La Dama y el Vagabundo

Un hermoso ejemplar de hembra humana decide cruzarse con un vulgar perro callejero para cumplir la fantasía de su esposo, y sacarle asi de su depresión.

Hacía tres días que el sol no dejaba de brillar, ni aún de noche. Tres días en que el único aire respirable se encontraba dentro de la nevera. Articular cada palabra suponía un trabajo inhumano y proscrito.

Por eso Ulrico y Sonia, su esposa, habían decidido pasar el fin de semana en casa, disfrutando de la piscina del complejo turístico donde residían.

Los rayos solares centelleaban como diamantes sobre el agua y el ambiente era apacible. Ulrico revisaba sus cuentas en el portátil, sin prestar atención a la preciosa mujer que yacía aceitosa a su lado. Un broker como él no podía permitirse ni un día libre. Hacía dos meses que la bolsa había dado un vuelco imprevisible, causándole unas pérdidas muy difíciles de asumir. Desde entonces se hallaba sumido en una grave depresión.

Sonia, marginada por el ensimismamiento de su marido, devoraba con avidez la última novela de Diana Gabaldon. Aunque estaba absorta en la lectura, no descuidaba a su pequeña Clarisa. La niña, un primor de dos añitos, se había quedado en un parterre de césped cercano. Pese a que parecía entretenida con sus juguetes playeros, no transcurrían más de treinta segundos sin que Sonia entreabriera un ojo y la vigilara de refilón.

El viejo Samuel, conserje del complejo, podaba los setos mientras acechaba a la joven madre. El pobre hombre había sido un desgraciado durante toda su vida. No tenía mujer ni hijos, ni familia que se mereciera ese tratamiento. Durante más de sesenta años había vivido para trabajar y cobrar una miseria. La imagen de aquella hermosa morena era su única compañía durante los largos días de su existencia.

Había gastado todos sus ahorros en una cámara de vídeo digital que siempre llevaba encima. Oculto entre los matorrales más frondosos, podía grabar un primer plano de su diosa desde una distancia considerable, manteniendo en secreto su enfermiza obsesión por Sonia.

No había mujer en la faz de la tierra que despertara sus oxidados impulsos sexuales con tanta fuerza. Se veía muy apetitosa desde la distancia. Ella no era una belleza artificial, de esas que abarrotan la pequeña pantalla, las revistas de moda y la prensa del corazón. Pese a que su marido era un riguroso deportista, Sonia no había pisado un gimnasio en su vida. Sin embargo, tal como Samuel comprobaba a través de su cámara telescópica, la joven tenía un físico envidiable. Sus pechos llamaban poderosamente la atención, tanto por su considerable tamaño, como por el contraste que formaban con su estrecha cinturita. No tenía las piernas muy largas, pero alcanzaban el tamaño ideal para rematar el conjunto. Cada vez que Samuel contemplaba su rostro cubierto de pecas se sentía quince años más joven.

El anciano ajustaba el zoom de su cámara digital para no perderse detalle, cuando la escuchó gritar:

– ¡CUIDADO!

La cámara se movió hacia la pequeña Clarisa, que jugaba sobre su toalla de La sirenita . El bebé tenía cogida una pala de playa y golpeaba con ella a una tortuguita de plástico, concentrada en su importante tarea. Pero el lobo acechaba a la inocente caperucita. Tras ella apareció un perro de gran tamaño, con pinta de sarnoso, la boca llena de babas y gesto hambriento. Avanzaba lentamente hasta la posición de la niña, que seguía jugando ignorante.

Sonia fue quien advirtió la presencia del perro, pero Ulrico fue más rápido en saltar de la hamaca y lanzarse hacia la toalla de Clarisa. Llegó tarde. El perro vagabundo se había acostado junto al bebé. Los ojos bailarines de la pequeña Clarisa se centraron en el áspero pelaje del can, para luego carcajearse abiertamente. No tardó en abalanzarse sobre el cansado animal. El perro la recibió tumbándose patas arriba, y el bebé le dedicó unas torpes caricias, a caballo entre tortas y pellizcones.

– Parece que se gustan – comentó Ulrico divertido.

Sonia se percató de que aquella era la primera sonrisa de su marido en varias semanas. Se acercó a su amado y lo abrazó por la cintura. Sus cuerpos calientes se acariciaron con ternura.

–¿Podríamos adoptarlo? – preguntó él, con voz tímida.

Sonia ojeó al perrito. La pequeña Clarisa se estaba revolcando con él, llenándose de polvo y porquería. Parecía viejo, desmejorado, y era tan feo como puede ser un perro. No le hacía mucha gracia tener que lavar y educar a aquel puñado de pulgas, menos aún con el trabajo que conllevaba de por sí el cuidado de su pequeña. Pero los ojos verdes de Ulrico la tenían hechizada, nunca había podido negarle algo. Si el chucho había robado una sonrisa a su marido, sería bien recibido en su hogar.

