La Doctora en la jaula V

Continúa el calvario de la Sra. Vance y Sharon Tyler, la asistenta social, comienza a saber que significa amenazar a Tara White

Este relato es una versión en español del relato  “Doctored into a cage” escrito por Jackpot y aparecido en la página BDSM Library en noviembre del 2008. Por su temática, me pareció interesante traducirlo y compartirlo con ustedes. No soy un buen traductor, y menos escritor, así que pido disculpas de antemano por los defectos que en el relato se encuentran.

V

Suena el teléfono.

  • ¿Sí?

  • ¿Preparada para otra sesión, Sra. Vance?

Silencio y respiración pesada.

  • Linda, puedo oírlos latidos de tu corazón. Puedo oírte respirar. No trates de hacerme creer que no estás ahí.

  • Por favor, no me llames más. Déjame en paz – Linda ya estaba frotándose alrededor de sus pezones.

  • Realmente no deseas que cuelgue, ¿no es cierto?. Después de todo nuestras pequeñas sesiones han sido muy productivas. Son las únicas ocasiones en las que puedes jugar con ese pequeño y sucio coñito tuyo. Ambas sabemos que tu marido no lo usa, ¿verdad?

  • ¡Detente!

  • No, no lo haré. Si querías que parase ya habrías colgado. Sólo cuelgas cuando ya te has corrido, Linda.

  • No voy a escucharte más.

  • Claro que lo harás. Al principio siempre estabas asustada y enojada, pero ahora siempre encuentras algo de placer en mis llamadas. Las esperas. ¿Cuelgas tal vez porque te sientes culpable por el placer que obtienes o es por el castigo que se avecina?

  • ¿Qué castigo?

  • El que tendrás cuando ingreses en la clínica, y el que te doy por teléfono.

  • No voy a ir a tu estúpida clínica así que deja de decírmelo una y otra vez. –La Sra. Vancecolgó.

Suena de nuevo el teléfono: ring, ring, ring…

  • Te he dicho que me dejes en paz.

  • ¿Entonces por qué no has desconectado el teléfono, perra estúpida?. Ahora vamos a jugar contigo otra vez. Quiero esas tetitas fuera lejos de tus ropas ya. Quiero que te las saque, las estires y las golpees. Quiero escuchar buenas palmadas en las tetas. ¡Venga, coño!

  • Oh…. Emmmmm…. Oohhhh… - Gimió, se dio una palmada y se quejó. Volvió a darse una nueva palmada. Con cada golpe los pezones se le ponían más y más duros.

  • Eso es, puta. Más fuerte y más rápido… hazlo para mí. Es mucho mejor que ver a tu marido jodiendo a la cama.

  • Sí… ohhhh…. Sí… emmm…. Sí.

  • ¿Recuerdas la primera vez que te hice mirarte las tetas? – la voz era un sensual susurro.

  • Sí.

  • Te encantó, ¿verdad?

  • Sí, me encantó.

  • Lo sé. Tenemos una oferta de dos por uno enla Clínica Gracie, Sra. Vance.

  • ¡Deja de hablarme de la clínica!

  • El dos por uno es para tu marido y para ti.

  • Te estás follando a mi marido, ¿no es cierto, puta?

  • En estos momentos te estoy follando a ti, Sra. Vance. Piensa en lo húmeda que está esa hendidura entre tus piernas y en lo que deseas que se abra para mí. Piensa en lo maravilloso que es convertirte en la puta telefónica de una mujer desconocida que podría estar tirándose a tu marido.

  • Ohhhhhhh… ohhhhhh… eeeemmmmm… - La respiraci´´on de linda se hacía más y más pesada a medida que sus dedos se deslizaban por su sexo.

  • ¡Sabes lo que quiero oír ahora, Sra. Coño!

  • No te lo diré.

  • Sí que lo harás, coño, ¡dilo en voz alta y con orgullo!

  • Por favor…

  • ¿Por favor qué, puta?

  • Por favor, fóllate a mi marido.

  • Otra vez, más alto. Más alto y con orgullo.

  • Fóllatelo, por favor, fóllate a mi marido, por favor…. ¡fóllate a mi marido!... ohhhhh… ohhhh… sí, por favor, fóllate a mi marido en mi lugar… por favor, fóllatelo… ohhhhhh…

  • Buena chica. Sí, una buena chica. Ahora vete a buscar unas jodidas pinzas para la ropa y el vibrador.

Buscó a tientas en el cajón de la cómoda hasta que encontró lo que la voz al teléfono le pedía. Sus tetas colgaban fuera de la blusa y el sujetador los empujaba hacia arriba. Odiaba a esa mujer, pero adoraba los orgasmos que tenía cada vez que hablaba con ella. Esa mujer conseguía con su voz, dulce y guarra a la vez, calentar a cualquier mujer que se propusiese. Era sensual y serena para a continuación volverse guarra. Conseguía elevar y separar su ser interior de su mente condicionada, llevándola a un lugar decadente y dulce al mismo tiempo. Era un lugar en el que podía descansar de sus orgasmos, pero, como sucedía siempre con Tara, no sin consecuencias. Ni su rabia interior, ni su desesperación amorosa podrían salvarla de la voz que controlaba su mundo, la voz que se estaba llevando a su esposo, la voz que la estaba acondicionando para el dolor y el placer. Esa voz se abre paso en su cerebro y no le deja reposo. Le despoja y aparta de toda razón. Esa voz que tomó toda su lógica y sin compasión la hizo basura. Esa voz por la cual estaba tirando todo por la borda.

Linda nunca había conocido a la mujer fruto de su odio y sin embargo lo único que podía hacer era cumplir con pasión, lujuria y miedo a los dictados de su voz. Se estaba convirtiendo en su esclava antes de conocerla. Cada vez que jugaba con su coño, cada vez que se corría, caía más profundamente en un abismo del cual no podía escapar. Cuanto más caía más se perdía a si misma y más se convertía en otra persona.

  • Ya los tengo.

  • Estás muy caliente ahora, ¿verdad? – le indicó con tono susurrante.

  • Sí, estoy muy excitada.

  • ¿Sabes donde van las pinzas?

  • Sí.

  • Dime, ¿dónde?

  • En mis pezones.

  • ¡Sabes lo que tienes que decir, puta! – la voz era ahora de mando.

  • Van en mis cachondos y grandes pezones

  • Así es, ¿y dónde están esos pezones grandes y cachondos?

  • En mis pechos.

  • ¡No! Están en tus estúpidas tetitas. ¡Dímelo coño!

  • Están en mis estúpidas tetitas.

