La Dama de los Perros (3)

Tercer capítulo de la saga: a las jóvenes a quienes una mujer lunática ha tomado por perras, les espera un día de "control veterinario" y de "servicio". Invitado especial: Jester, macho de selección...

Los ojos de Krysta bajaron hacia el piso de la camioneta; no podía creer lo que estaba ocurriendo.  Juntó coraje y logró que algunas palabras pudieran salir de su boca, aprovechando que en ese momento la dama de los perros no se hallaba allí para oírle hablar.

“Maldito hijo de perra – dijo, entre dientes -.  Ruega porque nunca salga de aquí porque te juro que te voy a matar despacio…”

“Je,je – rió Vinnie -.  Mira, preciosura, te voy a decir tres cosas al respecto.  En primer lugar hijos de perra van a ser los tuyos… y de perro, una vez que te hayan servido, jajaja… En segundo lugar no necesito rogar porque no creo que vayas a salir de aquí jamás, je… A Maggie nunca se le ha escapado un solo animal.  Y en tercer lugar, aun si así fuera y tuvieras, como dices, la posibilidad de matarme, prefiero morir contento habiéndote cogido, jaja…”

Con una Krysta absolutamente abatida y humillada a más no poder, el sujeto se desabrochó el pantalón e instantes después sacaba su miembro, al cual la joven percibió erecto apenas lo sintió entre sus piernas en busca de su concha; una vez más, había subestimado la fragilidad y decrepitud de aquel bizarro tipejo.  La joven volvió a cerrar sus piernas, dispuesta a vender cara su integridad; ahora no estaba allí Maggie para darle cintazos.

“Ah… nos ponemos en difíciles, ¿eh? – dijo Vinnie sacudiendo la cabeza -.  Pues si me cierras una puerta, no tengo problemas en entrar por la otra…”

Krysta abrió enormes los ojos y de inmediato sintió cómo el tipo la tomaba por las nalgas y se las separaba con fuerza, dejando así descubierta su entrada de la retaguardia, esa misma que instantes antes el desagradable sujeto profanara con sus dedos.  A pesar de que se removió para intentar escaparle a su verga, no lo logró: el miembro, lejos de mostrarse débil o enclenque, ingresó por el orificio sin pedir permiso y, al hacerlo, arrancó a la joven un grito de dolor que retumbó por todo el lugar.

“Sé que duele… - dijo el veterinario -, pero no me dejaste opción.  Podría haberte puesto siquiera vaselina, pero ahora ya es tarde y no hay tiempo de hacerlo…”

El pene erecto siguió hacia adentro aprovechando la dilatación que antes habían producido los dedos de Vinnie; Jennifer, de costado, miraba espantada lo que ocurría sin saber cómo podía ayudar a su amiga ya que sus collares estaban unidos y cualquier intento por moverse las ahorcaría.  Por su parte, Erin lucía aun más desencajada, con la vista desorbitada y no sólo sin saber qué hacer sino además sin la posibilidad de hacerlo por sus manos esposadas.

“Por suerte para ti ese culo parece estar hecho, jeje… - rió Vinnie mientras seguía penetrando crudamente a Krysta por detrás -.  ¿No es así…?”

Acompañó su pregunta con un nuevo y violento empellón por entre los plexos de la joven, de tal modo que ésta volvió a aullar al sentir el falo cada vez más adentro; estuvo, incluso, a punto de caer de bruces, pero con un esfuerzo sobrehumano tensó sus brazos para no hacerlo apenas sintió el ahorque sobre su cuello en tanto que un nuevo grito ahogado de Jennifer le indicaba que su amiga también lo estaba sintiendo.

“Te hice una pregunta… ¿No es así?” – insistió el sujeto enterrándole la verga aún más adentro.

Krysta lanzó una exhalación en forma de gemido prolongado e hiriente.

“Eso… es algo que… no te concierne, maldito cerdo” – masculló entre dientes.

“Ah ah… respuesta equivocada – sentenció Vinnie negando con su cabeza y empujando un poco más adentro -. Tienes todo el aspecto de una de esas putitas universitarias que se la dejan dar por el culo por todo el equipo de básquet, ¿verdad?  O por los putos profesores con tal de obtener buenas calificaciones…”

“Muérete…, maldito hijo de puta…”

“Sí, sí, ya lo voy a hacer… Espero que falten bastantes años, jaja…, pero antes… tengo que hacer esto, jejejeje”

Y la verga entró a tal punto que le arrancó a Krysta un grito de tal intensidad que hizo ladrar a coro a todas las perras.  Sólo tenía la esperanza de que Maggie también lo hubiera escuchado: ironía…  Como si se sumara al coro perruno, el infame veterinario empezó a jadear de un modo cada vez más entrecortado y desagradable: fue incrementando el ritmo de la cogida al mismo tiempo que sus jadeos se iban convirtiendo en gritos.  No paró hasta que la joven sintió dentro de su ano la potente y caliente descarga de su eyaculación… Contra su voluntad, la muchacha volvió a experimentar una ingobernable excitación al tiempo que levantaba los hombros y arqueaba su espalda aplastando el bajo vientre contra el piso de la camioneta.  Levantó la cabeza aun a su pesar y sin querer hacerlo, con lo cual y, como no podía ser de otra forma, tanto ella como Jennifer volvieron a sentir el ahorcamiento… Lo extraño del asunto era que, en el contexto de estar siendo penetrada por detrás, los dolores se combinaron e, insólitamente, dieron como resultado un placer momentáneo: Krysta se odió por ello, pero sin embargo fue como si se hubiera visto arrastrada hacia donde no quería, como si patinara, como si fuera cayendo en un pozo…, o como si ella fuera un auto que, sin control, derrapaba en la curva hacia el terraplén: sí, seguramente era ésa la mejor analogía posible en ese momento.

Una vez que la brutal cogida anal hubo terminado, Krysta se dejó caer sobre el piso de la camioneta; era tal la humillación que sentía que hasta perdió sentido de la realidad y ni siquiera pareció tomar nota de que así se estaba ahorcando.  Jennifer, con horror, intentaba avisarle, dado que a ella también le ocurría lo mismo, pero no tenía forma de articular palabra cada vez que el collar de ahogo se cerraba sobre su garganta.  No  le quedó más alternativa que dejarse caer ella también para aflojar la tensión del mismo y, así, ambas muchachas quedaron tendidas boca abajo y con sus mejillas aplastadas contra el piso de la camioneta, en tanto que Vinnie, silbando tranquilamente una melodía irreconocible y posiblemente inexistente, volvía a guardar su miembro y se acomodaba la ropa sabiendo que no olvidaría nunca ese día.

