La cuentacuentos 2

Érase una vez una señora a la que le subí las bolsas de la compra a casa...

Buenas y luminosas mañanas de primavera. Mi nombre es Jessica y soy Cuentacuentos. Esta mañana, al despertar, recordé una historia que me contó una señora a la que acababa de conocer. Hicimos un buen cambio ese día: yo le ayudaba a subir la compra y ella me contaría una historia que nadie más que yo conocía.

Érase una vez una mujer llamada Manuela que se quedó viuda y quería aprender a bailar. Tenía treinta y ocho años y era la propietaria de una tienda de lencería en una ciudad amurallada. Su hija fue la que consiguió que saliera adelante después de la muerte de su marido. Su hija fue la que le insistió hasta inscribirla en aquel estúpido curso de bailes latinos y de salón.

Siempre había tenido esa ilusión, ya de pequeña le gustaban ese tipo de cosas, pero los tiempos de antes no son como los de ahora y ser madre con a penas dieciocho años, te cambia la vida por completo.

Pero su hija ya no era tan pequeña y Manuela todavía estaba de muy buen ver. A pesar de todo, le costaba avanzar en sus relaciones con los demás porque temía encariñarse y volver a perderlo todo.

El primer día de clase llegó. Eran las diez de la noche. Un montón de parejas se habían acercado hasta allí, pero Manuela estaba sola. Y sintió que sobraba y quiso desaparecer. Sin embargo, en aquel lugar, no era la única persona que no tenía pareja. De pie, al lado de una columna, una joven de unos veinticinco años, sonreía tímidamente y no dejaba de mirar a su alrededor.

“Parece que somos las únicas que venimos solas.” – Manuela se acercó a la joven y esta le sonrió ampliamente.

“Bueno… si estás sola será porque quieres.” – la joven desvergonzada clavó su vista en los grandes pechos de Manuela y la hizo sonrojar. – “A mi no me importaría ser tu pareja.” – sonrió de nuevo y le guiñó un ojo. – “Mi nombre es Erika.”

A pesar de que lo hizo inconscientemente, observó a aquella muchachita de arriba abajo en aquel mismo instante y se ruborizó al darse cuenta de que aquella mocosa había conseguido llamar su atención. Era un poco más alta que ella, tenía el pelo muy corto y con mechas azules. Sus ojos eran de un azul intenso y su piel se notaba que llevaba encima horas de sol.

Manuela se descubrió a si misma imaginándose cosas que pronto desechó de su cabeza. Llevaba demasiado tiempo sin estar con nadie y eso empezaba a hacerle efecto en su raciocinio.

Manuela no era así, nunca lo había sido. A ella le gustaba que las cosas fueran despacio. No idealizaba, no imaginaba. Era ordenada y pulcra y el orden de las cosas tenía que ser el que era. Siempre pensó que analizar las cosas detenidamente era la mejor manera de hacer.

En la segunda clase, cuando El Cubano formó las parejas y dijo su nombre y el de Erika, la joven se puso detrás y le rodeó la cintura con sus manos. Volvió a enrojecer inmediatamente. ¿Por qué le estaba pasando aquello? Hacía demasiados años que no se sentía así. Tal vez se estaba equivocando. Y lo único que quería aquella muchacha era un poco de cariño.

Los días fueron pasando y las dos mujeres se descubrieron como una gran pareja de baile. Erika era la que dominaba la situación y Manuela se dejaba dominar por aquella impertinente niñata. No sabía que era lo que le pasaba, pero aquel cuerpo más joven que el suyo la estaba empezando a volver loca.

Manuela no veía a Erika como una hija o como una amiga. Manuela se sentía terriblemente atraída por Erika. Manuela soñó una noche con Erika y se despertó pensando que tenía que hacer algo para cambiar aquella situación.

Manuela era una mujer, sabía como dominar su cuerpo. Se mantenía en forma y le gustaba cuidarse. Había conquistado a más de un hombre… y ya habían pasado cuatro largos años desde la muerte de su marido. Era hora de salir del valle de las lágrimas. Era joven todavía, no había cumplido siquiera los cuarenta.

