La delgada línea
Enrique, desesperado, busca una nueva razón para seguir viviendo. En su vertiginoso y destructivo descenso a los infiernos solo su hermana parecerá comprenderle.
La delgada línea
Enrique aceleró aún más, poniendo el coche en los ciento treinta kilómetros por hora. Estaba harto de malvivir, de pasar los días en aquel cuchitril alquilado en el centro. De vivir de viejas rentas de canciones pasadas de moda. Le pesaba tanta decepción. Con sus excompañeros de banda, con la discográfica, incluso con parte de su público. Nunca fue un ídolo de masas, pero sí un músico respetado. Enrique no quería morir aquella tarde, quería vivir, sentir algo. Que su corazón volviera a bombear sangre caliente en vez de horchata. A ciento cuarenta kilómetros por hora su viejo Ford Corrado pareció decir basta. Temblaba tanto como aceleraba, daba la impresión de que pudiera desmontarse en mil piezas de un momento a otro.
Tenía treinta y dos años y se sentía como una momia de cien. Muerto por dentro. Ciento cincuenta kilómetros por hora y seguía absolutamente impasible. Ni la adrenalina del momento, ningún tipo de emoción. El velocímetro dijo basta. Se negó a seguir subiendo por mucho que él apretara el acelerador. Esquivó un par de coches y siguió su viaje a ninguna parte, moviéndose de carril en carril a veces por mero capricho. La primera en rajarse de aquella kamikaze aventura fue la rueda delantera izquierda, reventando en señal de “aquí os quedáis”. Golpe de volante tras golpe de volante hasta que el coche venció a la gravedad y salió volando entre casi una decena de vueltas de campana. Ruido, aturdimiento, dolor, cristales, luces y sombras. Y luego la nada.
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De nuevo un poco de ruido y otra vez calma.
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Luz cegadora, dolor mucho dolor, una voz:
—Te sacaremos de aquí, no te preocupes, todo va a salir bien.
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—Lo tenemos, lo tenemos, a la camilla y a la ambulancia.
Enrique sintió como lo llevaban en volandas. Con urgencia. Podía ver, aunque como si lo apuntaran con un potentísimo foco. Le dolía todo, las piernas, la espalda, la cabeza…Incluso podía notar la sangre emanando de su cabeza. Noto algo más: La erección más potente de los últimos años.
Sonrió.
I
Al final no había sido para tanto. Fuertes golpes y cortes de cierta importancia, pero nada roto. La más preocupante la brecha de la cabeza, con una hemorragia considerable. Le habían tenido que rapar su preciada melena para drenarle la herida y ponerle los doce puntos.
—¿El señor Enrique de Olalla Sánchez? —preguntó el médico desde los pies de la camilla, ojeando el historial.
—Sí —respondió mirándose el brazo y maldiciendo la vía con el suero que se adentraba en su piel.
—Muy bien. Bueno, las pruebas están bien. Médicamente hablando le podríamos dar el alta mañana mismo si se sintiera capaz. Otro tema es el atestado policial, deberá hablar usted con la policía sobre el exceso de velocidad. Por nuestra parte ya le hemos informado que estaba limpio, ni rastro de drogas o alcohol.
—Bien.
—¿Cómo se siente señor de Olalla?
—Mejor que en mucho tiempo —respondió él con una amplia sonrisa.
—Ya. Ese es mi temor. Está usted con unos calmantes muy potentes. Al grano, como ya le he dicho, médicamente no es usted preocupante. Otro tema sería psicológicamente. Me gustaría que le viera un psiquiatra antes de que abandone la clínica.
—No hace falta, gracias.
El médico puso su cara más comprensiva, se rascó el mentón y se acercó al paciente.
—No es normal esta conducta, y creo que usted lo sabe muy bien. Créame, he visto decenas de casos como el suyo, y todos tienen solución. Solo se necesita la colaboración del paciente. Mi fuerte recomendación es que pase usted una evaluación psicológica antes de abandonar el centro.
—Mire doctor, de verdad que le estoy agradecido. No soy uno de esos chulos que va de perdonavidas por allí a pesar de lo que le pueda indicar mi aspecto. Pero francamente, es que no la necesito.
—Bueno —dijo después de reflexionar un rato—. Es usted una persona adulta y yo no le puedo obligar a nada, pero necesitaré que me firme usted una renuncia formal a mi recomendación para que le pueda dar el alta. Enrique…si me permite tutearle…haga el favor de cuidarse mucho y cuente con nosotros si en cualquier momento decide usted cambiar de idea. La vida son cuatro días.
—Y pienso vivirlos al máximo.
II
Enrique fumaba en la cama, magullado y dolorido. El cenicero no era más que un abarrotado cementerio de Winstons y el estudio olía a tabaco y a cerrado. Sonó el timbre de la puerta.
—Joder…
Ante la insistencia de aquel desagradable sonido, comenzó el lento proceso de ponerse en pie.
—¡Ya voy, ya voy!
Cigarro en mano y muleta en la otra llegó a la entrada y consiguió abrir. Unos grandes y horrorizados ojos castaños lo miraron de arriba abajo desde el descansillo.
—Pero menudo aspecto de mierda tienes, joder.
