La duquesita (1)
Un soldado de fortuna venido a menos decide visitar a su tío enfermo y a sus primas. Pero el viaje le deparará sorpresas. Una fantasía de época con sexo, violencia, muerte y maldad.
La duquesita (1)
Acababa de regresar a Roma tras unos años de ausencia. Volvía de servir al emperador en la guerra contra el turco y los rusos, y aún me estaba aclimatando a mi nueva residencia en una ciudad tan diferente a la Viena que había conocido, cuando me llegó a mi residencia la noticia de que mi tío, el duque de Troncogrosso, estaba gravemente enfermo y antes de entregar su alma a la parca, deseaba hablar con sus familiares para garantizar un futuro tranquilo a sus hijas.
Recordaba a las dos duquesitas. Unas muchachas encantadoras y muy hermosas, con las que tuve ocasión de hablar antes de partir hacia Viena. Especialmente me impresionó la mayor, Agnese, con su resplandeciente cabellera morena y su rostro de ángel. De haber durado un día más mi estancia, sin duda nuestro encuentro hubiera tenido un cariz diferente y más íntimo. Su hermana menor, Grazia, también bella y pizpireta, era más rebelde y algo descarada para el gusto de su padre. Pero tenía un resplandor oscuro en los ojos que no terminaba de gustarme.
En vista de que mi situación económica no era en exceso digna de alegría, partí inmediatamente hacia la residencia de mi tío, con la vaga esperanza de que mi prestancia mereciera alguna mención por su parte en su testamento. Y por supuesto, con la perspectiva de retomar con Agnese las cosas en el lugar donde las dejamos.
La mansión de los Troncogrosso dominaba una loma sobre un pintoresco pueblo. Los habitantes eran sanos campesinos, gente parca en palabras pero agradables cuando tratabas un tiempo con ellos. Y para alguien como yo, acostumbrado a las tabernas, demasiado según el gusto de mi difunto padre, y a vivir con la soldadesca, siempre era algo agradable.
Cuando llegué decidí detenerme en una fonda para acicalarme. No estaba bien que un héroe recién regresado de las guerras, apareciese cansado y cubierto de polvo y suciedad. Pedí una habitación en la única posada del pueblo y me lavé a fondo. Arreglé mis cabellos y comprobé que mis ropas y sombrero estuviesen lo más presentables posible. Una vez hecho esto, bajé a la taberna a tomar un merecido trago de vino y departir con los parroquianos.
Los encontré a todos silenciosos en exceso, hoscos y apesadumbrados. Tras el segundo vaso y una ronda que invité a los presentes, el posadero me contó lo sucedido.
- No, no ha fallecido el viejo señor, pero la Virgen quiso ser misericordiosa y que al permanecer postrado no se enterase de la terrible tragedia. ¿Qué tragedia? Que la bella niña Agnese ha muerto, señor.
Ante mi sorpresa y visible emoción, el corpulento posadero me explicó.
- Al parecer una endemoniada doncella la envenenó una noche. La maldita fue apresada y confesó su crimen. Esta misma mañana la colgarán por su crimen. Y espero, señor, que arda en el infierno por lo que ha hecho.
Conmocionado por la noticia, me apresuré a montar en mi caballo y galopé hacia la mansión. A mitad de camino, un carruaje se cruzó en mi camino en dirección contraria. Ni siquiera le hubiera hecho caso de no ser por una dulce voz que exclamó mi nombre. Me acerqué y por una ventanilla, una fina mano apartó la cortinilla dejando ver un precioso rostro.
¡Primo! ¡Qué sorpresa!
Grazia. Me dirigía a ver a vuestro padre. Me acabo de enterar de la terrible noticia...
No. Mi padre no está en condiciones ya de recibir a nadie. Subid, mi buen primo. Me dirijo a ver cómo se hace justicia.
Señorita... Quiero que sepáis con cuánto pesar me presento ante vuesta casa...
No hay tiempo para ello, primo. Subid ahora o llegaremos tarde.
