La cueva.
Mi hermana mayor Sandra me tenía obsesionado. Pensé que, cuando marchó, mi novia Marta calmaría mis fantasías. Pero cuando mi novia y yo cortamos y Sandra volvió al pueblo, los deseos resurgieron con fuerza inaudita.
Quizá porque estaba triste, mi hermana Sandra y yo fuimos a dar un paseo hasta el mirador del acantilado.
El cielo estaba cubierto y, aunque el sol se esforzaba por brillar con intensidad moribunda y tonos dorados aquella tarde, las nubes oscuras lo ocultaban con perversidad. El resultado eran masas oscuras, densas, deshilachadas, que iban perdiendo sus tonos grisáceos en los bordes para luego superponerse sobre otras nubes aún más negras. Con todo, escuetos conos de luz surgían de repente, iluminando el camino serpenteado de exuberantes follajes verdosos donde las bayas y las moras parecían brillar cuando el sol las acariciaba.
—Ya casi llegamos —soltó Sandra delante de mí, pedaleando con soltura.
Ella tenía una bicicleta mejor que la mía. Una de montaña, de cuerpo de aluminio, con amortiguadores de muelle. La mía era prestada. Mamá la usaba a menudo para bajar hasta el pueblo para hacer la compra. Era una bicicleta de chica, con su cesta delantera —coqueta—, el sillín grueso y mullido y guardabarros cromados. Como a Sandra le gustaba mucho el ciclismo, papá y mamá le habían regalado esa super-bicicleta cuando terminó la selectividad. Ahora que estaba en primer año de universidad ya casi no la veíamos más que cuando venía de vacaciones o cuando acababan las clases, como ahora.
La bicicleta de mamá no tenía cambio de marchas. Y la cuesta empinada que daba al mirador del acantilado se me hacía cada vez más difícil. Además, tenía que sortear baches y piedras porque mamá me había hecho prometer que se la devolvería intacta.
—Espera, espera —supliqué con las piernas destrozadas.
Nos detuvimos. Abrí la bolsa donde llevábamos los bocadillos y las bebidas —no podía negar que la cesta era práctica— y bebí un trago de agua. Sandra aprovechó para meterse en los matorrales y orinar.
—Luis —me llamó desde la espesura.
—Dime.
—Tráeme una de las servilletas que hay en la bolsa.
Se la llevé hasta donde se encontraba. Sandra estaba acuclillada. La falda corta del vestido le ocultaba los muslos y sus bragas recogidas asomaban entre sus rodillas. Eran amarillas, con un estampado de Betty Boop.
—No mires, guarrete. Trae.
Le tendí la servilleta y volví al camino. No pude disimular una sonrisilla. Un calorcillo me tiñó las mejillas.
Apareció al poco. La falda estaba recogida atrás y trabada con el elástico de las bragas; sus nalgas redondeadas asomaban gloriosas. Sandra siguió la dirección de mi mirada y corrigió con rapidez el descuido.
—Uy, lo siento —rió avergonzada.
No sé por qué pidió perdón. La risa de mi hermana era fresca y contagiosa. Siempre me gustó oírla y verla reír. Además, cuando sonreía, sus mejillas llenas de pecas se hinchaban y toda ella parecía aún más bella. Sandra era muy guapa. Mis amigos me decían que Sandra era la mujer de sus sueños y que se hacían pajas pensando en ella. Yo me peleaba al principio con ellos porque me parecía que la estaban insultando o que se reían de su cabello pelirrojo. Luego, cuando su imagen apareció fugazmente entre mis fantasías al masturbarme, dejé de buscar pelea. ¿Por qué habría de molestarme si yo también fantaseaba con ella? Trataba de deshacerme de su cuerpo en mi imaginación pero, insidiosa, la fantasía de su cuerpo desnudo volvía una y otra vez. Yo creo que se agudizó mucho más cuando ella marchó a la universidad y ya no la veía tanto. Sus pechos juveniles, sus piernas torneadas de ciclista consumada, su figura estilizada. Todo en ella me atraía irremediablemente. Dependía, sin tenerla cerca, de la imaginación para calmar mis ardores adolescentes.
A veces, cuando entraba en la habitación vacía que utilizó, rebuscaba en sus cajones, husmeaba entre sus apuntes del instituto y revolvía la ropa interior que no se había llevado al Colegio Mayor. Cuando encontraba un pelillo rizado atrapado en el refuerzo de las bragas o un cabello más largo por la almohada, suspiraba y, sin poder evitarlo, me excitaba mucho. Me entraban unos ardores incontenibles y tenía que correr a encerrarme al cuarto de baño para aliviarme.
Yo creo que estaba obsesionado con Sandra. Y eso que casi no la veía. Incluso hacía poco que me había vuelto a pelear con mis amigos cuando jugaban a imaginar el color del pelo del coño de mi hermana. Ella era mía; solo yo y mis fantasías podían imaginarla desnuda. Aún con todo, sufría con mis fantasías y me asustaba pensar que mi fijación con Sandra era una verdadera obsesión —pensaba eso sobre todo después de aliviarme—. Como no estaba a mi lado, revivía a solas en mi imaginación todos los recuerdos que tenía de ella y los tergiversaba en mi cabeza para que ella y yo acabásemos siempre igual. No sé qué habría sucedido si ella siguiese viviendo en casa. Por suerte, encontré a Marta.
O eso pensaba hasta anoche.
—¿Para qué era la servilleta?
—Cosas de chicas.
—¿La tiraste?
