La Dama de los Perros (2)

Las tres aspirantes a top models han caído en las siniestras manos de Margaret Sommers, la dama de los perros y, poco a poco, irán descubriendo que el destino parece haberles reservado un collar para cada uno de sus hermosos cuellos

Imposible saber durante cuánto tiempo anduvieron o por dónde, maniatadas y amordazadas como se hallaban las tres aspirantes a modelos en el interior  de aquella camioneta.  Al potente olor a pelo de perro que había en el lugar se sumaba el calor que, abrasador e insoportable parecía envolver al vehículo con el agravante de que allí donde se hallaban en el interior de la caja cerrada, no había ventanilla ni ventilación alguna; se trataba de un ámbito que, incluso, parecía cruel para llevar animales, tanto más seres humanos.  Pero como si con todo eso no fuera ya suficiente, la imagen dantesca del cuerpo del policía, ya sin vida y con la cara deshecha por el escopetazo, terminaba de coronar un panorama terrorífico para las chicas.  Las tres estaban imposibilitadas de moverse, no pudiendo más que retorcerse frenéticamente o patalear, pero por mucho que forcejearan para liberarse de las ligaduras que llevaban a la espalda no conseguían otra cosa más que lastimarse las muñecas y ni qué decir Erin,  a quien la mujer de los perros ni siquiera había necesitado atar por llevar aún puestas las esposas que le colocara ese mismo oficial que ahora yacía sin vida a escasos centímetros de sus pies.  Los rostros de las tres lucían absolutamente desencajados por el pánico: ya había quedado en claro que esa mujer era capaz de matar sin problemas y ese cuerpo inerte en el piso de la camioneta lo demostraba sobradamente.  No podían, por lo tanto, menos que ser presas de una angustiante ansiedad ante los interrogantes acerca de lo que seguiría o bien del destino final del viaje.  Tampoco conseguían, por supuesto, articular palabra alguna ya que los bozales caninos que la mujer les había colocado cumplían a la perfección la función de mordazas y, por otra parte, no daba la impresión de que gritar fuera a servir de mucho: no sabían por dónde andaban pero hacía rato que no se escuchaba desde el exterior ningún sonido que pudiera ser identificado como el de algún otro vehículo y, mucho menos, de gente.

Si el viaje duró una, dos o tres horas era exactamente lo mismo.  En todo caso, llevase el tiempo que llevase, fue un auténtico suplicio no sólo por el fétido olor, el calor o la presencia del muerto, sino también porque los collares eran terriblemente ajustados obligándolas a hacer enormes esfuerzos para respirar y, además, al estar tan pegados a la chapa de la carrocería, no había forma de que sus cabezas no se golpearan cada vez que la camioneta tomaba una curva o bien, como ocurrió en la segunda mitad del viaje, entró a corcovear de un modo que evidenciaba haber salido de la carretera y estar recorriendo caminos no asfaltados.  De tanto en tanto las jóvenes se miraban entre sí, como buscando entender algo de lo que estaba pasando; sin embargo, lo que cada una veía en las demás no era otra cosa que lo que su propia expresión dimanaba: incertidumbre, incomprensión, terror, confusión…

De pronto se comenzaron a escuchar ladridos de perros y en cantidad; en la medida en que se notó que el vehículo iba aminorando la velocidad, se oyeron cada vez más cerca y se fueron multiplicando.  Finalmente la camioneta detuvo su marcha y el motor se paró; las chicas se miraron entre sí aun más aterradas que antes, ya que, lejos de interpretar el aparente fin del viaje como un alivio, se abría un gran signo de interrogación acerca de qué vendría ahora…

Los perros ladraban cada vez más insistentemente y más cerca,  oyéndose junto a la camioneta, al otro lado de la carrocería.  Justo cuando el insufrible coro canino parecía alcanzar su punto álgido, la puerta trasera se abrió con un hiriente chirrido de oxido y, aun a pesar del calor, una fría corriente heló la sangre de las tres chicas al momento de ver la silueta de la siniestra mujer recortándose al final del vehículo.  Las chicas recogieron sus piernas en un tan mecánico como inútil reflejo de autodefensa; la mujer las miró una a una como controlando que “sus perras” hubieran llegado en perfectas condiciones para luego enfocar la vista en el cuerpo del policía, yaciente en el piso.  Apoyándose en sus dos robustas manos, se apeó al interior y reptó poco más de un metro hasta atrapar una de las piernas del policía muerto; una vez que la tuvo, jaló de ella arrastrando el cuerpo hacia afuera y, haciendo gala una vez más de una sorprendente fuerza física, se echó el cadáver sobre la espalda como si se tratase de un costal de harina, en tanto que los perros, a los que ahora las chicas podían ver arracimarse en torno a la mujerona, no paraban de ladrar un instante sino que cada vez más lo hacían con más insistencia.  Por un momento, tanto la maciza mujer como su siniestra carga, e incluso su comitiva canina, quedaron fuera del campo visual de las chicas, las que llegaron a escuchar el sonido ahogado de un bulto que caía pesadamente al suelo a algunos metros de distancia mientras los perros trocaban sus ladridos en gruñidos.

Cuando la mujer volvió a aparecer al final de la camioneta no sólo ya no llevaba carga alguna sino que tampoco se veía a ninguno de los perros revoloteando en torno suyo.   Fijó, una vez más, su atención en las muchachas, las cuales, ateridos sus miembros y desorbitados sus ojos por el terror, creyeron ver un malicioso brillo en su mirada.  Volvió a introducirse en la camioneta y, moviéndose sobre sus rodillas, se movió decididamente hacia las chicas.  A un mismo tiempo las tres volvieron a recoger sus piernas e intentaron en vano hacerse hacia atrás, lo cual era imposible porque, amarradas y acollaradas como estaban, sólo lograban aplastar sus espaldas contra la chapa del interior del vehículo.  Pero el verdadero terror llegó recién entonces, cuando descubrieron  que la mujer traía en sus manos una gran cuchilla, del tipo de las que usan los carniceros.  Erin gimoteó y pataleó descontroladamente en tanto que sus ojos se llenaban de lágrimas; quería gritar pero, obviamente, no podía hacerlo.  Jennifer fue, casi de inmediato, la siguiente en ceder ante el frenético descontrol y luego lo hizo Krysta, cuyo espanto se hizo incluso mayor al advertir que la mujer iba directamente hacia ella; el terror fue tal que estuvo a punto de desvanecerse pero mantuvo, a pesar de todo, el conocimiento, lo cual no necesariamente era bueno en aquel contexto...

La mujer llegó ante Krysta, quien elevó los ojos hacia ella pero tuvo que cerrarlos  inmediatamente ante la terrorífica imagen: Margaret Sommers, la dama de los perros, alzaba amenazadoramente su cuchilla con el más que obvio objetivo de dejarla caer sobre el cuerpo de la muchacha. Krysta, ya definitivamente entregada a su final, se encomendó al cielo y ensayó en su mente alguna oración que no podía pronunciar, mientras sus dos amigas no dejaban de patalear frenéticamente, tensos sus músculos y contraídos sus rostros en sendas expresiones de indescriptible espanto, casi como mudos síntomas de alaridos que no tenían forma de salir más que en f forma de convulsivas interjecciones y gimoteos ahogados.

Al momento de hacer descender la cuchilla sobre Krysta, la mujer utilizó su mano libre con su otra mano para asirle la remera por encima del pecho y, luego de estirarla hacia arriba, desgarrarla con la cuchilla en un único gran tajo de arriba abajo.  Al hacerlo, rozó varias veces con la punta la delicada y tersa piel de Krysta a lo largo de su abdomen, produciéndole pinchazos que hicieron dar a la joven varios aterrados respingos, al suponer que la hoja entraría en su cuerpo de un momento a otro; sin embargo, lo cierto fue que en ningún momento llegó a cortarle ni lastimarle:. una vez que la remera de Krysta quedó abierta en dos, la mujer la desplegó hacia los costados y, ayudándose con la cuchilla, rasgó una y otra vez la prenda y no paró hasta sacársela hecha jirones.  Ello dejaba a la joven con el sostén al aire.  Maggie Sommers, clavándole la vista en el pecho, introdujo un grueso dedo índice por debajo de la conexión entre las dos copas y tironeó de ella estirándola tan alto como la prenda íntima lo permitía.  Una vez hecho eso, deslizó la hoja de la cuchilla por debajo del sostén y lo abrió absolutamente dejando a Krysta con las tetas a la vista.  Cortó luego los dos tirantes que iban sobre los hombros y jaló de la prenda hasta quitarla por completo y arrojarla a un costado.

“Las perras no llevan ropa” – dijo, casi sin expresividad ni emoción en la voz.

En cuanto a la falda de jean, todo fue mucho más fácil, ya que sólo bastó con tirar de ella hacia abajo con fuerza tomándola por los costados y hacerla luego correr por las piernas.  De un violento manotazo y para terminar de desnudar a la joven, le quitó la única sandalia que llevaba puesta, ya que la restante la había perdido al ser arrastrada hacia la camioneta.  Una vez que tuvo a Krysta sin ropas, se dirigió hacia Jennifer para dejarla en el mismo estado y, por último, a la desencajada Erin, absolutamente fuera de sí.