La muchacha entró en el pequeño estudio, entre impresionada y enfadada. Metro setenta, veintiocho años y aspecto alternativo. Con el pelo rapado por algunos lados y azul por otros, camiseta de tirantes negra, minifalda vaquera, medias de rejilla y botas militares.
—Gracias hermanita, yo también te quiero.
—Joder —siguió mientras le estudiaba la visible cicatriz de la cabeza—. Te han dejado el melón hecho una mierda. ¿Se puede saber qué coño te ha pasado?
—Nada. Perdí el control del coche, esto es todo. Creo que se me pinchó una rueda.
—¿Y no pensabas decirme nada, cretino? Soy tu único pariente en la capital y me tengo que enterar por mamá que vive a seiscientos kilómetros. ¡Serás capullo!
—No te pongas así, no me gusta dar pena, ya lo sabes.
—Pues das mucha pena que te quede claro. Y ventila de vez en cuando, esta cueva huele a mierda.
Miró a su maltrecho hermano y, después de la tempestad, se ablandó un poco.
—¿Seguro que estás bien?
—Como nuevo, y me han dado unas pastillas cojonudas para el dolor.
—Guay —dijo mientras salía nuevamente en busca de una pequeña maleta y la entraba en el pequeño piso.
—¿Y eso? —preguntó el hermano.
—No empieces eh, no te dejo solo en este estado ni de coña.
—¿Pero has visto mi estudio? Apenas tengo espacio para mí.
—Tienes una cama grande, suficiente. Oye Henry, si me conoces un poquito después de toda una vida sabrás que pierdes el tiempo conmigo. Anda, dime dónde puedo poner las cosas y dame un cigarro.
Enrique y Jana decidieron salir a comer después de ver el desastre que era la nevera del hermano. Algo informal, una hamburguesa en el nuevo local de la calle. Devorando aquel pedazo de carne casi cruda con queso y lechuga oyeron al locutor de radio que sonaba de fondo en la barra del garito: Y ahora, el que fue sin duda el mejor tema de la desaparecida banda The Anthropologist and The Tribe, ¡Amor tóxico!
La canción empezó a sonar ante el bochorno del músico y el divertimento de la hermana.
—Sigues siendo famoso, hermanito.
—Si ya…si no fuera por la cabeza rapada llena de grapas seguro que la gente se me lanzaba encima a la captura de un autógrafo —contestó él irónico.
Tus piernas serpientes//veneno en los ojos//tiemblo al asomarme a tu locura.
—Erais buenos joder.
—Éramos unos niñatos aficionados a la coca y con tanto ego que pensábamos que íbamos a trascender como una puta pintura rupestre.
Me pudro de deseo//necesito estar dentro de ti//oh mi puto amor
—Nunca te lo has creído del todo, pero eras una versión desfasada de Antonio Vega combinada con The Pixies. Erais la leche.
—Mas bien como si Lovecraft estuviera puesto de LSD.
—¿Sabes algo de los chicos?
—Poco. A algunos les va bien, a otros no tanto, pero ninguno está peor que yo.
—Eso seguro —dijo la hermana guiñándole un ojo y señalando la muleta que estaba apoyada en la silla de al lado. Oye, préstame el móvil por favor, me he quedado sin batería.
El hermano sacó el teléfono del bolsillo de la chupa de cuero y lo dejó sobre la mesa.
—¿Qué coño es esto? ¿Esto aún se fabrica? —replicó Jana.
—No necesito más.
—¿Y tu iPhone ?
—Lo lancé por la ventana un día que se reinició tres veces seguidas sin mi permiso.
—Joder hermanito, está a un paso de convertirte en Unabomber.
El hermano rio con la comparación con Ted Kaczynski, siempre le habían hecho gracias las salidas de su pequeña hermana.
—¿Y cómo miras el Twitter ? —siguió ella.
—No tengo. Eso es peor que la ouija, abrir una puerta al mal.
Ahora fue Jana la que estalló entre carcajadas.
—Pronto te veo viviendo como un jodido Amish .
—O en una partida de póker con Aleister Crowley, D. B Cooper y Kurt Cobain —replicó él.
Se terminaron la hamburguesa y apuraron las respectivas cervezas.
—Deberías volver a componer hermanito, de verdad que eras bueno. A componer de verdad no esas mierdas que te encargan para niñatos emergentes.
—Para eso hay que sentir, y a mí cada día me cuesta más.
Jana decidió cambiar radicalmente de tema antes de que Enrique se pusiera melancólico. No había venido a deprimirle, sino todo lo contrario.
—Bueno, vamos a tu cueva que me quiero dar una ducha.
Mientras que la hermana se acicalaba él fumaba paciente tumbado en la cama. Vio el enchufe más cercano ocupado por el cargador del Smartphone de ella. Se le aceleró el corazón. Cojeando fue hasta un cajón de la cocina americana y volvió con unas tijeras. Desenchufó el móvil. Reflexionó. Lo meditó una última vez y finalmente introdujo las tijeras en los orificios. La descarga fue tan fuerte que la luz del baño parpadeó unos instantes. Él salió despedido contra el suelo después de un par de segundos, inconsciente.
III
—¡Enrique! ¡Enrique!
Consiguió abrir los ojos y vio a su hermana sobre él. Le hablaba, pero no le oía. Le movía la cabeza pero se sentía completamente paralizado. La imagen de Jana era lejana, como en el fondo de un túnel.