No sé la razón, pero no me gustó la expresión del hermoso rostro de mi prima Grazia. Sujeté las riendas del caballo al carruaje y entré en él. El espacio era muy angosto. Me senté en frente de la joven, quien hizo una señal al cochero para que continuara. Ella me miraba fijamente, con descaro, como siempre lo había hecho. Incluso en la corte imperial habría destacado por su hermosura y por sus rizos dorados, que recogía en un peinado cuidado. Durante un rato nadie dijo nada, hasta que el coche se detuvo. Grazia apartó ligeramente las cortinas y yo la imité. Estábamos sobre una pequeña colina que dominaba una explanada. En frente, un patíbulo toscamente elaborado como sólo pueden serlo los de los pueblos alejados de la capital, aguardaba ominoso. Frente a él, la multitud ya se aglomeraba vociferante. El carruaje se encontraba en una posición privilegiada. Apartado de la plebe pero con una buena vista del escenario principal de aquella tragedia. Además, las cortinillas permitían ver fuera, pero impedían que nadie los observara desde el interior.
¿cómo ha podido ocurrir?- Le pregunté.
¿Quién sabe lo que pasa por la mente de esas pueblerinas?- Contestó, pero apartó la vista del exterior y la fijó de nuevo en mi.- ¿Sabes que siempre me has gustado, primo? Mi hermana pensaba que podría echarte el guante, aunque padre nunca lo habría permitido. Un aventurero sin fortuna. Ni hablar. En cambio yo os habría hecho tocar el cielo.
No creo que sea esta una conversación apropiada, prima- Le dije azorado.
Ya da igual. Mi padre está a punto de morir y yo soy la heredera. Todo esto es mío. Me pertenece. Puedo hacer lo que quiera.
En ese momento un escalofría recorrió mi espalda. Comprobé la sonrisa que ella trataba de ocultar bajo la máscara de tristeza, y la sospecha se hizo insoportable.
- Y supongo que el alguacil es consciente de ello. Y no debe de ser difícil hacer confesar cualquier cosa a una pobre chiquilla asustada.
Grazia sonrió abiertamente. No había alegría en ese rostro. Era una preciosidad, sin duda, pero me dio un miedo que no me habían provocado las bayonetas del enemigo.
- Querido primo, el alguacil es un buen hombre que hace bien su trabajo. Se ha cometido un crimen deleznable y se ha encontrado a la culpable. Lo que queda es que se haga justicia.
No podía creer la maldad que albergaba aquel cuerpo de diosa. Sin saber muy bien cómo encarar aquello, hice además de levantarme. Deseaba tomar el aire, puesto que aquel estrecho carruaje comenzaba a agobiarme. Pero en ese instante, con un movimiento grácil y delicado, mi prima sacó una pistola y me apuntó con ella al pecho.
- ¿Dónde vas, primo? No irás a cometer alguna tontería ¿verdad? Considera que ahora estás cansado tras tan largo viaje y no piensas con claridad.
Me volví a sentar calculando las posibilidades que tenía de salir de allí con vida. Podría haberle arrebatado la pistola sin dificultad, pero al fin y al cabo ambos sabíamos que ella no la necesitaba. Nadie iba a creer mis sospechas y además, a la duquesita le bastaba con gritar y acusarme de cualquier cosa para que ese mismo día, dos cuerpos colgaran del patíbulo, en lugar de uno.
En ese instante, un corpulento verdugo arrastraba a un menudo cuerpecillo hacia el cadalso. Sobre el alto entarimado, una joven vestida sólo con un basto camisón que había sido alguna vez blanco, permanecía en pie, conmocionada, lanzando miradas suplicantes a la muchedumbre que la insultaba y vociferaba.
El verdugo, con la voz torpe del que no está acostumbrado a vérselas con un papel escrito, leyó la acusación y la sentencia, sin escatimar epítetos hacia la joven condenada, que aparentaba no estar siquiera escuchando.
Una vez hecho eso, se guardó el papel en la camisa y de un tirón desgarró la camisola de la condenada, exponiendo a los parroquianos su cuerpo. Ella trató de cubrir su desnudez, pero a pesar de ello pude ver que se trataba de una joven bien formada, con unos pechos pequeños aunque respingones y bonitos, y un rostro agraciado a pesar de su expresión de terror.
Algún efecto debió de causar en mí, cuando mi prima alargó la mano y la posó sobre mi entrepierna. Di un respingo pero recordé la pistola, y no deseando que por el susto, Grazia me abriese un agujero de más, me mantuve inmóvil.