Una vez que dejó a las tres tal como habían sido traídas al mundo, Margaret Sommers bajó otra vez a tierra y se escucharon ruidos como si buscara algo en el habitáculo.  Cuando regresó, traía en sus manos lo que a primera vista pareció a las chicas sólo un manojo de cadenas.  Sin embargo, luego fueron notando que, al ir la mujer  separando las mismas entre sí, se iban definiendo tres piezas de cadena cuya finalidad hasta allí desconocían.  Acercándose a Krysta (quien parecía haber pasado a tener una curiosa “prioridad”, tal vez como consecuencia de ser ella quien más difícil había hecho su captura), la maciza mujer desplegó una de las piezas antes sus ojos y entonces la muchacha notó que la misma consistía en una cadena que presentaba sendos anillos en sus extremos.  Con mano evidentemente experimentada, la mujer pasó la cadena por dentro de uno de los anillos y formó así un bucle, tras lo cual lo acercó a la joven; soltó el collar que la mantenía unida a la carrocería (aparentemente tenía una combinación) y liberó así  el cuello de Krysta pero sólo durante unos pocos segundos ya que hizo pasar su cabeza por dentro del bucle para luego ajustar la pieza; la blonda muchacha se dio cuenta de que lo que acababa de colocarle no era otra cosa que lo que los adiestradores caninos suelen llamar “collar de ahogo” o “de ahorque”.  En ningún momento le desató las manos (lo cual bien podría permitirle deshacer el collar al primer descuido) ni le quitó el bozal.  Una vez terminada su obra, calzó un mosquetón en el collar y se movió hacia atrás sobre sus rodillas tendiendo una cadena que cumplía la función de correa.  Al tomar una cierta distancia y siempre sosteniendo el extremo de la cadena, permaneció mirando a la joven.

“Tira…” – le conminó, con el tono rígido de los adiestradores de perros.

Krysta la miró sin entender y sin la posibilidad, obviamente, de despejar sus dudas preguntando.

“Tira de la cadena” – le ordenó la mujer, especificando más.

La joven, luego de un instante de vacilación, echó hacia atrás sus hombros y junto con ellos también su cabeza; al hacerlo, el collar se cerró aún más sobre su cuello haciéndole experimentar una súbita pérdida de la respiración que la llevó a, rápidamente, volver hacia adelante a los efectos de aflojar la presión del collar.  La mujer sonrió satisfecha al contemplar su obra.

“Perfecto, Lilith… - dictaminó -.  Ahora, a seguir con las demás…”

Siempre sobre sus rodillas, pesadamente pero a la vez con una agilidad que parecía ser hija de la costumbre, se dirigió luego hacia Jennifer para hacer, paciente y prolijamente, el mismo trabajo y, finalmente, hizo lo propio con la desencajada Erin, cuyos suplicantes ojos evidenciaban que estaba fuera de sí.  La mujer, incluso, la abofeteó un par de veces para calmarla y, aunque no lo logró del todo, acometió de todas maneras la tarea de reemplazar un collar por otro.  Mientras Margaret Sommers se ocupaba de sus amigas, Krysta echó un vistazo hacia afuera; se le cruzó fugazmente la loca idea de arrastrarse hacia la puerta trasera y escapar, pero alcanzaba con meditarlo un breve instante para darse cuenta de que era un delirio absoluto: tenía las manos atadas a la  espalda y ello implicaba, ya de por sí, una movilidad muy limitada… Pero había más que eso: en el supuesto caso de lograr zafar de la terrible mujerona, quedaba por sortear la terrible jauría de perros doberman que estaba ahí afuera, de los cuales cabía pensar que se echarían sobre ella ante una sola seña de Maggie.  Quedaba en claro que aquella mujer de pesadilla no daba pasos en falso…

Una vez que tuvo a la tres debidamente acollaradas y que comprobó, para cada una, que el ahorque funcionaba, tomó la larga cadena de tiro, la cual, recién entonces advirtieron las muchachas que se separaba en tres a partir del extremo que la mujer sostenía en mano: era de suponer que debía haberla utilizado, ocasionalmente, para las tres perras que habían muerto en la carretera y ésa sería la razón por la cual tenía tal instrumento arriba de la camioneta.  Al jalar del extremo, los tres collares se cerraron sobre los cuellos de las muchachas y ello las obligó a marchar sí o sí.  A cuatro patas, ya que el techo bajo de la caja cerrada no permitía ponerse en pie sin chocarse la cabeza, fueron siendo llevadas hacia el final de la camioneta por la mano experta de Margaret Sommers, quien retrocedía sobre sus rodillas.  La mujerona se bajó del vehículo y al llegar las tres jóvenes al borde de la caja, pudieron, por primera vez, tener una imagen más cabal del lugar en que se hallaban…

El lugar estaba rodeado por árboles de aspecto espinoso, pareciendo algo así como una isleta en algún paraje del desierto, muy posiblemente cerca de algún curso de agua.  Entre medio de los árboles había un gran claro en el centro del cual se hallaba una casa en madera con porche y techo a dos aguas, flanqueada por dos largas filas de compartimentos hechos con tablas y con techo de chapa; todo el conjunto formaba una especie de herradura o gran “u”, en el medio de la cual había un molino y un gran tanque australiano junto al que se hallaba estacionada la camioneta, así como bebederos de cemento cada cuatro o cinco metros.   Aquí y allá revoloteaban los perros y, en ese momento los rostros de las tres muchachas se tiñeron con el más indecible de los horrores al comprobar que la mayoría de los animales se hallaban concentrados en tironear y desgarrar el cadáver del policía que, al parecer, Maggie Somers les había dejado como obsequio.  La imagen, de tan dantesca, hacía difícil seguir mirando, razón por la cual las tres cerraron sus ojos casi a un mismo tiempo.  Maggie jaló de la cadena instándolas a descender del vehículo y, una vez  más, el sentir el tirón en el cuello funcionó para que cada una de las tres entendiera que tenían que moverse.  Al descender de la camioneta y quedar de pie junto a la misma, les asaltó el terror de que los doberman, que se contaban por docenas, se les fueran a echar encima, pero la realidad era que  “afortunadamente” estaban lo suficientemente entretenidos pugnando por el cuerpo sin vida como para siquiera prestar atención a ellas.

“Al suelo” – les ordenó la mujerona.

Las chicas, llorosos sus rostros, miraron con incomprensión puesto que la orden recibida no especificaba si debían echarse boca abajo o qué…

“De rodillas – especificó la mujer jalando de la cadena y arrancándoles un gemido sordo al presionar sus cuellos -.  Las perras caminan a cuatro patas pero como están atadas, van a hacerlo sobre sus rodillas…”

Todo era una gran locura, desde ya, pero dentro de esa locura lo que decía la mujerona tenía una cierta lógica.  Krysta y Jennifer tenían sus manos envueltas en sendas cintas de cuero en tanto que Erin las llevaba esposadas; cualquier intento por marchar a cuatro patas resultaba, en consecuencia, del todo imposible.  Obedientemente y temiendo tanto al collar de ahorque como a la furia de aquella mujer símil monstruo, las tres se arrodillaron.  Una vez que hubieron puesto sus rodillas en tierra, a Krysta le asaltó una súbita sensación de desprotección al ver que sus rostros quedaban prácticamente a la altura de la mayoría de los perros que pululaban por el lugar; interpretó, de todos modos, que precisamente ésa debía ser la intención: ponerlas, físicamente, a la altura de los canes era un forma de que también lo asumieran psicológicamente.

La dama de los perros jaló de la triple cadena y las chicas volvieron a recibir en sus respectivos cuellos y una vez más la momentánea asfixia les conminó a moverse.  Haciendo esfuerzos ingentes por mantener la vista en el polvoriento suelo, marcharon tras la mujer; de lo que se trataba era de no ver a los temibles perros a un palmo de distancia de sus rostros pero además, y fundamentalmente, no ver el cuerpo ya horriblemente mutilado que los animales se disputaban como si fuera un botín.  Krysta llegó, no obstante, a ver de reojo cómo cada tanto, alguno de los perros más fuertes lograba, con sus dientes, arrastrar el cadáver y llevarlo consigo, pero de inmediato la comitiva canina, a puro gruñido y enseñando sus fauces, le seguía tironeando de la presa que no iban a permitir que les arrebatasen.  La joven, erizada su piel por el espanto, tan sólo rogaba que la mujer les dejara pronto en algún lugar que estuviese aislado de las bestias.

En efecto, pronto las tres pudieron comprobar que Margaret Sommers las iba llevando en dirección a la fila de compartimentos que se hallaban a la izquierda de la casa.  Una vez ante ellos, fue abriendo de manera consecutiva tres puertas hechas con tablas entrecruzadas,  siendo poco más que parihuelas con bisagras y pasador.  Como venía ocurriendo desde que la había capturado, fue a Krysta a quien primero instó a entrar en su cubil, paso siguiente a quitarle el mosquetón de la cadena.  La joven que alguna vez había sido Miss Phoenix y que soñaba con una carrera plagada de éxitos en el mundo de la moda entró andando sobre sus rodillas en un ambiente que debía tener escasos dos metros y medio de fondo por uno y medio de ancho cuyo piso, como no podía ser de otra manera, era de tierra.  El lugar, desde ya, olía mal, y Krysta hasta intentó, al primer impacto, aguantar la respiración, esfuerzo que, por supuesto, terminaría siendo inútil.  Se arrebujó contra el fondo del canil, echando sus espaldas contra una pared que, como todas las que la rodeaban, estaba hechas con tablas: eran más vallados que paredes en sí.  A un lado había lo que parecía ser un bebedero de cemento, cuya agua se advertía claramente turbia de varios días, quedando en claro que cada tanto se rellenaba pero que el agua vieja, muy posiblemente, jamás se descartaría.

La mujer la miró, sonrió con satisfacción y cerró la puerta, escuchándose luego el chirrido del pasante acompañado por el “clic” de un candado.   Repitió metódicamente y paso a paso con las otras dos chicas, todo lo mismo que había hecho con Krysta.  Erin fue la más renuente a entrar en su canil, un poco por su resistencia a la idea de verse reducida a perra pero también por el terror ante lo incierto: no tenía idea de qué nueva locura vendría una vez dentro.  La mujer, perdiendo la paciencia, la empujó prácticamente a puntapiés hasta hacerle entrar.