—¡Joder no me hagas esto!
Enrique veía los labios de Jana moverse pero de ellos no salían palabras. Salían formas, colores, conceptos. Estaba inmerso en una alucinación sinestésica, bella, relajada y maravillosa.
Lucha de gigantes//Convierte//El aire en gas natural//Un duelo salvaje//Advierte//Lo cerca que ando de entrar//En un mundo descomunal//Siento mi fragilidad.
Su canción favorita sonaba entre las luces, definiendo perfectamente su estado.
Vaya pesadilla//Corriendo//Con una bestia detrás//Dime que es mentira todo//Un sueño tonto y no mas//Me da miedo la enormidad//Donde nadie oye mi voz.
Habría dado lo que fuera por componer como Antonio Vega, pero, por muy perdido que se sintiera últimamente, sabía que no quería terminar como él. Ahora su cabeza daba bandazos, violentamente se movía en todas las direcciones hasta que, por fin, consiguió respirar con cierta normalidad.
—¡¡Qué coño te pasa!! —le gritó su hermana arrancándolo de la ensoñación.
Tosió. Con fuerza para tranquilidad de Jana.
—Ya está, ya está, tranquila —susurró él.
—Joder tío he salido de la ducha y te he encontrado así, ¿cómo estás? ¡Menudo susto me has dado!
Ella miró en todas direcciones. Un enchufe chamuscado. Unas tijeras ennegrecidas. Las yemas de la mano izquierda del hermano, oscuras y heridas.
—¡¡Pero tú eres gilipollas, joder!!
—No es lo que piensas.
—¿Qué no es lo que pienso? Imbécil. ¿No podías esperar a que me fuera de tu casa si querías suicidarte? Necesitas ayuda.
La hermana, que iba en bragas y camiseta, acomodada sobre el hermano sintió el bulto de su pantalón crecido justo debajo de su sexo. Se retiró de él algo desconcertada pero sin darle demasiada importancia. También los muertos por la guillotina morían con una erección, o por lo menos eso había leído.
—No quiero morir —siguió el hermano —. Te juro que no es eso.
—Pues te esfuerzas mucho por disimularlo —respondió ella entre asustada y enfadada.
—Busco sentir, busco el momento justo, pero no la muerte.
—¿De qué coño estás hablando? ¡Para eso está el paracaidismo o el puenting , eh!
—No joder, no me entiendes. No busco la adrenalina. Los que practican deportes de riesgo buscan el momento antes, yo busco el de después…o…el de en medio. Joder no sé cómo explicarme.
—Pues ya lo estás intentando porque te voy a encerrar en un puto loquero —amenazó ella mientras se encendía un cigarrillo con las manos aún temblorosas.
—Busco el momento de la vuelta. La delgada línea que separa la vida y la muerte. Te juro que no quiero morir, quiero sentir la fuerza de volver a vivir. Es la sensación más potente que existe, mejor que la droga, mejor que un polvo.
Jana no pudo evitar mirar de reojo su erección camuflada por el pantalón vaquero. Su cerebro iba tan deprisa que Enrique casi podía oír sus engranajes en movimiento. Estaba desconcertada, pero empezaba a comprender de qué iba toda aquella locura.
—Todo esto es demencial joder, ¿tú te estás oyendo? Vas a acabar como Carradine, ahogándote tú mismo en un hotel de Tailandia. Lo del coche...ahora lo entiendo todo. ¿No pichaste, verdad?
—Sí. Pinché. No sabía que buscaba exactamente y encontré esto. Un regalo del Rey Amarillo.
—¡Para de hablar como un psicópata joder! Eres peor que David Bowie.
Él hermano se arrastró hasta la cama y ella, después de terminarse el cigarrillo en un tiempo récord, le siguió. Tumbados uno al lado del otro continuó explicándole aquellos extraños experimentos.
—Estás hecho una mierda Henry, te vas a matar. No eres médico, no puedes jugarte la vida por un subidón.
—Te tengo a ti.
—¡No me jodas! No sé ni hacer una sencilla maniobra de reanimación. Conmigo no cuentes para que sea testigo de esta enajenación tuya. Ni siquiera te comprendo.
Se sentó en un extremo de la cama, agarrándose las rodillas como en busca de una posición de protección mientras seguía:
—No voy a ser tu gurú de la demencia, me niego. No voy a presenciarlo.
Enrique se quitó lentamente el cinturón con las escasas fuerzas que le quedaban. Incorporándose se acercó a ella por detrás, le rodeó el cuello con el mismo y apretando con todas sus fuerzas le susurró:
—No quiero que seas testigo hermanita, quiero que participes.
Los dos cayeron de nuevo sobre la cama, ella encima de él y él ahogándola con la correa.
—Siente la vida como se te escapa, ¡siéntelo!
Ella se retorcía defendiéndose con todas sus fuerzas pero sin poder librarse de la asfixia, con el cuello completamente oprimido por el cuello.
—Vas a morir, ¿puedes oler el cosmos?
Siguió con aquella violenta maniobra, recibiendo los golpes de la desesperada hermana por todo su magullado cuerpo. Apretó sin piedad hasta que vio como ella empezaba a perder fuerzas. Cuando vio que apenas podía moverse la liberó.