  • ¡Esa es mi niña buena! Como eres una niñita buena tienes las tetas pequeñas. ¿no es así, Sra. Vance?

  • Sí, tengo unas tetitas pequeñas.

  • Son tan poca cosa que no merece la pena que ningún hombre les dedique ninguna atención.

  • Sí, son patéticas. – Linda tenía lágrimas en los ojos y la voz seguía humillándola más y más. Sin embargo, la humedad en su entrepierna era cada vez mayor. Perdió el control y se dejó llevar por la voz.

  • Entonces, si no merecen la atención de ningún hombre tampoco la merecen de tu marido, ¿no es así?

  • Sí, no vale la pena que pierda el tiempo con ellas.

  • Escúchate a ti misma, Sra. Vance. Me odias y sin embargo te encanta la forma en que te trato. Te gusta tanto la humillación que estás dispuesta a degradarte de cualquier manera que a mi me plazca. Eres verdaderamente inútil, Sra. Vance. Ahora dímelo, ¿qué eres?

  • Soy una verdadera inútil…. Verdaderamente inutiiiii…. Emmmmm… ooohhhhhh…. Síiiiiiii – comenzó a gritar presa de un fuerte orgasmo.

  • Tu marido merece algo mucho mejor que tú y lo está consiguiendo.

  • Sí, lo está consiguiendo.

  • Y dime, ¿Quién se lo está dando?

  • Lo está recibiendo de ti – lo decía sollozando mientras aumentaba la humedad que escapaba de sus labios vaginales.

  • Sí, lo está recibiendo de mí y ya no tendrás que preocuparte por él nunca más. De hecho seguro que ya piensas que lo mejor que ha podido pasarle a tu marido es que consiguiese a otra persona, ya que tú eres una completa inútil. Ahora incluso estás pensando en lo bueno que sería que me ocupase yo también de ti. Piensa en ello Linda. Piensa en todas las alegrías y maravillosos placeres que obtendrías si me complacieses.

  • ¡Oh, eres tan malvada!

  • Tienes el vibrador, ¿verdad puta?

  • Sí.

  • Realmente se ha convertido en tu mejor amigo en estos días, ¿no es cierto?

  • Sí.

  • Nadie más va a tocar ese chochito mojado, ¿no?

  • No, no, nadie más.

  • Bueno, tengo una idea aún mejor.  Ve a buscar un agradable cuchillo de cortar carne a la cocina.

  • ¡No! –La Sra. Vancecolgó el teléfono otra vez.

Suena otra vez el teléfono: Ring, ring, ring…

  • ¡No voy a hacerlo, perra enferma!

  • ¡Vas a hacer lo que yo te ordene, maldito coño!. Ve a buscar el cuchillo. Se que piensas hacerlo. Se te está poniendo tan caliente y húmeda la raja… ¡Ve a buscar el cuchillo!

  • No puedo… para, por favor.

  • ¡Vete a buscar el cuchillo ahora!

Se hace el silencio. Unos minutos después se oye la voz de Linda.

  • Ya lo tengo.

  • Mírala. Es tan agradable… Quiero que imagines que es una bonita y enorme polla. ¿A que es como una polla grande y sucia?

  • Sí, es una polla sucia y grande.

  • Quiero que te metas esa gran polla en lo más profundo de tu vientre.

  • ¡No!

  • Quieres hacerlo. Deseas cortarte, ¿a que sí?

  • No, no puedo… por favor, no puedo.

  • Sí que puedes. Dime lo que deseas hacer.

Una breve pausa.

  • Quiero… oh… quiero cortarme.

  • Adelante y entierra el cuchillo bien adentro de ti. Estas fuera de control. Hazlo para mí.

  • Yo… oh… yo… sí.

  • ¡Basta! – le gritó la voz del teléfono.

  • ¿Cómo?

  • Para, Sra. Vance. Aleja el cuchillo de ti.

Lo tiró lejos de su cuerpo. Sus manos le temblaban, de hecho le temblaba incontroladamente todo su cuerpo. Había escuchado el corazón del mal y casi había hecho el amor con él.

  • No me llames más, por favor – dijo frenéticamente y casi sin voz.

  • Me acabas de demostrar lo lejos que llegarías por mí. ¿Te das cuenta de lo enferma que estás, Sra. Vance?

  • Sí.

  • ¿Entonces por qué no me escuchas y acudes a la clínica en busca de ayuda?

  • ¡Déjame en paz, maldita perra! ¡Déjame en paz! – colgó el teléfono y desconectó el cable.


Era más bien alto y vestía un largo abrigo negro con multitud de bolsillos diferentes cosidos en el forro. Estos le proporcionaban un buen escondite para llevar sus desagradables artilugios. No estaba en buena forma y, aunque delgado, tenía un prominente vientre, probablemente causado por toda la cerveza que bebía. También fumaba mucho, sobre todo puros, que habían acabado por teñir sus dientes de un desagradable tono marrón.  También se estaba quedando calvo, pero nada de eso le importaba. Jeb Cutler era un hombre cachondo, pero más que eso era un hombre que siempre tenía un plan.

El último implicaba a una pareja, Henry y Sharon Tyler. Los había estado observando desde hacía meses por orden de Tara White. Le encantaba estudiar sus costumbres y buscar momentos en los que se convertían en vulnerables. Encontraba placentero hacer esas pequeñas observaciones. Los había estudiado bien y ahora quería poner su plan en acción. El Sr. Yla Sra. Tylersiempre iban al cine los fines de semana, por lo general los domingos y siempre una matinée. Jeb decidió que ese sería el momento de ejecutar su plan. Puso a las hijas del matrimonio en manos de su hermano. Brenda y Clair estaban en la universidad y permanecerían en el campus. Eso le daría la ventaja de que la pareja no acudiría a la policía. Todavía era un plan arriesgado, pero a Jeb siempre le habían gustado los riesgos y había jalonado su carrera de ellos.

Cogió dos fotos de las chicas. Una era una foto normal y en la otra se encontraban desnudas en las duchas. Ésta última era importante porque la capacidad que tenía de entrar en los momentos privados de las muchachas aseguraba la cooperación de mamá y papá. El día había llegado y las dos chicas habían sido secuestradas. Era el momento de hacer su siguiente movimiento.

Siguió a la pareja hasta el cine. Su táctica calentar un poco el ambiente, juego previo como gustaba llamarlo, para demostrar que era el macho alfa. Jeb se propuso tropezar con la señora Tyler y dejar sólo que se precipitasen los acontecimientos.

