La Decisión

•Folla pasable – reconocía – De novios, los primeros años, me divertía. Lo compensaba y compensa con esa manera que tiene de amarme. Ahora en la cama resulta aburrido. Previsible. En lo demás, no hay queja – decía ella, cambiando rápidamente de tema en cuanto Leandro inquiría sobre lo que era su matrimonio. Al neurólogo le enloquecía la aparentemente insaciable curiosidad sexual de Irene. Algo que quedó claro la tercera arremetida cuando fue ella quien, ofrecida, asió su pene para colocarlo directamente en el agujero que deseaba.

La decisión

Apuntaba alternativamente con mi M1911 calibre 45 a la cabeza de ambos….dos segundos a la de Irene….dos segundos a la de Leandro.

Lo hacía con jactancia, con pringoso recochineo, gozando de esa omnipotente sensación que da el poder decidir que todo lo que habían sido, todo lo que eran o podrían haber llegado a ser, dependía exclusivamente de la orden que una de mis células nerviosas, remitiera del cerebro al dedo.

Por un instante, sopesé que posibilidades teníamos de poner punto y final a esta pesadilla.

Lo más sencillo habría sido apretar el gatillo.

Era fácil.

Dos víctimas indefensas, aterrorizadas, incapacitadas para la defensa a escasos cuatro metros de la boca de una pistola.

No fallaría.

Mis años como Guardia Civil garantizarían la ausencia de error.

Para mí, la venganza y para ellos, la ausencia de sufrimiento.

El proyectil, certero, les atravesaría el cráneo estampando su masa encefálica sobre el cuadro que presidía aquel cabecero.

Un cuadro en suma hortera, desde luego.

Ambos morirían en el acto y sus cuerpos, desnudos y despanzurrados, caerían uno encima del otro.

Luego yo me sentaría a contemplar el espectáculo y, sin prisa, llamaría al 060.

Dejaría el móvil encendido, la pistola en el suelo y, nuevamente sin prisa, disfrutaría de un cigarro a ritmo lento.

Mi último cigarro en libertad.

Entre quince y veinte años si el abogado se lo curraba y conseguía reconocer todas las atenuantes contempladas en el Código Penal.

Leandro debió de intuir que comenzaba a inclinarme hacia ese cigarro.

Tío, piénsalo por favor.

Aquel imbécil ni tan siquiera sabía mi nombre.

Y, si se lo habían dicho, no lo recordaba.

Aquel imbécil solo sabía que yo era el marido despechado y armado de aquella a la que hacía un minuto exactamente, estaba introduciendo su verga y que eso, debía de tenerme lo suficientemente cabreado, como para decidir hacerle un orificio en mitad del cerebelo.

Tío.

Casi lloraba.

Su polla, hacía diez segundos dotada y erecta, se había convertido en un enorme calcetín desinflado.

Yo, en cambio, ni tan siquiera escuchaba los latidos de mi propio corazón.

Estaba descubriendo, que incluso en las peores circunstancias, podía llegar a ser un supino, frío y calculador hijo de la gran puta.

Irene, en cambio, permanecía callada.

Si, su cara expresaba tensión contenida.

Si, las venas de su cuello aparecían gruesas, azulonas e infladas.

Si, sus dos retinas estaban a punto de liberar dos inmensas lágrimas de impotencia y rabia.

Irene me conocía.

Por eso sabía que tenía serías posibilidades de no ver el final del día.

Tal vez en algún postrero momento, en esa última décima de existencia, se dejaría levantar por el acto reflejo de protegerse, levantando la mano bien para pedir piedad, bien en un pueril intento de detener el proyectil.

Pero, al ser percutida, la bala avanzaría a quinientos kilómetro la hora, con el añadido de haber sido disparada a quemarropa.

A diferencia del de Leandro, su cadáver ofrecería, durante la autopsia, un bonito doble agujero en mano y cráneo.

Casi la podía ver sobre la mesa del forense, con sus hermosísimos y gélidos ojos, contemplando el techo blanco.

Lo que no contemplaba era la idea del suicidio.

Sufrida o gozada, amaba la sensación de vivir.

Ante un juez alegaría locura transitoria.

Los jueces, por esa especie de machismo doctrinal que tienen injerto en el catecismo, tienden a ser comprensivos con este tipo de alegatos.

Tampoco teníamos hijos en común así que no dolerían en exceso los años que pasaría entre rejas.

Saldría con sesenta.

Mala edad para reiniciar una vida.

Pero hasta entonces quedaba mucho y entonces, estos dos pipiolos, llevarían mucho dándole de comer a los gusanos.

Carlos – ella enarcó las cejas – Carlos cielo, baja el arma.

Cielo.

Curiosa manera de tratarme cuando, exactamente tres minutos antes, suplicaba al bicho ese que le clavara su polla hasta las entrañas…”!Me llenas toda!”…le había gritado exactamente.

Con una tranquilidad gélida, pasmosa, perturbadora, di dos pasos hacia atrás, dejándome caer con visible comodidad, sobre un Ikverold, uno de esos sofás suecos de buen diseño, color blanco viejo, funcional, sencillo y, sobre todo, barato.