Negó con la cabeza, mirándome de reojo. Yo sé que vio en mi mirada algo más que preocupación por el medio ambiente. Se puso seria y se montó en la bicicleta de nuevo.
—Venga, Luis, que ya casi estamos.
Continuamos la marcha. Yo detrás de ella, como antes.
El culo de Sandra, aposentado en el sillín, captó —como no podía ser de otra forma— toda mi atención. Básicamente, solo miraba su culo. Sus nalgas contenidas en las bragas de Betty Boop, contenidas dentro de la prenda interior, ocultas bajo la falda, se mecían a cada pedaleo y sus muslos rosados surgían con cada vuelta de pedal una y otra vez. Una y otra vez.
Una piedra golpeó con fuerza el guardabarros trasero de la bicicleta de mamá, «Clonk». Hasta a mí me dolió.
Nos detuvimos de nuevo.
Yo no veía ninguna avería grave. En realidad, ni siquiera veía en el guardabarros donde había golpeado la piedra. Sandra examinó con detenimiento el resto de la bicicleta.
—¿A qué estabas, Luis?
Evité responderla.
—No veo nada raro, todo está perfecto.
—Sí, sí, perfecto. Mira.
Me señaló con el dedo varios radios de la rueda trasera. Uno de ellos estaba suelto y otros más doblados.
—Joder.
—Ya verás cuando la vea mamá.
—Pero se puede arreglar, ¿no? Tú la puedes arreglar. Seguro que se arregla bien fácil.
Sandra chasqueó varias veces la lengua.
Me explicó que los radios de una rueda necesitan de una llave especial que no tenía. Y tampoco en casa había radios de repuesto.
—Lo tengo todo en la ciudad.
Los radios, continuó, transmiten la fuerza del pedaleo del eje hacia la llanta. Y también soportan el peso. Como un radio solo no aguantaría el peso completo de la persona, el peso se distribuye entre varios. Pero si uno estaba roto y varios doblados, la avería no importaba mucho siempre y cuando no estuviesen todos juntos, lo cual ocurría en este caso. Cuando la sección de llanta cargase con todo el peso, se corría el peligro de que se doblase. Eso incrementaría las posibilidades de que los demás radios, al soportar una tensión extra, también fallasen. El resultado sería una catástrofe total.
—Ha sido mala suerte —concluyó Sandra mirando el resto de la bicicleta.
—¿Y no puedo montar en ella?
Negó con la cabeza.
—Yo no lo haría.
Me senté en una porción de césped, con las piernas dobladas y apoyando la frente sobre mis piernas.
—Mierda, mierda, mierda.
—No pasa nada, Luis —Sandra se sentó a mi lado y me palmeó la espalda—. En cualquier tienda lo arreglan en un periquete.
—Pero si es que todo me sale mal, joder.
—Bueno, no desesperes. Lo de Marta no fue culpa tuya. Y tampoco lo de la bicicleta.
Sandra se refería a la chica con la que estaba saliendo. Esa fue la razón por la que estaba triste y mi hermana me propuso ir de paseo. Marta era vecina del pueblo y llevábamos saliendo cuatro meses. Ayer por la noche nos fuimos hasta el prado que había a la salida del pueblo. Ya lo habíamos hablado. O, por lo menos, yo tenía claro a qué íbamos. Cuando le bajé los pantalones mientras nos besábamos, me arreó un sopapo en la cara.
«Creí que tú no eras como el resto, Luis».
¿Cómo el resto? Claro que no era como el resto. Yo ni siquiera me la había follado. Como mucho, le había magreado las tetas por encima de la blusa. Y hasta ahí. Viéndolo desde fuera, creo que Marta fue muy injusta conmigo. ¿A qué va una pareja al prado por la noche? ¿A besuquearse y punto?
Mi hermana era la única a la que le había contado que Marta y yo nos habíamos separado. «Porque nos cansamos», respondí cuando me preguntó por qué. Papá y mamá ni siquiera sabían que hubiera tenido novia. O polvete. Bueno, ni polvete ni novia.
Y ahora lo de la puta bicicleta.
—Podemos quedarnos aquí —propuso Sandra.
—No, no. El mirador está al lado.
—Bueno, yo estaba pensando en la cueva.
Sandra se refería al camino que discurría por debajo del mirador, en el acantilado. Una pequeña cueva resguardada con unas grandes rocas era el final del camino. La cueva amplificaba el sonido del mar como una caracola enorme, gigantesca. Era muy bonito escuchar el sonido de las olas rugiendo. También estaba prohibido bajar abajo; el año pasado tuvieron que rescatar a unos críos que bajaron y luego, cuando se levantó marejada, casi se ahogan.
—¿La cueva? Pues mejor aún —me levanté más animado—. Vamos.
Empujamos las bicicletas uno junto al otro. Sandra me contó que hace poco, yendo por la ciudad en bicicleta, se tragó un bordillo entero. La llanta se dobló y los radios quedaron deshechos. Así sabía lo complicado que era lo mío.
—Pero esta llanta está perfecta. Ya verás cómo lo arreglan rápidamente.
Asentí no muy convencido. En el pueblo solo había una tienda de ferretería que, en la práctica, era un taller de casi cualquier cosa. Bicicletas, motos, electrodomésticos y hasta televisores. Pero dudaba que tuviesen una llave de radios.
—¿En que ibas pensando para tragarte esa piedra?
Sandra me miró de reojo. Yo no despegué la mirada del suelo.
—Me ibas mirando el culo, ¿no? No te preocupes, todos los ciclistas van mirando el culo de los demás. Yo también. No hay otra cosa qué mirar cuando vas acompañado. Te despistaste con mi culo, ¿a qué sí?
