La Dama de los Perros (1)

Luego de ser seleccionadas en un gran casting de modelos, tres hermosas jóvenes viajan por la ruta de regreso a su ciudad sin imaginar lo que el destino les depara. Este relato es un homenaje a las "road movies" y al cine B americano, lo que explica algunos lugares comunes propios de tales géneros

ADVERTENCIA AL LECTOR: este relato es un homenaje a las “road movies” del cine americano así como también al cine de terror clase B; por eso, de advertirse en el mismo ciertos lugares comunes que son propios de tales géneros cinematográficos, dejo aclarado que precisamente ésa es la intención.  Por otra parte, y dadas tales características, puede incluir algunos detalles “gore” que quizás no sean aptos para personas fácilmente impresionables.  Si aun así quieren leerlo, espero que disfruten de una historia que, al igual que ocurre con los filmes de esos géneros que le sirven de referencia, sólo busca entretener y divertir…  En cuanto a la clasificación del relato, he tenido muchos problemas al respecto y he decidido, finalmente, incluirlo en "dominación", pero perfectamente podría haber sido también incluido en otras categorías.

El Nissan aulló y casi derrapó en la curva, pero a las tres muchachas que iban a bordo pareció no importarles, tales la alegría y la excitación que les embargaban tras haber quedado seleccionadas en el gran casting interestatal de nuevas modelos que se había realizado en San Diego.  Eran, por cierto, tres bellezas singulares y de entre ellas había sido Krysta quien logró convencer a las otras dos de participar; quizás otras no se hubieran atrevido, pero ninguna de las tres vaciló ante la posibilidad de cambiar su destino universitario por lo que bien podía ser el inicio de una carrera exitosa en las pasarelas o en las revistas de moda.  No era que no hubieran tenido experiencia alguna en el modelaje ya que en su Phoenix de origen, al menos dos de ellas habían participado en algunos eventos y desfiles, aunque de manera más vocacional que profesional, e incluso también en concursos de belleza.  Con tales antecedentes, no parecía sensato desperdiciar la oportunidad de tomar un auto y volar por las carreteras en dirección a San Diego para participar del megacasting.  Pero quizás sea ya hora de presentar a las muchachas…

Krysta: la mayor del grupo; veinticuatro años de edad y ya casi graduada en traductorado de idiomas.  Era, por cierto, la que menos necesitaba un cambio tan profundo en su vida porque la verdad era que no le venía yendo mal.  En los próximos meses se graduaría y, aun sin hacerlo, ya su simpatía, soltura y belleza le habían hecho conseguir trabajo en dos empresas.  Su conocimiento de lenguas orientales le abría, por cierto, muchas puertas en relación con el comercio internacional.  Su cabello, que le caía en cascadas con leves ondas, era negro y sus ojos azules, habiendo sido elegida Miss Phoenix el año anterior y quedando, por muy poco, segunda en Miss Arizona.  Todo ello le abría un amplio panorama por delante pero aun así consideró que la oportunidad de San Diego no era para dejarla pasar y que le podía abrir una carrera en el modelaje con proyección nacional e incluso internacional.  De cuerpo escultural y piernas perfectas que parecían talladas por un artista, era una chica absolutamente resuelta a todo y que no vacilaba si existía la posibilidad de escalar un peldaño más.  Incluso durante el casting de San Diego, se valió de su poder de seducción para obtener algunas relaciones que le podían también servir para el futuro.

Jennifer: veintidós años, cabello castaño y ojos grises, dotada de un lunar que parecía predisponerla al éxito desde el momento en que remitía a Cindy Crawford o Eva Mendes.  Había sido elegida reina de belleza durante dos años consecutivos en la Universidad y, si bien no era de personalidad tan resuelta como Krysta, se prendía en sus proyectos apenas veía a su amiga tan entusiasta y optimista.  Cuerpo absolutamente armonioso y generoso en curvas, de bellas caderas y pechos no exuberantes pero atractivos y perfectamente moldeados sin necesidad de cirugías.

Erin: veintidós años también; rubia, de ojos azules y con ese aspecto de ingenua que tanto suele atraer a los hombres.  Era de las tres la  que menos experiencia tenía en cuanto a modelaje y ni siquiera se había presentado jamás a concurso de belleza alguno, como sí lo habían hecho las otras dos.  Sin embargo, su generosidad de formas, que la convertían, por cierto, en la más exuberante de las tres, le había hecho ganar buena fama y popularidad dentro de los estudiantes.

Erin y Jennifer eran amigas por ser compañeras en la universidad.  En cuanto a Krysta, conoció a Jennifer en algún evento de modas y desde ese momento nació una amistad a la que, al cabo, se sumaría Erin.  Cuando Krysta sugirió la posibilidad de ir a San Diego para presentarse al casting,  las otras dos chicas al principio lo pensaron pero, a la larga, terminaron por acceder; el poder de persuasión de Krysta era realmente muy alto y ello explicaba, en buena medida, su éxito en tantos campos diferentes.  Después de todo la salida a San Diego, aun en el caso de que no quedaran seleccionadas tras el casting, se presentaba como la posibilidad de compartir un fin de semana de juerga y tal vez, por qué no, de muchachos; en efecto, no les fue mal en ese terreno a ninguna de las tres y no era de extrañar debido a lo terriblemente atractiva que era cada una de ellas.  Pero lo que nunca habían esperado era quedar seleccionadas las tres.  Grande fue la sorpresa y alegría de ellas cuando, en la pomposa ceremonia llevada a cabo en un lujoso hotel, al hacerse mención de las quince seleccionadas entre las más de trescientas que se presentaron al casting, no fue que estuviera incluida una de ellas ni tampoco dos, sino… las tres.  No se podía, por cierto, pensar en un éxito más absoluto y por eso mismo, el regreso a Phoenix era pura alegría y descontrol.  En toda parada que hicieron en el camino, cargaron cervezas e incluso en una oportunidad fueron detenidas por un agente motorizado y estuvieron a punto de ser detenidas por conducir en estado de ebriedad; bastó, sin embargo que el uniformado viera los tres cuerpos esculturales de las jóvenes, dos de ellas enfundadas en sendos shorts de jean y la otra, Krysta, luciendo una cortísima y ajustada falda de jean para que redujera la posible dureza en las sanciones.  Fue, de hecho, Krysta, quien más utilizó, para convencerlo, sus habilidades sin necesidad de sacrificar demasiado: bastaron un par de caídas de ojos, alguna mano apoyándose sobre la humanidad del hombre y, finalmente, un número de teléfono celular para que el agente las dejara marcharse sin siquiera una multa, no sin advertirles que condujeran con cautela y que tuvieran particular cuidado en el desierto.

Aun así, las latas de cerveza volvieron a subir al auto una y otra vez, pues parecían nunca ser suficientes para contener tanto júbilo ni tanta incredulidad ante los maravillosos resultados obtenidos, los cuales excedían el más optimista de los pronósticos con que habían decidido ir a San Diego.

Una nueva curva; el velocímetro del Nissan marcó setenta y dos millas por hora, lo cual constituía una velocidad realmente alta como para tomar una curva.  Krysta logró doblar pero tuvo muchos problemas para mantener el control del auto, aun a pesar de lo cual buscó minimizar el asunto y celebrar con una carcajada.    Jennifer la secundó en el festejo, aunque su semblante denotaba que estaba muerta de miedo y si no rogaba con más insistencia a Krysta que quitara un poco el pie del acelerador era porque el alcohol ya venía haciendo en ella largo efecto.  Erin viajaba en el asiento de atrás y parecía, por cierto, la más preocupada; intentaba seguirle a las demás el tren de juerga y el espíritu dicharachero y, si en parte lo lograba, era porque también ella estaba alcoholizada; sin embargo y aun a pesar de ello cada vez que el auto derrapaba tan peligrosamente en las curvas su rostro se volvía aún más pálido de lo que era y, muy tímidamente, rogaba a Krysta que bajara la velocidad.  Sus ruegos, no obstante, no sólo no tenían éxito alguno sino que además estaban lejos de ser oídos, ya que las dos chicas que viajaban adelante desataban su jocosidad tan ruidosamente que era imposible que la oyesen aun en el caso de que se propusieran hacerle caso.

Un promontorio de roca apareció por delante y justo allí la carretera hacía una nueva curva de tal modo que no se podía ver qué había al otro lado.  Erin echó una mirada a Krysta pero le vio los ojos absolutamente desencajados; no sólo no quitaba el pie del acelerador sino que parecía hundirlo más: la aguja marcó ochenta millas por hora y a Erin le pareció una absoluta locura.

“Krysta…, Krysta…” – balbuceó tímidamente.

