La decisión de Marian Estephanye 3

Subió en el ascensor y, cuando éste paró se encontró a un von Now vestido con pantalón militar y una camisa blanca inmaculada sin cuello, desabrochada hasta más de la mitad del velludo pecho. Se cuadró ante ella pero la miró algo extrañado. Marian no esperó más, corrió hacia él y se echó en sus brazos. Helvert la recibió con tanta fuerza que le dio la impresión que le sacaba todo el aire de sus pulmones por la boca. El rostro masculino buscaba el suyo comenzando a besarla en la frente, entre los ojos, en las mejillas...

LA DECISIÓN DE MARIAN ESTEPHANYE

Tercera parte

IX - Dos tortas en el culete a tiempo

Estephanye dormía boca arriba plácidamente en la cama del dormitorio de Helvert. A él le dio la sensación que en su cama estaba una quinceañera preciosa destapada y despendolada; las piernas abiertas, el brazo izquierdo haciendo ángulo alrededor cerca del rostro y el derecho colgando fuera. Mostraba la exuberante desnudez de la juventud; la cabellera esparcida por toda la almohada y unos mechones dorados tapando su bello rostro que eran perturbados cuando la respiración de la nariz los movía hacia arriba. La contempló con arrobo, era excitante, linda y confiada. Helvert von Now sonrió con desconcierto, no quería despertarla porque temía enfrentarse a una realidad verdaderamente contradictoria verla nerviosa y violenta por los hechos pasados, no era un plato de su gusto, menos hacer frente a una situación comprometida pudiéndole crear un conflicto a su persona y a su carrera de militar intachable; un sentimiento, empero, de culpabilidad que él no tenía y no había buscado. Pero cargaría con las culpas, el mismo se lo buscó también. Se trataba de una mujer especial: la princesa de su país. Tener que despertarla se le ponía los pelos de punta.

Eran las seis de la mañana, tenía una agenda con muchos compromisos que cumplir ese día. Por ende, al final de la jornada la Embajada había proyectado la celebración de una cena con baile donde acudiría la flor y nata del país: personajes muy importantes de la política y la economía española, personajes del mundo financiero europeo, las diplomacias extranjeras acreditadas en España. Llenó generosamente sus pulmones de aire y lo expulsó luego. Por fin se decidió. La llamó poniendo la mano sobre el hombro de ella, sacudiéndola suavemente y la bella durmiente abrió un poco los ojos.

-Alteza…, Alteza…, por favor. Las seis de la mañana, hora de despertar. Ha de hacer sus ejercicios y prepararse para atender su apretado dietario

-¡buenos días, Helvert mío! –Se arremolinó en la cama volviéndose hacia el lado derecho donde estaba él, encogió las piernas para dentro, en ángulo, puso sus manitas debajo del rostro y dijo algo que casi no se la entendió- Estoy molida y en este momento siento que el culete me arde. Fuiste malo anoche conmigo ¡Déjame dormir un poco más! Hoy no puedo correr, me es imposible. Tú tienes la culpa ¡Media hora más! ¡Por favor!

La boca de von Now se distendió en una amplia sonrisa y respiró tranquilo. La princesa tenía conciencia de lo ocurrido, estaba contenta y quería dormir media hora más -¡¡Bien!!- Se dijo y hacía un gesto fuerte en el aire con el puño cerrado. Tomando la sábana caída la puso sobre el cuerpo desnudo de la muchacha.

-Voy a preparar el desayuno, señora ¡Sólo media hora y nada más!

Ella sacó el brazo de debajo del embozo y lo puso en alto haciendo un movimiento de que se marchara. Helvert experimentó un sentimiento de cariño verdadero verla tan femenina en su cama

-¡Lástima!- Se dijo –Sólo ha sido por esta noche

Marchó hacia la cocina y estuvo entretenido en la preparación de dos desayunos ligeros pero nutritivos.

Helvert von Now había abierto los ojos a las cinco de la mañana. El móvil corporativo sonó con aquella melodía de baja frecuencia. Miró el reloj, hacía menos de tres horas que se habían quedado dormidos. Estuvieron haciendo el amor una vez más cuando llegaron al dormitorio desde el baño. Lo tomó. Uno de sus hombres estaba al otro lado de la línea, alarmado.