Justo a tiempo…, al menos para él.  En ese preciso momento la dama de los perros apareció por el flanco de la casa trayendo en manos una sierra y tanto Krysta como Jennifer maldijeron para sus adentros: podría haber llegado un rato antes…

“Bien – anunció Maggie mostrando en alto la herramienta -.  Ya podemos liberar a Gwen.  Pero ten mucho cuidado… Es arisca y difícil; estoy dudando incluso de que sea conveniente usarla para tener cría.  Los hijos suelen heredar esos rasgos…”

De pronto la situación pareció, extrañamente, invertirse.  Ahora era Erin, como insospechada consecuencia de su rebeldía, quien mejores perspectivas parecía tener; por el contrario, la docilidad mostrada por sus amigas, no parecía llevarlas hacia la libertad como habían supuesto, sino a ser servidas por un perro… Cruel ironía.  De hecho, el rostro de Erin se encendió de esperanza al escuchar tal comentario mientras que sus dos amigas sufrieron el peor de los abatimientos.

El hombre comenzó a serrar las esposas de la joven, pero la verdad era que no iba para atrás ni para adelante; otra vez volvía a ser el mismo enclenque inútil que a las muchachas les había parecido en la primera impresión visual.  Maggie, en un momento, le arrebató la sierra de las manos y se dedicó ella misma a la tarea; más acostumbrada, al parecer, a tales quehaceres, en pocos segundos lograba que las esposas de Erin pendieran fláccidas de sus ya desunidas muñecas.  Tomó luego a la blonda muchacha por hombros y cintura y la obligó a flexionarse hasta adoptar la posición a cuatro patas requerida; una vez que lo consiguió, la ubicó junto a sus dos amigas.  Casi era obvio lo que vendría a continuación si se consideraban los antecedentes de Erin: bastaron una corta planchuela y un “clic” para que su collar quedara unido indefectiblemente al de Jennifer.

“Tres perras en ristra” – dijo, divertido el veterinario.

Sometió, por supuesto a la voluptuosa rubiecita a los mismos “análisis”  que le había realizado a las otras y se dedicó, también, a “revisar” las tetas a Jennifer, cosa que antes no había hecho.

“¿Me dices que te trae problemas esta perra?” – preguntó Vinnie, señalando a Erin.

“¿Gwen?  Sí, ha intentado escaparse, no come durante la noche, orina en el canil…” – respondió Maggie con voz apesadumbrada.

“Ajá… Yo diría entonces de no hacerla servir por un macho de selección como piensas hacerlo; correrías el riesgo de gastar dinero inútilmente.  Haz servir a las otras dos y, en todo caso, destínale a Gwen alguno de tus perros, lo cual no te va a producir cachorros tan redituables en el mercado, pero al menos te van a salir gratis…”

Una vez más el espanto se apoderó del rostro de Erin; la “suerte” que creía haber entrevisto un momento antes, parecía de pronto esfumarse: es decir, la estaban virtualmente excluyendo del “servicio” que, aparentemente, tendría lugar esa misma tarde, pero en lugar de terminar siendo eso un alivio, sólo representaba cambiar tal horrenda suerte por una aun peor: la de ser servida por un perro barato.

“Sí, tienes razón – convino la mujerona -.  En fin, ya veré qué hago…”

“Por lo pronto, puedo darte algo – anunció el veterinario rebuscando dentro de su maletín para, finalmente, extraer una ampolla con un líquido dentro -… ¿Tienes jeringas?”

“Descartables, sí… siempre tengo…” – respondió Maggie.

“Bien, pínchale en la grupa e inyéctale esto si se pone difícil: la sedará un poco y la pondrá más dócil…”

Erin tragó saliva; no podía creer que estuvieran hablando de ese modo sobre qué hacer con ella…

“Ah, eres muy amable, Vinnie… Te lo agradezco muchísimo…” – dijo Maggie, con una expresión que denotaba sincera gratitud.

“No hay nada que agradecer, Maggie… ¿Las otras se portan bien…?”

“Sí,… de momento sí, ayer me trajeron algunos problemas pero ahora parecen estar más dóciles.  Aunque…”

El rostro de Margaret Sommers se ensombreció y tanto Krysta como Jennifer sintieron un estremecimiento.  De reojo, se miraron entre sí como tratando de dilucidar qué era lo que habían hecho mal…

“No hicieron caca esta mañana” – dijo la mujer, provocando que las dos chicas sintieran casi un mazazo en sus respectivas nucas.  Habían pensado, ahora veían que erróneamente, que Maggie no se había dado cuenta de tal circunstancia o que no le había importado.  Pero, una vez más, volvían a caer tristemente en la cuenta de que a aquella mujer no se le escapaba detalle alguno en relación con sus perras.

“¿No tienes una enema?” – preguntó Vinnie.

“¿Para humanos?” – repreguntó Maggie, extrañada -.  Sí, tengo, pero…”

“Sí, es lo mismo.  El metabolismo de los mamíferos, en general, no difiere mucho de uno al otro… Sólo aplícasela en la cola a cada una y asegúrate de vaciarles bien el contenido adentro”

Incrédulas ante lo que oían, las chicas se miraron entre sí sin, obviamente, decir palabra.  Las hicieron descender del vehículo a tierra, debiendo ellas hacerlo con sumo cuidado y tratando de marchar siempre a la par para no ahorcarse entre sí; no fue tarea fácil y, por momentos, de hecho, sintieron la odiosa punción sobre sus cuellos.  Quedaron allí, junto a la camioneta, ungidas las tres y a cuatro patas, con los perros olisqueándoles y lamiéndoles el sexo sin poder ellas hacer nada para evitarlo.  Ahora que, finalmente, tenían las manos libres, el cautiverio parecía ser, paradójicamente, peor que antes.  Vinnie se despidió efusivamente de Maggie y luego acarició la cabeza de las tres chicas sonriendo.  Después de varios intentos, puso en marcha su camioneta destartalada y se alejó de allí, lo cual significó para las muchachas no sólo el alivio de que semejante depravado se hubiera marchado sino también que los perros las olvidaran por un rato para salir ladrando a la carrera tras el vehículo que se alejaba.

Maggie miró un rato a la camioneta levantar polvo por el sendero y luego se volvió hacia las chicas; les dedicó una sonrisa y enfiló hacia la casa para realizar algún quehacer doméstico.  Por un momento el corazón de Krysta se encendió de alegría al notar que la mujer olvidaba su sierra junto al tronco de un árbol, pero tal sentimiento se diluyó muy rápido al ver cómo, al cabo de unos breves instantes, retornaba para hacerse con su herramienta.

