La Cuerda Larga
Ana reapareció tras la cortina, esplendida y mojada, dominante y tierna, con su mirada afilada y directa, clavándose como solo ella sabía, entre las entrañas. Ella y no yo era la única en aquel piso, que había derribado las barreras. - Nunca me perderás Manuel acarició mi mano. Cuando la penetré lo hice besándola bajo el agua hirviendo, sintiendo sus piernas, cortitas y ágiles aferradas a mi cintura con un poderoso abrazo, atenazándose con mayor firmeza con cada embestida que nos propinábamos. - Ooooo Ana cielo. - Manuel, Manuel, no te pares Manuel.
Ana me lo contó con toda su naturalidad, mientras leía a Sender reclinada sobre el sofá del salón.
Como solían, me habían acogido durante los tres o cuatro días que al año, me reservaba para esconderme en la gran ciudad de los problemas y nervios que negocio y matrimonio acarreaban consigo.
Había sido un año intenso, agrio y competitivo. Todo ello había terminado con una crisis de ansiedad y discusiones preocupantemente repetitivas y serias con mi esposa.
Ana estaba espléndida con sus cuarenta y tres años desplegados y descalzos, fresca, abierta, cómoda mientras disfrutaba del placer de un día sin obligaciones, con la única tarea de disfrutar de la lectura y de si misma.
- Pues Juan y yo no damos cuerda larga.
La conversación, había empezado con una ligereza literaria; la animadversión que muchos escritores parecen sostener contra el “si quiero” y sus ataduras.
- ¿Cuerda?.
- Ay Manuel, tan listo para tantas cosas y tan torpón para otras – se rio con esa manera suya de hacerlo todo, tan optimista y enérgica, tan sincera como burlona.
Adoraba a Ana y adoraba a Juan.
Nuestra amistad se forjó al tiempo que su noviazgo. Ambos habían llevado una vida privada usual, de amantes ocasionales y dos o tres parejas más estables….hasta que se encontraron
El hecho de que a las pocas semanas de que ellos comenzaran, nos conociéramos, había desarrollado una amistad profunda, coqueta, equilibrada y de extrema confianza.
Y sin embargo, aunque sabía de sobras que el buen sexo era uno de los muchos cimientos que los unía, nunca imaginé que yo para ella, podría llegar a ser una posibilidad más que una amistad.
Ana, la mejor amiga, la más inimitable e irrenunciable….nadie como ella había sabido comprender mis anhelos y penas, secuestrarme de ellas, devolverme a la realidad y sonsacarme, incluso en las peores catástrofes, una sonrisa.
Nadie como Juan sabía como convertir la más insulsa comida, la película más soporífera o la canción más bochornosa, en una obra maestra….todo lo veía o lo transformaba en cosa positiva y buena.
Tan generosos, tan hechos el uno para otro como para desperdigar sin tiento su alegría, por la vida de todos aquellos que habíamos tenido la fortuna de conocerlos.
Y los quería.
- Pero….¿quieres decir que…?
- Quiere decir que el sábado pasado disfruté de un cubano dulce y delicioso que conocimos en el “Estropicio”.
- Ehhh…..pero y Juan di…
- Quiere decir… – Juan interrumpió asomando la cabeza desde la cocina donde se escapaba un tentador aroma a pimientos – …que Carla y yo echamos un polvazo justo en el sitio donde estás tu ahora sentado.
- ¿Carla la Padre Nuestros?….-suspiré tratando de sostenerles la mirada. Carla, la férrea y católica Carla, casada ante altar y teólogos, virgen hasta el anillo y madre de cuatro hijos – Pero Carla…
- Hay muchas maneras de ver el matrimonio Manuel – Juan aireaba la sartenera - La de Carla es…insatisfechamente medieval…la tuya moderna pero tradicional…la nuestra…bueno, sin dogmas, siempre refrescante.
- La posibilidad – añadió Ana – La posibilidad es la clave Manuel.
Aquella noche necesité de dos pajas para conseguir concebir el sueño. Algo se me había roto entre las amígdalas. Algo que no recordaba desde los diecisiete años.
Ellos hablaron hasta las tres de la madrugada.
El piso, de los viejos con tabique enladrillado a conciencia, no permitía distinguir palabra.
El desayuno se hizo con Juan, con la taza de café con leche temblando entre las manos.
Ana, más dormilona, era de las que se levantaba cuando el sol ya estaba cansando.
La conversación y el placer su compañía, las risas con magdalenas caseras, mil soluciones para el mundo y las ganas que había de que aquel momento no se acabara nunca.
Apenas nos veíamos….
Una hora más tarde Juan se despidió camino del trabajo.
Quedé en solitario, agradecido por los tres días sin móvil ni disgustos, acogido a una generosidad cada vez más difícil de descubrir.
Recordé que entre los tres, era yo el mejor cocinero. Abrí la despensa y encontré las lentejas. Era todo lo que necesitaba.