Y así quedaron las tres jóvenes, sumidas en sus claustros caninos y entregadas a un no sólo obvio sino también obligatorio silencio.  Por entre las rendijas que quedaban entre las tablas hasta podían verse, al menos en parte.  La situación era tan demencial que costaba terminar de asimilarla y ubicarla en algún lugar de sus ya maltratados cerebros.  Por mucho que lo pensaran, no podían llegar a comprender cómo habían terminado de aquel modo; en sólo cuestión de unas pocas horas habían pasado del más alegre regreso a casa a la más escalofriante pesadilla que jamás hubieran podido imaginar en sus vidas.  Era, sobre todo, Krysta, quien, al revisar en su cabeza los hechos, sentía más culpa; de no haber tomado aquella curva del promontorio a tanta velocidad, a esa misma hora seguirían alegremente camino a Phoenix, bromeando, riendo y bebiendo, sin preocuparse por otra cosa más que porque algún uniformado pudiese multarlas por exceso de velocidad o por conducir en estado de ebriedad.  Pero no: allí estaban, recluidas en sucios y malolientes cubiles en algún lugar recóndito sobre cuya ubicación nada llegaban siquiera a sospechar y, virtualmente, convertidas, en perras.  Afuera sólo se oía gruñir y ladrar a los perros, al punto de que finalmente tenían que agradecer el estar encerradas bajo candado; muy de tanto en tanto les llegaba la voz de la mujerona imponiéndose por sobre ellos en tono severo y mandón, sin que ellas pudieran evitar sentir un estremecimiento cada vez que tal cosa ocurría.

En algún momento la camioneta se volvió a poner en marcha y, por largo rato, no regresó.  Las muchachas, y sobre todo, Krysta, dedicaron ese tiempo de ausencia de la mujerona a tratar de liberar infructuosamente sus manos: no había forma: no hallaban entre las maderas un solo saliente filoso que pudiese ayudar a desatarlas.  De las dos, fue Jennifer la primera en dejarse abatir, echándose sobre la tierra del piso.  En cuanto a Erin, ella directamente no tenía chance alguna de abrir sus esposas, ante lo cual su abatimiento llegó aun antes que el de su amiga.

Cada tanto, el hocico de alguno de los perros se dejaba ver por debajo de la puerta, husmeando y olisqueando, no pudiendo evitar las jóvenes sentir un violento escalofrío.  Krysta se preguntó si los canes ya habrían dado cuenta del cuerpo del policía y, al hacerlo, no pudo evitar sentir náuseas; sin embargo, debió controlarlas, pues vomitar teniendo la boca embozada con la boca embozada podía ser lo mismo que ahogarse en su propio vómito.

Las sombras de la noche fueron cayendo sobre el lugar y, con su llegada, dibujos espectrales se proyectaban invadiendo el interior de los caniles.  La mujer aún no había regresado y las chicas no sabían si interpretar eso como un signo alentador o más bien negativo: un regreso de la mujer equivalía a continuar con la pesadilla, pero a la vez si llegaba a ocurrir que nunca regresara,  bien podían ellas morir de hambre y de sed allí, olvidadas en el medio de la nada, sin siquiera poder gritar pidiendo auxilio e incluso desconociendo si alguien, allá afuera, tendría idea de la existencia del lugar en que se hallaban.  Por lo pronto, Paul Whibty, el oficial muerto, había evidenciado conocer a Margaret y eso podía ser interpretado como un dato positivo…, a menos que, claro, siendo Whitby tan especial como era, fuera él el único en conocerla dentro de la fuerza de que formaba parte.  Por algo lo enviaban a patrullar en aquellos parajes desiertos por los que no pasaba un alma.  Krysta trataba de alentar en su cabeza la idea de que alguien tenía que encontrar el Nissan o bien el móvil policial.  ¿A qué habría salido esa mujer?  ¿Trazaría sus planes tan fríamente como para haber ido a destruir evidencia o bien a borrar huellas?  Por lo pronto, y cuando el sol ya hacía un par de horas que había caído, se escuchó el traqueteo de la camioneta y el infaltable coro perruno.  Ella estaba de vuelta y la sola escucha del motor al apagarse fue suficiente como para que un hálito de horror soplara sobre las nucas de las tres jóvenes.  Casi de inmediato se oyeron los sordos pasos de los mocasines de la mujerona sobre la tierra y los infaltables perros que le revoloteaban en derredor.

De pronto Krysta  escuchó, con terror, cómo el candado de su canil se abría con un seco chasquido siendo seguido por el chirriar del jamás lubricado pasador.  La puerta se abrió y la silueta de la mujer se recortó contra ella, mientras la luz de la luna, sumada a la de un reflector que acababa de ser encendido, proyectaba en el suelo una doble sombra que llegaba hasta Krysta intimidándola a tal punto que tuvo el irracional impulso de apartarse del cono de la misma.  La joven, notablemente turbada por el regreso de la mujerona, se incorporó levemente, presa de un sobresalto.

“¿Cómo has estado, Lilith, me has extrañado? – dijo la dama de los perros, con una espectral sonrisa que se dibujó entre las sombras que cubrían su rostro.  Seguía convencida, al parecer, de que Krysta era su perra muerta (es decir, que en realidad no había muerto) y si no lo creía, quería seguramente convencerse de ello, casi como su inconsciente pusiera en marcha alguna especie de mecanismo de autodefensa para superar el trauma por lo ocurrido aquella tarde.

Al momento de abrir la puerta, uno de los doberman ingresó al canil y deambuló por dentro del mismo, olisqueando a Krysta, quien temió que el animal le fuera a clavar los dientes de un momento a otro; de manera inevitable acudió a su mente el recuerdo de lo ocurrido con el cuerpo del agente uniformado.  El perro apoyó sus narices contra la mejilla de la muchacha y luego bajó la cabeza para hacerlo también contra su cola e, incluso, le hurgó por detrás olisqueándole el sexo por entre las piernas.

La mujer, sin agregar más palabra, permaneció un momento a la entrada para luego girar y alejarse; Krysta sintió un gran alivio al ver que el animal también se iba detrás de ella aunque, por otra parte, la mujer había dejado la puerta abierta y ello no dejaba de ser inquietante en medio de tantos perros dando vueltas por el lugar.  Margaret, de todas formas, no se alejó demasiado; sólo unos instantes después abría el canil de Jennifer y repetía el ritual del saludo que había hecho antes con Krysta, pero en este caso llamándola “Jolee”.  Y el turno final, desde luego, fue para Erin, a quien llamó “Gwen”.  En la locura irracional de aquella mujer, ellas eran los tres sustitutos para las perras muertas, como si se hubiera creado un escudo para protegerse del drama acontecido.

La mujer se dedicó luego a ir abriendo todos los caniles y, en la medida en que lo hacía, iba llamando uno a uno a sus perros para que ingresaran en los mismos; quedaba claro que aquellos caniles puestos en hilera, constituían el lugar en que dormían, sino todos, al menos la gran mayoría.  Las jóvenes no podían ver a Margaret pero llegaban hasta sus oídos los sonidos que producían los goznes al crujir o los pasadores al correr, además de la profunda y  cavernosa voz de Maggie sucesivamente por sus respectivos nombres a los perros.  Luego regresó a los caniles ocupados por las chicas recorriéndolos de manera sucesiva y empezando por el de Krysta.  La novedad era que esta vez la mujer portaba un cuenco plástico similar a los comederos que se suelen usar para los perros (¿qué otra podía esperarse?), en tanto que de su otra mano pendía un balde metálico semejante a los que usan los albañiles, el cual, se notaba, venía rebosante de agua ya que salpicaba por sobre el borde a cada paso que la mujer daba.  Primero con Krysta, luego con Jennifer y por último con Erin, la mujerona repitió el mismo ritual de manera metódica como si fuera su trabajo de todos los días y todas las noches (lo más posible era que lo fuese): depositó en el piso de tierra el cuenco dentro del cual se veía un pastiche fácilmente reconocible como alimento balanceado para perros, aunque humedecido con algo.  En cuanto al balde, la mujer fue, en la medida en que iba recorriendo los caniles, vertiendo su contenido dentro del bebedero de cemento y  cada vez que el balde se vaciaba, se dirigía hacia el tanque australiano para cargarlo nuevamente.

Por primera vez en largas horas, retiró el bozal a las muchachas, lo cual resultaba obvio si, supuestamente, las estaba alimentando.  Jamás, sin embargo, les liberó las manos ni les retiró sus respectivos collares de ahorque.  Cabía preguntarse entonces con qué sentido se los dejaba puestos y lo más fácil de pensar era que, simplemente, buscaba que se acostumbrasen a llevarlos y, consecuentemente, a su condición de perras.   A pesar de sentir las muchachas sus bocas libres,  lo cierto era que las tenían terriblemente entumecidas tras haber llevado los bozales por tanto tiempo.  En parte por ello y en parte por temor a aquella monstruosa mujer, ninguna de las tres pronunció palabra alguna aun a pesar de que ahora podían, al menos en teoría, hacerlo.  En la medida en que fue cumpliendo con sus menesteres, la mujer se retiró llevando los bozales y, al salir de cada canil, cerró cuidadosamente con pasador y candado.  Siguió luego alimentando al resto de los animales, terminando así de dejar en claro que no hacía ningún distingo entre las tres muchachas y el resto de sus perros.  Una vez que hubo terminado, se marchó hacia la casa y las chicas ya no la oirían durante el resto de la noche.

Jennifer, que ocupaba el canil que se hallaba entre los de Krysta y Erin, miró hacia el comedero con asco.

“Yo… no voy a comer eso” – dijo, sentada sobre el piso y con mirada ausente.

“Yo… tampoco” – se sumó Erin, algo más llorosa y con la voz quebradiza.

Krysta también miró a su plato cuyo contenido, aun con lo poco que se podía ver bajo la débil luminosidad que entraba a través de las rendijas, no se veía muy apetecible; el olor desagradable que surgía del mismo terminaba de confirmarlo.

“Tenemos que pensar en la forma de salir de aquí” – dijo, tratando de imprimir a su voz el tono más tranquilo de que era capaz en medio de aquel infierno que estaban viviendo.