—Sí —musité.
—Lo sabía —Sandra se detuvo y me cogió el manillar de la bicicleta para pararme— ¿De verdad te has creído que los ciclistas solo miramos el culo de los que van delante? Y los coches, y los peatones, ¿qué? ¿No ves lo absurdo que suena eso?
Sí que sonaba absurdo. Igual que yo.
—Soy tu hermana, joder. ¡No me mires el culo!
—Ya, pero…
—¿Pero qué?
—Pues… nada. Pues… yo qué sé.
—Ahora me dirás que eres tú quien me revuelve la ropa del armario, ¿no?
Bajé la cabeza, incapaz de sostener su mirada.
—¡Uy, la hostia bendita!
Quise seguir adelante pero Sandra mantuvo bien quieta la bicicleta de mamá.
—¿Pero en qué coño estás pensando, Luis? ¿Qué te ha dado conmigo? —parecía realmente furiosa. Pero luego suspiró—. Mira, de verdad, no quiero saberlo, no quiere saberlo.
Seguimos adelante. Sandra tenía el cuello tenso y la mirada ceñuda. Yo pensé que, de repente, chillaría, me arrearía otro sopapo como Marta y se largaría de vuelta al pueblo.
Sin embargo, en silencio, atravesando los conos de luz de sol que las nubes grises esparcían aquí y allá, llegamos hasta el mirador.
El mar estaba en calma. La extensión verde-azulada se oscurecía en el horizonte, deshaciéndose y fundiéndose con el cielo encapotado. El salitre y la humedad parecían flotar en el ambiente y al respirar, sentías todo el aroma a mar llenándote los pulmones.
Dejamos las bicicletas apoyadas sobre una escultura de piedra con forma de velero. La humedad salada había corroído la placa, tintándola de ocre y no se leía nada. Sandra se acercó a la barandilla del borde del mirador mientras yo candaba las bicicletas.
Me acerqué a su lado con la bolsa de la comida y las bebidas.
—Echaba de menos el mar, ¿sabes? Tengo varios cedés en el Colegio Mayor de música del mar. Olas rompiendo y cosas así. Pero este aroma… Este aroma, Luis, no se puede reproducir.
El mar era algo mágico. Supongo que es mágico para quien ha nacido con él y siempre lo ha tenido cerca. Humedad, inmensidad, sal. Yo no podría vivir sin él. Pero Sandra tuvo que renunciar al mar cuando se fue a la ciudad.
Me di cuenta que, al igual que no sería capaz de renunciar al mar, tampoco podría renunciar a Sandra. No quería perder nuestra amistad por una obsesión que no tenía ni pies ni cabeza.
—Siento lo de antes.
—Da igual, Luis. Los chicos sois así. Unas pajas y todo eso. Peor sería si no hubieses sido tú el que revuelve la ropa, ¿no?
Me alegró que me comprendiese. Le tomé manga por hombro y pensé hablarle sobre mi obsesión. Teniéndola tan cerca, mis fantasías se tornaban algo tan disparatado como idiota. Solo era mi hermana. Y punto.
—Es que yo…
—Ven, vamos abajo —me cortó dirigiéndose hacia el camino.
Antes de que ocurriese lo de los críos, la cueva era visitada a menudo. Incluso habían colocado piedras grandes a modo de escalones en el camino para bajar sin resbalar hacia la cueva. Luego las quitaron. Pero los hoyos que dejaron cumplían ahora la misma función. Dejamos atrás el cartel que advertía del peligro y bajamos despacio.
—No vayas a caerte, ¿eh, Luis? Esto solo lo hago por ti.
—No mientas. Tú tienes tantas ganas como yo.
Sandra rió por lo bajo.
Se detuvo a medio camino y se volvió de nuevo hacia mí.
—No me estarás mirando el culo, ¿verdad?
—Para culos estoy yo ahora.
Frunció el ceño, no muy convencida.
—En serio, Luis. Ten cuidado. Luego me miras el culo todo lo que quieras; pero aquí no, ¿vale?
Asentí sin poder disimular una sonrisa tonta.
Bajamos sin ningún incidente hasta la cueva. Por lo visto, no éramos los primeros que desoíamos las indicaciones del cartel. Varios cartones de tetrabrik de vino y botellas de plástico se acumulaban entre las rocas lamidas por las olas. Incluso había pedazos de revistas pornográficas y algunos condones usados entre las piedras. Estaba claro que aquella cueva era el picadero estrella del pueblo. Lo que no entendía era cómo bajaban aquí de noche. Había que estar muy desesperado. O caliente. Quizá si hubiese llevado a Marta aquí anoche, ahora dejaría de ser virgen.
Sandra se subió a unas rocas y contempló el mar cara a cara. Levantó la cabeza y suspiró feliz.
Yo me entretuve sentándome sobre el suelo perlado de arena, quitando pequeños guijarros y abriendo la bolsa. Alguien, no hace mucho, había hecho un fuego y aún quedaban los restos de la hoguera. En el techo, poco más alto que nosotros, quedaban las huellas de un humo negro que ensuciaba la roca verdosa de hollín.
—El mar da mucha sed —comenté mientras Sandra se sentaba a mi lado y le pasaba un botellín de agua.
Bebió dos tragos. El agua se le escurrió por la comisura de los labios y le manchó el vestido. Me di cuenta que se había soltado el pelo y sus cabellos ondulados parecían atraer con miles de reflejos iridiscentes las luces del atardecer. Las nubes se estaban deshaciendo y el cielo se iba aclarando y oscureciendo.
