La cuentacuentos 3
Érase una mujer que encontró trabajo como portera de una comunidad de vecinos...
Buenas y tormentosas tardes de primavera. Mi nombre es Jessica y soy Cuentacuentos. El otro día, mientras esperaba en la cola de la oficina del INEM (si, yo también estoy en paro… la crisis nos salpica hasta a las Cuentacuentos que viven en setas... ¡si hasta nos hacen pagar impuestos!), me encontré con una chica muy simpática que, mientras esperaba a una amiga, me contó una increíble historia.
Érase una vez una mujer que estaba en el paro y encontró un trabajo como portera en una comunidad de vecinos. Se llamaba, digamos que… Encarna y tenía treinta y tres (la edad de Cristo, menos un mes… aunque ahora dicen que tenía treinta y siete…) años. Nunca pensó que acabaría aceptando un trabajo como aquel. Ella había estudiado durante años y consiguió aquel puesto pero la empresa en la que trabajaba entró en concurso de acreedores y, después de un traumático ERE, acabaron, ella y los demás, engrosando la escandalosa lista de parados de este país de ciegos (donde reina un tuerto con mal de ojo).
Encarna, como tantas otras personas en edad de producir, no encontraba ningún trabajo para llevar dinerillos a su bolsillo y así poder seguir adelante. Había recibido una buena cantidad de dinero después de tantos años al servicio de aquella gran empresa, pero sentía la gran necesidad de ser productiva. Nunca se había planteado la posibilidad de estar sin trabajar, le divertía hacer cosas y sentirse útil.
La inmobiliaria del piso se enteró del nuevo estatus de Encarna y le advirtió que, uno de los requisitos contractuales que ambas partes habían firmado, decía que, en caso de que se incumpliera cualquiera de las cláusulas, el arrendatario podría romper el contrato y tendría diez días hábiles para desalojar la vivienda. Vamos, que si no encontraba curro rápido, se quedaría sin casa. Aún teniendo dinero. Vaya hijos de puta. A Encarna seguro que le entraron ganas de mandarlos a la porra. Pero no tenía otro sitio a donde ir… al menos eso creía.
No es que no tuviese familia a la que recurrir, simplemente, no tenía ganas de volver a casa de papá y mamá. Ya tenía una edad y una vida. ¿Por qué tendría ella que cambiar aquella rutina? Aunque, cuando lo pensó mejor, Encarna se dio cuenta de que su conocida rutina había cambiado y nunca volvería a ser la misma. A veces tienes la suerte de que cambias y estás preparada para ese cambio, pero otras veces esos cambios son repentinos y se vienen encima sin que puedas evitarlo. Está en la mano de cada uno saber adaptarse más o menos rápido.
A Encarna los cambios le daban miedo. Le costaba adaptarse a ellos porque sentía una enorme necesidad de tener una rutina para poder encontrar su equilibrio. Por eso había estudiado económicas. Porque sabía que, de una manera u otra, siempre encontraría un trabajo estable con el que pudiese hacer de su vida una cómoda rutina. Conformista.
Una tormentosa mañana el cartero llamó dos veces y Encarna, abrochándose el albornoz con una mano mientras con la otra sujetaba la toalla, resbaló gritando hacia la puerta. Abrió azorada por la situación y el canoso cuarentón atractivo le entregó una carta certificada. El hombre sonreía observando a Encarna intentando firmar el recibí mientras la toalla que sujetaba su melena se soltaba cayendo sobre la mano.
Casi tiene que amenazar a aquel seductor caducado con avisar a la policía si no se iba. Era el aviso. Mierda. Y los del INEM no llaman. No aparece nada. Necesitaba encontrar trabajo como fuera. Se metió de nuevo en la ducha y se sintió mal a pesar del agua tibia recorriendo su cuerpo. Se puso unos vaqueros rotos, una camiseta de tirantes anchos y aquella enorme y vieja sudadera a la que tanto cariño le tenía. Se miró al espejo y vio que su pelo estaba hecho una mierda. Debería cortárselo.
