La Diosa De Fuego y el Padre De Guerreros
La misión científica con objeto de explorar el legendario planeta Tierra sufre un grave percance. Mi hermana y yo nos vemos arrastrados a situaciones de amor filial, sexo no consentido y zoofilia
ADVERTENCIA
El presente relato es una obra de ficción, fruto de la imaginación de su autor. Contiene sexo explícito y altas dosis de violencia, sin embargo no representa las opiniones del autor. Este trabajo no promueve ninguna clase de violencia, el autor se manifiesta contrario a cualquier forma de abuso. Este relato ha sido escrito con fines de entretenimiento y no debe considerarse como guía o ejemplo de conductas a seguir.
1 El viaje
Soy Elykner Drorheck, antropólogo, historiador, folklorista, y experto en lenguas antiguas. Sin ánimo de jactancia, represento la mayor autoridad viviente en materia de historia terrestre en toda la galaxia. Pero con todo este conocimiento, existen innumerables vacíos de información en las disciplinas que domino.
Como todos sabemos, nuestra civilización galáctica del Matriarcado Weyxderia depende de los inagotables recursos de la región central de la Vía Láctea; la Tierra se localiza al borde de la galaxia, una zona de nulo tráfico interestelar, en vista de lo cual es poco menos que imposible fletar una astronave y contratar una tripulación para realizar el viaje. He tardado diez años en reunir al conjunto de inversionistas que hicieron viable la compra de un “astroesquife” añoso y casi molido a golpes de meteoritos.
En lo tocante a la tripulación, cuento con mi hermana Shendrat Drorheck, capitana de la Armada Matriarcal, quien gustosa ha acumulado varios permisos para realizar conmigo esta travesía. Nos acompañan dos militares más, mujeres entrenadas en el combate y el espacio profundo y un biólogo que me es por completo antipático. Cierta compañía que construye estaciones espaciales colaboró con el quince por ciento de los gastos de la misión, a condición de que aceptara al individuo. En fin, esta persona no es relevante en la historia que estoy escribiendo.
El último Salto Hiperespacial nos ha colocado a la altura de una faja asteroidal que rodea a Sol, entre las órbitas del cuarto y quinto planeta (Marte y Júpiter, el gigante gaseoso). Estamos a diez “fentoparcecs” sobre el plano planetario y visitaríamos el planeta Marte si en estos momentos no se encontrara al lado contrario de nuestro verdadero objetivo.
—Los escáneres de masa revelan la presencia de estaciones espaciales alrededor del tercer planeta —señala Shendrat en el tono experto de la oficial a cargo—. Nada de qué preocuparnos; las estructuras parecen abandonadas y no se detectan señales de radio.
Meneo la cabeza. Las señales de radio representan el punto mínimo posible del grado tecnológico, su ausencia indica que, o la Tierra ha quedado despoblada por completo, o sus moradores han retornado a la barbarie.
—Según la creencia popular, los antiguos poblaron la Luna —le recuerdo—. Quizá ahí se encuentre una colonia aún en funcionamiento.
Somos muy distintos, a pesar de ser hijos de los mismos padres. Shendrat tiene treinta y un años. Es una hermosa pelirroja de ojos grises y se parece a papá, aunque ha heredado la figura voluptuosa de nuestra madre. Yo, de treinta y ocho años, más oscuro de piel, en una mezcla entre la tez muy clara de papá y la muy oscura de mamá, con ojos marrones que siempre parecen tristes. Nuestros caracteres también son disímiles; Shendrat es fría, rápida para calcular cursos de acción y valerosa como todas las mujeres de La Armada. Yo prefiero reflexionar y tomarme con calma los acontecimientos, siempre que no se trate de verdaderas emergencias.
—El planeta está saliendo de una era glacial —señalo—. Si los terrícolas sobrevivieron a la hecatombe, quizá pudieron construir refugios subterráneos.
—¿Y nos esperan con los brazos abiertos? —ironiza ella—. ¡Lo más probable es que todos estén muertos! Tal vez hayamos llegado hasta aquí para comprobar que la “Dama Corona Puntas” es en realidad la diosa destructora de los antiguos paganos.
Esta pulla me molestaría si otra persona me la lanzara. En el caso de Shendrat, sé que bromea. Ella sabe que pasé más de cinco años investigando a la “Dama Corona Puntas”. Los eruditos manejaban la hipótesis de que los antiguos terrícolas adoraban aquella enorme estatua, erigida en una diminuta isla a orillas de una importante ciudad del amanecer de los tiempos. El monumento representaba a una mujer que portaba una corona con picos o puntas proyectadas hacia fuera; en una mano sostenía una antorcha y en la otra un libro, que era una especie de receptáculo de información. Los antropólogos sugerían que la efigie había sido erigida en honor a una reina o diosa (¿Kleo-Petra o Martonni Neta?), y que en el libro estaba escrito el destino de los individuos. La antorcha se relacionaría con el fuego de purificación y las puntas tal vez se dispararan sobre los corazones de los delincuentes.
Revisé durante cinco años las antiquísimas grabaciones que se conservaban, y averigüé que, si bien los terrícolas parecían obsesionados por presentarla, no ritualizaban su existencia. En la Biblioteca Matriarcal de Weyxderia Central encontré una vieja película, dañada casi por completo, que muestra a la estatua en su fase de construcción. En una escena, un hombre combate con varios alrededor de la cabeza, aún desmontada de la efigie. Uno de los contrincantes cae dentro y termina con las piernas saliendo por las fosas nasales de la “Dama Corona Puntas”. Con este documento histórico comprobé ante la comunidad científica que el monumento no era objeto de culto. De haberlo sido, los sacerdotes a su cargo no habrían permitido que se representara tamaño ultraje.
—Quizá podamos aprender algo de la estatua —suspiro—. Aunque quince mil años de abandono son mucho tiempo para hallar indicios. Si encontramos el planeta desabitado, será difícil conseguir información.
—Te sugiero que sea tu primer objetivo —dice Shendrat.
Mi hermana se aproxima al sillón de la astronavegante y gira instrucciones de arribo.
2 Catástrofe
El “astroesquife” alcanza la órbita terrestre. El área se encuentra llena de basura espacial. Por doquier hay satélites y estaciones abandonadas. Me estremezco, pues estamos contemplando las señales de los primeros pasos de la humanidad por el espacio.
—Capitana —llama a mi hermana una de las suboficiales—. Uno de los satélites continúa en estado operativo y ha detectado nuestra presencia. Nos apunta con lo que parece ser un arma.
Shendrat observa en su pantalla.
—Envíe señal de paz. No sabemos a qué nos enfrentamos.
Esta amenaza era imposible de prever. Un satélite que actuara de manera autónoma y se alimentara de la energía solar no necesitaría emitir señales de radio ni rastros de radioactividad, no obstante podría seguir operando de forma indefinida. Desconocemos los principios básicos y los materiales que, en su día, se emplearon para construirlo.
Siento deseos de sugerir una retirada, pero no me atrevo. Cuando mi hermana muestra su lado profesional odia ser interrumpida.