—¿Qué pasó con Marta?
Lo improvisado de su pregunta me pilló fuera de juego. Tardé en responder.
—Nada. Pues eso, que nos cansamos.
Nuestras voces reverberaban en las paredes y se fundían con el arrullo del mar. Los sonidos rebotaban y se solapaban unos con otros. No me acordaba de lo mágico que era aquella cueva donde el mar parecía envolvernos con sus sonidos.
—Bueno, si no quieres contármelo…
Callé.
—Pero pensé que te gustaría hablar de ello. Supuse que la cueva te gustaría.
—Y me gusta. Me gusta mucho.
—Pues agradécemelo.
—¿Todas las chicas sois igual de cotillas?
Sandra se rió. Su risa se multiplicó en la cueva. Toda ella resplandecía cuando reía. Y dentro de la cueva, era aún más bella. Más guapa.
—No querrás que ella me cuente su versión, ¿no? —insistió.
Claro que no. A saber qué estaría ya contando.
—Pues que la metí mano y me arreó un guantazo.
—¡Qué fuerte! —sonrió.
—A mí no hizo ni pizca de gracia.
Dejó de reír y me estrechó a su lado.
—Lo siento. Es que no me imagino a mi hermano pequeño metiendo mano a una amiga. ¿Qué fueron, las tetas o el coño?
Tampoco yo me había imaginado que mi hermana hablase sin tapujos, nombrando tetas y coño.
—Le bajé los pantalones. Bueno, intenté bajárselos.
—¡Qué burro, Luis! ¿Y no pensaste que a lo mejor estaba con las piernas sin depilar? ¿O que estaba con la regla? Esas cosas se piensan, hombre.
—Pero ya lo habíamos hablado.
—¿Hablar qué?
—Pues follar.
Sandra rió de nuevo. Me molestó mucho porque pensaba que se reía de mí. Pero su risa, con todos los ecos envolviéndonos, sonaba muy descacharrante. No me quedó más remedio que imitarla y reír también.
—La dije que si queríamos ir al prado —continué.
—¿Y?
—Y ya está. Con eso está todo dicho, ¿no?
—Joder, Luis, eres de lo que no hay.
—¿A ti no te han dicho nunca «vamos al prado» y era para eso?
Sandra negó con la cabeza, sonriendo.
—Yo no lo hacía en el prado —levantó la vista hacia el techo, como si recordase—. Sí, hombre, al prado; con toda la hierba en el culo. Y con el peligro de que un cardo apareciese de repente. Y, encima, con los bichos correteando… quita, quita.
Visto así, parecía lógico. Incluso de tontos, vaya.
Nos tumbamos sobre el suelo de arena que había despejado de piedrecillas, mirando el techo, con las manos cruzadas bajo la cabeza.
—Yo lo hacía en la cama. Es donde más cómodo se está.
—Ya.
Mi imaginación volaba a la velocidad de la luz, imaginándome a Sandra gimiendo y retorciéndose desnuda sobre las sábanas. Tragué saliva y cerré los ojos.
—Pero me hubiese gustado mucho hacerlo aquí, por la noche.
—Sería peligroso.
—Por eso nunca lo hice. Pero a veces, cuando estoy en el Colegio, me imagino haciéndolo en la cueva. Sería muy bonito.
—¿Te masturbas?
—A veces. Cuando estoy sola en la habitación y las compañeras han salido por la noche. Pongo un cedé con sonidos del mar y me excito mucho. Ojalá hubiese podido hacerlo alguna vez aquí.
Quedamos en silencio, empapándonos del aroma salado y los sonidos del mar yendo y viniendo. Toda la cueva parecía una inmensa caracola y, si cerrabas los ojos, parecía que estuvieses rodeado de mar. Era una sensación maravillosa.
—Joder —continuó—. No sé qué hago hablando contigo de mis cosas. Se supone que esto era para animarte.
—Y estoy muy animado. Muchas gracias, Sandra.
—De nada —se giró hacia mí—Oye, ¿por qué me mirabas el culo? Espera, déjalo. Estoy desvariando. Olvida lo que he dicho.
Las palabras salieron de mi boca sin ningún obstáculo.
—Es que me gustas.
—Ya, pero soy tu hermana —repuso de inmediato, como si mi declaración no la pillase de nuevas.
—Bueno. ¿Y qué culpa tengo yo… si me gustas… tú? El amor es ciego, ¿no? —dije muy serio, pensando que al citar el dicho mis palabras sonaban muy maduras.
—No, Luis. El amor no es ciego. Por desgracia no lo es.
—¿Y eso?
—Yo qué sé. Olvida… olvida lo que he dicho.
Sus últimas palabras sonaron quebradas. Giré la cabeza hacia ella y descubrí lágrimas en sus ojos.
Había visto muchas veces llorar a Sandra. Cuando se despellejó las rodillas al caerse de la bicicleta. Cuando la suspendieron Física por copiar. Cuando mi padre la dijo que «ni hablar» de irse con las amigas de vacaciones por Europa. Pero nunca la había visto llorar así. Tenía los ojos medio cerrados y la cara sonrojada. Estaba ruborizada y sus pecas estaban muy anaranjadas. Sorbió por la nariz. Yo, no sé por qué, también dejé escapar una lágrima al verla así de triste.
—¿Y tú por qué lloras ahora? —musitó al girarse hacia mí.
Negué con la cabeza volviendo a mirar al techo. No lo sabía. Me tapé la cara con las manos.