Habló con acento sureño y dijo:

  • Jovencita, creo que deberías mirar por donde vas. Creo que me debes una disculpa. – Sonrió a la mujer de unos cuarenta años de edad. El marido se encontraba de espaldas a ella.

  • ¿En serio? Has sido tú el que ha chocado conmigo, así que creo que no lo haré.

  • ¡Vale, vale, preciosa! No creo que nadie quiera montar una escena, sobre todo estando él aquí – dijo señalando al Sr. Tyler, que seguía ajeno a lo que sucedía, y echándose a reír. -  Así que ¿por qué no me das ahora un enorme y húmedo beso en la frente?. Creo que sería una buena disculpa y, si quieres, podemos llamarlo, no creo que le importe.

  • ¡Es usted un cerdo! No le besaría ni aunque fuese el último hombre sobre la faz de la tierra – dijo ella frunciendo el ceño.

  • Amigo, es mejor que desaparezcas antes de que llame a seguridad – dijo el Sr. Tyler que había escuchado la última parte de la conversación. Jeb se percató de que era un cobarde al mencionar el servicio de seguridad en vez de enfrentarlo él mismo.

  • Bueno, bueno, el maridito va a buscar ayuda para rescatar a su esposa. Sabía que serías incapaz de hacerlo tú solo, pichafloja, ¿o acaso vas a hacerlo?

Jeb permaneció erguido frente a Henry y su esposa. Sabía que éste estaba visiblemente nervioso. Ella rompió el silencio y dijo:

  • Vamonos cariño, este tio está loco y no vale la pena seguir discutiendo.

En ese momento intervino Jeb:

  • No, no, tal vez se me haya ido un poco la olla. Mis disculpas a ambos. Disfruten de su película. – y se dirigió a la salida del cine.

  • Henry, vámonos a casa ahora. Me he quedado con un poco de malestar después de lo que ha paso. – Sharon jugueteó con la parte inferior de su vestido, que se había subido al contacto del abrigo de Jeb.

  • No – dijo rotundamente – hemos venido a pasar un buen rato y no vamos a permitir que es tio nos arruine el día. Me pregunto cuanta cafeína llevaba en sangre. – Henry se echó a reír. – Vamos cielo, vamos a nuestros asientos y disfrutemos de la película.

La pareja se dirigió a sus localidades y se sentaron en espera de que comenzase la sesión. Mientras tanto, Jeb había logrado colarse en uno de los baños y esperaba a su presa. En este cine sólo proyectaban dos películas y que estas se proyectaban casi al mismo tiempo, por lo que sabía que la mayor parte de la gente del cine entraría antes de que comenzasen las películas.

Jeb había observado que Henry siempre iba al servicio más o menos una hora después de empezada la película. Había sucedido así en las diez semanas que llevaba vigilándolos. Era una lástima que Henry tuviese un problema de próstata, pero  Jeb estaba encantado. Esperó pacientemente la llegada de Henry. Por supuesto que cabía la posibilidad de que no apareciese, por lo qué tendría que retrasar su plan una semana, pero estaba seguro de que no sucedería así. El destino quiso que Jeb obtuviese su premio. Henry, como un reloj, se dirigió al baño más cercano y entró. Jeb comprobó que no había nadie más en la habitación. Tendrían que estar solos, al menos en el momento inicial de la captura. Henry, sin saber lo que se le venía encima, se acercó a uno de los urinarios y comenzó a mear.

Jeb empezó a llamar desde uno de los cubículos:

  • ¡Pstss… Pstss…! ¡Hey, señor! ¿Podría venir un momento? Creo que estoy enfermo…

Henry se subió la cremallera del pantalón y se acercó a la cabina. Llamó a la puerta y dijo:

  • ¿Le pasa algo malo, amigo?

La puerta de la cabina se abrió de golpe tirando a Henry hacia atrás y al mismo tiempo el puño de Jeb impactaba contra la nariz del desprevenido Henry. El golpe le hizo soltar un poco de sangre al tiempo que lo dejaba momentáneamente aturdido. Jeb aprovechó ese momento meter a Henry en su cubículo y cerrar con llave, aislándolos de miradas indiscretas. A continuación torció uno de los brazos de Henry a su espalda y, sacando de uno de los bolsillos de su abrigo un cuchillo de caza con uno de sus bordes serrado, le colocó el cuchillo en la garganta. Henry no podía verlo, ni siquiera podía girar la cabeza.

  • Un sonido y te mato, hijo de puta. – le susurró Jeb al oído. - Lo que corta este cuchillo no puede ser cosido y tengo tu carótida a tiro.

  • Tranquilo, ¿vale? ¿Qué quieres? Coge mi cartera. – La voz de Henry apenas era audible, La hoja del cuchillo presionaba con fuerza su cuello.

  • No quiero tu jodido dinero, picha floja. – las dos últimas palabras hicieron efecto inmediato en la mente de Henry. “Es el tipo de antes”, pensó.

  • Tu mujercita me llamó cerdo, ¿recuerdas? – Jeb apretaba más aún el cuchillo sobre el cuello de su presa.

  • Sí… ¿Qué… qué quiere de mí?

  • Sueltate el cinturón y bájate los pantalones, estúpido. Si haces el menor ruido o gritas pidiendo auxilio al entrar alguien te rebano el gaznate a ti y a la persona que entre. Si alguien llama al entrar te callas, yo responderé. Si intentas algo estás muerto. ¿Lo captas? – Henry asintió con la cabeza. Estaba muy nervioso. Despacio, poco a poco, se soltó el cinturón y se bajó los pantalones.

  • ¡Bueno, mira eso! ¡Calzoncillos rojos y blancos! Apuesto que te los ha comprado tu mujercita. ¡Preciosos!. Quítatelos también.

  • ¿Qué? – de repente el cuchillo pinchó su carne haciendo que brotara un hilillo de sangre. Henry se lo pensó mejor y obedeció, dejándolos en sus tobillos, encima de sus pantalones. Jeb tenía una mordaza de bola guardada en uno de sus múltiples bolsillos por si la necesitaba, pero amaba el riesgo y decidió no sacarla.

  • ¡Fuera los zapatos! – Henry obedeció. Tras hacerlo Jeb le quitó los pantalones y calzoncillos dejándolos en el suelo.

  • Ahora, despacio, desabróchate la camisa con la mano libre y saca el brazo.

Una vez más Henry obedeció. Tan pronto como lo hizo, Jeb le tiró del pelo y, soltando el otro brazo, le sacó la manga que le faltaba. Una fracción de segundo después volvía a sujetar de nuevo el brazo de Henry.