¿Cómo te llamas cabronazo?

Carlos, mi vida.

Se lo estoy preguntando a él puta.

La manera con que la encañoné, apremiante, casi violenta, la convencieron de que sería mejor tener la boca cerrada.

Le….Le…Leandro – tartamudeó – Me llamo Leandro.

Bien Leandro. Quiero que me cuentes, con todo detalle, que es lo que lleva a un mierda como tú a arriesgarse a esto – mecía el arma – por saborearle el coño a la mujer con la que he disfrutado de la vida los últimos once años.

Leandro pareció mutar del terror a la duda.

Miró a Irene quien, más sostenida, asintió con la cabeza otorgando su permiso.

Con detalles por favor. Tengo mucho tiempo.


Leandro estaba harto.

Harto y despanzurrado sobre el sillón de la consulta.

Harta de no ser valorado.

Harto de que nadie apreciara lo que hiciera.

Daban igual la amalgama de títulos, diplomas, masters y cursos en especialización que colgaban del pladur a sus espaldas.

Daban igual los años de esfuerzos, de ascetismo de todo jolgorio en post de una beca, un conocimiento más profundo o una mejoría de nota.

Indiferentes los pequeños y grandes éxitos, el amor a una profesión que suponía agradecida y ausente de todo estereotipo o racismo.

Cada día, cada paciente, le obligaba a enfrentarse a la duda injerta bajo los ojos.

Aunque los hubiera protocolarios, cordiales, bien intencionados.

Le cuestionaban.

Y lo peor era encarar a cazurros y descerebrados, auténticos ignorantes, iletrados, bestias de carga, carne de cañón que tenían las solemnes narices de juzgarle a él por su color piel, antes que por impecable expediente como neurólogo.

¿Es usted el enfermero? – le habían llegado a preguntar.

La última, aquella señora cincuentona, sin mayor estudio que saber hacer la tortilla de patata con el cuajo justo, y un tumor tratable en el lóbulo frontal izquierdo.

¿No hay nadie español? – se giró hacia el pasillo donde paraba una quemadísima secretaria.

Para ser español, hay que ser blanco.

Muchos así lo creían.

Español y blanco.

Si se era negro, se era extranjero.

Si se era extranjero, no podía estar allí, impartiendo consulta en un hospital universitario.

No podías ser mejor.

Ni más alto, ni más sabio, ni más culto.

Daba igual lo que hiciera.

Debería pegarse un pasaporte a la frente para probar que, por nacimiento, él era más español que el sol y sombra.

Aunque su padre emigrara de la Guinea que en los setenta dejó de ser española.

Él había nacido en Malasaña, se había criado con los Maristas, licenciado en la Carlos III y especializado con un MIR ejemplar que aun algunos veteranos se lo recordaban con bromas a cada día menos graciosas.

Saliste con el expediente blanco Leandro – y se reían.

Hijos de puta.

Pero no solo era eso.

Horarios que favorecían a Perez y no Negnome.

Vacaciones que se otorgaban antes de Fernández y no Negnome.

Ascensos que beneficiaban antes a Rodríguez…y no Negnome.

Leandro suspiró melancólico, antes de atender a la señora.

Conseguiría salvarle de la muerte pero no de la ignorancia que dominaba su vida.

Sería el quien calibraría la dosis justa de bisturí y quimioterapia.

Sería el quien la animaría en caso de desesperación o recaída.

Sería el quien le garantizaría ver los turrones de Navidad en familia.

Pero, para ella, para muchos, el solo era el protagonista de esa anomalía que es ser médico, español y, sobre todo negro.


Las circunstancias lo enrabietaban.

Las circunstancias, lejos de desanimarlo, tensaban sus nervios, sus músculos y ánimos.

Las circunstancias le empujaban a copular con un violento salvajismo.

La agradecida acogía como buenamente podía los bestiales empentones con las piernas abiertas en X mientras, cada vez que el la penetraba, exhalaba un hilarante grito, clavando más y más las uñas entre los omoplatos.

Ufff, uffff. Grrrrr

Leandro gruñía mezcla de placer y saña mientras el cabecero golpeaba estruendosamente la pared de ladrillos viejos y sufridos.

Cuando más profundo sentía su llegada, más enérgico ensartaba a su amante.

Sigue, sigue, oggg offfffff

Siguió hasta estirar la espalda, cerrar los ojos, apretar dientes y contener el grito, eyaculando un semen abundante y muy espeso.

Ella abrió sus ojos sorprendidos, cadera desbocada, gesto contraído, labios mordidos.

No sé si me has follado o te has vengado de algo – bromeaba, ya abatidos, uno abrazado al otro – Sea lo que sea, me ha gustado.

María tenía muchas virtudes; cincuentona de ideas claras, casada sin desilusiones, tres hijos prodigiosos, unas pechos enormes, firmes, bamboleantes y esa innata capacidad organizativa, especialmente dotada para la comprensión rápida y el sexo multiorgásmico.

También era un ser liberal, sexual e intuitivo.

¿Te disgustó lo de aquella gilipollas verdad?

Llevaba treinta años de enfermera, treinta aprendiendo a discernir lo que paraba bajo el pellejo humano.