—¿Sabes una cosa? —la oí—. Dicen que cuando dos lloran es porque hay… algo entre ellos.
—Será eso —dije levantándome y yendo hacia las rocas. No quería que Sandra me viese llorar. Pensé que, cuando se llegaba a cierta edad, los chicos ya no lloraban. Y, si lloraban, era solo por hacerse los sentimentales.
Yo no sabía por qué lloraba. Fue solo que me entristeció mucho ver llorar a mi hermana.
Sandra acudió junto a mí por la espalda y me abrazó por el cuello.
—Tú no llores, ¿eh? Las que lloran somos nosotras.
Me di la vuelta y la abracé con todas mis fuerzas. Estuvimos así, sin hablar, unos minutos. Solo abrazándonos. Su cuerpo junto al mío. Su calor calentando el mío. Ella lloró más y más, hundiendo la cara en mi cuello. Sentía sus lágrimas empapándome la piel. Me abrazaba muy fuerte y yo también la abrazaba muy fuerte. Yo contuve mi llanto a duras penas, obedeciéndola. La sentía estremecerse muy cerca de mí. Sus pechos subían y bajaban aplastados contra mí.
—Mierda, Luis —se apartó de repente, mirándome a los ojos— ¿No ves que esto no puede ser?
Yo no dije nada. Mi silencio para molestarla.
—Esto ha sido una mala idea —resolvió con tono cortante—. Venga, vamos para arriba. Además, está anocheciendo.
—¿Y los bocadillos?
—¡Que le den por culo a los bocadillos! —gritó de repente para luego agacharse para coger la bolsa, cerrarla con un nudo y coger carrerilla para tirarla al mar— ¡Puta cueva de las narices!
Se encaminó hacia el camino, de vuelta al mirador, con paso rápido.
La cogí de la mano para detenerla.
—¡Suelta, hostias!
No la solté. Tiré de ella para tenerla frente a mí. «Mírame», murmuré.
Me miró furiosa, con la rabia concentrada en el ceño fruncido y los ojos entornados. Incluso enfadada, con los párpados aún húmedos, y el ceño fruncido, me seguía pareciendo un ángel.
Y la besé en los labios. Sabían a sal. Estaban ardiendo y eran muy blandos.
Me empujó al suelo con un grito. Trastabillé pero, perdido el equilibrio, saboreados sus labios, me dejé caer. Estaba atontado. Había besado a un ángel. ¿Qué importaba todo ya?
Casi me abro la cabeza. Fue un milagro. El extremo afilado de una roca me rozó una oreja. Sandra se tapó la boca con las manos mientras abría los ojos. Dejó escapar un gemido sordo. Había estado a punto de matarme, quizá.
Se arrodilló de inmediato sobre mí, cogiéndome de los hombros, apartándome de la roca.
—Perdóname, Luis, perdóname.
Me dio besos por toda la cara, como dando gracias a Dios que siguiera vivo. Me abrazó con fuerza y me estrechó sobre ella. Volvió a llorar, con más fuerza si cabe, y su pecho se estremeció contra el mío. Me sujetaba con tanta fuerza que ya podría haber llegado la ola más asesina que ella y yo seguiríamos juntos.
Y luego me besó en los labios.
Sus labios seguían sabiendo a sal. Pero, esta vez, bajó el puente levadizo de su boca. Su lengua se internó en mi boca y mi lengua en la suya. También ellas se abrazaron. Me recosté en la arena y Sandra se tumbó sobre mí. La arena en aquella parte era más gruesa y húmeda y pronto noté mi espalda mojada. Pero el resto de mi cuerpo estaba tan caliente, tan feliz, que aún no sabía muy bien donde colocar las manos. Las tenía suspendidas en el aire, como una marioneta. Quizá me sintiese nube y me creyese tan ligero como ellas. Dicen que cuando eres muy feliz parece como si flotases. Así me sentía yo: ligero, especial. Levitaba en el aire y, seguramente, porque un ángel me sujetaba abrazado, aún continuaba el resto de mi cuerpo sobre la arena.
—¿Me perdonas? —murmuró rozando con sus labios los míos. Su aliento era candente, en contraste con la tibieza húmeda de la espalda.
—Claro.
Nos sentamos sobre la arena, en el mismo lugar que antes habíamos ocupado.
—Mierda, Luis, la camiseta.
—Solo está mojada.
—Quítatela, está empapada.
Me ayudó a quitármela. La tela fina y húmeda se había adherido a la espalda. Creí notar el suave aleteo de sus labios sobre mi piel. Quizá fueron sus dedos. O quizá el roce de su pelo. O quizá sus alas…
—Júramelo.
—Te lo juro.
Sandra rió. Volver a oír su risa me cautivó.
—¡Pero si no sabes porqué juras, tonto, si no te lo he dicho!
—Pero yo te lo juro —insistí, acercándome a ella.
Sandra no me rehuyó. Junté mi costado desnudo con su costado. Nuestros brazos quedaron muy juntos. Como no le había dejado otra opción, lo pasó alrededor de mi espalda. Yo sentí como uno de sus pechos, mejor dicho, una de las copas de su sujetador, se apretaba contra mí. Quizá ella no lo notara. Pero yo sí.
Yo sí.
—Esto debe quedar entre nosotros, ¿está claro?
—Clarísimo.
—Hablo en serio, Luis. Ni una palabra. Tus amigos ni deben sospecharlo, ¿entendido? Y, por supuesto, papá y mamá…
—Lo juro. Pero no te preocupes, Sandra. Con lo que pasó anoche, seré el hazmerreír del pueblo una temporada.