Salió decidida a pasar por aquella peluquería de la esquina. Quería empezar a cambiar su vida y tenía que empezar por cambiar de peinado. O eso o es que se estaba empezando a volver loca de remate y tenía que hacer algo drástico para despertar. Subió las empinadas escaleras y abrió una puerta de aluminio y espejos. Un rebufo de calor de secador golpeó la cara de Encarna y, un momento, ese olor… olía a champú, laca y marihuana. ¿En donde se había metido? Decidió quedarse. Estaba loca.
Un hombre corpulento, fuerte, con el pelo cano y bastante largo se dirigió a ella mirando su cara y después su cabeza. Encarna comenzó a hablar mientras el hombre la seguía mirando. Se sintió un poco ignorada. Aquel simpático extraño le tocaba el pelo y echaba la cabeza hacia atrás.
“Siéntate ahí.” – inmediatamente Encarna se sentó en una silla ante un gran espejo. – “A ver. Tienes el pelo un poco hecho polvo… no estás en tu mejor momento, ¿verdad?”
Encarna vio los ojos del peluquero clavados en los suyos a través de aquel dolorosamente gran espejo. Le entraron muchas ganas de llorar, no tenía demasiados amigos y solo ella sabía todo lo que le estaba pasando. Pero tenía que ser un poco más fuerte, no podía llorar, no podía derrumbarse, no había necesidad. Quería verse guapa…
El peluquero lavó la cabeza de Encarna mientras no dejaba de hablar sobre temas controvertidos. Era un hombre muy interesante y su buen rollo consiguió relajar la cabeza loca de Encarna. Volvió a sentarse ante el gran espejo y consiguió verse diferente, un poco más relajada.
Encarna sintió las fuertes manos atándole una apretada coleta. Su pelo era muy largo y le había costado años llegar a tenerlo así. Pero necesitaba sacarse peso de encima. Lo sabía. Lo necesitaba. El peluquero le agarró suavemente una mano y le dio unas tijeras. Encarna lo miró sorprendida y un escalofrío recorrió su cuerpo.
“Mejor que me digas tú por donde lo quieres.”
“No, no, no… ¿estás loco? Para esto no vengo a una peluquería…”
“A ver, te lo digo porque es un gustazo cortarse la coleta…”
“Pero yo no tengo perspectiva. Además, la coleta está muy apretada… ¿Y si corto de más?”
“El pelo nunca deja de crecer. Se valiente. ¿Qué tienes que perder?”
Encarna agarró su pelo e intentó calcular un poco menos de la mitad de la coleta. Aquel corpulento peluquero tenía razón. ¿Qué tenía que perder? Cortó sintiendo como aquella tijera cortaba cada pelo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y las dejó caer descontroladas. Mantuvo su clavada en el espejo hasta que consiguió transformar su realidad en una película durante unos instantes.
Se quedó mirando aquel puñado de pelo y el peluquero se lo arrebató diciéndole que le iba a hacer un preparado para después regalárselo. Encarna no hizo ni caso. Se quedó mirando al espejo. El corazón le latía apresurado. Llevó su mano a la cabeza y soltó la goma que le apretaba. Se le había ido la mano…
“Oye, que bien te queda el pelo más corto. Tienes una cara… diferente… al menos te llega para una coleta.”
“¡Encima me llamas fea! Hay que ver… ves, te dije que se me iría la mano…”
Encarna estaba atacada. Quería salir de allí y volver a su casa. Pero su casa lo sería por poco tiempo y no había hecho nada para enmendar la situación. Sin darse cuenta, y tras algunas impertinentes preguntas del hombre que ahora arreglaba lo que había destrozado, se vio hablando sobre ella y su situación actual. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando de nuevo.