Conocía tan bien las debilidades de cada doctor como conocía que se puede amar localmente a un marido aburrido hasta el sopor en todo lo que se esconde bajo los calzoncillos.

Leandro asintió sin dejar de mirar el techo.

Llevas toda la vida soportándolo – besó su pezón a modo de cosquilleo o incordio – Y te quedan los restos Leandro. No pienses que la gente te juzgará o cambiará su opinión en función a los actos. Un estereotipo solo puede romperse si la persona que lo sufre es inteligente. Y aquella señora, como muchos otros que has sufrido, son auténticos burros.

¿Tenías tú el mismo estereotipo hace tres meses cuando me trasladaron de departamento?

Si – reconocido con una sonrisa pícara - Solo que el estereotipo que tenía de ti asió su polla a medio camino de aceptar otra acometida – ese estereotipo, esta, lo cumple de sobras.


Leandro había conocido ya unas cuantas Marías.

Mujeres blancas, atraídas por el exotismo, por el contraste de sus pieles acoplándose.

Mujeres que lo buscaban por carne, su colorida carne y la necesidad de dar respuesta a la eterna pregunta sobre el tamaño que paraba bajo su calzoncillo.

Incluso conoció una que, mientras fornicaban, no paraba de contemplar el espejo del armario, hipnotizada por la imagen que descubría mientras hilaba un doble nudo con sus pies, entre los glúteos de Leandro.

Al día siguiente, tras dejar a María en una parada discreta de metro, donde nadie la viera, donde nadie la reconociera, regresó al hospital para volver a ponerse la bata blanca.

Otro día más de lidiar con la extrañeza de muchos porque en lugar del celador, fuera quien les curaba sus tumores, sus migrañas, sus fibralgias y aneurismas cerebrales.

Por si fuera poco, aquel día era jueves, día de comerciales y su estado anímico, sobrepasaba la fina línea que impide sostener el buen protocolo, de mandarlos a todos a tomar por culo.

Comerciales; esos seres fariseos, dotados de una asombrosa capacidad para estirar la sonrisa, forzar la posibilidad, exprimir cada oportunidad, sin perder jamás la compostura.

Comerciales que venderían a su madre a cambio de una jugosa comisión.

Comerciales que se apuñalaban despiadadamente con tal de ganarle un cliente a la competencia.

Comerciales que, en cuanto estuvieran a solas, regresarían a su verdadera faz; hostil, amargada, presionada por nutrir su negocio a costa de lo que fuera.

Primero atendió a Cristian, que trabajaba para “Medial Investments” especializada en la fabricación de soluciones intravenosas.

Alto, flaco.

Demasiado flaco.

Pelo decreciente, ridículamente mal disimulado con un peinado estrambótico.

Un defecto que se acrecentaba con la lacia forma que tenía de dar la mano.

Pero el producto era excelente, el precio imposible de mejorar y la distribución puntual y eficaz.

Leandro pensaba en el gran alivio sintomático que sus pacientes sentían gracias a el y no en la ridícula fachada que su comercial exhibía al ofertarlo.

Luego, sin tiempo para cerrar los ojos y reposar, hizo su entrada Anacleto, quien detestaba su poco comercial nombre de tal manera, que se hacía llamar Cleto.

Vendía productos plásticos, refuerzos de tomas, inyectables y cuñas.

Le siguió Berta, agobiantemente parlanchina, incapacitada para echar un punto final a su dialéctica cuya debilidad, radicaba en no respetar ni el tiempo, ni el espacio de los demás.

Esa manía suya desquiciante e irreflexiva de poner la mano en pecho ajeno como para imponer gracias a una falsedad desbordante, sus argumentos.

Vendía tubos de 3,5 a o milímetros perfectos para exploraciones bronquiales.

Tras el dolor de cabeza que Berta dejó a su paso, el neurólogo no pudo otra que lanzarse al sillón, cerrar los ojos y esperar que su pensamiento interno se reencauzara.

Tengo que liberarme de toda esta mierda – dijo en alto, convencido de estar en solitario.

Hombre, no somos tan pesados.

Rápidamente recompuso la compostura para encontrarse ante él, la pequeña figura de una mujer de cuarenta y ocho, tal vez cincuenta años.

Estatura tirando a rácana, enorme elegancia, traje profesional, negro oscuro de botones nacarados, intencionadamente ceñido para marcar un talle sugerente que no explosivo, atrayente que no derrochador, sencillo que no vulgar.

El pelo sin una sola cana, inmaculadamente teñido de un pelirrojo suave y recogido en una coleta eficaz y tensa que la dotaba de cierto aire infantil a poco que meciera la cabeza.

Cara redondeada que no oronda, ojos oscuros, faz pecosa y zapatos de tacón alto, tal vez demasiado alto, reveladores del complejo de bajita que le andarían recordando desde el instituto.

Irene Gormaz - saludó extendiendo la mano – Gormaz de Laboratorios Montoliu.

Leando Gnome. Segundo al cargo del departamento de neurología.

Ummm segundo. Ahora entiendo que debas comerte el marrón de soportarnos a nosotros .

