La ducha
La circunstancias me condujeron a ayudar a Pilar, una mujer de setenta años, a tomar una ducha.
La puerta de Pilar estaba entreabierta. Entré y oí el sonido de la ducha. Le pregunté si se encontraba bien, pero no me oyó. Abrí un poco la puerta y vi su silueta desnuda dibujarse tras la mampara. Volví a preguntar y se asustó, pensaba que era su hija que la ayudaba cada tarde a bañarse.
Pilar estaba bajo el agua y agarrada a unos asideros para evitar caídas. Su cuerpo era grande y había perdido la silueta con el paso de casi setena años. La piel era blanca y su leve obesidad la mantenía tersa, y sostenía los glúteos con dignidad.
Me senté en la taza del inodoro y ella sobre una banqueta de madera y esperamos a que llegase su hija. Pasaron al menos cinco minutos y, ante la tardanza, le propuse ayudarla. No me rechazó, pero sintió vergüenza. Quizá la misma que yo, pero ver a la mujer tanto rato bajo el agua sin saber que hacer despertó mi sentido humanitario. Su movilidad era reducida y su elasticidad le impedía realizar algunos movimientos.
Me puse unos guantes de látex para lavarla. Enjaboné bien su cuello y su espalda, los brazos y los costados, bajé hasta los glúteos y me sentí cohibido pero intenté continuar con naturalidad. Dibujé unos círculos sobre aquellas prominentes nalgas y continué por la parte posterior de los muslos hasta los pies. La hice girar para continuar por delante. Primero el cuello. La mujer cerró los ojos y reía mientras comentaba lo increíble de la situación. Bajé por el pecho y me encontré con dos senos enormes que caían sobre el estómago y esparcían su volumen hacia los costados. La espuma no logró tapar la visión de unas tetas tan grandes, y la excitación apareció al ver emerger dos pezones oscuros y grandes como bellotas. Pasé la esponja con más delicadeza a su alrededor y Pilar suspiró y después dejó escapar una risa nerviosa. Repetí la fricción en el otro pecho y la mujer emitió un leve jadeo. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en la boca. Nunca hubiera imaginado acariciar el cuerpo de aquella mujer, pero ahora que lo tenía desnudo entre mis manos, me excitaba sobremanera.
Continué enjabonando su estómago y miraba embobado aquellos enormes pechos que enarbolaban unos pezones de un tamaño inimaginable para mi. Al bajar hasta la zona púbica sentí una ligera desazón. Tenía al alcance de mi mano un pubis sin un solo vello, parecía el de una adolescente. La ranura de la vulva estaba protegida por dos labios mayores gruesos. Al pasar la esponja pude comprobar que al mismo tiempo eran blandos, acolchados. De ellos apenas asomaban dos labios menores oscuros que contrastaban con la piel blanca. Froté ligeramente con la esponja y Pilar abrió un poco más las piernas para facilitarme el trabajo. La suavidad con la que lavaba esa parte de su cuerpo llevaba implícita la lujuria que iba contagiando todo mi ser y contra la que luchaba con poca convicción. Aún froté un poco más a la altura del clítoris esperando una reacción que no tardó en llegar. Se le escapó un gemido. Repetí las fricciones dos o tres veces y su cintura se movió ligeramente. Estaba gozando de su sexo aquella mujer de setenta años.
Continué con la esponja por sus muslos, con un mimo especial en el interior para regalar a esa anciana unos momentos de gozo que quizá tenía olvidados.
Volví a recorrer su cuerpo con la esponja buscando alguna señal inequívoca de deseo y temiendo que aquella oportunidad nunca volvería.
Froté sus pechos con mucha delicadeza y buscando el placer. Los pezones reaccionaron ante la proximidad de la esponja y los acaricié detenidamente. Pilar continuaba con una enorme sonrisa y de vez en cuando cerraba los ojos para deleitarse más con las caricias.
Bajé de nuevo hasta el pubis y puse buen cuidado en pasar aquella esponja por todos los rincones en los que una mujer se siente excitada. Froté toda la vulva de arriba abajo y en círculos en una provocación descarada que ella supo agradecer con sus gemidos, pero no me atreví a más.