Pero su amiga, fijos sus sentidos en la carretera, no la oía.  Su rostro estaba encendido en excitación y no paraba de canturrear vítores y hurras en tanto que el vehículo se iba acercando a la peligrosa curva.  Jennifer, por su parte, tenía la mirada puesta en el camino y seguramente veía también el enorme e inminente riesgo de tomar a tanta velocidad una curva que, muy cerrada, giraba alrededor de un promontorio tras el cual no era posible ver nada; sin embargo, ella siempre confiaba ciegamente en Krysta…

El auto llegó a la curva.  Krysta lo volanteó con sorprendente habilidad considerando la velocidad que el vehículo traía y si bien las cubiertas chirriaron,  no pareció esta vez haber peligro de derrape y, por el contrario, la joven logró mantener el auto siempre en su carril lo cual, al menos, alejaba en cierto modo el temor de impactar contra otro vehículo que avanzara en dirección contraria a menos que, claro, lo hiciera invadiendo el carril de ellas.  Nada de ello ocurrió.  Krysta giró perfectamente alrededor del promontorio, pero el pánico llegó justamente una vez que lo hubo hecho.

Los tres rostros de las jóvenes se contrajeron de pronto en una mueca de estupor.  Erin gritó y Jennifer también lo hizo, llevando además las manos a su rostro.  Krysta, a quien los ojos se le salían de las órbitas, buscó mantener la calma lo más posible ya que ella era quien tenía el volante, pero eso distaba de ser una empresa fácil a la luz de la escena que se dibujó por delante de ellas, al otro lado del parabrisas.

Una mujer maciza, entrada en kilos y de aspecto rústico, iba cruzando la ruta llevando por sus correas no a uno sino a tres perros doberman.  La desesperación se apoderó de Krysta; pisó con decisión el freno pero al estar el auto doblando a alta velocidad, ello sólo sirvió para que coleara en el pavimento y se pusiera de costado.  Con horror, las tres chicas vieron el rostro de estupor de la mujer que estaba en el camino, la cual llevó una mano adelante como para cubrirse el rostro y, al hacerlo, soltó las correas de los perros, que, visiblemente asustados, intentaron salir del campo de alcance del vehículo desbocado.  Pero Krysta ya no tenía control del Nissan, que se había ladeado totalmente; con uno de los extremos de la parte trasera golpeó a la mujer a la altura de las caderas y la arrojó hacia un costado, sin que ninguna de las chicas, en medio del vértigo de la situación, pudieran llegar a captar qué tan malherida habría quedado o si siquiera estaría viva.  En cambio, el auto impactó de plano contra los tres perros doberman y sólo se escuchó un doliente coro de lastimeros aullidos acompañado por el seco sonido del impacto de los animales contra la carrocería, uno de los cuales incluso fue despedido de tal forma que se estrelló en el parabrisas y, dejando líneas de sangre sobre el mismo, se fue deslizando por el vidrio hasta depositarse sobre el capot del vehículo, ya claramente inerte y sin señal de vida alguna ante los ojos aterrados de las jóvenes.

De hecho ninguna de las tres paraba ahora de gritar horrorizada y hasta la propia Krysta, quien siempre estilaba ser la que ponía la cabeza en frío, se hallaba presa del más absoluto terror al no saber siquiera si perderían la vida.  El Nissan, finalmente, acabó por estrellarse contra el tocón de un árbol seco, el cual se incrustó en el guardabarros.  Una vez que el vehiculo ya no estuvo en movimiento, las tres muchachas, que no podían salir de su conmoción por el momento de espanto vivido, fueron, poco a poco, recuperando tanto el habla como la respiración.  Lo primero, por supuesto, fue mirarse y consultarse entre ellas para comprobar que todas estuvieran bien: todo parecía indicar, afortunadamente, que las tres habían salido ilesas del accidente, más allá de algún golpe o magullón menor.  La imagen del perro doberman sin vida sobre el capot daba, por cierto, un espectáculo siniestro y Jennifer, ya sin poderse contener, rompió en sollozos.

“¡Tranquilas! – buscó calmarla Krysta, sobre todo considerando la más que obvia posibilidad de que Erin, la más frágil emocionalmente, se sumara al llanto de un momento a otro -.  ¡Tranquilas!  Estamos bien…, eso es lo importante…”

“¿Y… qué pasó con esa mujer…?” – balbuceó entrecortadamente Erin, llorosos sus hermosos ojos azules.

“Calma… - insistía Krysta, mientras mostraba las palmas de sus manos levantadas en señal de reclamar serenidad -, eso es justamente lo que…hay que ir a ver… ¿Ustedes no pueden verla?  Yo desde aquí no la distingo…”

El automóvil había quedado por fuera de la ruta de tal modo que se hallaba en bajada sobre un terraplén; ello significaba que buena parte de la ruta quedaba fuera del campo visual de las dos jóvenes que iban adelante  y, por el contrario, era Erin, por viajar atrás, quien estaba en mejores condiciones de otear.  La rubia se desplazó sobre el asiento trasero hasta llegar a la ventanilla más cercana al borde de la ruta y, una vez allí, estiró el cuello y estrujó su rostro contra el vidrio a los efectos de ver lo más lejos posible por sobre el terraplén.  Era tanta la conmoción que ni siquiera se dio cuenta de bajar el vidrio y las demás tampoco; el motor estaba detenido y el aire acondicionado, por supuesto, también.  Un intenso calor se dejaba sentir ahora…

“E… ¡Está allí! ¡Está allí!  ¡La veo!” – aulló de pronto Erin, asaltada súbitamente por una desesperación cercana a la locura.

“¿Es… tá viva? – preguntó Jennifer con la voz temblorosa y enterrando el mentón entre sus rodillas ya que, en un acto reflejo ante el miedo, había recogido sus piernas sobre el asiento y las rodeaba en un abrazo.

“No… no lo sé… ¡Está caída en el piso!  ¡No se mueve!... ¡No se mueve!”

La voz de Erin fue trocando de la desesperación hacia el llanto.  Krysta, estirando un brazo y apoyándoselo en el hombro, buscó calmarla:

“Tranquila…, tranquila… Tenemos que bajar del auto e ir a ver… Tal vez esté herida… o atontada…o asustada simplemente…”

“¿Y si está muerta qué vamos a hacer?” – lloriqueó Jennifer, presa de una desesperación que ya ni Krysta lograba apaciguar.

“No nos apresuremos – le espetó Krysta entre dientes, con tono de amonestación pero a la vez con ternura -.  Por lo pronto tenemos que ir a ver…”

“¡Yo no voy!” – gimoteó Erin, negando frenéticamente con su cabeza -.  ¡Si está muerta, no quiero verlo!”

“Está bien… - aceptó Krysta -…, está bien Erin, quédate aquí.  Voy con Jennifer”

A Jennifer no dio la impresión de gustarle mucho la idea pero siempre seguía a Krysta y confiaba en ella.  Debieron salir ambas por la puerta del conductor dado que el tocón contra el cual habían impactado, no permitía abrir la otra más que unos pocos centímetros.  Al bajar del auto no pudieron evitar estremecerse ante la imagen del animal muerto sobre el capot y comprobaron que se trataba de una perra y no de un perro.  Salieron a la ruta apoyándose contra el auto cuyas dos ruedas traseras aún estaban sobre el pavimento y tuvieron entonces una nueva y horrorosa visión.  Los otros dos animales que habían atropellado estaban allí, uno sin vida y destrozado, con sus vísceras al aire, en tanto que el otro seguía vivo pero era una masa de sangre, pelo y carne claramente agonizante; la lengua le caía fláccida a través de la quijada y tanto su respiración, entrecortada y convulsiva, como sus sufridos y vidriosos ojos indicaban a las claras  que el animal la estaba pasando realmente mal.  Krysta y Jennifer pudieron anoticiarse de que en realidad todas eran hembras: no había ningún perro allí.  Se concentraron, no obstante, en su principal objetivo, que era la mujer a la que habían embestido.  El cuerpo estaba en el suelo, boca abajo, sobre el lado opuesto de la ruta y a unos cinco metros de ellas, sin que, desde donde se hallaban, tuvieran forma de precisar siquiera si respiraba.  Al costado de la ruta había una camioneta, vieja, descolorida y de caja cerrada, de  la cual no habían antes tomado nota ni mucho menos visto al girar en la curva.  Se acercaron sigilosamente y muertas de miedo ante la terroríficamente inquietante posibilidad de que la mujer estuviera muerta.  Sin embargo, en el momento en que las dos chicas estaban a escasos dos metros del cuerpo, la mujer pareció súbitamente sacudida por una descarga eléctrica.  Para alivio de ambas jóvenes se puso en pie casi de un salto; era como si hubiera despertado abruptamente tras un breve momento de desvanecimiento.  No obstante ello, la mujer se comportó, apenas se levantó, como si las chicas no existiesen; su rostro estaba desencajado y sus ojos, desorbitados, sólo miraban a los yacientes animales.

