La Dama de los Perros (4): Final
Final de la historia de las tres aspirantes a modelo caídas en canina desgracia. Siendo este relato un homenaje al cine B y a las road movies americanas, abundan aquí, de manera deliberada, los lugares comunes propios de tales géneros
En efecto y como si fuera un corolario a las palabras de Dave, una vez que hubo untado a las muchachas con lo que fuese que hubiese en el pote, el comportamiento del perro cambió radicalmente. Abandonando cualquier otro objetivo, se concentró de lleno en el sexo de las dos muchachas; husmeó con su hocico en el de ambas y, finalmente, como ya parecía ser regla, se decidió por Krysta. Sonaría loco decirlo, pero de algún modo era como si el can supiera que aquella entrada aún no había sido visitada por ninguno de los de su especie y por eso mismo le fuera más atractiva. Viendo la cogida canina como inevitable, Krysta terminó de perder la calma y fue víctima de un acceso de locura, removiéndose, zamarreando y pataleando para todos lados.
“Parece que tu perra lo quiere hacer difícil” – afirmó Dave mientras mordisqueaba una brizna de hierba.
“Puedo resolver eso” – sentenció Maggie con gesto adusto, y esta vez fue ella quien dio media vuelta y se alejó por un momento. Cuando regresó, traía en sus manos un par de jeringas y un par de ampollas de las que le había dejado el veterinario.
“¿Qué es eso?” – preguntó, extrañado, Dave.
“Algo para calmarlas” – respondió lacónicamente la mujer mientras, con ojo aparentemente experimentado, se dedicaba a llenar la jeringa con el líquido.
Una vez que lo hizo, la mujer entró al canil y pasó junto a Jester sin siquiera temer una mordida; seguramente, por su experiencia, sabía bien que era difícil que el animal prestara atención a otra cosa cuando le han dejado una hembra delante. Tal como Vinnie le había dicho que hiciera, Maggie pinchó una de las nalgas de Krysta con la jeringa. Luego, en un alarde de higiene que sorprendía, descartó la misma y procedió a llenar otra, para luego aplicársela en la cola a Jennifer, quien aún aguardaba por su suerte.
El efecto fue casi inmediato… En sólo un par de minutos Krysta comenzó a ver algo nuboso y los sentidos parecieron embotarse a la par que sus miembros iban cayendo como laxos, sin energía. En ese momento sintió el miembro del perro entrando dentro de ella y, si bien dio un fuerte respingo, no pudo hacer más que soltar un gemido. El perro tenía sus patas delanteras apoyadas sobre la parte superior de la estructura de madera, asomando la cabeza hacia el otro lado y dejando caer, cada tanto, gotitas de baba que iban perlando la espalda de la joven mezclándose con su propio sudor. Extrañamente y en contra de su voluntad, tal circunstancia excitó a Krysta quien, en la medida en que el sedante continuaba haciendo efecto, se sentía cada vez más entregada a una ingobernable pasividad.
El bombeo de Jester arreció contra el sexo de la joven, haciendo que las caderas de ésta golpearan una y otra vez contra el cepo de madera, sometido el mismo a un golpeteo rítmico que se iba incrementando poco a poco. Krysta ya no oponía ninguna resistencia, lo cual provocó sonrisas de satisfacción tanto en Maggie como en Dave, quienes miraban por entre las tablas.
“Ahora sí que a tu perra parece gustarle – apuntó el hombre -. Fíjate que hasta levanta la cola para dejarse coger mejor. ¿Qué es eso que le diste? No lo conozco… ¿De dónde lo sacaste?”
“Me lo dio Vinnie…”
“Ah, jaja… - rió Dave -. ¿Quién otro podía ser sino ese pervertido de mierda que se coge a sus propias perras para combatir la soledad?”
El doberman seguía penetrando y penetrando a la joven, estando ya el bulbo completamente adentro. Krysta, casi sin fuerzas, arañaba el piso de tierra, presa de una excitación de la cual distaba de ser dueña; se sentía una enferma al estar gozando de ser montada por un perro, pero algo más fuerte que ella gobernaba sus sentidos, una fuerza superior que la dominaba y la llevaba hacia donde no quería ir. La mandíbula se le cayó, vencida, y no pudo evitar que, del mismo modo que el perro babeaba sobre su espalda, también de su boca cayeran hilillos de baba que buscaban el piso de tierra. Cuando sintió el cálido semen inundando su interior, ya ni sabía en dónde estaba realmente. Desde el otro lado de la puerta, Maggie y Dave volvieron a sonreír pero aun más plenamente satisfechos que antes, tanto que inclusive él, más que sonreír, carcajeó estruendosamente. Una vez que el perro dejó a Krysta, retomó su correteo por el canil.
“Creo que ya se desentendió… - apuntó Maggie, algo desencantada -. No parece interesado en coger a la otra perra…”
“Dale unos minutos, ya lo hará” – aseguró, con mucha convicción, Dave.
En efecto, el experto criador tuvo razón; bien sabía cuál era el poder de aquella sustancia con que había embadurnado el sexo de ambas jóvenes. Cuando el perro fue sobre Jennifer, ya hacía largo rato que la droga que Maggie le había administrado estaba haciendo efecto en ella, por lo cual la encontró prácticamente anulada y sin ninguna defensa. La joven sólo respiró entrecortadamente, gimió y jadeó cuando el hermoso can se dedicó a penetrarla del mismo modo que instantes antes lo había hecho con su amiga.
“Por algo es macho de selección…” – dictaminó Maggie, con una sonrisa de oreja a oreja, a la vez que una expresión de orgullo se dibujaba en el rostro de Dave.
Algo más lejos de allí, en el porche, Mud, el hijo del criador, no hacía más que alternar llevando nerviosamente sus ojos hacia los caniles y hacia la muchacha a la que le habían encargado que vigilara. Por cierto que en los caniles no podía llegar a ver mucho, sólo a su padre y a aquella lunática mujer acodados contra una de las puertas de madera y escudriñando todo el tiempo hacia el interior. Al joven le hubiera encantado poder ver el espectáculo impagable de esas dos hermosas féminas siendo montadas por Jester, pero su padre lo había puesto a cuidar que la otra joven no se estrangulara y, por lo tanto, debía mantenerse allí para no hacerlo enfadar.
“Sácanos de esto, por favor…” – musitó, de pronto, la rubiecita, motivando que el muchacho, tomado por sorpresa, la mirara azorado.
Clavó la vista en los ojos de la chica, los cuales estaban rebosaban de angustia e imploración.
“Por… favor… - insistió la joven, a cuatro patas y atada contra uno de los postes que sostenía el porche -. Esa mujer está loca… Necesitamos ayuda…”
Mud se sintió turbado y hasta experimentó un ligero estremecimiento. Echó una nueva mirada hacia su padre chequeando que no le estuviese viendo, como si el joven temiera que hablar con la muchacha fuera salirse de las órdenes que le habían dado: su padre, sin embargo, parecía seguir atento a lo que ocurría entre Jester y las otras dos “perras”, con lo cual Mud sintió una cierta libertad para hablar.
“Yo… lo siento, pero… no puedo hacer nada – dijo, con aparente severidad pero a la vez imprimiendo a su expresión una fuerte carga de pesar -. Es parte de un acuerdo: negocios son negocios y no puedo permitir que mi padre pierda dinero…”
“Si nos sacas de aquí, nuestras familias pueden darles dinero… - repuso Erin, en un tono cada vez más suplicante -, incluso más de lo que esa mujer les está pagando… Por favor, te lo pido, necesito que nos ayudes a salir de aquí… Caímos por un maldito accidente; atropellamos a…”
“No es algo que pueda decidir yo – le interrumpió el joven -. Lo consultaré luego con mi padre…”
A pesar de la angustiante situación, una débil luz de esperanza se encendió en los ojos de Erin.
“Gracias… - dijo -. No sabes cuánto te agradecería que hicieras algo por nosotras…”
Mud vio que su padre ingresaba al canil en el que se llevaba a cabo el “servicio” y salía, segundos después, llevando a Jester por la correa, con lo cual estaba obvio que el doberman había finalizado con su trabajo. Mientras Dave subía nuevamente su perro al camión para reinstalarlo en la jaula, Maggie se le acercó y estuvieron platicando un rato y arreglando el tema del dinero; Mud alcanzó de hecho, a ver cómo la mujer depositaba sobre la mano de su padre lo que parecía ser un fajo de dólares. Dave se los echó al bolsillo sin siquiera contarlos y se encaminó hacia la cabina; extrajo de allí una vara idéntica a la que en su momento la dama de los perros había utilizado para capturar a las chicas, teniendo, por lo tanto, un lazo retráctil en su extremo. Erin no pudo evitar un acceso de terror en cuanto vio que el hombre se dirigía hacia ella; echó una mirada desesperada a Mud, pero éste no la miró en ningún momento sino que mantuvo la vista clavada en su padre que se acercaba.