Jana, después de un par de eternos segundos inmóvil, volvió en sí entre tos y potentes arcadas. Se llevó instintivamente las manos al cuello para cerciorarse de que sus vías respiratorias por fin estaban libres e intentó respirar con todas sus fuerzas ante la pasividad de su hermano.
—Hijo de puta… —consiguió decir entre lágrimas.
—Sí, lo soy. Pero no por haberte estrangulado, sino por haberte enseñado algo sin lo que serás capaz de vivir.
—Puto loco —dijo aún recuperándose.
—Ahora es el momento Jana. ¡Vívelo! Ibas a morir y estás aquí. Ahora todo sabe mejor, la comida es más sabrosa. El aire es más puro, el corazón late más fuerte. El sexo es…joder…¡el sexo es la puta hostia!
Enrique se quitó los pantalones con dificultad, teniendo cuidado con la pierna maltrecha. Luego hizo lo mismo con la ropa interior, liberando una tremenda erección.
—Esta mierda te la pone tiesa durante horas, mejor que cualquier viagra. Dime que no lo notas hermanita. ¡Dime que no estás cachonda!
El hermano empezó a acariciarse ante la atónita mirada de ella.
—Es como follar por primera vez, sientes que todo lo que has hecho antes era un simple preámbulo para esto.
Ella seguía aturdida y cada vez más confundida hasta que Enrique la tumbó sobre la cama y con la mano no chamuscada comenzó a frotarle el sexo por encima de las bragas.
—Olvida toda la mierda moral que nos han enseñado en nuestra vida y nota las caricias como nunca antes.
Siguió restregándola por encima de la prenda, ella quería retirarle la mano de un manotazo pero en vez de esto comenzó a gemir, a gemir con fuerza.
—Eso es hermanita, ¡eso es!
Consiguió meter la mano por dentro de las braguitas y continuó metiéndole mano. Le acariciaba el clítoris de manera circular mientras que simultáneamente le había introducido dos dedos en la vagina y la penetraba con estos, a Jana nunca la habían masturbado así. Se estremecía de placer. Patosamente alargó el brazo y logró agarrar el falo de su hermano, correspondiéndole de igual manera. Le subía y bajaba la piel con dificultad, temblorosa por el placer y la adrenalina.
—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! Sabía que me entenderías joder, ¡lo sabía!
Se pajeaban mutuamente con furia, con prisa. Excitados como animales en celo.
—¡¡Ah!! ¡Ahh! ¡¡Ahhh!! ¡¡Ohhh!!
Los tocamientos eran tan intensos que a veces se convertían en dolor, era difícil acertar con el ritmo estando tan calientes, la precisión se sustituía por pura pasión.
—¡¡Ohh!! ¡¡Ohhh!! ¡¡Ohhhh!! ¡Me voy a correr cabrón! ¡¡Jodeeeer!!
Ella fue la primera en llegar al orgasmo, teniendo incluso convulsiones y agarrando con tanta fuerza el miembro del hermano entre espasmos que fue suficiente para que él también descargara toda su simiente hacia todas direcciones. El clímax fue tan increíble que ambos quedaron realmente extasiados durante un rato. Finalmente Jana llevó su sudorosa cabeza hacia la de su hermano y, pegando frente contra frente mientras le agarraba de la nuca le dijo:
—Esto nunca ha pasado.
IV
Durmieron un par de horas, agotados. Al despertarse Jana le recriminó a Enrique que por su culpa iba a tener que ducharse de nuevo y así lo hizo. Esta vez a sus inseparables botas militares le acompañó un vestido negro, escotado por la espalda y algo menos por delante, terminando un palmo por encima de la rodilla. Tiró de maquillaje para disimular la marca rojiza del cuello, salió del baño y exigió:
—Llévame a cenar y de copas, capullo.
Eligieron un peruano agradable. Causas limeñas, arroz con choclos y unos pisco sours para animar la velada. Camino del restaurante la hermana obligó a parar al hermano en una tienda de antigüedades y curiosidades varias. Después de cotillear hasta el último rincón le hizo cambiar su muleta por un bonito bastón con empuñadura en forma de lobo. “Te queda bien” habría argumentado ella. “Me identifico, soy capaz de cazar en manada pero prefiero hacerlo solo” respondió él.
Pidieron un segundo pisco y siguieron hablando de todo:
—No te recordaba tan pervertido —dijo la hermana sin rodeos.
—Soy más libre ahora, o quizás simplemente esté ya de vuelta de todo. No te lo tomes como algo personal hermanita, íbamos colocados de endorfinas.
—Sí ya, pero mucho no te he visto dudar eh, en tu vida catarás hembra igual —bromeó ella con una sonrisa socarrona.
—Bueno…no creas. Siempre has tenido buenas tetas, pero eres demasiado flaca para mi gusto —contraatacó —. Además con tu nuevo peinado me recuerdas a Lucía Bosè.
—¡Claro! Como que tú eres un partidazo ahora con el scalextric ese de la cabeza —se defendió Jana haciendo mención a sus visibles grapas.
—No disimules hermanita, lo nuestro es amor.
—Amor tóxico dirás, como tu gran éxito musical.