Tenía responsabilidades, eso sí, pero los días eran demasiado largos, la rutina demasiado pesada. La niña ya se cuidaba sola bastante bien y no necesitaba una madre superprotectora y, encima, pesada. Manuela debía empezar a pensar en Manuela, como mujer, ama y señora de su vida.

Aquel día salió radiante de casa. Se sentía especialmente bien sin motivo alguno. Estaba deseando llegar al pequeño pub donde se impartían las clases. Tenía ganas de bailar, de divertirse, de disfrutar de su vida. Además, era jueves, los jueves siempre se acababa llenando el local y, aquel jueves, estaba segura de que se quedaría hasta el final de la fiesta. Se lo merecía.

Todos llegaron puntuales y Manuela se acercó a Erika para saludarla con un beso en la mejilla. Erika la miró sorprendida pero sonrió mordiéndose el labio. A Manuela le apeteció jugar un rato con aquella chiquilla. No le haría daño a nadie y eso le subiría la autoestima. Podría controlar la situación sin problema.

El Cubano encendió el aparato de música y, mientras se dirigía al centro del escenario, tomó la mano de Erika para llevarla con el. Comenzó a sonar la música de manera lenta y muy bajo. De repente unos acompasados violines irrumpieron violentamente en el oscuro pub.

El Cubano sujetó con firmeza la cara de Erika y la acercó a la suya hasta que la joven se quedó totalmente absorta en el fuego que desprendían los ojos de aquel corpulento hombre.

“Tango.”

No dijo nada más y, con un movimiento brusco, pegó su cuerpo al de Erika. Comenzó a explicar en que consistía aquel pasional baile. Pero Manuela no escuchaba más que aquella intensa canción, no veía más que aquel intenso movimiento, no podía pensar en otra cosa que no fuera ser ella la que estrechara entre sus brazos a Erika al ritmo de aquellos trágicos acordes.

Ambos se movían al mismo tiempo, acompasados, pegados, como si fuese un cuerpo con cuatro piernas. Manuela sentía envidia de El Cubano, sentía celos también. Quería bailar. Quería bailar con Erika y dominarla por primera vez desde que habían empezado las clases.

El negro miró a Manuela y le explicó, sin decir nada, que ahora tendría que ser ella la que consiguiera seguir manteniendo a aquella pequeña fiera de uñas afiladas bajo control. Con un movimiento elegante, Manuela recibió el regalo de El Cubano y lo estrechó con firmeza. Clavó sus ojos pardos en los azules de la otra y supo que le iba a costar, más que al negro, dominarla.

Aquel día la clase duró hasta altas horas de la madrugada y Manuela se fue a su casa con una gran sonrisa de satisfacción. Había empezado un juego y se sentía bien de saber que todavía le resultaba atractiva a alguien. A alguien más joven. A una chica más joven… y cuya forma de moverse debería ser considerada ilegal.

Recordó su adolescencia. Ella siempre había tenido bastante éxito entre los chicos de su edad, y había conocido al hombre de sus sueños. Se casaron muy jóvenes y fueron papás casi en seguida. Pero aquello ya había pasado y ya no volvería nunca. Era hora de cambiar, era hora de ver que más había. Su vida estaba hecha, solo tenía que disfrutar de su tiempo.

El baile cada vez resultaba más atrayente para Manuela. Y no solo el baile. Deseaba casi con euforia que llegara el día del tango para hacer que Erika acabara siempre colorada y respirando entrecortadamente. Le gustaba sentirse dominadora, le gustaba sentir que todavía podía causar estragos en los demás. Y, al mismo tiempo, disfrutar de aquello sin que se le fuera de las manos. Era ella quien controlaba la situación, quien ponía los límites.

El Cubano llegó con una gran sonrisa y les dijo a todos que participarían en una gala benéfica para recaudar fondos para niños con enfermedades raras. Todos se emocionaron y comenzaron a preguntar que bailaría cada pareja. El Cubano metió varios papelitos en un sombrero y les dio a elegir a cada pareja. Cuando se lo acercó a las chicas, Erika se apresuró a coger uno. Miró con sonrisa pícara a Manuela y un escalofrío recorrió su cuerpo.

“Tango.”

