La decisión de Marian Estephanye 2

ventilado. Marian Estephanye estiró los brazos en cruz, dio un gran suspiro, miró a su alrededor y se quitó la gorra y las gafas tirándolas de cualquier modo en el gran sofá que se encontraba a su izquierda. Su cabellera larga y rubia ondeó libre en el aire como una capa cuando ella hacia varios giros sobre sí misma. -¡Dios santo, qué bien se está aquí! ¡Qué acogedor es este apartamento! Por favor, pase las cortinas y deje a media luz la sala. No quiero que me vean y reconozcan. Seguro que estaremos mejor así.

LA DECISIÓN DE MARIAN ESTEPHANYE

segunda parte

V – El piso de von Now

Helvert von Now bebía su copa en un estado eufórico, de perplejidad absoluta. No podía dar crédito a lo que había pasado. Hacía memoria de lo pasos dados desde que salieron del hotel hasta aquel pub-discoteca. Todo correcto. Vino la invitación y ahí se presentó lo imprevisible, la pérdida de los papeles por su parte ¡La heredera del trono de Lenstthers en sus brazos y él…! Otro sorbo del fuerte líquido, moviéndose incómodos, comprobando su propia humedad en los calzoncillos como prueba palpable. La vista perdida y la memoria trabajando a la velocidad de la luz ¡Cómo se atrevió a abrazarla de aquella forma! ¿Ella lo había inducido a tal fin? ¡No, qué va! El contacto de esa mujer de veinticinco años, con su cuerpo bien formado, la piel suave y la flaqueza maldita de él por no poderse contener teniéndola tan pegada, tan entregada. Otro sorbo más grande de coñac que le quemó la garganta sin piedad. La observó de reojos y la encontró contenta, entretenida, mirando al frente, escuchando las piezas musicales y casi moviéndose rítmicamente al compás de las mismas. Tenía que pedirle disculpas, excusarse ante ella de su inicuo proceder. Ahora se vería obligado a poner el cargo a su disposición ¡Dios! ¿A qué coño olía el ambiente? Otro sorbo más y estaba acabando rápidamente con aquella enorme copa de coñac ¿Por qué tenía que terminar tan pronto? Pediría otra. Debía abordar el tema, analizar los hechos con ella y rendirse ante la evidencia. Miró nuevamente a su pareja.

-Alteza. Debo hablarle… - Marian Estephanye lo interrumpió con un gesto de su mano.

-Helvert –Dijo ella sin mirarlo- ¿Qué edad tiene? ¿Es usted casado?

-He cumplido, hace unos días, treinta y nueve años y, no, Alteza, mis ocupaciones castrenses, los destinos como adjunto diplomático militar no me ha permitido pensar en esas cosas. Absorben mucho y

-¿Tiene casa o vive en el edificio de nuestra Embajada?

-¡No, señora! Como tal agregado militar diplomático gozo aquí del privilegio de una casa que costea nuestro gobierno. ¡Ëeee!… -Se puso en pie con cierta dificultad- Ante lo ocurrido, Alteza, quiero poner mi cargo a su disposi

-¿Quiere seguir bailando o, por el contrario, me invita a conocer su casa? Ahora mismo, esta noche. Soy mujer libre por unas horas, sin compromisos y quiero vivirlas. Me siento feliz, entretenida, gozo de la vida y me gusta su compañía.

Le hubieran dicho ese día, en el más perfecto alemán que la princesa Marian Estephanye de Lenstthers lo conminaba a que la invitara a su casa y no lo hubiera creído en mil años que pasara si no viniera de ella misma.

-Señora, yo

-¿Sí o no? –Altiva, distante, invitándole con la mano a sentarse, ahora acariciando su oído izquierdo con sus labios y el aliento suave mientras preguntaba

-Si, alteza, pero yo

-Gracias, Helvert. Pague la consumición y nos vamos paseando hasta su casa ¿Está lejos de aquí?