—También es tóxico el pescado, con su anisakis y sus metales pesados. El alcohol o el café son otros tóxicos, pero no por ello prescindimos de ellos.
La hermana se terminó el segundo pisco de un sorbo antes de responder:
—No nos pongamos trascendentales pequeño Freud, lo de antes ha sido simplemente la personificación de un vibrador. Nos hemos convertido simplemente en dos instrumentos. Deja de fijarte en mis tetas, paga la cuenta y vámonos a por la última.
Después de dos copas más en el, posiblemente, antro más pequeño y cutre del centro, decidieron volver a casa. Por el camino un par de individuos con pinta de ser del este y malas pulgas interrumpieron sus risas. Era tarde, entre semana, y la calle estaba vacía.
—Buenas noches —dijo el que parecía ser el jefe de un clan ruso, rubio, engominado e impecablemente vestido con un traje.
Los hermanos decidieron hacerse los suecos pero no obtuvieron el resultado esperado. El ruso y su gorila se plantaron justo delante.
—Es de mala educación no responder, ¿no os han enseñado esto en este puto país?
Su acento corroboraba la nacionalidad de los mismos, algún país de la antigua U.R.S.S. El gorila era un hombre de metro noventa y más de cien kilos, rapado, con barba, y cara de pocos amigos.
—¿No os han enseñado en el vuestro no tocar los cojones a ciertas horas? —respondió Enrique ante la sorpresa y susto de su hermana.
—Jajaja, mira Luri, aquí el cojo tiene cojones. ¿Se te ha subido a la cabeza ir con una putita tan guapa, eh? Lástima que sea demasiado para ti y que tenga el pelo como un puto estropajo.
—¿No tenéis una botella de vodka a la que meterle mano? Me gustaría terminar con esta mierda —se encaró nuevamente Enrique.
—Eres un puto loco, ¿lo sabías?
El ruso chasqueó los dedos señalando a Jana y el tal Luri la agarró del cuello con su enorme mano, estando a punto de levantarla incluso del suelo. El hermano empezó a jugar con el bastón como si se tratara de un bate de béisbol, observó la situación y dijo:
—Mira come remolacha, en el mundo hay dos tipos de personas: mosquitos como vosotros, chupasangres que se aprovechan de la debilidad de la gente, y luego abejas como yo, dispuestos a morir matando.
El jefecillo miró a su compinche y al interlocutor respectivamente, también a la chica que ahora no daba signos de nerviosismo ni con aquella mano de oso en la garganta.
—Siento desilusionarte, pero no es la primera vez que me estrangulan hoy —dijo Jana.
El líder hizo un amago de coger algo que llevaba en el traje, pero finalmente volvió a chasquear los dedos ordenando que soltara a la chica y, refunfuñando algo en georgiano, se fueron desconcertados.
Enrique rio histérico mirando al cielo, orgulloso de su farol mientras que su hermana se arrodillaba momentáneamente en el suelo para agarrar aire y decir:
—¿Y ahora qué chulo cabrón, entramos en una comisaría al grito de Al·lahu-àkbar?
El hermano seguía riendo a carcajadas, dejándose caer ahora él de rodillas al suelo, agarrado a su nuevo bastón como un profeta que llega a la tierra prometida.
—Que manía tenéis los tíos de agarrarnos por el cuello, joder —se quejó ella.
—Eres la hostia hermanita, “Siento desilusionarte, pero no es la primera vez que me estrangulan hoy”, jajajaja, eres increíble.
Se unió la hermana a las risas, desternillándose los dos en aquella solitaria calle.
—¿Y esa filosofía barata tuya sobre los insectos? Jajajaja.
Siguieron unos minutos hasta que el impulsivo hermano se abalanzó sobre ella haciéndola caer sobre el asfalto, besándole compulsivamente en el cuello y los labios. Ella intentó zafarse pero le fue imposible.
—¡Joder! ¿Pero qué haces?
Él le besaba por todas partes mientras le susurraba:
—Es que me has puesto a cien hermanita.
Jana forcejeaba aturdida por el alcohol y la situación mientras le recriminaba:
—¿Pero es que te has vuelto loco? La madre que parió al cojo pervertido.
El hermano había conseguido meterse entre sus piernas cuando un coche patrulla les sorprendió, activando incluso la sirena al verse incapaz de transitar. Los hermanos se levantaron del suelo, él resignado y ella adecentándose el vestido y disimulando.
—Puta pasma, cuando te atacan unos putos rusos no aparecen, no.
Se hicieron a un lado y se quedaron expectantes entre unos contenedores de basura. La policía decidió que no valía la pena bajar del coche, apagó la sirena y siguió su camino. El hermano sacó un cigarrillo y lo encendió, frustrado y nervioso.
—Tío, estás fatal —se quejó la hermana.
—Tan solo soy un lisiado con necesidades.
—Bonito nombre para la primera canción de tu nuevo álbum —añadió ella gorroneándole un cigarro.
Enrique sonrió.
—Podríamos escribir la letra juntos.
—Sí, tengo un par de ideas: ¿Qué te parecería hablar de accidentes, electrocuciones, asfixia e incesto?
—Un poco convencional, ¿no? —ironizó él.
Le dieron caladas a su respectivo tabaco hasta que el hermano agarró la mano de ella y la llevó directamente a sus partes, obligándola a palpar el bulto de su vaquero.
