La decisión de Marian Estephanye

Lo conoció siendo un play boy treintón en la estación de esquís Balmberg, en Suiza. Fue un flechazo a primera vista. Ella una jove aristócrata muy bonita, prisionera constante-mente de sus obligaciones para con el Estado como heredera, aprendiendo el oficio de su padre. Él, un libertino simpático, amigos de todos los saraos de la Riviera mediterránea, mujeriego reconocido, parlanchín, mentiroso la más de las veces, vago y con fortuna sobre todo y adorable hasta la saciedad. Tuvo problemas con su padre el príncipe reinante Federico IV y también con su madre, la princesa Margueritte, pero al final accedieron permitiendo el matrimonio, previa aprobación casi unánime del Parlamento (tuvo sospechas firmes de que hubo “presiones palaciegas”, acuerdos oscuros que nunca logró averiguar). La boda se celebró fastuosamente y con reconocimiento mundial dos meses después.

LA DECISIÓN DE MARIAN ESTEPHANYE

Primera parte

I - Un matrimonio real

La heredera del trono del pequeño principado de Lenstthers, Marian Estephanye Sofie, abrió la puerta de la suite del Hotel Ritz y entró seguida de su marido en un profundo silencio. Estaba cansada, aburrida, hastiada y deseosa de un poco de libertad. Como era su costumbre, tan pronto tenía intimidad se quitaba los zapatos inmediatamente, lo cogía por detrás y los colocaba ordenadamente cerca del armario que contenía el vestuario de ella y su esposo. Caminaba por el parquet descalza, moviendo los dedos de los pies graciosamente, como si en ese momento fuera una clon circense que mostrara su arte cómica.

Avanzó hacia el gran ventanal que daba a la Plaza de la Lealtad, paralelo al Paseo del Prado. Madrid se encontraba, como de costumbre, bullicioso, luminoso, alterado por el ir y venir rápido del tráfico rodado, los ruidos, las sirenas de los coches policiales, las ambulancias, se oían bocinas de todo tipo y ruidos de motores diferentes. La gente, por el contrario, circulaba por las diferentes aceras de formas diferentes, solos, en parejas, en grupos, con sus andares rápidos, lentos, con bastones pero tranquilamente, felices a su manera y sin que les pesaran las preocupaciones de estado a las que se veía obligada diariamente Cuánto daría ella salir por la puerta del hotel y perderse entre esa gente, oír sus conversaciones, percibir los olores de una ciudad viva, colarse en una discoteca y bailar música moderna a todo trapo, cimbreando la cintura, moviendo su culo como una stripper. Se jactaba de hacerlo bien porque se veía ante el espejo estando sola, sin el moco pegado de su corte o tan siquiera de su marido.

Sonrió tristemente

Giró la rubia cabeza hacia el lado izquierdo sin moverse del balcón, buscando a Pierre Luís de Montpensier y de Orleáns, el príncipe consorte. Sonrió dubitativa ¡Qué orgulloso estaba él saberse descendiente por vía directa del rey francés Luís Felipe I de Orleáns! Su mirada se volvió a perder hacia el exterior sin poder borrar de su bella faz aquella tristeza que la embargaba. Lo quería, sí, pero ya no como al principio, como un amigo, quizás. Desde hacía tiempo no se ocupaba de ella, tenía "otros intereses más falderos".

Lo conoció siendo un play boy de treinta y cuatro años en la estación de esquís Balmberg, en Suiza. Fue un flechazo a primera vista. Ella una joven aristócrata de veinte años, muy bonita, prisionera constantemente de sus obligaciones para con el Estado como heredera, aprendiendo el oficio de su padre. Él, un libertino simpático, amigos de todos los saraos de la Riviera mediterránea, mujeriego reconocido, parlanchín, mentiroso la más de las veces, vago y con fortuna sobre todo y adorable hasta la saciedad. Tuvo problemas con su padre el príncipe reinante Federico IV y también con su madre, la princesa Margueritte, pero al final accedieron permitiendo el matrimonio, previa aprobación casi unánime del Parlamento (tuvo sospechas firmes de que hubo "presiones palaciegas", acuerdos oscuros que nunca logró averiguar). La boda se celebró fastuosamente y con reconocimiento mundial dos meses después.