- ¿No es una gran suerte, primo? Esperaba disfrutar del espectáculo, pero ahora la diversión será mucho mayor.
En el patíbulo, el verdugo ataba con rudeza a la joven desnuda a dos postes verticales, con los brazos en cruz muy estirados. Mientras, mi prima acariciaba mi entrepierna que, ignorando a mi cabeza y a la más elemental prudencia, crecía con celeridad y dureza. Grazia rió con un sonido cristalino y encantador.
- Primo, creo que también vas a disfrutar de la mañana.
Y sin ningún recato, moviendo los suaves dedos con una habilidad excesiva, a mi entender, para una dama de su posición y edad, me desabrochó el calzón y dejó mi miembro viril expuesto y enhiesto.
Fuera, la muchedumbre exclamó cuando el verdugo agarró una fusta y dio el primer golpe contra la espalda indefensa de la doncella. En el carruaje, Grazia se inclinó hacia mí y para mi enorme sorpresa, acercó sus labios a la punta de mi verga. Con dulzura besó el órgano y lo acarició lentamente, y con la misma suavidad, separó los labios y se introdujo mi miembro en la boca.
Sin saber qué hacer, desvié mi mirada hacia el exterior. El verdugo azotaba a la joven condenada. Lo hacía sin prisas, dando tiempo a que el dolor del latigazo se disipase antes de asestar el siguiente. A cada golpe de fusta, el indefenso cuerpo se contorsionaba y escapaba de su garganta un grito. Mi prima por su parte, mamaba de mi órgano con ritmo y con una gran destreza.
No tardé en llegar al clímax. En mi descargo he de decir que hacía algún tiempo que no disfrutaba de los encantos de una mujer. Además, he de admitir que Grazia era una auténtica experta. En la corte de Viena conocí a una condesa que era capaz de transportarte al paraíso del placer usando tan sólo la punta de su lengua. Decían que el resto de su boca la reservaba para los miembros de la familia imperial. Pues bien, creo que mi prima bien pudiera haber hecho sombra a tan habilidosa dama.
Grazia se tragó todo mi esperma, con ansia, y continuó con mi miembro en la boca, de modo que impidió que la erección se desvaneciese. Acariciándolo, lo sacó y me sonrió con expresión pícara.
- Es tal y como la había imaginado, primo. Espero que no hayan colgado ya a esa pobre desgraciada. No quisiera perdérmelo.
Y sin decir nada más, se incorporó, separó las piernas, se apartó la falda y se sentó sobre mi regazo. Sentí el calor de su sexo húmedo a medida que ella misma se dejaba caer sobre mi miembro y se lo introducía lentamente. Y mientras tanto no me miraba a mí, sino que toda su atención la ocupaba el cadalso, en el que la joven condenada se había desmayado por los azotes y su cuerpo colgaba fláccido de sus muñecas atadas.
Grazia se movía lentamente pero con determinación, fornicando con deseo. Ignoraba quién la habría desvirgado, aunque me abstuve de preguntárselo. De todas formas, su vagina era suave y placenteramente estrecha. Para mi sorpresa, mi propio cuerpo reaccionó con lujuria, y comencé a moverme de forma casi involuntaria.
El verdugo despertó a la doncella con un cubo de agua, y la desató de los postes. Inmediatamente agarró sus brazos, los sujetó tras su espalda y ató sus muñecas con habilidad y rudeza.
La joven comenzó a gimotear y pedir clemencia. Desde el carruaje se podían escuchar sus súplicas. Fue arrastrada hacia el centro del patíbulo, donde la esperaban una soga y un taburete. La soga tenía sin duda un nudo corredizo, aunque estaba hecho de forma torpe y sin clase. Nada que ver con los trabajos de los verdugos de lugares más refinados de Europa. Ante la visión de lo que le aguardaba, un chorro cayó de entre las piernas de la condenada, que en su terror, no pudo contenerlo.
Agarrándola de las caderas, el hombretón subió a la muchacha al taburete y sin aguardar más, le pasó el lazo por la cabeza, lo llevó hasta la garganta y allí lo apretó. Acto seguido, tiró del otro extremo de la soga, lo tensó y lo sujetó a un poste. La doncella se mantuvo sobre las puntas de los pies gimoteando, sintiendo el agarre de la cuerda, sin osar moverse para no caer del taburete.