Las muchachas se miraron.

“¿Y ahora qué?” – preguntó Jennifer.

“Y ahora nada… - respondió Erin, quien volvía a mostrarse medianamente calma, aunque su calma era más bien resignación -.  Vamos a ser cogidas por un perro, ¿no escucharon?  Al menos a ustedes les va a tocar un macho de selección…”

“Eso es un espanto… - apuntó Krysta -.  No puedo terminar de creérmelo…”

“Va ser mejor que lo vayas haciendo – le dijo Erin -.  Hago una pregunta: ¿no sería mejor que nos estrangulásemos a nosotros mismas con esta porquería que nos han puesto al cuello?  ¿No sería mejor morir de una vez para así, al menos, terminar con todo este suplicio?...

¡Erin!... – le amonestó Krysta.

“Por lo pronto el plan de ustedes dos no parece estar dando demasiado resultado – continuó Erin, sin hacer demasiado caso -.  Se suponía que complacerla a ella nos liberaría… Bien, mírense, niñas, están a cuatro patas y con collar al cuello, exactamente igual que yo…”

Poco a poco, los perros fueron regresando después de la persecución de la camioneta y estaban nuevamente dedicados a olisquearles el sexo por detrás.

“¡Qué repulsión…!”– masculló Jennifer.

“¿Repulsión? – preguntó Erin -.  Esto no es nada… Aguarda a que te cojan…”

“¿Pueden callarse? – protestó Krysta -.  Necesitamos urdir un plan para escapar y no puedo ni siquiera pensar con el alboroto que hacen…”

“¡Ah, la muchacha tiene que pensar! – se mofó Erin -.  Hasta ahora no nos viene yendo muy bien con tus brillantes ideas.  Fuiste tú, después de todo, quien decidió acelerar en aquella curva y, si vamos más atrás, fuiste tú la de la idea de ir a San Diego…”

¡Erin! – le reprendió Jennifer -.  ¡Hagámonos cargo y no culpemos tan sencillamente a Krysta!  ¡Ninguna de nosotras dos dijo nada cuando ella se apareció con la idea y, de hecho, estuvimos ambas encantadas!  ¿O no?  ¿Puedes ahora callarte un poco…?”

Los comentarios de Erin eran, por cierto, sumamente hirientes para Krysta, quien ya venía atormentada por las culpas, sobre todo por su irresponsabilidad al conducir.  Frunció el rostro y los ojos estuvieron a punto de llenársele de lágrimas, pero se contuvo…

No supieron durante cuánto tiempo estuvieron allí, en esa posición, pero de pronto uno de los canes que rondaban por el lugar se acercó a Jennifer por detrás.  En un principio no pareció hacer nada distinto a todos los que se le habían acercado antes: hurgó, husmeó y olfateó…, pero luego vino la gran sorpresa.  De modo inesperado, el animal, evidentemente un macho, se le trepó a las caderas y la joven sintió tanto las uñas sobre la espalda como el aliento canino sobre la nuca.  Aterrada, abrió los ojos enormes y sus amigas también lo hicieron.

“C… chi… cas… - tartamudeó, temblando de la cabeza a los pies -.  Ese… p…perro está p… por co… germe…”

“¡Cierra las piernas, Jennifer!  ¡No lo dejes! – le urgió Krysta -.  ¡Te dejará en cuanto vea que no puede hacerlo!”

La muchacha de cabello castaño, haciendo caso a su amiga, juntó sus piernas a los efectos de que su concha no se abriera tan fácilmente... Pero terminó siendo un esfuerzo inútil: en lugar de desanimar al animal, éste pareció, por el contrario, aumentar su obstinación y se removió con fuerza, zamarreando a Erin.  Fue entonces cuando la joven descubrió trágicamente que el miembro canino, por su misma forma, se abre camino más fácilmente que el humano en circunstancias adversas y, de hecho, pudo sentir cómo el bulbo se deslizaba hasta encontrar su raja y así, con paciencia, el perro se fue balanceando sobre ella hasta llevarlo bien adentro.  La cara de Jennifer se contrajo en un rictus de espanto y gritó…

“¡Calma, Jennifer! – le instó Krysta -.  ¡Tenemos que llamar a esa mujer!  ¡Hacer que venga...!”

“¿Ah, sí? – vociferó desesperadamente Erin -.  ¿Y cómo vamos a hacerlo?  ¡No podemos hablar!  ¡Está totalmente loca y tal vez nos mate si nos oye hacerlo!”

Un largo gemido de dolor brotó de la garganta de Jennifer y los ojos de Krysta se llenaron, más que nunca, de estupor y urgencia.

“¡Ladremos!” – dijo.

A Erin se le cayó la mandíbula.

“¿Qué?” – preguntó, arrugando la nariz y achinando los ojos.

“¡Ladremos!  ¡Aullemos! – insistió Krysta, cada vez más presa de la angustia - ¡No hay tiempo, vamos!”

La urgencia que Krysta impuso a sus palabras no dejó ya mucho por pensar.  Fue ella quien comenzó con el coro, arrancando de su garganta un aullido que sonó increíblemente canino.  Erin, de reojo la miró por un instante, pero al ver, entre medio de ambas, el rostro contraído de Jennifer, entendió que no había tiempo para perder, así que, aun con toda su resistencia, se sumó a su amiga e, incluso, se atrevió a emitir algunos ladridos no demasiado convincentes pero que eran lo mejor que podía llegar a lograr.  Jennifer, aun dentro de su conmoción y su más que incómoda situación, también se terminó sumando:

“Auuuuuuuuu…… uououououuououuuuuuuu…..”