—Mensaje enviado, capitana —anuncia la suboficial.
Vemos el aparato en pantalla. Su forma anticuada y maltrecha es engañosa, pues ignoramos los peligros que guarda. El arma que nos apunta se estremece cuando dos piezas complementarias se empalman para cerrar alguna especie de circuito, es ahí donde se desata el caos.
Lo último que vemos en la pantalla es una ligera emisión de energía que surge del cañón del satélite, directa a nosotros. De inmediato mueren todos nuestros sistemas.
Las luces se apagan, la pseudogravedad se anula, los dispositivos de reciclaje atmosférico dejan de funcionar. Entiendo que el satélite ha emitido alguna especie de rayo “ergoneutralizante”, capaz de dañar todos nuestros equipos de forma permanente. Nuestra única fuente de iluminación es el resplandor azulado que nos llega desde la Tierra a través del mirador frontal.
—¡Alerta roja! —grita Shendrat—. ¡Todos a los puestos de evacuación, tenemos que abandonar la nave!
De haber contado con mayores fondos, hubiéramos podido adquirir un vehículo mejor equipado. Estamos metidos en una trampa prehistórica por falta de un escudo reflector, pero nadie podía imaginar lo que sucedería.
Gritando histérico, el biólogo se impulsa y flota en gravedad cero hacia la zona de los botes orbitales.
—Ustedes —se dirige Shendrat a sus subalternas—, irán con el blandengue y cuidarán de que no se lastime. Elykner y yo aterrizaremos en el otro bote.
—¿Aterrizaremos? —pregunto horrorizado—. ¿Estás segura? ¡Sin la nave no podremos volver a casa!
—¡Si nos quedamos, moriremos! —explica Shendrat—. Nada funciona aquí. No tendremos aire, ni calor, ni protección contra la radiación solar.
Llegamos a los botes orbitales. El biólogo y las dos suboficiales ya ocupan uno y mi hermana y yo nos colamos en el otro.
El mecanismo de expulsión de las cápsulas funciona de manera manual; Shendrat y yo esperamos a que el salvavidas de nuestros compañeros de viaje se aleje de la nave para activar nuestra eyección.
—¿Tendremos modo de localizarlos en la superficie de la Tierra? —pregunto con temor.
—¡Tendremos suerte si logramos aterrizar enteros! —responde mi hermana—. Elykner, entiende una cosa, NINGÚNO de nuestros dispositivos funciona. Será imposible enviar un mensaje a los otros y sería inimaginable comunicarnos con La Armada.
3 La Tierra
Shendrat es una piloto experta. Sus habilidades compensan la falta de dispositivos que nos guíen en nuestro descenso a la superficie planetaria. En un tiempo que a mí se me antoja eterno perdemos altitud, cayendo como un guijarro arrojado desde un acantilado.
Mi hermana ha liberado varios paracaídas que van frenando nuestra velocidad y que, cumplida su función, se desgarran a causa de la fricción con la atmósfera.
Cuando el último de los paracaídas se abre, a una indeterminada distancia del suelo, Shendrat cierra los ojos y deja escapar un suspiro.
—¿Estás bien? —pregunta preocupada.
—En lo que cabe —respondo—. No pienses que seré una carga; no soy hombre de acción, pero no me verás correr acobardado si necesitamos pelear.
—Me preocupa lo que encontraremos abajo. Quizá no haya señales de actividad humana, pero el planeta está vivo y podría haber fieras; supongo que mis armas tampoco funcionan.
Guardo silencio y los minutos se deslizan mientras descendemos.
El casco del salvavidas choca contra la dura superficie, al menos no hemos acuatizado. Nos preocupa la calidad del aire, pero no tenemos forma de saber si será respirable, así que abrimos la escotilla con temor. Antes de emprender el viaje fuimos sometidos a los reglamentarios tratamientos del sistema inmunológico, nuestra salud está garantizada, no existe virus o bacteria que pueda enfermarnos.
La atmósfera es respirable. Salimos a la luz de un medio día que despierta reverberaciones en nuestros genes. Bajo ese mismo sol, entre ese mismo aire y sobre ese mismo suelo se originó nuestra especie. En ese mundo evolucionamos para alcanzar las estrellas.
Estamos en medio de lo que debió ser un núcleo urbano. Las ruinas se extienden en todas direcciones hasta el límite del horizonte. Todo parece abandonado, desde los pequeños pedruscos hasta las enormes construcciones que debieron ser edificios. Una tímida vegetación crece esparcida con tacañería por entre las grietas del suelo.
—Todo está muerto —señala Shendrat con tristeza—. ¿Qué fue lo que pasó?
—No es fácil entenderlo —respondo—. Este mundo contaba con cientos de divisiones políticas. Una fracción peleó con la otra y utilizaron armas que lo aniquilaron todo. La misma naturaleza de la hecatombe produjo una era glacial. Esperaba poder encontrar estructuras en pie, no pensé que el daño fuera tan grave; sería un milagro si hubiera seres humanos vivos.
Durante el resto de la tarde inventariamos las escasas posesiones con que contamos, procedentes del equipo de supervivencia del salvavidas. Al llegar la noche cenamos parte de nuestras provisiones, la comida y el agua pronto representarán un problema. La temperatura desciende mucho. Decidimos dormir en los estrechos camastros.
Despierto, al igual que Shendrat, cuando unos ruidos se producen en el casco del salvavidas. Primero parece que algo rasca sobre el metal, después oímos unos golpes contundentes. Shendrat me ordena con señas que guarde silencio. Vemos a través del mirador un pálido resplandor. No nos atrevemos a asomarnos, pero es seguro que se trata de antorchas.
—Estaremos bien mientras permanezcamos aquí —susurra Shendrat.
—No resistiremos mucho —señalo—. Casi no tenemos comida y necesitamos encontrar agua.
—Ahora no pienses en eso.
Los golpes en el exterior se interrumpen y, rato después, el resplandor de las antorchas se aleja. No podremos volver a dormir por esta noche; algo o alguien nos ha encontrado.
4 Salvajes
—Las huellas son humanas, dos pares —deduce mi hermana, agachada en el suelo del exterior—. Por el tamaño parece que son hombres adultos.
—¿Qué hacemos? —pregunto preocupado—. ¿Deberíamos irnos y buscar otro sitio?
—Debemos enfrentarlo; no podemos huir con garantías de salir bien librados. No conocemos el territorio, no disponemos de recursos y nuestras armas no funcionan. Ni siquiera sabemos si hay alguna clase de autoridad organizada a la que podamos recurrir. ¡Si no enfrentamos lo que sea ahora, nuestra situación no mejorará…! ¡Mira!
La expresión de Shendrat cambia. Se incorpora y señala hacia un conjunto de rocas. A respetuosa distancia nos observa un muchacho de dieciocho o diecinueve años. Viste una mugrienta túnica de tosca manufactura y lleva una corta barba que no afea su rostro. Su biotipo racial es similar al mío; bañado y con ropas decentes pasaría por ciudadano del Matriarcado.
