La doctora

Desde siempre tuve recelos en lo referente a los siquiatras, ya saben, esa gente que arregla cabezas y salva almas. Y eso que aún no conocía las “terapias” que empleaba aquella doctora.

LA DOCTORA

Si hace un año me hubieran dicho que iba a estar en ese sitio, no me lo hubiera creído. Pero allí estaba, en la sala de espera de la consulta de aquella siquiatra, yo solo, tratando de ojear el diario económico que acababa de comprar. Miré el reloj por tercera vez en menos de cinco minutos. Las once menos diez. Ya me estaba cansando de esperar, porque en teoría tenía cita a las 10:30, cuando una mujer más o menos de mi edad (digamos que treinta y pocos) asomó por la puerta y me dijo:

Puedes pasar, por favor.

Gracias –respondí, levantándome y siguiéndola hasta su despacho.

Era una mujer de aspecto espigado, alrededor de 1,70, muy delgada, con el pelo negro, no muy largo y estudiadamente desordenado. Vestía un elegante traje de chaqueta y falda negro, medias y zapatos con un poco de tacón. El caso es que me sentía incómodo, porque siempre fui de la opinión de que los siquiatras eran para locos, tarados o maduras aburridas. Pero tampoco podía negarme a la evidencia. Desde la muerte de mi padre, seis meses atrás, yo no era el mismo. No es que me dedicase a hacer locuras tales como conducir por autopistas en sentido contrario, violar adolescentes o cosas así, pero me había dado cuenta de que mi capacidad de concentración se había deteriorado mucho. Se me olvidaban las cosas, no me centraba en nada y el trabajo me agotaba en cuestión de minutos.

Precisamente fue mi socio el que me dijo que no podía seguir así. El pobre había tenido que dedicarse en los últimos meses a arreglar todos los desastres que yo causaba, tales como errores de bulto en declaraciones del IRPF, retrasos en las entregas del IVA trimestral, incomparecencias a citas con clientes y cosas así. A este paso nuestro pequeño pero rentable negocio se iba a ir al garete. Logró vencer mis recelos y reticencias y me dio la dirección de la profesional que había tratado a su suegra cuando se quedó viuda. Pedí cita y, en fin, allí estaba yo, sentado en un cómodo y vanguardista sillón, viendo al otro lado de la mesa a la mujer que iba a intentar arreglarme la cabeza. Increíble.

Casi no había podido ver su cara, pero ahora, mientras ella hablaba, pude fijarme mejor.

Bien, Francisco, cuando pediste cita me comentaste algo de falta de concentración. Veamos primero las causas –dijo, con una boca grande, ancha, con labios sensuales y bonitos.

Bueno, fue desde que murió mi padre, este verano. Desde entonces no puedo centrarme en nada.

Imagino que te llevabas muy bien con él ¿no? –quiso saber ella, mirándome con unos ojos grandes, oscuros, atentos.

Sí, era un gran tipo. Él y yo nos entendíamos muy bien, desde siempre –respondí, no pudiendo evitar acordarme de las veces en las que él y yo nos comunicábamos casi sin palabras, solo con un gesto.

Frunció un poco el ceño, mientras yo mi fijaba en las suaves líneas del óvalo de su rostro, muy blanco de piel. Repiqueteó sobre la mesa con un grueso bolígrafo y al cabo de unos segundos dijo:

Sentémonos en esos sillones –sugirió, señalando dos grandes sillones de cuero negro, colocados uno frente a otro-. Estaremos más cómodos y sin la incómoda sensación de tener una mesa por medio.

Así lo hicimos, con cierto alivio por mi parte, ya que me veía tumbado en un diván, con ella sentada en una silla a mi lado, que es la imagen que creo casi todos tenemos de estas cosas. Lo único que respetó ese tópico fue el portafolios que ella llevaba en la mano. Aunque preferí fijarme más en su cuerpo, antes parcialmente oculto por la mesa. Como ya dije era delgada, tal vez demasiado para mi gusto, con cintura finísima, pechos pequeños, culito redondo y firme. Las piernas, hasta donde su falda permitía apreciar, eran delgadas, pero correctas, para nada esqueléticas.