“Guau, guau, guauuuuuuuuuu”

“Auauauauauauuuu… Guau, guau…. Uoouuuuuuuuuu”

Demás está decir que tan patéticos intentos por sonar como perros (quien mejor lo lograba era, por lejos, Krysta) hicieron que se les sumaran también la gran mayoría de los canes que había en el lugar, los cuales se les acercaron curiosos pero a la vez amenazantes e, incluso, mostrando sus dientes muy cerca de los hermosos rostros de las jóvenes.  Tal presencia animal en derredor cohibió a las chicas a seguir con sus aullidos y ladridos perrunos pues, al parecer, sólo lograban poner nerviosos a los animales.  Pero eso, de todos modos, no fue lo peor: aparentemente estimulado al ver la cogida que uno de sus semejantes le estaba propinando a Jennifer, otro doberman se montó sobre Erin, quien comenzó a zamarrearse desesperada y, al hacerlo, volvió a apretar el collar de ahorque en detrimento de ella y de las demás chicas, quienes sintieron nuevamente el ahogo sobre sus cuellos.  Y así, mientras los dos canes se daban el gran festín, sólo Krysta era la única que, de momento, lograba escapar al mismo.  Por fortuna para las chicas, no obstante, el jaleo ya creado fue suficiente como para alertar a Margaret Sommers quien, con el rostro encendido en furia, apareció bajo el porche con el cinto de cuero en mano.  Apenas vio la escena, el pánico y la ira, en proporciones iguales, hicieron presa de su semblante.

“Nooooo – rugió -.  ¡Fuera!  ¡Fuera!”

A cintazo limpio, se abrió paso entre los animales, provocando que éstos, a su paso, huyeran con las orejas gachas; sin embargo, le costó más trabajo echar a los que estaban dando cuenta de Jennifer y de Erin e incluso, con terror, llegó a pensar que se hubieran abotonado: su temor, finalmente, fue infundado y logró que los canes se largaran.  El rostro de la mujer era puro horror; se la notaba desesperada, con el pecho subiéndole y bajándole dentro de su camisa negra en tanto que respiraba agitadamente y se llevaba una mano a la frente.

“¡Qué desastre!  ¡Qué desastre! – no cesaba de repetir -.  ¡No puedo cometer tal descuido!  ¡Qué imbécil soy!”

Claro, el estado de pánico en que había súbitamente entrado era entendible teniendo en cuenta que ése era precisamente el día en el cual debía hacer servir a sus “perras”, habiendo aparentemente pagado por un macho de selección para tal servicio o bien habiéndose comprometido a hacerlo.  ¿Qué ocurría ahora si sus perras quedaban preñadas por uno de sus canes?  No era algo que le preocupara tanto para el caso de Erin (Gwen, según ella) ya, después de todo, había empezado a pensar seriamente en descartarla para ser servida y más aún después del consejo de Vinnie.  Pero Jennifer (Jolee) era un ejemplar para no desperdiciar y que había demostrado ser una buena perra, dócil y obediente.  La mujerona comenzó a temblar de la cabeza a los pies y era tal el estado de nervios que la atacaba que, incluso, estrelló varias veces el cinto de cuero contra su propia pierna.  En un impensable rapto de religiosidad, hasta pareció pronunciar, por lo bajo, una especie de oración, como encomendándose a la providencia para que su perra no hubiera quedado preñada.

Consideró, tras lo ocurrido, que era un error dejar a sus perras allí, expuestas a los arrebatos de los machos caninos, razón por la cual fue en busca de una cadena triple y, tal como hiciera antes, guió a las tres jóvenes hacia los caniles, pero con la novedad de que, estando ellas ungidas por sus collares, ubicó a las tres en un mismo canil.  Las muchachas, con mucho esfuerzo, le siguieron el paso tratando de marchar siempre lo suficientemente pegadas como para no ahorcarse entre sí y, aún así, cada tanto lo hacían.  Una vez en el canil, la mujer las obligó a ponerse una junto a la otra a lo largo del mismo, ya que las dimensiones del lugar no permitían ubicarlas a lo ancho.  Luego corrió el pasador, echó candado a la puerta y se marchó.

Las tres chicas quedaron sumidas en el silencio, sin lograr articular palabra, tanta la conmoción y el trauma por lo ocurrido.  Particularmente; Jennifer mostraba una expresión ausente y como ida; su pecho, cada tanto, se agitaba como si tuviera convulsiones al respirar.

“Jennifer, ¿estás bien?” – preguntó Krysta.

“Me… acaba de coger un perro… - balbuceó la aludida -.  ¿Puedo estar bien?”

“Es que Krysta no sabe lo que es eso…” – apuntó Erin, irónica, desde el otro extremo del canil.

“He sido cogida por el culo hace apenas un rato por un tipo de lo más desagradable.  Les recuerdo…” – repuso Krysta.

“Quien, con todo lo que quieras ponerle en contra, no es… un perro” – objetó Erin.

“Es… tá bien, no discutan... – terció Jennifer -.  Quien haya sido cogida por un perro y quien no…, en fin… es sólo una cuestión de azar.  Por lo que parece, hoy habrá perrito para todas… Y lo de Krysta es sólo cuestión de tiempo…”

El comentario, lacónico y terminante, golpeó duramente a Krysta, quien bajó la vista hacia el suelo.   Si no dijo nada fue por no tener nada que decir: la realidad era que sus ideas se iban agotando y cada vez veía menos posibilidades de que pudieran escapar de aquel lugar y burlar el inexorable destino que parecía aguardarles.  Las manos y las rodillas le dolían de tanto estar a cuatro patas y fue ella misma quien propuso a las demás que bajaran a un mismo tiempo sus cuerpos hacia el piso de tierra para  así apoyar siquiera sus cabezas y sus pechos.  No había demasiada posibilidad de estirar las piernas hacia atrás porque, dadas las reducidas dimensiones del canil, sus pies chocaban contra las tablas que hacían de linde al canil contiguo; no les quedó, por tanto, más alternativa que descansar con los hombros ligeramente levantados y las piernas algo flexionadas, quedando así sus tres perfectas colas levantadas, un espectáculo inmejorable si alguien hubiera, en ese momento, podido verlas.

Luego de un par de horas oyeron toser a la camioneta de Maggie, siendo obvio que la mujerona estaba tratando de ponerla en marcha.  Insistió varias veces, pero cada vez sus esfuerzos eran más infructuosos y, por el contrario, el vehículo ya ni siquiera amagaba a arrancar sino que sólo emitía un chasquido seco.  El rostro de Krysta se llenó de luz ante las implicancias de tal noticia.

“¡No arranca! – exclamó, aunque buscando mantener siempre la voz baja - ¿Escucharon?  ¡La camioneta no arranca!  ¡No va a poder llevarnos a hacer el servicio!”