-¿Sí? –Preguntó procurando que la voz no se le notara soñolienta

-Mi teniente coronel, la princesa Marian Estephanye no se encuentra en sus habitaciones principales. El príncipe nos llamó urgente. Está muy preocupado, extrañado, diría yo

-¡No me diga, compañero! ¿Y cómo es eso? ¿Dónde estabais vosotros cuando se supone que desapareció? –Preguntó flemático, con una media sonrisa ladeada en su boca.

-¡Señor, en nuestros puestos!

-¡Joder! ¿Y ella desapareció, así como así? ¿No es eso? ¡Se volatizó delante de vosotros! ¿Es maga, tal vez? ¿Una bruja, por ejemplo?

-No… no, señor… no lo sabemos…, esto… El príncipe Pierre Luis nos ha confirmado que estaba en la habitación cuando se fueron a dormir. Ahora no se encuentra, señor. Soy el sargento Normand Göbherhouse y le informo de la incidencia

-Me parece, sargento, que la mayoría de vosotros vais a tener un disgusto muy serio de verdad. Ante el príncipe y ante mí, sobre todo.

Desde ese momento, Helvert saltó de la cama, se duchó, vistió y esperó unos minutos más para avisar a la princesa, contemplándola, pensando en las horas maravillosas pasadas a su lado desde que salieron de la discoteca.

Dos bandejas iguales y con los mismos contenidos: zumos de naranja, huevos fritos, dos panecillos recién horneados, mantequilla, queso… Sintió unos pasos fuertes y descalzos, corriendo por el pasillo y alguien que se tiraban a su espalda. Unas piernas bien torneadas y desnudas le rodearon las caderas. No tuvo que mirar hacia atrás para saber que era ella. Los senos turgentes de mujer se clavaba en sus omóplatos dejándose notar al aplastándose en su espalda. Los brazos fuertes rodeaban el cuello y los dientes blancos y bien formados mordían el lóbulo de la oreja derecha, los labios besaban las mejillas con rapidez, el cogote, arrastrándose toda por su espinazo, repitiendo la expresión de cariño varias veces. La voz cantarina de la joven emitía sonidos que querían ser terroríficos, lo masacraba a mordiscos y besos allá donde ponía los dientes. Sentía las caderas de ella haciendo fuerza para mantenerse subida sobre él. Helvert pasó las manos por debajo de las nalgas comprobando que seguía desnuda. Aquella piel blanca, tersa y aterciopelada que tanto había acariciado y amado la noche anterior seguía al descubierto sin el mínimo pudor. Marian Estephanye seguía martirizando sus oídos y su pezcuezo, buscando las mejillas y besándolas, chupándola cuando conseguía subirse un poco más, queriendo llegar a su boca para hundirse en ella.

-¡Quiero un polvo ahora! ¡Quiero dos polvos ahora mismo! ¡Quiero tres polvos yaaaa! –Gritando, riendo mientras se agitaba sobre aquel cuerpo atlético de hombre que apenas si lo podía mover.

-Princesa, por favor, se nos hace tarde y hay que desayunar –Quería cogerla bien para obligar a bajarse de él- No hay polvos que valgan, señora. No es hora ahora mismo.

-Bueno ¡Entonces quiero dos polvos nada más! ¡Porfi! ¡Porfi! –mimosa, traviesa

Había conseguido sin esfuerzo desenrollar las piernas de la joven de su cintura. Tomó sus brazos y, con un movimiento brusco de su cuerpo hacia adelante consiguió que ella saliera despedida de cabeza. No cayó al suelo porque von Now la tomó entre sus brazos como si no pesara nada y, con una delicadeza exquisita, la depositó en una silla, frente a la mesa con dos bandejas, una frente a la otra. Cuando Marian quiso darse cuenta ya estaba colocada, aturdida cogiendo los cubiertos que él le daba. Sentía mareos por el volteo y dolor anal cuando la sentó. No era nada extraordinario, La noche anterior pasaba factura.

-¿Có… como… hiciste eso? –Ella lo miraba asombrada, con cierto temor y recelo. Se notaba un fondo de admiración y un poco de rabia a la vez hacia su guardaespaldas.

-Alteza, a comer. Van a ser las seis y media de la mañana. A las nueve ha de estar en el Ayuntamiento de Madrid. La esperan.

