La dominación de Isabel. 12

En casa de JM tras la noche con los mendigos.

Eran las tres de la mañana cuando llegaron a casa de JM, tras haber estado en la ciudad, obligada Isabel a follar con los dos mendigos. Se sentía sucia, violada, degradada, humillada. Se le acababan los adjetivos para describir su estado, pero aun así no había protestado ni una sola vez, había obedecido a su amo en todo. Y seguiría haciéndolo, ya no tenía personalidad para rebelarse.

Era una mujer casada, con hijos, trabajadora, tenía todas las responsabilidades que conllevaban todas esas actividades, encargarse de la casa, de su marido, en todos los sentidos, de sus hijos, era muy buena en su trabajo, sus jefes estaban contentos con ella. Era una mujer del siglo XXI, moderna, activa, independiente. Pero cuando estaba con su amo, todo aquello se anulaba, se sentía indefensa e insegura, sin personalidad, absolutamente dependiente de su amo. Las cosas que estaba haciendo desde que decidió servirle escapaban a su control, ya no era consciente de lo que hacía, de qué estaba bien o qué estaba mal. Su amo se había apoderado completamente de su mente.

Durante el trayecto de vuelta a la casa de JM no hablaron, Isabel no tenía permiso para hablar sin ser antes preguntada y JM no quería entablar conversación con su esclava, no la quería para hablar o ir cogidos de la mano por un parque, o tomar un café en una terraza un día de sol. La quería para servirle, para cumplir sus sueños. Y sus sueños estaban llenos de dolor y sufrimiento y degradación. Quería a Isabel para humillarla, para ver cómo se rebajaba, para hacerla sufrir, para que le sirviera.

Se bajaron del coche. Isabel aún notaba el ano, la vagina y el interior de los muslos húmedos y pegajosos de semen. El olor apestoso de los dos mendigos se le había pegado y ahora ella también apestaba, su ropa, su pelo, todo su cuerpo. JM abrió la puerta, pasaron y lo primero que hizo fue ordenarle que se desnudara y se arrodillara. Le colocó el collar y la correa y la llevó hasta la habitación del fondo, a La Habitación del Placer y el Dolor, donde le soltó la correa, la cogió de las muñecas y la ató a las argollas de la pared; le ató los tobillos e Isabel quedó con las piernas y los brazos estirados, atados y separados, en forma de X. JM cogió dos pinzas de acero unidas por una cadena y las encajó en sus pezones.

Pensaba dejarla allí mientras él se iba a dormir, y cuando ya salía por la puerta, se acordó de algo. Se acercó de nuevo a su esclava, vio con deleite la cara de sufrimiento que tenía y le preguntó algo al oído.

- Hay una cosa que se me ha olvidado preguntarte, perra. ¿Has sentido placer follando con esos dos despojos?

Isabel dudó antes de responder, no sabía si se trataba de una pregunta trampa, si debía responder la verdad o lo que su amo quería oír. Se arriesgó por decir la verdad.

- No, mi amo, ha sido degradante y repulsivo.

-Bien, era uno de los objetivos, que te sintieras asqueada .

Con los dedos empezó a acariciar su coño y darle pequeños pellizcos.

- Pero dime una cosa, puta asquerosa, ¿has tenido un orgasmo?

Isabel no pudo evitar sonrojarse, creía que su amo no llegaría a saberlo, pero ahora no podía engañarle, se había dado cuenta de que debía decirle la verdad siempre, pasara lo que pasase.

- Sí, mi amo, me corrí mientras me follaban .

Se sintió avergonzada al decirlo, humillada, por un momento ni siquiera notó el dolor que sentía en los pezones, en las muñecas y tobillos, y en el coño. JM sonrió ampliamente.

-¿Ves como eres un puta asquerosa y repugnante? Seguro que has sentido más placer con ese orgasmo que con todos los polvos que te ha echado tu cornudo marido .

Se dio la vuelta y se marchó, dejándola con esa idea flotando en el aire y en su cabeza.