Una vez sentados, ella se recostó con elegancia sobre el respaldo del sillón, cruzó las piernas, permitiéndome apreciar un poco sus muslos a través de las medias, y, como yo me temía, empezó a preguntar. Supongo que eso es necesario en su oficio, lo mismo que yo pido todos los datos económicos de mis clientes, pero la verdad es que, hasta ese día, me hacían gracia las personas que acudían a esas consultas para contar su vida a un desconocido. Ahora no me hacía ni pizca de gracia, ya que el interrogado era yo. Me preguntó unas cuantas obviedades, tales como si había sido feliz en mi infancia, que si en mi familia había habido problemas y otras sandeces del mismo estilo. Respondí con rapidez, intentando contener el mal humor que me iba invadiendo por momentos. Al cabo de diez minutos me espetó lo siguiente:

¿Cómo definirías tu vida sexual?

¿Qué? –pregunté sorprendido, como si no hubiese entendido bien.

Qué si tu vida sexual es satisfactoria –aclaró ella, con rostro serio.

Lo que me faltaba, tener que explicar a la tipa aquella cuánto follaba, cómo follaba, dónde follaba y con quién follaba. Puse cara de desconcertado, hasta que acerté a replicar:

No sé qué tiene que ver eso con mi problema.

Todo tiene que ver. Tal vez tenías ya algún problema anterior y la muerte de tu padre solo lo ha hecho aflorar más.

¡Y una mierda! –exploté-. Hace seis meses no tenía ningún problema. Y no he venido aquí a hablar de mi vida sexual.

Definitivamente aquella visita no iba a ser la solución. En un acto reflejo llevé la mano hasta el bolsillo de la americana, saqué el paquete de tabaco y cogí un cigarrillo. Estaba a punto de encender el mechero, cuando una voz suave y firme me detuvo:

En mi consulta no se fuma.

No había ninguna orden en aquellas palabras, pero sus ojos se volvieron fríos, punzantes, algo más pequeños. En fin, que no era mi día de suerte, precisamente. Dejé el tabaco y me dispuse a continuar aquello, con la esperanza de que llegase otro paciente y poder poner pies en polvorosa. Desde luego que esta tía borde no me iba a volver a ver por allí, eso era seguro.

¿Cuál es tu fantasía sexual más atrevida? –continuó ella, como si nada.

Bueno... Imagino que lo típico: un trío con dos chicas –respondí, mientras recordaba la vez que estuve a punto de llevarla a cabo con mi novia y una amiga suya que estaba buenísima. Naturalmente, la estrecha de mi ex dijo que naranjas de la China.

Muy poco original, todos los hombres dicen lo mismo.

Ya sé que esa fantasía es poco original. También sé que los hombres no solemos ser originales y que yo tampoco lo soy. ¿Alguna cosa más? –pregunté con un tono cada vez más cabreado, lanzándole una mirada asesina.

Tranquilízate, yo solo trato de ayudarte –fue su suave observación, sin inmutarse lo más mínimo.

Pues más que ayudarme estás logrando ponerme de mal humor. Y no tengo el día precisamente afortunado.

La sonrisa apareció y desapareció de sus labios en una fracción de segundo. Se acarició despacio el muslo por encima de la media y sentenció:

Lo que me temía, demasiada tensión sexual reprimida. Creo que necesitas follar más. Más en cantidad y más en calidad.

Aquello era alucinante. La "doctora" de marras, para arreglarme la vida, va y se descuelga diciéndome que tengo que follar más. Menudo consejo, eso ya lo sabía yo antes de acudir allí. También me lo había dicho un amigo, pero gratis. Y ahora resulta que la tía esta me va a cobrar un pastón por decirme semejante perogrullada. Ya no aguanté más. Estaba incómodo, por lo que decidí largarme de allí, pero antes me iba a oír, vaya si me iba a oír.

Mira, mejor lo dejamos –respondí, poniéndome en pie-. Para recetarme un par de polvos no me hacía falta venir aquí. En eso suelo automedicarme, ¿sabes?

No lo dudo –contestó ella sin inmutarse-. Pero está claro lo que te pasa. Si te vas ahora, tarde o temprano tendrás que volver.