A la mayoría no les parecía buena idea que el baile más popular del momento lo protagonizaran aquellas dos locas, pero El Cubano no les dejó discutir aquella cuestión y comenzaron los ensayos para el día de fin de curso.

Manuela y Erika practicaban incansables los pasos que El Cubano les enseñaba, pero a Erika le costaba cada vez más dejarse llevar por Manuela. Quería ser ella la que dominara a la otra, le gustaba saber que podía, a pesar de su edad, someter a una Manuela que cada día se sentía más y más cercana a su joven cuerpo.

Una noche, después de la penúltima clase de baile, Erika invitó a Manuela a tomar una copa en un pub del centro, al lado de la catedral. Manuela se lo pensó mucho, pero acabó aceptando la invitación. Al fin y al cabo, era viernes y el sábado no tenía que madrugar. Llegaron a un pequeño garito con muchas luces de colores.

En la puerta ondeaba la bandera multicolor y el camarero gordito que les atendió había perdido todo el aceite en algún lugar hacía ya mucho tiempo. La música que sonaba en aquel momento era algún tipo de melodía árabe y Erika, después de dar un gran trago a su copa, se dirigió al centro de la pista de baile.

Comenzó a mover sus caderas haciendo que el resto de su cuerpo serpenteara haciendo de sus curvas peligros interminables. Manuela no podía apartar sus ojos de aquel esbelto cuerpo, de aquellos fríos e impactantes ojos azules, de aquella boca que peligrosamente le susurraba ven…

Erika comenzó a hacer sensuales movimientos con sus manos acompañando a su cuerpo. Uno de estos gestos lanzó un sedal invisible que atrapó sin remedio a Manuela y  se vio arrastrada por aquella fuerza que nace cuando dos cuerpos se atraen.

La joven tomó las manos de la mayor y las posó en sus caderas. Acarició sus brazos hasta dejar descansar sus manos en los hombros de la que quería dejarse llevar. Se reían con las bocas casi pegadas jugando a hacerse las interesantes, pero ninguna de las dos se atrevía a dar aquel paso.

Manuela quiso apartarse un poco para tomar aire y aclarar las ideas, pero Erika giró sobre si misma y, con un gesto puramente sexual, se pegó de espaldas a su pareja. Manuela rodeó aquel joven cuerpo con sus brazos y, como si fueran una, bailaron pegadas hasta que pensaron que, en cualquier momento, provocarían un incendio.

A penas sin despegarse Erika se giró aplastando los grandes pechos de Manuela con los suyos. Sus bocas no tuvieron más remedio que encadenarse, sus lenguas casi se vieron obligadas a presentarse, sus cuerpos no eran capaces de volver al vacío que deja el cuerpo de una mujer cuando se aleja.

Manuela volvió a mirar aquellos ojos azules y se asustó por lo que acababa de suceder. Todo un mundo de responsabilidades y miedos se vino sobre ella. Estaba en los brazos de una chiquilla. Ella nunca había sido así. Hacía demasiados años que no tenía amantes. Y, después de beber su copa y con una gran condescendencia, se disculpó con Erika y salió de aquel lugar en el que se sintió pecadora de nuevo.

Érase una vez una mujer que quería aprender a bailar y aprendió más cosas que un simple baile. Aprendió a volver a quererse, a valorarse como la mujer que era a pesar de todo. Seguía siendo Manuela y aquella iba a ser una gran noche para demostrarlo.

Por primera vez en mucho tiempo estaba dispuesta a dejar atrás todos aquellos tapujos y malos momentos que había vivido, toda aquella soledad quería acompañarla con algo, aunque solo fuera temporal. Entendió que no se tiene que esperar nada a cambio de nada y que ya era suficientemente mayor para jugar a cosas de mayores.

Se dio cuenta de que Erika no era una niña, de que Erika sabía más de lo que, tal vez, ella podía llegar a intuir. Y Manuela quiso probar aquella salsa que le faltaba a su vida. El baile que había querido aprender y para el que ya se sentía más que preparada.

Se puso sus mejores galas y preparó con mimo el traje que llevaría durante aquel último baile del curso. Se maquilló como hacía tiempo no se maquillaba y usó ese perfume que tanto le había costado y que volvía loco a su marido. Como única joya llevaba una fina gargantilla de oro blanco y una sensualidad que hacía tiempo que no sacaba.

