo sin dejar de conversar con ella. Me sentía en forma.
—Una pregunta mamá, ¿se habría quedado todo en una foto o realmente le habrías hecho una paja? Tengo curiosidad la verdad.
—Estaba desesperada.
—¿Y ya no?
—Sí. Lo estoy. Pero creo que hasta ahora no lo había hecho tan mal como para que me odies de esta manera. Nadie es perfecto, ni blanco o negro, somos grises. La vida es como un tablero de ajedrez, llena de luz y también de oscuridad —argumentó ella.
—Sí, tienes razón. Y siguiendo con los símiles, tú llevas semanas en jaque mate moviendo al Rey desesperadamente, sabiendo que has perdido, pero intentando forzar las tablas como una auténtica perdedora.
—¡Vale! He perdido. Pero merezco otra oportunidad, ¿no? ¿Tanto asco te doy?
Dejé las mancuernas y la miré fijamente.
—No es ese el problema. Quizás es todo lo contrario. Cuando me besaste cambió algo. Eres mi madre y también una mujer. Eres LA mujer. He leído tanto en mi vida, y todo por ser libre. Libre de prejuicios. Sin embargo, tenía uno, sí. Para mí eras un ángel asexuado, y me incomodaba cualquier tema erótico relacionado contigo. Pero ya no. No, ya no. Tu amigo David y tu habéis roto ese tabú.
—No es tu culpa, pero no está bien —contestó ella.
—¿No? ¿Quién lo dice? ¿La sociedad? ¿La Iglesia?
—Estás podrido con sus argumentos —dijo acercándose a mí.
—La historia está llena de casos como el mío, y muchos de ellos protagonizados por genios.
—Hemos evolucionado, es un tema cultural.
—A la mierda la cultura mamá, ¡mira dónde me ha llevado la cultura!
—Hijo. Te ayudaré. Déjate ayudar. Pero por favor, no te alejes de mí. Lo superaremos juntos, como siempre.
Volví a mirarla, de arriba abajo, y tuve la certeza de que jamás sentiría un deseo tan fuerte por nadie. Quizás estaba enfermo, pero el problema es que no quería curarme. No deseaba que las cosas volvieran a ser como antes.
—¿Quieres ayudarme? —le dije agarrándole la mano y llevándola directamente a mi entrepierna—. Pues hazlo.
—Así no.
—¿No? ¿Por qué no? ¿Sientes el bulto de mi pantalón? Es por ti.
Llevé entonces la mano libre hasta uno de sus pechos, sobándolo por encima de la ropa. Reaccionó entonces, liberando su mano y separándola de mi erección, y separándose ella también hasta dejar sus senos fuera de mi alcance.
—No.
—¿Pues entonces cómo? ¿Yendo al psicólogo? Conozco una ideal para estos temas, pero es la madre de David y se la folló hace un tiempo, no sé si podrá ayudarnos demasiado. Si quieres ayudarme, hazlo.
Me acerqué de nuevo y le agarré las nalgas con ambas manos, con fuerza, acercando su cuerpo al mío. Ella cerró los ojos y giró la cabeza, como intentando no ser testigo de lo que estaba sucediendo.
—Déjame, por favor.
—Podría hacerlo. Lo haré, de hecho, si vuelves a pedírmelo. Me has enseñado bien. Pero quiero que sepas que es tu última oportunidad. Si te dejo, si te suelto, lo haré para siempre. Me iré y nunca sabrás de mí. Solo di un no, o un déjame, o un basta, y será lo último que puedas decirme. Es tu decisión.
Ella cerró los ojos aún con más fuerza y tragó saliva mientras yo seguí magreándole el culo y clavé mi erección sobre su sexo, separados solo por la ropa de ambos. Subí entonces mis manos para atacar sus pechos, manoseándolos por encima de la camiseta esta vez sin resistencia.
—Recuerda, solo tienes que decir que no —dije pellizcándole los duros pezones.
Le quité la camiseta lentamente, recreándome, descubriendo sus preciosas tetas de perfectas areolas y puntiagudos pezones.
—Quizás tendrías que haberte puesto un sujetador si venías a negociar.
—Tristán… —fue lo único que dijo, pero sin abandonar su actitud sumisa.
—Lo que me fastidia es que prefirieras hacerle una paja a ese malnacido antes que complacerme a mí —increpé yo sin dejar de sobarle las peras.
Ella seguía cabizbaja y yo seguí acariciándola, apretujando sus mamas entre mis manos. Ataqué entonces su entrepierna, frotándola con la yema de mis dedos por encima del pantalón. En ese momento mi madre reaccionó y me dio una sonora bofetada, una tan fuerte que incluso me pitó el oído.
—Te había avisado de lo que pasaría —le advertí.
—No, me has dicho un “no”, un “déjame” o un “basta”, y no he dicho nada.
—¡Déjate de semántica! —repliqué aún dolorido, arremetiendo ahora para tocarle el culo y el coño.
Me dio otro bofetón, en el mismo lado, girándome la cara. Cuando volví al centro me propinó otra en la otra mejilla, dejándome incluso aturdido.
—¡Pero qué coño haces! —me quejé indignado, palpándome las zonas agredidas.
—No he dicho nada.
Le agarré entonces las dos muñecas, inmovilizándola, increpándole hasta que del forcejeo ambos caímos al suelo. Yo sobre ella, luchando, magreándole de nuevo las tetas que se movían con los bruscos movimientos mientras ella me golpeaba.
—¡Para! ¡Me lo debes! ¿Vale? ¡Me lo debes! Quiero algo que él no haya tenido. ¡Es lo justo!
—¡Él nunca me ha tocado! —protestó sin dejar de golpearme.