“¿Y cómo? – lloriqueó Erin, dos caniles más allá -.  Ni siquiera sabemos en dónde estamos… y aunque lo supiéramos… ¿adónde iríamos?  Esa mujer siempre nos atraparía…”

Pronunció su lamento a tan viva voz que varios perros comenzaron a ladrar desde los otros caniles.  Krysta logró distinguir incluso la sombra de algún perro moviéndose nerviosamente más allá de la puerta, lo cual le confirmó que Maggie dejaba sueltos a algunos durante la noche: otro factor que desestimulaba cualquier intento de fuga.

“Yo… creo que el camino más corto para salir de aquí es hacer lo que nos dice, dejarla contenta… - intervino Jennifer, quien parecía ir recuperando una cierta calma  -.  Si… ve que nos portamos como ella quiere…”

“¡Como perras!” – le interrumpió Erin.

“Sí…, como perras – tuvo que conceder Jennifer muy a su pesar -; quizás si va ganando confianza en nosotras nos dé más libertades, más… margen de acción... No sé, son cosas que se me ocurren porque si me pongo a pensar fríamente en la situación en que nos hallamos, creo que terminaré diciendo que lo mejor que nos podría pasar sería morir…”

“¿Y… qué te asegura que no va a ser así? – repuso Erin -.  ¡Ya viste cómo terminó ese policía pervertido!”

“¿Qué fue lo que ocurrió con ese policía?” – preguntó Jennifer.

“Nada, no importa – terció Krysta -; el caso es que esa mujer lo mató… Y le estuvo bien hecho…”

“¿Y por qué no va a hacer lo mismo con nosotras?” – preguntó Jennifer.

“Nos… ve como su propiedad – respondió Krysta -.  Mató al policía por eso mismo: consideró que él tenía algo que le pertenecía a ella.  No suena lógico que nos mate si nos ve de ese modo: nadie destruye su propiedad…”

“¡Pero esta mujer está loca! – protestó Erin - ¿De qué lógica estás hablando?”

“Hasta los locos tienen una lógica, sólo que es una lógica loca” – apuntó Jennifer.

“Exacto; bien dicho – le felicitó Krysta -.  A mí me parece que tu plan, Jennifer, no suena tan loco después de todo.  Quizás lo mejor sea ir ganando su confianza de a poco, que nos vea como… perras fiables…”

“¿Se están escuchando? – volvió a protestar airadamente Erin, entornando sus ojos por la incredulidad -.  ¡Portarnos como perras fiables!  ¿En dónde ha quedado nuestra dignidad para hablar de ese modo?  No, gracias, prefiero un escopetazo en la cabeza…”

“¡Erin! – intervino Jennifer, con tono de reprimenda -.  Sí, respondiendo a tu pregunta, nosotras nos estamos escuchando.  ¿Y tú te estás viendo?  Estamos acollaradas y encerradas en compartimentos para perros con una comida asquerosamente maloliente servida en cuencos.  Erin, creo que pretender salvar nuestra dignidad aquí y ahora suena a irrealidad absoluta.  Si en algo tenemos que pensar en este momento es en salir de aquí… Y si de eso es de lo que se trata, tenemos que buscar el mejor medio y el camino más corto para hacerlo… Perdóname, entonces, si por ahora no pienso tanto en mi dignidad…”

Las palabras de Krysta sonaron tan sentenciosas que dieron lugar a un prolongado silencio al cual hasta los perros de los otros caniles parecieron plegarse.

“Creo que tendríamos que comer” – dijo, finalmente.

“¿Qué???” – aulló Erin, motivando con ello el reinicio del coro canino.

“Krysta, estás absolutamente loca…” – se quejó Jennifer.

“Tú lo acabas de decir, Jennifer – repuso Krysta -.  Tenemos que dejarla contenta y mostrarle que nos comportamos como ella quiere, es decir como perras.  Si mañana por la mañana descubre que los cuencos de comida siguen llenos, al igual que los bebederos, puede llegar a disgustarse y corremos el riesgo de que recuerde bien quiénes somos: tres muchachitas despreocupadas que, por viajar a alta velocidad, atropellaron y mataron a sus perras…”

“¿Tú crees que no lo recuerda? – objetó Erin -.  ¡Lo sabe perfectamente1  ¡Esto que hace lo hace sólo para humillarnos y cuando se canse de hacerlo, simplemente seremos carne para los perros!  Igual que el policía…”

“Eso que dices también es posible – convino Krysta -, pero no lo sabemos… Por lo pronto tenemos dos caminos: si, como dice Jennifer, está convencida de que somos perras, dejarla contenta puede ser un camino hacia nuestra liberación.  Si es como dices tú, Erin… - su semblante se ensombreció y su voz adoptó un tono terriblemente triste -, entonces no tenemos escapatoria; te lo pongo de esta manera si quieres: hay dos puertas de las cuales una sabemos que nos lleva a la muerte y la otra es una incógnita.  ¿Cuál tomamos?”

Erin no contestó; simplemente se removió en su cubil y se arrebujó sobre el fondo del mismo y se echó al suelo, recogiendo sus rodillas contra el pecho y adoptando lo que podría haber sido visto como posición fetal si no fuera por las manos esposadas a la espalda, las cuales, por otra parte, la obligaban prácticamente a estar de lado.

“Krysta tiene razón… - balbuceó Jennifer – tendríamos que comer…”

“Que tengan buen provecho” – se mofó Erin, cuya ironía parecía ser sinónimo de resignación.

Sobre sus rodillas, Krysta se desplazó hasta el cuenco y permaneció mirándolo.

“Tenemos las manos atadas – apuntó Jennifer -. ¿cómo vamos a comer?”

“Como lo hacen los perros, Jennifer, respondió Krysta; ellos no usan manos, sólo el hocico”

“¡Aaaaaay, mi Dios!  ¡Las cosas que estoy oyendo! – aulló, una vez más Erin -.  Y, de paso, pregunto: si nos considera perras, ¿por qué no nos desata?”

No hubo respuesta.  Krysta, de rodillas y con las manos a la espalda, se inclinó sobre el cuenco; cerró los ojos e intentó no oler: de esa forma neutralizaba al menos dos de sus sentidos pero sería más difícil poder hacer algo con el gusto.  Haciendo grandes esfuerzos para lograr no caer de bruces al no poder sostenerse sobre sus manos, hundió su rostro en el plato, abrió la boca y tragó.  Horrible, por cierto; debía ser el alimento balanceado para perros más barato que existía y vaya a saber con qué estaba humedecido.  Se dio de cuenta de cuán difícil era comer de esa forma y automáticamente recordó lo que hacen los perros: ayudarse con la lengua.  Abrió, por tanto, bien grande la boca y estiró su lengua cuán larga era para así llevar a ella el alimento.

Jennifer, quien aún no había empezado a atacar su cuenco, puso cara de asco al oír el ruido de succión que llegaba desde el canil de Krysta e, incluso, escudriñó un poco por entre las tablas para ver cómo lo hacía.

“¿Se deja comer mínimamente?” – preguntó.

“Digamos… que sí” – respondió Krysta interrumpiendo por un segundo su comida.  Era una mentira piadosa, desde luego, pero tenía que lograr que su amiga también comiera.

Imitando a su amiga, Jennifer bajó la cabeza hacia su plato.  Hubiera querido apartarse los  cabellos del rostro para que no cayeran dentro de la comida pero no tenía cómo hacerlo al tener sus manos atadas.  Al poco rato, también ella daba largos lengüetazos hacia el fondo del cuenco a los efectos de “alimentarse”.  Más de una vez tuvo arcadas y debió parar, pero luego siguió.  Desde su canil, a Erin no podía menos que revolvérsele el estómago al escucharlas.  Una vez que hubieron vaciado los cuencos, tanto Krysta como Jennifer, cada una en su canil, marcharon sobre sus rodillas hacia los bebederos: la tarea de beber era, por cierto, todavía más difícil, pero, una vez más, imitaron el acto canino y utilizaron sus respectivas lenguas; se les hizo difícil al principio pero poco a poco fueron tomándole la mano.  El agua sabía horrible pero, increíblemente, era un alivio después de la comida.  Ambas chicas sumergieron incluso sus rostros lo más que pudieron en los bebederos a los efectos de asear sus rostros, los cuales habían quedado embadurnados en el repulsivo alimento.

Después, ninguna de las tres articuló palabra.  Cada una se arrebujó en su canil y, aun cuando los ojos les pesaban por el cansancio, no pudieron casi pegar un ojo en la medida en que apenas intentaban cerrarlos, sólo desfilaban las horrendas imágenes de la terrible jornada vivida.  Sólo Erin cayó, en un momento, profundamente dormida, seguramente extenuada después de tanto llorar y patalear.

En la mañana, apenas despuntó el sol, Margaret Sommers se hizo presente en la zona de los caniles.

“¿Qué tal, mis perritos?  ¿Cómo han pasado la noche?” – el saludo pareció no haber sido pronunciado sólo para las tres jóvenes devenidas en hembras caninas sino para todos sus animales a juzgar por el apelativo genérico de “perritos”; de hecho, la mayoría de los mismos, comenzaron a saltar y moverse nerviosamente dentro de sus caniles apenas hubieron oído la voz de su dueña.

La mujer fue abriendo uno a uno los caniles y, en la medida en que los perros eran liberados, corrían hacia los lindes del claro para hacer las necesidades que habían estado conteniendo durante toda la noche.  Por alguna razón dejó, esta vez, a las tres jóvenes para el final aunque sí mantuvo la tendencia a comenzar por Krysta.

“¡Buen día, Lilith!” – le saludó al abrir la puerta, sin que la muchacha tuviera en claro qué cara poner o cómo actuar para complacerla ante el saludo.

La mujerona sonrió con satisfacción y su rostro se iluminó al ver vacío el cuenco de comida.