-No, alteza, cerca de aquí, en el Paseo de la Infanta Isabel

-¡Ah, sí! Conozco ese Paseo

El aire de la calle relajó el nerviosismo de von Now. Estaban justos, caminando despacio, terminando el Paseo del Prado y entrando en la calle Claudio Moyano. La princesa, colgada de su brazo, muy pegada su cuerpo juvenil al de él, apoyando la cabecita rubia en su hombro. Juntos continuaron en silencio, deleitándose ambos del paseo, sorteando a la gente, cruzando los pasos de peatones con agilidad, entrando en la ancha avenida de Ciudad de Barcelona y llegando, por fin, después de media hora, al domicilio de él. No habían hablado en todo el camino pero se transmitían sus propias emociones

La joven aristócrata comprobó que era amplio, bien decorado, iluminado, limpio y ventilado. Marian Estephanye estiró los brazos en cruz, dio un gran suspiro mirando a su alrededor, se quitó la gorra y las gafas tirándolas de cualquier modo en el gran sofá que se encontraba a su izquierda. Movió la cabeza con ligereza y su cabellera larga y rubia ondeó libre como una capa en el aire.

-¡Dios santo, qué bien se está aquí! ¡Qué acogedor es este apartamento! Por favor, pase las cortinas y deje a media luz la sala. No quiero que me reconozcan desde las ventanas de enfrente. Seguro que estaremos mejor así.

-¿Desea tomar algo, alteza? –Preguntó él mientras pasaba las cortinas dejando tan solo una lámpara de pie encendida que reflejaba el haz de luz sobre techo y dando un aspecto grato, entrañable a la habitación- ¿Lo que estaba bebiendo en el Púb., por ejemplo? También hay güisqui, coñac

-Nada, Helvert, no quiero nada –Respondió Marian quedamente. Se había acercado mucho a él y clavaba sus ojos en aquel hombre alto, fuerte y formidable –excepto a ti.

VI - El Guardaespaldas

Helvert von Now se volvió asombrado al oírla y fue cuando la vio pegada a él. Marian Estephanye le llegaba al cuello y lo miraba desde su altura en profundidad, con aquellos ojos grandes tenuemente maquillados, de un azul intenso y luminoso. Había desabrochado lentamente hasta el ombligo los botones de la camisa de seda. Los senos jóvenes y el estómago se veían al completo, desnudos. La contempló admirado comprobando que era una mujer de piel brillante, sonrosada y le latía su diafragma a un ritmo acelerado. Toda ella era puro fuego.

Helvert dudó un instante si la abrazaba o no y la princesa actuó rápido poniéndole los brazos al cuello, ladeando el rostro y estampando su boca en la boca masculina con agresividad. Los labios carnosos y rojos se abrían para hundirse en los del hombre que se encontraba abierto por la sorpresa. Fue un beso profundo, sincero, buscaba el sabor de aquella boca que sabía a coñac español, encontrándose ambas lenguas a mitad de camino, entregándose ella a la voluptuosidad del momento como una gatita mimosa. Fue un beso largo, muy largo

El militar quedó quieto, con los brazos caídos a los costados al principio. Una de las manos mantenía una botella con bebida, luego, lentamente, venciendo la timidez que lo paralizaba, comenzó a levantar sus brazos para estrecharla casi sin rozarla. Ya lanzado, sin dejar de besarla, dejó la botella donde la había cogido y se animó a sacar lentamente la camisa del estrecho pantalón vaquero levantándola por la parte de atrás hasta los hombros. Las fuertes manos acariciaban la piel aterciopelada de la espalda y la cintura de arriba abajo, de derecha a izquierda, percibiendo como la muchacha se estremecía y se recreaba cada vez más al contacto de su mano. Al momento, éstas pasaban a través del vaquero que ella había desabrochado llegando a las nalgas duras, metiéndose por dentro, levantándola del suelo. Sus bocas estaban abiertas y sus lenguas luchando por poseer a la otra. La derecha se introducía más y más por la entrepierna, buscaba los labios vaginales que la joven dejó acariciar gustosamente cuando elevó sus miembros inferiores abrazando las caderas masculinas con sus piernas. Helvert se encontró atenazado y la apoyó contra la pared.

Sin dejar de tener en contacto sus bocas, Marian Estephanye también buscaba el placer a su modo estrujando con fuerza los glúteos del compañero, buscando su miembro y percibiendo lo tremendamente erecto que se encontraba. No supo cuanto tiempo estuvieron así, gozando de las caricias, conociéndose, comiéndose sus bocas mil veces, compartiendo los flujos salivares que sabían a ellos mismos.