Irene apretó la mano con firmeza, alejando el fantasma de la lejanía y servilismo con que solían saludar los de su ramo.

La cercanía dejó escapar un aroma que, rápidamente, retrajo a Leando camino de muchos recuerdos.

¿Pasion Retour?

Ummm - la comercial puso cara de extrañeza - ¿Lo conoces?

Yo uso la versión masculina – amplió explicaciones – Cuando no estoy aquí, claro.

Un rato más tarde, Irene había inscrito un nuevo cliente en su cartera, al lado de un jugoso pedido de sulfato de bario.

El neurólogo se quedó un rato pensando.

Algo había ocurrido entre ambos.

Eso, su experiencia, se lo advertía.

Sobre todo porque aquel pedido era del todo innecesario.

Debería apurarse inventando una excusa que justificara el gasto ante su superior.

Una preocupación inexistente pues, en ese instante, en solitario, su pensamiento paraba en cómo, al despedirse, Irene lo hizo con dos besos en lugar de la mano.

Dos besos y una media vuelta que el aprovechó para mirar de más las bamboleantes caderas de aquella mujer, desconocida hacía escasamente media hora.

Caderas que resaltaban en el pasillo saturado de camillas y pacientes, de familiares indignados y enfermeras atiborradas…caderas oscilando de derecha a izquierda.


El pedido llegó tres días más tarde.

Un pedido inmaculado, envuelto con esmero, presentable y acompañado con un diminuto paquete a la atención de Leandro.

“Pasion retour for male” en su clásica caja negra azabache junto a una notita en cuartilla de gramaje: “Para que te acuerdes de comprarme más en mi próxima visita”

Y justo debajo, una carita sonriente y un número de móvil.

Leandro sonrió.

Le gustaba encontrar los puntos que señalaban el camino hacia la diferencia.

E Irene la marcaba.

Instintivamente, marcó el número y no tuvo que esperar mucho.

Cuando colgó, habían estado hablando por espacio de una hora sin que ni por un solo segundo, hubieran mentado ni la calidad del producto ni la eficacia del servicio.

Él le confesó detalles de su estresante y nada agradecida profesión.

Ella de la insufrible presión de unos jefes avariciosos, obsesionados con el más y más.

El de su soledad.

El del férreo amor que lo unía a un marido candoroso pero previsible.

El de sus ansias por probar cosas nuevas.

Ella de sus ansias de probar cosas nuevas.

Al confesarlo, se impuso un largo pero confortable silencio.

A kilómetros de distancia, Leandro puedo notar la frecuencia cardiaca de Irene e Irene…la de Leandro.

Irene colgó sintiendo una grieta en sus, hasta entonces, inamovibles certezas.

Leandro retornó con una lucecita de esperanza, a su casa nocturna, a su pasta con tomate y atún, a encender la televisión sin verla, a la ducha de dos minutos, a la camiseta de dormir sin estilo y a dormir sin terminar nunca, de quitarse la pesada carga del trabajo de la cabeza.

Entre medias del trajín, paró para comprobar el teléfono.

Solo había un mensaje: “Espero huelas bien”

Leandro sonrió.

E ignoraba por qué razón.

“La piel me huele de maravilla” – respondió.

“Piel negra”

“¿Te gusta la piel negra Irene?”

Irene tardó más de un cuarto de hora en dar una respuesta.

Leandro pensó que se había sobrepasado, que la ponía en un compromiso, que, siendo como era una mujer con carisma, iba a mandarle directamente a la mierda.

“Si”

Dos letras.

Una sílaba.

Y no hubo más conversación en toda la noche.

No era la primera vez que Leandro se sentía descolocado.

Pero las anteriores, derivaron de un inesperado fiasco académico, del pinchazo de su motocicleta, de un retraso en la visita a un paciente…de la muerte de su madre.

Aquello era muy diferente.

Su científica, práctica y programática mente, siempre había derivado hacia el lado sensato de las cosas.

Su carrera profesional, jamás se salía del carril indicado.

Su comportamiento, públicamente, era irreprochable.

Con las mujeres practicaba el noble arte de jugar siempre a caballo ganador.

No arriesgaba, no buscaba romper la teoría, el estereotipo con imposibles conquistas.

Por eso, seducía o se dejaba seducir por parte de aquellas féminas que ni le causaran, ni el pudiera causarles daño.

Aquellas cuyo goce, no supusiera ni retraso ni desorganización en su meticuloso plan de desarrollo.

¿Las mejores?

Solteras pretendiendo encontrar respuestas sin trascendencia.

¿Las mejores entre las mejores?

Mujeres casadas sin atisbo de divorcio al que la curiosidad pesara más que el miedo.

Aventuras de una noche sin recordatorios.

Mujeres que anhelaban recuperar el desear y sentirse deseadas, la potencia de un hombre morboso, de aguante, que se corriera como una bestia acompasada por ellas, gracias a lo que ellas le estaban ofreciendo.

Irene No marcaba la dirección mil veces recorrida.

En su vida de precariedades, de céntimos justos, había aprendido a averiguar cuando se le presentaba una oportunidad de mejorar su vida, convirtiéndolo en algo mucho más locuaz y chispeante.