“¡Muy bien! – la felicitó -.  Ahora, a tomar la pastillita…”

Krysta, por supuesto, ignoraba a qué iba el asunto ni de qué clase de pastilla le hablaba, pero, por lo pronto, la mujer se acercó y le tomó ambas mejillas con una sola mano para estrujárselas de tal modo de abrirle la boca.  Una vez que lo consiguió, depositó sobre la lengua de Krysta una píldora que la chica ni siquiera llegó a ver; antes de que tuviera tiempo de nada, Maggie cerró la mano sobre su boca haciéndole fruncir los labios  mientras con la palma le daba un empujón al mentón, obligando así a la joven a tragar la píldora.  Una vez conseguido tal objetivo se dirigió hacia el canil de Jennifer y repitió exactamente los mismos pasos, sonriendo también satisfecha al ver el cuenco prácticamente vacío.  Pero cuando ingresó en el de Erin, su rostro se transformó…

La jovencita estaba durmiendo al momento en que Margaret ingresó a su cubil y ni siquiera la habían despertado los alocados ladridos de los perros ni tampoco el crujir del pasador o de la puerta al abrirse.  Lo que sí la sacó del sueño en que se hallaba fue el estentóreo rugido de la mujerona, cuyo rostro se transfiguró en una expresión de rabia brutal al ver en el piso del canil el plato aún rebosante de comida.

“¿Qué es esto, Gwen? – bramó -.  ¿Es así cómo me pagas todo el sacrificio que hago por ti?  ¿Crees que es barato el alimento para desperdiciarlo de esa forma?”

Erin se sobresaltó y, en un gesto mecánico, se impulsó hacia atrás, aplastándose sus omóplatos contra las tablas del fondo del canil.  La brusca y violenta interrupción del sueño había significado para ella despertar a la peor pesadilla y tomar conciencia de que todo lo ocurrido durante la jornada anterior había sido pura realidad.  Su rostro sólo rezumaba terror y, desde los otros caniles, sus amigas no pudieron menos que lamentar la tonta actitud que Erin había tenido al no comer su alimento.  Ni Krysta ni Jennifer habían todavía abandonado sus caniles, aun cuando las puertas que Maggie había dejado abiertas daban por implícito que podían hacerlo: salir afuera junto al resto de los perros no se veía como una idea muy estimulante y por mucho que se comprometieran en el plan de complacer a Maggie, no dejaba de ser inquietante y terrorífico el pensar en andar caminando arrodilladas entre los animales.  De todos modos, aún dentro de los caniles y sin ver a la mujerona, la intensidad de sus gritos era más que suficiente para darse cuenta que estaba verdaderamente alterada.  Tuvieron lástima por la tonta de Erin y, de hecho, Jennifer echó a llorar en silencio…

Margaret Sommers caminó a tranco resuelto hacia el lugar en el cual la chica, arrebujada, temblaba como una hoja, presa del pánico.  Una vez que llegó hasta ella, la tomó por su rubia cabellera y la levantó como si fuera un trapo para luego arrastrarla por el piso de tierra y arrojarla de bruces contra el cuenco.

“¡Come!” – le ordenó.

El rostro de Erin se enterró en el contenido del plato apenas Maggie la dejó caer sobre el mismo; la comida, ya para ese entonces, era directamente un sancocho, un pastiche aun más impresentable que en la noche previa.  La joven incorporó un poco su cabeza, haciéndolo como pudo, ya que las manos esposadas a la espalda no le daban mucho margen de movimiento: arqueó su espalda lo más que pudo y, apoyándose sobre el vientre logró levantar su cabeza algunos centímetros por encima del plato y la giró hacia la mujer, quien, manos a la cintura, la miraba imponente desde lo alto.  La expresión de furia en el rostro de Maggie se redobló al detectar lo que interpretó como un nuevo acto de rebeldía por parte de su perra.

“¿Qué te está pasando, Gwen, maldita sea? – graznó -.  Antes no eras así… ¡Dije que comas!”

Erin pudo, entonces, ver cómo la mujer de los perros levantaba uno de sus pies y bajaba el mocasín sobre su rostro ladeado, obligándola a sumergirlo nuevamente en la comida.  La rubiecita, por un momento, se ahogó y tosió, pudiendo recuperar sólo la respiración cuando Maggie decidió aflojar un poco la presión, si bien seguía teniendo la mejilla de Erin bajo su pie.

“Come” – insistió la mujerona, inflexible.

Temiendo una nueva represalia, la joven no tuvo más remedio que imitar el acto que durante la noche tanto le había revuelto el estómago al ser realizado por sus amigas: sacó la lengua por entre los labios y, no habiendo ya más remedio, se dedicó a llevar el alimento a su boca y comer.  Si ya de por sí éste era desagradable, ahora era intragable hasta en un sentido físico, por estar  más espeso y sancochado.  Las arcadas volvieron a Erin, pero aun así tragó, sabía que no le quedaba más remedio que tragar…

Al ver que “su perra” comía, Maggie se relajó un poco; mantuvo sus macizos puños cerrados sobre la cintura y de pronto pareció otear en derredor, como si percibiera algo.   Frunció el ceño, arrugó su frente y olisqueó el aire de un modo tal que bien podría haber sido confundida con un perro.  En eso, sus ojos se posaron en un rincón del piso, allí donde las tablas del fondo se unían con las que daban contra el canil contiguo.  Ninguna persona normal hubiera notado allí nada pero ella no lo era; su cabeza se movió despacio hacia adelante al tiempo que su cuello se estiraba y, una vez más, su actitud pareció canina: remitía a la imagen de un perro de caza en posición de estar marcando visualmente una presa.  Quitando el pie de encima de la cabeza de Erin, caminó hacia el rincón, se inclinó un poco arqueando su espalda y volvió a olfatear.  Su rostro, que, instantes antes, parecía haberse relajado, volvió a teñirse de furia.

“¡Perra de mierda! – bramó - ¿No sabes que hay que esperar hasta la mañana para hacer tus necesidades fuera del canil?”

Erin alzó ligeramente la cabeza del plato, aterrada e incrédula.  En efecto, había sentido ganas de orinar en plena noche y había optado por hacerlo en tierra en ese mismo rincón que acababa de olisquear Maggie; lo que no podía terminar de creer era que aquella “mujer – monstruo” se hubiera percatado de ello.  La dama de los perros echó a la jovencita una mirada tan furtiva que hasta la hizo ladearse y caer sobre sus espaldas; los ojos de la rubia muchacha lucían desorbitados y sólo atinó a musitar unas pocas palabras…

“Pe… perdón… Es que…”

“¡Silencio!” – rugió la mujerona y su grito hizo estremecer a Krysta y a Jennifer en los otros caniles.  Éstas, una vez más, no pudieron menos que compadecerse de su amiga quien, en su obstinación, no sólo se había negado a comer y había orinado en el canil sino que, además, persistía en hablar, lo cual no era difícil de suponer que irritaba sobremanera a Maggie, para quien ellas eran sólo perras.  De haberla podido ver en ese momento, las chicas hubieran visto una corpulenta mujer temblando de la cabeza a los pies como si una corriente eléctrica le recorriese, a la vez que un sudor frío y nervioso le perlaba la frente y sus ojos daban la impresión de sumergirse en la nada.  El oír a Erin articular vocablos humanos, debía seguramente desatar en la mujer una fuerte tormenta interior, como si una realidad que pretendía olvidar o tal vez negar se hiciera ver fugazmente como la punta de un iceberg.

De pronto y como si saliera de un breve momento de letargo, Maggie dirigió a Erin una mirada tan furtiva que hasta pareció haberla arrojado hacia atrás.  Echó a andar y pasó caminando, resueltamente, junto a la joven para luego salir del canil en dirección a la casa.  A través de las puertas entornadas, las tres chicas notaron rabia y nerviosismo en sus pasos.  El terror se apoderó, una vez más, de los bellos rostros de las jóvenes, quienes en ese momento recordaron la escopeta con la cual había ultimado a Paul Whitby.  Volvió a restallar también, sobre todo en la mente de Krysta, la posibilidad de huir, pero bastaba pensarlo para descartar rápidamente una idea tan loca, pues estaban con las manos atadas y deberían atravesar una marea canina.  Sin embargo, la imagen más impensable se presentó, en ese momento, a los ojos, tanto de Krysta como de Jennifer: en efecto, sin poder salir de su incredulidad, vieron a Erin corriendo con las manos esposadas en dirección hacia los árboles que rodeaban la casa.  Krysta cerró los ojos y, de haber podido hacerlo, se habría tomado la cabeza: Erin seguía haciendo locuras.  Bastó que hubiera hecho la mitad del recorrido hasta los árboles para que los perros formaran un círculo en torno suyo gruñendo y enseñándole los dientes.  Presa del máximo terror, la joven se detuvo y miró en derredor: no había verdaderamente hacia dónde ir y estaba totalmente rodeada; lo único que cabía esperar era que, de un momento a otro, uno de aquellos feroces canes le saltara al cuello para hundirle los dientes en la yugular.  Llorando a más no poder, bajó la vista y cerró los ojos.

“¡Fuera! – se escuchó rugir a la mujerona, quien en ese momento volvía a aparecer en el porche de la casa - ¡Fuera!”

Lo que traía en sus manos no era la escopeta, como las chicas habían temido, sino un cinto de cuero al que había dado un par de vueltas alrededor de sus nudillos.  Entró en el círculo de perros golpeando a diestra y siniestra a la vez que no dejaba de vociferar y repetir insistentemente su “fuera”.  Los animales aullaron o lanzaron alaridos, a la vez que, agachando sus orejas,  huían despavoridos alejándose de la escena.  Blandiendo el cinto cual si fuera un látigo, Maggie se abrió paso hasta llegar a la joven, mirándola con una expresión que rezumaba ira, pero también una profunda decepción, ya que “su perra” acababa de intentar escapar.  La miró de la cabeza a los pies y, en ese momento, desde las entreabiertas puertas de los caniles, Krysta y Jennifer dedujeron, a un mismo tiempo, qué era lo que la mujer estaba viendo: Erin estaba de pie y ello sólo podía significar que Maggie volvía a debatirse internamente en una lucha sin cuartel contra aquello que se negaba a reconocer…

Sin decir palabra, mostró sus dientes y se mordió el labio inferior a la vez que comenzó a propinar cintazos en las piernas de la muchachita con el evidente objetivo de hacerla poner sobre sus rodillas nuevamente.  Una vez que ésta, entre alaridos, lo hizo, la mujer pareció calmarse al menos en parte; la posición arrodillada, por cierto, no era muy canina pero ubicaba a Erin a la altura del resto de los perros y todo indicaba que allí era, precisamente, donde Margaret Sommers la quería.