Helvert logró que lo dejara de besar y, sin dejarla en el suelo, la tomó en brazos como si no pesara nada caminando con ella en dirección a la alcoba. La princesa volvía a poseer su boca y ahora la mordía mojándola con lengua babeante y sedienta, sintiendo las cerdillas de la barba y el bigote en las comisuras, estremeciéndose con el dolor que le producía el vello fuerte y picudo de la barba de su guardaespaldas, absorbiendo el limpio aliento manchado por el gusto al coñac a través de los prolongados besos que nunca paraban. Le encantó que la tomara en brazos como si fuera de su propiedad y la llevara al dormitorio. En ese momento ella lo consideró el mejor trofeo ganado a pulso, no un trofeo de vitrina grande, hermoso y decorativo, sino mucho más, ese trofeo imprescindible para su política sucesoria.

Helvert la depositó despacio en la ancha cama, en el centro mismo de ella. Se sentó en el borde apartándose lentamente de las caricias bucales, mirándola detenidamente y apartándole un mechón del cabello que le tapaba media cara. Pasó el dorso de la mano izquierda por la mejilla y por sus labios. Ella, desesperada, besó, lamió e introdujo en su boca uno de los dedos de la mano experta y acariciadora. von Now pasó a la barbilla, al cuello y sus dedos bajaron por el perfecto canal de los turgentes pechos femeninos. Ayudándose de la derecha terminó de quitar la camisa de la princesa presentándose ante sus ojos unos senos más que medianos y hermosos, anchos, jóvenes y palpitantes por la emoción. Las areolas relevantes, hinchadas; los pezones sonrosados y medianos estaban erizados, habían crecidos y apuntaban a su cara. El guardaespaldas rozó más que acarició el pecho izquierdo y la mujer levantó su espalda en un movimiento reflejo hacia él. Helvert lo apretó con suavidad, sin prisa, dejando sentir en su mano la tersura de la mama, luego, con tranquilidad, dejó correr los dedos hacia el pezón encontrándolo duro, estremecido al contacto. Se inclinó hasta éste y lo succionó apretándolo con sus labios mientras que, con la otra mano, estrujaba cálidamente el derecho al tiempo que con el dedo pulgar e índice estimulaba el otro pezón igualmente exaltado. Pasaba la lengua una y otra vez por aquel botón sonrosado y carnoso para chuparlo con fuerza. La muchacha gemía de placer, cogiendo la cabeza del amante y aplastándola contar sus senos.

A Marian Estephanye le daba la sensación que sus mamas iban a romperse en mil pedazos, era mucha la necesidad que sentía, las sensaciones encontradas por aquella corriente en los pezones que la sacudía en horizontal tremendamente. La dures de sus senos empezaron a dolerle al rato, al contacto con las caricias y boca masculina, pero no quería por nada del mundo que parara aunque le diera la sensación de que iban a estallar de un momento a otro. Besaba el abundante cabello rubio del hombre mientras éste apretaba ahora con fuerza sus dos hemisferios. Le entró terror cuando le mordió el pezón sin hacerle daño y la hizo gritar de espanto y gozo. Los dientes masculinos jugaban con su botón haciéndolo pasar como sierra y la princesa gritó su nombre desaforadamente. Los ojos le salían de las órbitas por la excitación tan grande que recibía. Su cara era un mapa de expresiones vivas y su sexo empezó a aletear de tal forma que una oleada de calor y humedad le vino en pequeños y precipitados flujos mojando sus muslos, corriendo por ellos. Las redondas caderas se levantaron vertiginosamente hacia el techo mientras la cabeza de ella volteaba y volteaba de un lado al otro sin parar. El orgasmo le vino de forma bestial, no paraba de estremecerse convirtiendo la entrepierna en un lodazal que mojó una zona de la ropa de la cama. Dejó caer las caderas de plano cuando el tremendo espasmo acabó, ladeo la cabeza a la derecha con la boca abierta, respirando con dificultad mientras su guardaespaldas seguía ocupándose de sus pechos. Comprendió enseguida que él no tendría miramientos con ella, era su naturaleza de macho y continuaría con su ritmo.

-¡Para, para, por el amor de Dios! ¡Para y quítame la ropa! luego haz de mi lo que quieras nuevamente. Si no me quitas el pantalón regresaré al hotel desnuda de medio abajo porque esta prenda se mojará totalmente por los orgasmos que me hacer tener.

La cara de von Now era tomada por las bonitas manos de la joven que, desesperada y con los ojos grandes y desbordados, lo miraba suplicante.