Isabel quedó allí, sola y atada. Las pinzas de sus pezones tiraban de ella, la cadena que las unía colgaba, ejerciendo una ligera presión, un pequeño peso, que tiraba hacia abajo. Las argollas de muñecas y tobillos no le cortaban la circulación, pero apretaban y eran incómodas, de cuero y metal, unidas por correas a la pared. No se atrevió a tirar, de ellas, pero aún así, supuso que estarían bien sujetas a la pared y no se soltarían. De todas maneras, no tenía intención de soltarse. Su amo la había atado allí y allí se quedaría, obedecería a su amo a toda costa.

Pensó que su familia habría pasado una tarde tranquila, pero sin ella, habrían cenado, visto un rato la televisión y luego los niños se habrían ido a la cama. Su marido se habría quedado viendo la tele hasta tarde y luego se habría acostado también. Solo. Sin ella.

Y ella, en ese tiempo, la esposa, la madre, había estado siendo humillada de formas increíbles por su amo, torturada, obligada a follar con dos mendigos, obligada a hacer cosas que su marido no podría ni imaginar. Y ahora estaba atada y desnuda, y con un collar de perro en el cuello, símbolo de su sumisión.

Notaba los pezones duros y ardiendo, querría arrancarse de un tirón las pinzas, acabar con la presión. Le empezaban a doler las muñecas y los tobillos. Podía tocar el suelo con los pies descalzos, no estaba colgando en el vacío sujetada por las cadenas, sólo tenía separadas las piernas y los brazos y después de un rato en la misma postura, empezó a sentirse incómoda. Partes de su cuerpo se le dormían. Pensó que cuando su amo finalmente la soltara, no podría ni sostenerse en pie. Sentía la boca pastosa y le olía mal el aliento, a la polla y al semen del mendigo. Al pensar en eso sintió un escalofrío y no supo si era de repelús o de excitación. Ahora era consciente de lo que había hecho de ella su amo, ya la había obligado a follar con otro hombre, con el encargado de limpieza del trabajo, y ahora con los dos mendigos. La había convertido en una puta. No sólo en una esclava sexual, en su perra, sino en una puta. Una puta con la que cualquiera que él, su amo, decidiera que podía gozar de ella.

Su amo cada vez la arrastraba más hacia un abismo de degradación, del que dudaba que pudiera salir alguna vez. Se sentía demasiado atrapada en esa oscuridad.

Intentó dormir, pero estaba demasiado incómoda para ello. Las imágenes de todo lo que había hecho en las últimas semanas le volvían a la cabeza una y otra vez, lo veía todo, se veía arrastrándose, arrodillándose, desnudándose, adorando a un hombre al que hasta hacía poco casi ni conocía, un hola y un adiós en el trabajo. Y ahora dominaba su vida. La tenía sometida.

Le sorprendió notar cómo le aflojaban las argollas de los tobillos. Después de todo, debía de haberse quedado dormida. Era su amo que venía a desatarla. La habitación no tenía ventanas, pero por la puerta abierta entraba luz. Ya era de día.

Cuando estuvo libre, cayó al suelo como un fardo. Tuvo que frotarse los tobillos y las piernas dormidas, y las muñecas, con energía. Su amo no la ayudaba. Pero tampoco esperaba otra cosa. No la había hablado. No decía nada. Le soltó las pinzas de los pezones. La liberación fue dolorosa. Tenía los pezones tan duros y sensibilizados que no se atrevía a tocárselos. Su amo le señaló la ropa y por fin dijo la primera palabra.

- Vístete.

Su ropa estaba tirada en el suelo, a un lado de la puerta, arrugada, asquerosa. La cogió, temiendo tener que ponérsela y volver a casa así vestida, pero estaba claro que su amo no iba a dejar que se lavara y adecentara. Y ella no podía pedírselo, no estaba entre las atribuciones de una esclava pedir, suplicar. Se puso el sujetador y las bragas que no había llevado cuando la follaron los mendigos, la falda, la blusa y los zapatos. Toda su ropa apestaba. Toda ella apestaba.

- Puedes irte, ya nos veremos en el trabajo, si no te llamo antes.

Llegó a su casa el domingo a las 13.40. No veía a su familia desde el día anterior, pero parecía como si hubieran pasado meses. Por un fugaz momento se le ocurrió contarles dónde había estado y lo que había hecho. Pero el deseo fue breve. La locura pasó en seguida. Entró en casa.