– Vamos a lavarlo primero y luego decidiremos – contestó la morena aún sin decidirse –. Pero hazme el favor de separarlo de Clarisa, está cubierto de suciedad y no quiero que le pegue algo.

Ulrico levantó a la pequeña, que descansaba sobre el lomo del perro. Recogieron el bronceador y la toalla, y se dirigieron a su bungalow .


El agua limpia que salía de la ducha se transformaba en lodo antes desaparecer por el sumidero. Una Sonia exhausta apretaba el agonizante tubo de champú con la esperanza de conseguir un poco de espuma. Pese a que la muchacha se esforzaba en restregar bien al canino, la suciedad parecía formar parte de su anatomía. El roce con su quemado pellejo era desagradable y rasposo.

Con todo, lo más complicado resultó desparasitarlo. Los bichos saltaban y evadían con facilidad los pequeños y delicados dedos de Sonia. Cada vez que estaba a punto de capturar alguna pulga, el perro tenía la ocurrencia de sacudirse el agua, bañándola de arriba a abajo. Realmente aquel trabajo asqueaba a la acomodada muchacha, pero necesitaba que su marido recobrara su sonrisa.

Cuando Ulrico entró en el baño con Clarisa recién comida, se encontró con una escena digna de la mejor telecomedia: Sonia estaba completamente empapada. La blanca camisa de tiras se ceñía a sus abultados pechos como un manto de niebla y sus dos oscuros y erizados pezones parecían dibujados sobre la tela. El corredor de bolsa se sonrió al ver a su chica dentro de la bañera, sentada sobre el frágil lomo del perro, intentando limpiarle una costra de porquería que se había formado cerca de una oreja.

Una vez el perro estuvo totalmente seco y limpio, tampoco pareció mejorar mucho. Su pelaje seguía siendo tan áspero y puntiagudo como la paja y las quemaduras tardarían en curarse. Sonia resopló. La ducha al menos le había permitido conocer el auténtico color del animal. El perro era de esa tonalidad que se obtiene mezclando todos los colores de la paleta. Podía definirse como "gris amarillento" y el hocico y las orejas estaban completamente teñidas de negro.

– Puff, pues qué quieres que te diga cariño... – exhaló Sonia defraudada – No es muy bonito.

Ulrico no podía negar la evidencia.

– Este perro nos pertenece como nosotros a él. No lo buscamos, él nos encontró – dijo esbozando una sonrisa –. Además, Clarisa escogió por nosotros

Sonia se fijó en los ojos del animal. Transmitían un profundo sentimiento de tristeza, vulnerabilidad y paz.

– ¿Se queda? – insistió él.

Ulrico acarició las mejillas de su esposa hasta hacerla sonreír. Sonia le entregó un beso limpio, denso y sincero; los únicos que sabía dar.

– ¿Cómo le vamos a llamar? – preguntó Ulrico con la voz repleta de ilusión.

– No lo sé... ¿Qué te parece Arakán? – sugirió Sonia.

– ¿Arakán? ¿Por qué?

– Su color terroso me recuerda a Arakán, aquella ciudad de Turquía en que estuvimos durante el viaje de novios.

–Arakán – repitió Ulrico –. Me gusta.


Sonia tomó a su marido de la mano y lo guió hasta el dormitorio. Los dos cayeron sobre la cama, revolcándose. Él la rodeó con sus brazos, arrugando el valioso vestido de noche que su esposa había escogido para la ocasión.

Todo aquello respondía a un plan diseñado de antemano. Sonia agasajaba a su marido con una cena romántica cada vez que lo veía cabizbajo. Entonces ya no comían en el sofá, sino en la mesa iluminada por la tenue luz de las velas, y cambiaban sus eternos pijamas por sus galas más exclusivas. Por una vez, no echaron en falta los ininteligibles sonidos de su pequeña, ya que la madre de Sonia se ocupaba de cuidarla.

Sonia esperaba que un regalo así levantara el ánimo a su esposo. Hoy le tocaba llevar las riendas. Estaba decidida a abandonar su actitud pasiva y complacer a su necesitado Ulrico.

La joven se deshizo del esmoquin de su amante con la misma desesperación que un niño al abrir su regalo de navidad. Luego devoró su torso velludo, salpicándolo con sinuosas marcas de carmín. Se sentó sobre el paquete de su hombre, con las rodillas apoyadas en la cama, asegurándose de que Ulrico tuviera una perspectiva inmejorable de su envidiable anatomía.