Llegó al lugar de encuentro y se reunió con los demás. Erika todavía no había llegado y El Cubano comenzó a repartir los turnos de baile. Manuela lo sabía, lo intuía, ellas serían las últimas. Comenzó a sentir nervios a medida que avanzaba la noche. Erika no daba señales y no les quedaba tiempo ni para hacer un último ensayo.

Media hora antes de la gran hora, una espectacular muchacha cruzó la puerta haciendo que muchos volteasen al verla pasar. Erika se había hecho un peinado muy femenino e iba con un vestido que dejaba poco a la imaginación. Manuela no la vio entrar, estaba cambiando su ropa, con su traje a medio abrochar, cuando aquellos ojos azules se clavaron en ella para volverla loca.

Se cruzaron algunos piropos, pero no pudieron hablar mucho más. Sus caras, sus gestos, su intensidad lo decía todo. No hacían falta palabras para saber lo que aquellas dos mujeres deseaban.

Escucharon sus nombres por megafonía y, tomadas de la mano, se dirigieron como dos profesionales al escenario. Las luces se apagaron y la música comenzó a sonar. Manuela con un cigarrillo entre los labios, un sombrero ligeramente inclinado hacia delante, una camisa blanca que se le ajustaba al cuerpo, los tirantes sujetando un pantalón de corte masculino que realzaba más si cabe sus femeninas caderas... Lanzó la chaqueta a un lado, apagó el cigarrillo con la suela de aquel reluciente zapato de tacón y, con paso firme, se dirigió clavando su mirada en una Erika que la esperaba sonriente.

La estrechó entre sus brazos y respiró el aliento de la joven. Le entraron muchas ganas de besarla como la noche anterior, pero sintió como la mano de Erika se aferraba a su nuca, como echaba la cabeza ligeramente hacia atrás, como su desnuda pierna trepaba impúdica por la suya, para después, a compás de la canción, acercarse a ella de nuevo para dejar casi pegados sus labios.

Comenzaron a moverse por el escenario, sus pies las llevaban a cada rincón, a cada lugar. Sus cuerpos no podían ni querían separarse y la intensidad de sus miradas creaba chispas alrededor.

Sus mejillas se rozaban y sus frentes se buscaban para no alejarse de aquel sensual momento. Las manos de una no podían distinguirse de las de la otra. A penas se escuchaba otra cosa que la música y sus respiraciones. Todo a su alrededor permanecía en silencio. Aquel baile privado donde una multitud sintió que sobraba, donde un montón de gente envidió a aquellas dos mujeres que tenían escondidas toda aquella pasión dentro de si.

Los últimos compases del tema comenzaban a sonar. Manuela sentía como su cuerpo se iba deshaciendo por momentos, como todo aquel control que pensó que tenía se iba disipando sin que ella pudiese hacer nada. Deseó que aquel momento no terminase nunca, que aquella mujer no desapareciera, que aquella sensación de dominio de otro cuerpo estuviese con ella más tiempo.

Manuela comenzó a dar los últimos pasos del baile que tantas veces habían ensayado y Erika, después de haberla seguido sumisa, le rodeó el cuello con sus brazos y buscó de nuevo esa boca que tanto había disfrutado la noche anterior.

La sala estalló en un sonoro aplauso, aunque muchos de los allí presentes se quedaron en estado de shock después del beso. Manuela y Erika salieron hacia el almacén habilitado como camerinos, entre risas y nervios post actuación. No podían dejar de hablar las dos al mismo tiempo aunque a penas se podían mirar a los ojos.

“Ha sido un placer bailar contigo esta noche.” – Erika miró a Manuela con las mejillas encendidas.

“A mi me gustaría que no se acabase el baile todavía.” – Manuela también se sonrojó. – “¿Te apetece ir a otro sitio más tranquilo?” – Su corazón latía apresurado. Hacía demasiado tiempo que no le pasaba algo así.

“¿Me estás haciendo una proposición indecente?”

“Tal vez eres demasiado joven…” – Manuela se sintió extraña ante aquella hermosa figura.