Mi hermana sonrió.
—Me llegas a llevarme al prado a meterme mano y no sé lo que te hago.
Apretó el brazo y me atrajo sobre ella. Me plantó un beso en el pelo.
—De todas formas, te marcharás en unos días —comenté—. Cuando te vayas, todo se olvidará.
Hablaba por ella. Yo jamás olvidaría el sabor de su boca.
Sandra no respondió. Me soltó, emitió un suspiro largo y luego se levantó y caminó hacia las rocas. Miró de reojo la que casi me abre la cabeza y chasqueó la lengua.
—¿Acaso tú lo olvidarás?
—No, claro que no.
Deslizó los dedos sobre la superficie verdina de una roca. Nuestro silencio permitió que el ruido del mar volviese a inundar toda la cueva, reverberando los sonidos. Como si de una catedral se tratase.
En clase de Historia, el profesor dijo que las catedrales estaban construidas para que los sonidos rebotaran y se amplificaran. Sonaban más graves, más potentes. Sobrecogía su inmensidad sonora y parecía ser más amplia. El fervor religioso parecía materializarse en forma de sonidos. En ese momento me di cuenta que la cueva funcionaba de la misma forma. Los sonidos reverberaban una y otra vez, dando la impresión de ser un espacio más grande. Un espacio enorme, grandioso, donde los sentimientos que había entre nosotros parecían tomar forma.
—¿Me estás mirando el culo?
—Tú me diste permiso, ¿verdad?
—Menudo cabrón.
Me miró de espaldas con una sonrisa y se mordió la lengua a la vez que se levantaba la falda en un gesto coqueto. Betty Boop se apareció estampada sobre una de las nalgas de mi hermana. Uno de los elásticos estaba internado dentro de la confluencia de nalgas y su piel rosada y tersa exhibía las marcas de la arena como una impresión indeleble. Con lentitud calculada, internó uno de los dedos dentro del elástico y fue colocando la braga simétricamente con la otra nalga. «Pat» sonó el elástico al golpear el culo cuando lo soltó. Sandra me miraba con la punta de la lengua mordida, mostrando una sonrisa traviesa, pícara. Disfrutaba de mi arrobo tanto como yo de su desvergüenza. Soltó su falda y pareció un telón cayendo. También ella pensó lo mismo:
—Fin de la función.
Me siguió mirando, ya desprovista de su cara la sonrisa juguetona. Sus ojos volvieron a ensombrecerse. Era algo tan… no sé. Era algo mágico el que su cara mostrase las dos caras de la moneda una junto a la otra. Felicidad y tristeza. Travesura y opresión. Cara y cruz. Sandra se volvió de espaldas para mirar al mar.
Me levanté y me acerqué a ella. La abracé por la cintura, pegado a su espalda. Interné mi cara entre sus cabellos de color fuego. También olían a mar y, mullido bajo sus mechones, el calor de su cuello me entibiaba las mejillas.
—Tú sabes que esto no puede ser, ¿verdad? —murmuró. Quizá hablaba con el mar. Yo me apreté más fuerte a ella como respuesta. Me daba igual si podía ser o no podía ser. ¿Qué más daba? Era, y punto.
Mis manos la estrecharon fuerte y las deslicé sobre su vientre, volviéndola a abrazar. Quería tocarla, sentir su piel contra la mía. Sandra se dejó hacer. Incluso, tras unos instantes, posó sus manos sobre las mías. La tela de su vestido separaba nuestras manos. También la tela de su vestido era fina porque sentía el calor de su vientre sobre mis dedos mientras me acariciaba con suaves roces mis nudillos y el dorso de mi mano.
La tela era fina. Pero nos separaba como un muro. Y, aún así, nuestro calor, indiferente a barreras, traspasaba la tela y era compartido.
—Qué voy a hacer contigo —susurró mirando al mar. Y sus palabras sonaron a lamento. A derrota. A situación insalvable. A imposibilidad.
—Nada —respondí hablándole a su cabello—. No hay que hacer nada.
—¿Nada dices? Luis, somos hermanos, joder. Tendría que darte de hostias hasta quitarte la idea de la cabeza. Hacerte olvidar a base de golpes todo esto.
Y sus dedos, delicadamente, seguían surcando mis dedos, ajenos a las duras palabras que pronunciaba.
—¿Y por qué no lo haces? —musité.
Sandra tardó unos segundos en responder. Como si quisiera tragarse sus palabras de respuesta. De modo que, cuando salieron, fueron muchas y repetidas.
—Porque no quiero. Porque no quiero. Porque no quiero.
Se volvió hacia mí, despacio, sin romper el abrazo que nos unía.
—¿Me prometes algo?
—Vale.
Sandra rió de nuevo acariciándome el pelo. Yo tenía mi cara apoyada en su cuello y mis labios besaban suavemente su piel.
—Juras igual que prometes: sin saber. ¿Tan seguro estás de cumplir?
—Claro.
—Eres tonto, Luis.
—Sí —coincidí mientras bajaba la cremallera trasera de su vestido. Removió los brazos para poder despojarse de los tirantes. Su cabello suelto pelirrojo parecía atraer los pocos rayos de sol del crepúsculo, incendiándose como llamas onduladas. Su piel rosada, surcada de pecas, brillaba. Sus pechos, escondidos tras el sujetador de tono azulado pastel, se henchían a cada respiración pausada. Mis labios buscaron todas sus pecas, internándose alrededor de sus hombros, entre sus pechos y en la suave pelusilla que descendía hacia el ombligo. El vestido cayó al suelo y mi hermana, algo cohibida, me atrajo hacia sí para que no demorase mi mirada embelesada sobre su cuerpo de ángel.