Con lentitud, se fue levantando el vestido negro hasta sacárselo completamente, privándose de la única prenda que llevaba encima. Ulrico recibió la sorpresa con una mirada llena de lujuria y agradecimiento. Sonia se agachó sobre él, oprimiendo sus pechos contra el cuerpo de su amante, frotándose con la misma dosis de delicadeza que de pasión.

Sin despegarse de su boca, Sonia consiguió bajar los calzoncillos de Ulrico y acariciar la poderosa erección que crecía entre sus piernas. Luego comenzó a descender a lo largo de su cuerpo. Ulrico sonrió. Era un día especial; su esposa le practicaría una felación.

Con ojos enardecidos, Ulrico vio como los carnosos labios de su amada engullían su glande hinchado. Cerró los ojos y se dejó hacer.

Los jadeos de Ulrico convencieron a Sonia de que no era mal amante cuando se lo proponía. Sus besos eran lo suficientemente buenos para enterrar la tristeza que padecía su esposo.

El momento íntimo era tan puro y extraordinario, tan repleto de calor humano, que la aparición de Arakán supuso un auténtico jarro de agua fría.

– ¡¿Pero qué coño haces, asqueroso?!

Sonia pateó a Arakán con tanta violencia que el animal fue a tener contra el armario. La cara de la muchacha era dinamita con la mecha prendida. El perro metió el rabo entre las patas y aulló.

– ¡Me ha metido la lengua en el coño! ¡"Eso" me ha metido la lengua en el coño! ¿Te lo puedes creer? – exclamó Sonia embravecida –. Se ha acercado por detrás, sin hacer ruido ¡Y me ha metido la lengua hasta el fondo! ¡Dios, qué asco!

Ulrico se sentó en la cama, contrariado. Arakán había besado el sexo de su mujer, libre de toda prenda y chorreante de excitación; además de romper el clímax del momento. Sin embargo él sólo sentía lástima por el violento golpe que el pobre chucho se había llevado.

– Le has dado muy fuerte, eres una bruta, Sonia.

– ¿Pero has visto lo que me ha hecho? ¡Me siento fatal! ¡Me siento violada! ¡Es la lengua de un perro!

Ulrico meneó la cabeza y llamó al animal. Arakán subió a la cama con la cabeza agachada, muerto de miedo.

– Él no te ha hecho nada malo. Seguramente su antigua dueña le haya adiestrado para eso. No es culpa suya.

Arakán se quedó de pié, entre ambos. Sonia cerró las piernas instintivamente. Aquel chucho la había besado el clítoris, provocándole un caluroso e inesperado placer. Se sentía sucia y ultrajada, y su marido no la comprendía.

Los ojos lastimosos de Arakán acabaron por conmover a la joven, que se arrepintió de haberle tratado tan mal.

– Está bien, lo siento, le he hecho mucho daño.

Ulrico sonrió orgulloso.

– Él te tiene miedo, no entiende tus disculpas; dale un premio para que comprenda que te has equivocado.

Sonia resopló obstinada.

–¿Una golosina de friskies ?

– Dale un abrazo, necesita calor.

Sonia frunció el ceño, segura de que su marido bromeaba; sin embargo la mirada expectante de Ulrico le hizo cambiar de parecer.

La morena se arrimó al animal, que le esperaba quieto como una estatua. El rostro de la chica era clavado al de Clarisa cuando se le acercaba una cucharada de puré. Sentía asco y repulsión. Sonia estaba completamente desnuda, con los pechos erguidos por la excitación y el interior rezumante de jugos, y tenía que abrazar a un perro callejero. Cosas de Ulrico.

Se acercó con timidez, como una virgen ante su primer beso, intentando limitar el contacto. Sus brazos rodearon al perro por un costado. Sus pechos carnosos se aplastaron contra el pelaje quemado y raído de Arakán. La joven cerró las piernas con firmeza para que el chucho no rozara accidentalmente su sexo. Estaba realmente asqueada.

Ulrico la miraba fijamente, con ojos chispeantes.

– Me pones... – musitó –. Me pones a cien.

Sonia se sorprendió. Su marido se excitaba contemplándola desnuda, abrazada a un perro. Ella quería soltar a aquel pulgoso y darle otra patada en la cabeza, pero la mirada de Ulrico ejercía un extraño magnetismo sobre ella, y estaba rebosante de pasión.

Ulrico se levantó totalmente erecto y se acercó a su esposa. Sonia también se incorporó, quedando de rodillas, frente a su marido y con el chucho entre los dos.