Las jóvenes sintieron pena por ella aun cuando lo más importante, desde ya, era determinar cuál era el estado de salud de la mujer.

“Se… señora… ¿Está usted bien?” – preguntó tímidamente Krysta, pero la mujer la ignoró absolutamente.  Debía rondar los sesenta años.  Su rostro era tan macizo como su cuerpo, de contextura grande, notándose en su piel curtida una cierta rusticidad propia de alguien que ha vivido alejada de las comodidades de la cultura urbana y tal vez habituada a faenas más duras y exigentes.  Vestía totalmente de negro, componiéndose su vestuario de una camisa abotonada hasta el cuello en lo que constituía una flagrante contradicción con el calor reinante; el pantalón era más bien amplio y de tela gruesa, como de trabajo, en tanto que sus mocasines lucían gastados y polvorientos.  Llevaba el cabello tomado en una cola de caballo, gris en algunas partes y canoso en otras, cayéndole pajoso y mal cuidado hasta la mitad de la espalda.

Avanzó desencajada hacia sus perras y su semblante adquirió un cariz imposible de describir cuando, una a una, fue pasando junto a las tres: muerta y deshecha sobre el borde del pavimento la primera, agonizante y jadeante la segunda y trágicamente inerte sobre el capot del Nissan la tercera.  Se llevó ambas manos  a la cabeza mientras en su expresión confluían incredulidad, incomprensión, dolor, espanto y rabia.

“¡Lilith! – aulló - ¡Gwen!  ¡Jolee!”

Estaba, obviamente, llamando por su nombre a las tres.  A Krysta y Jennifer les hizo tan mal ver a la mujer en ese estado que no pudieron evitar soltar algunas lágrimas.

“Lo… sentimos mucho…- dijo Krysta, entre gimoteos - ¡De verdad!  No se imagina usted cuánto… No teníamos forma de verla desde el otro lado de la curva y…”

La mujer seguía sin escucharla, comportándose hasta allí como si ellas no existiesen.  De pronto miró hacia la camioneta y su rostro adquirió un cariz algo más frío; parecía estar evaluando o elucubrando algo y, a juzgar por la presta rapidez con que se dirigió hacia el vehículo, era dable suponer que se trataba de algo que requería una decisión rápida.  Abrió la puerta trasera de la caja cerrada e introdujo medio cuerpo dentro; cuando volvió a emerger, y para terror de las muchachas, portaba en sus manos una escopeta de doble caño.

Jennifer soltó un agudísimo grito de espanto y se abrazó a Krysta; ambas chicas retrocedieron un paso.

“¡Se… ñora! – balbuceaba desesperadamente Krysta, cuyo terror llegaba ahora a tal punto que, por momentos, la voz se le cortaba -.  ¡Se… ñora!  ¡F… fue un accidente!”

A lo lejos, aún dentro del Nissan, Erin emitió un grito y se llevó las manos a la boca, lo cual contribuyó a aumentar aún más el dramatismo de la situación.  Lo que las chicas temían, desde ya, era que la mujer, presa de la súbita locura por la suerte de sus mascotas, buscara venganza con un arma en mano.  Sin embargo,  lo cierto era que seguía sin mirarlas, como si no se percatase de su existencia.  Cuando pasó junto a ellas, Krysta y Erin no pudieron evitar hacerse a un lado, todavía abrazadas y aterradas.  La mujer llegó ante la perra que agonizaba, única que había sobrevivido al accidente.  Recién en ese momento empezó a entender Krysta a qué venía el asunto de la escopeta, lo cual constituía un alivio para ellas pero no dejaba de provocar espanto a la vista de la trágica suerte que parecía esperar a la pobre perra doberman a la que la mujer había llamado Jolee.

“Señora… - intervino Krysta, con la voz débil y temblorosa - .  Podemos… ayudarla a llevarla a un veterinario…”

Pero la mujer jamás la escuchó.  Ya para ese entonces se había calzado la culata de la escopeta contra el hombro y apuntaba directamente a la cabeza del desdichado animal que parecía implorar por ayuda…, o quizás por morir de una vez por todas.  El estampido del arma resonó por todo el desierto e hizo eco en cada roca.  Las dos jóvenes que, desde el borde del camino observaban la escena, sintieron tal estremecimiento que dieron un par de pasos más hacia atrás y estuvieron a punto de caer al terraplén.  El disparo prácticamente destrozó la cabeza del animal que, automáticamente, dejó de convulsionar.  En el auto, Erin era un solo grito constante e ininterrumpido.

La mujer miró durante unos instantes a la que había sido su mascota y se notó en su rostro una terrible aprensión al punto de notarse que estaba haciendo sobrehumanos esfuerzos por contener las lágrimas.  Contrariamente a ello, su rostro fue virando hacia la más profunda rabia y fue entonces, recién entonces, cuando giró la vista y clavó sus ojos en las jóvenes, particularmente en Krysta y Jennifer, quienes la miraban blancas por el espanto.

“Putas de mierda… - dijo, entre dientes, como mordiendo y  a la vez escupiendo las palabras que brotaban de su boca -. ¡Putitas de ciudad tenían que ser!  ¡Mataron a mis queridas perritas!”

Las dos jóvenes sintieron tal horror que estuvieron a punto de orinarse encima, en tanto que la mujer sostenía con ambas manos el arma con la culata apoyada contra su cintura y el caño dirigido hacia ellas.  Jennifer se dejó caer al piso sobre sus rodillas, aferrándose con una mano a la pierna de Krysta en tanto que extendía el otro brazo hacia la mujer en una actitud implorante.

“¡No, por favor!  ¡Noooo!” – aullaba desesperada y temiendo lo peor.

Krysta, por su parte, se había quedado totalmente muda; tenía que ser realmente muy grande su conmoción para que tal cosa ocurriese.  La mujer, no obstante volvió a bajar la vista hacia sus perras; arrojó, por fortuna, el arma a un lado y se arrodilló en el piso abrazándose a una de sus mascotas, precisamente a la que acababa de liquidar para terminar con su sufrimiento.  El cuerpo de la mujer se removía y convulsionaba cada tanto y, esta vez sí, daba la impresión de estar llorando.  Las chicas contemplaron la escena sin salir de su estupor; sabían que, de algún modo, tenían que marcharse de allí, que por mucho  que lo intentasen no sería fácil entenderse con aquella mujer a juzgar por el estado de violenta conmoción nerviosa en que se hallaba.  De pronto se incorporó; se llevó una de sus macizas manos a la cara para enjugar algunas lágrimas y luego, sin decir palabra y buscando asumir una frialdad que sofocara cualquier otra emoción, fue hacia la camioneta una vez más.  Krysta y Jennifer se miraron con terror y no era para menos: la última vez que se había dirigido hacia el vehículo había vuelto con una escopeta.  ¿Qué se venía ahora?

Krysta tironeó del brazo de Jennifer y le habló al oído:

“Vamos…” – le dijo.

“¿Adónde?” – preguntó Jennifer, casi en un susurro ahogado.

“Al auto.  Tenemos que irnos de aquí”

No había forma, por supuesto, de saber si el auto arrancaría ya que desconocían en qué estado podía haber quedado la parte mecánica después del accidente.  Por otra parte, el vehículo había quedado en una posición algo difícil desde el momento en que la mayor parte del mismo se hallaba por fuera del pavimento y en bajada sobre el terraplén; sin embargo, el hecho de que tuviera sus ruedas traseras sobre la ruta hacía suponer que quizás fuera posible sacarlo en reversa.  Eran, desde ya, sólo cálculos y suposiciones, pero lo cierto era que había que moverse rápidamente si querían siquiera abrigar la esperanza de huir de allí.  La mujer, a todo esto, había vuelto a meter medio cuerpo en la camioneta pero esta vez no en la caja sino en el habitáculo.  Las chicas ni siquiera se atrevieron a seguir mirando para ver con qué nueva sorpresa se vendría sino que, sin perder tiempo, echaron a andar hacia el auto rápidamente pero a la vez con sigilo.  Krysta le hizo seña a Erin, quien seguía en el interior del auto, de que hiciera girar la llave; ésta no interpretó el gesto en un primer momento lo cual era comprensible por la turbación que estaba viviendo, pero finalmente cayó en la cuenta de lo que Krysta le estaba pidiendo así que se zambulló hacia el asiento del conductor para poner en marcha el auto.  Un instante de suspenso se produjo al no saber si realmente arrancaría y, de hecho, el motor hizo un par de amagues hasta que finalmente lo hizo.  Al oír el bramido del motor, el rostro de Krysta se iluminó pues era la mejor noticia posible saber que el auto no había quedado inutilizado, pero Jennifer, por su parte, no podía dejar de pensar en la mujer que, quizás para esa altura, ya vendría por detrás de ellas.  De hecho, y en un gesto casi mecánico, giró su cabeza por sobre el hombro y su espanto se vio potenciado al descubrir que ya la mujer había dejado la camioneta y venía tras ellas, trayendo en manos un objeto que, al menos a primera vista, costaba mucho definir: parecía tratarse de una larga y gruesa vara coronada por un lazo en su extremo.