“El servicio de las perras salió perfecto… - anunció Dave, con aire fanfarrón y triunfalista -. Je, tendrías que haber visto cómo Jester las hizo gemir. Ahora, a llevarnos lo que es nuestro…”
Erin volvió a mirar con desesperación a Mud, esperando alguna reacción de su parte. El joven comenzó a hablar tímidamente…
“Papá… quería comentarte que…”
“Ve y coge una de esas lonas que tenemos detrás de la cabina del camión – ordenó Dave sin oír a su hijo -. Vamos a cubrir la jaula porque ésta no es una perra cualquiera y no queremos que llame la atención en la carretera”
Mud vaciló un poco, luego tragó saliva y fue hacia el camión en procura de lo que le había encargado su padre. Erin se sintió desfallecer al ver que el joven hacía lo que se le había ordenado y ya no retomaba el hilo de lo que estaba a punto de decir. Por su parte Dave, sonriente, acercó el extremo de la vara a la cabeza de la muchacha, quien comenzó a moverla hacia todos lados frenéticamente pero ni aun así logró zafar de la mano experta del criador de perros quien, haciendo gala de una gran pericia, logró enlazarla en el primer intento sin esfuerzo alguno. Maggie, presta y solidaria, se acercó para soltar el candado de la cadena de la joven y quitarle también el collar de ahorque. De este modo, la suplicante y llorosa joven quedó a absoluta disposición de Dave para ser llevada hacia el camión y, en efecto, éste jaló de la vara para hacerlo. La muchacha comenzó a gritar y se echó al piso, buscando infructuosamente aferrarse con sus uñas a las tablas del piso del porche. El criador, simplemente, tironeó de la vara y sacó a la desnuda muchacha fuera del porche para luego llevarla a la rastra a través del polvoriento suelo y entre las protestas y quejidos lastimeros de ella. Desde su canil, y todavía con sus respectivas cinturas encajadas en el cepo, tanto Krysta como Jennifer escucharon los alaridos de su amiga mientras era arrastrada y, aun dentro de la sedación bajo cuyos efectos seguían, no pudieron evitar sentir que se desgarraban por dentro al imaginar la escena.
Dave llevó a Erin hacia la caja del camión. Una vez allí, y antes de quitarle el lazo del cuello, le ató las manos con una cuerda e improvisó, con un trapo sucio y deshilachado, una mordaza que le anudó a la nuca; ya no hubo, por lo tanto, más gritos de Erin: sólo sonidos guturales e interjecciones ahogadas. Volvió a jalar de la barra y así obligó a la joven a subir por la escalerilla, prácticamente reptando, hacia la jaula que se le había asignado; no fue, por cierto, tarea fácil hacerlo, razón por la cual Dave, con un ademán, pidió ayuda a su hijo, quien tomó a la muchacha por la entrepierna y prácticamente la alzó en vilo para arrojarla dentro de la jaula. Una vez que la tuvieron allí dentro, Dave aflojó la presión del lazo para quitarlo del cuello de la muchacha y luego se trepó él mismo hacia el interior de la jaula a colocarle un collar de cuero para perros. Erin era sólo impotencia y desesperación mientras sus desorbitados ojos no hacían más que buscar a Mud con la esperanza de recibir alguna ayuda. El joven, sin embargo, daba la impresión de haber olvidado por completo su promesa de interceder ante su padre desde el mismo momento en que recibiera de éste la primera orden con respecto al traslado de la “perra” ; más bien se dedicó a colocar y amarrar la lona tal como Dave le había ordenado a los efectos de cubrir la jaula para ocultar su contenido. Sólo cuando hubo terminado con tal labor, Erin lo oyó hablar:
“Padre… ¿Qué vamos a hacer con ella?”
“Siempre tan poco perspicaz, hijo – le respondió la voz de Dave -. ¡Cogerla, cogerla y cogerla! Ja, ¿qué suponías? Por la concha, por el culo, por la boca y, cuando ya no le queden agujeros disponibles, seguiremos con sus orejas, jeje”
“¿Y no crees que… eso nos pueda significar un problema?” – balbuceó Mud volviendo a tragar saliva.
“No, imbécil… La tendremos lo suficientemente escondida y luego nos la sacaremos de encima. Cuando nos cansemos de cogerla, la cruzaremos al otro lado de la línea y la venderemos en algún prostíbulo barato de México: es gringa, rubia y bien llena de curvas; nos pagarán un buen dinero por ella, jeje…”
A Erin los ojos estuvieron a punto de llenársele de lágrimas y ya no escuchó más nada salvo cuando, al cabo de unos instantes, el camión corcoveaba y se ponía ruidosamente en marcha. Los ladridos de los perros, como era ya normal, siguieron junto al vehículo durante algún trecho; luego no se oyeron…
Cuando volvieron a tener sus cinco sentidos funcionando perfectamente, las chicas se descubrieron a sí mismas dentro de los caniles individuales que Maggie les había asignado ya desde el día anterior. Nunca llegaron a perder el conocimiento, pero sí les había quedado una mezcla de imágenes vagas e imprecisas dando vueltas en sus cabezas: un perro montándolas, los gritos desesperados de Erin pidiendo auxilio y, finalmente, la mujerona llevándolas hacia los caniles. Ya era el atardecer, lo cual se advertía en algunas sombras largas que se introducían por debajo de la puerta.
“Jennifer… ¿estás ahí?” – preguntó Krysta, tratando de escudriñar algo por entre las tablas, pero con una vista que aún no lograba ver del todo bien.
“Ajá” – fue la débil respuesta de su amiga desde el otro canil.
“¿Erin?” – llamó a continuación Krysta, elevando su voz lo suficiente como para hacerse oír dos caniles más allá. Su llamado era, de todas formas, una fugaz ilusión a la cual se aferraba esperando oír la voz de su amiga respondiéndole; pero, claro, nadie contestó y, de hecho, Krysta bien sabía que ya no podía estar allí, pues aún retumbaban en su cabeza los desesperados gritos de Erin mientras se la llevaban. Pero no quería resignarse a tan horrendo pensamiento y había abrigado, por un instante, la esperanza de que Erin siguiera allí y que los gritos oídos no habían sido más que un efecto de la maldita droga que les habían administrado. Nada más: el silencio constituía un duro golpe por parte de la realidad, así como también el triste comentario de Jennifer que siguió:
“Erin no está, Krysta, se la llevaron, ¿no lo recuerdas?”
Krysta se sintió desfallecer como si las pocas fuerzas que aún le quedaban la abandonaran por completo. Para colmo de males, al tratar de incorporarse notó que le costaba mover sus manos. Bajó entonces la vista hacia las mismas y descubrió que una barra metálica de tal vez cuarenta centímetros de largo mantenía ungidas sus muñecas a través de sendos brazaletes sobre el final de cada extremo; es decir que, siendo la barra fija, la muchacha no tenía posibilidad de alejar una mano de la otra ni tampoco de acercarla: todo lo que podía hacer era girar un poco una en relación con la otra y no más de lo que el largo de la barra permitía. No era difícil imaginar que el sentido de tal artilugio era limitar la capacidad de movimiento, permitiéndole tan sólo apoyar sus manos sobre el piso cuando estaba a cuatro patas y, a lo sumo, marchar de ese modo. Intentó mover los pies y se encontró con idéntica realidad: sus tobillos estaban también ungidos por una barra que, en este caso, tendría poco más de medio metro. Estaba todo suficientemente claro: la única posición permitida para ella era a cuatro patas y lo que más podía hacer era caminar de ese modo o bien echarse en el piso de su canil a la hora de dormir, pero no más que eso.
“A ti también te colocaron esa porquería, ¿verdad?” – preguntó Jennifer desde el otro canil.
Krysta no contestó; sus ojos se humedecieron. No podía creer que hubiera una profundidad cada vez mayor en el interminable abismo en que caían: la situación, lejos de mostrar signos de mejora, se complicaba a cada momento y las tontas ilusiones que había tenido de lograr escapar de allí se veían cada vez más lejanas. Pero ademá de ello, a Krysta le mortificaba, por sobre todo, lo ocurrido con Erin. Su cabeza se llenó de imágenes del día anterior y cien veces se vio a sí misma conduciendo un auto de manera alocada e irresponsable hacia una curva peligrosa mientras su amiga le pedía por favor que redujera la velocidad. No se podía creer cómo había terminado todo a partir del fatídico error de estúpida que había cometido; era como si alguien, desde algún lugar, hubiese decidido castigarlas; pero aun de ser así, la que merecía el castigo era ella: ¿por qué tenía que pagar Erin? Quizás así era cómo el destino se burlaba y se ensañaba con ella: haciéndole ver sufrir a sus amigas para que ella sintiera aun más en carne propia la culpa.
Con el caer de la noche, la dama de los perros apareció con la comida y el agua; se la notaba de buen humor y seguramente eso tenía que ver con lo ocurrido en esa tarde y con las altas expectativas que tenía puestas sobre una inminente preñez de sus “perras”.
“¿Cómo están, mis perritas? – saludó alborozada -. Se las vio contentas hoy, eh…. ¿Vieron el perrito hermoso que les consiguió Margaret? Ella se porta muy bien con ustedes…”
Las jóvenes, obviamente, no articularon palabra y simplemente bajaron la cabeza hacia los cuencos sobre los que la mujer echaba el pestilente alimento. No quedaba en claro para ninguna de las dos si el plan que en su momento habían urdido continuaba vigente pero, por otra parte, bien sabían ambas que, fuese como fuese, no convenía hacer enojar a la dama de los perros ni que sufriera un nuevo ataque de nervios. Ya habían presenciado la forma en que se alteraba cuando alguna hablaba; la pobre Erin, de hecho, lo había sufrido tristemente en carne propia.