El broker tomó a su mujer por la parte posterior del cuello y se fundió con ella en un beso cinematográfico. La apretó por su cintura, atrayéndola con determinación. El cuerpo de la morena se frotó con el de Arakán, desde los pechos hasta el bajo vientre. Sonia era consciente del ardor que la situación provocaba a su marido, así que, reunió fuerzas y le siguió el juego. Sin embargo Ulrico comprendió que su pareja no estaba a gusto y él no quería hacerla sufrir. Dejó escapar al chucho y se derrumbó sobre el cuerpo de su joven esposa.

El retraído e introspectivo Ulrico se volvió un perro rabioso, y hambriento de Sonia, no tardó en saciarse.

Los dos enamorados vivieron una noche colmada de sensaciones, y se dejaron arrastrar por una catarata de placer y diversión.

Casi cinco horas más tarde, el aliento de los amantes había creado una atmósfera de vapor en el dormitorio. La cama estaba totalmente desecha y el suelo esparcido de toda clase de fluidos corporales. Los dos yacían inmóviles, sudorosos, jadeantes y sin ánimos para mover un solo músculo.

– Espero haberte servido bien… – musitó Sonia acariciando el pecho velludo de su amado –. Pero ahora será mejor que recuperes fuerzas para el viaje de mañana. Tu avión sale bastante temprano.

– ¡Oh, dios!. No me apetece acudir a la reunión. ¿Puedo quedarme? – bromeó mientras apuraba un cigarrillo.

– ¿Cuándo vuelves?

– Mañana dormiré fuera, pero almorzaré contigo el día siguiente. Te echaré de menos.

Ulrico la besó en la frente y se dio media vuelta, preparándose para dormir.

Sonia pronto quedó a solas con sus pensamientos. No sabía como analizar aquella noche. Por un lado debía estar mas tranquila, ya que Ulrico parecía recuperarse de su depresión. Pero por otro sabía que esa recuperación había llegado gracias a Arakán. Su marido se excitaba al verla junto al perro en una actitud abiertamente sexual.

No era el momento de plantearse la moralidad de tal fantasía. A Sonia, terriblemente enamorada, sólo le importaba la felicidad de su esposo.


Aquella mañana Sonia desayunó sola, pues su marido se había marchado al amanecer. Untó su tostada maquinalmente, mientras no dejaba de meditar acerca de lo ocurrido la noche anterior y de la persistente depresión de Ulrico.

¿Cuándo volvería a ser el mismo? ¿Qué parte de la culpa era suya? ¿Cómo podía hacerle feliz? Las preguntas le arrastraban al fondo de un abismo y no encontraba un saliente donde agarrarse. Su marido se derrumbaba poco a poco y tenía que hacer algo para evitarlo. La cena especial no había servido para mucho, así que debía encontrar algo que borrara para siempre la tristeza de su semblante. Algo único y excepcional, algo que él deseara conseguir con tanta fuerza que le pareciera un sueño inalcanzable.

– Ahora no – reprendió al perro mientras éste le pedía caricias.

Sonia volvió a mirar al chucho, esta vez no con enfado, sino con esperanza. Se fijó unos segundos en él, luego retiró la vista.

– No, imposible, eso no puede ser.

Se apoyó sobre una de sus manos, tal como hacía siempre que necesitaba pensar, y volvió a mirar a su perro de refilón.

– Buf, eso es asqueroso, repugnante, no entiendo cómo soy capaz de planteármelo siquiera.

La chica creyó que el chucho la miraba con ojos libidinosos y maquiavélicos, deleitándose ante la hembra que pronto caería en su red.

Pensó en la antigua dueña de su mascota, intentando imaginar qué puede llevar a una mujer a entregarse a un chucho pulgoso. Debía ser una verdadera depravada sexual, una enferma patológica con necesidad de un buen psiquiatra. Era tremendamente injusto y anormal que empleara a un animal inocente para saciar sus instintos más bajos. ¡Además le había adiestrado a conciencia para ello!. Un perro siempre será un perro, y éste además era desagradable a la vista.

Y sin embargo, no veía otra salida para su problema.


Su turno había acabado hacía casi una hora, sin embargo Samuel aún no se había marchado a casa. El anciano jefe de mantenimiento solía pasar las horas muertas en el bungalow que los empleados del complejo usaban como almacén. Allí tenía una televisión pequeña donde podía ver los partidos de fútbol y una nevera con cerveza fresca.

Hizo un zapping rápido y comprobó que la programación era tan insulsa como su propia existencia. Había mejores cosas en que gastar su tiempo. Cogió su cámara digital, y subió las escaleras que llevaban a la azotea del edificio.

El sol penetrante de la media tarde le obligó a cerrar los ojos durante unos segundos. Trepando por unos bidones vacíos y unos tubos oxidados, llegó hasta lo más alto de la casa: una terracita ocupada por los restos de un antiguo palomar. Aquel era su escondrijo favorito.