Era lo que el denominaba “su pálpito”; una advertencia cardiaca que, en ocasiones había aprovechado hasta exprimirla y otras la había malmetido por no saber cogerla a dos manos.

Por eso, a la mañana siguiente, cuando se tomó una pausa entre el staff de las ocho y la apertura de consulta pública quince minutos más tarde, el café máquina, bochorno colombiano, envió otro mensaje a la susodicha…”Quince días para tu próxima visita. Trae el listado de novedades y ponte la versión femenina…otra vez”…mezcla de profesión y chispa, inclinación, nervio, deseo.

Acabó el café.

Llamó a la enfermera supervisora de expedientes para pedirle el de la serie que tocaba esa semana.

Atendió a diez pacientes en poco más de una hora.

Bajó a atender una urgencia sin remedio.

Revisó el poco atinado diagnóstico de un neurólogo residente, ante una radiografía menos preocupante de lo que parecía.

Bajó a practicar una lamparografía, un espectograma y una revisión de pruebas en el laboratorio.

Debatió con un colega las posibilidades de tratamiento para una sordera provocada por un quiste benigno en el cerebelo.

Respiró hondo, muy hondo, ante una prueba tumoral con pésimas perspectivas.

Sudó rabia ante una nueva bronca con la directora de departamento, ante el enésimo desajuste presupuestario.

Leandro se dejó caer sobre la camilla de una salita de almacenamiento, dominado nuevamente por la idea de haber sobrevivido que no disfrutado, con su vocación.

Hasta que vio el tintineo verde de su móvil….”Iré mañana a tomar un café contigo”

Y luego otro segundo mensaje, remitido apenas treinta segundos más tarde que el primero…”Solo contigo”.

Poco miedo le daban los retos, al descendiente de guineanos.

Para el, las novedades, los imprevistos, eran la sal de su tortilla.

E Irene era todo un aliciente.

Así que se preparó como siempre se preparaba, concienzudamente, para una conversación de altura, saturada de ironías, plagada de dobles sentidos, humor ácido y picardías.

Lo hizo con la seguridad que siempre le sobrevenía para con su capacidad de afrontar ese desconocido que, en caso de superarse, resulta conducir a un placer intenso.

Una seguridad que se fue a la mierda 24 horas más tarde, cuando entró en su despacho con idea de reposar los ojos aunque solo fuera media hora, en su eterna lucha contra el cansancio.

Olía a sudor, olía a stress, olía a médico del servicio de salud pública.

De pie, contempló sus títulos.

No había un centímetro de pared que no los exhibiera.

Y, el cristal del mejor de todos ellos, su productivo y costoso master en radiología, vio reflejada la imagen de Irene, entrando a sus espaldas como gata felina, sigilosa, silenciosa, muda pero amenazadora.

Leandro se giró para saludar con una abierta sonrisa.

Y la sonrisa se le quedó a medias.

Temblando como un flan recién salido del horno, deseoso de recibir el caramelo calentito, Irene se le ofrecía sobre unos tacones negros, perturbadoramente estilizados.

Tacón de aguja en zapato abierto que dejaba entrever unos dedos regordetes con uñas pintadas en rojo intenso.

Sus muslos, olímpicos, blancos y musculosos, alzaban unas caderas intencionadamente remarcadas por el ceñido de la tela.

Tela perfectamente adaptada a su leve tripa, su leve ombligo, su leve chica, sus no tan leves pechos y ese canalillo, inocultablemente sudoroso.

Toda ella, todo, tótem coronado por aquel rostro de mujer encendida y decidida, de mujer carisma, de mujer que ya no tiene miedo.

Brava, corajuda, dispuesta, sabedora de que, por fin, al fin, sabía lo que podía hacer, quería hacerlo y tenía la sana intención de demostrarlo hasta quedarse bien saciada.

Hola Leandro – sonrió sin forzarse, con una verdadera faz de pillastre de telenovela.

Sonrisa curtida y lucida, ya exhibida en el conocimiento de lo que a continuación iba a acontecer entre ellos.

Encendido que no obtuso, el neurólogo echó un fugaz vistazo a través de la hortera de puerta roja que tenía en el despacho, para luego cerrarla con doble tuerca.

Era la mejor manera que tenía a mano, de decir, con boca cerrada, que había aceptado aquel reto.

Acercándose lento, hizo además de librarse de la bata profesional.

No te la quites – Irene lo ordenó taxativamente, como si estuviera despedazando una sacrosanta norma de su particular juego – No te la quites por favor.

El doctor avanzó.

La comercial avanzó.

Allí, justo en medio, justo bajo la mirada de una enfermera pidiendo silencio sobre los labios, se fundieron en un beso a boca y tumba abierta, donde todo era todo y ya no había fin, antídoto, vacuna, homeopatía o remedios.

El, aprovechando el impulso, la alzó para depositarla sobre el puñetero papeleo de la mesa, aplastando la estadística semanal de gastos y la agenda de turnos, bajas y horarios.

Descendió con sus besos para depositarlos en el cuello mientras Irene, ojos cerrados, cabeza hacia atrás, mordía su labio inferior para que no les descubrieran el gemido, casi grito que le estaba brotando.