—Pero lo iba a hacer. ¡¿Verdad?! Ibas a ser tan estúpida como para cascársela. ¡Puta!
Aquel insulto resonó por toda la estancia. Por toda la casa. Fue como si el tiempo se detuviera. Los dos paramos la lucha y nos miramos a los ojos, como si por unos instantes hubiéramos recuperado la cordura perdida en las últimas semanas. Ella aprovechó el momento de paz y se dio la vuelta en el suelo para intentar levantarse, pero reaccioné yo también abalanzándome sobre ella, quedando encima, con la visión de su espalda desnuda y el bulto de mi pantalón clavado sobre su portentoso trasero.
—¿Dónde vas? ¿Te rindes? ¿Renuncias a mí? —interrogué apretando mi polla contra su culo y agarrándole las tetas desde detrás.
—¡Por favor! —suplicó ella.
—Solo tienes que pedirlo y te soltaré —le recordé sin dejar de meterle mano.
Los pechos, las nalgas, el sexo. Se lo manoseaba todo en medio de ese extraño combate, como en una lucha grecorromana en la que el adversario está continuamente a punto de tocar con la espalda el suelo, pero se niega a aceptarlo. No sé si era orgullo o desesperación, pero mi madre seguía resistiéndose a la vez que no me negaba verbalmente que la tocara.
Con los roces estaba más excitado que nunca, agarré la goma de su pantalón y lo bajé de dos fuertes tirones, dejándolo a la altura de las corvas y dificultando así aún más sus movimientos. Ella estaba exhausta, si su cuerpo no reflejaba la falta de actividad física su aguante sí la delataba. Hice entonces lo mismo con las bragas y al momento bajé también mi pantalón y el bóxer, en una imitación casera de El último tango en París. Con mi polla dura a punto de explotar coloqué el glande en la entrada de su sexo desde detrás y le dije:
—Tan solo tienes que decir no.
Los dos nos quedamos quietos, estáticos, impertérritos durante unos segundos. Vi entonces que bajaba la cabeza, como cualquier hembra en el mundo animal cuando se rinde al macho alfa. La penetré, con lentitud, pero determinación. Avancé por aquel placentero y estrecho conducto hasta que mis testículos chocaron contra sus glúteos. Ambos gemimos, yo de puro placer y ella de frustración, derrota y dolor. Comencé entonces a mover la pelvis, lenta y dificultosamente, gozando de cada roce.
Retiraba mi polla de su interior hasta el glande sin que este llegara nunca a salir y volvía a introducir el trozo de carne hasta que de nuevo sus nalgas ejercían de tope, alargando al máximo el movimiento, despacio, pero con autoridad. Yo no podía reprimir los gemidos y ella soltaba un pequeño y ahogado gritito cada vez que llegaba hasta lo más profundo, al sentir mis testículos golpear contra sus posaderas.
Los quejidos fueron aumentando en volumen y cadencia a medida que subí el ritmo de las embestidas, convirtiéndonos en una sinfonía perfecta. Incrementé de nuevo las acometidas, más rápidas, más fuertes, más profundas. Desde mi posición podía ver sus pechos rebotar al son de mi pelvis y no pude evitar agarrárselos, apretujárselos desde detrás sin dejar de moverme en su interior.
—Eso es mamá, me lo debes. Oh. ¡Oh! ¡¡Ohh!!
Un poco con falta de aire, bajé el ritmo hasta detenerme, me retiré y le quité del todo el pantalón y las bragas que seguían ancladas en las pantorrillas. Le di entonces la vuelta, viendo su cara de absoluta derrota incapaz de mirarme, le abrí las piernas y me acomodé de nuevo sobre ella. La penetré entonces frontalmente, aprovechando que la nueva postura era más descansada y sintiendo sus tetas clavadas sobre mi torso. Con mi madre abierta de patas como una rana, sentí que estaba a punto de estallar, pero me esforcé para aguantar un poco más y seguir disfrutando de su anatomía.
—¡Oh sí! ¡Oh sí! ¡Oh! ¡Mm! ¡¡Mm!! Eres un ángel mami, no me extraña que te quiera follar todo el mundo. ¡¡Ahh!!
La cabalgaba con fuerza, golpeándola contra el suelo, arqueando el torso para llegar hasta lo más hondo de su ser. La besé varias veces, pero la sensación era de hacerlo con un ser inanimado y me centré estrictamente en el delicioso mete-saca.
—Nunca debiste besarme. ¡Nunca! Estás así por tu culpa. ¡Por tu orgullo! ¡¡Oh!! ¡¡Oh!! ¡Mm!! ¡Ah! ¡Ah! ¡¡Ah!!
Le agarré los muslos para abrirle aún más las piernas, colé mis manos entre su culo y el suelo y apretándolo contra mí, penetrándola hasta lo más profundo, me corrí sin poder evitarlo en un festival de espasmos, derramándome en su interior y llenándola de mi simiente. Después de eso me quedé sin fuerzas hasta para separarme, me quedé encima de ella hasta que fui recuperando la respiración, sintiendo como mi miembro perdía su firmeza dentro de ella. Finalmente me retiré, quedándome exhausto tumbado a su lado. Ella se tapaba la cara con el antebrazo, inmóvil en el suelo.
—David tenía razón, esta es la única manera de follarse a una madre —le dije.
—Si vuelves a tocarme seré yo quien te eche de casa —contestó.
—Ya…
—Esto termina aquí —insistió ella.
Esperé unos minutos, relajado, con las piernas aún vibrando del esfuerzo y del placer.
—Esto acaba de empezar, y ni tú ni tu amiguito tenéis ni idea de lo que viene.