Dejó de acariciar sus pechos para contemplarla desde su altura, tendida allí, en la cama y con las piernas abiertas ¡Qué hermosa estaba así! Se sentó nuevamente con tranquilidad, sin alterar un músculo de su rostro, todo era lento, pausado y medido. Las manos del hombre se paseaban por el estómago, el ombligo y llegando a la braguetilla del pantalón arrastrando la cremallera hasta el final. El militar vio la telita azul eléctrico del culot casi transparente por lo mojado y pasó su mano por la estrecha y cálida pieza donde se veían bien marcados los labios vaginales y su raja vertical. Acaricio con fuerza el sexo femenino con emoción contenida una y otra vez, sin tomar los labios vulvales entre sus dedos, rozándolos tan sólo, sintiéndolos completamente estremecidos al tacto para terminar luego apresándolos con toda la mano. Sí, se percató que la tela de la prenda estaba mojada y caliente de los flujos. Con aquella forma natural de comportarse, Helvert bajó el estrecho vaquero con ambas manos ayudado por la princesa que levantaba precipitadamente las caderas. El olor fuerte del orgasmo femenino impregnó la habitación junto con la braguita de seda que aparecía en ciertos lugares más transparente que en otros. Ante von Now se mostraba la vulva con labios normales e hinchados y un pequeño bosque de vellos rubios que cubría suavemente el bajo vientre, algo en las ingles y parte de aquellos vellos calientes queriendo cubrir los labios.

Helvert von Now, con la mano izquierda abierta, acarició de lleno del sexo, apreciando que mantenía el calor de los orgasmos recién expulsado. Lo apretaba y soltaba mojando su mano y dándose cuenta de lo pegajoso y natural de aquel espasmo de mujer. Introdujo los dedos en el vello púbico y lo peinó con una suavidad y calma que ponía de los pelos a Marian. von Now metió los dedos corazones entre la pletina bajando hasta las rodilla la prenda, viendo con plenitud y al natural la naturaleza femenina hermosa en todo su esplendor.

Las manos del guardaespaldas se posaron en sus muslos subiendo lentamente para llegar otra vez al sexo. Ahora lo magreaba, introduciendo constantemente sus dedos entre los labios hasta que ella hizo un movimiento de levantamiento con la pierna izquierda en señal de placer. Acariciaba ahora la entrada de una vagina permanentemente en erupción, seguía para arriba y friccionaba el clítoris buscando siempre el placer de la mujer. Bajó nuevamente a la entrada vaginal introduciendo los dedos hasta tocar las paredes llenas de rugosidades y aterciopelada de ésta. El clítoris se había puesto erecto, hinchado electrizándose escandalosamente. Marian Estephanye se estremeció y gimió cuando Helvert lo tocó y lo redondeó varias veces haciéndola gritar como una corneja. La muchacha temblaba y movía las caderas obligándose a no cerrar las piernas, moviendo mucho los hombros y la cabeza que giraba de un lado a otro como una posesa sobre la almohada sin parar, los ojos abiertos como platos y mordiéndose los labios. Ahora su cuerpo estaba todo desnudo y un nuevo orgasmo afloró por la masturbación constante que el hombre le imponía

-"¡Dios mío!" –Se dijo para sí- "este hombre me está convirtiendo en una mujer multiorgásmica".

-¡Helvert, Helvert! –exclamaba la princesa en el paroxismo de la pasión -ambos nos encontramos sucios, llenos de nuestros propios orgasmos. Quiero bañarme contigo, hazme el amor debajo y como lo quieras hacer, pero ¡por favor! deseo llegar limpia a ti.

VII – El baño

El militar asintió con la cabeza, siempre en silencio, dejando que se trasluciera esa tranquilidad propia. Se levantó y comenzó a desvestirse sin prisa. Cuando terminó, la mujer no podía dar crédito a lo que veía. Un hombre totalmente velludo por todo el frente de su tronco, piernas y brazos. Fuerte, atlético, mostrando a ojos vista el entrenamiento continuo en sus músculos. Brazos desarrollados capaces de levantar y tirar a otro hombre sin el menor esfuerzo por arriba de su cabeza. Miró el sexo masculino y lo vio grueso, venoso, muy crecido, con la cabeza brillante y en diagonal, casi mirando al techo. Le gustó y mucho lo que tenía delante y la hizo estremecerse de excitación. Resulta que le iba a gustar ser poseída por un oso humano de los bosques de su tierra natal bavaria. Cuando el hombre la tomó sin dificultad en sus potentes brazos se convenció de esa fuerza física. Notó en su piel que todo aquel vello corporal era fino, sedoso y besó con devoción el hombro donde apoyó su brazo derecho al cogerse de su cuello. La tenía cogida entre sus brazos sin apretarla, como si llevara un objeto valioso y frágil. Lo miró embobada y él, volviendo el rostro con barba hacia ella, la besó durante todo el rato que tardó en llegar a la ducha.