La dama de los perros cerró los ojos durante un instante y se estrujó las sienes, dando la impresión de estar tratando de reordenar su psiquis; se pasó una mano por la frente enjugándose la transpiración y luego todo su rostro se tiñó con expresión de tragedia.

“Cómo me decepcionas, Gwen… - dijo, con tristeza -.  ¿Qué he hecho para que intentes escapar?  Sólo te he brindado cariño, techo y comida… ¿Y así me pagas? ¿Es esto lo que merezco?”

El cinto de cuero cayó sobre las nalgas de la joven arrancándole un alarido que estuvo a la altura de los que instantes antes emitieran los animales al darles Maggie idéntico trato.  La mujer alzó el cinto varias veces, tantas como, impiadosa, lo dejó caer sobre el trasero de la joven, que comenzó a enrojecer a ojos vista.  Krysta y Jennifer, presas de una indescriptible angustia, no hacían más que ahogar sus gritos de espanto para que no salieran de sus gargantas y sólo podían observar la escena con impotencia e incluso, en algún momento y de manera deliberada, Krysta, desvió la vista al no poder soportarlo.

Cuando terminó con la feroz paliza, Maggie acercó una cadena y calzó el mosquetón al collar de ahorque de la muchacha, llevándola seguidamente en dirección al molino para dejarla atada a uno de los soportes, no sin antes unir dos eslabones por medio de un candado: seguramente era un castigo más por haber tratado de escapar, pero también una forma de asegurarse que no volviera a intentarlo.   Con un semblante que denotaba una hondísima desilusión, la mujer regresó hacia la zona de los caniles y pareció sorprendida de ver aún a las otras dos muchachas todavía dentro de éstos.

“¡Lilith!  ¡Jolee! ¡Vamos, salgan! – les dijo, batiendo las palmas a la altura de su cintura como si las azuzase -  ¡A hacer pis, vamos!  ¡Pis y caca!”

La orden impartida era tan degradante que Krysta y Jennifer se miraron durante un segundo, pero no consguieron sostenerse mutuamente la mirada debido a la infinita vergüenza que sentían de sí mismas.  Sin embargo y sobreponiéndose a tal sentimiento, sabían tácitamente que debían continuar con el plan, así que salieron de los caniles sobre sus rodillas y fueron hacia los lindes del claro, allí donde comenzaban los árboles y arbustos espinosos.  Las rodillas les dolían al arrastrarlas y si con ello no fuera suficiente, tenían que tolerar que los perros de Maggie se les acercaran todo el tiempo a husmear y olisquear,  no salvándose de ello ninguna parte de sus cuerpos y mucho menos las más íntimas en las cuales los hocicos hurgaban de manera especial.  Un par de veces en que notó que los perros las molestaban, Maggie volvió a batir palmas espantándolos pero apenas la mujerona estaba de espaldas o haciendo otra cosa, los animales volvían junto a las muchachas y no se trataba sólo de la degradación que las chicas sentían al ser olisqueadas de aquel modo sino además del terrible miedo a que, de un momento a otro, alguno le clavase los dientes.  A Jennifer casi se le paró el corazón y tuvo que tragarse un grito de espanto al reconocer, sobre la tierra, una chapa policial que, evidentemente, había pertenecido a Paul Whitby.  Se percató, entonces, al atreverse a levantar un poco más su vista, que algo más lejos dos cachorros pequeños jugueteaban con un trozo de camisa de la cual tironeaban y, peor aún, algunas osamentas desparramadas aquí y allá, sin que se pudiera determinar si serían de algún animal muerto o bien del propio Paul Whitby.  Un helor glacial le recorrió la columna vertebral y, temblando, miró de reojo a Krysta, quien simplemente le frunció el ceño en claro gesto de pedirle que no perdiera la cordura.  Apenas llegaron a los primeros arbustos, Krysta amagó a ocultarse por detrás de ellos para hacer sus necesidades y Jennifer la imitó, pero enseguida fueron advertidas por Maggie:

“Chisssssst chissssst chissssst… ¡Allí!”

Su dedo índice señalaba un punto que, obviamente, no quedaba oculto, lo cual significaba que tendrían que hacer sus necesidades al descubierto.  Por mucho que la mujer pareciera estar convencida o bien querer convencerse de que eran dos perras,  denotaba, con tales actos, no estar, después de todo, tan fuera de sí ya que, por alguna razón, no quería tenerlas fuera de su campo visual.  No quedando entonces más alternativa, las chicas debieron orinar allí mismo, bajo los ojos escrutadores de la arpía demente.  Krysta fue la que, en primer lugar, se acuclilló para hacerlo siendo secundada por Jennifer, quien parecía más renuente a aceptar semejante humillación, pero la chica sabía, por otra parte, que no había a la vista ningún camino hacia la libertad que se presentase más o menos digno.  Hicieron, por lo tanto, lo suyo pero ninguna de ambas defecó; rogaban que eso no significara una reprimenda por parte de Maggie y, por fortuna, para ellas, no fue así; sin saber qué hacer a continuación, se dedicaron a deambular por el lugar al igual que el resto de los perros.  De reojo, miraban de tanto en tanto a la pobre Erin, atada contra el molino, con los ojos llorosos y casi ausentes.

Maggie se dedicó a retirar los cuencos vacíos de los caniles y luego caminó por entre sus perros con un celular en la oreja; tal detalle tecnológico parecía contrastar brutalmente con su rusticidad.  Las chicas no lograron determinar con quién hablaba pero Krysta paró un par de veces la oreja tratando de descubrir en las palabras algún destello que les brindara información mínima acerca de en dónde diablos se hallaban…

“… Tuve problemas – decía, en tono de estarse excusando por algo -.  No pude llegar, te pido disculpas.  Tuve un… terrible percance ayer en la carretera – su voz se veló un poco y su rostro se ensombreció -, pero hoy sin falta voy a ir… No me canceles ese turno por el servicio…”

Krysta arrugó la frente; en un momento la mujer pareció mirarla y la joven, aterrada desvió rápidamente la vista: si la mujer la descubría oyéndole bien podría castigarla o sufrir otra de sus crisis de nervios al entrar tal cosa en conflicto con la imagen de perras que tenía de las jóvenes.  Por fortuna para Krysta la sensación de que la mujerona se había percatado de que la oía fue sólo eso: una sensación, justamente; la realidad fue, más bien, que Margaret Sommers siguió hablando como si nada y, después de todo, no cabía esperar otra cosa si realmente creía que ellas eran perras.  ¿Cuál podía ser el problema de que una perra escuchase una charla telefónica?  Por otra parte, a Krysta le roían el cerebro las palabras oídas.  ¿Servicio?  ¿De qué clase de servicio hablaba y con quién?

“…Hoy sin falta te llevo a las perras..” – continuó hablando la mujer, con lo cual echó algo más de luz sobre el asunto; fuera lo que fuese ese “servicio”, era muy probable que tuviese relación con ellas, lo cual hizo dar un respingo tanto a Krysta como a Jennifer, quien se había interesado súbitamente en la conversación al notar atenta a su amiga.

“¡Sí!  ¡Sin falta! – siguió diciendo Maggie, subiendo el volumen de su voz - ¡Te acabo de decir que tuve un percance!  ¿Qué parte no se entiende?... Sí, sí… Esta tarde… No, no puedo en la mañana; tiene que venir el veterinario de un momento a otro… Esta tarde, te estoy diciendo… Y supongo que el precio sigue siendo el que hemos convenido…”

Cuando se despidió de su misterioso interlocutor, lo hizo con bastante sequedad e incluso bufó fastidiada.  Las chicas, por lo menos Krysta y Jennifer (Erin estaba casi en otro mundo), no salían de su perplejidad y sus cabezas estaban aun más llenas de interrogantes que antes.  ¿Qué era eso del servicio?  Y por otra parte, cuando hablaba de “perras”, ¿se refería a ellas?  De algún modo las cosas empezaban a encajar como las piezas de un rompecabezas: no sonaba ilógico que al momento  de aquel fatídico y desafortunado giro en la curva, Maggie estuviera haciendo un alto con sus perras para que corretearan o bien hicieran sus necesidades mientras estaban en camino hacia algún otro lado.  El destino que llevaban, posiblemente, fuera ese mismo sitio al que ahora había llamado por teléfono.

Un viejo claxon sonó de pronto en el lugar, lo cual provocó un alboroto entre los perros, que salieron todos corriendo a ladrarle a las ruedas de una vieja camioneta de caja abierta y aún más destartalada que la de Maggie: de hecho, mientras el vehículo se acercaba saliendo del sendero que serpeaba entre los árboles, parecía que, de un momento a otro fuera a desarmarse a juzgar por cómo se zamarreaba al morder los neumáticos algún pozo.

Las jóvenes se miraron entre sí e incluso Erin pareció salir de su ensimismamiento casi autista y giró la vista hacia la camioneta.  Aunque débil, una luz de esperanza se encendió en las tres: fuera quien fuese que condujese ese cascajo, sería el primer ser humano con el que se encontrarían allí fuera de, obviamente, Margaret Sommers.  El vehículo estacionó levantado una espesa polvareda mientras los doberman no paraban de saltar y ladrar ruidosamente a su alrededor.  Como suele ocurrir, los perros se calmaron todos casi a un mismo tiempo en cuanto el motor se detuvo.  Un hombre que debía tener unos sesenta y cinco años, de bigote canoso y lentes, se bajó de la camioneta.  Lucía un saco a rayas que no se condecía con el calor reinante, además de un sombrero chato y bastante ridículo; su ropa, por cierto, lucía bastante polvorienta.  Llevaba en la mano un maletín y fue entonces cuando Krysta recordó que Maggie, en su conversación telefónica, había mencionado estar esperando la llegada de un veterinario.

