La daga
Estoy desnudo y ella hace que me tienda en el lecho, extiende mis brazos en cruz y me engrilleta a los travesaños de la cama con unas esposas que portaba en su bolso.
Acabo de consultar disimuladamente el reloj, he estirado el brazo para coger el bolígrafo que tengo delante y he comprobado con horror que son casi las diez de la noche. Llevo desde las cuatro de la tarde reunido en la sala de sesiones de mi empresa, junto con otras quince personas, estudiamos un plan de viabilidad que salve a la compañía de la crisis que amenaza con arruinarla. Por turno, hemos expuesto nuestras conclusiones tras los análisis pormenorizados de la gestión de cada departamento, ha habido un alto para tomar un café y otro, hace poco, para comer un sandwich apresurado antes de obtener el consenso acerca de las resoluciones finales.
Estoy cansado, con la cabeza embotada, y empieza a dolerme la espalda cuando reparo en que la mujer situada a mi derecha ha posado su mano en mi muslo. Al principio supongo que se trata de algo fortuito, pero la mano ha trepado hasta la entrepierna y advierto clara la intencionalidad que la guía. La mano alcanza mis genitales y yo doy un respingo imperceptible, miro al tipo que se encuentra enfrente y le veo enfrascado, revisando su documentación. No me aventuro a dirigir la vista hacia la derecha. La mujer que está a mi lado es una mujer madura, debe rondar los cuarenta años, viste un clásico traje de chaqueta negro y peina su cabello tocado con un moño; no la conozco, ha expuesto sus cómputos con anterioridad y nos ha repartido unos gráficos que muestran la evolución de los beneficios obtenidos durante los últimos cinco años, creo que forma parte del equipo de economistas que han examinado la administración y el desarrollo de la sociedad a lo largo de este periodo.
Yo he dejado de prestar atención al discurso del director ejecutivo, la mano juguetea hábilmente con mis testículos hasta acercarme a una erección que evito, por si se manifiesta obvia para alguno de los presentes. El pulso se me acelera y en ese punto la junta concluye, la mano se aparta bruscamente y me deja a medio camino entre el éxtasis y la decepción. Todos nos ponemos en pie, ordenamos nuestros papeles y vamos abandonando el salón.
No oso buscar a la dueña de la mano, aguardo para recoger el abrigo del guardarropa y me reúno con el resto del grupo en el pasillo. Esperamos al ascensor y algunos colegas hablan entre sí, todavía discuten temas referentes a la reunión. Nos introducimos en la cabina, pulso el botón de mi destino y me coloco al fondo, tengo el coche aparcado en el último parquing. En el piso veintiocho vuelvo a percibir la mano, se ha colado entre mi maletín y el abrigo y prosigue con el juego. No la he visto, pero sé que es ella, experimento una extraña sensación de excitación y precaución, la distancia hasta el sótano cuatro sería suficiente para llegar al clímax, aunque delante de tantos testigos es una idea que me inquieta. En el parquing tres nos quedamos solos y en el siguiente se abren las puertas justo unos segundos antes de que yo ascienda a la cima. Ella avanza desde mi espalda y sale del elevador, yo la sigo, el subterráneo está vacío, solamente queda mi coche y una Harley aparcada unos cuantos metros más allá. La mujer camina con paso firme hasta la moto y yo voy tras ella.
_¿Quieres algo más? _me pregunta sin girarse.
_Sí, claro _respondo ansioso.
La mujer extrae de una de las alforjas de su Harley una cazadora de cuero negro claveteada y unos pantalones a juego. En primer lugar se suelta la melena, que le cae sedosa por la espalda, luego se pone los pantalones y, antes de abrochárselos, se baja la falda y la guarda, después se desprende de la chaqueta de corte impecable y se enfunda la cazadora. He podido distinguir sus pechos desnudos bajo la débil iluminación, ella se ha urgido a ocultarlos cerrando estratégicamente la cremallera hasta que han quedado reducidos a una insinuación sinuosa; unas botas también negras han completado su atuendo. Yo he presenciado su metamorfosis fascinado y mi deseo ha crecido hasta tornarse exigente y perentorio.
_Llévame a tu casa _me ha dicho colocándose el casco.
Y yo me meto en mi auto preso de una emoción inusitada, he superado la rampa del garaje e inicio un trayecto por las calles de la ciudad semidesierta hasta acceder a la carretera. De tanto en tanto me cercioro por el retrovisor de que ella está ahí y el faro de la Harley me confirma su presencia. En el último recodo del sendero de grava acciono el dispositivo de apertura del portón de la finca y estaciono el coche en el porche, ella aparca al costado y me acompaña.
_Vamos al dormitorio _ordena.
