La cuentacuentos
Érase una vez una chica que trabajaba en un palacio...
Mi nombre es Jessica y soy cuentacuentos. Hace poco cayó en mis oídos una historia que me dejó muy sorprendida. Y, como hoy es un día como otro cualquiera, y es un momento como otro cualquiera, os voy a contar este precioso cuento.
Érase una vez, hace no demasiado tiempo, en algún lugar del interior de Galicia, una chica digamos que llamada Saray y que trabajaba en un palacio. Es de mala educación decir la edad de las mujeres, pero como no me escucha, os diré que tenía veintinueve años.
Era gordita, tenía el pelo rubio y los ojos del color del chocolate. Y nunca sonreía porque pensaba que el mundo era demasiado feo como para dedicarle ni un solo gesto cortés. Y siempre estaba sola porque pensaba que el ser humano era demasiado cruel para su simple y pura mente.
Su vida no había sido fácil, nadie le había explicado nunca nada… nunca… nada. Y tenía miedo porque no conocía mucho más que aquel pequeño gran lugar y ni siquiera lo podía ver bonito, ni siquiera le gustaba estar allí, ni siquiera entendía por qué no podía reaccionar para intentar cambiarlo.
Se había acostumbrado a mantenerse en pie ante los golpes que el tiempo le iba dando. Tenía que mantenerse en pie porque tampoco se iba a morir, tenía una familia que, muy a su pesar, estaban demasiado encima de ella. No la querían, nunca nadie la quiso, nunca nadie la querría… y ya no le quedaban lágrimas que derramar, ya las había derramado todas, no le quedaban fuerzas ni para llorar.
Se limitaba a observar y dejar que las cosas sucedieran sin más. Solo sabía obedecer. No sabía hacer otra cosa. Acataba las órdenes de todos. Las de su padre, las de su madre, las de sus hermanos, las de su jefe, las de la gente. Porque era lo que había aprendido a hacer.
Pero por mucho que dejaba pasar los años, algo en su interior, una pequeña luz, un minúsculo punto blanco, le susurraba todas las noches que tenía que haber algo diferente, algo más, algo a lo que aferrarse. Una puerta… seguro que sería una puerta y un día llegaría y la cruzaría.
Eran sueños en su cabeza, todos se lo decían, estaba loca. Rara. Esas ideas no eran más que pequeñas locuras que se negó a seguir compartiendo y creyó a los demás cuando le decían que la felicidad no existe. Le habían dicho que tenía que dejar de ser una niña cuando a penas daba sus primeros pasos.
Un buen día, mientras un jefe un poco pirado daba una serie de surrealistas instrucciones de cómo tenía que funcionar aquel, casi en ruinas, palacio, vio como aparecía caminando con paso firme una chica a la que conocía de vista. Una chica que le hacía sentir cosas que nadie sabía y que tampoco entendía. Porque ella no entendía nada.
De repente todo se nubló a su alrededor, no sabía que le pasaba. Quería marcharse, quería que no fuera verdad. El jefe se reunió con la chica y ella salió de aquel lugar para no verla, para que su cabeza no se descontrolara de nuevo. Aunque era demasiado tarde. Ya se había descontrolado. Deseó con todas sus fuerzas que aquella chica no estuviese allí, que desapareciera pronto.
Y descubrió que se llamaba Sofía, que empezarían a trabajar juntas el lunes, que todos los planes que había explicado antes habían cambiado. Decidió que le caería mal, que se apartaría. Sofía sería la jefa y Saray obedecería, como siempre. Y vio sus ojos verdes clavados en ella una vez más. Y recordó casi a la perfección aquellas dos veces anteriores que aquellos ojos se habían clavado en ella. Su sonrisa… ella. ¿Por qué tenía que ser ella?
Y el tiempo pasaba y Saray comenzó a conocer un poco más a Sofía. Y Sofía empezaba a conocerla a ella peligrosamente. No sabía como lo hacía, no entendía como conseguía acercarse tanto a ella. Seguramente porque tenían la misma edad. Seguramente porque no eran tan diferentes como pensaban.
Sofía no era como las demás personas que conocía, era diferente. Era como ella. Y eso le daba miedo y, al mismo tiempo, le daba esperanzas. Algo que nunca había tenido antes. Algo que desconocía. Nadie se lo había explicado. Y ella no sabía que el mundo era tan grande, que había tantas cosas.