Quiso levantarse y sintió dificultad en sus movimientos, von Now hacía presión en sus hombros y no la dejaba. Le señalaba la comida.

-Un polvo, uno solo, hombre –Y ponía el piquito hacia delante, marrullera pero con acento dominante. Helvert quedó fijamente mirándola. La joven observó con largura que aquel hombre tenía unos grandes ojos metálicos que causaban miedo.

-Un polvo de un minuto ¡Solo un minuto! –Susurrando, disimulando su impotencia, dando la medida con sus deditos de la mano derecha, enseñando el pecho exageradamente y, sobre todo, salir de aquella mirada que la descorazonaba

-No existe polvos de un minuto, no conmigo. Señora, se lo digo una vez más, desayune o, de lo contrario, la levanto de la silla y la llevo al hotel tal como está ¡Lo juro por mi honor!

-No eres capaz de esa barbaridad con tu princesa Helvert von Now –Y su risa cantarina se dejó oír por toda la casa, como un alegato de soberbia.

Aquella mirada masculina se hizo larga, incisiva, más metálica si cabe. Los ojos grandes, azules y quietos la hicieron dudar de lo que había dicho. Sintió temor y pensó que él era capaz de eso y de muchas cosas ocultas y reprochables, no tan solo de mandarla al suelo si se lo proponía.

-¿Su Alteza real Federico IV nunca le dio una torta en el culete en momentos puntuales?, vamos, cuando pequeña, señora –Lo preguntaba mirándola de aquella forma tan dura, intensa, sin parpadear un momento ni crispárseles los músculos. No la dejó responder. Rápidamente la levantó de la silla por las axilas, lanzándola al aire como si fuera una muñeca, tomándola en brazos cuando iba a caer al suelo. Nuevamente la gran sorpresa la cogió yendo de camino hacia la puerta. Sintió un pánico infinito, vergüenza por su desnudez y cruzó las piernas tapándose el sexo y, con los brazos el pecho. Helvert von Now abrió la puerta del apartamento de par en par y salió al rellano dirigiéndose hacia el ascensor.

-¡Vale, vale! ¡Está bien, von Now! Tomaré el desayuno, me bañaré, vestiré y luego nos marchamos de aquí ¿De acuerdo? ¡Ahora, volvamos a casa, por favor! –Y esta vez, Marian Estephanye se mordió la prepotencia, su altivez. Comprendió enseguida que tenía ante sí a un verdadero hombre capaz de hacerla frente, de retar su autoridad y no amilanarse ante ella aunque fuera la heredera del trono de su país.

A las ocho de la mañana, Marian y su guardaespaldas salían del apartamento en dirección a la calle donde les esperaba un coche oficial pedidos por Helvert unas horas antes. La joven caminaba con cierta dificultad y con pasos cortos, vestida como la noche anterior, su gorra bien encasquetada y las gafas de sol graduadas. Llevaba encima un humor de perros. von Now detrás de ella, esperando la llegada del ascensor Marian se sabía observada por detrás y sintió que sus ovarios se agitaban. Giró con violencia su rostro para sorprenderlo pero el militar esperaba, como ella, el elevador. Tuvo ganas de abrazarlo, sus manos se les escapaban hacia el cuello y, en prevención, las metió en los bolsillos de la chaquetilla. Llegó el ascensor y éste se paró. Marian Estephanye, ya en su papel de mujer importante, con el rostro levantado con altanería, esperó sin retirarse tan siquiera que Helvert abriera la puerta dándole la entrada como la dama importante que era. De pronto sintió un fuerte azote en sus nalgas libres del tanga y doloridas de la noche anterior. von Now le había dado dos sonoros cachetes en los glúteos macizos que tanto gozó.

-¡Aaaay! –Gritó la princesa llevándose la mano hacia la parte dolorida sin pudor alguno. Primero lo miró asombrada, luego con estupor y, por último, clavándole los ojos de tal forma que el hombre creyó que se le tiraba a la yugular.

-La puerta del ascensor, Alteza, hay que abrirla primero para entrar –Dijo Helvert con su peculiar forma de ser, ahora con las manos en los bolsillos del grueso abrigo, señalándola con un gesto de su cara. Y entraron, Marian Estephanye la había abierto con prontitud y Helvert la sostuvo para que pasara. Ella se quedó en el fondo, en un ángulo de la caja. Él entró después, quedó delante del cuadro y dio al botón de bajada. La joven estaba furibunda, movía los labios como si estuviera mascullando una maldición terrible mientras le echaba una mirada atravesada, con un sólo ojo hecho una ralla. Pero de su bonita boca no salió palabra alguna.