—Qué hacemos, qué hacemos —susurró mientras sus manos recorrían mi espalda. Sus dedos se afanaban en buscar mi piel, en arañar mi piel, en besar mi piel.
Caímos arrodillados sobre la arena. Mientras nos mirábamos a los ojos, busqué a su espalda el cierre del sujetador. Se ocultó los pechos desnudos con los dos brazos cuando me separé para admirar su belleza.
—Para dársete tan mal las citas nocturnas, pareces experto en quitar sostenes.
—Es que he practicado con los que te dejaste en el pueblo.
La abracé con arrobo mientras seguía manteniendo aquella postura vergonzosa, ocultando sus pechos. Me encantaba sentir su piel estremeciéndose bajo mis caricias. Su espalda entera, desnuda y suave, me parecía lo más bonito que mis manos había tocado jamás. Su tibieza me fascinaba. Cuando me devolvió el abrazo y sentí sus pechos sobre el mío, gemí extasiado. Sandra también soltó un gemido en respuesta.
Nos besamos con frenesí. Quizá antes buscábamos, al juntar nuestros labios, un signo de comprensión, de suave delicadeza. Ahora la pasión nos enfebrecía; nuestras bocas se abrían desesperadas, lamiendo y chupando. Sonreíamos dichosos cuando nuestros dientes se afanaban en mordisquear el labio inferior del otro y nuestros ojos se achinaban gozosos, disfrutando de la excitación de la saliva ajena.
Nuestros pechos se restregaban uno contra el otro, coincidiendo al inspirar con desorden o amoldándose cuando jadeábamos soltando el aire con placer. Mis manos recorrieron su talle y ascendieron hacia las tetas. El tacto y la consistencia me fascinaron nuevamente. Sus pezones eran dos protuberancias enrojecidas e inflamadas. Cuando pellizqué con una sonrisa malvada ambos a la vez, Sandra rió apartando mis manos.
—¡Me haces cosquillas!
Su risa me catapultó al éxtasis. Verla únicamente vestida con las bragas, arrodillada frente a mí, ofreciéndome su cuerpo casi desnudo, me volvió loco. Loco de su amor, loco de su risa, loco de sus labios, loco de sus pechos, loco de remate.
La tumbé sobre la arena y le quité las bragas amarillas. Betty Boop se arremangó y despareció tras sobrepasar sus zapatillas. Llamas doradas surgieron de entre sus piernas, como un fuego puro y luminoso que absorbía toda mi atención. Sus muslos rosados se estremecieron cuando juntó las piernas en un gesto de cautivadora timidez. Incluso la piel tirante de sus rodillas, donde líneas blanquecinas señalaban las cicatrices de sus caídas con la bicicleta, me resultaron irresistibles. Besé sus rodillas, apreciando el fuerte aroma que surgía de más abajo, donde breves mechones de vello púbico rojizos asomaban en la confluencia de sus muslos.
Sandra alzó los brazos en el aire hacia mí. Abrió sus piernas y su cuerpo entero me acogió con entera disposición. Nos besamos nuevamente como si el mundo se fuese a terminar un segundo después. Rodamos por la arena alejándonos de la humedad cercana a las rocas, dentro de la cueva donde el ruido del mar ya no reverberaba sino nuestros jadeos y risillas, nuestros gemidos y susurros amplificados hasta el infinito.
Acabamos ella encima de mí. Mis manos, al friccionar su espalda y sus nalgas temblorosas, su cabello y sus caderas, la despojaba también de la arena que tenía adherida sobre su piel, al igual que hacía ella.
Con una media sonrisa traviesa, se arrodilló a un lado y me desabrochó el cierre de los pantalones. Me quitó los calzoncillos a la vez y, cuando me hubo dejado también desnudo, se levantó hacendosa para sacudir y dejar nuestras ropas húmedas tiradas por la arena bien estiradas sobre las rocas. Tirado en la arena de la cueva, viéndola caminar desnuda, admirando su escultórico cuerpo, me incendió la libido más de lo que pude soportar.
Me levanté con un grito hacia ella y Sandra exhaló un chillido de sorpresa cuando la abracé por la espalda, sujetando sus pechos y su vientre. Mi pene endurecido se acomodó entre sus nalgas mientras con mi boca apartaba su cabello a un lado, buscando la fina y delicada piel de su cuello para regarla de besos y lametones. Mis manos estrujaron sus tetas y se internaron en la suave pilosidad que brotaba de entre sus piernas. Sandra gimió placentera al sentirse sujeta y excitada. Lo notaba en su cuerpo estremeciéndose bajo mis dedos. En su respiración entrecortada. En sus piernas temblorosas. En su hendidura femenina de la que brotaba magma incandescente que humedecía mis dedos. En sus gemidos que se multiplicaban cientos de veces, miles de veces, dentro de la cueva.
Cuando uno de mis dedos se internó en su interior, un espasmo recorrió su cuerpo entero y tuve que sujetarla firmemente para que no se me fuera al suelo. De todas formas, caímos al poco de nuevo sobre la arena. Sandra abrió las piernas para facilitarme la penetración con el dedo mientras su excitación le llevaba a alzar el pecho muy alto y doblar la espalda en un arco tenso, imposible. De sus párpados cerrados brotaban lágrimas y sus labios exhalaban el aire entre sus dientes apretados. Escarbaba y chapoteaba en su interior con delicada rudeza.