Le gustaba escucharla, estar cerca de ella. Y también le gustaba como hacía que se sintiera. La tenía en cuenta y no hacía nada sin hablarlo antes con ella. Nunca nadie había hecho eso antes. Nunca nadie le había dicho las cosas que ella le decía cada día con esa sonrisa.
“Eres muy lista.” – la miraba fijamente con ese halo de misterio, como tratando de averiguar que se escondía debajo de aquella muralla que había formado la tímida Saray.
Durante muchos meses se dejó llevar por aquellos sentimientos positivos, por aquellos momentos en los que estaban solas y, sin motivo ni razón, Sofía la abrazaba haciéndola sentir mejor con un simple gesto. Sacando una fuerza que no sabía que tenía, no permitió que el miedo dominara aquella situación. Necesitaba seguir creyendo que había otras cosas, que el mundo podía ser bonito, que existían las hadas madrinas y que una de ellas la estaba guardando. Necesitaba sentirse niña por una vez.
Empezó a sentir confianza en si misma. Una confianza que no sabía que se podía tener. Sofía la convencía con palabras y con hechos de que tenía razón, de que no estaba equivocada, de que valía para algo, de que, realmente, era lista. Estaba contenta y no recordaba haber tenido nunca esa sensación.
Un buen día, el jefe apareció por el palacio para presentarles al nuevo bufón. El hombre de una casa con demasiadas mujeres. Porque él podía hacer esas cosas sin preguntar antes. Porque ellas eran demasiado fuertes para enfrentarse solo.
De pronto las cosas se empezaron a precipitar, no sabía como había pasado pero el mundo idílico que se había creado se rompió el día en que Sofía se enfadó por primera vez. Y lo peor de todo era que se había enfadado con Saray.
Y Saray también se había enfadado, con ella misma, con el mundo, con Sofía por estar allí, por gustarle, por desear que aquello pasase pronto. No le gustaba ver las cosas de aquella manera. No quería discutir, no quería que aquellos ojos verdes la miraran así. No le hablaba, no le contaba cosas.
El bufón apareció para culpar a Sofía de todo el mal que ocurría en el mundo y, después de varias horas, las dos chicas se dieron cuenta de que Sofía acabaría siendo desterrada del palacio. Saray se enfadó y todo su interior se estremeció. Su corazón empezó a latir más y más fuerte, sus mejillas enrojecieron. Sintió rabia, ira, quería odiarla, odiar a todo el mundo.
Aquella misma noche rompió a llorar como una niña sobre su cama y se dio cuenta de que no veía a Sofía como a una nueva amiga, como una chica como ella que le estaba enseñando como era el mundo. Se dio cuenta de que Sofía le gustaba mucho y que eso le hacía sentir un nudo en el pecho. Y se lo dijo en voz alta a la almohada. Y decidió que tenía que hacer algo.
Durante casi un mes el palacio se convirtió en un sueño confuso, casi como una pesadilla. Todo aquel buen rollo y toda aquella tranquilidad que habían conseguido crear entre las dos se fue disipando poco a poco. Saray comenzó a acercarse cada vez más a Sofía y Sofía la dejaba. Porque Sofía la escuchaba y le explicaba las cosas que sucedían a su alrededor.
Porque con Sofía no tenía miedo, confiaba en ella porque le demostró que podía hacerlo. Porque era la única persona que no la atemorizaba, porque sabía que no la iba a engañar.
Pero una oscura tarde, después de una larga discusión con el jefe, Sofía también dijo algo en voz alta mientras le sujetaba la mano. Había tomado la decisión de irse. No quería seguir estando en aquel lugar. Ella no quería ser el caballero andante de aquel imbécil. Y también le dijo que lo sentía por ella porque le había tomado mucho cariño durante aquel trayecto.
Y Saray volvió a llorar aquella noche sobre su cama y le dijo en voz alta a la almohada que le diría a Sofía lo que todavía no acababa de entender, lo que no tenía nombre para ella. Aquello que le hacía temblar cuando la rodeaba con sus brazos y le decía que todo saldría bien.