—¡Oé-Oé-Oé-Oé! —salmodia cuando nuestros ojos se cruzan—. ¡Óe-Óe! ¡Coca-Cola, McDonalds, Volvo, Microsoft!
No entiendo sus palabras, pero el cántico me parece un himno religioso. Agacha el cuerpo, dejando sus brazos colgando y luego se incorpora despacio para alzar las manos al cielo.
—¿Querías terrícolas vivos? —pregunta Shendrat tensa—. Ahí tienes uno, si parece peligroso tendré que cargármelo.
Muestro mis manos vacías en señal de que no oculto armas y me aproximo un paso.
—Elykner —digo, señalándome a modo de presentación—. Shendrat —digo señalando a mi hermana.
—Porterito Jachinto —dice el muchacho, señalándose repetidas veces—. Lágrima De Sol cayó de cielo. Jachinto vide ¡Cágüenlaleche! ¡Elykner y Shendrat nacen de Lágrima De Sol! ¡Oxtia! ¡Metí Gol!
Entiendo parte de su parrafada. Hablaba una deformada versión de uno de los idiomas más extendidos de la antigua Tierra. Explico a Shendrat que el muchacho presenció nuestro aterrizaje.
—¡Entonces nos espía desde ayer! —exclama mi hermana ¡Ha tenido tiempo de avisar a alguien más!
De detrás de varias rocas surgen unos quince nativos armados con garrotes. Visten de modo similar al primero. Casi todos son jóvenes y se parecen entre sí, salvo un hombretón robusto que rondará la cincuentena. El gigante maduro se adelanta al grupo.
—Guardameta Autencio —se presenta señalándose el pecho—. En tiempos extras viene a Lágrima De Sol y pega con garrote. ¿Elykner, Padre De Guerreros y Shendrat, Diosa De fuego estabais follando?
Traduzco para mi hermana la perorata del nativo.
—¡Aclárales que no soy una Diosa ni nada parecido! ¿Qué es esa gilipollez del “Padre De Guerreros”?
—No lo sé, pero piensan que tú y yo somos pareja.
—No los saques del error. Si tienen un poco de respeto nos dejarán en paz.
—Shendrat no es Diosa Del Fuego —dije despacio—. Elykner no es Padre De Guerreros.
—¡Pelo de sangre! —grita el nativo— ¡Pelo tarjeta roja de “expulsación”! ¡”Expulsación” a rivales de La Afición!
No entiendo las palabras del salvaje, pero este no espera mi respuesta. Camina con decisión hacia Shendrat y la sujeta por el largo cabello.
En fracciones de segundo mi hermana se revuelve. Atrapa la mano del hombre y la retuerce, un crujido de huesos y el alarido del nativo indican que ella le ha fracturado la muñeca.
—¡Jodió a Guardameta Autencio! —grita uno de los salvajes.
Shendrat y yo retrocedemos con la esperanza de alcanzar el interior del salvavidas, pero Guardameta Autencio, repuesto de su sorpresa inicial, nos alcanza y dispara un tremendo puñetazo contra mi mentón con su mano sana.
Los involucionados rodean a mi hermana. Ella sabe que no podrá pelear con todos a la vez, por lo que levanta las manos.
—¡Rindámonos, Elykner! —ordena— ¡Nos superan en número y podrían matarnos aquí mismo! ¡Esperemos una oportunidad de escapar!
Nos atan las manos a la espalda y somos forzados a caminar entre ellos. Guardameta Autencio se sostiene la mano lesionada y nos mira con odio.
—Cortíngles —dice Guardameta Autencio cuando llegamos a un núcleo de chabolas pestilentes en medio de las ruinas.
Esta gente vive entre cabras y cerdos, pisoteando los zarcillos de sus pequeños huertos. Escuchamos los aullidos de un lobo, pero no vemos que los salvajes se inquieten por ello. Al llegar ante una construcción más grande que las demás Guardameta Autencio se adelanta y entra. Shendrat y yo nos miramos en silencio. No podemos escapar de los aborígenes.
—¿Qué quieren de nosotros? —pregunto a Porterito Jachinto, único salvaje que no nos ha empujado.
—Ba-lón tiene que ver a tú mujer. Ella Diosa De Fuego, tú Padre De Guerreros. Ceremonia de partido. Equipo rival disputa el campeonato y vosotros uniréis vuestra fuerza a los lobos y la daréis a los guerreros jugadores. ¡Pasión y camiseta! ¡Coca-Cola!
De su jerga entiendo que quieren celebrar alguna clase de ceremonia con nosotros. Lo comento con Shendrat y ella se muestra tranquila.
—Si no se trata de sacrificios humanos, quizá salgamos bien parados.
Guardameta Autencio vuelve acompañado de dos individuos. Uno viste túnica a rayas blancas y negras y trae una especie de gorro con visera. El otro viene desnudo, toda la piel de su cuerpo aparece tatuada con pentágonos blancos y negros.
—¡Oé-Oé-Oé-Oé! —salmodian nuestros captores—. ¡Óe-Óe! ¡Coca-Cola, McDonalds, Volvo, Microsoft!
Los nativos forman una fila ante los recién llegados. Doblan el cuerpo con los brazos colgando. El de la extrema derecha se incorpora y estira sus brazos para volver a agacharse. El que le sigue imita el movimiento y, de forma sucesiva, todos hacen la reverencia con una coordinación asombrosa que me recuerda el movimiento de una ola.
—Ba-lón —se presenta el individuo tatuado —. Este Árbitro de partido —señala al hombre de túnica a rayas.
—Elykner —me presento— La mujer es Shendrat; no habla como nosotros y no entiende lo que decimos.
—¡Diosa de fuego! ¡Padre De Guerreros! ¡No troleaba Guardameta! ¡Metimos Gol!
Árbitro se aproxima y toca la cazadora de Shendrat, tuerce el gesto.
—¡Ropas fuera! —grita el salvaje.
Ni siquiera me dan tiempo a decirle a mi hermana lo que se avecina. Cuatro nativos me sujetan. Con toscos modales desatan las manos de Shendrat y tiran de su guerrera sin saber cómo quitársela. Ella parece querer resistirse, pero se sabe superada. Se señala a sí misma y se quita la prenda. Ba-lón se lanza sobre ella y, tomándola del cuello de su camisola, la jala con violencia desgarrando la prenda. Shendrat cae al suelo cuando Guardameta Autencio patea la parte trasera de su rodilla derecha. Por un momento pierdo la imagen de mi hermana, que parece sepultada bajo los cuerpos de los salvajes que se disputan los jirones de sus ropas a la par que magrean su cuerpo. No dejo de gritar, retorcerme y maldecir a los nativos que me sujetan, pero no ceden un ápice en su presa sobre mí. Árbitro sopla en un silbato primitivo y, como por ensalmo, los bárbaros se apartan de Shendrat.
—¡Hijos de puta! —grita ella desde el suelo.
Está sucia y despeinada. Las ropas son ahora harapos que muestran su cuerpo pálido y de bien estructuradas curvas.