Cogí la ducha y le quité todo el jabón ayudándome con la otra mano para acariciar de nuevo aquel cuerpo voluminoso y voluptuoso al mismo tiempo. Esta vez pude tener aquellos pezones enormes entre mis dedos por unos segundos y maldije haberme puesto los guantes y no poder sentir el tacto de su piel. Mi mano también aprovechó para acariciar el pubis y la vulva con la excusa de limpiar todo el jabón. Incluso me atreví a meter ligeramente un dedo en la raja sin demasiada convicción.
Ahora, pensé, ya sólo me queda secarla con la toalla y habrá terminado todo. Sin embargo, ella me señaló un bote de aceite corporal que necesitaba para su piel reseca.
No dudé ni un momento. Me quité los guantes para sentir el contacto de su piel caliente. Inicié un suave masaje por la espalda y al llegar a sus glúteos utilicé la presión de mis dedos para rozar la zona de su ano sin llegar a tocar el agujero. Especialmente placenteras me parecieron sus piernas. El interior de sus muslos era suave y delicado. Se abría de piernas para que mis manos masajeasen su piel sin obstáculos. Se giró y de nuevo tuve ante mi aquellos pechos inmensos con unos pezones que aún mantenían la erección, Ahora con las manos embadurnadas de aceite pude acariciar las tetas sin disimulo y retener entre mis dedos por unos segundos unos pezones duros y rugosos que generaban en Pilar suspiros y gemidos disimulados. Me armé de valor y mantuve una mano en un pecho y con la otra acaricié el vientre y llegué hasta el pubis, las ingles y finalmente la vulva. La prominencia de los labios era tal que casi llenaban mi mano de coño. Friccioné de arriba abajo dejando que un dedo se fuese introduciendo entre los labios. Ella se abrió aún más de piernas y yo entendí que era una invitación. Acaricié con esmero desde el ano hasta el ombligo y poco a poco fui reduciendo el área del masaje a su vulva. Esta empezó a dilatarse y ayudada por el aceite se lubricó lo suficiente como para que mis dedos resbalasen muy bien por su interior. Hallé un clítoris pequeño y dormido, pero a los pocos segundos se había endurecido. Mi mano y mis dedos lograron que aquel coño palpitase con las caricias.
Mi dedo corazón buscaba continuamente el clítoris y este se escapaba una y otra vez por la lubricidad que impregnaba toda la vulva. Las caricias sobre aquel diminuto granito lograron estremecimientos cada vez más seguidos y un ligero movimiento de la cintura. Los gemidos y jadeos aumentaron hasta convertirse en unos sonidos irreconocibles. Pilar no se soltaba de los asideros para no caer, pero tenía cada vez las piernas más abiertas. Las caricias en su vulva impregnada de aceite y flujos le producían una deliciosa y eléctrica sensación en sus entrañas. Su respiración se entrecortaba y eso me indicó que estaba muy cerca de llegar a un orgasmos. Su coño pareció abrirse inmensamente y mi mano recorría toda su superficie, desde el clítoris hasta introducir un par de dedos en su vagina. En su interior estaba creciendo un gozo tan intenso que en unos segundos después explotó dejando escapar gran cantidad de flujo y con tanta fuerza que llegó hasta mi camisa. Mis masajes continuaron con más suavidad . Su cara era una sonrisa con los ojos cerrados mirando hacia su interior, de donde había emergido un gran orgasmo a sus setenta años.
Su mirada estaba llena de timidez, y se ruborizó. Yo no quise decir ni una palabra. La hubiera sentado en el inodoro y la hubiese dado mi polla para que la mamase, pero no me atreví. Sequé su cuerpo con una toalla y la vestí con su ropa interior negra, una blusa floreada y una falda oscura. Se peinó mientras yo recogí el cuarto de baño.
Le dije adiós y al abrir la puerta para marcharme me encontré a mi esposa buscando la llave para entrar a casa de su madre. Venía a bañarla. Desde que vivimos en el mismo rellano, lo hace cada día. La besé en los labios y crucé el rellano para entrar en mi casa aún con la erección y sin creer en la realidad de lo que había sucedido.