Pierre Luís le llevaba catorce años pero no fue obstáculo porque cayó fulminada en sus brazos y se amaron con intensidad en la mansión que poseía el duque en Ginebra. Ésta estaba junto al lago del mismo nombre y justo frente a la afluencia del río Ródano. Su inexperiencia juvenil la llevó a un matrimonio que hizo aguas desde el primer día y ya llevaban casados casi cinco años. No logró concebir un hijo a pesar de que ponían todo de su parte. Marian Estephanye se sometió a tratamientos de fertilidad en varios estados europeos: Italia, Francia, España, Inglaterra y, por último, hicieron un viaje a los Estados Unidos, ante un consejo de ginecólogos y odontólogos famosos. Todos los informes eran fieles reflejos de los otros.

-Princesa, Usted es una mujer fértil, sana, llena de vida. Puede concebir en cualquier momento –Y a continuación le preguntaban de forma invariablemente -¿El príncipe, su marido, se sometería al mismo examen?

Pierre se negaba en rotundo. Lo sacaban de quicio aquellos galenos cada vez que era requerido para examinarse junto con su esposa en el país que estuvieran. Alegaba ser un Grande de la nobleza francesa y europea, príncipe consorte del pequeño y famoso estado centro europeo Lenstthers. Marian Estephanye se lo suplicó muchas veces a solas, en la propia intimidad. El duque, enérgico, se negaba en retundo. La joven comenzó a pensar que, en realidad, la esterilidad provenía de él mismo, había vivido mucho y muy deprisa. Era evidente; los excesos con la bebida y el sexo desde que empezó su adolescencia había sido siempre su denominador común. La prensa de todo el mundo coincidía con las veleidades del Pierre Luís. Los engaños extramatrimoniales no faltaron al cabo del año de matrimonio. El pueblo de Lenstthers estaba al tanto, los miembros de la prensa europea lo habían visto en varias ocasiones acudiendo a grandes fiestas acompañado de señoritas que colgaban alegremente de él. Las prostitutas de lujos acudían al olor del dinero que manejaba por y la gran popularidad de play boy. No reparaba en acudir a saraos interminables, espectáculos de pornografía pura donde Pierre Luís era el protagonista principal, sin pudor alguno por el cargo que ocupaba en Lenstthers. Los flashes de toda Europa dieron fe de la deslealtad a su esposa, la princesa heredera Marian Estephanye.

Por esas evidencias bochornosas que atentaban al propio estado, el príncipe reinante fue convocado por el Parlamento para que diera explicaciones de la vida licenciosa de su marido. Federico IV, unos días atrás, antes de presentarse en el Parlamento, tuvo una larga conversación con su yerno y éste, al día siguiente, desapareció por una temporada del principado. Para ella fue un golpe tremendo el destierro voluntario o forzoso de su marido y solicitó renunciar al trono. Su padre, en conversaciones privadas y el mismo Parlamento, convocándola a una inagotable sesión, no admitieron la renuncia.

A partir de ahí, comenzó a sufrir calladamente las humillaciones de la Prensa. Mostraba siempre su mejor sonrisa que no dejaba de ser triste. Ni siquiera cuando fue amnistiado, volviendo arrepentido y cabizbajo a su lado, la prensa dejó de cebarse en ellos. Seis meses después el duque volvía por sus fueros libertinos. No más lejos, esa misma noche, Pierre le fue infiel con una despampanante y morenaza aristócrata española de grandes pechos, educada en los mejores colegios europeos y americanos y llena de blasones por pertenecer a una familia Grande de España. Anteriormente, esa mujer había sido la acompañante permanente en la estación de esquís de Balmberg cuando se conocieron. Ahora, en la fiesta, volvían a verse, saludándose en la distancia, desapareciendo con esa noble por más de dos horas. Ella se encontró humillada y tremendamente sola representando a su país, rodeada de periodistas de la prensa sensacionalistas venidos de todos los lugares europeos exprofeso para aquel acto, colándose entre los comentaristas políticos y económicos, depredadores columnistas de sociedad conocedores de las hazañas de Pierre Luís.

-¡Dios mío! –Dijo con el pensamiento pero dándole voz- Debí haber hecho caso a mis padres y a los consejeros parlamentarios cuando me lo advirtieron. Ahora ya no hay remedio y tendré que apechugar con este ganso y vago play boy que no sirve más que para lucir su elegante y bonito palmito y tirarse todo lo que tenga falda.

Deseaba ser madre ya, estaba en los veinticinco años y pronto sería el gobernante de su país. Hacía tres meses que le venía rondando por su cabecita la idea de serlo, con o sin su marido, ya le daba igual. En ese momento que se encontraba frente a la ventana del hotel, su cuerpo de mujer joven y atractivo, estaba en sus días fértiles para concebir. Salió de la terraza volviendo sobre sus pasos al interior. Por el camino dejaba correr la interminable cremallera del traje largo de satén rojo granate. Dejó al descubierto una hermosa espalda de piel brillante, tersa y fragante.