Tenía pocos días para decírselo antes de que se marchara. Y volvió a tener miedo. Miedo de que la rechazara, miedo de que no la entendiera, de que no fuera así de verdad y que huyera de su lado. De que se asustara de ella, de no tener nada que ofrecerle a cambio.
Intentó reunir valor una y otra vez para enfrentarse a ese horrible miedo que la embargaba cuando la tenía delante y trataba de ordenar las pocas palabras que le habían enseñado para hacer que salieran de su boca.
Érase una vez una chica que una lluviosa tarde de domingo encontró el valor suficiente para tumbar ese muro con una gran marra de acero y descubrió que las hadas madrinas existen, y que no todo el mundo es cruel y malo. Que si que había alguien que se preocupaba por ella y que le iba a explicar que no pasaba nada, que todo estaba bien. Que solo tenía que abrir la puerta y salir.
“Sabes lo que te voy a decir…” – no era capaz de mirarla. No se podía creer que la voz saliera de su garganta.
“No… bueno… si…” – Sofía la miró con ternura y la tomó de la mano. – “Ay, Saray, Saray, ¿cómo se te ha ido tanto la cabeza?”
“Es lo que hay…” – a penas conseguía aguantar su mirada. Se sentía muy avergonzada, cohibida, pequeña.
“Pero mujer… a tu edad y con estas cosas…” – Sofía le levantó la cara con su mano y buscó su mirada. Estaba sonriendo e hizo que Saray se sintiera un poco mejor. – “Tranquila, Saray, no me voy a marchar.”
“Mi cabeza no para…”
Hablaron durante horas. Las dos se dijeron muchas cosas y Sofía le dijo a Saray que todo estaba bien, que no pasaba nada malo, que estuviese tranquila. Pero no podía estar tranquila. Había algo que desconocía y que necesitaba averiguar. Y no sabía como hacerlo porque nadie le había explicado como se hacen esas cosas.
Y entonces Sofía se acercó a ella para abrazarla y, cuando se empezó a separar, buscó sus labios y Saray sintió como se quedaba sin respiración, como su corazón latía descontrolado, como todo se volvía borroso. Sentía como su lengua tocaba la de ella, como sus dientes mordían levemente su labio inferior, como deseaba que ese momento no terminara nunca.
Sofía se apartó un poco para mirarla, solo quería que estuviese tranquila. Pero Saray no pudo aguantarse y volvió a lanzarse a sus labios para creerse que era verdad lo que le estaba pasando.
“¿Estás más tranquila?”
“Si… no… yo no sabía que esto era así…” – Sofía se echó a reír y la abrazó de nuevo.
“Debería ser lo normal… pero no es lo más común.”
Al día siguiente Sofía dejó de trabajar en el palacio y, sorprendentemente, Saray se sentía con fuerzas para continuar. Ya no sentía ese pesar dentro de su interior. Estaba triste porque ya no pasaría tantas horas con Sofía, pero se sentía diferente con ella misma. No sabía como, pero algo había cambiado en su interior.
Ahora sonreía, le daba igual si estaba bien o estaba mal, no podía evitar estar contenta. No podía evitar sentirse bien. Solo había una cosa que le quedaba por saber. Algo que le daba mucho miedo, algo que muchas veces se había planteado y que desconocía casi por completo. Un tema tabú que nunca nadie le había explicado, que nunca nadie le había enseñado.
Un día Sofía le mandó un mensaje diciéndole algo muy gracioso y Saray no pudo más y se presentó en su casa. Necesitaba estar cerca de ella, necesitaba salir de aquel oscuro palacio, necesitaba sentirse ella misma por un día. No quería tener más miedo, estaba cansada de pelear.
Sofía le preparó una infusión relajante y se sentó para hablar y escuchar. Y lo hicieron durante horas. Y ese mismo día descubrió lo que se sentía al tener la mente en blanco. Que ese punto tan pequeño que estaba tan lejos antes, esa luz que brillaba, dejase de estar tan lejos. Por primera vez en su vida se sintió relajada, bien consigo misma. Saray conoció a Saray y quería que Sofía también la conociera.
Cenaron algo que preparó la chica de treinta recién cumplidos. Saray tenía hambre, pero no tenía esa ansiedad que tenía antes cuando pensaba en comida. Había perdido mucho peso desde que había conocido a Sofía y ésta se lo había dicho muchas veces. Le hacía sentir muy bien que alguien le dijera esas cosas. Se esforzaba por estar bien consigo.