Pero se sentía aliviada con todo aquello, con aquel desconocido que le prestaba su interesado oído para un desahogo temporal.
“Ya está. Te queda muy bien… te da un aire más acorde con tu edad. ¿Cuántos años tienes?”
“Treinta y tres.”
“Joder, te echaba bastantes menos… bueno, te echaba los que quisieras si te digo la verdad…” – el peluquero le guiñó un ojo y Encarna se echó a reír. Se sentía guapa y desahogada. – “Oye, si te interesa, estamos buscando portero para la comunidad. Es bastante grande, somos unos cuarenta vecinos y se paga bastante bien. Tendrías que hacer algunas chapuzas, ayudar cuando te lo pidan y tendrías vivienda. Arreglarías dos problemas de golpe.”
Y, en menos de tres días, firmó un buen contrato en un trabajo cómodo, trasladó sus cosas a su nuevo hogar y estrenó vida sin darse cuenta. Su casa no era tan lujosa como la anterior, pero estaba bastante bien y era seminueva. Seguía viviendo en la misma zona, por lo que no tendrían por qué cambiar demasiado las cosas.
A medida que el tiempo pasó, Encarna se fue dando cuenta de que, si el peluquero era así, los demás vecinos no podían ser muy diferentes. Si, bueno, no todos estaban igual de locos, pero cada uno cojeaba de lo suyo. Cada persona es un mundo… y cada mundo tiene su fuerza de gravedad. ¿Nunca os habéis planteado por qué nos sentimos atraídos por otras personas? Seguro que hay algo de eso.
En fin, Encarna aprendió a hacer miles de chapuzas del hogar. Hasta tuvo la suerte de poder hacer varios cursos de esos que impartían para perfeccionamiento en este tipo de cosas. Fontanería, albañilería, carpintería… hasta aprendió a soldar. Le gustaba aquel trabajo. Además, conseguía mantenerse en forma sin ir al gimnasio. Y ese dinerillo le vendría muy bien para seguir ahorrando. La verdad es que, en aquel extraño y nuevo trabajo, estaba ganando más dinero del que podía haber esperado.
Había vecinos muy amables que le daban pequeñas propinas. Otras le hacían de comer a cambio de alguna chapucilla sin importancia. Algunos eran más groseros y no daban ni las gracias. Y, también, había otras vecinas que… bueno… Encarna no sabía esas cosas que rodeaban el mundo de los porteros.
Una mañana cualquiera, mientras Encarna se comía un apetitoso bocata de jamón en la portería, una mujer de unos cincuenta y cinco años se acercó a ella y le pidió que le ayudara a montar un armario que se había comprado en unos grandes almacenes. Encarna siguió a aquella mujer hasta el 5ºH y entró tras ella en una acogedora casa. En medio del salón había esparcidas varias tablas y tornillos. Una caja vacía sobre el sofá y unas instrucciones estiradas sobre la mesa.
“He intentado hacerlo yo sola, pero no soy capaz de hacerlo. Creo que no tengo suficiente fuerza. Bueno… no se si tú podrás… me ha dicho Gumersinda que te apañas muy bien con estas cosas. Eres muy joven, ¿no? Sabes, mientras tú te pones con esto, yo voy a hacer un poco de café. ¿Te has acabado el bocadillo? ¿Quieres que te prepare un sándwich?”
“No, muchas gracias señora. ¿Dónde quiere la estantería?”
“Allí, en aquella esquina. Es que, sabes, tengo tantas cosas que ya no se donde meterlas. Y es que mis amigos son tan detallistas, siempre que vienen de visita me traen detalles. Ellos viajan mucho. Yo también viajo mucho a causa de mi trabajo. Soy directora de publicidad de una empresa láctea y, claro…”
Aquella mujer no dejaba de hablar, de entrar y salir de la cocina, de traer cosas y limpiar polvo. Mientras Encarna se concentró en lo suyo y dejó de prestarle atención a aquella cotorra. Encajó con cuidado cada una de las piezas de aquella estantería. Atornillo los estantes y aseguró la estructura a la pared. Lijó con cuidado aquel mueble y le pasó una leve capa de tapa poros para que la madera no quedase desprotegida.