II - Pierre Luís de Montpensier y de Orleáns

Pierre Luís, desesperado por querer salir a la terraza y fumar (ella no permitía que el humo de cigarrillos y puros rondar a su lado) se fijó en aquella real hembra que era su mujer. Tenía que reconocer su gran elegancia, esa auténtica belleza serena y magistral de la prusiana: alta, rubia, derecha como el junco, con un tipazo más que envidiable hecho para ser amado todos los días y a todas horas. Pero él no podía conformarse con una sola mujer por guapa que fuera, era mediterráneo, fogoso y las mujeres lo admiraban y dominaban, no podía rechazarlas por mucho que deseara en ese momento a su esposa.

-¡Es el entorno natural y privilegiado del hombre mediterráneo!- solía decir con una amplia sonrisa orgullosamente a sus amigos de juergas y copas.

Se dirigió hacia ella por detrás y la ayudó a desnudarse. Marian Estephanye quedó en un auténtico mini culot azul eléctrico, de seda, encajes y semitransparente que dejaba sus prietas nalgas algo descubiertas, macizas y deseables. Casi sin rozarla, Pierre Luís colocó sus manos en los omóplatos desnudos y salientes, los acarició con devoción apretándolos como si fueran los pechos de ella, luego, sin dejar de alagar la espalda de su mujer, siguió muy lentamente hacia abajo, rozando con sus dedos largos, finos y experimentados, aquella piel suave como el terciopelo. Las paró en las caderas y perfiló los costados sin apretarlas pero percibiendo la calidez de las mismas y la frescura de aquella piel.

Las caricias se hicieron más atrevidas, deslizó sus manos por la base de los glúteos subiendo lentamente hasta llegar al cóccix. Flanqueó una mano hacia el estómago plano de su esposa y jugó con el ombligo pequeño que tanto le atrajo tiempo atrás. La otra se mantenía fija en ese cóccix, desplazándose nuevamente hasta las nalgas, apretándolas por momentos con gran maestría. Bajó despacio la mano que tenía por delante hacia el pubis logrando meter los dedos por entre la pletina de encajes de la braga, bajándolo, mostrando a continuación un vello rubio que palpó con deleite. Empezaba a sentirse embravecido cuando quiso despojarla de la braguita. Estefanía lo detuvo tranquilamente quitándole la mano que quería llegar a su entrepierna y, separándola con delicadeza, se giró sobre sus pies quedando frente al hombre.

-Eres increíble, Pierre, tienes fuerza demostrada para todas y cada una de tus mujeres. Eres capaz de tirarte a dos a la vez y quedarte con más ganas, pero no conmigo, querido Pierre Luís, no conmigo. Te vi con la españolita que plantaste poco después cuando nos conocimos en Suiza, desapareciste por un par de horas dejándome sola en el acto oficial. Había gente de la prensa internacional que lo observaba todo ¿Era más importante tirártela en ese momento que representar conmigo a nuestro país? ¿No podía esperar esa golfa un rato más? Terminado el acto no me hubiera importado que te fueras con ella a un hotel o a su propia casa para que siguiera calentándote esa bragueta insaciable.

Eres malo conmigo, Pierre, muy malo. El trabajo de estado no es ir por ahí con la bragueta abierta y follarte a todas las fulanas, aristócratas o no, que se pongan a tiro. Este es un trabajo muy serio, querido, nos obliga a realizar funciones política, económica y de imagen que redundará en el bien de nuestro pueblo. Lo sabes ¿No? Es el protocolo que nos toca desempeñar. Esta noche quiero dormir sola. La habitación de al lado te irá bien para descansar solo de esas dos horas de amor maravilloso que tuviste con esa mujer. Por favor, Pierre, déjame ahora. Deseo descansar de mi trabajo, tú no lo respeta ¡Buena noche!

Pierre Luís de Montpensier y de Orleáns se quedó muy serio mirando a la princesa. Su esposa era tan alta como él y sus ojos se encontraron frente a frente, fríos, distantes. No le gustó lo que le dijo pero era mejor no discutir con ella. En ese momento la consideró más altiva, dominante, fría y lejana que nunca. Se había mostrado como la prusiana disciplinada que era. La quiso ofender pero nunca supo si lo consiguió.