  • Dame el otro brazo.

Henry obedeció. Ahora Jeb sujetaba ambos brazos.

  • Mantenlos así o te rompo la espalda. – metió la mano en su chaqueta y sacó un par de esposas y, al igual que un policía veterano, se las coloco en las muñecas de Henry. Lo volvió a coger de los brazos y lo acercó a la tapa del inodoro. La única preocupación de Jeb ahora consistía en que tal vez la esposa de Henry viniese en su busca. – Siéntate.

Una vez que Henry se sentó torpemente sobre la taza, le separó las piernas y las llevó hacia la pared, uniéndolas por detrás del inodoro con un nuevo par de esposas. Otro par de esposas más unieron las de las manos y los piés dejando al pobre Henry completamente inmovilizado y desnudo. La posición era muy incómoda y la mayor parte del culo de Henry sobresalía por la parte delantera de la taza.

  • Ahora vamos a pasar un buen rato – dijo Jeb con una siniestra sonrisa. Luego metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó cuatro fotos. Las cuatro eran de las hijas del matrimonio. En dos estaban vestidas, en las otras dos se encontraban desnudas.

  • ¿Sabes quienes son estas chicas? – con la otra mano cogió la barbilla de Henry y lo acercó hacia las fotos para darle un efecto más dramático.

  • ¡Son mis hija, jodido hijo de puta! – Gritó Henry. Jeb le dio una sonora bofetada con la mano abierta.

  • ¡Cierra tu puta boca de una vez! ¿Quieres que alguien nos oiga y tenga que cortarte el cuello o esas pelotas de mierda? ¿Eh? – le lanzó un escupitajo al vientre del Sr. Tyler.

  • No. Por favor, detente… ¿Qué haces con esas fotos y de dónde las has sacado? – las lágrimas empezaban a brotar de los ojos de Henry.

  • Bien, escucha cabezahueca, tus hijas han sido secuestradas y están en mi poder. ¿Qué opinas de eso, picha floja?

  • ¡Estás completamente loco! – Henry no podía creer lo que estaba viendo. Fotos de sus hijas desnudas, en la ducha. Justo en ese momento uno de los acomodadores del cine entró en el baño. Jeb sabía que llegaba el momento de la verdad: Henry gritaba y perdía su garganta o se mantenía en silencio. Apretó un poco más el cuchillo sobre la garganta.

  • Hola, ¿hay alguien que se llame Henry aquí? – preguntó el acomodador. Henry estaba demasiado atemorizado para jugarse la vida o la de sus hijas. Un millón de pensamientos pasaron por su cabeza. Jeb decidió responder por él.

  • Sí, ¿qué pasa? – dijo sin emoción mientras fingía ser Henry.

  • Su esposa está aquí y quería que yo comprobase si estaba usted bien.

  • Dígale que estoy bien, pero tengo algo de diarrea y estaré aquí un rato más. Qué vuelva a su sitio y disfrute de la película.

  • Como quiera amigo, a mi me pasa lo mismo cuando como frijoles con chile. – el acomodador lanzó una carcajada y salió del baño.

  • Bien, ¿por dónde íbamos, picha floja? ¡Ah, sí! ¡Tengo a tus jodidas hijas! – los ojos de Jeb echaban chispas. Había logrado evitar el desastre y confirmado que Henry se comportaría como un buen chico.

  • ¿Cómo se que es verdad? – preguntó Henry.

Jeb sacó su teléfono móvil y llamó a su hermano Tommie.

  • Ponme a una de las zorritas. Papi necesita pruebas. – Colocó el teléfono en el oído de Henry.

  • ¿Papi? ¡Papi! – era Clair, la menor de sus hijas.

  • Sí, Clair, estoy aquí.

  • ¡Haz lo que te digan papi, por favor! Quiere cortarme los dedos y mandártelos si no les obedeces… por favor, papá… - el teléfono se cortó.

  • ¡Hijo de puta! – gritó Henry consiguiendo un fuerte golpe en el estómago.

  • Escucha, picha floja, nadie me llama así. Si lo vuelves a hacer te corto un dedo y te lo hago tragar. Ahora, ¡cierra la boca! Vamos a divertirnos un poco tú y yo. – Henry bajo la mirada en silencio.

Jeb retrocedió y puso el cuchillo en el suelo. A continuación se quitó el abrigo y su camisa empapada en sudor. La camisa era tan estrecha que apenas ocultaba su abultado vientre. Después se quitó los vaqueros y sus zapatillas de deporte. Ahora sólo vestía un apretado slip, casi un tanga tan escueto que su pene y testículos se salían de él. A Henry le pareció grotesco, con aquella panza cervecera y el resto del cuerpo tan delgado.

  • No está mal, ¿verdad? Míralo bien y disfrútalo. Lo vas a adorar con tu polla. Muéstrame como de dura se te pone, Henry. Muéstrame como se te levantará cuando me folle a tu mujer ante tus ojos.

Henry se encontraba en estado de shock. Le resultaba desagradable mirar aquel cuerpo. Jeb se le acercó y se acuclilló delante de él. Con su mano empezó a manipular la polla de Henry. La cogió y empezó a frotarla arriba y abajo unas cuantas veces. Hacía todo lo posible para conseguir que Henry tuviese una erección.

  • Pobre diablo, - dijo Jeb – es una pollita minúscula comparada con la mía. Tu esposa no puede estar satisfecha con eso. Mírala, te la estoy apretando y no hace nada. No tienes nada más que un pequeño Colgajito, ¿verdad Henry? – Jeb tomó la polla de Henry y la froto contra su vientre. Después empezó a darle golpecitos haciendo que rebotara en él. Henry estaba empezando a tener una pequeña erección y se esforzaba en no demostrarlo.

  • ¡Basta, por favor! – suplicó Henry.

  • ¡Oh! ¿Qué es esto, Colgajito? Mmmm… creo que ese será tu nuevo nombre. Te llamaré así de ahora en adelante. Dime, ¿cuál es tu nombre? – Jeb miraba directamente a los ojos de Henry mientras sonreía. Seguía manipulando el pene del hombre tan bien que Henry no podía disimular su erección mucho más tiempo. - ¡Respóndeme mierdecilla! ¿Cuál es tu nombre?

  • Coo… Colgajito – Henry estaba a punto de llorar. Estaba avergonzado de tener una erección. Su pene era pequeño, apenas cinco centímetros, y Jeb seguía acariciándolo y jugando con él como si de un palo de goma se tratase. Seguía restregándoselo por la barriga y haciéndolo botar hasta casi conseguir que Henry se corriese.