Se tumbó bocabajo y sacó la cámara de su funda. Acopló un filtro de protección de colores y un compensador de diez grados. Montó el conjunto en el trípode y

– ¡Bingo!

La casa de Sonia se veía con todo lujo de detalles. Desde aquella altura, Samuel tenía una perspectiva privilegiada de su solarium . Allí la muchacha solía tomar el sol despreocupadamente, creyéndose a salvo de ojos mirones como los suyos.

El almacén era el edificio más lejano respecto al bungalow de Sonia. Sin embargo el complejo se había levantado sobre un terreno en forma de U, de tal forma que si la casa de Sonia estaba situada en un extremo, su interior sólo podría divisarse desde el lado contrario. Justo allí se erigía el almacén.

Aunque Sonia era muy discreta, y no hacía topless ni en la intimidad de su hogar, Samuel se sentía orgulloso de haberla capturado en algún apasionado magreo con su pareja. Rezó para que aquel fuera uno de esos días.

Adaptó los ángulos hasta conseguir una perspectiva total de la terraza. Tan sólo le quedaba esperar pacientemente a que la conejita saliera de su madriguera.


Sonia no tenía hambre; la angustia le había quitado las ganas de comer. Para dificultar aún más su encrucijada, Arakán la seguía a todas partes. Cada vez que se decidía a dejarse montar por él y ofrecer así un espectáculo único a su marido, aparecía el chucho babeando y se le revolvía el estómago.

Se quitó la camiseta de tiros y se colocó el bikini más pequeño que encontró en el armario. Aunque las braguitas eran bastante grandes, el sujetador era dos tallas menores a la suya. Se sirvió una limonada en un gran vaso que llenó de hielo, y salió a la terraza. El perro la siguió.

Recostada cómodamente en la hamaca, recordó la deliciosa cara de placer que su hombre había puesto la noche anterior. Tenía que volver a conseguirla, ese era el único camino posible.

Se sintió molesta consigo misma. Ella sabía cómo satisfacer a Ulrico. Siempre se había sentido culpable de que su marido se perdiera determinadas prácticas sexuales por su visión simplista del sexo, y le torturaba pensar que era incapaz de hacerle feliz.

No era justa con Ulrico, él se merecía lo mejor. Su dulzura, compresión y amor incondicional, el haberle regalado a Clarisa, la convertían en el ser más especial de la tierra. Ulrico era digno de ese extraño capricho y de cualquier otro.

Por fin estaba segura: el día siguiente brindaría un espectáculo a su marido que jamás olvidaría.

Arrulló al perro con la intención de acostumbrarse a su futuro consolador. Comprobó que era mucho más roñoso y desagradable que los fabricados en plástico. Aún no sabía como contener las arcadas, aunque debía hacerlo. No podía transmitir asco en su expresión cuando Ulrico la estuviera observando. La fantasía de Ulrico era ver a su chica revolcándose con un perro, no que fuera violada por un animal.

Miró al perro con ojos inciertos. Una cosa tenía clara: aunque fuera a mantener sexo con aquel perro, no estaba dispuesta a dejarse penetrar por su lengua granulosa. No tendría fuerzas para soportar algo parecido a lo que le había ocurrido la noche anterior. La baba de Arakán era lo que más le repugnaba.

La segunda opción era igual de desagradable, pero la única posible: copular con el animal. Desde luego, tendría que ser por el ano. Su vagina era sagrada, sólo había sido tomada por Ulrico y así seguiría siendo. Ella nunca había tenido reparos en practicar el sexo anal, de hecho le encantaba. Era una sodomita convencida.

Comprendió que sólo había una forma de mostrarse segura llegado el momento, y era teniendo un ensayo previo. Una vez superada la traumática primera experiencia, le resultaría más fácil comportarse como una zorra viciosa ante su marido. Tenía apenas un día antes de que él llegara. No había un minuto que perder.


Samuel se frotó los ojos para asegurarse de que aquello era real. ¡Sonia se estaba desabrochando la parte superior del bikini!. Apretó el rec para grabar la escena. Los considerables pechos de Sonia apenas se movieron cuando el sujetador pasó a mejor vida. Eran firmes pese a su gran tamaño, jóvenes y frescos. Samuel sintió un aire frío secando su garganta. Estaba respirando la misma brisa que acariciaba los oscuros pezones de su venerada exhibicionista.

Por lo visto la función no había hecho más que comenzar. Sonia levantó las piernas y se bajó las braguitas, quedando en la más absoluta desnudez. Luego se sentó en el borde de la hamaca y se giró hacia su nueva mascota.