-Querida mujercita, los franceses de la Riviera y yo somos así, fogosos, apasionados, activos y temperamentales, es… la calidez del Mediterráneo, una buena tierra de hombres, comidas y mejor clima –Gesticulaba como un auténtico caballero de la realeza- La condición de sureños hace que nuestra sangre hierva de forma constante. Vosotros, centroeuropeos, bellos ejemplares, sois fríos como la tierra que os rodea, no os enseña a divertiros como sería lo lógico. Tenéis una educación muy estricta, nacéis cuadrados en vuestro proceder, serios y distantes inclusive entre vuestro propio grupo. Sois… admirables, muy inteligentes pero auténticos témpanos de hielo. Los ciudadanos del litoral del Mediterráneo y los germanos, querida mía, distamos mucho, los que somos de allí nacemos muy… machos y a la vista está –Dijo esto último perfilando toda su figura con sus manos enguantadas.

-Claro, a la vista está, querido mío, pero no has logrado preñarme en estos cinco años de casados ni una sola vez. ¿Deliras, Pierre, o estás borracho ya? ¡Buenas noches duque Pierre Luís de Montpensier y de Orleáns! –Se giró de espalda y esperó que él se marchara.

-Buenas noches, princesa Marian Estephanye de Lenstthers, legítima e invicta heredera del príncipe Federico IV. Vuestro esposo y vasallo consorte os saluda al más estricto estilo prusiano-lenttersien –Retrocedió tres pasos, dio un sonoro taconazo que retumbó en la gran habitación para quedar luego firme, muy erguido, como un oficial prusiano ante su superior. A continuación, giró en redondo y marchó marcando el paso hacia la otra habitación. Por la forma fuerte y brusca del caminar, la joven notó ira contenida, una rabia frustrada y también el despecho. Un fuerte golpe de la puerta de la habitación lo confirmó.

Le dolió mucho lo que había dicho. Sus ojos se humedecieron al tiempo que cerraba con fuerza los puños y los dientes. No se regocijó de lo que le dijo ni tampoco le gustó que hiciera mofa de la forma de ser de su gente y menos un… un… picha floja como él. No se alteró, como princesa real la habían enseñado a mantener el tipo con una sonrisa en la boca ante los reveses. El portazo de la habitación contigua le ratificó la rabia sorda de Pierre. Se mantuvo tal como la había dejado, mirando el ancho lecho que se distorsionaba a través de sus lágrimas. Quedó quieta durante un rato mitigando la amargura que le producía saber que su matrimonio estaba roto, ya no tenía solución.

De pronto, secándose de un manotazo las lágrimas, dio un salto ágil para atrás corriendo hacia el armario, lo abrió de par en par y buscó entre un bosque de ropa. Eligió un conjunto Lloyd’s y una camisa blanca de seda natural tupida. Los pantalones estaban ajustados, divinos porque era así como le gustaba lucirlos. Al vestir la camisa de seda blanca de mangas largas se permitió el lujo de dejar desabrochado tres botones que mostraba perfectamente el canalillo de unos pechos desnudos más que medianos, altos, anchos, prietos y libres. Acto seguido calzó unas botas negras de caña alta, con tacones medianos, metiendo las mangas del pantalón por dentro de ellas. Como complemento a su vestuario vaquero adornó su cuello con un fulá de seda celeste y, por último, encasquetó ante sus ojos unas gafas de montura negra, graduadas y con cristales ahumados. El largo pelo rubio lo enredó en la nuca a modo de moño escondiéndolo bajo una gorrita de visera larga, también negra y de tipo militar, que le tapaba media frente. Se contempló ante el espejo y vio una figura femenina juvenil, perfecta, estilizada y muy moderna. Estaba contenta de tener buen tipo. Rió ante el espejo la poca modestia de la que hacía gala, pero a la vista estaba. Contaba con veinticinco años ¿Se podía pedir más? Saltando de contenta, con los pies de puntilla como una bailarina, se dirigió hacia una puerta cerrada.

III - La princesa Marian Estephanye de Lenstthers

Abrió con cuidado, era la habitación donde se encontraba su marido. Comprobó el interior y lo vio tendido en el lecho boca arriba, con uno slip muy ceñido y las caderas fuerte, bien formadas. Se llevó los dedos de la mano derecha a la boca y le lanzó al aire un beso silencioso y maternal. Al llegar a la puerta de salida de la habitación comprobó por la mirilla que no hubiera vigilancia ante su puerta. Le sorprendió haber acertado y la falta de tacto de los hombres Salió despacio, cerrando sin hacer ruido. Advirtió que los guardias de seguridad estaban en una habitación contigua que daba a las escaleras. Oía las voces de ellos comentando y una televisión encendida de fondo, retransmitiendo un partido de fútbol. La habitación abierta de los guardaespaldas permitía ver toda la ancha escalera. Con la rapidez de un felino se deslizó por la ancha escalinata llegando a Recepción sin ser advertida, con naturalidad, la cabeza algo baja para no delatarse y mezclándose entre la gente que entraba y salía del hotel. Despacio pero con prisa caminó segura hasta la puerta de salida del Rizt.