  • Calma, Colgajito, un poco más y me mancharás de blanco la barriga y no podremos seguir divirtiéndonos. – Jeb se echó a reír. Ya no tocaba la polla de Henry con sus manos, sólo la hacía rebotar contra su vientre. Henry lanzó un quedo gemido ya que la fricción estaba haciendo temblar su pene. La fricción siguió y siguió, la punta de la polla de Henry golpeaba la barriga de Jeb y rebotaba en ella. – Eso es, apoya tu cosita en mi barriga. Buen chico, Colgajito. – Jeb siguió estimulando la pollita del pobre hombre.

  • Por favor, para, déjame en paz – Henry lloraba a punto de volverse loco, pero no podía controlarse. Estaba siendo masturbado por una gran barriga gorda.

  • Vamos Colgajito, un poco más. Vas a darme tu corrida. Piensa en lo bien que se va a sentir tu mujercita cuando tenga mi polla de diez pulgadas y media taladrando sus tres agujeros. ¡Voy a hacerle de todo, Colgajito! Va a saber lo que se pierde teniendo el patético marido que tiene. ¿No crees que tu pequeña dama merece ser follada por un hombre de verdad? ¡Respóndeme, jodido!

  • ¿Sí qué?

  • Que sí, que merece ser follada por un hombre de verdad. – dijo estas palabras gimiendo.

  • Eso es, un poco más Colgajito. Te estás viniendo, Colgajito, vamos, córrete para tu nuevo papito, Colgajito.

Henry no podía soportarlo más. Ya fuera por las burlas referidas a su esposa o por la forma que Jeb trabajaba su polla, estaba a punto de explotar. Justo en ese momento, sin embargo, hubo otra interrupción. Dos adolescentes, de no más de catorce o quince años, entraron en el baño. Jeb inmediatamente tomó el cuchillo de nuevo. Esta vez lo puso justo debajo del escroto de Henry tirando de la piel amenazándolo con cortarle los cojones si hacía el menor ruido.

  • ¡Qué puto chasco! Menos mal que salimos. – dijo uno de los adolescentes.

  • Sí, es una pena que todavía quede tanto tiempo para que termine la peli. ¿Crees que nos devolverán el dinero? – dijo el otro mientras ambos orinaban.

  • Ni idea, pero vamos a intentarlo – dijo de nuevo el primero. Ambos se subieron las cremalleras y salieron del baño sin tomarse tiempo para lavarse las manos.

  • Buen chico, Colgajito. Vamos a tener que comenzar de nuevo. – Una vez más Jeb empezó a jugar con el pene de Henry y continuó con la rutina de los rebotes. La polla de Henry no podía aguantar otra vez ese tratamiento. - ¿Te excitaron esos chicos, Colgajito? Apuesto a que sí. Apuesto a que tenías ganas de llorarles desesperadamente o tal vez sólo te gustaba la forma en que tu cosita descansaba en mi cálido vientre mientras ellos hablaban. Lástima que no podía dejar que te corrieses mientras ellos estaban aquí. Hubiese sido un gran orgasmo.

  • ¡Fíjate! Tu babosa pollita está en la barriga de otro hombre. Espera a que tu esposa se entere de que eres maricón. Tal vez ya eras un sarasa esperando salir del armario.

  • Basta ya, Colgajito. Puedo ver que tu pollita de bebé quiere acabar ya. ¡Vamos, Colgajito! ¡Córrete, dáselo todo a papá! – Fue entonces cuando Henry se corrió. Estalló tan fuerte que su semen alcanzó el pecho de Jeb.

Henry estaba en estado de shock total. No solo había tenido una eyaculación impresionante, sino que lo había hecho en el vientre de un hombre extraño. Un hombre extraño que lo había secuestrado en un urinario y lo amenazaba con matar a sus hijas y follarse a su mujer. Su vida estaba a punto de cambiar drásticamente.

Jeb lo miró a los ojos y acercó su barriga a la cara de Henry.

  • Lame toda tu corrida con tu lengua, maricón, que no se pierda ni una gota. – Mientras Henry lo hacía, Jeb empezó a tocarse su miembro. Se retiró hacia atrás y comenzó a masturbarse frente a los ojos de Henry. Tenía una polla enorme y gruesa. Henry nunca había sido testigo de la erección de otro hombre antes. Jeb le acercó la polla a la boca de Henry y dijo de manera que éste le entendiese:

  • Vamos, Colgajito, chúpame la polla. Y será mejor que no me muerdas o te arrancaré todos tus jodidos dientes. Te voy a enseñar a ser una buena mamadora, Colgajito. ¡Ay cuando tu esposa se entere de esto! Tiene un caliente, pequeño y cachondo coñito esperando que se lo llene con mi polla hasta el fondo de su vientre. – En ese momento Jeb explotó y disparó en la garganta de Henry gran parte de su semen. Se tragó casi todo y Jeb le hizo lamer y limpiar el resto que había quedado en su polla.

  • Tengo otra sorpresa para ti, mi nuevo mariquita. – Jeb fue a su abrigo y sacó algo de uno de sus bolsillos. Los ojos de Henry se abrieron de par en par cuando vio lo que era.

  • Veo que sabes lo que es esto, Colgajito. ¿Por qué no me lo dices? – preguntó Jeb mientras lo movía frente a los ojos de Henry.

  • Uh… parece un cinturón de castidad. Por favor, no me lo hagas poner. Por favor, déjame ya en paz. – Miraba a Jeb con ojos avergonzados.

  • No hemos hecho más que empezar, Colgajito. Esto está hecho de metal. Es único, no hay ninguno como él. No puede comprarse en ninguna sex-shop o cualquier otro sitio. Esta está especialmente diseñada por un chico que trabaja metales. El escroto y los tirantes son mucho más flexibles que la vaina que va alrededor de tu polla. Veo que he escogido el tamaño adecuado para ti. Suponía que la tenías muy pequeña, puedes llamarlo instinto, pero siempre acierto con eso. Como seguro que también acierto si te digo que tu esposa tampoco habrá tenido un orgasmo con ese miserable pito. Es hora de ponértelo.

  • ¡Oh!, espera un segundo. Aprovecha para cagar o mear antes como un buen perrito. – Sacó la polla de Henry tratando de que este orinase pero éste estaba demasiado asustado para hacer cualquier cosa. Jeb sólo le dio unas palmaditas en la cabeza como a un perrito y le dijo:

  • ¡Buen chico!