Saray respiró profundamente e invitó a Sofía a darse un relajado baño en el lago del palacio. Bajo la luz de la luna. Como en los cuentos. Sofía la miró y aceptó la invitación. No tuvo que insistir, ella siempre lo hacía todo fácil.
Sofía comenzó a desnudarse sin pudor y se metió en el agua haciendo que Saray no pudiese apartar la vista de aquel cuerpo lleno de curvas. Ella era demasiado pudorosa y no podía evitar sentirse nerviosa y temerosa de aquella mujer que chapoteaba como una niña dentro del agua. No podía evitar que su cuerpo reaccionase de aquella manera que ella no podía controlar por mucho que lo intentara. Aquello no podía ser bueno, estaba segura. Lo desconocido nos atemoriza.
Saray no se alejó de la orilla. Le daba miedo el agua. Una mala experiencia de pequeña. El agua estaba tibia, el sol de los últimos días y la tormenta que se aproximaba. Aunque trataba de disimular, no perdía de vista a aquella que intentaba imitar a las sirenas… incluso en aquel dulce canto que emiten para atraer a los marineros hacia las rocas. La luz de la luna iluminaba sus blancos pechos mientras flotaba mecida por el agua.
La envidió y la deseó a partes iguales en aquel mismo momento como en muchos otros la había deseado sin saberlo. Ella no tenía ese cuerpo, ella no se sentía bella, tenía miedo de acercarse y dejarse llevar. No sabía lo que tenía que hacer. Nadie se lo había explicado.
Sofía se dio cuenta y comenzó a acercarse a ella con seguridad, como el día que entró en el palacio. Acarició su cara y la besó profundamente. Saray sentía como sus piernas temblaban dentro del agua, cómodamente apoyadas sobre la fría y dura roca. Sofía deslizó la mano por su cuello y por su hombro haciendo que el tirante de su bañador se escurriera por su brazo. Sus manos también acariciaban su piel desnuda y se aferraba con fuerza a su espalda tratando de controlar su, en aquel momento, desconocido cuerpo.
Pero no podía controlarlo, no podía, ni siquiera, abrir los ojos. La mano de Sofía apartó su bañador y acarició su pecho desnudo despacio. Saray respiró profundamente y buscó una nueva caricia. Sofía la miraba y, sonriendo, pasó la punta de su lengua por su duro pezón consiguiendo que la niña que no quería crecer comenzara a sentirse como una mujer.
Su inquieta mano se deslizó sobre su cuerpo en busca del secreto que nunca nadie había sabido antes. Saray apretó los ojos atemorizada por lo que podía pasar. Sofía pasó su dedo entre sus labios mayores y descubrió el calor que no quería ser descubierto. Acarició acertadamente su hinchado clítoris y Saray trató de buscar una bocanada de aire más para llenar del todo sus pulmones. Nunca se había escuchado gritar sin querer…
Sofía quiso ir un poco más allá y dejó que dos de sus dedos buscaran su interior. Se puso muy nerviosa y apartó su mano al escuchar el quejido de Saray. Acarició su cara y besó sus labios con dulzura. Le susurró algunas palabras y le dijo que estuviese tranquila. Volvió a bajar su mano y volvió a acariciar su hinchado clítoris.
Saray intentó calmarse y, aunque confiaba en Sofía, no podía evitar seguir nerviosa. Sentía su mano acariciándola sabiamente y también sentía como su otra mano se apoderaba de uno de sus pechos. Un decidido dedo irrumpió lenta pero firmemente dentro de su vagina y, por primera vez, dejó de sentir miedo. Sujetó su muñeca, pero Sofía consiguió derrotarla con un solo dedo… y mira que ya se lo había advertido.
Era su cuento y las hadas existían en los cuentos. Había malos también, pero al final siempre son felices los protagonistas.
Sofía se disculpó con Saray. Se había puesto muy nerviosa y se sentía mal por no haberla hecho disfrutar todo lo que le hubiese gustado. Saray la miraba sonriendo, a ella le había gustado lo que ocurrió en el agua y no sabía como se podía mejorar aquello.