-¡Buenas noches, Alteza! ¿A dónde vamos esta noche, señora?

Un hombre alto, fornido y muy bien plantado, de la edad de Pierre Luís, pensó, se puso delante de ella. Lucía un cabello rubio como ella bien peinado y elegantemente vestido, le cerró el camino. Marian Estephanye lo miró sorprendida, no sabía quien le impedía el paso a la libertad de una noche. Que era un compatriota, de eso estaba segura, el alemán perfecto, educado y con acento bavario, lo denunciaba.

-Y ¿Quién es usted, señor?

-Teniente coronel Helvert von Now, militar y especialista en Seguridad. Desde su llegada, jefe del Cuerpo de Seguridad al servicio de Su Alteza Real. Mi destino actual es agregado militar en la Representación diplomática de nuestro país aquí, en España.

¿Cómo era posible que la descubrieran? Ella, al salir de sus habitaciones, comprobó que los guardas estaban viendo la televisión, atentos al fútbol. El hombre la observaba desde su altura, serio, distante, con las manos a la espalda ¿Estaba leyéndole el pensamiento?

-Hablaré muy seriamente con mis hombres, señora ¡Ya lo creo que sí! Ahora ¿Iba Su Alteza a parte alguna?

-Al jardín… -Se encontró diciendo tontamente. Se maldijo la estupidez de ese momento dando una explicación tan infantil, sin base alguna. Aquel hombre la impresionó de inmediato, dominando la situación tan solo con su robusta presencia.

-¡Ah, bien! Pero, señora, la salida al jardín está en esa dirección –Señalaba ahora con su mano extendida sobre su hombro derecho otra puerta que estaba a su espalda- La acompañaré, Alteza

En ese momento, a Marian Estephanye le salió la soberbia del personaje poderoso. Levantando la cabeza lo miró furibunda, altanera, con superioridad. Acercándose más a él, en voz baja pero irritada, masticó las palabras que le soltó.

-¡Le ordeno que se aparte, teniente coronel! ¡Voy a salir a tomar un poco el fresco, le guste o no a usted! Soy la princesa heredera del principado de Lenstthers ¡Quítese de en medio, hombre!

Helvert von Now no movió un músculo, miraba al frente fijamente, por arriba de su cabeza, callado, quieto, inflexible, estático como una estatua de bronce y sin perder su flema. Le dieron ganas terrible de darle una fuerte patada en las espinillas, dejarlo inutilizado allí mismo para salir a toda velocidad a la calle, pero antes le hubiera espetado a la cara al matón -¡Qué te jodan, bravucón, a dar porrazos a la calle!

-Me parece perfecto que quiera dar un paseo, Alteza. La acompañaré.

-No quiero que venga conmigo, oficial jefe. Conozco perfectamente Madrid, he vivido y estudiado aquí, supongo que lo sabrá. No me perderé ¡Gracias!

El hombre abrió la puerta y la dejó salir. Detrás él. Era una mujer voluntariosa, segura de si misma, de su poder como heredera y la posición política que ostentaba en el elenco de las naciones europeas. Ya afuera, se acercó tanto al guardaespaldas que sus cuerpos casi quedaron pegados, él miraba siempre al frente, tranquilo y con las manos atrás. Ella furibunda y con su mano derecha levantada a la altura de la cara masculina.

-¡Quiero ir sola, caballero! ¡¡SOOOOLA!! ¿Entiende usted el mensaje? Como su princesa que soy le ordeno me deje en paz y vuelva ahí adentro ¡Enséñele a sus hombres custodiar las puertas de las habitaciones de la familia reinante! ¡Dejan mucho que desear, por lo que he visto, señor! Empiece por ahí ¡¡Es una orden!!

-Me encargaré de eso inmediatamente cuando volvamos, Alteza, no le quepa la menor duda –Extendió su brazo izquierdo al frente, le señaló el camino -Cuando quiera, señora.

-"Mi gozo en un pozo" –Se dijo in mente, con desolación y furia contenida. Gimió.