En su desesperación, Jennifer zamarreó a Krysta instándole a apurar el paso y, por cierto, ya estaban llegando al auto.  Una vez junto al mismo y como era habitual, Krysta enfiló hacia la puerta del conductor y Jennifer lo hizo hacia la del acompañante, pero en la prisa y la ansiedad le  habían hecho olvidar que no era posible abrirla debido al tocón que la obstaculizaba.  Apenas se dio cuenta de ello buscó la puerta trasera  y ya había tomado la manija para abrirla cuando sintió que algo le rodeaba el cuello y la estrangulaba.  Por un momento se le cortó la respiración y tanteó con la mano buscando liberarse de aquello que la había atrapado pero recibió un violento tirón y su cuerpo, llevado desde el lazo que le rodeaba el cuello, fue prácticamente levantado en el aire hasta caer sobre el pavimento.   Una vez allí y respirando con mucha dificultad, puso las palmas de sus manos sobre el asfalto que, por cierto, quemaba, y levantó la vista.  De pie y amenazante se erguía la mujer vestida de negro; sostenía en su mano la misma vara que Jennifer le había visto antes y pudo comprobar cómo, a un solo movimiento de una lanzadera que había al otro extremo, el lazo se cerraba aun con más fuerza sobre su cuello.  Jennifer quiso llorar pero la voz no le salía; manoteó hacia todos lados sin lograr asirse a absolutamente nada en tanto que la mujer, implacable y decidida, caminaba ahora hacia atrás llevándola enlazada por el cuello…

La sensación de ahogo y estrangulamiento se hizo aun mayor y no se podía creer la fuerza con que aquella mujer la arrastraba a lo ancho de la ruta en dirección hacia la vieja camioneta.  Desde el auto, Krysta no salía de su estupor, habiendo quedado momentáneamente congelada y sin reacción; Erin, cuyos temblores eran ya para esa altura violentas convulsiones, no paraba de respirar entrecortadamente mientras sus ojos no cabían en sus órbitas ante el terrible espectáculo que estaba presenciando a través de la luneta trasera del auto.

“¡Ti…tiene a Jennifer! – llegó a decir, sin saber cómo -.  ¡E… sa mujer tiene a Jenni… fer!”

Krysta, quien aún permanecía junto a la puerta del auto con un pie dentro del habitáculo, tampoco podía dar crédito a sus ojos.  Contemplaba, absorta e impotente, cómo el hermoso cuerpo de Jennifer era arrastrado a través del pavimento por aquel ser que parecía más un monstruo que una mujer.  Finalmente y debido a la urgencia que la situación requería, tuvo que salir de su atontamiento y poner la mente en frío para apearse en la butaca del conductor y buscar con prisa los pedales y la palanca de cambios.

“¿Q… qué vamos a hacer?” – balbuceó llorosa Erin, quien luego de haber encendido el auto había vuelto al asiento trasero para dejar que Krysta tomase el volante.

“Por ahora irnos… No podemos hacer nada” – respondió Krysta buscando imponerle a la dramática situación que vivían la mayor celeridad posible.

“Pero… ¡Tiene a Jennifer! – lloriqueó Erin con un gesto de impotencia impreso en su rostro -.  ¿Vamos a dejarla?”

“No sé cuáles serán sus planes para Jennifer – respondió Krysta mientras ponía la palanca en reversa -.  Pero si nos quedamos, nos espera lo mismo a las tres…”

Con el poder de decisión que las circunstancias requerían, Krysta soltó el embrague violentamente y pisó el acelerador de tal modo que el auto, afortunadamente para las chicas, logró regresar a la ruta, aun a costa de dejar algún trozo del guardabarros adosado al tocón del árbol.  La buena noticia, en medio de aquella locura, era que la parte mecánica no parecía haber sido dañada y que respondía perfectamente.

“¡No… podemos dejarla!” – protestaba, llorosa, Erin viendo a través del vidrio trasero cómo la mujer izaba por el lazo a Jennifer hasta la altura de la caja de la camioneta para luego, como si se tratase de un saco de harina, empujarla hacia adentro e ingresar al vehículo también ella.

“Tampoco podemos hacer nada – replicó, serena pero enérgica, Krysta -.  ¿Ya viste lo que es esa mujer?  ¿Cuánto te parece que le va a llevar tenernos a las tres?  Es más útil que desaparezcamos de aquí urgente y llamemos a la policía”

Desde el interior de la camioneta tanto la mujer de los perros como Jennifer escucharon el chirrido de las ruedas contra el asfalto evidenciando que Krysta había sacado el auto arando, tal la prisa por huir del lugar.  La mujer pareció acusar recibo ya que, por un momento, levantó la cabeza y aguzar el oído, pero Jennifer, por su parte, no estaba en condiciones de escuchar nada, tal el estado de pánico en que estaba envuelta.  La mujer dejó caer la vara sobre el piso de la caja pero en ningún momento liberó el lazo que rodeaba el cuello de la joven, por lo cual las frenéticas sacudidas y convulsiones de Jennifer hacían que la vara se moviera alocadamente por todo el interior de la camioneta golpeteando todo el tiempo contra el piso de la caja.   La mujer, entonces, tomó a la muchacha por debajo de las axilas y la arrastró por dentro del vehículo; aun en medio de su desesperante situación, Jennifer casi se descompuso por el insoportablemente intenso olor a pelo canino que había en el lugar.  Gritaba, se sacudía, pataleaba…  La mujer, sin perder en ningún momento el control de la situación, la abofeteó un par de veces a los efectos de que se quedara quieta.  Fue entonces cuando Jennifer vio que los flancos del interior del vehículo estaban jalonados por argollas soldadas a la carrocería y que de cada una de ellas pendía un collar abierto, de aspecto metálico.  La mujer tomó a Jennifer por debajo de la quijada y le empujó la cabeza hasta que su cuello entró completo en el collar; una vez habiendo ubicado a la joven allí, cerró el mismo sin que Jennifer llegara a saber con qué mecanismo.  Recién cuando tuvo a la joven debidamente inmovilizada por el cuello, se dirigió, sobre sus rodillas, a tomar el otro extremo de la vara para aflojar la presión del lazo y sacárselo por la cabeza.  Así, la joven modelo seleccionada en San Diego quedó casi colgada, puesto que la argolla que sostenía el collar se hallaba a unos ochenta centímetros del piso (evidentemente una altura ideal para los doberman) y, para colmo de males, no había casi separación entre la argolla y el collar, lo cual significaba que la cabeza de Jennifer quedaba prácticamente golpeando contra la chapa.

Una vez que hubo comprobado que la joven estaba bien asegurada y no podía zafar del collar abrió una especie de valija de herramientas y extrajo de ella una cinta de cuero con la cual ató ambas manos de Jennifer a la espalda, doblándole cada brazo sin la menor delicadeza y arrancando, por tanto, nuevos gritos de dolor a la muchacha.

“¿Por… qué… me hace esto? – preguntó Jennifer entre gimoteos y sollozos -.  Fue… un accidente y… yo ni siquiera conducía…”

La mujer la miró pero no dijo palabra alguna; extrajo de la caja una pieza de cuero con hebillas metálicas que Jennifer reconoció como un bozal para perros y, seguidamente, se lo colocó sobre la boca ahogando de ese modo cualquier lamento, grito o quejido.  Una vez que hubo, de ese modo, amordazado a Jennifer, pareció ser asaltada repentinamente por una súbita prisa. como si hubiera recordado que las otras dos chicas habían escapado; se desplazó a cuatro patas hasta la puerta de la caja y, una vez fuera, la cerró dejando a Jennifer abandonada y desvalida en aquel sitio maloliente.  Apenas unos instantes después, la camioneta se ponía en marcha con un destino que, al menos para Jennifer, constituía un inquietante y terrorífico interrogante.

Krysta no aflojaba la presión de su pie sobre el acelerador ni por asomo; haciendo aún más gala de su temeridad en las curvas que antes del accidente, encaró cada una de ellas a la mayor velocidad posible y la intensidad del horrible momento vivido hasta parecía haberle hecho olvidar los efectos del alcohol.

“No vayas tan rápido…– le rogaba Erin, sin poder aún controlar el tembladeral en que su cuerpo estaba convertido -; si volcamos en una curva, se va todo al diablo…”

“Es que temo que haya salido a perseguirnos” – respondió Krysta, mirando nerviosamente por el espejo retrovisor y, buscando, además, prestar atención al camino.