Una vez acabó aquel trabajo, la vecina se quedó admirada del arduo trabajo de Encarna y, de repente, clavó sus pequeños ojos oscuros en los de la joven que la mirada sudorosa y sonrojada.
“Estás sudando, pobre. ¿Quieres darte una ducha? Te puedo dejar algo que te pueda servir para que te cambies.”
“No, muchas gracias, no es necesario. Vivo cerca…”
Encarna se quiso alejar de aquella extraña mujer que se acercaba a ella lentamente. Pero el no conocer el terreno la llevó a caer sentada sobre el sofá de cuero. Se quiso levantar inmediatamente, pero la buena mujer ya estaba sobre ella, desabrochando su sudadera favorita, comiéndole la boca y tocando sus senos con pasión.
A Encarna nunca le había pasado nada así. Nunca ninguna mujer (ni hombre… una vez un perro, pero no había sido lo mismo) se había abalanzado sobre ella así. La mujer comenzó a lamer cuidadosamente su oreja mientras le decía algunas cosillas subidas de tono.
“En el cajón de mi mesita hay un arnés. Si quieres una buena propina, me vas a follar como Dios manda.”
La mujer se levantó a la carrera mientras Encarna trataba de recomponer su agitada respiración. ¿Qué era aquello? ¿Estamos todos locos? Miró a su alrededor tratando de averiguar si había alguna cámara oculta. También pensó en levantarse de aquel estupendo sofá de cuero y largarse, pero lo de la propina le había hecho pensar. Estaba ahorrando mucho y se había planteado la idea de reunir el suficiente dinero para comprarse alguna pequeña casa perdida en ningún lugar y plantar un huerto con el que subsistir sin mayores sobresaltos. O eso o es que estamos todos locos.
Encarna casi pierde la respiración cuando vio la silueta de la mujer envuelta con un corsé de cuero negro y, colgando de su mano levantada, una enorme y muy lograda polla negra de látex. Se conservaba bastante bien físicamente para tener la edad que tenía. La mujer arrastró una silla hasta dejarla en medio del salón. Miró a Encarna con la mirada sucia y le pidió que se acercara.
“Nunca ninguna mujer me había calentado así. Tienes una espalda fuerte y se te marcan los músculos de los brazos. Seguro que tus piernas también son así.” – La mujer desabotonó su pantalón de trabajo y lo empujó bruscamente hacia sus pies. Acarició sus piernas con adoración. – “Mmm..., tienes un cuerpo muy de chico… y unas tetas preciosas.” – Agarró bruscamente los sensibles senos de Encarna. – “Vamos, ponte esto…” – Puso el enorme falo entre las piernas de la muchacha que sintió como presionaba firmemente un clítoris que estaba cada vez más hinchado. – “Y fóllame…”
La mujer mordió el labio de Encarna haciéndole una pequeña herida. Encarna obedeció a aquella mujer dominante que se empezó a quitar el tanga con movimientos sensuales ante su atónita mirada. Encajó aquellas correas hasta conseguir que aquel artilugio le resultara cómodo. La mujer de mirada perversa le ordenó que se sentara en aquella fría silla de madera.
Encarna empezaba a sentirse cómoda con aquello y le empezaba a resultar gracioso ver a aquella mujer contoneándose de aquella manera. Aunque se sorprendió bastante cuando la buena señora hizo desaparecer en su boca el tremendo falo para después realizarle una mamada que, sin llegar a tocarla en ningún momento, consiguió excitar a Encarna.