“Me dio pena desprenderme de Gwen – dijo, con pesar, la mujerona mientras llenaba uno de los cuencos -, pero no se ha portado bien conmigo… Tal vez esté mejor en lo de Dave; allí sabrán cómo entrenarla adecuadamente… Por lo pronto a ustedes les queda esperar a que lleguen los perritos…”
Al decir esto y después de llenar el cuenco, pasó junto a Jennifer y se inclinó para acariciarle el vientre; la joven cerró los ojos como si luchara por rechazar la idea en su cabeza. Parecía increíble, pero aquella mujer esperaba que ella alumbrara perritos…
Durante el resto de la noche las dos jóvenes no intercambiaron palabra. Jennifer, en algún momento, se puso a tararear una melodía que se terminó volviendo monótona y reiterativa, al punto de irritar a los perros que, desde los caniles vecinos, ladraban insoportablemente, uno de ellos muy cerca del oído de Krysta, a quien se le dio por pensar si su amiga no estaría perdiendo el juicio entre tanta locura; de ser así no era nada ilógico, pero podía indicar que Krysta empezaba a estar cada vez más sola.
El día siguiente fue de entrenamiento, pero ya en la mañana les tocó a las chicas sentir el rigor de la mujerona y de sus dictados sobre sus “perras”. En efecto, apenas las sacó de sus caniles para hacer sus necesidades, notó que orinaban pero, una vez más, no defecaban. Era bien posible, por cierto, que entre tanto nervio las jóvenes se hubieran constipado en lugar de aflojarse, lo cual suele ser la reacción más habitual. Fuese como fuese, la dama de los perros optó por el camino más corto y fácil para resolverlo, el mismo que le había aconsejado su veterinario. Fue a la casa en busca de un enema y, tomando a Krysta por las caderas, buscó con su mano el orificio anal hasta hallarlo y abrirlo empujando hacia afuera con dos dedos duros y ahusados. Una vez que el hoyo quedó así expuesto, introdujo el extremo del enema e hizo fuelle para vaciarle el acuoso contenido adentro.; luego se dedicó a hacer lo mismo con Jennifer. El efecto no pudo ser mejor: en cuestión de minutos, ambas marcharon hacia los lindes del claro para defecar bajo la aguda y escrutadora mirada de Maggie. La marcha se hacía extremadamente lenta debido a las barras que les ungían muñecas y tobillos, las cuales no les permitían avanzar más de veinte centímetros en cada paso. Temieron, incluso, hacerse encima antes de llegar a su objetivo. Krysta volvió a intentar ocultarse tras unos arbustos pero, una vez más, una imperativa orden proveniente de Maggie la conminó a permanecer a la vista de ella. Y así, la joven tuvo que flexionar sus rodillas e hincarse un poco llevando su cola hacia atrás hasta acercarla lo más posible al suelo y, una vez en tal posición, defecar bajo los ojos vigilantes de la mujer: denigrante…
Jennifer la imitó y, así, habiendo cumplido ambas con evacuar sus esfínteres, echaron a andar a cuatro patas en dirección hacia la mujer, pero se detuvieron abruptamente al notar que ésta, con gesto severo, las reprendía llamándoles la atención con un chistido. Sin entender demasiado, las muchachas vieron a la mujer trazar un semicírculo con un dedo índice abarcando con ello a otros perros que se hallaban, en esos momentos, haciendo sus necesidades: al parecer, quería que pusieran especial atención en el comportamiento de los mismos. En efecto, todos y cada uno de ellos, después de depositar sus heces, echaban con sus patas traseras tierra sobre las mismas; no era, desde ya, que las cubrieran demasiado, pero parecía ser un ritual canino suficientemente establecido allí y, probablemente aprendido con meses de duro entrenamiento. Jennifer fue la primera en captar la idea: arañando con las uñas de sus pies el polvoroso suelo y haciendo lo que podía al tener reducida la movilidad por la barra que ungía sus tobillos, echó tierra sobre su materia fecal, siendo felicitada por Maggie con una palmadita sobre la nuca una vez que llegó a su lado. Krysta, no quedándole otro remedio y sintiendo sobre sí los ojos avizores de aquel monstruo en forma de mujer, imitó a su amiga como pudo sin hacerlo tan bien, a pesar de lo cual también fue felicitada, seguramente por su esfuerzo.
Margaret Sommers se dedicó luego a pasear a sus perras por todo el claro, primero una y luego la otra, mientras espantaba con un cinto a los perros que se acercaban a husmearlas. La “prioridad” la tuvo, una vez más, Krysta. La mujerona la llevó con cadena y collar de ahorque; por cierto, a la joven se le complicaba mucho la marcha debido a la barra de metal que ungía tanto sus muñecas como sus tobillos. Aun así y no pudiendo dar pasos mayores a veinte centímetros, tal distancia parecía estar prácticamente al límite, ya que de inmediato el collar de ahorque se cerraba obligándola a dar pasos incluso más cortos. De este modo, lo que la mujer no sólo buscaba sino que además conseguía, era que su “perra” avanzara manteniendo el rostro junto a su rodilla. Maggie quedó tan satisfecha que premió a Krysta con unas rebanadas de salchicha que dejó caer sobre el suelo a escasos centímetros por delante de ella y que la muchacha, buscando una vez más no contrariarla en su galopante locura, recogió del piso con los dientes y tragó. Maggie le dio una palmada de felicitación sobre el lomo y la llevó junto al tanque australiano, en donde la dejó atada.
Luego le tocó el turno a Jennifer y lo primero que Krysta notó al observarla fue que su amiga aplicaba mucho mejor las órdenes que la mujer le impartía, por ejemplo cuando le ordenaba sentarse o echarse. Mostró una mayor sumisión que la que Krysta había mostrado y ello podía tener que ver, por un lado, con que Jennifer contaba con la ventaja de haber visto previamente el paseo de su amiga, o bien con que su resignación ante la pesadilla que estaban viviendo había terminado por ser absoluta y simplemente obedecía sin chistar ni dudar. Por momentos hasta daba la sensación de no haber diferencia apreciable entre su comportamiento y el de los demás perros o bien: más aun, hasta parecía superarles en cuanto a docilidad. Esa noche en los caniles, al hablarle, Krysta notó que Jennifer casi ni respondía, sino que apenas emitía algunos monosílabos guturales.
Los días fueron pasando y Jennifer no manifestó demasiado cambio. Maggie, cada mañana, se acercaba y les tanteaba el vientre en evidente búsqueda de algún indicio de preñez. De manera llamativa para Krysta, se detuvo más en Jennifer al hacerlo, como si advirtiera algo diferente. La propia Krysta notaba, por cierto, diferente a su amiga, quien muchas veces se echaba sobre un costado de su canil y se enroscaba de tal modo de contraerse sobre su vientre. Parecía una locura absoluta, pero…, ¡daba la impresión de que estuviera convencida de estar preñada!
Krysta se comenzó a sentir más sola que nunca en el loco sueño de escapar de allí. Ya no podía contar con socia alguna en ningún plan que urdiera; tendría que hacerlo todo sola y ni siquiera había a la vista nada que le permitiese siquiera avizorar un plan de fuga. Vinnie volvió a aparecerse por el lugar, aparentemente llamado por Maggie para controlar a sus “perras”. Una vez más las sometió al degradante control en el cual les manoseó alevosamente cada parte íntima. Y en cuanto notó el estado de autismo canino en el cual parecía haberse sumido Jennifer, no dejó pasar la oportunidad para sacar partido de ello. Bastó que la dama de los perros se ausentara momentáneamente para ir a hacer algún quehacer para que el perverso veterinario se dedicara a coger sin piedad a la muchacha del mismo modo en que antes lo había hecho con Krysta, salvo el hecho de hacerlo por la vía convencional en lugar de por la anal. Jennifer ni se inmutó ni protestó; sólo dejó hacer e, incluso, jadeó al ser penetrada. Krysta no lograba dar crédito a sus ojos: una de sus amigas estaba en manos de unos criadores maniáticos, otra a su lado cada vez más pasiva e inexistente. ¿Qué podía hacer ella sola?
Vinnie no sólo ofició como veterinario sino también como mecánico, logrando poner en marcha nuevamente la camioneta de Maggie para algarabía de ésta. Se encargó, además, de chequear el supuesto estado de preñez de las “perras” y, en efecto, confirmó a la mujer la “buena noticia”, notándose claramente que era otro de los ardides de que se valía para seguirle el juego a una loca y así divertirse en su infinita perversión. Krysta se preguntaba qué ocurriría cuando la mujer, llegado el momento, descubriera que todo era un camelo al no llegar cachorro alguno. De sólo pensarlo, se le ponía la piel de gallina, pues ya había presenciado las crisis emocionales de la mujer cada vez que algo la decepcionaba.