“Pero… no va a poder alcanzarnos con esa camioneta vieja…”

“Mejor haz algo útil – repuso Krysta -.  Llama a la policía…”

De pronto y como si alguien le hubiera echado un baldazo de agua encima, Erin recordó los teléfonos celulares, de los cuales se habían olvidado absolutamente entre tanta locura.  A primera vista no vio ni el de ella ni el de Krysta sobre los asientos; en cuanto al de Jennifer, jamás se desprendía de él y solía llevarlo en el bolsillo trasero de su short, con lo cual ya para esa altura había dos posibilidades: o estaba en poder de la mujer de los perros o bien Jennifer lo había perdido al ser arrastrada por la ruta como si se tratara un mero bulto.  No habiendo rastro de los celulares sobre los asientos, Erin se dedicó a recorrer con la vista el piso del auto.

“¿El mío no está?” – preguntó Krysta, impaciente ante la urgencia.

“No… no lo veo, ni tampoco el mío…; quizás hayan ido a parar debajo de las butacas”

Se inclinó sumergiendo prácticamente su cabeza entre los asientos y hurgó con su mano por debajo de los mismos con la esperanza de encontrar alguno de los aparatos; de pronto su rostro se encendió y su voz también:

“¡Aquí hay uno! – aulló, en un extraño rapto de alegría dentro de la locura y la tragedia -.  Lo encontré; creo que es el mío”

Al extraer de debajo de la butaca el objeto que había hallado a tientas, comprobó en efecto que se trataba de su propio celular, pero la repentina alegría que la había invadido al hallarlo se desvaneció en cuanto notó que el artefacto lucía algo desarmado: faltaba la tapa trasera y, junto con ella, el chip y la batería, todo lo cual, seguramente, habría salido despedido al momento del accidente y vaya a saber por qué rincón del auto estarían.

“¡Le falta todo!”– exclamó con desconsuelo.

“Tiene que estar todo por ahí; incluso el mío – dijo Krysta echando un vistazo de reojo y tomando nota del estado en que se hallaba el celular de Erin -.  ¡Sigue buscando!”

De pronto, la silueta de un vehículo se dibujó en el espejo retrovisor.  Krysta abrió su boca en una expresión de espanto temiendo lo peor, pero enseguida pudo darse cuenta de que no se trataba de ninguna camioneta y, de hecho, una sirena pobló con su ulular el cálido aire del desierto quedando así en evidencia, para alivio de ambas, que el vehículo que las perseguía era en realidad un móvil policial.  Los rostros de las muchachas se encendieron y súbitamente parecieron recobrar el color; seguramente el móvil habría estado detenido en algún cruce o detrás de algún promontorio y, por lo tanto, no le habían visto.  Se aproximaba a ellas a toda velocidad y se advertía claramente que, poco a poco, les iba restando metros; no era difícil suponer que la persecución tuviera que ver con que el exceso de velocidad que ellas llevaban pero, increíblemente, eso mismo que en otras circunstancias hubiera significado para ellas un percance embarazoso, sería esta vez  la mejor noticia del mundo y, por cierto, la sirena policial sonaba como música para los oídos de las jovencitas.

Krysta aflojó la presión sobre el acelerador y volanteó el auto llevándolo hacia la banquina y estacionándolo allí; el perseguidor, en tanto, hizo lo mismo deteniéndose detrás.  Las muchachas se miraron entre sí y no pudieron evitar sonreír a la vez que se tomaban de la mano; la situación, por cierto, distaba mucho de ser excelente ya que no podían olvidar que esa mujer tenía aún en sus manos a Jennifer, de cuyo destino nada habían sabido después de que fuera introducida en la camioneta, pero la presencia de un agente policial abría al menos un panorama algo más auspicioso y les hacía respirar aliviadas ante la posibilidad, temida desde que se pusieran en marcha, de que la mujer les hubiera seguido.

Krysta, quien poco a poco iba recuperando el color de su semblante, vio por el espejo retrovisor lateral al agente uniformado descender del vehículo; era sólo uno: más que suficiente.  El hombre caminó hacia el Nissan y, al  llegar hasta la puerta del conductor se detuvo; Krysta, bajando el vidrio, le miró sonriente.

“No sabe cuánto nos alegra su presencia, oficial… - dijo -.  Venimos escapando de…”

“Venían a alta velocidad, señoritas” – le interrumpió el uniformado.

“S… sí, sí – reconoció Krysta tartamudeando un poco -; es que…”

“Y, al parecer, alcoholizadas” – agregó el agente.

En ese momento Krysta notó que el individuo tenía la vista clavada en el interior del vehículo y no era tanto que le mirara sus piernas, cosa a la cual ya estaba acostumbrada, sino que más bien había descubierto un par de latas de cerveza que rodaban por el piso del habitáculo.  Maldita suerte, pensó Krysta, la que hacía que los celulares no se vieran pero las latas sí.  De todas formas, eso seguía siendo un incidente menor.

“Sí, oficial… Admito que bebimos, pero…necesitamos decirle otra cosa…”

“Bajen del auto” – le cortó en seco el policía.

La orden, por supuesto, no dejaba de ser impactante debido a la premura que traían y la urgencia que conllevaba el buscar poner al tanto a aquel hombre acerca de lo ocurrido con su amiga.  Aun así, Krysta miró a Erin y le hizo un asentimiento con la cabeza en clara señal de que hicieran caso; tal vez fuera lo mejor en ese momento: ponerse a disposición y demostrar buena voluntad para luego, lo más pronto que se pudiese, informar al agente sobre lo ocurrido con su amiga.

Krysta bajó por una puerta y Erin lo hizo por la otra.

“Ambas de este lado y con las manos sobre el techo del auto” – les ordenó el oficial, con lo cual Erin debió pasar hacia el otro lado del Nissan y así quedaron, las dos con las manos apoyadas en el mismo y de espaldas al tipo.

El oficial se relamió.  Era verdaderamente un regalo del cielo toparse en aquella solitaria y tórrida inmensidad con dos jóvenes con tan esculturales cuerpos.  Permaneció admirando las magníficas piernas de Krysta, siguiéndolas desde los pies hasta los pliegues de su corta falda de jean y luego hizo lo propio con Erin, deteniéndose muy especialmente en ese culo portentoso que parecía casi reventar debajo del short, también de jean.

“¡Quema!” – protestó en un gritito Erin, a la vez que retiraba sus manos del auto para llevarlas a su cintura.  La chapa, por supuesto, estaba que ardía.

“Manos sobre el auto, dije” – le reprendió el oficial con tal energía que a Erin no le quedó otra que hacerle caso.  De reojo miró a Krysta y notó como ésta, más inteligentemente, apoyaba sobre la chapa las puntas de sus largas uñas a los efectos de no quemarse tanto, así que la imitó.

Durante un largo rato no hubo palabra alguna, lo cual puso nerviosas a las muchachas.

“Oficial… - comenzó a decir Krysta -.  Tenemos una cierta prisa porque…”

“Silencio” – le cortó secamente el agente, quien no paraba de devorarlas con los ojos ni de pensar, contemplando tan maravillosos cuerpos, que debía estar seguramente en su día de suerte.

Luego dio resueltamente dos pasos hacia adelante y puso sus manos sobre Krysta, con el aparente objeto de palparla.  Apenas las apoyó, la joven ya entendió que no estaba siendo sometida a un cacheo convencional: el hombre deslizó sus manos por sobre la remera sin mangas que llevaba e incluso las cruzó por delante para palparle por encima de los senos; como si con eso no fuera ya demasiado, al hacerlo se le acercó por detrás a tal punto que la apoyó.  Krysta no sabía hacia dónde mirar ni si debía o no decir algo, pero la situación, por cierto, estaba muy lejos de ser normal.  El agente la siguió recorriendo con sus manos y fue bajando hasta palparle por encima de la falda y alrededor de sus caderas.  Se detuvo de modo muy especial en la cola, sobre la cual trazó círculos con las manos e incluso, de un modo sorprendentemente insolente y vejatorio, hurgó por debajo de la falda hasta tantear la tanga que Krysta llevaba puesta.  La joven abrió los ojos cuan grandes los tenía y Erin hizo lo mismo ya que por el rabillo del ojo estaba viendo el insólito y degradante cacheo al cual estaba siendo sometida su amiga.  Si alguna duda quedaba acerca de lo inapropiado del procedimiento, el hombre le recorrió luego las piernas de arriba abajo, siendo obvio que no podía estar palpando absolutamente nada a menos que pensara hallar algo oculto bajo la piel.

Una vez que terminó con Krysta giró la vista hacia Erin de un modo tan punzante y lascivo que la chica, aún sin verlo a los ojos, pudo sentir la voraz mirada sobre su anatomía.  Krysta tenía un cuerpo escultural de modelo pero Erin era bastante más pulposa y generosa en curvas, razón por la cual era bastante posible que, en su demencial perversión, el tipo la hubiera reservado para el postre.  La sometió a un cacheo casi idéntico al que le había efectuado a Krysta pero se notó que la manoseó de un modo aun más evidente y hasta guarro; se entretuvo y regodeó muy especialmente en las voluminosas tetas de la chica y al llegar el momento de palparla por debajo de la cintura, la recorrió sin miramientos por encima del short de jean que llevaba para, luego, y tal como lo había hecho con Krysta, deslizarle las manos a lo largo de sus piernas.