Cuando Leandro quiso darse cuenta, cuando transportó su deseo del cuello hacia los pechos, ella estaba ya con sus braguitas colgando de uno de sus tobillos.

“¿Cómo cojones lo habrá hecho sin que me diera cuenta?”

¡Que calor! – sería su única respuesta mientras desabrochaba el cinturón de cuero marrón, abría la cremallera dorada, deshacía el entuerto del botón nacarado y, por fin, permitía que pantalón y calzoncillos, dos en una, se rindieran de una tacada sobre el chirriante suelo de goma.

Leandro aceleró el máximo acercamiento posible entre ambos.

Asiendo su polla, fue abriendo camino primero a base de caricias, suaves, desesperantemente lascivas con la punta de su glande bajando desde el clítoris hasta la base de su coñito, para irla lubricando y, lentamente, un poquito, otro poquito más penetrando.

Luego, con un a medias entre la suavidad y la bronquera, la introudjo de una solitaria y expeditiva tacada.

Irene se asió a cuello de su amante con la boca abierta pero consiguiendo permanecer silenciosa.

Joder – fue lo único que susurró en su oído.

Atemorizada ante la posibilidad de ser descubiertos, hundió el rostro entre el esternocleidomastoideo de Leandro, el cual, no se sabe por qué razón, le pareció, en ese instante, incluso en el nombre, extraordinariamente erótico.

Pero no hubo manera.

A la segunda, a la tercera y cuarta tacada, cada una más despachada que la anterior, Irene trataba de reprimir el exteriorizar con las cuerdas bocales, el placer que la estaba deshaciendo.

Y Leandro, intuitivo, inclinado a hacer las cosas bien fuera lo que fuera, incrementó el ritmo de sus arremetidas.

Pronto comprendió que su casi legendaria gran resistencia, se estaba deshaciendo como azucarillo aguado a causa del ansia caníbal con la que Irene movía, en dirección suya, su húmeda entrepierna.

Era ya indiferente a la situación, al pasillo sito a anchura de pladur barato donde un maremágnum de enfermeras, camillas, celadores, familiares y enfermos, dejaban llegar su sonido de chachara y quejido allá dentro, donde ambos estaban copulando.

Más temprano que tarde, alguien usaría, para darse a anunciar, los nudillos sobre la puerta.

Leandro hincó salvaje, ayudándose de sus manos que, dedos encrespados, aproximaron el trasero de Irene hacia su falo.

Ella reaccionó con una corrida tan tensa como densa, silenciada con un mordisco que rasgó la bata y un espasmo, de cuerpo entero, que la dejó derrengada sobre el dietario.

Cuando diez minutos más tarde Irene, recompuesta, con las entrañas repletas de Leandro, desapareció por la puerta, permitió entrar al abrir, el chirriante y continuo ruido del irónicamente obligado silencio hospitalario.

Leandro se quedó un rato inusualmente largo de meditación, oliendo a ella.

Una ella bien servida que, sin embargo, le había dejado a él, con un sinsabor de a medias.

Doctor Gnome.

La llamada lo perturbó, levantándose de un salto para ayudar a liberarse del ensimismamiento.

Doctor Gnome le llaman en consulta.

Su enfermera habitual instó a la obligación, exhibiendo la cara enrojecida que se le vino encima al descubrir, que su superior, marchaba a cumplir con la misma, exhibiendo una notoria erección bajo el pantalón verde de trabajo.


Doctor…ogggg doctoorrrrrrr….doctorrr oggg siiii doctoooorrr.

Y así empezó todo.

El apartamento de Leandro era una pulcra, exacta y metódica extensión de sí mismo.

El neurólogo ejercía con teutónica disciplina, tanto en el hospital como en su hábitat más íntimo.

Se trataba de un loft de enorme amplitud, aspecto marcial, sin un solo ladrillo que impidiera la vista interna, lucido con un suelo de baldosines pulcramente negros y brillantes en contraste con aquel mobiliario de pulido esmero, atestado con mil tipos de libros ordenados, de izquierda a derecha en función al tamaño, especialidad, temática y sobre todo, si se insistía o no en su consulta.

Uggggg….uggggg

La cocina era una oda a la obsesión sanitaria, con aquel olor a antiséptico caro, sus ollas que parecían no haber conocido la quemazón del fuego y esa nevera metalizada, libre de imanes, posits, calendarios, recordatorios o listas de la compra.

Así, así, así, dale, más rápido dale, dale, dale.

El cuarto de baño, separado por una media pared de tabique borrosamente acristalado unido por gruesa argamasa negra, exhibía una gigantesca ducha de plato veneciana, sin obstáculos ni mamparas, sin goterones ni rastros de humedad, sin un solo bote de champús, gel, reafirmante, crema dentífrica o lubricante fuera de su sitio.

Aprieta, aprieta Leandro joder, aprieta me corrooooo….

Los ventanales, sin estores ni persianas, apenas una ligera cortina blanquecina, muy traslucida, era tan capaz de preservar la intimidad como incapaz de generar sensación de ahogamiento.