El comentario de Krysta pretendió ser esperanzador, pero sus amigas lo recibieron fríamente y sin emitir opinión.  Por un lado, ya ambas sabían lo que era sentir el miembro de un perro dentro suyo y, por lo tanto, el hecho de que la camioneta no arrancara no tenía para ellas el mismo significado que para Krysta, a quien le daba una chance de zafar de la maldita suerte que ya a ellas había alcanzado.  Y, por otra parte, ya las chicas comenzaban a entender que en ese lugar, aparentemente tan lejos de la mano de Dios al punto de parecer el mismísimo infierno, todo era cuestión de tiempo: ¿qué diferencia hacía que la camioneta no arrancara o que lo hiciera al otro día?  Cierto era, y seguramente a ello apuntaba Krysta, que eso les daba algo más de margen de tiempo para escapar a su destino, pero, por otra parte, ya venía quedando en claro que las chances de que tal cosa ocurriese no eran, al parecer, muchas: el desaliento y desesperanza que se había apoderado primero de Erin y ahora también de Jennifer, era perfectamente comprensible…

De pronto escucharon los sordos pasos de la mujer al otro lado de los caniles; iba y venía, notándosela alterada y nerviosa.  Estaba otra vez hablando por su teléfono celular y, dado que, por momentos se alejaba, a las jóvenes no les fue tan fácil como antes seguir el hilo de la conversación; no obstante, la alteración de Maggie la hacía, cada tanto, levantar la voz y ello permitía a las muchachas llegar a oír lo suficiente como para entender el motivo de su notoria preocupación.

“…¿Acaso no estoy siendo clara?  ¡No me arranca la camioneta, te estoy diciendo!... Sí, ya sé que había quedado para hoy a la tarde, pero… ¡No es mi culpa!  ¿Es que no puedes entenderlo?  Escúchame, Dave... ¿No podrías venir tú aquí?... ¡No te alteres!  ¡Te lo estoy planteando con educación!... Sí, sí… no necesitas decírmelo, ya sé que eso implica un costo extra por el viaje y por la molestia, pero… estoy dispuesta a pagarlo… ¡Te estoy diciendo que sí!... Podemos arreglar una parte con la entrega de cachorros inclusive… ¿No te parece una buena idea?... Sí, sí, el macho es ése que te dije la vez pasada… Sí, ése...”

Para las tres chicas sólo hubo más estupor y desconsuelo, particularmente para Krysta, quien había entrevisto una pequeña luz de esperanza al fallar la camioneta.  Por lo pronto, se advertía claramente que Margaret Sommers estaba ansiosa por hacer servir a sus perras, seguramente ahogada por las deudas y la consecuente necesidad de tener pronto nuevas camadas de cachorros para la venta.

De pronto se escuchó el chasquido del candado de la puerta al abrirse.  Maggie ya había terminado su conversación; su silueta se recortó contra la luz del mediodía y miró a las jóvenes con sus ojos encendidos como candiles.

“A lavarse, mis perritas – anunció, notablemente alegre -.  Un perrito muy lindo las va a visitar hoy y hay que estar limpitas y lindas para recibirlo, ¿verdad?”

Un abatimiento mortal se instaló en las jóvenes; ni siquiera la inimputabilidad que su locura le daba a Maggie podía librarlas de sentir que las humillaciones no sólo no terminaban nunca, sino que, además, se presentaban todo el tiempo en nuevas y diferentes formas.  Guiando a las chicas una vez más por la triple cadena, la mujer las llevó junto al tanque australiano ahuyentando a su paso a los perros que se acercaban curiosos; las jóvenes, incluso, llegaron a ver que los dos machos que habían montado a Jennifer y a Erin se hallaban atados junto al molino, muy posiblemente en castigo por su mal comportamiento.

La mujer tomó un balde y lo sumergió en el interior del tanque para, a continuación, volcar íntegro su contenido sobre el cuerpo de Erin para después hacer lo mismo con las otras dos, luego de haber, en cada oportunidad, recargado el balde.  Fue en busca de un cepillo y de un jabón en pan, de los que se usan para lavar la ropa.  Luego de empapar el jabón dentro del tanque australiano, lo pasó prolijamente por todo el cuerpo de Erin sin descuidar detalle alguno; parecía ser que, de pronto, Krysta hubiera perdido la prioridad, pero ello parecía deberse al hecho de que era Erin quien más cercana se hallaba al borde del tanque.  Una vez que la tuvo enjabonada, le pasó el cepillo sin dejar afuera ningún centímetro cuadrado de toda su piel pero insistiendo especialmente en las cavidades: la rubiecita no pudo evitar soltar un gritito cuando las cerdas del cepillo, bastante duras por cierto, ingresaron tanto dentro de su vagina como de su ano.  También a las tetas, que colgaban generosas, les aplicó la mujerona una dedicación muy especial.  Una vez que la tuvo limpia, continuó con las otras dos y pareció incluso hacerlo aun con más esmero: tenía sentido si se consideraba que ésas eran para ella las dos “perras” a ser servidas, en tanto que Erin se hallaba en duda debido a su comportamiento…

Una vez debidamente enjabonadas y cepilladas, las dejó atadas a un poste al sol, aparentemente para que se secasen; luego de una media hora y, por fortuna para las chicas, ya que el calor era insoportable y el sol terriblemente abrasador, las llevó a la sombra, bajo el porche de la casa, y ella se sentó al lado sobre una silla mecedora.  Allí quedó por un par de horas, sin decir palabra y hamacándose sobre la silla; cada tanto miraba a sus “perritas” y en el rostro se le dibujaba una sonrisa, pero luego miraba hacia algún punto indefinido entre los árboles que rodeaban la casa.  Era obvio que la dama de los perros estaba impaciente y expectante…

Hacia media tarde se escuchó el bramido de un motor más allá de los árboles y los perros rápidamente se alborotaron y echaron a correr en dirección al sendero.  Maggie se puso de pie y el corazón le comenzó a latir con fuerza, tanto como a las jóvenes pero por distintas razones.  Un camión Ford, modelo de finales de los noventa, entró de pronto en el claro seguido por el infaltable cortejo canino.  La caja era semicerrada y sobre el costado tenía aspecto de jaula, estando dividida en varios compartimentos, lo cual evidenciaba que se trataba de un vehículo destinado habitualmente al transporte de animales.  Maggie, notablemente alegre por la visita, salió al encuentro de la misma.  Del camión descendieron dos sujetos: el que bajó del lado del conductor era un tipo de barba y algo panzón sin llegar a ser obeso; llevaba una gorra mal encajada en su cabeza y tenía un aspecto bastante desagradable, luciendo sudado en cada parte expuesta de su cuerpo y llevando una camisa totalmente desabrochada de arriba que exhibía unos pectorales que distaban mucho de ser atléticos.  Del lado del acompañante, en tanto, se bajó alguien mucho más joven: un muchacho de tal vez veinte años; el parecido físico con el anterior bien podía llevar a hacer pensar que era su hijo, sólo que era bastante más flaco y con una barba algo más incipiente, tal vez de una semana.  En la caja del camión, en tanto, se dejaba ver yendo y viniendo dentro de su compartimento, la silueta de un gran doberman que ladraba todo el tiempo y clavaba sus uñas contra la base de la puerta; el animal, obviamente, quería dejar la jaula cuanto antes, después de un viaje seguramente largo y tortuoso.