Era un baño acogedor, limpio, bien decorado con azulejos y piezas brillantes, de color salmón pálido, grifería plateada y grande. Una mampara larga y alta cubría la tina alargada y de suelo pequeño. La depositó dentro y se reunió con la princesa al cerrar la puerta tras él.

Abrió la llave regulando el agua a temperatura ambiente. Un chorro fuerte salió por encima de ellos y los bañó por igual. Marian Estephanye se acercó pasándole los brazos al cuello y juntando sus labios con los de su guardaespaldas. von Now la pegó a él sintiendo como los pechos femeninos se aplastaban contra su tórax. Recorrió la espalda bajando por ella hasta los glúteos desnudos, redondos y mojados, apretándolos con fuerza. Marian Estephanye hizo lo mismo que en pub, se empinó y consiguió meter el pene bravo entre sus piernas cerrándolas allí mismo, pero ahora sexo con sexo, percibiendo el calor y la dureza de éste en sus propios labios. El agua seguía corriendo y von Now la arrimó contra la pared, arqueó la espalda hacia si, hizo que ella tomara su pene con la mano derecha y lo enfilara hacia su vagina. También la invitó que rozara antes su sexo con el de ella durante un rato dejando que desesperara por tenerlo dentro, luego, con un gesto, la convino a que se introdujera el prepucio. La joven levantó la pierna derecha en ángulo recto abriéndola para permitir mejor el paso del pene que ella misma se introducía. El hombre ayudó a penetrarla de una vez pero lentamente, dejando que la aristócrata lo sintiera deslizarse en toda su plenitud.

Ella notaba cómo el pene invadía su vagina cubriéndola poco a poco. El avance lento pero imparable era extraordinario. Las manos fuertes masculinas estrujaban sus nalgas introduciéndose entre ellas, buscando el ano que era masturbado por todos los dedos de la mano derecha, mientras, von Now bombeaban cada vez más rápidamente su sexo. Sintió en su esfínter la intromisión de aquellos largos y anchos dedos que querían filtrarse consiguiéndolo. No estaba preparada para lo que pretendía de ella pero no lo dijo y sintió que un nuevo mundo se abría ante los ojos, que otros estilos de placer podía existir en la pareja que no conocía ni por asomo pero que no se le escapaba a su conocimiento. Comprendió enseguida que su cuerpo tenía recursos desconocidos y que von Now le enseñaba a conocerlos guiándola, desquiciándola a medida que pretendía darle goce. Se sintió lujuriosa y prostituida por aquel acto en su trasero, se llenaba de unos deseos morbosos que nunca imaginó pudiera sentir. Inmente comparó a Helvert con Pierre. Aquel tenía un estilo elegante, metódico, tradicional y lleno de gratas sensaciones. El de Helvert era natural como la vida misma, dinámico, expresivo, apasionado, indolente si se quiere pero vivo y, sobre todo, lleno de vitalidad y de conocimientos de las mujeres que su marido nunca supo transmitirle o no quiso hacerlo. Ahora sabía porqué su cónyuge la consideraba frígida. Peor para él, dijo para sí, debió enseñarla mejor y no haber sido tan egoísta en los años matrimoniales. Las mujeres también tenían sentimientos sexuales y gozaban junto a sus hombres de la misma manera.