Árbitro indica por señas a mi hermana que ella debe terminar de desnudarse. No dejo de admirar el espléndido cuerpo al natural de Shendrat. Sus senos generosos rematados en aureolas grandes, el vientre plano, su sexo carente de bello púbico, sus torneadas piernas, sus poderosas caderas. Escupo de rabia, los salvajes nos han atrapado, estamos a su merced y mi hermana parece representar un botín muy codiciado.
Con malos modos la obligan a arrodillarse sobre el polvo del camino. Hay mirones que contemplan el espectáculo, pero al parecer los nativos que nos capturaron representan la única estructura de gobierno que reconoce esta gente.
Atan sus manos a la espalda y Árbitro extrae una daga de entre los pliegues de su túnica, se acomoda detrás de ella y pone el filo del arma sobre su garganta.
—Quitas tú ropa o yo corto cogote de puta —Me dice.
Asiento. Alguien corta las ligaduras de mis muñecas y me desvisto de inmediato. La escena me parece de pesadilla; nunca hasta ahora nos hemos visto desnudos ella y yo.
—¡Ella no pelos, él sí pelos! —Observa Ba-lón—. A él no gustan pelos.
Todos ríen de forma soez por el comentario. No, no todos. Porterito Jachinto se ha mantenido al margen desde que llegamos a Cortíngles.
Vuelven a atarme, obligan a Shendrat a incorporarse y nos empujan adentro de la edificación.
En medio de nuestras protestas nos separan. Me llevan a la fuerza por un corredor oscuro y maloliente. Mis pies se lastiman al descender por unas escaleras labradas en piedra viva. Por fin llegamos a una mazmorra donde me dejan encerrado luego de desatar mis manos.
Grito, insulto y aporreo la puerta sin resultados. Mi mente es un torbellino de dolor, pues imagino las atrocidades que pueden estar haciendo con Shendrat.
Al rato llega un salvaje y abre una trampilla de la puerta de la mazmorra. Empuja adentro una bandeja con alimentos cuyo aspecto me revuelve el estómago.
—¿Mujer de pelo rojo dónde está? —pregunto.
—Diosa De Fuego en agua —responde—. Baña para ceremonia de poderes. Guerreros preparan, Ba-lón y Árbitro prepara, lobos preparan y Guardameta Autencio herido de mano, no puede jugar en ritual de poder. Pronto tú preparas.
Me tranquilizo en parte, al menos mi hermana sigue viva. Lo que sea que los salvajes estén planeando parece ser importante y Shendrat parece figurar en el sitio de honor. Solo espero que no se trate de un sacrificio.
5 Ceremonia
—Apestas a mierda, bañas para ritual —dice Porterito Jachinto desde la entrada de la mazmorra.
Han pasado unas dos horas desde que me encerraron. No he querido tocar la pestilente comida que trajo mi carcelero. Me siento furioso, pero debo obedecer, de lo contrario podrían lastimar a mi hermana.
—Tú porta bien y yo no amarro —dice el muchacho—. Diosa De Fuego porta bien, ya bañada y lista. Faltas tú.
—Entiendo. No es necesario que me ates, podemos terminar con esto de una puta vez —señalo.
Subimos por las escaleras y pasamos al corredor. Llegamos a un salón donde hay varias tinajas llenas de agua. Nos reciben dos mujeres desnudas y mojadas.
—Padre de guerreros entra en agua —ordena una de ellas—. Grupachiva y Atletiqueña bañan para ceremonia.
Asiento y obedezco. El agua está limpia y su temperatura es templada; al menos han considerado darme cierto confort, lo que entre ellos debe representar un lujo. Atletiqueña me sonríe con timidez mientras Grupachiva enjabona mi espalda. Porterito Jachinto no pierde detalle. Los cuerpos de las salvajes son de complexión regular, viéndolas desnudas nadie supondría que proceden de una sociedad involucionada y de un planeta devastado.
Me enfada un poco constatar que mi cuerpo reacciona a las manipulaciones de las salvajes. Mi verga despierta en cuanto ellas pasan del enjabonado a un masaje por mi espalda, hombros y cuello. Me hacen ponerme en pie para el aclarado; cuando vierten algunos baldes de agua sobre mí, Grupachiva se arrodilla a mis pies y toma mi erección entre sus manos. Mirándome a los ojos besa el glande con sus labios carnosos; Atletiqueña me abraza por la espalda, haciéndome sentir la dureza de sus pezones sobre mi piel.
La mujer salvaje se introduce parte de mi verga en la boca y ejecuta movimientos de meter y sacar. La sensación es placentera, no puedo reprimir una exclamación de gozo.
Atletiqueña sostiene mis testículos y los sopesa con tacto experto.
—Pronto ceremonia, esto adelanto —murmura en mi oído.
Se separan de mí y me hacen salir de la tinaja. Secan toda mi piel con una toalla de áspera textura. Me ponen una especie de túnica, peinan mis cabellos y hacen una seña a Porterito Jachinto para que me saque de ahí.
El muchacho me guía por otro corredor que desemboca en una sala subterránea de forma circular, iluminada con antorchas. Seis de los prohombres de la comunidad están presentes, todos sentados sobre taburetes formando un amplio círculo en torno a una especie de ruedo alfombrado con heno fresco. En el centro del círculo está Shendrat, vestida con una túnica corta y atada de pie a un poste.
—¡Oé-Oé-Oé-Oé! —salmodia Ba-lón con devoción—. ¡Óe-Óe! ¡Coca-Cola, agua de Dioses! ¡McDonalds, comida de Dioses! ¡Volvo, velocidad de Dioses! ¡Microsoft, sabiduría de dioses! ¡Que la Diosa De Fuego y el Padre De Guerreros, hijos de Lágrima De Sol, unan sus fuerzas! ¡Que la fuerza de Dioses se una a fuerza de lobos! ¡Que fuerzas unidas den fuerza a guerreros jugadores, aficionados que viven la intensidad del Fút-bol!
—¡Fut-bol! ¡Fut-bol! —salmodian los demás salvajes.
No identifico muchas de sus palabras, pero la ininteligible perorata del líder parece enardecer a sus compinches. A coro de “Fút-bol, Fút-bol” me empujan hasta llevarme frente a mi hermana.
—¿Estás bien? —pregunto a Shendrat.
—No me han hecho nada —responde—. Escúchame, Elykner. Creo que tengo una idea de lo que quieren de nosotros, debemos hacer todo lo que digan sin rechistar. Imagino que después de esta ceremonia se irán a combatir con otra tribu y nos dejarán en paz, entonces podremos escapar. De momento obedezcámosles en todo.
—¿Quién nos garantiza que no nos matarán? —pregunto.
—Nadie garantiza nada, es solo una suposición. Sigámosles el juego y veamos qué pasa.
Árbitro hace sonar su silbato y todos los salvajes guardan silencio.