La mujer se sentó a horcajadas sobre Encarna y, sin ningún miramiento, se introdujo sin dificultad en la vagina aquel curioso artilugio. La joven, con la calentura que empezaba a destilar, agarró con fuerza las caderas de la mayor y empezó a acompañar aquel loco baile. Sintió unas enormes ganas de ponerla mirando para Cuenca, arrancarle aquel corsé y agarrar aquellas grandes ubres mientras metía aquella enorme polla por su vagina hasta hacerla gritar.
Y, aunque no pudo ordeñarla, si consiguió ponerla a cuatro patas sobre la alfombra del salón y cabalgarla como si fuese una yegua desbocada. Encarna nunca se había sentido así. Estaba disfrutando de aquella surrealista situación y estaba siendo consciente de lo que hacía. Se lo había planteado como una parte más de su nuevo trabajo. La mujer gritaba cochinadas sin parar y no dejaba de repetirle una y otra vez que no se detuviera nunca. Aquella mujer era incansable.
Encarna se emocionó con aquel dominio que la polla tenía en la mujer y, llevada por un impulso desconocido, la agarró por el pelo y le ordenó que se pusiera sobre la mesa. La mujer apoyó sus manos y una rodilla en aquel frío mármol mientras su otro pie se mantenía firme en el suelo. La panorámica de la intimidad de la mujer que tuvo Encarna en aquel momento consiguió hacer aumentar las ganas de la joven de hacer feliz a aquella mujer.
Echó un poco de lubricante en aquel cilindro inerte y aprovechó la humedad de sus dedos para acariciar aquel mundo que se abría ante sus ojos. Porque el mundo tiene esa fuerza de la gravedad. Porque nunca antes se había sentido así. Porque se sintió como una profesional… una puta. Colocó la punta de aquel simpático falo en la apertura de su vagina y este resbaló con suma facilidad a través de su lubricado canal.
Encarna no pudo más que fijarse en aquel olvidado agujero trasero. Sus manos seguían humedecidas y decidió ir un poco más allá e introducir un dedo en aquella estrechez provocando los más profundos y roncos gemidos que había escuchado nunca antes. Sintió como sus piernas empezaban a chorrear y no era capaz de distinguir si aquellos fluidos eran suyos, de la buena señora o del lubricante extra que había utilizado.
La mujer se desplomó sobre la mesa arrastrando consigo a la pobre Encarna que, con cuidado, iba sacando el duro falo de su húmeda funda. Con mucho cuidado se fue incorporando mientras la señora se quedaba intentando recuperar el aliento. Se puso los pantalones y se los tuvo que bajar de nuevo, cuando se dio cuenta de que se llevaba puesto a su nuevo amigo…
“Bueno, bueno, bueno… Encarna, ¿verdad? Mmm..., creo que les hablaré bien de ti a mis amigas. Toma, encanto, esto es por las molestias y, no te quepa la menor duda, nos volveremos a ver.” – la mujer la besó con lengua y luego desapareció por el pasillo.
Érase una vez una mujer que aceptó un trabajo “fácil y rutinario” y acabó riéndose del progreso porque, en el fondo, necesitamos sentirnos queridos de cerca. Aunque sea con una desconocida y durante, a penas, una hora. Y, por esa hora de trabajo, había cobrado ciento cincuenta euros. Y, por esa hora de extraño amor de parquímetro, había conseguido ascender un poco más en aquel increíble trabajo que nunca había llegado a pensar que aceptaría.
Tantos años estudiando para esto. Tantos años entre papeles, entre tinta, entre trajes de chaqueta y formalidades por doquier. Tantos años, que no eran tantos, para acabar con aquel mono de trabajo salpicado de manchas. Meses, días, horas y minutos llenos de experiencias que, para aquella nueva vida, de poco le servían.