Aggg, aggg

Dentro doctor…córrete muy dentro.

Así empezó todo.

Ese único punto revuelto, único contraste en medio de aquel ordenamiento disciplinado, compuesto por sus dos cuerpos, desnudos, obscenos, rodeados por aquella cama de sábanas satén arrugadas, mecidas al compás de sus movimientos.


Irene siempre se quedaba profundamente dormida cuando terminaba de copular.

Llevaban cinco meses haciéndolo, casi siempre en su apartamento, en hotelitos de afueras y un par de ocasiones en que no pudieron resistirse, en el vehículo de ella el cual, por ser de empresa, ofrecía espacio y aire acondicionado.

Leandro empezaba a conocerla.

Conocía su gusto por pintarse las uñas de los pies con colores muy llamativos.

Nada de góticos, sino chillones de bruja postmoderna.

Conocía que se inclinaba por las telas prietas, sin importarle para nada el que algunos amargados de la “pret a porter”, consideraran un defecto el ofrecer a la vista lorzas contenidas.

Sabía que roncaba levemente, que era ambidiestra, que hablaba un francés categóricamente desastroso, que no le gustaba ni coger aviones, ni montañas rusas ni tan siquiera ascensores, que se masturbaba prácticamente de diario, que era capaz de pasarse una hora bajo el chorro hirviente de la ducha, que leía a lagrima viva cualquier novela de Isabel Allende, que consideraba a los Héroes del Silencio el sumun del rock ibérico y que cuando tocaba votar, votaba en blanco escupiendo dentro del sobre donde debería ir la correspondiente papeleta.

También sabía que su marido era un buen hombre, antiguo guardia civil, que la trataba con asertividad, con comunicación abierta y apoyo ciego.

Folla pasable – reconocía – De novios, los primeros años, me divertía. Lo compensaba y compensa con esa manera que tiene de amarme. Ahora en la cama resulta aburrido. Previsible. En lo demás, no hay queja – decía ella, cambiando rápidamente de tema en cuanto Leandro inquiría sobre lo que era su matrimonio.

Al neurólogo le enloquecía la aparentemente insaciable curiosidad sexual de Irene.

Algo que quedó claro la tercera arremetida cuando fue ella quien, ofrecida, asió su pene para colocarlo directamente en el agujero que deseaba.

No obstante, tras semanas de intensas copulas, había comenzado a percatarse que, esos pequeños detalles, sin llegar a ser en apariencia trascendentales, le agradaban más de lo que esperaba.

Porque esa curiosidad sexual de Irene, se extendía a mil y una cosas que en ninguna otra de sus conquistas, le habían atraído como con ella.

La inclinación a visitar exposiciones en galería de arte privadas.

La curiosidad por catar un albariño de nueva generación, blanco, burbujeante, intenso.

La locuacidad intelectual con que hablaba de Auster, de Galdós, de ACDC.

Sus ojos, tan oscuros que incluso eran capaces de reflejar la propia sombra de su piel subsahariana.

Y sus pisadas descalzas sobre la tarima, dejando impresa la huella de sus pies chiquitos y sudados, dirigiéndose traviesamente hacia la ducha separándose de él.

Y sus mensajes de móvil cargados de emoticonos estúpidos cuyo significado combinado ignoraba.

Le gustaba escuchar el timbre pactado…cuatro veces muy seguidas para identificar que era ella y que estaba muy cachonda…tres timbres para un lo quiero hacer lento…dos para tenemos tiempo y uno para avisar que debía de ser rapidito.

Le gustaba dejarle una rosa junto a su brazo dormido, cuando debía dejarla a solas y desnuda a causa de una urgencia hospitalaria.


¿Dónde está ese nidito Irene?

A las afueras – explicaba mientras se bebía a base de sorbos varoniles una corpulenta jarra de Coronita – Mi marido y yo lo compramos hará cosa de tres años. Estaba hecho una pena. Lo reformamos y amueblamos pero, por vagancia, por dejadez, yo que sé, nunca lo hemos alquilado. Pusimos una cama gigantesca, una superking e incluso estamos pagando a una asistenta para que pase a limpiarlo una vez al mes.

A Leandro la idea le causaba cosquillas.

Cosquillas nada molestas.

La idea de tener espacio y minutero para gozarse, era algo que, a cualquiera que hubiera follado con Irene, le generaría la misma intensidad y picaresca.

Jueves a las cinco de la tarde – ofreció el, revisando mentalmente su agenda.

Puede ser cuando quieras durante toda la semana. Mi marido tiene una temporadita por delante de volver a casa a medianoche por culpa de retrasos e impagos. Un marrón vamos.

Leandro elucubró algo más aparte amen del encuentro tórridamente sexual que estaban planeando.

¿Por qué no champan?

¿Por qué no ojos melosos?

¿Por qué no?

Nunca se habría atrevido a tanto en caso de existir hijos entre medio.

Con los niños no se juega.

Pero lo que él le estaba dando, hacía mucho que no se lo daba su marido.

Un buen hombre, un hombre bondadoso, honrado, no basta para hacer feliz a una mujer.