Porterito Jachinto se acerca a mi hermana y corta sus ligaduras. Ella avanza hacia mí y me abraza. Me lleno de estupor cuando Ba-lón vocifera:
—¡Diosa De Fuego y el Padre De Guerreros, uniréis vuestra fuerza follando para nosotros!
Giro para rebelarme, pero Shendrat me sujeta del brazo.
—Lo haremos, Elykner… ¡No tenemos alternativa! —lágrimas de rabia surgen de sus ojos—. ¡Lo haremos, y será de verdad, si lo que quieren es un espectáculo y este es el precio por nuestra libertad, claro que lo haremos!
—¡Pero somos hermanos! —rebato.
—Sí, unos hermanos que quieren sobrevivir —estira sus manos y me toma por la nuca—. Puedes imaginar que soy otra mujer… aunque yo prefiero imaginar que eres tú, pero que las circunstancias son distintas. ¡Si estos salvajes e mierda quieren un espectáculo, por el Núcleo Galáctico que lo tendrán!
Tras estas palabras me jala por la nuca y acerca su boca a la mía. Nos besamos, yo con temor y dudas, ella con pasión y decisión. <<¿Qué pasará con nosotros mañana?>> me pregunto. Del espectáculo que montemos en este momento dependerá que ese mañana llegue para nosotros.
Al separar nuestras bocas la abrazo unos instantes. Detesto sentir que nos están forzando al incesto. Shendrat gira y se acomoda pegando su espalda a mi torso; pronto suspira excitada.
Siento en mi nariz la fragancia de sus cabellos y contra mi bajo vientre la redondez de sus nalgas. Sin poder evitarlo, mi erección reacciona y toca el cuerpo de mi hermana. Jamás en la vida me había pasado por la mente ninguna clase de contacto sexual con Shendrat, pero quizá mi subconsciente, agobiado por las tensiones del día y la incertidumbre del futuro, intenta brindarme una ruta de escape para no caer en el pánico.
Alejo mi pelvis de su trasero. No quiero molestarla. Mi hermana acerca de nuevo su cuerpo al mío y busca mi mano, queriendo ser abrazada desde atrás. Permito su maniobra y de ese modo mi mano termina sobre su seno derecho. Ella suspira hondo y se estremece. Nuestra excitación es real, estamos a punto de tomar un curso de acción que jamás nos planteamos.
No me aparto ni me retiro de su cuerpo. Interpreto esta situación como una tácita solicitud de abrigo y amparo que, en su orgullo de mujer guerrera, no se atrevería a manifestar de viva voz. Mi miembro erecto se acomoda entre las nalgas de mi hermana, ella lo nota y mueve las caderas hacia atrás un par de veces. Me estremezco; asumo que este encuentro me será más sencillo de lo que en un principio pude suponer.
Pienso en los rumores que corren sobre las naves de la armada. Una embarcación regular cuenta con unas cincuenta tripulantes, todas ellas mujeres jóvenes y bien constituidas, en condiciones de hacinamiento estrecho. No es infrecuente que duerman dos o incluso tres en el mismo camastro y tampoco es raro que se den encuentros sexuales entre ellas. Toda la vida he dedicado mi mente a desentrañar los misterios antropológicos de la antigua Tierra, ahora me doy cuenta de que nunca he pensado en la sexualidad de mi hermana. Sé que ha tenido un par de amantes masculinos, nada serio, pero me pregunto si también habrá tenido contacto sexual con alguna subalterna.
Siento el rostro afiebrado. A pesar de nuestras ropas, el calor que despide el cuerpo de Shendrat, su aroma de mujer y la rotundidad del contacto entre sus nalgas y mi bajo vientre me mantienen inquieto. Y esta es la primera vez, en toda mi vida, que veo en mi hermana a la hembra deseable que es en realidad.
Ansío poder abrazarla con libertad, traspasar la insalvable distancia de diez centímetros que separa mi boca de su cuello, incrementar la presión sobre su seno. Sí, y también deshacerme de las ropas que de repente se han vuelto el mayor estorbo de mi vida.
Despacio, con mi mano libre extraigo mi rígida verga de debajo de la túnica. Mis dedos sobre el seno de mi hermana encuentran el pezón y descubro que está erecto. Shendrat suspira cuando lo froto sobre la tela de su túnica. Flexiono un poco las rodillas, acomodo la punta de mi verga entre los muslos de mi hermana y adelanto la pelvis, como si la estuviera penetrando. El roce del tejido de sus ropas es incómodo, desearía que al menos pudiéramos estar solos. Permanezco así unos instantes, deseando la impensable cópula entre los dos. Deseando el cuerpo más prohibido de todo este planeta.
Odio que nos estén obligando. Me odio por desearla y me aborrezco por no tener el valor de dar un paso más, un paso hacia el incesto o un paso hacia el combate contra nuestros captores.
Mi mano libre acaricia el vientre de Shendrat y desciende hasta su Monte De Venus. Su sexo está húmedo bajo la túnica. Los espectadores guardan un profundo silencio. Mi hermana gira su cabeza hacia mí.
—Bésame y desnúdame —susurra—. No hay razón para no disfrutar de esto.
Obedezco, primero besándola y luego descubriendo ante mí el maravilloso tesoro que es su cuerpo desnudo. Ella se planta frente a mí y me despoja de la túnica. Mi verga y sus pezones se encuentran en el mismo estado de erección. No podemos negar que estamos excitados; tomo a mi hermana por las caderas y juntamos nuestros cuerpos. De forma apasionada vuelvo a besarla. Cuando volvemos a separarnos ella apoya su rostro sobre mi torso y suspira profundo. Beso su cuello, mis manos sujetan sus nalgas. Mi verga se cuela entre sus muslos y siento sobre el tronco el cálido flujo vaginal que destila su intimidad. Shendrat sostiene sus tetazas con las manos y las ofrece a mi boca. Beso un pezón y luego el otro; la tensión sexual entre nosotros es densa y palpable.
Shendrat gime apasionada. Hemos pasado de una situación forzada a un placer mutuo y voluntario. Dedico especial cuidado a sopesar y masajear cada uno de sus senos. Shendrat suspira hondo y se aferra de mis hombros para tirar hacia abajo; sé lo que necesita y deseo dárselo.
Me arrodillo ante mi hermana, quien me mira desde arriba con expresión de lujuria. Su coño está cerca de mi rostro. Aspiro el enervante aroma de sus secreciones más íntimas, incluso siento como si el resplandor de las antorchas menguara en intensidad.
Nos miramos a los ojos cuando beso por primera vez el coño de mi propia hermana. Está húmeda y ansiosa; hasta hoy yo ignoraba que ella se hubiera sometido a la depilación permanente, tal como a mí me gustan las mujeres. Sujeto sus caderas con fuerza y lamo sus labios mayores con lentos movimientos ascendentes que repito regocijado. Me estremezco de deseo. Suceda lo que suceda, el placer que ambos sentimos no podrán arrebatárnoslo.
Beso su entrada vaginal y saboreo su esencia de mujer. Podría perderme en el sabor de la incestuosa savia que mana de su ser. A partir de ahora nada será igual entre nosotros.