La mujer fue a recibirlo y el saludo fue tan cordial que evidenció que existía una cierta amistad, tal vez larga, entre ambos.

“Perdona que no pude venir ayer” – se excusó el hombre, quien se movía y hablaba bastante torpemente.

“Está bien, Vinnie, no te preocupes… - le tranquilizó ella -.  Quería que vieras a las perras antes de llevarlas a hacer el servicio, pero… de todas formas tuve un percance ayer y no pude ir, así que nada se ha perdido…”

El hombre se acomodó un poco los lentes sobre los ojos y miró en derredor, como rebuscando entre la marea de perros que le rodeaba.

“Bueno… ¿y dónde están esas tres perras de que me hablaste?” – preguntó.

“Allí” – le indicó Maggie, señalando algo más lejos.

Al levantar la vista para mirar hacia donde ella le indicaba, Vinnie dio tal respingo que, se notó, estuvo a punto de perder su ya de por sí frágil equilibrio.  Volvió a acomodarse los lentes como si no diera crédito a lo que veía y su sorpresa no pudo, por cierto, ser mayor al descubrir que allí, entre los perros, había… ¡dos muchachas desnudas e increíblemente hermosas!  ¡Y otra más atada contra un molino!...

“Maggie… - dijo, achinando los ojos -.  No… entiendo…”

“Sí, Vinnie, sé que lucen saludables y que quizá no veas como tan necesario ese control que te vengo pidiendo, pero… si voy a hacerlas servir quiero estar segura de que están en perfectas condiciones. Mis últimas camada de cachorros… murieron completas – su rostro se volvió terriblemente triste -; lo recuerdas bien.  En fin, no quiero dejar nada librado al azar; no me gustaría perder una nueva camada: si no tengo pronto más cachorros para vender, me comerán las deudas.  No sé: algo parece haber en este lugar, una especie de energía negativa, pero… estoy segura que de haber chequeado a las madres de aquellos cachorros antes de hacerlas servir,… podría haber previsto algo…”

El hombre miró a Maggie, siendo evidente que no daba crédito a lo que oía… y que empezaba a sospechar que tal vez Margaret Sommers, la dama de los perros, había perdido definitivamente el juicio.  Ella le miró también y pareció ponerse nerviosa por un instante.

“Bueno… ¿les vas a hacer ese maldito chequeo o no?”

“S… sí, claro – tartamudeó el hombre -.  Llévalas a… mi camioneta… S… súbelas a la caja para que los otros animales no molesten…”

“¡Excelente!  ¡Ya mismo!”

Una por una y utilizando la correa, la mujer fue llevando a las muchachas hasta la parte trasera del vehículo.

“Las necesito a cuatro patas” – anunció el veterinario.

La débil luz de esperanza que se había encendido en las muchachas se iba desvaneciendo en la medida en que notaban no sólo que entre Maggie y aquel tipo había un grado importante de afinidad sino que además él parecía estarse entusiasmando con la idea de revisarlas, habiendo superado ya el impacto inicial.  De todas formas y aun cuando el veterinario fuera un pervertido, el pedido de ubicarlas a cuatro patas bien podía jugarles a favor ya que ello implicaría, por fin, la liberación de sus manos.  Fue por eso que mientras Erin y Jennifer miraron a Krysta con horror, ésta abrió grandes los ojos e hizo gesto de que no opusieran resistencia.  La libertad podía estar más cerca de lo que habían pensado si se manejaban con prudencia y le seguían la corriente al extraño dúo que parecía salido de un comic.

Maggie soltó las muñecas tanto de Krysta como de Jennifer y cabeceó mordiéndose el labio mientras miraba las esposas que llevaba puestas Erin.

“Para éstas, voy a necesitar una sierra” – dijo, con pesar -.  ¿Por qué no vas, mientras tanto, revisando a las otras dos?”

El hombre asintió y, trepándose a la camioneta no sin esfuerzo, se sentó sobre el borde de la caja junto a Krysta; tanto ésta como Jennifer habían sido ya acomodadas a cuatro patas, en tanto que Erin permanecía a un costado sobre sus rodillas al tener todavía sus manos esposadas.  La posición, para las chicas, no fue fácil en un principio: tenían sus manos y codos doloridos y entumecidos después de llevarlos tanto tiempo a la espalda.   Sus primeros intentos por sostenerse sobre sus manos terminaron invariablemente en que los miembros anteriores se vencieran y ellas terminaran cayendo de bruces al piso de la camioneta.  Poco a poco, sin embargo, fueron no sólo recuperando su vitalidad en manos y codos sino también acostumbrándose a estar en esa posición: ahora sí, eran verdaderas perras a los ojos de quien las viese.  Pero, claro, quizás el soportar tamaña humillación tuviera algún premio después de todo; no iba a ser fácil, desde ya, pues ya habían comprobado la fuerza física de aquella mujer.  No obstante, el que hubiera deslizado hacía sólo instantes que tendría que ir a buscar una sierra para las esposas de Erin, hacía pensar que en algún momento las dejaría solas en la camioneta con el veterinario.   En casos como ése, la mujer de los perros daba la impresión de estar verdaderamente ida ya que en ningún momento se le había ocurrido rescatar las llaves que llevaba Paul Whitby y que, ya para esa altura, vaya a saber por dónde andarían.  Krysta, a toda prisa, comenzó a urdir un plan en su cabeza: aquel hombre parecía bastante enclenque y no daba la impresión de que fuera difícil desembarazarse de él con apenas un empujón por el borde de la caja ; una vez hecho eso, sólo sería cuestión de saltar a la cabina y hacerse con la camioneta, lo cual inclusive les daría una buena posibilidad de salir por entre los perros esquivando sus feroces dentelladas.  Quedaba, luego, la casi segura posibilidad de que la dama de los perros saldría en su persecución, pero al menos ya había abierta una chance de huir de aquel sitio demencial…

En todo ello pensaba la rubia en el momento en que Maggie les retiró los mosquetones de los collares de ahorque, lo cual aumentó de algún modo la sensación de tener la libertad aun más al alcance de la mano; sin embargo lo que ocurrió a continuación ahogó, casi antes de nacer, las incipientes esperanzas que había abrigado con tal plan de fuga… Escuchó un “clic” junto a su oreja e, instintivamente, trató de girar el cuello pero no lo logró o, más bien, sintió una planchuela metálica o algo por el estilo clavándosele allí.  Ante la molestia que tal objeto indefinido le causaba, optó por mover la cabeza hacia el otro lado de modo de sacárselo de encima. pero al hacerlo sintió el collar de ahorque cerrándose sobre su garganta y, a juzgar por el violento sacudón de Jennifer, quedaba en claro que a su amiga le ocurrió exactamente lo mismo… Lo que Maggie había hecho era colocar una especie de varilla fija que unía los collares de ahorque de ambas muchachas y, a juzgar por el “clic”, la misma estaba bien cerrado, con algún seguro o candado.  La situación de ambas jóvenes no podía ser peor ya que al quedar ungidas de ese modo, bastaba que alguna de ellas intentara alejarse un poco de la otra para que ambas se ahorcasen… Es decir, las fugaces esperanzas que, al menos Krysta, había entrevisto de huir de allí quedaban hechas polvo; la joven se sintió desfallecer, pero había sido absurdo, después de todo, suponer que la dama de los perros, por muy loca que estuviese, les iba a dejar tan servida en bandeja la chance de escapar: volvía a quedar demostrado que no daba pasos en falso…

“Si piensas usarlas para tener cría – dijo el veterinario, con un tono pretendidamente experto -, hay que empezar por chequear sus glándulas mamarias, ya que cualquier problema con ellas dificultaría el proceso de amamantamiento”

“Pues hazlo entonces” – le conminó la mujer mientras a las jóvenes un frío glacial les corría por la espalda ante lo que acababan de escuchar: estaban hablando de… usarlas para tener cría.

El veterinario pasó las manos por debajo de la caja torácica de Krysta y le palpó los pechos sin que ella nada pudiera hacer: no podía hablar pues eso irritaría a Maggie y no podía huirle a tal manoseo ya que sabía perfectamente que, en caso de moverse, se ahorcaba y arrastraba a idéntica suerte a su amiga.  El sujeto jugueteó un momento con sus tetas y se dedicó muy especialmente a pellizcarle los pezones; si alguna vez había sido un profesional con códigos, los acababa de tirar por el sumidero al haberse encontrado con la sorpresa impensable de tener tamañas bellezas desnudas y a su disposición.  Krysta sólo tenía ganas de insultarlo o de escupirle a la cara, pero tuvo que conformarse con crispar los puños y hervir de rabia, ya que nada podía hacer.

“Tienen lindas tetas – dijo el hombre -.  Ideales para amamantar… Serán buenas madres”

Krysta le dirigió de soslayo una mirada de odio que el sujeto pareció captar, ya que una sonrisa muy ligera se le dibujó en la comisura de los labios.

“Jesús te oiga – dijo Maggie -.  No puedo darme el lujo de perder una nueva camada”

“No la vas a perder.  Éstas sí parecen ser buenas perras…” – dictaminó el veterinario con el más cruel de los dobles sentidos.  Las jóvenes comenzaban a preguntarse si no sería que todos los que habitaban por allí eran locos o pervertidos: por lo menos entre los tres últimos seres humanos que habían visto no había uno medianamente normal.

“Esta perra viene muy bien de tetitas – continuó el veterinario -.  Vamos a ver ahora cómo está la conchita…”

Krysta estuvo a punto de estallar ante el comentario pero directamente se sintió morir cuando la mano del hombre le entró sin escrúpulo ni miramiento dentro de la vagina.  Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar ya que casi no hubo margen entre el anuncio y el acto; por eso, una fugaz excitación involuntaria la sacudió y no pudo evitar levantar la cabeza estirando el cuello: al hacerlo volvió a sentir la presión del collar de ahorque lo mismo que Jennifer, quien emitió un gritito muy débil y ahogado.