Marian Estephanye creyó que iba a desmayarse de pasión cuando comprobó que varios dedos lograban llegar hasta el final en el interior de sus entrañas. El pene rozaba el cérvix y su cuerpo inundándose de deseos irrefrenables. Iban a explotar de otro tremendo orgasmo de inmediato. Llegó a pensar que si él pretendía meter toda la mano en su ano lo iba a lograr y no deseaba que parara, que la destrozara de placer, que llegara hasta el final haciéndola gritar desaforadamente. Notaba la tirantez dolorosa de la masiva abertura del ojete virginal, como los dedos entraban redondeándolo de izquierda a derecha, separándose entre sí para obligarlo a una mayor abertura. Era un dolor intenso mezclado con la pasión de la penetración, el desenfreno que la inundaba, el deseo de que la llenara toda por ambas partes y el saberse deseada hasta ese extremo tan grande y desconocido. Su hermoso cuerpo se estremeció constantemente dando paso al máximo clímax de una mujer: el orgasmo. Fue grande, estremecedor y el reconocimiento pleno de que caía exhausta perdiendo el sentido mientras se corría. Las piernas se aflojaron y no supo lo que ocurrió después. Supo que no cayó porque von Now la mantenía con una mano por los glúteos y con sus dedos derechos metidos en su ano. Se oyó gritar, jadear y moverse con desesperación. El agua caía encima corriendo por entre sus muslos, reavivándola. Helvert no se hizo esperar mucho más y, como un minuto después, invadió su interior con su semen teniendo la sensación la princesa que su vagina se había convertido en un pequeño pozo caliente que se abría gustosa para dar cabida al brioso pene y a los jugos que se depositaban en ella.

von Now castigaba fieramente con su pelvis la cadera de la princesa en el momento que sintió que le venía. La tuvo que sujetar porque las piernas femeninas flaquearon pero no sacó los dedos de la mano derecha del esfínter de la princesa, tan solo paró y, cuando se corría los introdujo más y más hasta que el éxtasis de su pasión mermó permitiéndole controlar la situación. Los mantuvo allí mientras sostenía a la muchacha teniendo que apoyarse sobre el pecho maravilloso y acolchado de la mujer recuperándolas fuerzas que le abandonaban también. Estuvieron así un buen rato transmitiéndose la pasión que les embargaban sus esfuerzos, recuperándose por momentos y volviendo a los intensos besos.

Helvert von Now, más fuerte, más hecho a la lucha de toda clase, fue el primero en retirarse. Sacó los dedos del esfínter ya engrandecido por la dilatación y, tomando las manos femeninas las subió por encima de la cabeza de ella pegándola a los mosaicos del baño. Pasó la vista desde el bonito y mojado rostro de su princesa hasta la punta de los dedos de los pies de ella. Con la mano libre bajó a la vulva mojada por el agua, semen y orgasmo, acariciándola con cierta fuerza. Fue subiéndola por el estómago, pechos hasta llegar a la boca de Marian Estephanye. Con la palma de la mano impregnada la restregó por los labios de la joven. La lengua femenina salió al pasó ansiosa por chupar los dedos y la palma de aquella mano, lamiéndolo todo con gran gusto por primera vez. Sus grandes ojos observaba lo que ocurría, asimilándolo con admiración la realidad del sexo verdadero. Los senos alterados, expuestos en su desnudez a las nuevas caricias ahora pringosas de los jugos de ambos.

VIII – Un descubrimiento extraordinario

-La voy a duchar yo, señora. Está nuevamente sucia y quiero llevarla a la alcoba recién bañada por mí. Quiero poseerla otra vez, princesa, poseerla como me dé la gana a mí, gozarla completamente, hacerla sentir la mujer que es por todos los poros de su bien formado cuerpo, violar todas las intimidades de su persona y convertirla en una joven común, con los deseos normales y corrientes de una hembra del pueblo. La noto muy envarada y falta de estímulos propios que, seguramente su status no se lo permite ver ni gozar, Alteza. Déjeme, pues, hacerla mi mujer por lo que queda de tiempo.

Marian Estephanye quedó maravillada de aquel pequeño discurso de su guardaespaldas. Hombre de monosílabos nada más, callado donde los hubiera, solamente expresivo con las manos y sus hechos. Transmitirle esos deseos sobre ella la motivó y, en respuesta a la pequeña arenga, la muchacha se retiró de la pared con los brazos todavía en alto, pegó su cuerpo al peludo torso masculino y le plantó la boca mostrando el consentimiento a la petición de su sumisión total, absoluta e incondicional.

-¡Soy tuya, Helvert, tuya! Mátame de placer como te venga en gana.