Shendrat deja escapar exclamaciones de gozo y aferra mi cabeza, guía mi rostro a su excitado clítoris. El enhiesto nódulo de placer recibe los ataques de mi boca. Lo succiono, lo envuelvo con mi lengua, lo aprisiono entre mis labios. La lubricación de la vagina de mi hermana es ideal para manipularla; deslizo el índice de mi mano izquierda por la entrada de su sexo y, sin dejar de estimular su clítoris, lo introduzco haciendo movimientos circulares en busca de puntos sensibles. Shendrat exhala el aire y arquea la espalda para después agacharse y apoyar sus manos en mis hombros.
Hago girar mi dedo en su interior, mientras lo introduzco y extraigo con vigor. Mi boca continúa sobre su clítoris. La respiración de Shendrat se acelera y deja escapar un grito apasionado cuando me clava las uñas al sentir el primero de sus orgasmos.
Mi hermana retira mi mano de su sexo y se arrodilla frente a mí. Me fascina su actitud de “mujer a cargo”, que no solo colabora con nuestras actividades, sino que se hace responsable de su propio placer. Nos besamos con energía, compartimos en nuestras bocas el sabor de sus efluvios vaginales.
Vuelvo a recorrer su cuerpo con mis manos. Casi hemos olvidado que media docena de salvajes nos observan absortos, sin perder detalle de nuestros juegos eróticos.
Mi hermana me hace sentar sobre el suelo cubierto de heno y toma mi verga entre sus manos para darme un agradable masaje masturbatorio. Momentos después se acomoda entre mis piernas y besa mi mástil con caricias de labios y lengua. Restriega mi virilidad por su hermoso rostro, como jugando a no tocarla con la boca, se la pasa por el rojo cabello para darme descargas de placer, la aprisiona entre su barbilla y su cuello, le da golpes con la punta de la nariz y se da ligeras bofetadas con el mástil. Después de un rato de jugar captura mi glande entre sus labios y hace movimientos de succión mientras se introduce parte de mi miembro en la boca. Sus movimientos de retirada se complementan con fuertes opresiones labiales que me producen estertores de gozo.
Cuando decide que es el momento se acuesta sobre el heno del suelo y me mira con fijeza, invitándome al siguiente movimiento. Me arrodillo entre los muslos de Shendrat. La dureza de mi erección es tal que duele de impaciencia. Ubico el glande entre sus labios vaginales, está húmeda y ansiosa; me mira a los ojos mientras asiente con gesto retador. Entonces la penetro despacio.
El día anterior caímos en un planeta no explorado, esta mañana hemos sido capturados por nativos involucionados y en este momento mi hermana y yo estamos teniendo relaciones sexuales delante de un corrillo de salvajes. Demasiada información para procesarla de manera racional.
Con firmeza, como temiendo un súbito arrepentimiento, mi verga se desliza en el interior del conducto vaginal de mi propia hermana. A cada centímetro de penetración ella gime y suspira, entregada al placer incestuoso que nos estamos proporcionando. Siento la estrechez de su vagina. Al llegar a la mitad del camino, Shendrat se estremece y emite un gemido más fuerte que los anteriores mientras los músculos de su interior me producen estertores de dicha al presionar mi verga. Avanzo más, penetrando hasta el fondo, sintiendo que mi glande topa con su útero.
Consumada la penetración comenzamos a movernos, primero con pausada precisión y después acelerando el ritmo. Lo estamos disfrutando, Shendrat gime cuando mi miembro se aloja por completo en su sexo. Sus músculos vaginales presionan mi verga cuando imprimo los movimientos de retroceso, es como si no deseara que abandonara su interior por el breve lapso que necesito para obtener más impulso. Sus pantorrillas aprisionan mi cintura. Me exige más esmero, yo me dejo llevar y no escatimo en bríos.
El orgasmo de Shendrat llega, prolongado y húmedo, este es el hito que aprovecho para acelerar aún más en mis embestidas.
Cuando su cuerpo se relaja después del clímax, sujeto sus piernas y las coloco sobre mis hombros. De este modo varío un poco el ángulo de penetración e incremento las posibilidades de placer para su coño. Estamos siendo obligados, pero nada nos impide gozar del momento.
Cambio el ritmo de penetración. Una embestida a tope, retroceso corto, embestida media y vuelta ala penetración profunda. Gracias a esta secuencia siento que los músculos internos del sexo de mi hermana palpitan de forma especial. En cada embestida profunda me oprime de maneras que nunca creí posibles; es como si nuestros organismos hubieran estado diseñados desde siempre para alcanzar la compatibilidad. Sus gemidos me demuestran que, cada círculo de secuencia, ella obtiene un corto orgasmo con efecto acumulativo. Resisto el placer y, tras incontables momentos de gozo, siento que Shendrat se corre en una explosiva cadena de orgasmos múltiples. Aprovecho este momento para penetrarla por completo y eyacular, uniéndome a sus delirantes gritos de pasión.
Me recuesto sobre ella, procurando no abusar de mi peso sobre su cuerpo. Nos besamos con delirio, ajenos a nuestros observadores. Ella me sujeta por la cintura con sus piernas.
—Aún falta algo —susurra Shendrat a mi oído—. Tienes que hacérmelo por atrás.
Conservo el vigor. Sería difícil que mi erección amainara con solo una eyaculación. He notado que su voz suena dulce y lasciva. Supongo que la mía suena igual cuando respondo:
—Lo deseo, pero no me gustaría lastimarte. Lo haremos si es tu decisión.
Por toda respuesta me hace incorporar, casi me duele desacoplarme de ella. Shendrat se coloca dándome la espalda, a cuatro patas ante mí. La imagen que me ofrece es de lo más apetecible; su culo listo para la acción. Contemplo sus nalgas rotundas, de piel blanca. Admiro su sexo que, expuesto desde atrás, gotea hilillos de semen y flujo vaginal que representa nuestra primera sesión de sexo incestuoso.
No me contengo y beso las nalgas e mi propia hermana mientras mis manos acarician sus piernas. Casi me reprocho el no haberla visto como objetivo sexual antes, en alguna época de nuestras vidas que no incluyera aborígenes mugrientos con la cabeza llena de rituales tergiversados.
Ella se estremece cuando froto despacio el incipiente vello facial de mis mejillas sobre la tersura de sus nalgas. Doy por culminado el momento de contemplación cuando me arrodillo entre sus piernas, y la sujeto por la cintura.
—¡Hazlo, Elykner! —exclama Shendrat —. ¡Encula a tu hermana! ¡Sodomízame para que quede constancia de que esto ocurrió en verdad!
Recojo fluidos de los que destila el sexo de mi hermana y con ellos lubrico despacio su orificio anal. Al introducir un dedo siento que ella cierra su esfínter a la vez que gime satisfecha. Me enerva saber que en verdad estoy provocando placer en el escultural cuerpo de Shendrat, mi hermana, capitana de la Armada Matriarcal.