—Para, por Dios, para —gimió enganchándome del cuello y atrayéndome sobre su pecho.
Saqué el dedo de su interior y, al instante, me separó de ella para mirarme a los ojos, con la cara enrojecida y el deseo brotando de sus ojos. Su ceño fruncido y el mentón arrugado me sobrecogieron.
—¿Por qué paras?
—Pero…
—Sigue, maldita sea, ¡sigue, por Dios!
Volví de nuevo a internar el dedo en su líquido interior. Abrasaba. Un suspiro de satisfacción resonó por toda la cueva. Mi pulgar amasó el suave vello circundante y la dura protuberancia del clítoris. Sandra me tenía muy doblado sobre ella, con la cara enterrada entre sus pechos mientras se deshacía abajo. Cuando alcanzó el orgasmo, su cuerpo entero se estremeció y vibró como si una descarga eléctrica la recorriese entera. Jadeó impotente, dejándose llevar por el placer. Breves sacudidas se sucedieron, como ecos del orgasmo todavía reverberando dentro de su cuerpo.
Me recosté junto a ella. Recuperamos la respiración y dimos un descanso merecido a nuestros corazones. Al inclinar la cabeza y verme la polla, un líquido brillante y transparente brotaba de la punta y se enganchaba a mi vientre por medio de un filamento viscoso.
Sandra, con la sonrisa demudada de su cara, se giró hacia mí y me planto un beso en la comisura de los labios. Su mirada reflejaba tensión, excitación satisfecha, deseo consumado. Pero también complacencia, gratitud. Sus ojos brillaban como dos esmeraldas acuosas, con las pupilas abiertas, muy grandes, como si quisiera captar todo detalle de los rasgos de mi cara.
Achinó de repente sus ojos y a sus labios asomó una sonrisa pícara. Al mismo tiempo, sentí como sus dedos empuñaban mi garrote, apartando el vello púbico. Un pulgar trazó suaves círculos por el glande pringoso. Gemí paralizado, mirando a mi hermana exhibir un gesto travieso. Se mordió el labio inferior mientras deslizaba su mano por mi pene. Chasquidos procedentes de la humedad al ser friccionada con mi prepucio resonaron suaves, casi inaudibles entre mis lamentos. El rumor de las olas envolvía mi desesperación mientras nos mirábamos fijamente. Sandra sonreía y se humedecía los labios con su lengua vivaz mientras continuaba masturbándome, imprimiendo un ritmo lento que a veces tornaba agresivo, deleitándose con el reflejo de mi excitación en la cara.
Cuando se agachó para tomar con su boca mi pene, creí morirme del placer que me embargó. Sus labios esponjosos apresaron el glande y su lengua recorrió la superficie entera de mi polla, lamiendo y succionando. Enterré mis dedos crispados en la arena y comencé a sentir la arrolladora necesidad del orgasmo. Ansiaba dejar escapar toda aquella angustia y desazón concentradas en mi miembro. Sus dedos apretaban el tallo mientras su boca chupaba y besaba el glande, arrancando lúbricos chasquidos que se superponían a mis gemidos y lamentos. Cuando contraje mi vientre, incapaz de soportar más placer, eyaculé con fuerza. La increíble sensación de sus dedos apresando mi polla y su boca sorbiendo mi néctar fue tan placentera como estremecedora. Me vacié por completo, sintiendo como todo mi placer era degustado y tragado. Grité emocionado y embargado por el placer más absoluto.
Sandra se estiró junto a mí, abrazando mi cuerpo y pasando una pierna entre las mías. Abracé su cuerpo caliente con mis manos manchadas de arena. Su cabeza se apoyaba en mi cuello y yo sentía su corazón latir con fuerza desmesurada junto al mío.
A medida que transcurría el tiempo, viendo como el anochecer se adueñaba del cielo y el rumor de las olas acompañaba nuestras respiraciones y suspiros, seguía sin asimilar lo ocurrido entre Sandra y yo. ¿De verdad había sucedido?
Un sonido familiar junto a las rocas captó mi atención.
—¿Tienes hambre?
Sandra me miró sin comprender.
Me levanté y, desnudo, rebusqué entre las rocas hasta dar con la fuente del sonido que había oído.
Alcé la bolsa con los bocadillos y las bebidas para que la viera.
Sandra rió y dio palmadas, contentísima.
—Bendito sea el mar —dije cuando me senté a su lado.
La bolsa seguía cerrada, tal y como Sandra la había dejado antes de lanzarla al mar. Los bocadillos envueltos en papel de aluminio y los botellines de agua seguían secos. Quizá, por haberla cerrado con aire en el interior, había flotado en la superficie, arrastrándola de nuevo a las rocas.
Sandra me dio varios besos en los labios.
En la cueva, una suave temperatura nos envolvía aun habiéndose ennegrecido el cielo. Mientras comíamos el bocadillo, sentados sobre la arena, despreocupadamente desnudos, Sandra me recordó mi promesa.
—No sé qué te prometí.
—Pues que no me olvidarás cuando marche.
—Eso no podría hacerlo ni aunque quisiera.
Sandra masticó mirándome y se ayudó con un sorbo de agua para tragar.
—Te dejaré ropa interior nueva.
Negué con la cabeza, sonriendo.
—¿Quién quiere fantasías cuando ya tengo recuerdos?
Sandra me miró fijamente y luego meneó la cabeza con una sonrisa.
—Bien dicho.
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Ginés Linares
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