Sabía que no podía hacer nada. Aquél no era un guardaespaldas cualquiera, tenía una categoría militar y unos conocimientos que le habían permitido llegar hasta el puesto que ocupaba. Rabiosa, herida en su orgullo de mujer importante, Marian Estephanye comenzó a caminar deprisa, delante, con pasos largos, precipitados y rabiosos. El la seguía a dos metros de distancia, sin apresurarse.

Llevarían diez o quince minutos andando cuando la muchacha notó que estaba siendo observada con intensidad. Percibía sobre su espalda el peso de una mirada que la recorría toda, acariciándola. Se sintió fuerte, admirada, deseada y eso le gustó. Su intuición femenina le dijo de quien se trataba. Se paró ante un escaparate suavemente iluminado y de enorme luna que reflejaba la calle. El teniente coronel, con sus ojos a la altura de ella, contemplaba sus caderas a placer, con ojos de admiración. Con rapidez inaudita se volvió hacia él. Quería humillarlo

-"¡Le voy a poner los cachetes rojos!" –Se dijo para sí alegremente.

Al verse sorprendido von Now desvió la vista de las bonitas caderas y la depositó en su rostro como si nada. No apartó sus ojos de los de ella ni se ruborizó. Tampoco mostraba signo alguno de turbación, tan sólo esperó.

–"¡Tiene temple, clase y valor este militar!" –Pensó. Si el matón diplomático seguía mirándola de aquella forma tendría que emplear otras medidas más

¿Y si lo provocaba?

Tres semanas llevaba confeccionando una lista de hombres interesantes para la concepción de su hijo, Pierre, siendo su marido, no lo conseguía o no podía. Ningún varón de su entorno social y edad fue aceptado. Quería dar una alegría a sus padres que, calladamente, le reprochaba la decisión de ella de casarse con el play boy francés. Nunca sabrían la verdad, ni siquiera su esposo. Si quedaba en estado el regocijo de los príncipes reinantes sería inmenso. El pueblo la querría más todavía por el nacimiento del futuro heredero y desviaría todas las dudas sobre las penurias del matrimonio. Por algún tiempo la dejarían en paz y la maternidad de la princesa mantendría ocupada sus mentes en otros deberes más fructíferos y sociales. La elección había de ser meditada, estudiada perfectamente y sin fallo. No podía volverse a equivocar, tampoco disponía de tiempo por ser una misión peligrosísima, única. Podía emplear los recursos de los que era poseedora y los utilizaría sin escrúpulos. No importaba que fuera noble, burgués, militar o ciudadano de a pie. Buscaba un hombre con capacidad de poderla embarazar, callado ante sus propósitos, bueno, íntegro, inteligente y lenttersiens. Posiblemente ya lo tuviera delante.

Esperó que el jefe de seguridad estuviera a su altura. Helvert von Now seguía impertérrito, sin mover un músculo en su rostro de perro guardián. Entonces ella se enganchó al fuerte brazo del guardaespaldas. El escaparate mostró el cuadro de una preciosa pareja de extranjeros que paseaban amorosamente. Marian Estephanye, segura de sí misma, incrustó sus jóvenes pechos en el antebrazo hasta percibir cómo el hombre se estremecía al contacto.

-Teniente coronel ¿Le gustaría ir a un Púb tranquilo donde poder tomar algo y escuchar música lenta? ¿Bailaría con su princesa si se lo pidiera?

-La discoteca del hotel está abierta ahora, señora. Está muy bien ¿No le gusta?

-Ahí hay muchas personas que me conocen y lo que ando buscando es el anonimato. Me gusta perderme entre la gente normal y sentirme una más ¡Sea amable conmigo, señor jefe de seguridad!

Hablaba con tono mimoso, acariciando la manga del abrigo de von Now, logrando sacar un conato de sonrisa del pétreo rostro de su acompañante. Lo miró a hurtadillas y lo encontró guapo, interesante y muy hombre. Le gustó lo que tenía ante sus ojos y pensó que sí, que éste podría ser el candidato ideal a su proyecto secreto. Ya buscaría la forma debida de saberlo todo del militar. La condición de segunda jefa militar del pequeño ejército del país le permitía recursos suficientes para su proyecto.

-¿Dónde, Alteza?

-¿Conoce el pub discoteca Corona Roja? El año pasado estuve una vez más aquí y lo visité. Tiene una pista de baile acogedora, íntima y no muy grande. Las luces son tenues y su ambiente es muy agradable. En ese escenario nadie nos reconocería. Ahí se habla con murmullos y la música es la reina del cotarro ambiental. Le gustará Helvert.