X - Lo que tú ordenes, Helvert, eso se hará

Durante todo el día la princesa de Lenstthers tuvo un programa bastante extenso. Por la mañana visitó El Ayuntamiento de Madrid acompañada del alcalde y todo el Pleno. Una visita a los complejos industriales eléctricos de Coslada y Móstoles y, por último, el Ministerio del Ejército acompañada por el Capitán General de la Región Central donde se le unión su marido, el príncipe consorte Pierre Luís. Vestía un traje chaqueta beig claro de falda ajustada a sus caderas y por arriba de la rodilla; medias de color carne, guantes de cabritilla y zapatos con tacón de aguja, ambos del mismo color que el traje. Su melena rubia ondeaba al viento y, de vez en cuando, la tenía que atusar y dominar.

Esa mañana, Helvert von Now y cinco hombres más fueron la escolta que acompañó a la comitiva en todo momento. Marian Estephanye, durante su periplo, no dejó de observarlo ni un solo momento pero no cruzaron miradas. Ella sabía que, cuando no lo observaba, todo su cuerpo era recorrido por los ojos de von Now y se sentía feliz, admirada, acariciada y las testosteronas le subían a raudales produciéndole sofocos que amortiguaba con el aire del abanico. Tuvo momentos de regocijo castigador cuando Pierre Luis se unión a ellos, entonces, la joven decidió martirizarlo enganchándose amorosamente a su esposo. El rostro del jefe de seguridad no mostró alteraciones algunas pero sus hombres fueron los que pagaron la coquetería maliciosa de la encantadora princesa. Quería hacerle pagar las dos tortas que le dio en sus nalgas y cómo la obligó a obedecerlo sin rechistar. Todavía sentía el dolor placentero de la sodomización de la noche anterior y sus palmadas en los glúteos –"¡Te voy a hacer sufrir de lo lindo, mi divino amante!"- Se dijo

La jornada de la tarde empezó a las cuatro con una visita a la Patronal de Empresarios. El presidente había sido profesor de Macroeconomía en la Universidad Complutense cuando Marian Estephanye estudiaba en ella. Ambos se besaron y abrazaron cariñosamente. Recordaban con humor los tiempos pasados y, a solas, se llamaban de tú. Pero la princesa fue cambiando su semblante a medida que comprobaba que von Now no dirigía su escolta. Tenía deseos desesperados de preguntar a los hombres dónde se encontraba el teniente coronel pero era ponerlos en alerta. Todos estaban muy capacitados para custodiarla y lo demostraban a cada paso que daba ella. A las ocho treinta, ante un piscolabis ligero ofrecido por la Cámara de Comercio madrileña, terminó la reunión de empresarios de ambos países.

Para acudir aquella tarde a sus obligaciones y, creyendo tener a Helvert como su guardaespaldas personal, había elegido un precioso conjunto de falda y chaqueta azul eléctrico que diseñaba su figura fantásticamente. Bajo en traje, una blusa blanca de seda con mangas largas y un fulá de lana blanco azul. Bolso de mano y zapatos de tacones de aguja azules para terminar de componer su atuendo personal. Se había vestido para él, sólo para sus ojos y no apareció aquella tarde ¡Qué rabia le dio! Cuando llegó al hotel tiró el bolso y los zapatos en un arrebato de soberbia. Pierre Luis la miró asombrado, perplejo ¡Nunca había visto a su mujer de aquella guisa! No dijo nada, era mejor ver, oír y callar en cabreos sordos de las damas -¡Mujeres, mujeres! ¿Qué mosca le habrá picado ahora?- Pensó con su flema habitual -¡No hay quien las entiendan! Serían aún más bellas, si cabe, sin fueran sencillas y afables como nosotros los hombres- Limpio su larga boquilla de marfil con un pañuelo desechable, tomó un cigarrillo egipcio largo y lo colocó en ella. Se acercó a la terraza de la alcoba y encendió el aromático pitillo. A Marian no le gustaba que fumara dentro de la habitación ni cerca de ella.