Jeb se aseguró con cuidado de ajustar el cinturón y las correas alrededor de la inerte polla de Henry. Lo ajustó y apretó con las manos para que se adaptase a las formas de Henry de la mejor manera posible. Paso una de las correas metálicas entre las piernas de Henry y la sujetó a la hebilla que había en la parte alta de sus nalgas, bajo la columna vertebral, donde se dividía en dos correas que envolvían su cintura y se cerraban delante, asegurando los lados derecho e izquierdo con una nueva hebilla. Cerró las hebillas con una llave. Dio un paso atrás para admirar su obra.

  • Ya está, Colgajito. Todo atado y listo para su uso. Ahora no serás capaz de cagar o mear hasta que yo te deje. Irás de nuevo con tu esposa y terminarás de ver la película. No le dirás nada de lo que ha sucedido aquí. Una vez en tu casa le dirás que la las ocho vas a recibir una visita importante. Simplemente te irás a casa y esperarás mi llegada. No le dirás nada a tu esposa de lo que le ha ocurrido a tus hijas. Recuerda, morirán si lo haces. Le daré a tu esposa una llave del cinturón para que ella pueda quitártelo en determinados momentos. Aprovecharás esos momentos para hacer tus cositas. – Jeb estaba liberando a Henry y lo ayudaba a ponerse en pie. Haría cualquier cosa que Jeb le dijera, estaba muy asustado y Jeb, que lo notó, apartó el cuchillo. – Vístete y ve con tu mujer.

Henry salió del cubículo y del aseo masculino. Mientras se dirigía a la sala de cine sentía que las piernas eran incapaces de sostener su peso. Estaba tan nervioso que creía se desmayaría allí mismo. En su cabeza, su mente trataba de digerir los acontecimientos que acababan de ocurrir. Iría junto a su esposa y luego a la policía, pero recordó la voz de su hija al teléfono. Sólo la idea de que pudiese pasarles algo lo hizo estremecer y descartó acudir a la policía. El cinturón de castidad lo hacía andar de manera extraña. Se sentó en la butaca junto a su esposa.

  • ¡Chico, si que estabas malo! – dijo ella – Has tardado un montón, querido.

  • Lo siento cariño. – estaba tratando de contener las lágrimas y ganar algo de compostura – Estaba fatal.

  • Bueno, solo llevamos veinte minutos de peli. Podemos levantarnos e irnos a casa si quieres.

  • No, me pondré bien enseguida. Él se hundió en el asiento y pensaba en lo que iba a pasar ahora. Se preguntó cómo iba a explicar los ucedido en el cuarto de baño. Jeb lo iba a contar todo. Se sintió próximo a un ataque de pánico. El peso de su cuerpo parecía aplastarlo. ¿Hasta que punto aquel loco se presentaría en su casa? Cuando acabó la película tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para levantarse. El metal que se encontraba entre sus nalgas le estaba empezando a producir dolor. Dejó que su mujer condujese y fueron a casa.

  • Estás muy callado Henry. ¿Te cuento lo que te perdiste de la peli?

  • No cariño, déjame cerrar los ojos un rato.

Henry cerró los ojos y las desagradables imágenes de su violación volvieron a su mente. La peor parte fue recordar cómo había respondido a los manejos de aquel hombre malvado. El viaje a casa se hizo eterno. Una vez en casa tendría que lidiar con un nuevo enemigo: el tiempo. Cada tic-tac del reloj hacía que sintiese como si una bomba de tiempo estuviese a punto de estallar. En poco más de dos horas toda su vida había cambiado. Un extraño lo había secuestrado y violado y amenazaba con hacerle lo mismo a su esposa y, posiblemente peor aún, a sus hijas. Terribles pensamientos pasaron por su cerebro. “¿Soy un cobarde? ¿Por qué reaccioné a sus toques? ¿Qué pensará mi mujer de esto? Siento ganas de matarme”. Todo esto rodaba por la mente de un hombre que nunca había tenido motivos para sentirse tan insignificante en toda su vida. Nunca se había sentido un perdedor hasta hoy. Trató de consolarse pensando que lo había hecho para salvar a sus hijas, pero algo prevaleció sobre este hecho: el repúgnate orgasmo que Jeb le provocó. Quería vomitar, pero trató de mantenerse fuerte. Se sentía mareado, como si el mundo entero estuviese a punto de explotar.

  • Voy a preparar algo para comer. ¿Quieres algo, querido?

  • No, gracias cariño. Voy a echarme un rato en el sofá. – Estaba empezando a actuar como una verdadera víctima de violación. Adoptó una posición fetal, como queriendo esconderse.

  • ¿Sabes Henry? Me entró mucho miedo en el cine cuando me dejaste sola en el cine tras el incidente con el psicópata aquel.

  • Lo siento querida, pero no quedó más remedio. Realmente tenía que ir al baño.

  • Ya, lo entiendo. ¿Te afectó el encontronazo? ¿Crees que debemos ir a la policía? – Sharon se acercó a él y le agarró la mano que sobresalía del sofá.

  • No, creo que debemos olvidarlo – mintió Henry. - ¡Ah, por cierto Sharon! Esta tarde a las ocho tendremos un invitado importante. – Logró decir a duras penas. Eran las palabras más duras que jamás había dicho a su esposa. Sharon miró el reloj de pared. Eran las cuatro y media.

  • ¿Un invitado? – lo miró de nuevo - ¿Preparo más comida? ¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Es tu primo de Europa otra vez?

  • No, es una sorpresa cielo. Es una lástima que no me encuentre bien, déjame descansar un poco – Henry volvió a mentir.

  • No me gustan las sorpresas, Henry. Dime ahora quien es.

  • Hazme el gusto, Sharon, por favor.

Se levantó y la besó en la mejilla. Luego volvió a sentarse y tomó el mando a distancia encendiendo el televisor. Sus ojos, sin embargo, estaban fijos en el reloj. Su esposa no sabía, en realidad, cuan loco estaba el individuo aquel del cine y, por un momento, Henry sopesó la idea de coger un cuchillo o un objeto contundente para atacarlo cuando entrase en su casa. Una vez más, pensar en sus hijas le hizo desechar la idea. Hay momentos en que una persona quiere ralentizar el tiempo y, para Henry, este era uno de esos momentos. Para su pesar, el reloj seguía avanzando acercándose a la hora fatídica.

Dieron las ocho y Henry, avergonzado, seguía acurrucado en el sofá. Las ocho y cinco y el timbre de la puerta aun no había sonado. Un pensamiento fugaz pasó por su cabeza, tal vez no iba a aparecer. Quizás sólo quiso asustarlo, pensó. Tal vez sólo quería follarme en el baño después de todo. Tenía la esperanza de que sólo fuese eso, pero entonces recordó las fotos y la voz de su hija. En ese momento sonó el timbre y casi se cae del sofá. Sharon se dirigió rápidamente a abrir la puerta. Apenas pudo decirle:

  • Deja cielo, ya abro yo.