Él era todo eso amen de competitivo, de tenaz y perseverante, de conseguir todo lo que se proponía y, además, calzar veinte centímetros de rabo y saber muy bien cómo utilizarlo.

Irene llevaba cinco meses atrapándolo en aquel sentimiento desconocido; el de necesitar protegerla a ella y protegerse a sí mismo con todo lo que ella le daba.

Estar con ella, sentirse junto a ella.

Amarla solo a ella.

Dueño, intensamente, por fin, de algo verdaderamente trascendental e intenso.

Decidió no conducir para acudir a la cita.

Marcharía en metro.

Su traqueteo siempre conseguía endulzarle los nervios.

Sobre todo cuando sabía que se enfrentaba a algo, verdaderamente decisivo en su vida.

E Irene lo era.

Irene era una mujer…esa mujer.

Se lo plantearía apenas abriera la puerta, con decisión, así, arrojado, surgiera lo que surgiera.

Y luego, más que follar, harían el amor mirándose, diciéndose cosas dulces en lugar de lo soeces que ambos solían mostrarse cuando se acoplaban.

Pero, al abrirse la puerta lacada en blanco de pomos dorados, el plan se hizo añicos.

Irene lo recibió con una sonrisa abierta como única vestimenta.

Desnuda.

Desnuda.

Completamente desnuda.

Por supuesto que no era la primera vez que contemplaba algo así.

Pero aquella desnudez, era fresca, irreflexiva, natural, ecléctica, resaltando su piel sobre toda la casa que tras un “Hola cielo”, le fue enseñando como si en lugar de su insaciable amante, fuera una agente inmobiliaria.

Aquí el salón, con sofá tresillo en piel de cuero negro, donde su piel blanca destacaba como una bombilla encendida en medio de la noche del desierto.

Aquí la cocina, con isla donde depositaba sus glúteos justo encima del mármol frío, lanzando una risa nerviosa cuando sentía en las posaderas el contraste de temperatura.

Aquí…aquí el dormitorio.

En el pasillo, el doctor abandonó los zapatos y los calcetines finos.

Sobre el cuero del sofá, el pantalón ejecutivo.

Encima de la vitrocerámica, los pantalones.

Irene le bajó el calzoncillo apenas acabó de pronunciar la palabra dormitorio, para deglutir su miembro como si hiciera meses que no lo hiciera.

Era bajita pero pícara.

Era bajita pero decidida cuando sabía lo que quería.

Era bajita pero multiorgásmica.

Y así, de rodillas, Leandro descubrió que una buena felación, es el mejor de los amnésicos.


Lo que no descubriste era que llevaba ya un rato escondido en el armario de la terraza ¿cierto?

Ambos asintieron como niños pillados en renuncio. Vaya par de gilipollas.

Un guardia civil nunca deja de serlo.

Nunca perdemos del todo el instinto de sabueso.

Averiguar todo, saberme cornudo y sin remedio, fue solo cosa de poner el ojo en la contraseña del móvil y usarla en cuanto se metió en la ducha.

Pues bien – continué alzando ligeramente el arma – Aquí estamos. Los dos en pelotas y bien sudados y yo aquí, dispuesto, eso depende, a pegar un tiro a los dos, a pegárselo solo a uno y a pegármelo a mí luego.

Carlos mi vida lo siento – por primera vez hubo un atisbo de sentimiento en el rostro asustado pero contenido de mi infiel esposa.

Calla. Bien. La pregunta es sencilla. Según respondáis terminareis con unos gramos de plomo en el cerebro o marchando por la puerta. Leandro…¿la amas?

Ni tan siquiera mire a mi mujer.

Mis dos ojos, se depositaron, con todas sus inquisitoriales dioptrías, sobre el fibroso cuerpo del negro cirujano que, durante veinte semanas, había estado fornicándose el coñito de mi mujer.

Pero, en segundos, inesperadamente, ese rostro, mutó a otro, nada aterrorizado.

Si – afirmó tajantemente y sereno – Si – lo reafirmó aun con mayor decisión – La amo con auténtica locura. La amo como nunca he amado a ninguna mujer. Es la única con la que he deseado fundirme para siempre, formar una familia, no separarme jamás. La quiero, la adoro. Beso por donde pisa. Adoro el sabor de sus besos, adoro la forma que tiene de hacerme el amor, su risa, el tono de su voz, esa inteligencia chispeante. Irene es única, maravillosa, irrepetiblemente pecaminosa. Ella es oxígeno para mi mierda de vida. Siempre la he esperado. Siempre. Con ella, todo merece la pena.

Mi dedo fue lentamente aprisionando el gatillo. Cuando ya casi el muelle había cedido para impulsar toda su fuerza al percutor, me acordé de que aquel interrogatorio, todavía no había aun terminado.

¿Y tú querida? ¿Lo amas?

Irene se incorporó.

Sin atisbo alguno de temer nada, como si en lugar de pisar, flotara, se puso las bragas con esa rapidez que animaba al mecimiento de sus glúteos.

Se acercó hasta mí.

Me besó.

Yo solo quería follar con un negro.

Y marchó dejando sus huellas húmedas, diluyéndose sobre la tarima.

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