No tengo la más mínima intención de volver. Emplearé mi tiempo y mi dinero en intentar llevarme a alguna a la cama. Y si quieres saber una cosa te diré que por las ganas te follaba a ti, aquí y ahora.

Esto último me salió del alma, lo dije sin pensar. Nunca soy tan grosero, pero ella había conseguido sacarme de mis casillas. Dado que me había excedido, iba a pedir disculpas, pero se me adelantó, levantándose y diciendo:

Bien, ¿y por qué no lo haces? A lo mejor soy más de lo que tú puedes manejar.

En ese momento quedé descolocado del todo. No sabía si me lo decía en broma o en serio, si deseaba a aquella siquiatra o si la odiaba. Pero como suele suceder en esos casos el cuerpo va más rápido que la mente. Noté mi polla apretarse contra los pantalones y sin pensármelo dos veces agarré su nuca y su cintura, atraje hacia mí su menudo cuerpo y sin explicaciones le propiné un furioso morreo, más cargado de violencia y deseo que de pasión. Pensándolo ahora, fríamente, lo normal es que me hubiera soltado un bofetón, pero en aquel momento nada me importaba. Sus pechos se aplastaron contra mi tórax, blanditos y calientes, en tanto que su lengua parecía muy receptiva a mi asalto, rozándose suavemente contra la mía. Animado por su nada airada reacción, deslicé la mano izquierda por su espalda, hasta llegar a su culo, duro y firme.

Cuando separé mi boca de la suya recuperé un poco la consciencia, pero fue algo fugaz, ya que en ese momento una mano llena de dedos me aprisionó la entrepierna. Fue una caricia suave, pero que rozaba el límite del dolor, sin llegar a provocarlo. No me anduve con tonterías y agarré aquellas tetas pequeñas, pero jugosas, amasando, pellizcando con suavidad, mientras me ocupaba de su blusa, desabrochando algún botón, arrancando algún otro, hasta dejar al descubierto un sujetador blanco, que apretaba sus pechos.

Tranquilo, no hay prisa, relájate... –dijo ella entre gemidos, mientras intentaba quitarse la chaqueta.

No contesté, pero es evidente que no estaba yo para tranquilidades. Apenas unos minutos antes ella me estaba puteando. Ahora solo me apetecía follarla de lo lindo, aún a costa de saltarme parte de los preliminares. Solté la cremallera de su falda, para acto seguido deslizarla por sus piernas. Las braguitas blancas que llevaba siguieron el mismo camino. El olor a sexo entró por mi nariz y me llegó al cerebro, haciéndome perder los últimos restos de racionalidad que me quedaban. Me agaché, sujeté con fuerza sus firmes nalgas y acerqué la boca hasta su entrepierna. Pude notar como su clítoris se hinchaba cuando sintió el roce de mi lengua, al tiempo que la humedad empezó a aflorar por sus labios vaginales. Su sexo estaba cubierto de vello negro como el carbón, muy rizado, pero suave como el terciopelo.

Sentí sus manos en mi nuca, apretándome la cabeza contra su caliente sexo, mientras yo sumergía cada vez más mi boca en aquellas líquidas profundidades. Sus caderas oscilaban, mientras gemía sin parar, agradeciendo el festín que yo me estaba dando. Pero ahora me tocaba a mí, ya que la presión de mi pene contra los pantalones se me estaba haciendo insoportable. Me puse de pie y comenté:

Ahora tú, a ver como lo haces.

Vas a ver como lo hago –respondió ella, arrodillándose delante de mí, con una sonrisa enigmática en el rostro.