A lo que definitivamente la joven no podía dar crédito era al deterioro progresivo de Jennifer. Ya no articulaba palabras; era como si se hubiese olvidado de hablar por completo, pero eso no fue lo peor: lo más increíble fue ver que, a medida que pasaban los días los únicos sonidos que emitía eran ladridos, gruñidos y aullidos. De hecho, lo hacía ya de un modo tan perfecto que no había diferencia con el resto de los canes: definitivamente se estaba mimetizando con ellos y no porque se tratara de un plan preconcebido como el que, en su momento, habían urdido con Krysta, sino más bien porque parecía ser que, tristemente, la mente de la muchacha había colapsado por completo y cada vez se hacía más difícil encontrar en ella algún vestigio de humanidad más allá del aspecto físico. La deshumanización de Jennifer marchaba a la par de una tan progresiva como firme acentuación de los rasgos caninos en su conducta. De hecho, Maggie la liberó de las barras metálicas por considerar que, aparentemente, ya no las necesitaba. Y, en efecto, Jennifer caminaba a su lado y respondía a las órdenes sin necesidad de ninguna limitación física para hacerlo. Llegó la mujer incluso a liberarla de su collar de ahorque y, aun así, la joven caminaba junto a su rodilla sin apartarse de ella más de veinte centímetros. Definitivamente, pensó Krysta, ya no era Jennifer: era Jolee, la perra doberman tristemente muerta en aquel fatal día del accidente en la curva. Hasta se la veía dejar hacer y mantenerse pasiva cada vez que algún macho se le acercaba por detrás para olisquearle su sexo y, en un acto obscenamente animal a los ojos de Krysta, hasta levantaba un poco su cola a los efectos de ofrecerlo mejor. Si ningún perro se terminó apareando con ella en esos días, sólo fue porque Maggie no lo permitió sino que en cada oportunidad en que la situación lo ameritó, espantó los perros a cintazos, tal vez creyendo, de ese modo, cuidar mejor a los cachorros en camino.
Pero si algo positivo sacó Krysta del proceso de degradación animal que iba hundiendo a Jennifer, fue entender que precisamente ése era el camino. Quizás, después de todo, la idea original de mostrarle a Maggie una conducta de perra dócil y sumisa para así mantenerla complacida, no estuviera tan errada. Su amiga, pobre, había terminado asumiendo ese rumbo de acción sin atisbo alguno de razón ni voluntad propia, pero Krysta bien podía encararlo premeditadamente. Se dedicó, por lo tanto y con la mayor paciencia del mundo, a perfeccionarse en lo concerniente a comportarse como la perra que Maggie quería y creía ver en ella. Aprendió a marchar a la par, a hincarse, a sentarse y a echarse; cumplió a rajatabla con las prescripciones acerca de cómo, dónde y cuándo hacer sus necesidades, sin que hubiera, además, una sola vez que Maggie encontrara el cuenco con comida o el bebedero con agua al ingresar en el canil por la mañana. Se perfeccionó en el ladrido, el gruñido y el aullido, y si bien nunca llegó a lograr sonar tan natural como su amiga Jennifer (quien definitivamente estaba convencida de ser una perra) sí se le acercó bastante en tales logros.
Y el día tan anhelado llegó, finalmente: Maggie le liberó las muñecas y los tobillos, los cuales le dolían horrores después de tanto llevar las barras metálicas. Le quitó incluso el collar de ahorque, el cual ya estaba tan acostumbrada a llevar consigo que hasta se sintió extraña al no sentir la presión sobre su cuello y tener la sensación de que ingresaba más oxígeno a sus pulmones. Bien, ya estaba libre. ¿Y ahora qué? Trató de no perder la calma ni de desperdiciarlo todo: si simplemente echaba a correr por entre los árboles que rodeaban el claro se exponía al doble riesgo de que la mujer azuzara al resto de los perros en su persecución o bien que, decepcionada y aún más enloquecida, fuera por su escopeta. No; si quería salir de allí, debía actuar con cautela e inteligencia. Había esperado por demasiado tiempo el momento de tener las manos libres como para ahora desperdiciarlo y, por otra parte, ya sabía sobradamente de la fuerza física de aquella mujerona que la había doblegado en un par de oportunidades.
La camioneta era una buena chance para escapar después de que Vinnie había logrado volver a ponerla en funcionamiento. Pero en cuanto la joven tuvo la oportunidad de fisgonear dentro de la cabina, se anotició, para su desgracia, de que Maggie no dejaba la llave puesta; además, cuando la mujer se marchaba con el vehículo, las dejaba tanto a ella como a Jennifer encerradas en sus caniles, seguramente por temor a que fueran montadas por otros perros en su ausencia. Krysta luchó denodadamente para aflojar alguna de las tablas que formaban el entarimado de la puerta pero no logró siquiera hacerles mella. Para colmo de males, Maggie dejaba las puertas bajo candado en lo que constituía, a todas luces, un exceso de precaución si realmente consideraba que ellas eran perras; a no ser, claro, que temiera que alguien llegara en su ausencia y les robara justamente sus dos perras más preciadas.
Una mañana como cualquier otra, Maggie abrió la puerta del canil de Krysta, quien salió presurosamente para hacer sus necesidades, pero cuando la mujer hizo lo propio con el canil de Jennifer, ésta no salió. La dama de los perros adoptó un semblante de preocupación y Krysta pudo entrever, de reojo, a su amiga echada contra las tablas del fondo de su canil, respirando lenta y trabajosamente, con la lengua caída por fuera de sus labios.
“¡Dios mío! – exclamó la mujerona en un grito y tomándose la cabeza con ambas manos -. ¡Está a punto de parir!”
Le dio tal ataque de locura que fue varias veces de la casa al canil y del canil a la casa, como sin saber qué hacer. Tomó su teléfono celular y se comunicó con Vinnie quien, al parecer le dijo que le llevara a la perra parturienta. Krysta se preguntaba cómo iría a arreglárselas el veterinario pervertido para terminar diciendo a Margaret Sommers que, finalmente, no había perritos. Por cierto, al echar una ojeada a su amiga, Krysta no pudo creer lo que sus ojos veían: era a todas luces imposible, desde ya, pero a los ojos de cualquiera lucía en ese momento como una perra a punto de parir. Significaba ello que Jennifer no sólo se había ido convirtiendo mentalmente en una perra sino que, además, hasta estaba preñada psicológicamente.
La mujer fue hasta la camioneta y la puso en reversa hasta ponerla de culata contra la puerta del canil que ocupaba Jennifer. Dejándola en marcha, se bajó de ella con un collar de cuero y una correa en mano; una vez que tuvo a la joven debidamente acollarada pareció comenzar a inclinarse como para subirla en vilo y así colocarla sobre la camioneta, pero en ese momento miró hacia el interior de la caja cerrada del vehículo y se quedó cavilando, como si notara que faltaba algo, tal vez algunas bolsas de arpillera para poner a su “perra” sobre ellas, así que partió en seguida hacia el cobertizo que se hallaba por detrás de la casa en procura de conseguirlas. En el momento en que Krysta la vio desaparecer de su campo visual, supo que ése era el momento: era ahora o nunca. La cuestión, claro, era cómo lograr subir a Jennifer a la camioneta en el estado en que se hallaba y convencida, como parecía estar, no sólo de su preñez sino también de la inminencia de un alumbramiento. No había mucho que pensar: Krysta actuó con la urgencia que el caso requería y corrió hacia el canil.
“Vamos, Jennifer – le dijo, con tono tranquilizador, pero a la vez urgente -, tenemos que irnos de aquí…”
La joven, tal como era previsible, no contestó; sólo se quedó mirándola, siempre con la lengua colgándole por sobre el labio inferior y dejando caer gotitas de baba mientras respiraba por su boca en lugar de hacerlo por la nariz. No había tiempo de nada, pensó Krysta; simplemente tomó por su extremo la correa que Maggie acababa de ponerle al collar de la muchacha y, caminando hacia atrás, jaló de la misma arrastrando a su amiga, quien aulló, pataleó y por momentos se asfixió en la medida en que se resistía a moverse: era obvio que la joven, en su condición canina, no reconocía a Krysta como su líder. El jaleo hecho por Jennifer no hizo sino poner en guardia al resto de los perros, que comenzaron a acercarse al canil a puro ladrido. Krysta decidió obviarlos: ya era, después de todo, una más entre ellos; empujó a su amiga hacia el interior de la caja del vehículo aun a pesar de la resistencia de ésta y luego cerró la misma. Abriéndose después camino entre los doberman, se trepó a la cabina para acomodarse en el asiento del conductor. Agradeció al cielo que la camioneta estuviera en marcha ya que había escuchado docenas de veces los muchos intentos que, para arrancarla, se veía obligada a hacer Maggie cada día: un problema menos…
Aun a pesar de tratarse de un vehículo viejo y destartalado, Krysta se transformó totalmente en cuando sintió un volante bajo sus manos y unos pedales bajo sus pies: aquello era definitivamente lo suyo. Logró, trabajosamente, hacer entrar la primera y, así poner al vehículo en movimiento sin poder aún creer tal cosa estuviera ocurriendo. Los perros, por supuesto, se arremolinaron en derredor ladrando a las cubiertas y, por momentos, saltaban hasta la altura de las ventanillas enseñando sus temibles dentaduras muy cerca del rostro de Krysta quien, sin embargo, no se dejó amilanar en ningún momento: para esa altura, todos sus sentidos estaban abocados a la labor de largarse de allí y no le importaba demasiado si, llegado el caso, tuviera que hacerlo con una mejilla menos; de hecho ni siquiera levantó el vidrio de la ventanilla para no perder tiempo. La vieja camioneta fue ganando velocidad y la joven se decidió a poner la segunda pero…, fatalmente, el motor se detuvo en cuanto intentó hacerlo, como si le hubiese faltado acelerador o bien hubiera soltado el embrague demasiado pronto, tratándose de tal cachivache.