Luego de efectuado el inusual control, se hizo unos pasos hacia atrás y otra vez quedó, de pie, observando, del mismo modo que lo haría un animal hambriento, a aquellas hermosas criaturas que el destino había puesto en su camino.

“Pásenme las bragas” – les ordenó.

La exigencia, desde ya, resultó a los oídos de las muchachas tan increíble que fue inevitable que ambas giraran sus cabeza sobre sus respectivos hombros.

“¿Q… qué? – tartamudeó  Krysta, sin caber en su incredulidad y con los ojos absolutamente desorbitados.

“Ya me escucharon – les increpó el hombre -.  Tengo que revisar sus bragas, así que pásenmelas… Y mantengan la vista siempre hacia adelante…”

Temerosas y temblando, las dos chicas obedecieron; no sólo voltearon sus cabezas una vez más para no mirar al policía a la cara sino que  además se dedicaron a cumplir con lo que les había requerido en relación a su ropa interior.  Krysta hizo un gran esfuerzo para lograr quitarse sus bragas sin levantarse la falda pero no le fue fácil, por cierto, ya que la misma era de jean y muy ceñida, con lo cual no permitía demasiado margen de maniobra para los dedos por debajo de la tela.  Su cola, por lo tanto, quedó expuesta en más de una oportunidad mientras se quitaba la prenda íntima e incluso debió inclinarse luego para poder deslizarla por sus piernas y sacarla por los pies, provocando así un paisaje que los ojos del policía agradecieron como fuera una bendición divina.  Pero si Krysta la tenía difícil para mostrar lo menos posible al quitarse sus bragas, en el caso de Erin tal cosa era directamente imposible ya que llevaba un short de jean.  No le quedó otra, por lo tanto, que desabrocharse y quitarse el mismo para, recién entonces, poder deslizar sus braguitas.  Una vez que cada una de ellas estuvo con su prenda íntima en mano, llegó, otra vez con sequedad, la orden del oficial.

“Entréguenmelas” – les espetó.

Sin girarse y manteniendo la vista siempre al frente, cada una de ellas extendió un brazo hacia atrás, colgando en ambos casos las respectiva bragas al extremo.  El oficial extendió su brazo para tomar una y luego la otra.  Una vez que las prendas fueron entregadas, fue tal la vergüenza que envolvía  a Erin que se apresuró a colocarse nuevamente el short aun ante la posibilidad de que de un momento a otro tuviera que quitárselo nuevamente si, como suponía que debiera ocurrir, el oficial les devolvía sus bragas luego del insólito “control”.

El hombre quedó con una prenda en cada mano, mirándolas con un perverso destello en sus ojos.  Las estrujó y pareció como si quisiera arrancarles algo, alguna esencia contenida en ellas.  Por si faltara graficar mejor esa imagen, luego se restregó ambas por la cara, una por cada mejilla e introduciéndolas, alternadamente, en su boca para lamerlas y chuparlas.  En un momento y sin dejar de hacerlo, tomó ambas prendas con una sola mano de tal modo de dejar la otra libre para llevarla hacia su bulto; un instante después bajaba el cierre de su pantalón y extraía su miembro para comenzar a masajearlo.  Eran tan desagradables los sonidos lascivos que salían de su boca que le fue imposible a Krysta no girar levemente la cabeza para ver qué estaba haciendo; el oficial en ningún momento se dio cuenta de ello porque estaba absolutamente entregado a su depravado ritual.  Los ojos de Krysta no pudieron creer lo que veían; ya para esa altura era largamente válido preguntarse si no habrían caído en manos de un maníaco aún peor que la mujer de los perros…

Luego el tipo llevó las bragas hasta su verga y las restregó allí, empapándolas con la viscosidad de la cabeza de su pene.  Abrió la boca de un modo desagradable y pareció estar entregado a una extraña forma de masturbación terriblemente fetichista bajo el sol del desierto.  Apartó luego  las bragas de su miembro, caminó unos pasos hasta el móvil policial y arrojó las prendas íntimas a través de la ventanilla, dejándolas caer en el interior del habitáculo; volvió entonces hacia donde estaban las muchachas y Krysta, temerosa, volvió a dirigir la vista hacia adelante como se suponía que nunca debería haber dejado de hacerlo.

“Las bragas se les retienen en concepto de evidencia…” – anunció el agente, pretendiendo dar a su voz un tono de seriedad que sonaba ridículo y hasta inclusive podría haber sido cómico en otro contexto o en  diferentes circunstancias.

“¿Evidencia? – preguntó Krysta -.  ¿Evidencia… de qué?”

“Manténganse calladas – le cortó en seco el hombre -.  Ahora me van a mostrar cómo se tocan…”

Las dos jóvenes no pudieron evitar mirarse entre sí, perplejas ante lo que acababan de oír; sus ojos sólo rezumaban la mayor incomprensión.

“Empiecen ya…, estoy  esperando – les urgió el agente -.  ¡Tú!  ¡La del short! – aludió claramente a Erin -.  Ubícate por detrás de ella y tócala…”

A Erin no pudo menos que caérsele la mandíbula; no se podía la pesadilla demencial que estaban viviendo y de la cual parecían nunca despertar, cuando hacía sólo menos de una hora viajaban alegre y jocosamente por la ruta camino a Phoenix.  Pero por muy impensables que resultaran las órdenes que aquel policía les daba, resultaba harto evidente que el tipo estaba loco, tanto o más que la mujer de los perros y, por lo tanto, si no lo querían hacer enojar, era mejor hacer lo que decía.  Erin quitó sus manos de encima del auto y caminó un par de pasos hasta ubicarse por detrás de Krysta.  Sus manos comenzaron a recorrerla, tratando de ser lo más sutil posible y haciéndolo, sobre todo, por encima de la ropa.

“Esto está muy aburrido – protestó el policía -.  Quiero verle el culo y que se lo toques”

Tanto Erin como Krysta se sentían morir de vergüenza ante cada frase pronunciada por el depravado sujeto.  Notándolo ansioso e impaciente, Erin decidió que quizás las fuera a dejar en paz en la medida en que hicieran, cuanto antes, lo que él deseaba: hasta allí, al menos, daba la impresión de ser un manoseador, un mirón y un onanista; desde ya que no era poco tal combinación pero había que ver como un dato alentador que el tipo no hubiera dado aún visos de ser un violador.

Erin llevó hacia arriba la falda de jean de su amiga dejando así al descubierto su cola sin nada encima, puesto que instantes había entregado sus bragas al policía.  Tal como el sujeto le ordenara, Erin se dedicó a recorrer las nalgas de Krysta con las manos, pero haciéndolo siempre todo de manera muy despaciosa y delicada.

“Quiero más que eso – protestó el agente -.  ¡Tócala más!  ¡Más!”

El grado de perversión voyeur del tipo parecía no tener límites y, de hecho ni Erin ni, mucho menos, Krysta, podían, en ese momento, ver que, por detrás de ellas, se estaba masturbando.  Obedeciendo a la voluntad del oficial para no contredecirlo, Erin aumentó su presión sobre la cola de Krysta de tal modo de sobársela realmente con fuerza, como si le atrapara o amasase la carne.

“Apártate un poco – le ordenó el agente -.  Quiero ver bien”

Erin, entonces, se movió un poco hacia el costado a los efectos de que aquel degenerado pudiera observar con lujo de detalles el manoseo al que estaba sometiendo a su amiga.  Mientras el tipo continuaba masturbándose, las órdenes degradantes seguían llegando:

“Recórrele bien la zanja de la cola.  Pásale el dedo bien por dentro, ¡que lo sienta!… ¡Dos dedos mejor!”

Y Erin, siempre sin objetar palabra y a la espera de que en algún momento la locura llegase a su fin, hundió dos dedos entre ambas nalgas de Krysta y le recorrió la zanja primero en sentido ascendente, luego descendente y así sucesivamente, lo cual provocó un fuerte estremecimiento en su amiga.

“¡La concha! – le ordenó el tipo - ¡Masajéale la concha!”

A Erin le apenaba tanto lo que le estaba haciendo a Krysta que se hallaba al borde de las lágrimas; incluso musitó un “perdón” lo suficientemente bajo para que aquel pervertido no oyera, aunque tampoco estuvo segura de que su amiga sí lo hiciera.  Bajó la mano por entre las nalgas hasta la entrepierna y, una vez que la tuvo allí, tanteó el montecito y el tajo de Krysta para comenzar a masajear ambos tal como el tipo le pedía.