Desde el porche, las jóvenes veían la escena con espanto mientras que, por más que no quisieran hacerlo, no podían dejar de pensar en lo que se les avecinaba.  Aun sin llegar a escuchar palabra alguna, pudieron ver cómo Maggie conversaba con los dos recién llegados y, en un momento determinado, señalaba con un dedo índice hacia la casa, o mejor dicho…, hacia ellas…

Como no podía ser de otra manera, los semblantes de los dos sujetos parecieron, en ese momento, transformarse.  Con sus ojos desorbitados y sus mandíbulas caídas clavaron la vista en las muchachas sin saber dónde meter tanta incredulidad.   La mujer les seguía hablando y las miradas de ellos iban alternadamente de ella hacia las jóvenes; no era difícil suponer que ya habían empezado a tomar nota de la locura que afectaba a Margaret Sommers, sobre todo por el hecho de que ellos no parecían ahora hablar en absoluto: habían quedado totalmente mudos ante tamaña sorpresa.

El particular trío que conformaba Maggie con los visitantes, echó a andar en dirección hacia el porche; un siniestro hálito de terror sopló sobre las nucas de las chicas al verles aproximarse.

“¿Qué les parece? – preguntó Maggie, una vez que hubieron llegado junto a ellas -.  ¿Son buenas perras, no?  Darán buena cría…”

“S… sí que son buenas perras – dijo el mayor de ambos sin poder salir de su asombro y recorriendo con la vista, extasiado, cada pulgada de las chicas.

“Papá…” – intervino el menor, confirmando de ese modo la relación filial.

“Cállate, Mud… - le reprendió secamente su padre, con un muy marcado acento sureño y bien rural -.  Son buenas perras, ¿no crees?”

Tanto en la forma de preguntar como en el cabeceo afirmativo con que acompañó su pregunta, estaba claro que la respuesta del joven no admitía muchas posibilidades.  El muchacho miró a su padre durante un momento como si no entendiera demasiado; luego bajó la vista nuevamente hacia las chicas.

“Sí… - dijo, frunciendo el ceño para aparentar severidad en el dictamen -, sí que lo son…”

“¿Y las piensas hacer servir a las tres? – preguntó el padre dirigiéndose a Maggie -.  Eso te va a costar caro…”

“Sí, lo sé… y ya hablamos de eso… - respondió Maggie en un tono en el cual parecían mezclarse fastidio y pesar -.  Creo que voy a servir a dos… El precio es el convenido, ¿verdad?”

“Sí, pero… - hizo una pausa -, recuerda lo que hablamos: tú ibas a ir para allá y nosotros hemos terminado viniendo aquí…”

“Recuerdo perfectamente lo que hablamos – le increpó la mujer -.  Y dije que estaba dispuesta a pagar el coste diferencial…”

“Bueno, en ese caso… - dijo el sujeto mientras fruncía la comisura de sus labios y cabeceaba como si hiciera cálculos -.  Vas a tener que pagar el doble por el servicio de cada una…”

“¿El doble?” – rugió la mujerona abriendo enormes los ojos y volviendo hacia arriba las ásperas palmas de sus manos -.  ¡Dave, conoces perfectamente mi situación!  ¿No crees que eso es un abuso?...

“Conozco tu situación – respondió el hombre -, pero yo no tengo la culpa de tus problemas económicos: no fui yo quien mató a tus cachorros ni quien te obligó a meterte en deudas… Piensa que el habernos llegado hasta aquí sólo para poder brindarte el servicio de tus perras implica tiempo, esfuerzo y dinero… No estamos nada cerca y, por cierto: ¿crees que el camión funciona con aire?”

La mujer se llevó una mano a la frente, estrujándola.  Parecía a punto de largar a llorar de un momento a otro.  La imperturbable dama de los perros daba una imagen terriblemente desvalida que hasta era capaz de generar lástima.

“Dave… - musitó -.  Yo… necesito ese servicio.  Los cachorros que puedo obtener haciéndolas servir por Jester serían… de una calidad claramente superior a los que yo puedo obtener si uso a los míos… Pero, si me cobras tanto, se me va a reducir mucho la ganancia y… así no tengo demasiadas posibilidades de salir de mis problemas.  Durante nuestra charla telefónica te hablé inclusive de pasarte con un par de cachorros…”

“En mi caso no puedo vender tus cachorros porque yo estoy registrado y tú no, maldita tu terca persistencia en no hacerlo… Es decir, esos cachorros no tendrían pedigree y por lo tanto no podría venderlos… Lo que sí podemos hacer es… arreglar por una de tus perras…”

Los rostros de las tres jóvenes fueron una sola expresión de estupor e incluso algún grito surgió de sus gargantas, motivando que Dave les echara una mirada por el rabillo del ojo; Maggie, en cambio, pareció ni siquiera haberse dado cuenta debido al azoramiento producido por  la inusual oferta que acababa de recibir.

“Pero… una de mis perras…” –la mujer abría enormes sus ojos y sacudía su cabeza a izquierda y a derecha -.  No, no… puedo darte eso…”

“No creo que sea una mala oferta” – dijo Dave, con tono de cierre.

La dama de los perros tragó saliva y crispó los puños; luego se giró y miró en derredor.

“Está bien – concedió -, podría darles a…”

“Quiero una de estas tres…” – le indicó Dave al notar que la mujer estaba rebuscando con la vista entre el resto de sus animales.  En ese momento su hijo le miró y descubrió un cierto brillo en los ojos de su padre.

Maggie se giró bruscamente hacia el hombre, exhibiendo una expresión que era dura pero a la vez suplicante.

“No, Dave, no puedo hacer eso…” – mecánicamente y como si buscara aferrarse a “sus perras” ante la posibilidad de perder alguna de ellas, apoyó una mano sobre la cabeza de la más cercana, que era Krysta.

“Dijiste que había una a la que no ibas a hacer servir – apuntó Dave -.  Podrías tal vez entregarnos ésa…”

Erin dio un respingo y sintió que los ojos de sus dos amigas se posaban sobre ella así como también los de la mujer, quien, con preocupación, la miró de reojo; Dave detectó tal gesto y no le fue difícil, por lo tanto, darse cuenta de cuál era la “perra” en cuestión.