Krysta se sintió morir. Impotente, golpeó el volante con los puños pero rápidamente se impuso la tarea de poner en marcha nuevamente el vehículo. El motor tosió un par de veces sin dar visos de respuesta favorable hasta que finalmente arrancó, para alegría de Krysta, cuyos ojos se encendieron como candiles. No obstante, en cuanto intentó volver a poner en movimiento la camioneta y aun a pesar de haberle dado más acelerador y soltado más suavemente el embrague, el motor tosió y se paró nuevamente. La joven maldijo a todo lo que le viniera a la cabeza pero se dio cuenta, al mismo tiempo, que había dejado la palanca de cambios en segunda olvidando, con los nervios, pasarla a primera. Así que, sabiendo que no podía seguir perdiendo tiempo, esta vez hizo las cosas bien y colocando debidamente la palanca en primera, logró arrancar y poner en marcha el vehículo nuevamente, pero apenas lo hizo, sintió una pesada mano cerrándose sobre su cuello y empujando su cabeza hacia atrás hasta aplastarle la nuca contra el respaldo. En un principio, la asfixia le hizo cerrar los ojos pero en cuanto logró entreabrirlos y mirar de reojo, descubrió, con horror, el macilento rostro de la dama de los perros a escasos centímetros del suyo. La mujer, trepada a la puerta del vehículo, lucía absolutamente desencajada y fuera de sí, los ojos vidriosos y enseñando los dientes como si fuera un perro rabioso. Krysta, más que nunca, sintió que todo se terminaba allí, pero aun así no se dejó abatir: pensando con la velocidad de un relámpago, escudriñó con gran esfuerzo el camino que se abría por delante y, sin quitar el pie del acelerador, condujo la camioneta hacia el sendero que se abría por entre los árboles. La mujerona aumentó la presión sobre su cuello y la joven bien que acabaría por ahorcarla si persistía en tal actitud pero, aun así, una fuerza interior desconocida para ella la llevaba a seguir pisando el acelerador, pero no sólo a eso… A un costado del camino entrevió un árbol seco y dirigió la camioneta en dirección hacia él, buscándole pasar lo más cerca posible de tal modo de estrellar a la mujer contra el mismo…
En efecto, el plan dio resultado… El cuerpo de la mujer impactó cuan duro y macizo era contra el tronco del árbol y a Krysta le dio la impresión de escuchar ruido de huesos rotos, pero lo más importante de todo fue que logró desprenderse de la dama de los perros, evidenciado ello en el hecho de que dejó de sentir la presión de la pesada mano sobre su cuello, además de lograr ver, por el espejo retrovisor, cómo la mujer, tras haberse estrellado contra el árbol, caía al piso como un bulto casi sin vida. Lo lamentable del asunto fue que Krysta se distrajo tanto en contemplar su obra que no llegó a tiempo para volantear el vehículo de regreso al sendero con lo cual el mismo terminó impactando, en su parte delantera, contra otro árbol. Fue tal el empellón provocado por el choque que los senos de Krysta se aplastaron contra el volante, que prácticamente se le clavó en el esternón. Desde atrás, en el interior de la caja cerrada, le llegó el retumbar del cuerpo de Jennifer golpeteando a sus espaldas, junto con un quejido estremecedoramente canino.
Los perros volvieron a arracimarse en torno al vehículo ladrando insufriblemente mientras la joven intentaba volver a poner sus sentidos en orden. Lo primero que hizo fue espiar por el espejo retrovisor para ver qué había sido de la dama de los perros… y la imagen que vio no pudo haber sido, por cierto, más terrorífica… La mujerona estaba allí, de pie, con toda la furia dibujada en un rostro ensangrentado y su negra camisa recorrida también por riachos de sangre, pero lo peor de todo era que, recién entonces notó Krysta que Maggie tenía en sus manos la escopeta, de la cual se había hecho seguramente un momento antes al escuchar que la camioneta comenzaba a moverse o bien alertada por los perros que ladraban tan nerviosamente…
Krysta tuvo el impulso de bajar la cabeza, aun cuando no sabía si la dama de los perros podía realmente atinarle desde donde se hallaba, pero su cerebro, que ya para esa altura trabajaba a mil como consecuencia de la urgencia y de lo desesperante de la situación, vio en ese momento la posibilidad de poner el vehículo en reversa. Por suerte, el motor no se había detenido con el impacto, sino que todo lo que había ocurrido era que la camioneta había quedado imposibilitada de continuar hacia adelante o bien virar hacia un costado al estar el paragolpes prácticamente incrustado contra un tronco. Sacar el vehículo en reversa no sólo aparecía, por lo tanto, como la única posibilidad de moverlo sino también como una chance concreta de desembarazarse para siempre de la dama de los perros. Krysta soltó el embrague y, en el momento de hacerlo, temió haber vuelto a ser muy brusca, con el consecuente peligro de que el motor se detuviera, lo cual sería casi el final de todo. Por fortuna no fue así, sino que la camioneta salió despedida violentamente hacia atrás y la joven se encargó de volantearla de tal modo de dirigirla contra Margaret Sommers. Oyó el aparatoso impacto del cuerpo de la mujer contra el paragolpes seguido de manera casi instantánea por el impacto del vehículo, una vez más, contra un árbo: el mismo, justamente, contra el cual instantes antes lograra desembarazarse de Maggie cuando ésta le apretaba el cuello. Se escucharon también un par de aullidos lastimeros y agónicos que evidenciaron que en su arremetida en reversa la camioneta no sólo había aplastado a Maggie sino también a uno o dos perros. Por un momento le volvió a su mente el recuerdo de aquel día terrible en que atropellara a las tres perras en la curva de la carretera, pero, rápidamente, la muchacha buscó alejar de ella todo pensamiento que, en un momento tan tenso como el que estaba viviendo, la pudiese distraer de su objetivo principal: huir de allí…
Por lo pronto, no había señales de vida de Maggie aun cuando no lograra verla en el espejo. Si no estaba muerta, la mujer debía estar agonizante… La muchacha pisó el embrague y volvió a poner primera; agradeció al cielo que la camioneta, aun con todo lo vieja y destartalada que lucía, siguiera funcionando a pesar de haber recibido un par de durísimos impactos tanto por delante como por detrás. Volanteando el vehículo para volver al sendero, Krysta logró poner las ruedas sobre el mismo y así, pasar a segunda y, por primera vez, a tercera. La camioneta corcoveaba y se zamarreaba tanto que daba la impresión de que se fuera a desarmar de un momento a otro, pero seguía marchando. Los perros, por supuesto, la acompañaron durante algún trecho ladrándole en derredor pero, una vez que el vehículo dejó atrás la arboleda y se encontró andando por dos inmensos huellas que delineaban un camino de tierra, ya no lo hicieron.