Otra buena mañana, estaba la buena de Encarna cavilando mientras escuchaba un poco de música de fondo. Aquel disco de Amparanoia que le había regalado del salado peluquero que casi consigue dejarla sin pelo. Nunca había escuchado antes música de esa. De hecho, nunca se había parado tanto a escuchar otra música que no fuese la de las emisoras de radio comerciales. Pues eso, Encarna estaba escuchando aquel animado disco, cuando una muchacha algo más joven que ella se acercó con una hermosa sonrisa en su boca.
“Hola… ¿es ese disco es de Amparanoia?”
“Hola… si, La vida te da .”
“Lo conozco. Me gusta mucho.”
“Yo a penas la conocía, pero me resulta muy agradable y… dolorosamente realista.” – Encarna se sintió, sin darse cuenta, expuesta ante aquella chica.
“Te entiendo, a mi también me pasa. Me llamo Xiana y vivo en el sexto A.”
“Yo soy Encarna, la portera… aunque supongo que ya lo sabías… si necesitas cualquier cosa, ya sabes donde encontrarme.”
Encarna respiró profundamente y sintió como el corazón le latía apresurado mientras veía como la chica comenzaba a cantar y a moverse al rimo de uno de los temas que estaba sonando. No tenía una voz maravillosa, no era cantante… eso seguro, pero el buen rollo que se creó en aquel instante, y ese recién estrenado cambio de vida que estaba protagonizando Encarna, la empujaron a salir de la portería y acompañar a aquella muchacha en su ida de olla momentánea.
Menos mal que ningún vecino las vio, menos mal que las dos fueron capaces de dejarse llevar por aquel momento para disfrutarlo sin más. Porque, la vida te da y siempre hay que estar dispuesto a recibir sin pensar en ninguna otra cosa. Menos mal que, como seres racionales, nuestra parte animal nos muestra que nuestros más profundos instintos son los que son.
Acabaron el baile loco abrazadas en algún tipo de posición de baile inventada, con las caras muy cerca y unas sonrisas de deseo en sus caras.
“¿Te gustaría cenar conmigo?”
“Llevo el vino y la música…”
“A las nueve… se puntual.”
“Siempre lo soy.” – ambas sonrieron y se despidieron deseando que llegara el momento en el que se volverían a ver para acabar lo que acababan de empezar.
Su amiga se acercó a nosotras y me dejó con las ganas de saber como acababa aquella increíble historia. No podía salir de mi asombro y aquella chica tan simpática se echó a reír mientras me miraba y se acercaba para abrazarme. Se despidieron las dos de mí deseándome paciencia.
Me quedé allí sentada intentando recomponerme de aquella increíble historia, del cuento de aquella chica que me había hecho más llevadera la mañana en la oficina del paro. Llegó mi turno y me senté delante de una mujer de unos cincuenta y cinco años. Delgada y con cara de buena persona.
La cabeza loca de la Cuentacuentos se fue por los cerros de Úbeda y se imaginó a la buena de la oficinista envuelta en cuero pidiendo a gritos una buena polla de plástico. Y también me imaginé a aquella simpática chica, la que me acababa de contar un cuento, brindando conmigo en algún paraíso artificial.
Puede ser mentira… puede ser verdad… puede ser una media mentira piadosa para arrancar una sonrisa… puede ser esta burda realidad, que ya tiene su gracia. Puede ser que me guste que me mientan para después mentir yo. Puede ser que me guste pensar en que la realidad siempre supera a la imaginativa mente de una cuentista como yo.
Metí la mano para mirar la hora en el móvil y me encontré con un papelito en el bolsillo. << ¿Un café? Encarna de noche>>. Un número de teléfono y un dibujo de una cara sonriendo. No pude evitar que se me escapara una sonora carcajada de lo más profundo de mi interior.
Intenté recomponerme, lo prometo, pero es que, cuando la mujer de la oficina me preguntó que tipo de trabajo me gustaría hacer, no pude evitar pensar en que el mejor oficio del mundo era el de portera de fincas…
A todos los mentirosos y mentirosas, para que nunca dejéis de ser tan grandes.