Pero fue demasiado tarde. Ella ya estaba allí y comenzó a abrir. Cuando abrió, a pesar de que él no llevaba abrigo, reconoció al sujeto de la mañana y trató de cerrar de nuevo la puerta. Jeb se adelantó y haciendo cuña con el pie impidió que cerrara.

  • Sharon, Sharon, ¿es esa forma de saludar a tu nuevo novio? – la empujó hacia atrás y ella cayó al suelo. Luego cerró la puerta y pasó la cerradura.

  • ¡Henry, llama a la policía, deprisa! ¿Cómo sabes mi nombre? Nunca te lo dije. – decía atropelladamente mientras se ponía de rodillas.

  • ¡Quieto, Colgajito! – gritó Jeb y Henry quedó paralizado. Fueron sólo dos palabras, pero le sucedió lo mismo que a los perros de Pavlov. El miedo le hizo obedecer y se quedó clavado en el sofá. Jeb se agachó y cogió a Sharon del largo pelo con fuerza y comenzó a arrastrarla por la alfombra. Sharon se debatía, trató de apartarlo con sus manos sin conseguirlo, movía sus piernas haciendo que su vestido negro y plata se arremolinase sobre sus muslos. Jeb seguía tirándole del pelo, haciéndola dar vueltas sobre la alfombra. De pronto paró y le arreó una fuerte bofetada en la cara para después soltarla. Ella se escurrió hacia atrás como un cangrejo arrinconándose en una esquina de la habitación.

  • ¡Henry! ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Llama a la policía!- gritó.

Jeb se inclinó un poco colocándose sobre ella.

  • Tengo a tus hijas, puta. – Los ojos de Sharon se abrieron como platos. Jeb aprovechó la sorpresa para levantarse y volverla a abofetear.

  • ¡Hijo de puta! ¿Qué has hecho con ellas?

Él le sujeto las manos a la espalda, cruzándoselas en forma de X y luego la atrajo hacia su cuerpo.

  • Creo que ha llegado la hora de ese agradable y húmedo beso, Sharon. – Se acercó a besarla pero ella le escupió en la cara.

  • ¡Ala!, una damita luchadora, como a mí me gustan. ¡Colgajito!, dile que tengo a tus hijas y que las mataré si no obedece – gritó Jeb.

  • ¿Colgajito? ¿Por qué diablos lo llamas así? – preguntó Sharon.

  • Porque tiene una pollita flácida que no se empina ni con estímulos. Así que decidí cambiarle el nombre. ¿Te gusta, Sharon?

Sharon comenzó a sentir miedo de verdad. Miró a los azules y malvados ojos de Jeb y no vio nada más que los ojos de un loco, aunque no estaba segura de que significaría eso. Volvió a dirigirse a Henry.

  • ¿Es cierto que tiene a las niñas?

  • Sí, es cierto.

  • ¿Y no has hecho nada? ¡Podíamos haber ido a la policía antes, cobarde!

  • Tiene un cómplice que las matará si no hacemos lo que dice. ¿De verdad querías que arriesgase sus vidas, Sharon?

Jeb seguía manteniendo sujetos con fuerza los brazos y manos de Sharon. Giró la cabeza para mirar a Henry y le ordenó:

  • De pie, Colgajito. Quítate toda la ropa. Quiero que tu mujercita vea la sorpresa que le tenemos preparada.

Henry se levantó obediente y se sacó la camisa del pantalón comenzando a desabotonarla. Luego se quitó los zapatos, se bajó los pantalones y se los quitó. Tiró las prendas al sofá. A continuación se desprendió de sus calzoncillos, tirándolos también al sofá. Se quedó allí, desnudo a excepción del cinturón de castidad y sus calcetines. Sharon abrió la boca en estado de shock.

  • ¡De rodillas y quieto así! – ordenó Jeb y él obedeció. – Eso es, buen chico.

  • ¿Qué has hecho con él? – preguntó Sharon disgustada.

  • Así me gusta, Sharon, directa al grano. Tu marido y yo pasamos un rato entretenido en el cuarto de baño. En realidad no tenía las diarreas que tú creías. Sólo estaba haciendo el amor con su nuevo amo. Tienes una boca bonita, plena, seguro que debes estar deseando besar a tu nuevo amante. – Esas palabras hicieron que Sharon cerrara la boca de nuevo.

  • ¡Eres un cerdo!

  • Colgajito, he de admitir que tu mujercita tiene más cojones que tú. – La miró directamente a los ojos y se dirigió de nuevo a ella. – Tengo a tus hijas y tu marido sabe que no miento. Habló con Clair por teléfono. Mataré a una, o a las dos, si no hacen exactamente lo que digo. ¿Quieres que traiga uno de sus deditos para probarlo, Sharon? ¿Realmente lo quieres? – Jeb supo que, de nuevo, había llegado al momento de la verdad. Se aseguró de mantener el contacto visual con su víctima.

  • No. – Dijo ella en voz baja

  • ¿Qué has dicho, Sharon? No te he oído. – Jeb siguió probando su resistencia.

  • No, cabrón, no les hagas daño, por favor. – Dijo ahora en voz alta y clara. Jeb rápidamente golpeó a Sharon en el estómago con la rodilla. Ella hizo una mueca de dolor doblándose, pero Jeb la hizo enderezar.

  • No vuelvas a insultarme otra vez. Mi nombre es Jeb, pero me llamarás Amo y Señor de ahora en adelante. ¿Está claro, perra?

Sharon lo miró y contestó con voz apagada:

  • Sí Señor.

Jeb la atrajo de nuevo hacia él.

  • Ahora saca esa lengüita y limpia tu saliva de mi cara.

Sharon quería vomitar, pero no tenía ganas de recibir otra patada en el estómago. Jeb tenía a sus hijas y ahora era consciente de lo real que era esta pesadilla. Sacó la lengua y empezó a lamer la cara por todas partes. No había mucha saliva en su rostro, pero era el acto de entrega lo que Jeb deseaba y eso era lo que estaba recibiendo. A continuación Jeb soltó las muñecas de Sharon y con una mano le asió la barbilla atrayendo la boca de ella hacia la de él. Ambas lenguas se encontraron, trabándose durante un instante. Al final la lengua de Jeb se introdujo en la boca de Sharon. Fue el largo beso húmedo que él había pedido desde un principio. Con fuerza la beso una y otra vez, para luego pasar su lengua por el cuello de ella y terminar mordisqueándole las orejas mientras le susurraba:

  • Apuesto a que tu marido no te besa como yo.