Se ha cargado al hombro una mochila, ambos hemos entrado en la vivienda y de paso al dormitorio he tirado el abrigo y el maletín en el sofá de la sala. Ya estamos en la alcoba, ella se pega a mi cuerpo y me va quitando parsimoniosamente la chaqueta, la corbata, la camisa, los pantalones... Estoy desnudo y ella hace que me tienda en el lecho, extiende mis brazos en cruz y me engrilleta a los travesaños de la cama con unas esposas que portaba en su bolso. Está sentada a horcajadas sobre mi vientre y yo la contemplo expectante, me acaricia dulcemente el pecho, recorre con su lengua mi nuca, los lóbulos de las orejas, los pezones, el ombligo... Entonces se detiene y saca de la mochila que ha dejado en la mesilla una daga de plata de diseño florentino, observo los destellos metálicos espantado, estoy inmóvil, a merced de una mujer que no sé quién es, y el pavor se apodera de mí, he sido un inconsciente al invitar a una desconocida a mi casa. Con la cantidad de tarados que hay sueltos, esta mujer bien podría... asesinarme. Un escalofrío me recorre el cuerpo y recelo del auténtico motivo que lo ha ocasionado: el miedo o el frío contacto de la daga en mi garganta. Por un instante pienso lo peor, sin apartar la vista del filo hipnótico que me atrae sin remisión. "Al menos será una muerte con estilo", pienso, porque la daga es preciosa, su empuñadura está bellamente trabajada por algún orfebre minucioso y meticuloso que la ha convertido en una obra de arte.
Ella disfruta con mis reacciones, el vértice de la daga perfila mis labios y desciende suavemente hasta alcanzar el pecho, donde dibuja la areola de mis pezones, primero el izquierdo, luego el derecho. No consigo dejar de mirar el arma que me estimula y me intimida a un tiempo. La presión sobre el pezón ha sido leve, pero ha bastado para cortarme la piel, de la herida mana un hilillo de sangre que ella se afana a lamer hasta que desaparece completamente. Ya no albergo dudas respecto al poder de la daga, ahora se halla en el interior de mi ombligo, un error de cálculo y... Cierro los ojos por no verme desangrado.
Ella se acomoda entre mis piernas separadas y la daga reanuda su recorrido por el escroto, ya no puedo mirar, sólo sentir: pánico, fuego. La destreza de mi compañera es innegable, jadeo al borde del clímax y noto el filo de la daga contra el tronco del pene, el proceso se interrumpe y yo abro los ojos confundido, ignoro qué vendrá ahora, ella blande la daga delante de mi rostro y sonríe, sus ojos resplandecen fulgurantes y yo ya no sé si experimento más miedo que deseo o si la deseo más que la temo. Se quita los pantalones, las bragas, y me las pone encima de la cara, respiro su olor íntimo, veo un pequeño cerco amarillo de flujo vaginal que delata la ansiedad de su dueña y aspiro ese olor a mujer que me excita y me provoca. Me acerca el coño a la boca, incitándome a lamerlo, mueve el pubis adelante y atrás sobre mi cara, a la distancia apropiada para que mi lengua no alcance el clítoris, su aroma penetrante me emborracha.
_¿Quieres gozar?
_Sí _gimo con la verga a punto de reventar.
Pasa una pierna a cada uno de mis costados y me manipula el pene con firmeza, restregándolo contra los labios de su vagina.
_No eres lo bastante hombre para satisfacerme _me humilla.
Arrodillada, con mi polla bien agarrada, controla la situación, me enloquece. Yo sólo puedo permanecer pasivo recibiendo el placer que ella quiera darme. Juega conmigo a un juego perverso, con mi prepucio se abre los labios, se recorre toda la raja, hace un amago de introducírselo en el ano.
_¿Qué agujero prefieres, marica? _se divierte.
Su sexo va y viene, se frota húmedo, caliente y hambriento por mi pene inflado al máximo, empiezan a dolerme los testículos y el dolor todavía me excita más.
_Elige tú _le pido para acelerar el desenlace antes de que el dolor se haga irresistible.
_La tienes demasiado pequeña, ni siquiera la notaré _me dirige con desprecio.
No lo soporto más, le suplico que haga de mí lo que desee, sé que me hallo en sus manos y no me importa reconocerlo. Ella se mete el pene en la vagina, sólo un poco, la mitad, cuando estoy a punto de estallar lo expulsa. El corazón me late incontrolado y noto que me falta aire. Al final se decide por el ano, mueve las caderas, se agita. La cazadora de cuero abierta es incapaz de detener el vaivén de sus pechos libres.
_¿A qué esperas? _me ordena.
Ella se masturba con dos dedos y ríe, se retuerce con contorsiones lascivas, se destapa la cazadora y se frota los senos, luego sitúa la punta de la daga en mi yugular, no me arriesgo a respirar, aprieto fuertemente los párpados, es el fin. Exploto, siento cómo el semen me sale por la uretra a velocidad de vértigo, me abandono al orgasmo más increíblemente intenso de mi vida a la vez que estallo en convulsivos sollozos. Las lágrimas ruedan por mi cara y la tensión reprimida se libera.
Ella se ha levantado, me libra de mis ligaduras y antes de salir cubre mi desnudez con la chaqueta que había quedado en el suelo. La escucho cerrar la puerta mientras continúo llorando.