Estephanye se bañó en un plis plas, y ella, que era meticulosa con su persona y atuendo, se vistió con la ropa que había llevado aquella tarde saliendo del baño de la misma forma como había entrado, o sea, una tromba. Allí la esperaba su secretaria particular con la impertinente agenda de trabajo. La maldijo para sus adentros y la miró mal sin que la otra se diera cuenta. Quería preguntar por teléfono por el jefe de servicio de seguridad y esa mujer había venido en mal momento.

-Alteza ¿Qué desea ponerse para la fiesta de esta noche?

¡La fiesta de la Embajada! ¡Se había olvidado de ella por completo! El mal humor que se apoderó de su persona durante la tarde le hizo obviar que tenía compromisos sociales a nivel de Estado. Pero ¿Y él? ¿Acudiría, también? Había visto a su marido en la terraza fumando y era el momento propicio de hacer la pregunta.

-Gerdha ¿Qué sabe usted del jefe de seguridad el señor Helvert von Now? Esta tarde no estuvo con sus hombres.

-Fue reclamado por el embajador junto con otros diplomáticos para organizar los preparativos del evento de esta noche, Alteza. Todavía están reunidos, creo.

-¿Estará… en la fiesta?

-¡Naturalmente, Alteza! Él teniente coronel es un militar adjunto de la Embajada, no puede falta estando en ella la heredera del trono.

Más calmada, casi saltando de alegría por la información, Marian Estephanye y su secretaria empezaron a elegir el traje de noche para el acontecimiento mientras departían peculiaridades de la agenda. Cuando la secretaria se marchaba, mirando rápidamente de reojo la terraza donde estaba su marido todavía fumando, la princesa comentó en voz baja.

-Gerdha, por favor, cuando vea al jefe de seguridad dígale que quiero hablar con él. Nada más. Gracias.

Marian se preparaba para la fiesta cuando sonó el teléfono de la mesita. Era su ayudante, alterada, dominando el enfado y la rabia que sentía, escupiendo las palabras y no creyendo lo que le estaba comunicando.

-Alteza, el señor von Now se ha ido a su casa. Salio hace escasos minutos de la reunión. Le comuniqué su recado y no dijo nada. Me mirón de una forma escalofriante y se marchó ¡Dios mío! ¿Qué se ha creído ese hombre, señora?

Estephanye no contestó, colgó bruscamente, marcó el número de los policías escoltas.

-Quiero en cinco minutos el coche oficial en la puerta del hotel. Voy a salir.

Pierre Luís salía en ese momento de la terraza. Había escuchado a su esposa pero no se preocupó de pedir explicaciones. Aprovecharía para hablar con Eugenia y acordar el día y hora para el encuentro que habían planeado en el Hilton.

Marian salía por la puerta principal del hotel cuando su coche oficial aparcaba delante de la entrada. Dos hombres fornidos salieron de él, la princesa masculló algo en voz alta que no llegó a oídos de los hombres.

-¿Van a venir conmigo, señores?

-Alteza, no podemos dejarla sola. Las órdenes del teniente coronel son muy estrictas, señora.

-Quería ir sola, sin compañía –Los miraba seria, con su peculiar altanería, mostrando ese pronto prusiano de la gente de la Baviera Alta.

Los hombres se miraron entre sí, no dijeron nada y, abriendo la portezuela de atrás el vehículo, se pudieron firmes sin moverse del sitio.

-¡Está bien, nos marchamos! ¡Sois fieles reflejos de alguien que yo me sé! –Y sin esperar a más subió.

-¡Chofer, diríjase a Paseo de la Infanta Isabel! ¡Rápido! Tengo una fiesta de Estado dentro de dos horas.

Unos veinte minutos depuse estaban en la avenida

-¡Parad aquí y esperadme! –Ordenó sin dar tiempo que los hombres reaccionaran. Bajó como un rayo y subió las escalinatas de aquel gran portal con puerta de cristal. Miró los rótulos del portero electrónico y pulsó uno.

-Soy Marian Estephanye, abre, por favor.