Ella dejó escapar un ligero gemido. Su cuerpo la estaba traicionando. El desagradable suceso en el que se veía envuelta la estaba excitando. Había sido el mejor beso que nunca nadie le había dado, pero sin embargo se sintió disgustada. Los dientes de Jeb eran feos y su aliento apestaba y, sin embargo, ya empezaba a mojarse. Se sentía mojada mientras él deslizaba su mano por debajo de su vestido y la manoseaba. Poco a poco los dedos de Jeb llegaron a sus muslos y su coño. Sus dedos acariciaban su hendidura notando la humedad que en ella había. Entonces, de repente, paró y la empujo hacia atrás.

  • Ya te dije que a tu maridito no le importaba que me dieses un buen morreo. Ahora vas a ser una niña buena y te sentarás en esa silla. – Sharon se acercó a la silla con lágrimas en los ojos y se sentó. Pasó junto al sofá donde su marido seguía arrodillado. En el camino se arregló el vestido y colocó bien sus bragas, que se habían deslizado hacia abajo un poco. No quería que su marido viese la humedad que delataban sus bragas. “¿Cómo podría responder así a las pretensiones de ese loco?” pensó.

  • Ahora, Colgajito, mira los ojos de tu mujercita y cuéntale que ha pasado en el cuarto de baño esta mañana.

  • Por favor, Jeb… no quiero contárselo. – le suplicó Henry.

  • Díselo ahora, maricón. ¡Y llámame Señor! – Insistió Jeb.

  • Yo… yo… me corrí en el baño, Sharon. – Sharon se puso lívida.

  • Vamos, se un buen chico. – volvió a insistir Jeb.

  • No pude evitarlo. Me obligó a hacerlo. – Henry bajó la mirada al suelo. No podía mirar a su esposa a los ojos.

  • ¿Me estás diciendo que no pudiste controlarte y que ha conseguido que te corras, Henry?

  • Sí, Sharon. Estaba esposado a la taza del inodoro y él no dejaba de jugar con mi pene una y otra vez. Lo siento.

  • ¡Eres repugnante, Henry! – Sharon miró hacia otro lado.

  • Sharon, Sharon, Sharon… estoy seguro que Colgajito no era consciente de ser un mariqita. Ahora ya ha salido del armario. – Jeb se echó a reír. – Deberías de haber visto su corrida. Me pregunto cuánto tiempo hace que no dispara así en el fondo de tu coño. No estuvo nada mal y me manchó toda la barriga, aunque por supuesto que le hice lamer y tragar todo lo que había ensuciado. Anda, cuéntale qué más hiciste, Colgajito.

  • Sí, sí cuéntame, Colgajito. – esta vez fue Sharon la que habló. Cada vez estaba más y más enfadada con su marido. Aunque en un principio fue Jeb el objeto de su enfado por hacer todo esto, en los últimos minutos su ira se había desviado hacia su marido. No entendía como un hombre heterosexual como Henry se había excitado así y había tenido un orgasmo con Jeb. Sin embargo, se sentía culpable al pensar como se había humedecido con el trato de Jeb.

  • Vamos Colgajito, adelante. – volvió a insistir Jeb.

  • Me hizo chuparle el pene hasta que conseguí hacerle eyacular. Luego me obligó a ponerme este cinturón de castidad.

  • ¡Oh, sí, seguro! Y apuesto a que tú no querías hacerlo. ¿Tenía la polla grande y hermosa?  ¡Siempre has sido un cabrón, Henry, incluso desde antes de casarme contigo! ¡ Me das asco! – las palabras de Sharon golpearon duramente a Henry.

  • ¡Ya basta, Sharon! – gritó Jeb. – Tengo una propuesta para ti. No tengo necesidad de lastimar a tus hijas de ninguna manera, - mintió – y puedo asegurarte de que no están sufriendo ahora ningún daño. Sólo me he aprovechado de ellas para conseguir de ustedes dos lo que me plazca. Ahora vas a aprender algunas cosas sobre sexo. Puedes optar por aceptar y disfrutar de ellas o pelear contra mí con uñas y dientes en cada lección, cosa que me encantaría. De todas formas, Sharon, cuando acabe contigo vas a saber exactamente lo que es ser una puta y zorra ninfómana. Lo mismo te digo a ti, Colgajito. Ambos aprenderán a amar y adorar mi polla. ¿He sido claro? – Jeb sonrió a las dos desconcertadas víctimas.

  • Sí, - dijo Sharon en voz baja.

  • ¿Sí qué, Sharon?

  • Sí, Señor. – se obligó a pronunciar esas palabras

  • Bueno, ya veo como estás Colgajito, por tanto no es necesario que tú contestes. Ni siquiera eres capaz de enfrentarte a un hombre de verdad. ¿No es cierto?

  • No, Señor. – contestó Henry avergonzado.

  • ¿No Señor qué? – insistió Jeb.

  • No Señor, no puedo ni siquiera hacer frente a un hombre de verdad. – Henry parecía roto. Sharon dejo escapar una débil risa.

  • Muy bien, estamos de acuerdo, así que vamos a proceder. Sharon, a partir de ahora tu nuevo nombre es “Chochito”, ¿me entiendes? – sus palabras rasgaron su corazón.

  • ¿Me entiendes? – repitió.

  • Siiii… entiendo.

  • Entonces dímelo. ¿Cuál es tu nombre? – Jeb siguió acosándola.

  • Mi… mi… mi nuevo nombre es Chochito – respondió nerviosa.

  • Muy bien, Chochito, siempre debes saber cual es tu lugar. Ahora, Colgajito, estate tranquilito en el suelo mientras tu mujercita y yo vamos a conocer tu dormitorio.

Jeb se acercó a Sharon y la tomó de la mano. Empezó a caminar con ella mientras le preguntaba dónde estaba el dormitorio. Por un momento el pánico asomó a sus ojos con la certeza de que este hombre iba a tomarla en su propia cama.

Por un momento volvió la cabeza:

  • ¡No, no… Henry, por el amor de Dios, haz algo! ¡Va a llevarme a nuestra habitación, reacciona! – gritó. Era como una última oportunidad, aunque en el fondo sabía que él no haría nada. ¿Cómo iba a hacerlo con la vida de las niñas en peligro? Sharon comenzó a percatarse también de que Henry era un cobarde.