“¡Más! ¡Más fuerte!” – exigía él mientras incrementaba el ritmo de su masturbación al igual que lo hacía con sus demandas.

Erin aceleró el movimiento ascendente y descendente de su mano pudiendo percibir cómo, bajo sus dedos, la raja de su amiga se abría como una flor.  Krysta, por su parte, llegó a lanzar un par de suspiros y su frente cayó contra el auto, como vencida o entregada.

“¿Ya… está mojada?” – preguntaba el sujeto, mascullando las palabras entre dientes al estar cerca de la eyaculación.

Erin tanteó a su amiga y pudo, en efecto, comprobar que así era.

“Sí… - respondió, sumamente avergonzada pero sintiendo también vergüenza ajena por ser consciente de la situación a que estaba sometiendo a Krysta -.  Lo… está…”

“Dale una mamada a su concha entonces”

La orden, por supuesto, provocó un respingo en la espalda de Erin así como un fuerte estremecimiento en todo el cuerpo de Krysta.  Erin no pudo evitar  girarse hacia el tipo, aun a riesgo de hacerlo enfadar.

“¿Q… qué?” – preguntó, como atontada y, a la vez sufriendo el desagradable impacto visual de ver al hombre con su verga fuera del pantalón y masajeándosela.  La chica volvió rápidamente la vista hacia el cuerpo de su amiga pero lo hizo más por lo chocante de la imagen que por miedo a una posible represalia.

“Ya escuchaste… - le insistió el hombre, siempre hablando entre dientes -.  Ponte en cuclillas y chúpale la concha…”

Erin tragó saliva varias veces, con la cabeza dándole vueltas.  Por mucho que buscara una explicación, no podía entender cómo habían terminado en aquella situación ni qué hacían en manos de ese aborrecible sujeto.  Pero, por otra parte, si el tipo se estaba masturbando, quizás fuera mejor terminar con todo de una vez y si ella hacía lo que él le pedía, es decir si le practicaba sexo oral a su amiga, posiblemente él eyacularía y asunto terminado.

Se acuclilló, por tanto, detrás de Krysta y, sin quererlo, le proporcionó a los ojos del policía pervertido un espectáculo extra cuando el short de jean que llevaba puesto se le enterró en el culo.  Colocó sus manos sobre la cara interna de cada muslo de Krysta y empujó hacia afuera de tal modo de dejar lo más libre posible el camino hacia su sexo.  Una vez que lo tuvo a la vista, simplemente sumergió su rostro por entre las piernas y le hundió la lengua en la vagina, arrancándole a su amiga un gemido tan profundo y sonoro que retumbó por el desierto.  Ello pareció enloquecer aún más al agente quien, abierta su boca en una expresión obscena, cerró sus ojos y se entregó al placer máximo de la eyaculación; su semen cayó sobre la tierra seca y arenosa de la banquina al mismo tiempo que la lengua de Erin transportaba a Krysta a lugares insospechados, lo cual se advertía en los movimientos frenéticos y convulsivos de la misma, quien, por momentos, golpeaba la carrocería del auto con los nudillos y hasta con sus rodillas.

“¡Suficiente! – espetó el policía con voz de mando, al tiempo que volvía a poner su verga dentro del pantalón y se acomodaba la ropa en tanto que, con el taco de una de sus botas, arrojaba tierra para cubrir su propia acabada en impensable rapto de higiene o pudicia -.  Ahora vayan las dos hacia el frente del auto; se inclinan y apoyan el abdomen sobre el capot…”

Erin y Krysta ya no tenían n inguna idea de hacia dónde marchaba la cosa pero, para no hacer enfadar al policía y ante la esperanza de que tanta demencia estuviera, al menos, llegando a su fin, se dirigieron presurosas hacia la parte delantera y, tal como les había sido ordenado, inclinaron sus cuerpos hasta que sus tetas se aplastaron contra la chapa del capot, otra vez con el efecto de que la misma les quemara como un fuego sobre sus cuerpos; parecía una tortura: en realidad lo era…

“Coloquen ambas manos a la espalda” – les ordenó el sujeto.

Obedientemente y sin entender nada, hicieron lo que decía, pero apenas hubieron puesto ambas manos por detrás de ellas sintieron que el tipo las tomaba por las muñecas y, a continuación, se escucharon dos inconfundible “clic” que no dejaron duda alguna de que las estaba esposando.

“Los cargos son – dijo el policía en un frío tono de reprimenda -: conducir en estado de ebriedad, exceso de velocidad, exhibición indecente y actitudes obscenas…”

“¿Qué? – se quejó Erin, quien ya no encontraba techo para su incredulidad -  ¿Exhibición indecente?  ¿Actitudes obscenas?  ¿Es esto una broma?  ¡Hicimos lo que usted nos dijo que hiciéramos…!”

"Tiene el derecho a guardar silencio- comenzó a recitar el oficial -. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia…”

“¡Pero…!  ¿Qué es esto?  ¿Nos está arrestando?” – vociferó Krysta mientras hacía denodados pero inútiles esfuerzos por zafar sus muñecas de las esposas que, sin embargo, ya estaban bien cerradas.

“…Tiene derecho a hablar con un abogado – continuaba, imperturbable, el agente -.  Si no pueden pagar uno, se les asignará un abogado de oficio…”

Apenas el tipo hubo terminado con el recitado de la Advertencia de Miranda y en el exacto momento en se disponía a preguntarles a las detenidas si habían comprendido sus derechos, el terrible estampido de un disparo retumbó a sus espaldas e hizo eco en cada roca o recoveco del vasto desierto.  Tanto él como las dos chicas casi dieron un brinco por el sobresalto… El policía, dejando a las dos jóvenes esposadas sobre el capot del auto, levantó su cabeza para encontrarse con una mujer vestida de negro que sostenía una escopeta entre sus manos a la que ni siquiera había visto llegar; algo más atrás, estacionada, había una vieja camioneta polvorienta y desvencijada a la que, entre tanta conmoción, tampoco había escuchado.  Sonrió estúpidamente:

“Margaret Sommers – dijo - ¿Qué te trae por aquí?  ¿Otra vez haciendo de las tuyas?”

Aun sin saber de quién hablaba el agente, las chicas que se hallaban esposadas sobre el capot del Nissan tuvieron un horrible presentimiento que se convirtió en trágica realidad cuando, al voltear sus cabezas para mirar más allá del límite del auto, se encontraron con la maciza mujer de los perros, tiñéndose los ojos de la jóvenes de horror y de espanto.

“Yo diría que eres tú, Paul Whitby, el que está, como siempre, haciendo de las suyas – repuso la mujer a la vez que bajaba el caño y volvía a cargar la escopeta -.  Otra vez con esos hábitos sucios de andarte tocando y pajeando en medio del desierto…”

“Va a ser mejor que bajes el arma – repuso el aludido mientras apoyaba una mano sobre la pistola que llevaba a la cintura -.  No te metas en problemas, Maggie, estoy efectuando un arresto, así que no interfieras con la ley…”

“Arresto una mierda – graznó la mujer a la vez que, literalmente, escupió hacia un costado -.  Devuélveme a mis perras…”

El oficial echó su cabeza hacia atrás y carcajeó estruendosamente.

“Jaja, sí que son dos perras, Maggie, pero no son TUS perras…”

“Quiero a mis perras – insistió la mujer apuntando con la escopeta hacia el agente -.  Devuélveme ya mismo a Lilith y Gwen… Y más vale que lo hagas pronto porque la próxima vez no pienso tirar al aire”

¡Lilith y Gwen!  Un escalofrío recorrió la columna vertebral de las dos jóvenes esposadas al recordar que ésos eran precisamente dos de los nombres con que se había referido antes a sus perras muertas en el accidente.  ¡Si algo faltaba para terminar de confirmar que la mujer estaba loca era eso!

“Mira, Maggie – le dijo el agente con tono apaciguador -, yo no sé qué tan cruzados tienes los cables hoy, pero no confundas estas perras con las de tu criadero… - mientras hablaba seguía deslizando la mano por sobre su arma -.  Estas jóvenes conducían ebrias y a alta velocidad, razón por la cual…”

Paul Whitby, el policía de la carretera, no llegó a terminar su frase… Más aún, Paul Whitby ya nunca más diría nada.  El estruendo de la escopeta volvió a hendir el tórrido aire del desierto y tanto Krysta como Erin se sacudieron sobre el capot del Nissan; al voltear nuevamente la cabeza para mirar por encima de los faros del auto, se encontraron con la imagen del agente de policía desplomándose sobre el suelo.  Una vez que su cuerpo cayó sin denotar  siquiera un último hálito de vida, las jóvenes pudieron, con espanto, comprobar que su cara estaba prácticamente destrozada.  Un frenético temblor les recorrió desde la cabeza hasta los pies e incluso Erin se orinó por el miedo; como pudieron, se incorporaron y se giraron, sin poder hacer mucho más al tener sus manos esposadas a la espalda.  La mujer, aún con el arma en la mano, les miraba, curvados sus labios en una maléfica sonrisa.