“¿Por qué no la piensas hacer servir?”- preguntó.

“Es… algo rebelde… - respondió la mujer -.  Y temo que no me dé buenos cachorros… Tengo perras mejores que ella para darte; no te la recomiendo…” – giró su cabeza nuevamente, oteando hacia el resto de sus animales.

“Me gustan las perras rebeldes – replicó el hombre -.  Es un buen desafío adiestrarlas y, una vez que lo has hecho, se convierten en excelentes guardianas”

El rostro de Erin era puro terror.  No pudo mantenerse más en silencio y comenzó a hablar… y a gritar:

“Nooooo, no, no… por  favor… ¡No!”

El rostro de Maggie se desencajó totalmente y enrojeció de furia.  Arrugando el entrecejo y mostrando sus incisivos inferiores, se acercó a la muchacha y la abofeteó un par de veces.

“¿Entiendes ahora de qué te hablo?  - refunfuñaba la mujer, fuera de sí -.  ¡Es así de rebelde!”

“¡Perfecto!  ¡Es de las que nos gustan!” – apuntó Dave mientras hacía un cómplice guiño de ojo a su hijo, quien sólo atinó a sonreír algo estúpidamente.

La dama de los perros bajó la cabeza con abatimiento.  El nuevo acto de rebeldía por parte de Erin (Gwen) parecía haberle quitado sus últimas energías para seguir bregando por no entregarla; la realidad era que esa “perra” sólo le había traído dolores de cabeza.

“Está bien… - dijo, finalmente -.  Tú ganas…”

Un nuevo ataque de pánico se apoderó de las tres jóvenes y, muy especialmente de Erin, quien, sobre sus rodillas, comenzó a marchar hacia atrás mientras negaba con la cabeza.  Al hacerlo, inevitablemente se estaba ahorcando y arrastrando al mismo destino a las otras dos muchachas.  Krysta, contraído su rostro por el ahogo, recordó en ese momento lo que su amiga había dicho acerca de considerar a la muerte como una mejor solución.  ¿Y si lo estaba intentando?

“¡Se están ahorcando entre sí!” – exclamó Dave, con estupor, mientras su hijo, claramente desesperado pero sin saber qué hacer, observaba la escena con ojos desorbitados y brazos abiertos.

“¡Esta maldita Gwen!” – vociferó Maggie, súbitamente aterrada ante la posibilidad de perder a sus tres perras.  Rebuscando en el bolsillo de su pantalón, acabó por encontrar lo que parecía ser una llave, con la cual abrió rápidamente la planchuela que unía el collar de Erin con el de Jennifer, permitiendo así que tanto ésta como Krysta pudieran volver a respirar.  Luego, tomando a Erin por el collar de ahorque la arrastró hasta el otro poste del porche y allí la dejó atada, no sin antes asegurar la cadena con candado.

“Listo – anunció Margaret -.  Ya tienes apartada ésta, Dave…; te saliste con la tuya, pero ve sabiendo que esta perra no se mueve de aquí si no cumples con lo pautado.  Ahora quiero el servicio de mis perras…”

Dave asintió con la cabeza, a la vez que miró a la rubia atada al poste y sonrió con satisfacción.

“Dalo por hecho – dijo; luego echó una mirada a su hijo -. Mud, quédate junto a esta perra por si enloquece nuevamente; cuida de que no se ahorque…”

Sin objetar nada ni decir palabra alguna, el muchacho quedó de pie en el porche, mirando y admirando a aquella hermosa muchacha desnuda que, increíblemente, estaba a punto de serles entregada en parte de pago.  Por su parte Maggie, ya habiendo sido separada Erin, enroscó uno de los extremos de la triple cadena alrededor de su brazo y, habiéndola así convertido en doble cadena, llevó a sus “perras” hacia su imposible destino.

“Tengo preparado un canil especialmente para servicios” dijo la mujer mientras las iba llevando hacia la hilera de caniles que se hallaba al otro flanco de la casa, enfrentada con los que las chicas ya habían ocupado.  Dave, en tanto, se dirigió hacia el camión y las muchachas vieron de reojo y con espanto cómo desplegaba una escalerilla muy empinada desde el costado de la caja del camión a la vez que abría el compartimento del macho al que la dama de los perros había llamado “Jester”.  El animal se hincó sobre sus extremidades delanteras como si se aprontara a saltar a tierra, pero Dave le calzó una correa al collar y lo guió declive abajo por la escalera.  Fue entonces cuando las jóvenes pudieron apreciar en toda su belleza al ejemplar, porque… no se podía negar que era hermoso.  Su pelaje era de un negro tan brillante que hasta parecía irreal, en tanto que el final de cada extremidad y la mayor parte de su hocico brillaban con la tonalidad del fuego mismo.  La parada en tierra lo mostraba como un animal perfecto en su simétrica armonía, luciendo una magnífica cabeza en la cual hocico y cráneo mantenían una línea paralela que parecía haber sido trazada con precisión matemática.  Ante la visión de tan magnífico animal, las muchachas sintieron una extraña mezcla de terror y fascinación: era la belleza misma en su forma más terrible.

Jester escudriñó hacia todas partes y hasta hizo un amague por echar a la carrera pero su dueño, sin necesidad siquiera de tirar de la correa, le contuvo tan sólo con una estricta y monosilábica orden.  Mientras tanto, Maggie llegó con sus “perras” hasta el canil que había mencionado y, apenas entreabrió la puerta, ya pudieron las jóvenes darse cuenta de que tenía una estructura totalmente distinta al resto, pareciendo haber sido preparado para un fin específico, posiblemente… ese mismo que se avizoraba para ellas.  Para empezar, era bastante más ancho, ocupando tal vez el lugar que ocuparían cinco caniles normales y, de fondo, tenía también un par de metros más.  Pero allí no terminaban las particularidades.  En el medio del canil había una estructura de madera alargada y jalonada por agujeros sobre la misma que tendrían, tal vez, unos veinte centímetros de diámetro.  Soltando por un momento la cadena de la cual llevaba a las chicas, Maggie se trasladó hacia uno de los extremos de tan particular ingenio y comenzó a mover una manivela metálica.  En ese momento tanto Krysta como Jennifer notaron que la estructura de madera parecía separarse en dos de manera vertical y que los agujeros que habían visto tendían a agrandarse y abrirse.  Les vino a la cabeza la imagen de un cepo de ésos que a veces se ven en las películas de Robin Hood.