Cuando su orificio posterior parece lo bastante lubricado y dilatado procedo a colocar mi glande en su entrada.
Penetro despacio. Siento que el estrecho esfínter de mi hermana cede al paso de mi glande y, poco a poco, introduzco todo mi miembro hasta que mis testículos topan con sus labios vaginales.
Ambos gemimos como bestias lanceadas por el placer. Permanezco inmóvil, con mi verga incrustada hasta el fondo del ano de mi hermana, hasta que ella misma reinicia las actividades; sin mover las caderas estimula mi virilidad mediante movimientos musculares de su esfínter rodeando mi miembro. Lo hace con tal maestría que parece que se tratara de una mano o una boca que controla el placer mutuo.
Muevo mi pelvis con suavidad, mandando mi verga al interior del ano de Shendrat, acoplándome al ritmo que imprimen las opresiones anales de ella. Cuando penetro, mi hermana hace movimientos de expulsión y cuando retrocedo su maniobra es de retención, de este modo nuestros cuerpos permanecen interactuando. Sus caderas acuden al encuentro de mi bajo vientre y, de este modo, aceleramos la velocidad.
Gemimos y bufamos en cada arremetida. Shendrat agita su largo cabello rojo, como si se tratara del aura ígnea de un ser sobrenatural en llamas. En este momento creo vislumbrar en mi hermana la naturaleza mística que los salvajes terrícolas le atribuyen.
Las nalgas de Shendrat aceleran el paso. En cada perforación mía se debate y contrae con más y más lujuria. Está encadenando orgasmos a velocidades sobrecogedoras. Cuando grita desde el fondo de su sistema nervioso considero que ha llegado el momento de eyacular de nuevo.
Me vierto, coordinando mis movimientos de mayor penetración dentro de su ano con los instantes de eyaculación. Los malditos salvajes me han dado el más extraordinario regalo que pude haber recibido: la posibilidad de tener sexo con mi propia hermana. Pero este obsequio viene cargado de explosivos; con mi verga incrustada en el ano de Shendrat comprendo que, en lo futuro, jamás disfrutaré del sexo con otra mujer tanto como he gozado con ella.
Caemos sobre el heno del piso y nos desacoplamos. Abrazo a Shendrat con verdadero amor, no solo el fraterno, sino el filial, cargado del deseo básico que el animal macho siente por su hembra.
La laxitud que sigue a nuestra cópula se interrumpe cuando Árbitro hace sonar su silbato y el bestialismo se desata.
El grupillo de salvajes que nos capturaron entran al recinto y corren hacia nosotros. Nos separan por la fuerza y, entre patadas y escupitajos me atan al poste donde antes estuviera sujeta mi hermana. Quedo de rodillas, con las manos amarradas atrás y el madero entre mi espalda y mis brazos; me es imposible moverme.
Shendrat corre y Árbitro se planta a mi lado. Coloca la punta de su daga sobre mi ojo derecho. Es suficiente para que mi hermana levante los brazos en señal de rendición. Los salvajes traen un tronco robusto y lo colocan tres metros frente a mí. Empujan a Shendrat y la acuestan boca abajo sobre el madero, dejándola a cuatro patas, con el trasero expuesto a los abusos que los involucionados dispongan practicar en ella. Después atan sus manos hacia delante en el tronco, con objeto de evitar que se levante.
—¡Malditos hijos de puta, ya hicimos lo que querían! —grita asustada.
Contando con nuestra inmovilidad, los salvajes traen a dos enormes lobos de tundra. Se trata de macho y hembra. Son enormes, blancos, de pelaje largo y áspero y gélidos ojos azules. Los animales nos miran con fijeza, en este momento me parece que nuestras vidas serán sacrificadas en honor a alguna patraña supersticiosa.
Grupachiva y Atletiqueña vienen con el nuevo contingente. Las mujeres llevan al lobo macho al lado de Shendrat, Ba-lón y Árbitro traen a la loba conmigo.
Me estremezco de terror cuando ponen a la bestia ante mí. Sus fauces llenas de colmillos quedan a pocos centímetros de mis órganos genitales. La criatura bosteza expulsando una cálida bocanada de aliento sobre mi piel. Es inútil intentar liberarme, me rasgo las muñecas queriendo deshacerme de las toscas ligaduras. Por un momento el ir y venir de salvajes me obstaculiza la vista de mi hermana.
La loba aproxima sus fauces a mi miembro y lame con lengua áspera desde mis testículos hasta mi glande. Grito de terror y un poco de sorpresivo placer.
—¡Hijos de puta, quítenmelo! —grita Shendrat desesperada.
Casi todos los salvajes se retiran, quedan en el ruedo Grupachiva, Atletiqueña, Ba-lón y Árbitro, el campo de visión se despeja y puedo ver a mi hermana, en su forzada postura a cuatro patas, con el lobo macho lamiendo los fluidos de su coño mientras Grupachiva y Atletiqueña se turnan para mamar el miembro viril de la bestia.
La loba lame mis órganos genitales, haciéndome estremecer. Es evidente que estas criaturas están entrenadas para tales prácticas; aunque sus fauces están erizadas de colmillos, no intentan mordernos. Sería hipócrita si dijera que mi cuerpo no reacciona con agradecido placer a las caricias linguales del animal. Me asusta ver que Ba-lón y Árbitro se arrodillan detrás de la loba y lamen su vagina por turnos. Me repugna la idea de que quieran forzarme a hacer lo mismo.
Shendrat me sorprende cuando, tras dejar de gritar y quejarse, gime en innegable expresión de placer. Los lametones del lobo en la intimidad de mi hermana están haciendo estragos en sus reservas. Imagino que su cuerpo, tras los orgasmos que hemos compartido, está bastante receptivo a las sensaciones. Tampoco puedo evadirme al placer que la loba me está proporcionando. No me sorprende escuchar que Shendrat, en medio de estertores, grita un fuerte orgasmo ocasionado por las caricias de su bestial amante.
El clímax de mi hermana parece la señal para que los salvajes modifiquen su aberrante juego. Los hombres dejan de estimular el sexo de la loba y la giran. Ponen su grupa ante mi verga. Las mujeres hacen una seña al lobo y este, obediente, se monta sobre la espalda de Shendrat. hombres y mujeres intercambian posiciones, ellos van con Shendrat y ellas vienen a mí.
Atletiqueña toma mi verga erecta entre sus manos y la estimula un poco más, Grupachiva dirige el trasero de la bestia y ambas mujeres guían mi virilidad a su sexo, empujando al animal para concretar la incongruente unión interespecies.
Grito de rabia, ofendo, escupo, amenazo, pero nada de lo que pueda brotar de mi boca es suficiente para detener el indescriptible momento en que mi falo penetra despacio las profundidades animales.
Quedo mudo de estupor cuando Shendrat grita adolorida al sentir que el miembro del lobo comienza a penetrar su vagina. Mi dolor es emocional, pues no deseo acoplarme con una bestia, el dolor de mi hermana es superior porque el animal que le tocó en turno está introduciéndose en su intimidad. La verga del lobo no es mayor que la mía, incluso nuestras actividades sexuales previas han contribuido para que su cavidad vaginal se encuentre lubricada, pero el impacto emocional de verse violada por una bestia debe ser superior al mío.