Los ojos del anciano parecían los de un búho. ¡Su Sonia, su codiciada Sonia, estaba expuesta como un maniquí en un escaparate, y sólo para él!. Nunca la había visto tan imponente, tan rotunda.

¡Y era toda una coqueta!, pues su vello púbico estaba recortado uniformemente, dibujando un triángulo sensiblemente más pequeño que la línea del bikini. La erección del viejo, que no estaba mal dotado, comenzó a forcejear con sus calzoncillos, y tuvo que colocársela hacia arriba para no hacerse daño. La cámara de Samuel no perdía detalle del bajo vientre de la morena, pero aquella no iba a ser la mejor escena de la película.

Sonia llamó a Arakán, que se subió a la hamaca y se acostó a su lado. Samuel estaba al borde del desmayo; un torrente de sensaciones hinchaban su miembro viril de sangre. Su fatigado corazón le saltó del pecho cuando vio a Sonia arqueando la cintura hacia atrás, separando las piernas y untándose un dedo con saliva.

Su primera reacción fue apartarse de la cámara como si estuviera endemoniada. ¿Podía ser cierto? ¿Debía seguir mirando?.

Paseó como pudo entre las rejas del palomar, inquieto, como un gato al que le han retirado la bandeja de arena justo antes de orinar. Era una oportunidad única. Soñaba cada noche con contemplar el gesto de su amada gimiendo de placer, y sin embargo, ahora que estaba a su alcance, dudaba de seguir adelante.

Sin tomar una decisión con firmeza, fue atraído diabólicamente por la escena, y entonces no pudo resistirse. Se pegó tanto al visor de la cámara que su retina quedó grabada en el cristal.

¡Su venerada Sonia estaba a cuatro patas, ofreciéndose al perro!


Sonia se colocó a cuatro patas sin titubeos, y llamó al chucho. Arakán se acercó a ella lentamente y se sentó justo frente a su expuesto trasero y su cálida vagina.

– Vamos Arakán, tómame.

El perro seguía mirándola, sin inmutarse.

– ¿No te gusto? ¡Oh vamos! ¡Tendré que suplicarte que me folles el culo!

La chica estaba visiblemente humillada, y el hecho de que Arakán no quisiera montarla aún le hacía sentir peor. Sin embargo comprendió al instante que estaba atribuyendo al animal capacidades humanas como "gustar" o "elegir", cuando el pobre sólo servía a su instinto. La estúpida era ella; además de una sucia zorra, era una ignorante.

Arakán no había sido adiestrado para montar a su antigua ama. Pero si el animal no estaba entrenado para eso, ¿tendría que hacerlo ella?

– Uf, y pensar que "esto" me va a sodomizar ...

La chica pensó que, para poder ser penetrada, el chucho debía estar erecto. Se llevó las manos a la frente, asustada. ¿Cómo lograría tal cosa?

Su estómago dio un vuelco al acariciar por primera vez el paquete del pulgoso. Las yemas de sus dedos rozaron algo arrugado, rudo, áspero.

La chica retiró la mano asqueada y la agitó histéricamente.

– ¡Oh Dios mío!

Volvió a meter su mano bajo el perro y apretó los ojos con fuerza, mostrando un gesto de asco absoluto. Sus dedos volvieron a tocar la piel rugosa. No sabía si aquello era realmente el órgano de Arakán, pero no se atrevió a comprobarlo. Todo se digería mejor con los ojos bien cerrados.

De repente, sus manos sólo tocaron el aire. Alargó un poco más el brazo pero no encontró nada. Tentó con cuidado primero, y con desesperación después, pero siguió sin dar con lo que buscaba. Abrió los ojos extrañada y descubrió que el perro se había tendido boca arriba, con las patas abiertas.

– ¡Pero mira que eres asqueroso! ¡Un verdadero cerdo! – recriminó la chica exasperada –. Me lo pones muy difícil.

Sonia se sentó junto a las patas traseras del animal. Ahora sí podía ver los testículos negros del animal y el pene cubierto por una piel gruesa y venosa.

Tomó aire, contó hasta tres y posó su mano sobre la bolsa cueruda del canino. Sus testículos eran tan grandes como dos pipas de aguacate. Miró con detenimiento como su pequeña mano acariciaba el sexo del animal. Se imaginó que aquellos eran las dedos de otra chica, y entonces se sorprendió de lo excitante que podía resultarle. Sonrió con malicia.