—Lo peor es que sigo caliente.
La hermana esta vez lejos de intentar librarse se recreó en el paquete, manoseándolo por encima de la ropa.
—Ni que lo digas, ¡joder!
—Lo siento, seguramente tienes razón, estoy enfermo. Como un jodido cencerro.
Le desabrochó el cinturón y después el pantalón, bajándoselo hasta las rodillas. Repitió la acción con el bóxer haciendo saltar su pene como un resorte y se arrodilló.
—Sí, necesitas ayuda, pero no hay loqueros de guardia.
Agarró el miembro viril con una mano y se lo introdujo lentamente en la boca, acompañando luego la succión con un movimiento de muñeca, comenzando una deliciosa paja-mamada. El hermano estaba tan caliente que cerraba los ojos por el placer, enredando sus dedos entre los mechones azules de ella y siguiendo el movimiento con la mano. Jana también estaba caliente, pero se sentía ya demasiado sucia como para poder ofrecerle nada más.
—¡Mmm! ¡mmm!
Aumentó progresivamente el ritmo, metiéndola y sacándola de la boca mientras que con la lengua jugueteaba con el glande.
—¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!! ¡¡¡Mmmm!!!
Chupándosela entre contenedores de basura se sintió como una puta callejera, pero lejos de sentirse denigrada le dio aún más morbo. Se separó el falo un segundo para advertir:
—Esta es la última.
—Sí, sí hermanita…lo que tú digas. ¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!!
Enrique notó su cuerpo estremecerse, paralizándosele la pierna mala por el dolor pero sin que eso le importase lo más mínimo. Siguió disfrutando de aquella insana felación mordisqueándose el labio inferior por el placer.
—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohhhh!!
Jana notó como sus bragas se humedecían por el morbo de la situación, siguió con aquella maniobra un par de minutos más hasta que notó el primer espasmo del manubrio de su hermano y se lo apartó de la boca lo más rápido posible sin parar de sacudírsela con la mano. El primer chorro de semen le impactó en plena cara, siguiéndole unos menos intensos en cuello, escote y regazo. El hermano se apoyó en el contenedor para mantener el equilibrio mientras oía las nuevas quejas de ella:
—Joder. Tres veces. ¡Tres veces me voy a tener que duchar hoy!
V
Enrique se despertó a medio día, desnudo y resacoso. La pierna le dolía tanto que apenas podía moverla, completamente rígida, pensó incluso que el diagnóstico del hospital era erróneo, que no podía estar tan jodido sin tener una fractura. No era lo único que tenía rígido, su miembro se había despertado antes que él y ahora le esperaba tieso como un sable. A su lado, su hermana. Dormida y vestida solo con unas braguitas negras. Retiró la sábana y la observó en todo su esplendor. Con unos pechos generosos, desproporcionados para lo esbelta de su figura. Una cintura delgada, las costillas marcadas y el trasero bastante plano.
Alargó una mano y le rozó el pecho. Ella seguía dormida. Se envalentonó y siguió acariciándolo, rozando ahora su pezón y recreándose con su gran areola. Excitadísimo, lo magreó sin disimulos y se acercó como pudo a su cuerpo semidesnudo. Jana gruñó entre sueños y se dio la vuelta, dándole la espalda. Enrique se pegó a ella cual cuchara, sobándole los senos desde detrás y clavando su erección contra la fina tela de sus braguitas.
—Para… —pidió ella con voz narcotizada.
Caso omiso. Siguió metiéndole mano hasta que finalmente la hermana consiguió abrir los ojos y lo apartó.
—¡Para joder! Que soy tu hermana eh no un puto coño hinchable. ¿Qué excusa tienes ahora?
El hermano insistió nuevamente pero ella se levantó de la cama y rápidamente se puso el vestido negro de la noche anterior para evitar tentaciones visuales. Cambió sus habituales botas por unas sandalias y, como si nada hubiera pasado, preguntó:
—¿Tienes algo para desayunar en este cuchitril?
El hermano se revolvió en la cama frustrado, agarró la cajetilla de tabaco de la mesita de noche y encendiéndose el primero dijo:
—En la cocina hay galletas, tengo que hacer la compra.
—Genial, el desayuno de los campeones —contestó ella yendo hacia la cocina americana.
Se preparó un platito con galletas y un vaso de leche aunque esta no le convencía mucho, olía agria. Se disponía a volver cuando el hermano, cual ninja tullido, le sorprendió por detrás. Seguía desnudo y cachondo. Le besó la cara posterior del cuello y puso sus manos en la estrecha cintura.
—Joder hermanita, es que estás buenísima.
—¿No podías llamar a una de tus groupies y dejarme en paz? —preguntó ella sin darse la vuelta.
—Ya no tengo groupies, ni folla-amigas, ni novia, ni nada. Ya no me apetece relacionarme con nadie. Nadie me entiende. Tú eres mi excepción oh mi puto amor.
La hermana se mantuvo impasible a los toqueteos, dejándole jugar con sus pechos hasta que deslizó una de sus manos hasta su sexo y se lo frotó por encima de la ropa interior. Se dio la vuelta hábilmente y consiguió salir de la trampa en la que se había convertido la cocina.