Con gran habilidad bajó mis pantalones y mis calzoncillos. Con las manos bien agarradas a mis muslos, su lengua empezó a tirar envites a mi polla. Cada vez que la rozaba, yo notaba un gustito delicioso por todo el cuerpo. Lamió con cuidado por toda la superficie, hasta que sus labios se cerraron con suavidad sobre mi capullo. Se la fue metiendo poco a poco en la boca, sin apresurarse, haciéndola rozar contra el paladar. Aquella boca no parecía tener fondo. No es que yo sea un superdotado, pero ninguna me la había tragado tanto y tan bien. La doctora combinó a la perfección el masaje en mis huevos con lentos movimientos de cabeza, sacando y metiendo sin parar. Y aún tuvo tiempo a alargar su mano derecha hacia el cajón de una mesita que estaba al lado. Sacó una caja de condones, sin que aquello redujese en lo más mínimo la atención que estaba prestando a mi miembro. La chupaba de maravilla, pero yo estaba deseando metérsela hasta los huevos, así que la cogí de los hombros, poniéndola de pie. Sin hacer caso a la blusa desabrochada quité su sujetador, siendo recibido por unos pezones pequeños, oscuros y puntiagudos. Los mordisqueé con suavidad, aunque se me debieron ir un poco los dientes, ya que ella soltaba pequeños grititos.

Aquello era verdadera ansiedad. Ansiedad por penetrar sus carnes y sospecho que nada ni nadie habría podido impedírmelo. Así que la coloqué arrodillada en el sillón, dándome la espalda, con los brazos apoyados en lo alto del respaldo. Su culito era precioso, como a mí me gustan, redondo, liso, pequeño, en fin, una gozada. Estaba a punto de dar el golpe de gracia, cuando ella me detuvo con un gesto de su mano:

Por favor, el condón.

Sí, perdona –respondí, reconociendo mi olvido.

Mi padre me había dicho muchas veces que en esta vida hay que cumplir las normas, siempre que sea cómodo y fácil cumplirlas. Él siempre las respetaba y yo no iba a ser menos. Si la doctora decía que en su despacho no se fumaba, pues eso, a no fumar. Si para follarla tenía que ponerme un condón, me lo pondría. Ante todo respeto a las reglas. Una vez que lo tuve puesto se la metí de un solo golpe, muy despacio, mientras ella gemía de gusto. Entró del todo, haciendo que mis huevos rozasen su suave piel. Después empecé con el mete-saca, incrementando el ritmo poco a poco, disfrutando de la deliciosa y caliente sensación que su coño. Por su parte ella no lo debía estar pasando mal del todo. Con una mano se frotaba el clítoris con rapidez, mientras podía ver su lengua lamiendo el cuero del respaldo del sillón.

Sus nalgas temblaban cada vez más, sus tetas se bamboleban y los jadeos de ambos aumentaban poco a poco. No soy muy dado a alardes físicos y sexuales, pero en aquel momento estaba algo acelerado. Cogí sus mulos bajo mis brazos y levanté en vilo su cuerpo. Lo hice con sorprendente facilidad, dada la ligereza de ella. En aquella postura horizontal se la seguí metiendo, notando en mis caderas el sedoso y suave roce de sus medias, mientras ella apoyaba sus manos en los brazos del sillón. Tenía una perspectiva perfecta de su culito, bajo el cual mi pene entraba y salía sin parar, con un sonido cada vez más húmedo.

Creo que ella debió correrse un par de veces, aunque no podría asegurarlo, ya que era muy discreta en esto. Lo único que pude oír fueron un par de quejidos, suaves y prolongados, pero de una sensualidad que podrían resucitar a un muerto. Aquello era una maravilla, agarrado a sus duros muslos, bombeando a mi antojo. Pero nada es eterno, aunque confieso que me hubiera gustado que lo fuese. Se la clavé entera y sentí la deliciosa presión del látex y de su vagina sobre mi miembro que explotaba. El orgasmo me sacudió todo el cuerpo, de los pies a la cabeza. Una placentera sensación de bienestar me invadió, los brazos me flojearon y solté su cuerpo con cuidado sobre el sillón, mientras podía ver sus blancos dientes sonriendo.

Después de recolocarnos la ropa, pasamos a cuestiones más prosaicas.

¿Qué te debo por la consulta?

Son 50 Euros, el precio normal. El polvo va de regalo.

Muchas gracias, doctora –respondí mientras abonaba el importe.

Me llamo Dolores –puntualizó aquella enigmática e inteligente mujer.

De acuerdo, Dolores. No te apetecerá cenar conmigo, ¿verdad?