El corazón de Krysta comenzó a latir aun con más fuerza: no podía creer que, finalmente, estuvieran largándose de allí. Tanta paciencia y tantas desilusiones sufridas estaban, finalmente, encontrando su compensación. El paisaje era terriblemente árido y, aunque pareciera increíble, Krysta lo sintió como entrañable, familiar y más conocido, como si estuviera volviendo al desierto del cual nunca deberían haber salido. Poniendo la cuarta, atravesó por un puentecillo sobre un arroyo de aguas muy quietas que parecía casi un estanque y, por alguna razón, tuvo la sensación de que al transponerlo estaba, de algún modo, empezando a dejar atrás el infierno… Súbitamente, y de manera inesperada si se consideraba el violento nerviosismo en que se hallaba, comenzó a reír, como no pudiendo creer que finalmente todo estuviera quedando atrás. Y rió, rió, rió… Hasta que su risa se convirtió en mueca de pánico cuando una mano ensangrentada se estrelló contra el parabrisas por delante suyo…
El rostro se le tiñó de terror y se contrajo en una indescriptible expresión de espanto. Desde el techo de la cabina vio deslizarse por el parabrisas primero una mano, luego el ensangrentado y desencajado rostro y, por último, el cuerpo completo de la dama de los perros…
La mujer se dejó, prácticamente, caer sobre el capot y, al hacerlo, manchó con sangre todo el vidrio de la cabina. Al horror sin nombre y el descorazonamiento que se apoderaron de Krysta se sumaba el hecho de que ni siquiera podía ahora ver por dónde iba, obstruida la visual por las manchas de sangre y por el cuerpo mismo de la mujerona. Margaret Sommers le clavó una mirada que era veneno puro: el infierno mismo destellaba en sus pupilas: de rodillas sobre el capot, alzó la escopeta que, increíblemente, jamás había perdido y apuntó directamente al rostro de la joven que conducía. Esta vez, sí, Krysta entendió que, definitivamente, era el final. En un gesto mecánico cerró los ojos para esperar el disparo, pero en ese preciso momento una pequeña luz se encendió en su cerebro y rápidamente hundió su pie sobre el freno…
El vehículo se clavó contra el suelo con brusquedad y al volver la joven a abrir los ojos vio cómo el rostro de Maggie se contraía y trataba, inútilmente de aferrarse a algo mientras se iba de espaldas por encima del capot, llevada por la inercia. El cuerpo de la mujer cayó pesada y aparatosamente contra el suelo a unos cuatro metros por delante del frente del vehículo, levantando, al hacerlo, una nube de polvo que, por un momento, impidió a Krysta lograr visualizarla. Lo que sí logró determinar fue que, por fin, la dama de los perros había perdido de sus manos la escopeta, la cual se hallaba a un costado del camino, a unos tres metros de distancia de Maggie. Sin perder tiempo, Krysta volvió a centrar su atención en el tablero, que se veía con todas las luces encendidas o, al menos, con las que aún lograban encenderse. Claro: había tocado el freno con tanta prisa que no le había dado embrague, razón por la cual el motor se había detenido nuevamente…
Presurosa, volvió la llave a posición de apagado, pisó el embrague, puso la palanca nuevamente en primera y giró la llave para volver a arrancar. No hubo caso: el motor tosió y se paró después de un breve amague; lo intentó una vez más, pisando esta vez el acelerador para bombear aceite, pero el resultado volvió a ser el mismo y, por el contrario, parecía que el motor se ahogara. Lo intentó otra vez… y otra… y otra… En eso levantó los ojos del tablero y vio, con el mayor espanto del mundo, como la mujer a la que nada parecía matar, se erguía de entre el polvo como si fuera la misma presencia del diablo en el medio del desierto y, a continuación, comenzaba a caminar despaciosa pero firmemente hacia la camioneta con sus llameantes ojos clavados en Krysta. La dama de los perros, después de tantos empellones e impactos, sangraba por todas partes pero estaba bien viva y ni siquiera cojeaba…
Presa de la mayor desesperación, la joven intentó, siempre sin éxito, poner en marcha la camioneta una y otra vez, pero tanto su nerviosismo como la rusticidad del vehículo le jugaban en contra y no sólo no lograba resultado alguno sino que los amagues por arrancar se iban convirtiendo tan sólo en secos chasquidos en la medida en que lo seguía intentando.
De pronto las manos de Margaret Sommers abrieron la puerta de la camioneta con tal fuerza que casi la arrancaron de sus goznes. La dama de los perros ya estaba allí… Krysta lanzó un agudo grito de horror que debió escucharse en varios kilómetros a la redonda y la mujerona volvió a clavar su pesada mano contra el cuello de la muchacha cortándole la respiración. Con la mano que le quedaba libre, rebuscó por debajo del asiento de la camioneta hasta dar con una cadena: la enroscó alrededor del cuello de Krysta y luego tironeó de ella arrastrando a la muchacha fuera de la camioneta y haciéndola caer de bruces contra el polvoroso suelo.
“Me decepcionaste, Lilith… y no sabes cuánto” – masculló la mujer entre dientes y jaló de la cadena arrastrando a la joven un par de metros.
A Krysta los ojos se le pusieron en blanco y supo que moriría de un momento a otro si la mujer seguía jalándola por la cadena. Sin embargo, de pronto dejó de hacerlo; la presión aflojó por un momento sobre el cuello de la muchacha, quien tosió, boqueó y tragó aire desesperadamente. Krysta se giró y, de espaldas contra el suelo, levantó la vista; el sol del desierto la encegueció y, por lo tanto, se llevó una mano a los ojos para hacerse visera: justo en ese momento una oscura e imponente silueta eclipsó el sol y la joven supo que la dama de los perros estaba junto a ella… La mujerona, rápidamente, clavó una rodilla en tierra mientras contraía su enrojecido rostro en una mueca de furia imposible de describir con palabras. Apoyando su otra rodilla sobre los pechos de Krysta de tal modo de aplastarla y así inmovilizarla, puso esta vez sus dos manos sobre el cuello de la muchacha y, así, la atenaceó con fuerza con el obvio objetivo de buscar su muerte… La decepción que había sufrido con Lilith la llevaba, al parecer, a tal grado de locura…
Si Krysta se había sentido antes al borde de la muerte cuando la mujer le apretara el cuello con una sola mano, demás está decir que la sensación se veía aumentada al doble al sentir ahora ambas manos sobre el mismo. La joven pataleó y golpeó con sus puños el piso, así como también estrelló una retahíla de puñetazos contra el cuerpo de la mujer sin que diera la sensación de perturbarla en lo más mínimo: era como golpear una roca, pero a la vez una roca ensañada, enfurecida y ávida de venganza… Los brazos de Krysta, al igual que sus piernas, flaquearon, ya sin energías, y la muchacha decidió entregarse a un final del cual, ilusamente, había creído momentos antes poder escapar…
En ese momento, un estruendoso estampido cortó el aire del desierto. La presión sobre el cuello de Krysta aflojó súbitamente y ésta sintió que, increíblemente, la muerte volvía a darle una nueva chance de escapar a ella. Al mirar al rostro de Margaret Sommers, vio sus ojos inexpresivos, ausentes… El cuerpo de la mujer se abalanzó sobre el suyo, aplastándola en su mayor parte aun a pesar del rápido movimiento que hizo la joven a los efectos de evitar quedar debajo. Apenas la sintió caer sobre ella, Krysta supo perfectamente que la mujer de los perros ya no respiraba…
Haciendo un esfuerzo por levantar su nuca de tierra, buscó otear por encima del cuerpo sin vida de la mujerona y, una vez más, debió hacerse visera con la única mano que no tenía aplastada por aquella masa inerte. Al hacerlo, logró distinguir que alguien estaba allí, de pie a unos pocos metros, en posición exultante y sosteniendo la escopeta de Margaret Sommers entre sus manos. Se trataba de una silueta femenina, grácil y armoniosa… En cuanto los ojos se le fueron acostumbrando al encandilamiento que el sol les producía, pudo precisar que… era Jennifer…
Krysta forcejeó lo más que pudo para sacarse de encima el cuerpo muerto de la mujer, pero sus intentos eran por demás infructuosos. Jennifer arrojó la escopeta a lo lejos y corrió a ayudarla; ni entre las dos se hacía fácil mover el cuerpo de la maciza mujer pero lograron, al menos, levantarla lo suficiente como para que Krysta lograra deslizarse arrastrándose por debajo. Una vez que estuvo libre del inerte peso, quedó sentada en el piso junto al mismo y no pudo evitar dirigirle un nervioso vistazo; aunque fuera difícil de creer, la dama de los perros, en efecto, ya no respiraba… Jennifer, rodilla en tierra, abrazó a su amiga, quien no podía ocultar sus lágrimas de emoción no sólo por seguir con vida sino por ver, de algún modo, “de regreso” a su amiga…
“¿Qué… pasó?” – preguntaba Jennifer, confundida.
“Shhhh, shhhh, shhhh… - le calmó Krysta -. No importa; ya está todo bien…”
“No… puedo recordar nada… - continuó diciendo Jennifer, arrugando el ceño como si buscara hacer memoria -. Lo último que recuerdo es… que íbamos hacia una curva a demasiado rápido y Erin te decía que bajaras la velocidad…. ¿Qué pasó luego? ¿Dónde está Erin? ¿Y… quién era esa mujer?”
Demasiadas preguntas para responderlas todas juntas, pensaba Krysta, mientras no dejaba de abrazar a su amiga con los ojos llenos de lágrimas…
OCHO MESES DESPUÉS…
“¡Noooooo! ¡Suéltenme, malditas perras! ¿Qué me están haciendo?” – no paraba de aullar el enclenque sujeto, atado como estaba por muñecas y cuello a un bombeador de agua, a cuatro patas y sin pantalones, además de tener sus tobillos también atados a sendas puntas de hierro que se hallaban clavadas a tierra, de tal modo que no tenía forma alguna de cerrar sus piernas.
“Todavía nada, Vinnie” – dijo, con tono supuestamente apaciguador, la joven que estaba terminando de ajustar las ligaduras. Se trataba de una hermosa muchacha de cuerpo de modelo cuyas curvas se dibujaban por debajo del short de gastado jean así como de su camisa, anudada a la cintura y con tres botones abiertos de tal modo de dejar entrever sus hermosos pechos. Sus ojos azules quedaban ocultos bajo las gafas de sol que llevaba y su cabello, si bien negro, lucía de todos colores debido al menjunje de tinturas que lo bañaban con reflejos azules, rojos y amarillos.
“En todo caso, nosotras no te vamos a hacer nada” – apostilló la otra joven, quien había estado sosteniendo todo el tiempo una carabina recortada muy cerca de la nuca del hombre mientras su amiga se encargaba de atarlo. Al igual que ella, lucía un short de jean y, en su caso, una remera llena de agujeros y rajaduras que dejaban entrever todo el tiempo una piel digna de despertar los más bajos deseos. Sus ojos, aunque grises, estaban igualmente ocultos bajo gafas de sol y su cabello lucía aun más variopinto que el de su amiga ya que a los colores mencionados sumaba destellos de verde, rosado y violeta, luciendo incluso un rouge de ese último color sobre sus labios.