—Pues lo llevas crudo, pulpo, porque este establecimiento ha cerrado sus puertas. ¡Joder! —exclamó oliendo de nuevo la leche— ¿Es que no hay nada en esta casa que no esté rancio?
Se sentó en el sofá dispuesta a desayunar por fin y seguida por el cojo hermano, que se acomodó a su lado dejando ver su preparada bayoneta.
—No seas egoísta, eres la única tía que me ha hecho sentir algo. Es la primera erección que tengo sin tener que estar a punto de morir.
—Uy sí, ya me has convencido —ironizó ella—. Una lagrimita más y dejaré que me des por el culo.
Mojó las galletas en la leche y comenzó a comérselas sin más. Enrique le puso una mano en el muslo y comenzó a acariciárselo, incapaz de encajar el no.
—No es mi culpa que seas mi hermana, nadie es capaz de entenderme como tú.
—Tampoco es mi culpa que seas un loco suicida y demente, hermanito, mala suerte.
—¿Qué importa lo que seamos?
Jana, cansada de la discusión, dejó el plato sobre la mesa y argumentó:
—¿Pero tú te estás oyendo, joder? ¿Sabes cuántas botellas de tequila me voy a tener que beber para olvidarme de que se la he mamado a mi hermano?
El hermano no entró en razón. Lejos de eso volvió a abalanzarse sobre la hermana, tumbándola en el sofá e ignorando el dolor de su agarrotada extremidad., abriéndole las piernas y colocándose entre ellas.
—¡Solo una vez!
Ella forcejeó esta vez con dureza, empujándole e incluso presionando con uno de sus dedos un fuerte moratón que tenía en las costillas regalo de su último accidente de tráfico.
—¡Suéltame coño!
Enrique siguió sobándole todo lo que podía e incluso intentó bajarle las bragas, pero no fue capaz. Estaba poseído por el deseo. Con la lucha también empezaba a estar caliente ella, pero lejos de que eso la hiciera ceder, decidió luchar con más fuerza. Estiró el brazo hacia atrás y alcanzando una lámpara de barro se la estampó al hermano en la cabeza, partiéndose ésta en mil pedazos.
—¡¡¡Hostia!!! —gritó él al notar el impacto, palpándose el cráneo y detectando un pequeño hilo de sangre —. ¡Me vas a saltar las grapas joder!
Ella aprovechó para levantarse del sofá, se adecentó el vestido y completamente serena dijo:
—Te lo tienes merecido puto violador de mierda.
El hermano se presionaba la nueva herida, esta, por suerte, leve. Parecía increíble pero por muchos dolores que sufriera su erección seguía intacta, dispuesta. Jana fue hasta la mesita de noche de la cama y le cogió un cigarrillo. Mientras fumaba corrió las cortinas y viendo el paisaje dijo:
—Menuda mierda de vistas, ¿no hay un sitio más agradable para fumarse un pitillo?
—Arriba del todo, en el terrado, hay una parte comunitaria con un par de sillas plegables.
—Pues anda, vístete y acompáñame a fumar. Y de paso tráete las páginas amarillas que te buscaremos un buen psicólogo.
El hermano no contestó, seguía resignado y palpándose la cabeza.
—¿No quieres? Tú mismo. Me voy solita, te pillo el tabaco. Date una ducha de agua fría, hazte una paja o lo que sea, pero luego tendremos que hablar de todo esto como adultos.
Salió del estudio y, cuando subía los primeros escalones en dirección al terrado, se dio cuento de que la puerta no se volvía a abrir. No había conseguido girarse aún para ver el motivo que alguien le agarró del pie y la hizo estamparse contra las escaleras.
—¡¡Arrg!!
De nuevo el hermano contratacaba, abriéndole las piernas por enésima vez y colocándose entre ellas, ambos tumbados sobre el frio hormigón.
—¡Eres puto psicópata, coño!
Movió con rabia sus delgadas piernas pero no pudo evitar que él pusiera su cabeza sobre su sexo y comenzara a frotarse.
—¡¿Qué coño haces?!
—Shhh —fue la única respuesta.
Ella se quedó inmóvil, sorprendida. El hermano consiguió quitarle las braguitas hábilmente y antes de que volviera a pelear metió de nuevo su cara entre sus partes. Y lamió. Bordeando los labios y recreándose en el clítoris, incluso penetrándola con la lengua. El placer fue instantáneo y potente.
—Mmm…pero qué haces puto loco.
El hermano siguió con aquel improvisado y delicioso culilingus, Jana no podía recordar la última vez que alguien le había dado placer oral. Estaba ahora tan excitada que apenas notaba el dolor de los escalones clavados en su espalda.
—¡Mmm! ¡Mmm!
Pensó en los vecinos, y eso intensificó el morbo. Se incorporó finalmente el hermano y colocó su glande en la entrada de su cueva, sabiendo que esta vez no iba a ser rechazado. La penetró lentamente, como un cuchillo atravesando despacio la mantequilla. Ambos se esforzaron por no gemir de placer, por no gritar.
—¡¡Ohhh joder!!
Llegó hasta el fondo, hasta lo más profundo de su ser. La hermana sintió tanto calor que se deshizo del malparado vestido y lo lanzó escaleras abajo. Enrique pudo ver los pechos de su hermana moverse al ritmo de las primeras y delicadas embestidas
—¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!! ¡¡Mmmm!!