Marian Estephanye volvió a sentir la ducha de agua tibia caer sobre su cuerpo y como la mano libre del hombre la recorría por enésima vez empezando por su cara que acarició despacio, marcando cada lugar: los ojos, frente, nariz, labios… Lo tenía tan cerca, tan a tiro del beso que cerró los ojos al adivinar que eso era lo que el venía buscando. Lo recibió con sus labios hacia fuera, entreabiertos, y notó que la lengua masculina recorría la suya dominando el paladar. Helvert se apoderó del labio superior mordiéndolo como mordió el inferior al tiempo que los embadurnaba con su saliva. El agua le daba en la nariz y no la dejaba respirar bien. Dobló la cara sin apartarla de la boca de él para coger aire. La mano masculina se apoderó del cuello y daba la sensación de quererla estrangular pero no, la acariciaba toda, suavemente, rozándola con las uñas, con las yemas de los dedos, besando la barbilla, las mejillas, los ojos... Esta vez el pecho izquierdo fue estrujado casi con violencia y el pezón martirizado sin respeto. Le dio la sensación que esta vez sí se le iba a caer al suelo rompiéndose en mil pedazos como le había ocurrido antes. Ella quería que volviera a masajearle la vulva, que le estimulara el clítoris, que metiera los dedos en su vagina como lo había hecho con su esfínter. No ocurrió nada de eso. La joven se plegaba tanto al hombre que buscaba con sus manos y a tientas el pene maravilloso.

von Now había separado las manos de su cuerpo. Tenía cogida una botella de gel y lo derramaba a pequeños chorritos sobre la piel que luego era enjabonada con caricias por toda ella que la volvían a enloquecer. Con cierta violencia la giró en redondo y la sujetó por la espalda apoyándola contra los azulejos salmón. Hizo lo mismo con la botella pasando la mano por su espalda electrizada, temblorosa. von Now se encargó ahora de los glúteos cogiendo la botella por el cuerpo e introduciendo el gollete por entre las dos nalgas extendió una buena porción del líquido verde y espumoso. Rápidamente, Marian Estephanye sintió los dedos grandes y fuertes masajear su esfínter dolorido otra vez. Le introdujo los dedos llenos de gel en el interior totalmente, limpiándolo de impurezas y secreciones. Marian, en su locura sexual, cerró los ojos porque supo lo que iba a ocurrir a continuación. La muchacha separó las caderas de la pared, abrió las largas y hermosas piernas todo lo que pudo y dejó el resto para el trabajo masculino. Comprendía perfectamente, dentro del estado de excitación que la embargaba, que no se pertenecía a sí misma.

Helvert se sentía nuevamente potente. No se encontraba a punto, las caricias que le había proporcionado a su princesa lo tenía bien erecto pero tenía que hacer más tiempo. Tampoco sabía si iba o no a eyacular tan rápidamente en ella pero aquel deseo morboso que se le despertó cuando la tenía delante de él en la calle, mostrándole aquellas preciosas caderas que se balanceaban con intención estimulándolo a marcha forzada. La tenía bien lubricada, el ano abierto y flexible. Era mejor mostrarle una cierta brutalidad cortés que ella, sabedora ya lo ayudaría en su propósito. Confiado, enfiló el pene hacia aquel agujero virgen y apuntalándolo correctamente. Penetró con lentitud y empezó entrando sin dificultad. No se le escapaba que a mitad de camino tendría que parar por el dolor que iba a proporcionarle. No importaba, la noche se presentaba larga y hermosa. Ella estaba entregada y consentía la sodomización.

Efectivamente, el pene iba a mitad de camino cuando Marian Estephanye hizo un gesto de retirada ya previsto. No paró, la mantuvo cogida por las caderas obligándola a desistir, pero se paró al momento cuando la princesa, desfallecida, dijo.

-No quiero que interrumpas nada, Helvert, tan solo necesito tomar aire porque me desmayo. Siento un tremendo dolor, un sufrimiento insoportable que me inunda el alma pero no importa. He consentido entregarme a ti, permíteme tomar aliento, nada más.

Marian Estephanye inspiró fuertemente unas cuantas veces, cerró los ojos con fuerza y ella misma empujó las caderas hacia atrás con brío introduciendo gran parte del pene en sus entrañas. Fue aguda la punzada y con infinito dolor. El aire no le llegaba a los pulmones por el colosal esfuerzo pero casi la tenía dentro y se abandonó confiada en las manos masculinas. Reconocía el buen talante del hombre, su delicadeza, la paciencia, el tiempo empleado y la forma tan exquisita como metió el resto del pene hasta sentir los escrotos rozar su sexo

-"¡Por fin, ahora ya! ¡Que Dios me ayude!" –Dijo con el pensamiento, mordiéndose los labios.