Arakán también había encontrado placer en aquellas caricias. Su pene inyectado en sangre, rojo como el fuego, y salpicado de toda clase de protuberancias, venas y músculos, abandonó su capullo y creció con admirable fortaleza. Sonia lo ojeó un instante, mientras jugueteaba con los testículos. Era algo horrendo, vomitivo, mucho más repugnante que el pene de un ser humano. La joven tuvo la impresión de que se mancharía las manos de sangre al tocarlo. Parecía recién pintado de rojo.

Tenía que palpar el pene del perro, por muy desagradable que fuera. Si no era capaz de abrazarlo con sus dedos ¿Cómo podría ser penetrada por él?

Su mano avanzó por el mástil del animal. Estaba caliente y palpitante, y el intenso olor a perro que emitía era penetrante y abominable. Estaba dura como una barra de hierro.

La chica comenzó a masturbarlo con cuidado, pues desconocía el ritmo ideal del chucho y no quería hacerle daño. El perro no pareció quejarse. Estaba totalmente abandonado a su dueña, con la lengua fuera, exhalando un aliento apestoso. Todos sus músculos estaban relajados salvo aquel que crecía entre sus patas.

Sonia observó el pene del chucho con ojos chispeantes de curiosidad. Quería descubrir su sabor, saber qué se sentía al tenerla en la boca. Agachó la cabeza hasta tocarlo con su nariz. Lo miró un instante; parecía tan duro, tan nauseabundo. La punta de su lengua avanzó poco a poco hasta rozarlo. Dio dos lengüetazos fugaces, y luego un tercero, más concienzudo, desde la base hasta la punta, saboreando todas sus rugosidades, sus granos, sus venas.

Respiró hondo y engulló de un bocado la tranca de Arakán. Se la tragó entera, golpeándose la garganta con ella. Apretó los labios con fuerza y succionó. Poco a poco el mástil se llenó de saliva, suavizando el tacto de su piel estriada. De repente Sonia se retiró estrepitosamente.

– ¡Puaf!¡Que asco, Dios! – escupió en el suelo –. ¡Por favor, fóllame de una vez!.

Se colocó a cuatro patas por segunda vez en la tarde, introdujo dos dedos en su ano, y se hurgó con ellos. Luego agarró el pene del perro, lo colocó a las puertas de su anillo, y reculó para introducírselo de un golpe. Se sintió desgarrada, y se arrepintió de no haberse dilatado más concienzudamente. Un lamento ruidoso escapó de su boca.

Arakán respondió tal como le exigía su naturaleza animal: empujando hasta el fondo con violencia. Al perro no le importaba a quién pertenecía el agujero que se estaba beneficiando. Él no distinguía la vagina de una caniche del codiciado trasero de su ama. Sólo se concentraba en exprimir el jugo de sus testículos tan rápido como pudiera.

Sonia gemía sin control, sumida en el repulsivo placer de sentirse envilecida y violada. Arakán le embestía con un ritmo único y desconocido para ella. Su amante era un chucho callejero; estaba siendo sodomizada por un perro flaco y maloliente. No quería pensar en ello. Estaba completamente segura de que, al despertar de su erótica borrachera, se hundiría en el fango del arrepentimiento.

Gruesas gotas de babas resbalaban por su espalda, y caían desde sus pechos colgantes, bailones. Arakán la penetraba con tanta fuerza que se vio obligada a tumbarse boca abajo y levantar el trasero dócilmente. El perro no tardó en adaptarse a la nueva postura, mucho más incómoda para él.

Sonia se revolcaba bajo el animal salvaje. Sentía el calor de la hamaca en sus pezones y la barriga de Arakán frotándose contra ella. Su espalda enrojecida por el sol fue castigada por las pezuñas del perro, que resbalaban una y otra vez, rasguñándola a su paso.

Sonia se había convertido en una bestia. Sus sentidos estaban expandidos, y su conciencia ya no le avasallaba con sentimientos y emociones; sólo seguía a su instinto. Como un sólo ser, el perro y la chica copularon sin descanso, disfrutando de cada segundo, de cada embate. Él se expresaba en jadeos, ella en aullidos de loba en celo.

Cuando la perra descubrió que su semental estaba a punto, decidió acariciar su clítoris y acompañarle. Bastó un ligero roce para que Sonia sintiera su cuerpo explotar en mil pedazos. Comenzó a convulsionarse, a revolcarse, a contraerse. Como una marea, el placer llegó ola tras ola, rompiéndolo todo a su paso.

Al despertar de su enajenación, Sonia se encontró con la boca babeante y los intestinos rebosantes de leche caliente. Arakán aún tenía que esperar unos minutos enganchado a ella, pues, hasta que no menguara su erección, no podría extraer la bolita que crecía en la base de su miembro, y que taponaba el maltratado trasero de la joven.

Sonia se lamió un dedo con lujuria, maldiciendo el momento en que Arakán tuviera que abandonarle.