El corazón de von Now dio un vuelco al sentirse llamado por su nombre de pila en boca de la princesa ¡Recordaba su nombre! Cuando la custodiaba la veía como una real mujer hermosa, tremendamente joven, sola y distante. Siempre le había gustado como mujer, pero nunca reparó en más detalles, era de la realeza y estaba muy lejos para él. Cuando comprobó que quería escapar del hotel sola y la detuvo encontró satisfacción en ello. Sentirla tan cerca, con ese olor a perfume personal y comprobar lo enfadada que estaba lo enervó aun más. Ahora la tenía pegada a su brazo izquierdo, percibiendo el potencial de su feminidad, brindándole la oportunidad de bailar con ella, tenerla entre sus brazos o tomar una copa mientras hablaban, juntos en una mesa, era toda una sorpresa que nunca se atrevió a concebir. No pensó que fuera elegido para acompañar a la princesa heredera de su país en su periplo por España, que lo tomara como compañero en un momento de relax. No sabía si era verdad lo que estaba ocurriendo, si se encontraba feliz por semejante suerte o lo lamentaría más adelante. Se dejó llevar por primera vez y, después de diez minutos de caminata lenta, ya se sentía en el quinto cielo cuando entraron en el Púb.

IV – La elección

No estaba vacío el local pero las personas que había allí no cubrían más de la mitad de las mesas. Marian Estephanye, sin quitarse las gafas ni la gorrita, se dirigió a una de ellas, al final del salón, apartada de la pista, de las luces y de la curiosidad de la gente. Una joven y atractiva camarera uniformada se acercó a ellos solícita. La princesa, sin mirarla, pidió una ginebra con tónica y Helvert un coñac. von Now continuaba percibiendo muy de cerca aquel perfume femenino, el calor y la tibieza de del cuerpo y su voz cantarina, tarareando y siguiendo los compases de la pieza que estaba sonando. Al rato, la señorita les trajo las bebidas y, después del primer sorbo, la joven dijo.

-Sáqueme a bailar y tómeme de la cintura como si fuera su pareja. No tema, es la mejor manera de pasar desapercibidos –Se había quitado la gorra negra- Yo seguiré cubriéndome con las gafas y apoyaré mi cara en su hombro ¿No le molestará?

Salieron a la pista, ella delante, dejándose rozar por él. Marian Estephanye, sin ninguna cortedad, le puso los brazos al cuello plegándose a Helvert de tal manera que él no tuvo más remedio que abrazarla. En principio, al hombre le costó rodearla con sus brazos la cintura, tanteaba con cierta cortedad, pero nuevamente fue ella la que lo obligó a rodearla cuando se plegó completamente a su tórax, a su pelvis. Bailaron juntos, muy pegados, él notaba los senos de ella clavados, aplastados por debajo de los planos suyos. Cuando el militar la tenía enlazada vibraba de emoción, no podía creérselo todavía. Sus largos brazos abarcaban la estrecha cintura femenina acariciando tímidamente la espalda de la mujer. Le dio la sensación de que la princesa, ceñida a su cuello, se aplastaba más y más contra su tórax, acercaba aún más sus caderas a las suyas y la bonita cabeza rubia, con sus gafas de cristales ahumados, descansaba con total confianza en su hombro. No bailaron una sola pieza sino dos, tres, cuatro… A medida que una pieza daba paso a la siguiente ambos unían sus cuerpos más y más.

Helvert se encontró apretando contra sí a la muchacha, impulsivamente subía y bajaba sus manos por la cintura hasta principio de las caderas, luego otra vez a la espalda buscando la presencia del sujetador que no existía, hundiendo su boca en el cabello sedoso, buscando su oreja menuda, su piel tibia. A cada movimiento del baile se encontraba sumamente excitado y su pene, sin poderlo controlar, fue apareciendo, tomando contacto con la entrepierna de ella. Avergonzado quiso separarse, que no se diera cuenta de lo que le sucedía, pero la princesa no lo dejó. Fueron momentos críticos cuando su pene se alteró de tal forma que quedó recto, tocando la parte de arriba de la pelvis aristocrática. Con gran asombro notó cómo ésta se ponía de puntillas sobre sus botas negras y metía aquel pene en erección insultante entre sus torneados muslos, luego, ella lo obligaba a que la tuviera siempre abrazada, haciéndole saber que sentía el potencial durísimo de su masculinidad.