Casi como si hubiera sido una respuesta a sus palabras, tres perros que se hallaban atados al paragolpes de una vieja camioneta se removieron en su lugar y ladraron nerviosos sin separar sus ojos del hombre amarrado a cuatro patas.
“¿Conoces esto?” – preguntó la muchacha que acababa de atarlo mientras le ponía junto al rostro un pote que se hallaba lleno por alguna sustancia pastosa e indefinible que, sin embargo, pareció ser reconocible a los ojos del hombrecillo, cuyo rostro se tiñó de espanto.
“No, no… - comenzó a decir, tragando saliva -. Por favor, te lo pido… Yo… no les hice nada… No fui yo quien las tomó cautivas ni las convirtió en perras…”
Pero la joven no lo escuchaba; con gesto indiferente, se dedicaba a introducir tres dedos dentro del pote para después dedicarse a untar con la espesa sustancia toda la zona que rodeaba el orificio anal del hombre. Éste se removió y pataleó, gritando horrorizado de tal manera de implorar un auxilio que jamás llegaría en el medio de aquella árida desolación.
Viendo que su amiga ya no necesitaba ayuda, la muchacha que llevaba el arma la bajó a tierra y enfiló hacia el Jaguar descapotable que se hallaba estacionado a unos diez metros; sin abrir la puerta, se ubicó de un salto en la butaca del acompañante y vio cómo su amiga terminaba con el trabajo de embadurnarle la entrada trasera a aquel tipo. Sin embargo, no pudo evitar desviar un momento la vista hacia los tres animales que se hallaban atados a la camioneta y su semblante, por un instante, pareció extraviarse… Se detuvo, sobre todo, en uno de los perros, al que vio tan hermoso que no pudo evitar relamerse involuntariamente e incluso un hilillo de baba quiso empezar a correrle por la comisura de los labios.
“¡Jennifer!” – le gritó, increpante, su amiga quien, habiendo ya terminado con su labor, miraba hacia el Jaguar con gesto severo y manos en la cintura.
“Lo…, lo siento, Krysta…” – balbuceó la aludida.
“¡Eres humana! ¡No lo olvides! – le reprendió su amiga -. Ya déjate de andar mirando perros…”
“Es que… es hermoso…”
“¡Jennifer!” – el grito de Krysta fue aun más potente que el anterior, tanto que provocó en la aludida un respingo y la arrancó de su ensoñación canina.
Krysta, sin dejar de mirarla, sacudió la cabeza. Desde que había ocurrido aquello, Jennifer había vuelto, pero no del todo… Cada tanto parecía tener esos accesos en los cuales se seguía creyendo perra. Encogiéndose de hombros, Krysta se dirigió hacia la camioneta y soltó los perros, ante los ruegos desesperados de Vinnie, atado al bombeador y con su entrada anal embadurnada y expuesta. Apenas liberados, los perros corrieron sobre el desdichado veterinario disputándose un lugar… Poco después los alaridos del tipejo eran tan hirientes que, de haberlos escuchado alguien en aquella vasta inmensidad, los hubiera confundido seguramente con los aullidos de un coyote.
Krysta, también con un salto, se trepó al Jaguar y miró a Jennifer.
“Eres humana, no lo olvides” – dijo, lacónica, para, a continuación, poner en marcha el auto y dejar atrás una escena en la cual tres perros ávidos de sexo se disputaban los turnos para dar cuenta de un veterinario pervertido e indefenso…
OTROS DOS MESES DESPUÉS
Los dos sujetos, atados a las sillas, no paraban de aullar de dolor ante lo que estaban viviendo. Bajar la vista era para ellos insoportable ya que ello implicaba encontrarse con la ausencia de sus respectivos miembros, ambos trágicamente amputados minutos antes con una tijera de podar. La sangre fluía a chorros y, justamente por eso, una de las muchachas, acuclillándose frente a ambos, les enseñó el rollo de gasa que sostenía en una mano y la botella de agua oxigenada que portaba en la otra.
“Ustedes eligen – anunció, con una ligera sonrisa en su rostro -. O mueren desangrados aquí mismo bajo el sol del desierto o, al menos, les pongo algo para detener la hemorragia, lo cual no es garantía de que en un par de horas no se los estén, de todas formas, comiendo los buitres, pero al menos les da alguna chance más: eso se ve muy mal – adoptó una expresión seria en su rostro mientras miraba hacia la zona genital de ambos sujetos, allí donde sólo quedaban las respectivas bases de sus talados miembros -. Así que, por última vez, ¿qué pasó con Erin?”
Los dos sujetos, padre e hijo, no podían parar de temblar ni de convulsionar por el dolor y, aun así, eso no se comparaba con la terrible novedad de saber que ya no volverían a ser hombres completos nunca más.
“Mué.. rete…, maldita p… perra” – masculló el mayor de ambos a la vez que intentaba escupir hacia la joven, pero sus energías eran tan pocas que el escupitajo apenas llegó a depositarse sobre su pecho.
“Hmmm, respuesta equivocada” – sentenció la otra muchacha, quien, carabina en mano, permanecía detrás de su amiga mirando la escena con diversión.
“La p… pasamos para el otro lado de la… línea… - musitó el más joven -. La v… vendimos a un p… prostíbulo…”
“¿Adónde?” – preguntó la que sostenía la gasa y el agua oxigenada.
“C… cerca de A… Agua Prieta… Tienen que p… pregun… tar por un tal… Alayes…”
“¡Excelente respuesta!” – exclamó la chica del arma mientras su amiga se dedicaba a colocar y encintar gasa sobre el flujo de sangre que salía del joven allí donde antes había estado su miembro.
“Z… zu, zu, zu, zu… At.. taque…” – musitó, como pudo, el mayor de los dos, en un intento por azuzar a sus perros doberman en contra de las dos muchachas.
“No gastes energía – le dijo Krysta mientras terminaba de tapar la hemorragia -. La vas a necesitar para vivir unos minutos más… Y tus perros no te van a llevar el apunte… ¿Los ves? – señaló con el dedo pulgar por encima de su hombro -. Se los ve muy entretenidos: a los perros siempre les gustan las rebanadas de salchicha…”
En efecto, a sólo unos pocos metros por detrás de Krysta, alrededor de una decena de perros se daban el gran festín y se disputaban las rebanadas de carne fresca que las muchachas habían desperdigado a lo largo del piso de tierra…
OTROS DOS MESES DESPUÉS
El bar rebosaba de gente: viajeros de paso, buscadores de sexo, maníacos depresivos, perdedores, hombres solitarios, marginales y delincuentes convivían allí en una extraña mezcla que sólo es posible cuando en un lugar confluyen bebida, sexo y apuestas. Aquí y allá muchachas con muy escasa ropa atendían a los clientes o bien bailaban sobre una plataforma tratando de esquivar, las más de las veces sin lograrlo, los extendidos brazos de los libidinosos que las miraban desde abajo; cada tanto, alguno se subía para tomar a una de las chicas y cuando tal cosa ocurría, inevitablemente los matones del lugar iban prestos a aplicarle un correctivo, llegando incluso a tomarlo por los fundillos y arrojarlo a la carretera; eso, por supuesto, sólo ocurría en el caso de que el cliente quisiera propasarse sin pagar nada por tal desliz, pero muy distinta era la situación cuando había algún dinero de por medio. En eso consistía precisamente el negocio de Alayes y lo manejaba a la perfección…
El tipo estaba allí, en el centro del salón, manoseando sobre su regazo a una chiquilla que difícilmente pasara de los quince años; de hecho, muchas de las jovencitas que se desempeñaban en el lugar daban la impresión de ser menores de edad. La bebida iba y venía junto con las chanzas y los comentarios soeces; de tanto en tanto alguna trifulca se armaba cuando dos tipos se disputaban una misma chica o cuando alguno no quería aceptar su derrota en un juego de naipes. Alayes jamás tuvo que preocuparse por la policía, a quienes tenía ya los suficientemente comprados e incluso varios de ellos eran visitantes asiduos del lugar. Nada parecía interponerse para que su negocio siguiera funcionando con la misma impunidad con que lo había hecho siempre… Nada hasta ese día, al menos…
Las dos muchachas recién llegadas desencajaron totalmente en el lugar, no porque no fueran bonitas ni deseables (más bien todo lo contrario) sino porque era sumamente extraño que dos señoritas cayeran a semejante lugar sin, al menos, compañía masculina. No parecía el lugar ideal para que ello ocurriese…
Fue inevitable que todas las miradas se clavaran en ellas mientras avanzaban a paso firme por el salón. Ambas lucían sendos y deshilachados shorts de jean, tan desgastados que hasta permitían ver por debajo algunas franjas de piel, sobre todo en sus hermosos traseros. Cada una de ellas llevaba también una camisa anudada por encima de la cintura, sombrero texano, gafas para sol y borceguíes; cada una de ellas tenía también el cabello teñido de varios colores. Pero lo más impactante del cuadro que presentaban era que una portaba una escopeta de doble caño y la otra una pistola Colt 1911 sumada a un lanzallamas que, con una correa, llevaba cruzado en la espalda.