“¿Cómo la sientes?” – preguntó la mujerona.

“Bien, muy bien – respondió el sujeto con expresión de estar sumamente complacido -, pero… tendría que comparar…, palpar a las dos al mismo tiempo…”

Margaret Sommers se encogió de hombros como si considerara que el veterinario era palabra autorizada y punto.  El hombre, no sin esfuerzo, se incorporó del borde de la camioneta y caminó por detrás de las dos jóvenes, cuyas vulvas se ofrecían indefensas a su perverso escrutinio.  Apoyándose una mano en la cintura y, entre quejidos e interjecciones de dolor, se ubicó sobre sus rodillas para tener así más a tiro a ambas muchachas desde atrás.  Las observó durante un rato, fascinado y sin poder creer el espectáculo del que estaba gozando tan impensada y gratuitamente.  Llevó sus dos manos por entre las piernas de las muchachas quienes, en un acto reflejo, las cerraron a un mismo tiempo.

“Hazlas que se abran” – le solicitó a Maggie quien, rápidamente, blandió el cinto de cuero que aún tenía enroscado alrededor de la mano y golpeó con fuerza en las nalgas de ambas, primero en las de Jennifer, luego en las de Krysta.

“¡Abiertas! – rugió - ¡Conchas abiertas!”

Las jóvenes lanzaron al unísono un alarido que, de tan canino, debió haber complacido muy gratamente a quien se consideraba su dueña por legítimo derecho.  No habiendo otra alternativa, separaron sus muslos para dejar entrar la mano del “profesional”, quien ingresó en ambas vaginas al mismo tiempo y removió sus dos manos dentro de las dos chicas haciéndolas retorcerse por una no deseada excitación.  Ambas se removieron y jadearon, por momentos tironeando involuntariamente del collar que llevaban al cuello y, así, en un extraño e impensado cóctel, se fueron entremezclando dolor, humillación y excitación.  Krysta, muy especialmente, no podía creer estar pasando por algo así y sintió vergüenza de sí misma.  Los dedos del hombre hurgaron dentro de los respectivos sexos de las muchachitas como si, realmente, buscaran algo con interés científico.

“Están perfectas” – diagnosticó.

El rostro de Margaret Sommers, súbitamente, se encendió de júbilo.

“¿Así lo crees? – preguntó, siendo una de las pocas veces en que se la vio verdaderamente alegre -.  ¿Ya están para servir?”

“Un momento… - repuso Vinnie -, todavía me falta palparle las tetas a ésta” – hundió su mano un poco más adentro de la vagina de Jennifer para graficar de quien hablaba, arrancándole un largo gemido; la joven casi cayó de bruces al piso arrastrando a Krysta: otra vez el dolor y el ahogo sobre la tráquea.

“Y también me gustaría revisar a aquella otra – siguió diciendo el hombre a la vez que giraba la cabeza hacia Erin, quien permanecía a un costado -, pero además… habría que chequearles bien el ano a todas…”

Krysta apretó los dientes y estrelló un puño contra el piso de la camioneta; su rostro se tiñó de furia pero, sin embargo, tal sentimiento no lograba terminar de emerger ya que lo eclipsaban las frenéticas sacudidas que le provocaba la mano de aquel hombre dentro de su concha.

“¿El ano?” – preguntó, frunciendo el ceño, Maggie, quien por primera vez pareció al menos echar un velo de duda sobre los dictámenes de Vinnie.

“Sí – confirmó el hombre -.  Allí se suelen criar bacterias que pueden formar colonias y extenderse hasta la vagina llegando incluso al útero…”

Lo que acababa de decir el veterinario era, a todas luces, un disparate.  Aun sin entender nada sobre infecciones bacterianas caninas, tanto Krysta como Jennifer se dieron perfecta cuenta de lo único que el pervertido buscaba era un pretexto para introducirles sus dedos en la cola.  Lo peor de todo fue que la explicación pareció convencer a la mujerona:

“Hmm, ¿ah sí?  No sabía eso… pero bueno, si tú lo dices…”

Ya para esa altura no cabía ninguna duda de que el veterinario entendía perfectamente que Maggie había enloquecido, como tampoco de que estaba echando mano a todos los ardides posibles para sacar provecho de tal situación,  pues sabía que, en la medida en que la mujer siguiera creyendo que las jóvenes eran perras, estaría dispuesta a dar crédito a cualquier diagnóstico o recomendación que le asegurase futuras camadas saludables.

Sin delicadeza, el hombre retiró sus dos manos de las conchas de las muchachas y, también sin delicadeza, les introdujo a cada un ahusado y huesudo dedo dentro del orificio anal.  Una vez más las jóvenes soltaron un alarido: el dolor que les provocó tal repentina entrada por sus respectivas retaguardias no le fue en zaga al que sentían en sus cuellos cada vez que, al removerse, se tironeaban de sus collares entre sí.  Vinnie sonrió maliciosamente; cualquiera menos Margaret Sommers se hubiera dado cuenta, en ese momento, de lo mucho que estaba disfrutando tener a aquellas dos bellezas disponibles y entregadas de esa forma.  Hurgó con sus dedos dentro de cada una de las dos jóvenes y, a un mismo tiempo, se dedicó a trazar círculos que, seguramente, no tenían otro sentido más que su propia diversión; incluso, en un par de oportunidades, dobló sus dedos dentro del ano de las chicas y empujó hacia arriba, casi izándolas del piso de la camioneta: como no podía ser de otra forma, las muchachas volvieron a soltar un alarido hiriente, tanto que los perros, al oírlas, aullaron y ladraron enloquecidos.

“Maggie… - dijo, en un momento, Vinnie, sin dejar de hurguetear y juguetear -.  ¿Por qué no vas a ver si encuentras esa sierra que dijiste, así podemos poner a cuatro patas a la otra perra?”

“Está bien – convino la mujer -, debe estar en el cobertizo.  Dame unos minutos…”

“Tómate el tiempo que quieras – le dijo Vinnie -.  Tus perras se están portando muy bien, así que yo puedo arreglármelas aquí, jeje…”

La mujer se bajó de la caja de la camioneta y, al cabo de un momento, su robusta figura desapareció por detrás de la casa.  Las chicas no tenían idea acerca de a qué cobertizo se refería ya que jamás lo habían visto y, por lo tanto, no podían saber qué tan lejos o tan cerca se hallaba ni cuánto iría, en consecuencia, a tardar la dama de los perros en regresar.   Pero de un modo extraño, al ausentarse la mujer de la camioneta, se sintieron terriblemente desvalidas y desprotegidas.  Parecía el peor y más cruel chiste del destino que terminaran considerando que se hallaban más protegidas cuando aquel monstruo en forma de mujer se hallaba presente, pero en ese momento, en manos de aquel sujeto degenerado,… así era.

De pronto sintieron un violento tirón en el cuello; Vinnie, habiéndole quitado ya los dedos de sus orificios anales, había aferrado con una mano la planchuela que unía ambos collares, jalando de ella hacia arriba.  Las dos jóvenes sintieron una horrible sensación de asfixia, superior a cualquiera que los collares de ahorque les hubieran hecho sentir hasta el momento.  El hombre, prácticamente, las izó por sus cuellos haciendo que, incluso las palmas de sus manos se despegaran del piso; no parecía, finalmente, ser tan débil ni enclenque como aparentaba, o quizás su calentura estaba a mil y sacaba fuerzas de ello.  Krysta y Jennifer se retorcieron de dolor y lucharon inútilmente por respirar, mientras que Erin, con sus manos esposadas, contemplaba con horror lo que parecía ser el fin de sus amigas: si aquel sujeto persistía en tenerlas izadas de esa manera… ¡morirían ahorcadas!

“Yo no sé quiénes son ustedes ni cómo diablos llegaron hasta aquí – masculló Vinnie -, pero sólo sé una cosa: vivo solo en el medio del desierto y sin saber lo que es una mujer desde hace unos veinte años… No pienso desperdiciar semejante regalo; lo siento por ustedes y espero que sepan comprenderme…”

Soltó la planchuela y las dos jóvenes cayeron sobre sus manos volviendo a quedar a cuatro patas mientras, desesperadamente, inhalaban con fuerza buscando llevar nuevamente oxígeno a sus pulmones.

“Vean hacia arriba… Levanten sus cabezas” – les ordenó el hombre.

Obedeciendo, las dos muchachas alzaron sus ojos y visualizaron, por encima de ellas y sostenida entre dos de los ahusados dedos del hombre, un trocito de alimento balanceado para perros como los que habitualmente se venden embolsados.

“Esto es simple… - anunció Vinnie -.  No tengo tiempo ni edad para cogerlas a las dos… Así que sólo una tendrá el honor; la que logre atrapar con su boca este trocito de alimento, zafa de la cogida…, la otra no, jeje…”

Y sin dar más tiempo a nada, separó sus dedos dejando caer el trocito.  Krysta estuvo lenta de reacción y ni siquiera tuvo tiempo de asimilar lo que Vinnie había dicho o, tal vez, le costaba creerlo.  Jennifer estuvo mucho más rápida de respuesta: estiró su cuello y, si bien al hacerlo, volvió a experimentar un ahogamiento al igual que Krysta, logró capturar el trocito en el aire adelantándose así a su amiga.  En un primer momento sintió una gran alegría y hasta le provocó un sádico disfrute saber que le había ganado; rápidamente, sin embargo, sintió una profunda vergüenza y miró a Krysta con una expresión que denotaba por igual culpa y conmiseración por la suerte que esperaba a su amiga.

“Lo siento, rubia… Has perdido, jeje… – anunció Vinnie, divertido -.  A abrir esa concha de par en par porque pienso disfrutar mucho de ella…”

CONTINUARÁ