Volvieron a casa de Sofía y, al sentirse segura de nuevo, la anfitriona tomó de nuevo la iniciativa y tumbó a Saray sobre aquel cómodo y extraño sofá desmontable. Le susurró que se relajara, que no se pusiera nerviosa. Que no le iba a hacer daño. Y Saray le dijo que confiaba en ella. Cerró los ojos una vez más y se dejó hacer.
Sofía besaba sus labios, su cuello, su cara, su pecho, sus manos, sus pezones. Le susurraba cosas y sentía como sus manos la acariciaba con ternura. Nunca había sentido antes nada así. Se sentía bien, tranquila, relajada. Sabía que nada malo podía pasarle. Se sentía segura y nunca antes se había sentido así. Nunca pensó que se podría sentir así con una mujer. Con una chica como ella.
Consiguió hacerle ver, en menos de veinticuatro horas, que las cosas no hay que tomárselas en serio, que hay que aprender a disfrutar al igual que aprendemos a encajar los golpes del destino. Y ella lo aprendió casi al instante. Y disfrutó de aquel momento aunque sentía que no podía ser real todo aquel placer, todas aquellas fantásticas sensaciones que aquella mano despertaba en ella.
Por primera vez en su vida se sentía como una mujer de verdad. Alguien le estaba explicando las cosas, alguien estaba enseñándole como se hacía. Le mostraba lo bonito que había y que ella no había sabido ver.
“No sabía que esto era así, no sabía que esto podía ser verdad...”
“Pues relájate porque esto no es nada…”
Saray cerró los ojos de nuevo, clavó las uñas en la espalda de Sofía, apretó con fuerza sus labios y sintió como con mucho cuidado, muy despacio, Sofía la penetraba con dos dedos, como acariciaba también su pelo y rozaba su cara con sus húmedos labios. Nunca se había sentido tan protegida y desprotegida al mismo tiempo.
Sofía no dejaba de mover sus dedos y Saray no podía guardar más los delirios que llevaban tanto tiempo rondando su cabeza. No podía evitar gritar, aferrarse a ella con fuerza, a dejar que su interior explotara. No pudo, no quiso, no supo controlar su cuerpo, su alma, su ser y, por primera vez en su vida, se sintió libre.
Aquella chica llamada Saray siguió creciendo, aferrada a una nueva vida que no sabía que existía. Feliz por haber descubierto la felicidad. Feliz por haber abierto esa puerta y haberse encontrado una mano que la acompañó en el momento en el que más lo necesitaba.
Su vida cambió a partir de aquel día. Y aquella noche lloró y le prometió a su almohada que sus lágrimas, a partir de aquel día, solo serían de felicidad. Que nunca más nadie podría hacerle daño porque ella tenía las llaves de su puerta, las llaves de una vida que nunca pensó que tendría.
No llegué a saber si esta historia era real o, simplemente, me habían contado un cuento más. Solo se que, detrás de estas sencillas palabras, se esconde una historia digna de ser contada, de ser admirada por un mundo que, a veces, tendemos a complicar por nuestros propios miedos.
Como ya he dicho, solo soy una cuentacuentos, una mujer que lleva historias acompañadas del ritmo de mi voz, a compás de mi acento. Historias que un día me dejaron huella porque me hicieron pensar, me hicieron creer en las hadas.
Si esta historia que un día cualquiera me contaron es incierta, alabo al autor de semejante creación y, por el contrario, si esta historia es cierta, empezaré de nuevo a creer en los cuentos que leía de niña, en aquellos seres buenos que todavía habitan en los bosques de lo más profundo del interior de Galicia, en aquellas buenas mujeres que, a pesar de todo, siguen creyendo en la felicidad a pesar de todo y que no temen luchar por alcanzar sus más profundos anhelos.
De los cuentos siempre debemos aprender, porque, de las experiencias de los demás también se aprende. A una trovadora como yo le es suficiente pensar que pueden existir personas que están convencidas de que el mundo es sencillo y que tenemos que aprender a verlo con esos ojos. Por mucho miedo que nos de al principio.
Por un instante me gustaría pensar que esta trovadora que ha puesto la letra de este humilde cuento, que ha puesto la voz a una voz que, aunque bajito, no quería dejar de ser escuchada.
A Piti.