Unos segundos de dudas por el silencio que se produjo y, de inmediato, la puerta se abrió. Subió en el ascensor y, cuando éste paró se encontró a un von Now vestido con pantalón militar y una camisa blanca inmaculada sin cuello, desabrochada hasta más de la mitad del velludo pecho. Se cuadró ante ella pero la miró algo extrañado. Marian no esperó más, corrió hacia él y se echó en sus brazos. Helvert la recibió con tanta fuerza que le dio la impresión que le sacaba todo el aire de sus pulmones por la boca. El rostro masculino buscaba el suyo comenzando a besarla en la frente, entre los ojos, en las mejillas. Besó la naricilla recta y fría, bajó hasta su boca apoderándose de los labios para obligarlos a abrirse e introducirse en su boca como un poseso, metiéndose entre sus dientes, buscando la lengua y estrujándola con la suya. Todo aquel rito preliminar iba acompañado de caricias furtivas que iban desde las cálidas nalgas a unos pechos duros, enfebrecidos por el encuentro, luego, con aquella fuerza física inaudita, la tomó en sus brazos y la llevó cogida al interior del apartamento cerrando la puerta con el pie

-"¡Ironía del destino!"- Pensó feliz, sintiendo su boca atrapada por la de él –"Quería decirle cuatro frescas y me encuentro que me lleva en sus brazo a su casa para…"- Y se entregó ciegamente a los deseos de Helvert.

Estephanye había perdido la voluntad férrea de la que era dueña y se encontró poseída de aquella forma inimaginable, como una mujer normal por un hombre normal y esto hizo que sus entrepiernas se humedecieran como si fuera una auténtica colegiala. De hecho se consideraba una mujer sin experiencia y el militar la enseñaba a vivir. De pronto notó las manos de Helvert subiendo la falda apoderándose se sus nalgas, de su sexo -¡¡Dios mío!"- Se dijo asombrada, cuando Helvert masajeaba sus labios vulvales –"¡Me vestí tan rápidamente que me olvidé de la braga!" –Así de desesperada se encontraba en el baño por la ausencia de aquella tarde de él. Ahora se apoderaba de sus glúteos duros con fuerza, la forma de agarrarla con aquellas dos manos tan grandes ¿Y sus dedos? Aquellos dedos que la noche anterior la hizo vibrar como a una posesa ahora volvía a auscultar el esfínter de la misma manera y Estephanye, de puntillas, subía la pierna derecha hacia las caderas masculina dejándole el terreno expedito para que la matara de puro goce.

Helvert von Now deseaba poseer una vez más a la mujer maravillosa que no podía quitarse de la cabeza. Que estuviera en esos momentos en su casa era algo totalmente inesperado, como lo estaba siendo su relación. La soltó y comenzó a desvestirla. No tardó nada, sólo llevaba dos piezas y su precioso cuerpo quedó desnudo ante él. Los pechos medianamente grandes, rectos y bien puestos se mostraban alterados. Los pezones sonrosados engrandecidos, prietos y estremecidos por las caricias. Las areolas eran puros relieves de pequeñas protuberancias alteradas ante el contacto táctil.

La tomó de la cintura y la sentó sobre el filo la mesa de la sala. Abrió los muslos largos y torneados dejando aquella vulva rubia y mojada expuesta a lo que pretendía. Se bajó los pantalones y los gayumbos enseñándole sus genitales. El pene estaba totalmente erecto, ancho y venoso, señalando a Marian Estephanye que lo observaba con la boca abierta. No lo dudó, estiró la mano tomándolo y acariciarlo en toda su magnitud. Helvert se acercó nuevamente a la joven, jugó nuevamente con sus pechos, con los pezones para pasar a los hombros. Tomó la mano femenina que aprisionaba su pene hizo que lo condujera hacia la entrada de la vagina, hizo presión con la caderas e introdujo la cabeza jugosa.