Las reacciones fueron de lo más diversas: mientras que algunos, ante el avance de las muchachas, se hicieron hacia atrás evidentemente intimidados, los matones de Alayes fruncieron a un mismo tiempo sus entrecejos y llevaron las manos hacia sus armas, ya fuera que las tuviesen a la cintura o bien sobre las costillas y por debajo de la chaqueta. Otros, en cambio, optaron por proferir comentarios soeces al paso de las chicas:
“Bueno, bueno, así es como me gustan, con aspecto de guerreras , jaja”
“¡Por fin gringas nuevamente! Jaja…, hace algún tiempo que se están extrañando en este lugar…”
“¿Cuánto cuestan las dos juntas? ¡No negocio por sólo una! Jaja…”
“Tengo algo para mostrarte que es bastante más largo que esa escopeta, gringa, jeje”
Incólumes ante los comentarios, las dos jóvenes seguían avanzando hacia Alayes, el cual las miraba imperturbable y hasta divertido; muy distinto, en cambio, lucía el semblante de sus matones quienes, viendo que las chicas no se detenían en su marcha hacia el dueño del lugar, hicieron ademán de sacar sus armas definitivamente…
La realidad fue que no tuvieron tiempo de nada. Antes de que siquiera pudieran haber deslizado un brillo metálico por fuera de sus ropas, ya uno no tenía nariz, a otro le habían volado la oreja y un tercero caía al piso tomándose dolorido la entrepierna. La muchacha del Colt 1911 había actuado con tal rapidez que no dejó a ninguno de ellos el más mínimo margen para actuar; sonriente y exultante, hacía ahora bailar el arma entre sus dedos.
“Me gusta más que la carabina, Krysta – dijo, en clara alusión a su amiga– Jiji…”
Si había otros individuos armados en el lugar, desistieron rápidamente de cualquier acción: aquella joven no era una joven, era un demonio venido del desierto…
“Sí – convino la otra muchacha sin dejar de caminar hacia Alayes ni de mantener fija la vista en él -. Es una suerte que exista el mercado para proveernos de estos juguetes, Jennifer… Y es increíble la rapidez con que lograste entrenarte en su manejo…”
Cuando llegó ante Alayes, la joven se plantó ante él. El sujeto seguía observándola imperturbable, con la chiquilla sentada sobre su regazo y sin dar señales de haber quedado impresionado por la escena presenciada.
“Estoy completo ya de chicas, gringa…” – dijo, con aire de suficiencia.
“Quiero saber sobre esta chica en particular” – le interrumpió Krysta, colocándole una fotografía de Erin frente a sus ojos.
El hombre la miró como sin interés.
“Una gringa… - dijo, despectivamente -. No sé…, han pasado demasiadas por aquí…”
“Yo creo que sí la recuerdas” – le espetó, entre dientes, Krysta, poniendo el caño de la escopeta a escasos centímetros por delante del rostro del sujeto.
En ese momento un disparo tronó en el lugar. Casi de inmediato, un sujeto ya sin vida se desplomó mientras sostenía una pistola nueve milímetros en su mano derecha. Krysta, por sobre su hombro, echó una rápida mirada a su amiga Jennifer quien, una vez más sonriente, hacía bailar el Colt entre sus dedos y soplaba el caño en un guiño cinematográfico. Krysta volvió su atención hacia Alayes…
“¿Qué dices? La recuerdas…”
El sujeto pareció resignado más que intimidado.
“Estuvo aquí hace un tiempo – dijo -. Se la compré a dos gringos fracasados que la vendieron por monedas. Pero ya no está aquí. ¿Sabes qué, nena? Cuando están demasiado llenas de leche no nos sirven y preferimos vendérsela a algún prostíbulo de menor nivel…”
“¿Adónde…?” – le interrumpió Krysta poniéndole el caño tan cerca de su rostro que casi se lo apoyó contra los labios; si no lo hacía por completo, era para permitirle hablar…
El hombre permaneció en silencio y continuaba mirando a la joven con aire divertido.
“¿Adónde la vendieron?” – insistió Krysta quien, aun manteniéndose serena, imprimía a su rostro una cierta impaciencia que comenzaba a rayar en la furia.
“El tipo se la llevó de aquí – dijo Alayes mientras arrugaba el rostro en actitud de estar intentando recordar algo que tenía bastante perdido -, así que no sé. Lo único que puedo decirte es que regentea un club de mala muerte en el camino a Hermosillo…”
“Ok – dijo Krysta, relajando un poco más su expresión -. Gracias por el dato…”
“Bueno… ¿y ahora qué? – preguntó el hombre, con un encogimiento de hombros -. ¿Vas a mamármela? Jaja…, te aviso que soy de acabar adentro, jajajaa”
Alayes carcajeó estruendosamente y algunos obsecuentes de los que nunca faltan se le sumaron en coro.
“A mí también me gusta acabar adentro” – apuntó, con absoluta serenidad la muchacha, jalando el gatillo en el exacto momento en que el tipo abría su boca cuan grande era para reír.
El estampido de la escopeta retumbó en todo el salón provocando que todos y cada uno de los clientes o las chicas que allí trabajaban, pasaran a exhibir en sus rostros una expresión de absoluta y azorada incredulidad. La cabeza de Alayes, lisa y llanamente, estalló con el disparo de Krysta: sangre y sesos se desparramaron tal forma que hasta mancharon las repisas que, rebosantes de botellas, se hallaban por detrás de la barra. La jovencita que se hallaba sobre el regazo del ahora muerto personaje huyó despavorida, salpicada en sangre.
Krysta echó un vistazo en derredor, no sólo comprobando el estado de aterrada quietud en que todos se hallaban, sino también las consecuencias de su obra, al ver por todos lados las salpicaduras del cerebro reventado.
“Hiciste trampa – dijo, bajando la vista hacia Alayes, cuya cabeza había quedado echada hacia atrás, con los ojos mirando para siempre al ventilador de techo y la boca abierta en una carcajada interminable pero sin sonido -. No valía escupir…”
Se giró sobre sus talones y, decididamente, pero sin ninguna prisa, echó a andar en dirección hacia la puerta. Jennifer caminó unos pasos hasta ocupar el centro del salón, junto a la silla donde yacía Alayes, ya sin vida ni cerebro... Llevaba ahora el Colt encajado bajo el short y, en cambio, sostenía en sus manos el lanzallamas que antes llevara a la espalda.
“Yo diría que vayan saliendo de aquí – anunció, divertida -. Dentro de un rato va a hacer mucho calor…”
No hizo falta decir nada más: absolutamente todos los que se hallaban en el lugar echaron a correr hacia la puerta. Una despavorida fauna de viajeros, oportunistas, matones, marginales, delincuentes, solitarios y perdedores se abalanzó sobre la salida justo detrás de Krysta, quien ya caminaba en dirección al Jaguar.
Un destello de luz brilló en los ojos de Jennifer en el momento en el cual accionó el lanzallamas y, en cuestión de segundos, el local, construido mayoritariamente en madera, ardía como un papel. La joven caminó hacia la puerta y, en el momento de salir, dio la impresión de que las llamas se apartaran a su paso. Jennifer ya no miró hacia atrás, sino que siguió caminando siempre en dirección al Jaguar mientras, a sus espaldas, el edificio se quejaba, crujía, crepitaba y caía…
Subió al auto y se ubicó en el asiento del acompañante. Krysta ya tenía puesto el motor en marcha. Jennifer echó un último vistazo a la construcción ardiente y luego su vista pasó por el hato de aterrorizados que, en algunos casos, permanecían allí viendo incrédulos cómo el local de Alayes dejaba de existir y, en otros, corrían hacia sus autos y camiones o bien, simplemente, a campo traviesa. Pero Jennifer descubrió algo más: un perro, evidentemente macho y de raza indefinible, estaba allí, con la vista fija en el edificio cuya estructura seguía cayendo entre el crepitar de las llamas. El rostro de la joven, por un instante, se transformó y, otra vez, un hilillo de baba quiso comenzar a deslizarse por la comisura de sus labios.
¡Jennifer! – la regañó Krysta propinándole un puñetazo en el brazo y arrancándola de su estado.
Jennifer parpadeó varias veces, pareciendo como atontada.
“Lo… lo siento, Krysta… Es que…”
“¡Eres humana, no perra! – le increpó Krysta mientras ponía en marcha el auto - ¡No lo olvides! Ahora… vamos camino a Hermosillo…”
El Jaguar rugió al salir despedido por la carretera. Un lagarto corrió a esconderse apenas lo sintió… Unos kilómetros más adelante, un policía mexicano lo vio pasar a tal velocidad que estuvo a punto de poner en marcha su vehículo para salir a perseguirlo. Pero al mirar bien hacia la mancha azul que se alejaba, desistió del intento; imposible alcanzarlo: ese vehículo iba como si lo llevara el diablo mismo. Inclusive, y el policía no logró determinar si realmente era así o sólo un espejismo, le dio la impresión de que aquel bólido dejaba dos rastros de fuego sobre la carretera…
FIN