Samuel estaba a las puertas del colapso cardíaco, de hecho había sentido como su brazo izquierdo se paralizaba en varias ocasiones. Demasiada emoción para sus sesenta y largos años de edad.

Observó como el perro extraía el miembro de su admirada Sonia. Con el mismo efecto que una botella de champán al descorcharse, un chorro de leche brotó del ano de la morena. Sonia se untó la mano con el esperma del animal y lo examinó con curiosidad. Parecía mucho más amarillento y espeso que el humano.

El abuelo no podía perder un segundo más allí. Sabía por experiencia que cuando algo iba tan bien, siempre acababa estropeándose. La grabación era suya, y no podía dejar que cayera en manos equivocadas.

Recogió sus bártulos a toda prisa y corrió escaleras abajo. Lanzó un beso al viento, esperando que llegara a su amada. Era un cariñoso y sincero agradecimiento por haberle brindado el día más feliz de su vida.


La relación entre Sonia y Arakán mejoró durante el resto de la tarde. La joven comenzó a llamarle por su nombre, desterrando de su vocabulario palabras como "chucho", "pulgoso" o "muerto de hambre".

Horas antes de la llegada de Ulrico, Sonia estaba ilusionada como una colegiala. Llevaba puesto un batín sobre el conjunto de lencería negra que su marido le había regalado en reyes, y que sólo había disfrutado en una ocasión. Su maquillaje azulado, sus uñas celestes y su perfume de arándanos eran aderezos de lujo para una noche tan señalada.

– Pórtate como ayer, cariño, y hazme feliz – rogó a su perrito.

La preciosidad morena cogió el hocico de Arakán y lo acercó a su boca. No tuvo reparos en entrecruzar su lengua con la suya. Entonces oyó el sonido del timbre.

– ¡Ulrico! – exclamó ilusionada. Estuvo a punto de dejar el batín sobre la cómoda y recibir a su marido en ropa interior, pero se contuvo.

Se decepcionó un poco al comprobar que se trataba de su vecina Mieke. Mieke era una preciosidad de origen alemán. Una rubia de veinticinco añitos, pelo largo y tez bronceada, pechos perfectos y cuerpo californiano. Sonia apenas la conocía, sin embargo había escuchado rumores que aseguraban que era lesbiana.

Arakán saltó sobre las rodillas de la rubia, y ella lo abrazó con ternura.

– ¡¡Sammy, por fin te he encontrado!! – susurró mientras lo besaba entre las orejas.

Sonia se quedó boquiabierta. ¡Mieke era la dueña de Arakán! ¡Ella lo había adiestrado!

– Lo recogí de la calle; por eso está tan envejecido – comentó Mieke con su cargado acento germano –. Se me escapó hace cinco días. Creí que lo había perdido para siempre.

Mieke se abrazó a la morena, aún estupefacta.

– Gracias Sonia, no sabes lo especial que Sammy es para mí

Acto seguido le dio un beso en la mejilla, y se despidió sonriente. Salió corriendo mientras Sammy la seguía brincando.

Sonia cerró la puerta sin pestañear.

  • Sí, sí que lo sé, Mieke. Sí que lo sé.

Pasó un buen rato pensando en Mieke y en Arakán, mejor dicho: en Sammy, hasta que recordó la hora que era. ¡Ulrico! Debía ofrecer una fiesta a su marido, y se había quedado sin compañero de reparto ¿Qué podía hacer?

Se sintió frenética y atrapada. Dio vueltas por la habitación, mientras se mordía el labio e intentaba pensar. La idea genial se había desvanecido y era muy tarde para preparar un plan alternativo. El timbre de la puerta volvió a sonar y la ilusión de Sonia se derritió como un hielo en el microondas.

Abrió con ojos y labios seductores, pero no encontró a Ulrico; ni a Ulrico ni a nadie. Antes de cerrar la puerta reparó en que alguien había dejado un sobre en el suelo. Lo recogió y cerró a su espalda.

Dentro del sobre encontró un cedé y una nota manuscrita, que rezaba: "Esto le pertenece. Con mis mejores deseos, su ángel de la guarda".

Sonia se fue hasta su portátil, introdujo el cedé y examinó el archivo de video que contenía. Reconoció su solarium al instante, y a ella misma jugueteando con Arakán…totalmente desnuda. Y eso era sólo el principio. ¡Ya tenía algo que ofrecer a su marido!.

Nunca descubrió quién le había grabado mientras copulaba con Arakán, pero tampoco le importaba. Aquella película brindó a la pareja la noche más asombrosa y extraordinaria de su vida.

La Dama y el Vagabundo

© Angelo Baseri

04-10-2006