Mi prima cabalgaba sobre mí cada vez más apasionadamente, haciendo esfuerzos por contener sus gemidos. Pero toda su atención estaba puesta en la escena que contemplaba a través de los cortinajes.
Sin más, el verdugo dio una patada al taburete y la joven quedó colgando de la soga, balanceándose apenas. Al principio, tan solo su rostro crispado por el dolor y el terror y la tensión en sus manos atadas a la espalda, indicaban que la pobre desgraciada seguía aún con vida. Ni siquiera había tenido el consuelo de que su cuello se partiera por la caída y haber tenido una muerte rápida.
Al cabo de un instante, una de sus rodillas se dobló apenas, y al momento, lo hizo la otra. Ambas se estiraron de nuevo, buscado sin duda un lugar donde apoyar los pies. No lo encontraron, por supuesto. Así que al cabo de un momento ambas piernas comenzaron a moverse. Lentamente al principio, pero al poco, aumentando a medida que lo hacía la desesperación de la ejecutada.
El rostro de la joven se tornaba de color rojo fuerte y los ojos y la boca estaban abiertos completamente. Los movimientos de su cuerpo se hicieron más frenéticos. Lanzaba patadas al aire, como si no fuese capaz de controlar sus piernas, y el cuerpo se arqueaba en un desesperado intento de tomar más aire. Esto hacía que sus pechos subieran, cual si tratara de exponeros. Era un espectáculo tremendamente cruel, pero debía admitir que la visión de aquel bonito cuerpo contorneándose contribuía a excitarme aún más. Una danza macabra pero estimulante.
Pasaron unos pocos minutos y la joven e inocente doncella se retorcía como un pez recién pescado. Se contorneaba y daba sacudidas desesperadas con sus piernas. A estas alturas su lengua ya sobresalía de sus labios y su rostro se tornaba de un color más azulado. La soga se clavaba en la fina piel de su garganta y sin duda ya le era imposible seguir respirando.
Poco a poco sus movimientos se fueron haciendo más suaves. Menos salvajes. Hasta que tan sólo sus piernas continuaron sin querer parar. Al fin, todas sus extremidades se quedaron inmóviles. Tan sólo unos segundos. Al cabo de los cuales un espasmo hizo que sus piernas lanzaran un par de sacudidas, y sus brazos se estremecieran en un último intento por continuar viviendo.
Pero no duró mucho. El bello cuerpo de la joven quedó fláccido, inmóvil, colgando del cuello y balanceándose levemente.
Y fue en ese instante cuando las acometidas de mi prima aumentaron y se hicieron más salvajes. Yo me había agarrado a sus nalgas y acompañaba sus movimientos, hasta que sentí cómo el interior de su vagina se contraía en fuertes espasmos. Ella arqueó su espalda y ahogó un grito. Las contracciones de su interior, en medio del éxtasis de placer, provocaron el mío, y así me vine con fuerza.
Grazia se desplomó sobre mí y allí permanecimos, jadeando, exhaustos, durante un buen rato.
Por fin mi prima se levantó, recompuso sus ropas con habilidad y se sentó de nuevo en su sitio. Yo, por mi parte, me apresuré a ponerme de nuevo mis calzones y ante un repentino temor, miré por las cortinillas al exterior.
Pero nadie parecía haberse percatado de lo que había sucedido en el carruaje. Estábamos suficientemente apartados de la multitud, que comenzaba a dispersarse. Y daba por sentado que el cochero sería discreto.
Y allí en frente, abandonado por todos, el cadáver desnudo de una joven inocente se balanceaba, colgado por el cuello de una ruda soga.
- Querido primo, espero que te quedarás unos días en casa. Tengo muchas cosas que enseñarte.
La miré un instante sin responder, atónito ante la maldad que encerraba una joven tan hermosa.
- Eres una puta, prima.
Grazia me lanzó una fuerte bofetada, pero inmediatamente sonrió con picardía.
- Por supuesto que me quedaré.- Dije.- Acabo de llegar.
Continuará…