Por supuesto que sí, me encantaría. Toma mi tarjeta, llámame a eso de las nueve y quedamos.

Recogí el tabaco y ella me dijo, con tono simpático:

Puedes fumar si quieres.

Lo haré en la calle, me gusta cumplir las normas –dije, mientras salía de su despacho.

Bueno, creo que aquella terapia me podía reportar buenos resultados. De momento había sido un polvo apresurado, pero esta noche me podría tomar las cosas con mucha más calma. Estaba tranquilo y relajado, como nunca lo había estado en los últimos seis meses. Mi autoestima estaba de nuevo a su nivel máximo, ya que me había cepillado a la doctora sin despeinarme. Mis atractivos aún funcionan, pensé. Ya en el rellano de la escalera estaba a punto de cerrar la puerta de su consulta, cuando me di cuenta que mi mechero no aparecía. Volví a entrar, más que por el valor del mechero por el hecho cierto de que me moría por encender un cigarrillo. Cuando me encaminaba hacia el despacho de la doctora, la oí hablar. Al principio no le di importancia, ya que suponía que en el fondo los siquiatras son gente rara. Tanto tratar con locos puede hacer que esta gente acabe hablando sola, supuse. Hice una pausa en el pasillo, al lado de la puerta de su despacho, ya que no quería interrumpir la charla que ella tenía consigo mismo misma, cuando escuché lo siguiente:

Todo muy bien. Ha estado en la consulta.

¿Y qué tal? –preguntó una voz más opaca.

Asomé discretamente un ojo y puede ver a la doctora sentada en su mesa, hablando por un teléfono manos libres.

Perfecto, tenías que haberlo visto, fue una pasada –dijo ella.

Vamos, que hubo moje.....

Aquella voz al otro lado del teléfono... Claro, era mi socio, el mismo que me había recomendado con tanta insistencia acudir a aquella consulta. No pude evitar seguir escuchando.

Sí, y tu amigo estaba de lo más necesitado, tenías razón.

Y seguro que ha dado bien la talla. De joven tenía fama de semental, muchas chicas lo decían.

No se maneja nada mal, te lo puedo asegurar.

Ya te dije que es un chollo, y además anda bien de pasta, no deberías dejarle escapar –puntualizó mi socio, como si yo fuera una especie de pieza de caza.

Las cosas que puedes llegar a hacer por librarte de mí, cariño –replicó ella, riendo.

Joder, que yo estoy casado. Tarde o temprano lo nuestro me iba a traer problemas.

La verdad es que tiene su punto, tendrías que ver como se puso en cuanto empecé a preguntarle cosas de sexo. Empezó a arder como una antorcha jajajaja.

¿Va a volver a tu consulta?

Mejor que eso, hemos quedado esta noche para cenar. Me da que está en el bote.

Perfecto. Dale duro, a ver si se relaja y se vuelve a centrar en el trabajo, que me tiene desesperado.

Déjalo de mi cargo, cariño –continuó ella, repitiendo el mismo apelativo para con mi socio-. Esta noche le voy a dejar tan seco que seguro que se olvida de todo. Bueno, de todo, menos de mí.

Mientras ellos se despedían, yo aproveché para largarme de allí. Cerré la puerta silenciosamente y bajé a la calle. Pedí fuego a un amable barrendero que trabajaba en aquella acera y me fui a casa. Así que todo aquello era un plan perfectamente orquestado por aquellos dos. Pues bien, si querían jugar, jugaríamos, pero con cartas marcadas. La doctora era inteligente y calculadora, pero yo también sabía ser así. De momento no me importaba sacrificarme y disfrutar del cuerpo de ella. Lo bonito del caso es que ella creía tener el mando de las cosas, pero ahora yo sabía más que ella.

Un juego interesante, que diría mi padre, como invertir en bolsa con información privilegiada. Menudos dos desaprensivos que se habían cruzado en mi vida. Pero si me tomaban por tonto estaban un poco equivocados. De momento la doctora que iba a salvar mi mente iba a ser la primera en darse cuenta de ello. Pero, como me pasaba siempre en la vida, no iba a haber oportunidad de ilusionarme por una mujer. En fin, otra vez sería.