El lobo, bien entrenado, avanza despacio, pero sin pausas. La loba empuja su trasero hacia atrás, empalándose ella misma; me sorprende y asquea sentir que mi cuerpo, en reflejo involuntario, lanza la pelvis hacia delante, permitiendo concretar la penetración.
—¡Simios de mierda, la tengo toda dentro! Exclama Shendrat con odio y terror.
El lobo inicia un frenético movimiento de bombeo en el coño de mi hermana. No puedo evitar sentir placer con la presión que la gruta de la loba ejerce sobre mi verga y me dejo llevar. Adelanto y retiro la verga, acudiendo al encuentro del cuerpo canino; mi hermana también corresponde a los movimientos de su violador.
Los salvajes nos miran con gesto reverente, quizá se sienten cautivados por lo que representa para ellos el éxtasis religioso.
Porterito Jachinto se arrodilla delante de mi hermana y, con sorprendente dulzura, levanta su rostro para besar sus labios. Luego de este gesto le murmura palabras que ella no comprende.
Hacerlo con la loba no es como con una mujer. Falta el placer de la palabra, la sensación del terreno conocido, la belleza de sentir que se comparte un vínculo. Follar con una bestia es como intentar encajar una pieza de un rompecabezas en otro distinto, ver que casi coincide en forma, pero que el dibujo no es ni de lejos el adecuado. No obstante siento placer, y la loba también.
Shendrat grita desesperada. Su piel está empapada de sudor, sus ojos llenos de lágrimas. Sus puños crispados en inútil protesta. De este modo alcanza un orgasmo sonoro, quizá liberador, que hace estremecer al animal que se debate sobre ella.
Por simpatía, la loba chilla de placer, con mi verga incrustada al tope de su coño. Me corro a raudales con mis testículos pegados a la peluda piel de la bestia y mi glande chocando con el fondo de sus entrañas.
—¡Que les aproveche, miserables engendros de mierda! —grito a los salvajes, sin importarme que al entenderme puedan sentirse ofendidos.
—¡Metisteis Gol, hijos de Lágrima De Sol! —grita Árbitro con los ojos llenos de gozo.
El lobo queda abotonado en la vagina de Shendrat, ella grita de dolor y placer durante interminables minutos, después la criatura puede abandonar su cuerpo y la deja derrengada sobre el tronco.
Agotado cierro los ojos y suelto el cuerpo, quedo deshecho, sujeto por el poste al que estoy atado. No nos permiten descansar mucho. Grupachiva y Atletiqueña toman mi miembro empapado de semen y flujo vaginal lobuno y se comparten los fluidos succionándolo por turnos. Sus bocas se encuentran en mi pene y consiguen mantenerlo erecto.
En el tronco, Ba-lón y Árbitro, ya desnudos, se turnan para lamer el sexo de mi hermana, bebiendo con deleite sus jugos vaginales, mi semen y el semen del lobo que acaba de cubrirla.
Grupachiva toma el lugar que antes ocupara la loba. Su compañera guía mi verga erecta a la vagina de la involucionada. Estoy furioso, no me reprimo; decido darles lo que quieren. Adelanto la pelvis sin miramientos, no es mi estilo, pero no soporto más vejaciones. Incrusto de golpe mi miembro en el coño de la salvaje, quien grita de placer por la violencia de mi penetración. Nos duele la unión forzada, pero no me abstengo de lanzar mi verga en veloces movimientos.
Deseo terminar cuanto antes, estoy seguro de que la otra salvaje querrá su parte también. En el tronco Árbitro penetra con rudeza a Shendrat. La sujeta por la cintura mientras ella ofende, patalea y escupe sin que sus gritos sirvan de nada.
—¡Déjala en paz, pedazo de mierda! —grito furioso.
De nada sirve. Atletiqueña se corre en un húmedo y prolongado orgasmo, parece enardecida por la situación. Shendrat también se corre, a pesar de lo antinatural que ha sido todo para ella. No la juzgo, un miembro viril ese mueve con violencia en su interior. Eyaculo mientras escupo sobre la espalda de la salvaje, la otra mujer se apresura a desacoplar a su compañera y succiona mi verga para evitar que pierda la erección. Árbitro eyacula en el sexo de Shendrat y cae desmadejado. Ba-lón se coloca detrás de mi hermana y la penetra sin importarle la enorme cantidad de semen que empapa su cavidad, muslos y trasero.
Grupachiva se acomoda ante mí y se empala mi verga con fuerza. El furor de sus movimientos supera la bravura de mis embestidas, nuestros cuerpos chocan, como si corearan el encuentro de los cuerpos de Shendrat y Ba-lón. El jefe tatuado parece no aguantar mucho y eyacula dentro de mi hermana, ella acelera aún más los movimientos de su cadera, llegando a un apresurado orgasmo antes de que la verga del salvaje pierda tonicidad.
Grupachiva y yo, muy a mi pesar, alcanzamos el clímax casi al unísono. Instantes después cae derrengada sobre el heno.
No puedo más. Me siento roto, aniquilado, perdido. Solo deseo cerrar los ojos y evadirme, estoy casi seguro de que los salvajes nos matarán pronto o nos destruirán en estas sesiones brutales. Dejo caer el cuerpo hacia delante, mis brazos se tensan y las ligaduras muerden mis muñecas.
Ignoro cuánto tiempo permanezco colgando del madero. Siento que alguien corta mis ligaduras y caigo sobre el heno, pero esto parece suceder en algún universo paralelo. Eternidades después alguien levanta mi cabeza del suelo y limpia mis lágrimas resecas con un paño húmedo.
—Nos vamos —anuncia Shendrat.
Abro los ojos y la veo, ya vestida con la túnica.
—No entiendo —digo con voz estropajosa.
—Porterito Jachinto nos dejará marchar. Los demás se preparan para ir a pelear con otra tribu; no entiendo lo que dicen, pero creo que se sienten seguros de ganar, ahora que nos han robado nuestra fuerza.
—¡Hijos de puta, nos robaron más que eso! —exclamo recuperando el espíritu combativo—. ¡Los voy a matar a todos!
—¡Elykner, te vas a calmar y vienes conmigo! —exclama decidida—. ¡Seguimos en desventaja y no tenemos armas!
Entiendo, pero no me es fácil dejar pasar lo que nos han hecho; quizá la disciplina militar de Shendrat la ha protegido de lo peor del impacto psicológico, pero yo carezco de esa formación. Me resigno a obedecerla, jurándome venganza para el futuro.
De este modo el muchacho salvaje nos guía al exterior. Nadie intenta detenernos cuando pasamos junto a los miserables dirigentes del villorrio. Llega la noche cuando alcanzamos la cápsula salvavidas. Encendemos una hoguera, revisamos nuestras provisiones y solo entonces nos permitimos hablar de nuestra terrible experiencia.