La mujer se acercó nuevamente a las muchachas y soltó la planchuela que unía sus cuellos.  Una vez hecho eso, tomó a Krysta por su cintura y, con esa fuerza sorprendente de la que ya varias veces había hecho gala, la alzó en vilo como si se tratara de una pluma hasta ubicar su cintura de tal modo de calzarla sobre una de las hendiduras que quedaron jalonando la parte inferior de la estructura una vez que los agujeros quedaron partidos al medio.  Luego hizo lo propio con Jennifer y, así, ambas muchachas quedaron a cuatro patas pero algo levantadas por la cintura y con sus traseros hacia la puerta del canil.  La manivela volvió a girar con un chirriante sonido a óxido al ser accionada nuevamente por Maggie y así la parte superior de la estructura se bajó por sobre las chicas hasta volver a unirse con la de abajo, de tal modo que quedaron cortadas literalmente al medio: de cintura para arriba por delante de la estructura y mirando hacia el fondo del canil, en tanto que de cintura para abajo quedaban por detrás y expuestas hacia la puerta de entrada al mismo.  Parecía la antesala de alguno de esos trucos habitualmente utilizados por los magos para separar a una chica en dos, sólo que no suelen hacerlo con chicas desnudas.  Las jóvenes, en ese momento, se sintieron terriblemente desvalidas: aquel ingenio del cual Margaret Sommers disponía tenía, al parecer, la finalidad de inmovilizar a sus perras para que fueran montadas por los perros sin problemas.  Y allí estaban ellas, casi colgadas de un cepo que se cerraba sobre sus delicadas y envidiables cinturas.  Pero como si con todo ello no fuera suficiente, la dama de los perros tomó sendos barrales cuyos extremos cerró sobre los tobillos de las jóvenes de tal modo de mantenerles las piernas abiertas, con lo cual les neutralizaba de antemano cualquier intento que hicieran por escapar a su suerte cerrándolas.

La sensación de invalidez en las dos chicas aumentó el terror llevándolo a grados extremos, pero nada fue comparable al momento en que se abrió del todo la puerta del canil y… casi simultáneamente, llegaron a sus oídos los sordos pasos de un animal correteando por detrás de ellas.

“Yo diría que les cerremos la puerta y dejemos que se conozcan” – dijo Dave con una sonrisa en sus labios.

“Sí, estoy de acuerdo” – convino Maggie.

Para mayor espanto de las chicas, la puerta, entonces, se cerró y así quedaron expuestas y entregadas ante un macho bestial al que se escuchaba ir y venir por el lugar, gruñendo de tanto en tanto.  En un momento las dos jóvenes se miraron; estaban tan blancas por el miedo que cada una de ellas era prácticamente el reflejo de la otra… y no paraban de temblar.

Jennifer sintió el hocico del perro husmeando por entre sus piernas y olisqueando en su sexo; sin poder evitarlo, comenzó a lagrimear al comprobar que se volvía a repetir la historia que había sufrido esa misma mañana.  Sin embargo y como si el animal se hallase en una fase de reconocimiento y exploración, se desentendió del sexo de Jennifer y se dedicó al de Krysta.  Se detuvo durante un rato olisqueándolo y luego comenzó a darle largos lengüetazos.  En medio del pánico y la turbación que Krysta sentía, un destello de excitación la invadió en contra de su voluntad y se odió por ello.  Ella, que siempre había sido la que había buscado mantener la cabeza en claro y la sangre fría, pareció perder los estribos: se removió y se sacudió tratando de zafar de aquel cepo que la contenía por la cintura, pero era del todo imposible.  Los lengüetazos del perro, en tanto, seguían y seguían, y Miss Phoenix se sintió a punto de estallar; golpeó el piso de tierra con los puños varias veces; sentía que no podía haber peor tortura que ésa, sobre todo considerando que era una tortura en la cual el placer se deslizaba subrepticiamente por debajo del martirio al que era sometida.

En un momento y por fortuna para ella, el perro pareció abandonar su objetivo y se dedicó nuevamente a corretear de un lado a otro por el interior del canil; saltó, inclusive, por encima de la estructura de madera y, una vez al otro lado, acercó su hocico al rostro de Krysta, quien, al borde del llanto, cerró los ojos a la espera de una feroz dentellada de un momento a otro.  El animal, sin embargo, lejos de eso, sólo se dedicó a hacer algo parecido a lo que antes había hecho con su vagina: olisqueó durante un rato y luego aplicó unas largas lamidas al rostro de Krysta.  Todo parecía indicar que, después de un minucioso análisis comparativo, la rubia era, de entre las dos, su elegida: triste honor para Krysta…

Sin embargo, dejó luego dejó de lamerla y retomó el correteo por dentro del canil, olfateando en el piso y en los lindes contra los caniles vecinos, en los cuales habría, más que obviamente, olor a otros perros.

“Ese perro tuyo es gay” – se quejó Maggie, quien en todo momento había estado encaramada tras la puerta y escudriñando por entre las tablas.

“¡No ofendas a Jester! – protestó Dave, visiblemente molesto por el comentario -.  ¿Qué pasa?  ¿Qué es lo que ocurre?”

“No las monta… Ni sueñes que voy a pagarte par a que tu perro pasee…”

“Aguarda un momento” – dijo Dave, girando sobre sus talones y yendo hacia el camión.  Unos segundos después regresaba con un pote en la mano.

“Ábreme la puerta” – conminó a Maggie.

La mujer, haciéndole caso, le franqueó el paso y así Dave se halló dentro del canil, lo cual motivó que Jester, alborozado, viniera a su encuentro saltando de alegría.  El hombre buscó calmarlo y, a la vez, apartarlo.  Puso su rodilla en tierra y se ubicó por detrás de Krysta para, a continuación, y para sorpresa y perplejidad de ésta, untarle la vagina con una sustancia espesa y viscosa.  Lo hizo con tan poco respeto que los dedos de la mano, incluso, entraron dentro de la raja, sin poder evitar la rubia dar un nuevo respingo a la vez que se sentía morir por la humillación a que estaba siendo sometida.  Una vez terminado su trabajo con Krysta, Dave hizo idéntica labor con Jennifer para luego incorporarse y, sacándose de encima a su propio perro, volver  hacia el otro lado de la puerta.

“Eso va a funcionar – anunció -.  Quédate tranquila, Maggie.  En instantes tus perras estarán aullando de placer y esperando perritos…”

CONTINUARÁ