Acometidas ahora lentas pero fuertes, secas, desesperadas. Quería tocarle las tetas pero necesitaba mantener las manos sobre el escalon para mantener el equilibrio.
—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ahhhh!!!
Sexo, sudor y dolor. Incomodidad, equilibrio y placer extremo. Morbo. Los dos hermanos follaban ya sin ataduras morales de ningún tipo. Dos seres extraños en el universo unidos por la carne y la sangre.
—¡¡¡Ohhh!!! ¡¡¡Ohhh!!! ¡¡Ohhhh síiii!!
Jana enrolló sus piernas en el cuerpo del hermano y levantando ligeramente las nalgas se corrió como nunca, gritando de puro gusto. El hermano tardó un par de minutos más cuando, justo en el momento de eyacular, la hermana lo sacó de su interior gritando:
—¡Ni se te ocurra cabrón! Paso de tener un hijo con hidrocefalia.
Se corrió sobre ella, llenándola de semen desde el pelo hasta el vientre. Los dos esperaron un tiempo a recuperar el aliento, agotados, doloridos y confundidos.
—¿Y ahora, qué? —preguntó ella.
—Ahora mejor nos metemos en casa antes de que salga la señora Martínez al rellano y le dé un infarto.
VI
El resto del día fue mucho más normal. Relajado y tranquilo. Comieron, hablaron, bebieron, rieron. Se entendían mejor que nunca. No hablaron del tema, aunque este estaba presente de una u otra manera en cada momento. A la mañana siguiente la hermana se despidió.
—¿Y qué harás ahora? —preguntó el hermano.
—Aprovechando que es fin de semana y que aún tengo fiesta voy a ver si visito a nuestros ancianos y preocupados padres.
—¿En tren?
—Tren, avión, lo que sea más barato. Estoy tiesa.
—Te llevo.
—¿Sí? ¿En tu coche imaginario que debe seguir esparcido por la autopista hecho añicos?
—En el tuyo, ¿sigues teniendo el CLIO, no?
La hermana lo observó de arriba abajo, estudiándolo mientras reflexionaba.
—¿Sin tonterías?
—Sin tonterías.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—De acuerdo, mamá se morirá al ver a su hijo pródigo en casa. Vamos a mi piso.
Hoya y media después iban rumbo ya a la casa familiar. Un viaje que debería de ser largo y relajado. En la autopista el velocímetro del coche marcó los ciento diez kilómetros por hora. Enrique miró a su hermana, interrogándola con la mirada.
—Un poquito más sí puedes, abuela —dijo ella.
Apretó el pedal, forzando la máquina. Notó el coche vibrar y tuvo que forzar la pierna mala para que no se le agarrotase. La hermana miraba fijamente la carretera, hipnotizada. Veía a los demás coches quedándose atrás cada vez con más facilidad.
—Dale —ordenó.
Ciento treinta kilómetros por hora que en esa lata de sardinas parecía velocidad supersónica. Zigzagueaba para esquivar los demás vehículos.
—¡¡Dale!! —gritó ella como poseída.
Llegaron a un punto con retención, observaron las hileras de coches apelotonados y ambos fueron conscientes de que no tenían margen para frenar. El hermano se sacó el cinturón, dio un volantazo y embistió la mediana. Mil cien kilos de peso volando por los aires, atravesando carriles hasta salirse de la carretera a un terraplén. Una lluvia de cristales, estruendo y dolor. Cuando la hermana volvió en sí se vio atrapada en aquel amasijo de hierros. Se quitó el cinturón y se dejó caer, estaba completamente del revés. A base de patadas consiguió abrir la puerta y salir del coche, milagrosamente solo tenía rasguños. Vio a su hermano tumbado en el suelo, a varios metros del coche y completamente ensangrentado.
—Enrique…
Se acercó a él renqueante, convencida de que la suerte estaba echada. Sangraba por todas partes y tenía pequeñas convulsiones.
—Ya oigo las sirenas hermanito, aguanta —dijo sentándose a su lado.
El parecía estar ahogándose en su propia sangre. Había podido ver como se desabrochaba el cinturón justo antes del gran golpe, era plenamente consciente de que aquello era lo que buscaba. Su cuerpo no era más que una carcasa ensangrentada de carne. Se fijó en algo, algo que destacaba más que las profundas heridas. Enrique estaba erecto. Sonrió por no llorar.
—Eres un puto enfermo, mi amor.
Completamente dolorida hizo un último esfuerzo para homenajearle. Le bajó la ropa lo suficiente para liberar su miembro, la única parte de su cuerpo que parecía indemne, que funcionaba.
—Aguanta, mi vida.
Se deshizo del short y la ropa interior, desnudándose ella también.
—Eres una máquina, un monstruo.
Se puso a horcajadas encima, penetrándose con aquel pedazo de carne viva.
—Eso es lo que querías, ¿no?
Se movió patosamente, aturdida y mareada.
—¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!! De acuerdo hermanito, soy tuya…tuya.
Lo cabalgó con cuidado, una grotesca y triste canción de despedida. Enrique se corrió, eyaculó dentro de ella entre espasmos, los mismos que continuaron hasta terminar de encharcarle de sangre los pulmones.
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