El teniente coronel tuvo terror al comprobar que sus manos inquietas palpaban los nacimientos de los pechos desnudos y bajaban solas tomándola por las redondas caderas, oprimiéndola tanto que la quería fundir contra su persona. La princesa rozaba la oreja derecha con sus labios repetidas veces, mordiéndole el lóbulo derecho, dejando sentir su respiración en el pabellón auricular y en la parte independiente del cuello. Percibía los labios rojos, húmedos, suaves y tiernos rozando la piel libre de su cuello sudoroso y estremecido. Las luces giratorias y tenues permitían la oscuras de la pista que fue cómplice de la pasión nacida de los dos.

Todos los temas musicales parecía que estaban preparados para ellos y Marian Estephanye lo agradeció en el alma. Sintió como el guardaespaldas despertaba sexualmente al contacto con ella y permitió que su temperatura subiera al máximo. Cuando el pene de él, que embestía su pubis, iba a quedar fuera de su control se apoderó de éste dejándolo entre sus piernas, clavándolo justo debajo de sus labios vaginales ¡Cómo disfrutó ese momento! A cada instante se daba cuenta como crecía aquel miembro dándole la sensación de que la iba a traspasarla por las ingles y, luego, el goce tremendo de estar montada sobre el miembro varonil, dándole la sensación de ser levantarla del suelo por sus viriles manos clavadas en sus redondas nalgas. Le gustaba tener las manos masculinas recorriendo los costados en busca de sus pechos, apretándolos con suavidad, queriendo sin querer medir la grandeza de éstos al tacto. Las manazas maravillosas en su cintura, en las caderas, subiendo y bajando continuamente hasta alcanzarlas en un atrevimiento que no concebía por ser ella quien era, queriendo evitar a duras penas ella misma estremecerse en sus poderosos brazos. Estaba contenta, feliz, deseosa de aquel hombre y le mordía el lóbulo solamente con los labios para animarlo más. Besaba la oreja para más tarde bajar hasta el cuello en busca de la piel totalmente húmeda.

El sudor masculino olía a limpio, a colonia de baño de hombre y estuvo tentada de dejar resbalar sus labios por la mejilla hasta alcanzar su boca para besarla, de morder los labios masculinos volviéndolo más loco allí mismo. No tuvo necesidad de más, Marian Estephanye notó que él se paraba de pronto, su fuerte cuerpo se tensaba levantándola del suelo por la cintura y, volviendo su bonito rostro para saber lo que pasaba vio que Helvert tenía la boca fuertemente apretada y los ojos echo una ralla. El rostro cayó para atrás, crispado, rojo, escupiendo sudor copiosamente. El pene parecía que quería salirse del pantalón para meterse en el suyo y penetrarla. Los gemidos apagados eran casi perceptibles, el hombre mostraba que estaba teniendo una fuerte erección. Entonces, hundió su rostro en el cuello enfebrecido besándolo con placer mientras permitía que él terminara aquel orgasmo.

La dejó caer tan suavemente en el suelo que la princesa casi no se dio cuenta de ello. Un olor intenso a varón invadió el espacio y la princesa sonrió con satisfacción. Para disimular ante los demás aquella corrida, Marian Estephanye lo obligó a seguir bailando y, cuando la pieza terminó, estaba ya calmado. Ambos se separaron, la princesa lo tomó de la mano, se puso delante en dirección a la mesa. Iban muy juntos, pegados cuerpo con cuerpo, rozándose y en un total silencio.

Cuando se sentaron, la joven volvió a percibir el olor fuerte del semen recién eyaculado en la ropa interior. La cara del pobre hombre ante lo ocurrido en la pista era toda una tesis de comportamiento humano para un sexólogo. Marian Estephanye tomó su vaso y vertió un poco más de tónica apoyando su brazo izquierdo sobre la mesa. Bebió el líquido sorbo a sorbo, fingiendo observar su entorno y escuchando la música que debía segur sonando, pero no se enteraba. Los ojos los dejó cerrados, pensando en el magnífico momento, en aquel pene que debió haberse corrido totalmente dentro de su vagina que gozaba de sus días fértiles. La gente charlaba alegremente en el mostrador o en las mesas, otras, en aptitudes amorosas, salían a la pista para bailar, como lo habían hecho ellos. Qué bien se encontraba y ¡el tufito a macho que destilaba Helvert cada vez que se movía la volvía loca! En ningún momento quiso hablar ni recibir explicaciones de lo sucedido y que ella misma propicio. Dejó que se apaciguara, tomara su coñac con tranquilidad. No había que explicar nada, ella lo quiso así, provocó el momento y de esa misma forma ocurrió. Aquello no era más que un paso gigante para sus planes y los próximos a realizar.

La elección acababa de tomarla y era, precisamente, su jefe de seguridad personal.