- Buenos días Arguiñano.
- Buenos días cielo – contesté pelando los ajos - ¿Dónde tienes el laurel?
- Ya veo que hoy no cocino.
- No, hoy nos libramos de tus desastres – bromeé sobre la última vez que intentó hacer una tarta de chocolate que le salió más mousse que bizcocho.
- Bueno pues a la ducha.
Y sin prisa ni vergüenza, se liberó delante de mi del camisón.
Con una apabullante naturalidad, lo lanzó al cesto para luego alejarse a lo largo del pasillo, descalza, palpitante….soberanamente desnuda.
Su pequeño y duro trasero dilató mis retinas, aceleró el ritmo cardiaco, hizo que hiperventilara. Hacía tanto que la polla no se me endurecía en tres segundos, tan briosa y enérgica como para incluso hacer que lamentara el vestir con tejanos.
Escuché como abría el grifo, liberando el vapor que escapaba por la puerta, pícaramente entreabierta.
- ¿Vienes? – escuché decir.
Y a partir de allí, mandé a tomar por culo la decencia, los rosarios y el estofado de lentejas.
- Ana yo….- como un crío si, como un puto y ridículo novato, aguantaba bajo el quicio de la puerta, sin atreverme a dar el paso - …no quiero perderos. Sois los mejores amigos que nunca he tenido.
Ana reapareció tras la cortina, esplendida y mojada, dominante y tierna, con su mirada afilada y directa, clavándose como solo ella sabía, entre las entrañas.
Ella y no yo era la única en aquel piso, que había derribado las barreras.
- Nunca me perderás Manuel – acarició mi mano.
Cuando la penetré lo hice besándola bajo el agua hirviendo, sintiendo sus piernas, cortitas y ágiles aferradas a mi cintura con un poderoso abrazo, atenazándose con mayor firmeza con cada embestida que nos propinábamos.
- Ooooo Ana cielo.
- Manuel, Manuel, no te pares Manuel.
Ella susurraba, gemía crecientemente hasta convertir su orgasmo en un tremendo grito coordinado con el momento en que me derramé sin tiento ni precaución dentro de ella.
- Perdón– me disculpé por haberme corrido como un quinceañero, por haber sido tan brusco, por no haberla avisado y hacerlo sin condón entre medio.
- ¿Por qué? – contestó sacándosela habilidosamente - ¿Por el pedazo de corrida que me has regalado?.
Volvió a coger la mano, a cerrar el grifo y conducirme a la cama.
- Tienes diez minutos para recuperarte – advirtió.
Las sábanas desechas, el suelo lleno de prendas, las mesillas de noche con libros y un pequeño despertador con la hora adelantada….olía a sueño y desorden, a calidez, a confianza.
- Hacía tanto que no deseaba así, que no me corría de esta manera Ana.
- Es la posibilidad corazón – sentenció – Cuando un desconocido o un conocido al que siempre viste vestido te desea, lo deseas…¿Qué te ha llevado a seguirme a la ducha?.....¿Cómo besará?. ¿Cómo me la comerá?. ¿Cómo se correrá? – lentamente, con cada pregunta, su mano acariciaba mi polla - ¿Le gustaré? ¿Verá mi lunar en la espalda? ¿Le haré daño cuando le muerda el cuello? – su habilidad conseguía que mi polla regresara nuevamente a la vida - ¿Repetirá? ¿Me la clavará más hondo? ¿Se lo tragará y todo?.
Ya había cerrado los ojos cuando ella lamió desde la base hasta el frenillo, introduciéndosela como si fuera un caramelo y ella una niña pecadora y golosa.
- Nunca nos perderás Manuel. Te queremos como tu nos quieres a nosotros.
Cuando Juan regresó, creo que no quedaba un solo rincón de aquellos setenta y cinco metros cuadrados donde no hubiéramos follado…..en la cama recordé lo que era que te montaran como si fuera un potro desbocado…..sobre la mesa de la cocina la monté devorándole los pezones que ella había embadurnado en leche condensada….frente a la puerta de entrada, así sus caderas con fuerza mientras Ana observaba por la mirilla el paso de alguna vecina santurrona y octogenaria. ¿Cómo podía aquel ser pequeño y enjuto, almacenar tanta disponibilidad y energía?.
A las cuatro, cuando escuché las llaves de Juan regresando al bolsillo, ambos estábamos vestidos y recompuestos. Ella se levantó, le abrazó en el pasillo, pronunciando dos breves palabras que yo no pude escuchar, pegadas a su oído.
Juan se vino a mi y el yo antiguo casi retrocede, pensando que a la antigua, estamparía un bofetón en mi mandíbula y exigiría hora y padrinos.
Pero no lo hizo.
En su lugar se abrazó con fuerza de plantígrado.
- Ya era hora Manuel. Tu, mejor que ninguno.