von Now suspiró también. No quería hacerla sufrir más de lo debido. Ahora la tenía penetrada analmente. Esperó unos segundo para realizar los movimientos del coito muy lentamente y en pequeños espacios de tiempo. Subió las manos hacia las mamas y las tomó masajeándolas mil veces. Los pezones se clavaban en ambas palmas de lo duros que se encontraban. Notaba al tacto el estremecimiento que pasaba por ellas y sabía que le estaba produciendo dolor a la mujer. Poco a poco los movimientos pélvicos fueron haciéndose mayores y el pene salía para entrar otra vez casi al completo. El gel ayudaba y notaba como ella se estremecía de pasión. Bajó la mano derecha y palpó la vulva que estaba mojada de agua y de otros orgasmos. Rozó con los dedos los labios pasándolos desde el clítoris hasta hundirlos en la vagina caliente. La mujer, apoyada con las manos contra los mosaicos, las piernas bastantes abiertas, lo recibía con grititos de verdadero entusiasmo, moviendo la cabeza hacia atrás y a los lados, observando el salir y entrar del pene en su culo. von Now vio los bonitos ojos engrandecidos, desorbitados, convirtiendo el tremendo dolor en pasión infinita, la boca abierta, babeándose, jadeando estrepitosamente. Estaba a punto de explotar y él se sentía feliz porque le sucedía lo mismo.

Marian Estephanye nunca creyó que una penetración anal la hiciera sentir un dolor tan inhumano y a la vez la excitara hasta la locura. Tenía conocimientos, cuando estudiaba en el internado, de esta realidad sexual que parecía común. Una buena compañera le facilitó revistas pornográficas prohibidas en la residencia y no concebía cómo una mujer era capaz de tragarse por el… culo todo aquel cilindro grueso y carnoso. Y eso era todo lo que había visto y sabía. Ahora lo comprendía mejor, lo estaba sufriendo y gozando, le gustaba, además. Jamás pensó que le ocurriera algo así y, mira por donde, ahora se encontraba en aquel baño ofreciéndose a un hombre que hacía unas tres o cuatro horas que conocía. Sonrió como pudo para sus adentros y pensó –"Las princesas también podemos gastarnos el lujo de ser putonas alguna vez"- Y lo estaba consiguiendo ¡recreándose hasta la saciedad! Ya no percibía tanto el daño como el deseado goce que la embargaba. Aquel coito en su esfínter la estaba trastornando de placer e iba a explosionar de un momento a otro. Las manos masculinas unas veces amasando sus pechos, otras, inquietas en su coño, después no tenían parangón dándole gusto a su cuerpo. Creyó morir de dicha por lo que le estaba ocurriendo y se acordó que jamás gozó con Pierre de aquella manera, ni siquiera en los mejores momentos de los cinco años de vida marital.

-"Pobre Pierre" –dijo para su adentro sintiéndose balanceada por la sodomización- "¿Qué dirías si me pudieras ver en estos momentos de la forma en que me encuentro poseída? Lo siento por ti, querido, estoy realizando un proyecto para un fin propuesto que tú no puedes cumplir por incapaz, por ese egoísmo tan ancestral que tienes. Tu filosofía es aquella en la que tú eres el único que tienes derecho a gozar. Las mujeres somos meros objetos para tu relax ¡Qué perdido estás, querido mío! Pongo, entonces, todo mi poder y feminidad al servicio de mi patria"

Se estremeció cuando le llegó su meseta de placer y, como antes, las piernas se aflojaron y el orgasmo se presentó fuerte nuevamente. Gritaba el orgasmo y se iba en líquidos para su deleite. Casi a la vez que ella terminaba sintió un extraordinario calor en las entrañas, Helvert también la inundó con golpes fuertes de pelvis en las nalgas, agarrándose salvajemente a ellas.

Esta vez ambos cayeron de rodillas en la tina. El pene salio estrepitosamente con la caída, el ano ensanchado, grotescamente abierto, agrietado, dejando ver aquel poder masculino manchado de rojo ante el asombro simpático de ella que miraba a intervalos a Helvert, al pene y a la pequeña cantidad de sangre que salía del esfínter. Ambos jadeaban estrepitosamente y se apoyaban el uno en el otro. Así estuvieron un buen rato, abrazados, en silencio, mirándose a los ojos fijamente, sonriendo él, ella cuando podía. Agradecidos y felices los dos.