Marian emitió un gritito de emoción y quiso soltar el pene pero no lo consiguió porque Helvert se la retenía. Lo soltó cuando las manos masculinas se apoderaron de sus glúteos empujándola contra aquel miembro que acababa de introducirle en la vagina. Percibía cómo el glande la llenaba resbalando por los cartílagos de la entrada avanzando lentamente hasta sentirla muy dentro. Notaba claramente el relieve del prepucio al rozar la pared vaginal. Ya lo tenía dentro de ella, sus nalgas estrujadas con violencia, clavándose en sus carnes blancas como tenazas. Sentía dolor pero eso no restaba la pasión que sentía, todo lo contrario, la enardecía aun más cada vez que él la sometía a ese castigo. Marian Estephanye se colgó del cuello del hombre y se arremolinó en aquel pecho velludo y fuerte. Los duros pechos se aplastaron contra el torso de Helvert moviéndolos de un lado a otro cálidamente, buscando con sus pezones los pezoncillos masculinos que parecían botones de guerrera militar. Quería jugar con ellos, recoger las vibraciones que transmitía el hombre en su estado de excitación. Él comenzó a bombearla con mucha suavidad, la sacaba casi toda y luego la metía de la misma forma. Poco a poco la actividad del coito iba tomando fuerza y el hombre se meneaba con más rapidez. De pronto se sintió elevada y aquellas manos sirvieron de asiento. Estephanye no podía comprender como era posible que la sostuviera de semejante forma, que pudiera moverse para penetrarla como lo estaba haciendo al tiempo que le producía tanto placer. Estaba algo baja pero sus caderas, frente a las caderas de él, no paraban de moverse, los brazos enganchados al cuello de von Now ayudándolo en las envestidas y las piernas enrolladas a las caderas masculinas dejando espacio para que pudiera realizar la penetración.

Lo miró y vio que él tenía la cabeza hacia atrás y que su boca trincada estaba cuadrada. El esfuerzo de tenerla así tenía que ser impresionante pero para aquella fortaleza humana parecía que era poco menos que nada. Y se vio tan pequeñita, tan poquita cosa, tan querida, tan mimada y tan deseada que sus entrañas se revolvieron, los ovarios se estremecieron violentamente y una gran oleada le invadió sus bajos haciéndola gritar y gritar, moverse por si sola, parando de golpe los movimientos de su guardaespaldas porque ella incrustaba su sexo totalmente contra aquella polla que le estaba produciendo un orgasmo tan grande que le desencajó la cara y el cuerpo femenino quedó echado hacia atrás todo lo que le permitía sus brazos. No gritaba ya, su garganta dejaba escuchar unos estertores prolongados mientras que por sus ojos desmesurados, clavados en el rostro de Helvert, dejaba ver toda la pasión que en esos momentos sentía. Y orgasmó en una desesperación infinita que le duró unos momentos largos para luego volver a entregar el testigo al hombre. Se echó hacia adelante y descansó en aquel pecho lanoso que la enervaba.

Helvert estaba a punto de correrse lo sentía pero tenía que dejar que ella tuviera aquel orgasmo tan desesperado. Deseaba dejarla satisfecha, feliz. Había venido a verlo, a entregarse nuevamente a él con la disculpa de no haberlo visto aquella tarde. Empezaba a sentir algo por una mujer que era principal de su país, había venido a interrumpir la monotonía de su ordenada vida por accidente. Ahora se encontraba dentro de su vagina envistiéndola con desesperación, ocupándola toda, sintiendo como su semen salía estrepitosamente de la vesícula seminal, corría por todo el conducto deferente y salía violentamente al interior de aquel sexo hinchada y totalmente lleno de líquidos. Mientras se derramaba en ella su cuerpo se contrajo y quedó rígido al tiempo que se pegaba con fuerza contra aquella vulva abierta y febril. Gritó, gritó el nombre propio de ella con tal desesperación que sintió como Marian lo abrazaba con una fuerza desconocida y extraordinaria mientras su polla flagelaba la vulva violentamente dejando escapar los últimos vestigios que salían de su pene con la misma fuerza e intensidad.

Ahora, con un gran trabajo la puso otra vez en el filo de la mesa. Ambos quedaron apoyados uno sobre el otro y las manos masculinas aflojaron la presión de sus caricias en los glúteos. La joven sintió alivio al comprobar como él se calmaba volviendo a la normalidad mientras la sangre comenzaba a fluir por los ennegrecidos glúteos femeninos. Permanecieron abrazados así un buen rato, sudorosos, exhaustos pero contentos de ellos mismos. Fue Helvert, como siempre, el que recordó la última etapa que quedaba por cumplir aquel día ya bastante apretado.

-Señora, debemos ser realista y volver a nuestros compromisos. La llevaré al baño y, mientras usted se ducha, yo termino de vestirme y nos vamos. Estamos tardando.

-Lo que tú ordenes, Helvert, eso se hará –Y le clavaba aquellos azules ojos preciosos con una admiración tan grande que el hombre se estremeció de emoción.