“Ese estúpido de Whitby al menos me hizo un gran favor antes de morir – dijo -: me las dejó esposadas, jeje”

Dicho esto, Margaret Sommers giró sobre sus talones y se dirigió hacia la camioneta; recién entonces advirtieron las chicas que dentro de la caja se escuchaban violentos golpes contra la chapa sin que pudieran en ese momento sospechar que se trataba de los frenéticos pataleos de Jennifer, su amiga de la cual ni siquiera sabían si seguía con vida.  Krysta miró hacia el Nissan; ése era el momento para intentar escapar, pero… ¿cómo podría poner en marcha el vehículo si tenía las manos esposadas a la espalda?  Erin no paraba de llorar y gritar pidiendo auxilio, tal vez creyendo ingenuamente que alguien las escucharía en aquella vasta y desolada inmensidad.

Cuando la mujer de negro regresó, lo hizo trayendo, una vez más, la vara con el lazo en su extremo, esa misma con la cual había antes capturado a Jennifer.  Con mano experta llevó el extremo hacia el cuello de Erin, logrando enlazarle el cuello a pesar de los inútiles forcejeos y sacudidas de la chica.  Una vez que la tuvo atrapada, jaló de la vara haciendo que la joven cayera al piso y tensó el lazo hasta casi dejarla sin respiración, tanto que los gritos dejaron, por un momento, de brotar de la garganta de Erin para convertirse sólo en jadeos desesperados en tanto que  su rostro era puro terror.  La mujer llevó a la rastra a Erin en dirección a la camioneta y Krysta, impotente, sólo pudo ver cómo su amiga pataleaba y se sacudía inútilmente en la tierra arenosa.  Echó un vistazo en derredor, desesperada: tenía que haber algo, una escapatoria; no podía dejar que la mujer volviera para llevarla también a ella.  De pronto vio en el suelo el cuerpo del policía, sin vida y con la cara destrozada.  ¡Eso era!  ¡Él debía tener las llaves!

Se acercó hasta el cuerpo y le propinó varios puntapiés de tal modo de tumbarlo un poco hacia la izquierda; lo logró sólo parcialmente, pero eso le permitió distinguir, sobre su cintura, el manojo de llaves entre las cuales seguramente estaría la de las esposas que la mantenían maniatada.  Sabiendo que debía actuar a la mayor prisa, se dejó caer sobre su trasero con sus caderas contra el cuerpo del policía muerto y así, utilizando sus dedos como pudo y oteando por encima de su hombro, buscó nerviosamente entre las llaves tratando de dar con la que más pudiera ajustarse al cerrojo de las esposas que llevaba puestas.  Probó una sin suerte, pero la segunda abrió… Su alegría no tuvo límites pero no había tiempo de alegrarse de nada porque, de hecho, ya estaba viendo cómo la mujer de negro volvía a emerger de la caja de la camioneta tras haber dejado dentro a una suplicante y llorosa Erin.  Sabiendo entonces que no había más tiempo para perder se puso en pie; las muñecas le dolían de tanto tenerlas esposadas, además del esfuerzo realizado al retorcerlas tanto para hacerse con las llaves.  A paso veloz llegó hasta el Nissan y se apeó al asiento del conductor; al mirar por el espejo retrovisor vio, con estupor, a la mujer de negro viniendo hacia ella con la vara en sus manos: la expresión de su rostro trasuntaba claramente la furia que la roía por dentro al ver cómo su “perra” intentaba escapar.  Krysta giró la llave y, a toda prisa, soltó el embrague y hundió el acelerador de tal modo que el Nissan aró sobre la banquina y levantó detrás de sí una densa columna de polvo.  Cuando salió hacia la ruta y volvió a otear por el espejo, notó, en la medida en que la cortina se iba abriendo, que la mujer estaba volviendo una vez más hacia la camioneta pudiendo inferirse de ello que, muy probablemente, planeara salir en su persecución.

Krysta aceleró cuanto pudo, sin importarle la aguja del velocímetro ni las curvas; las muñecas le dolían y eso le impedía mover el volante con la prestancia con que habitualmente lo hacía y, de hecho, le costó mantener el auto en la carretera al tomar la primera curva, pero en la segunda sus reflejos fallaron.  Una de sus muñecas, prácticamente entumecida tras haber llevado las esposas, no respondió al momento de girar el volante todo lo que hubiera querido hacerlo y, así, el vehículo derrapó y se fue por el terraplén; los desesperados intentos por volverlo a poner en la ruta no sirvieron y prácticamente se le clavó el volante en el esternón cuando el auto quedó, a un costado de la carretera, hundido de trompa en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados.

Echó un vistazo hacia atrás, desesperada, sólo para comprobar que las cuatro ruedas estaban fuera de la ruta y que no había posibilidad alguna de sacarlo en reversa con semejante declive; debía, incluso, agradecer no haber volcado.  Súbitamente volvió a su mente la mujer de la camioneta y una sombra de terror le oscureció el rostro.  Otra vez su cerebro intentó buscar desesperadamente una salida a la situación.  Le quedaba, por cierto, abrir la puerta y correr, pero… ¿hacia dónde hacerlo en aquella soledad?  Era obvio que, por muy vieja y desvencijada que estuviera la camioneta de la mujer, siempre la alcanzaría si ella intentaba huir a pie.  ¿Y el celular?  ¡De pronto lo recordó!  Erin lo había buscado antes de que el policía las detuviera sin poder encontrarlo; apenas había logrado dar con el suyo en estado incompleto y ya para ese entonces no había forma de saber qué había sido del teléfono de su amiga luego de que descendieran del auto.  Se echó sobre el asiento del acompañante y pegó la cabeza al piso mientras hurgaba con sus manos por debajo de las butacas… Tenía que estar, tenía que estar… De pronto tocó algo… ¡Sí, lo había encontrado!  Invadida de pronto por un súbito hálito de esperanza se volvió a incorporar sobre su butaca mirando a su teléfono celular y aprestándose a llamar a alguien, a quien fuera, para ponerle al tanto de la situación: alguien que llamara a la policía, pues más allá de la horrible experiencia vivida con Paul Whitby, no cabía pensar que todos fueran a ser como él.  Al revisar el directorio, uno de los primeros números que halló fue el de su padre; eso era: él las sacaría de ese embrollo; un solo llamado podía salvar sus vidas.  Justo estaba a punto de hacerlo cuando, con espanto, escuchó abrirse la puerta del conductor y antes de que tuviera tiempo de siquiera llegar a reaccionar, sintió como un lazo se cerraba en torno a su cuello, provocándole una desesperante asfixia.  Se sacudió frenéticamente arrojando manotazos hacia todos lados pero fue inútil y, en todo caso, para lo único que sirvió fue para perder el celular una vez más.  Presa de un terror indecible, giró, como pudo, la vista, para encontrarse con el severo rostro de la mujer de los perros que, jalaba desde el otro extremo de la vara.

“Vamos, Lilith… A casa” – dijo para, a continuación, sacar a la rastra a Krysta del auto y, con increíble fuerza por tratarse de una mujer, llevarla terraplén arriba hacia la ruta.  Una vez que llegaron a la camioneta, la hizo ingresar en la caja y Krysta comprobó, con espanto, que allí se hallaban Jennifer y Erin, ambas sostenidas a la carrocería interna por sendos collares adosados a la misma en tanto que sus bocas lucían amordazadas por lo que parecían ser bozales para perros.  Jennifer tenía las manos atadas con una cinta de cuero en tanto que Erin mantenía aún las esposas que le había colocado el agente de policía.  La mujer arrastró a Krysta hasta hacer calzar su cuello en otro de los collares, ató sus manos con una tira de cuero semejante a la que había utilizado con Jennifer y luego aflojó la tensión del lazo para quitárselo.  Se arrastró de rodillas hasta la puerta trasera de la caja, saltó a tierra y desapareció por un rato.  Las tres chicas se miraron entre sí y en sus ojos sólo se veía horror, angustia y desesperación; el calor y el hedor, por otra parte, eran allí insoportables.  Cuando la silueta de Maggie Sommers volvió a recortarse contra el fondo de la camioneta, notaron con estupor que traía sobre sus hombros un gran bulto, el cual, en cuanto lo dejó caer pesadamente sobre el piso de la camioneta, reconocieron como el cuerpo del policía muerto.

“Bueno, mis perritas – anunció la mujer alegremente -.  Volvemos a casa”

Y cerró la puerta dejando a las tres jóvenes adentro.  Sólo unos segundos después, el vehículo se ponía en marcha.

CONTINUARÁ