“Tal vez te preocupas demasiado.” – Erika se acercó para besarla al tiempo que deslizaba sus manos sobre el trasero de Manuela. – “Llévame a donde quieras.”

Manuela se sintió como cuando era adolescente. Su tienda la había heredado de su madre y todavía recordaba algunas de aquellas noches en las que se llevaba la llave a escondidas para poder estar tranquila con algún amigo. Y ahora su tienda era suya y podía ir sin temer ser pillada por nadie indiscreto.

Cuando heredó aquel lugar, decidió hacer un estudio para ella, para sus cosas, para sus momentos de intimidad. Amaba a su marido, si, pero toda mujer necesita su espacio. Y ella tenía el suyo. Y allí condujo a Erika de la mano. Y allí comenzaron a besarse nada más cruzar la pequeña puerta del pequeño estudio.

Erika desabotonó su camisa despacio y, tirando de su tirante, hizo que la siguiera hasta el sofá. Giró y dejó sentada a una Manuela eufórica ante aquella novedosa situación. Agarró un pequeño mando a distancia que había sobre la mesita y puso un poco de música.

La joven clavó una vez más sus ojos azules en los ojos pardos de la mayor y comenzó a moverse de manera sensual mientras se iba deshaciendo del su liviano vestido. Manuela la miraba mientras acababa de desabotonarse su camisa blanca mostrándole a Erika sus generosos pechos encorsetados en aquel sexy sujetador negro de encaje. Se sonreían, se sentían atraídas, ninguna de las dos tenía prisa.

Manuela se dejaba llevar por aquella situación, hacía años que no se sentía tan mujer. Erika seguía bailando al ritmo de la música mientras le daba la espalda. Se quedó por un momento estática. Manuela se acomodó en el sofá en una postura típicamente masculina relajando su cuerpo semidesnudo. Erika la miró de reojo sin darse la vuelta. Llevó sus manos al cierre de su sujetador y lo dejó caer a sus pies. Manuela no veía nada más que aquel impresionante cuerpo de mujer que se le estaba ofreciendo sin haberlo pedido.

Erika comenzó a moverse sensualmente de nuevo y cruzó los brazos escondiendo lo que más tarde sería visto. Las pieles se erizaron, las respiraciones se hicieron más profundas, los sexos se humedecieron, se desearon con una pasión casi irreal… y todavía no se habían tocado… Manuela se desabotonó el pantalón y bajó la cremallera. Con una mirada endiabla acarició sus hinchados pechos con su diestra y deslizó la zurda para intentar calmar un poco a su irreconocible cuerpo.

Érase una vez dos mujeres que se olvidaron de pensar, de tener miedo, de los límites, de que eran dos desconocidas, de que estaban donde estaban, de que aquello pudiese estar mal, de que a algún idiota le fuese a importar.

Érase dos cuerpos que dieron y recibieron caricias, arañazos, lametones, mordiscos… Érase dos sudores que se confundieron durante largas horas de incansable y descontrolado sexo.

Ninguna de las dos era capaz de mantener los ojos abiertos durante más de tres minutos porque, cada vez que sus miradas se cruzaban sentían descargas en sus interiores… o eso o es que su amante había invadido su vagina provocando una nueva avalancha.

Manuela nunca había sentido nada parecido. Erika tampoco. Manuela se sentía más femenina, más deseada, más satisfecha, más hermosa, más sensible que nunca antes. Erika también. Manuela penetró una vez más a Erika mientras se aferraba a uno de sus pechos y mordía sus labios. Erika también la penetró y respondió a lo que Manuela pedía. Manuela apretó los ojos y sintió que no aguantaría mucho más… Erika aceleró el ritmo de su mano y provocó que Manuela hiciera lo mismo. Erika temblaba. Manuela gemía profundamente. Erika se desplomó sobre Manuela escondiendo la cara en su cuello. A Manuela le entraron ganas de llorar de felicidad y le temblaban las piernas.

Obviamente, mis queridos lectores de cuentos de tardes de primavera, la Cuentacuentos que escucha historias para después narrar, no pudo aguantar mucho más el relato de la mujer que sonreía pícara y me daba una palmada en el trasero mientras salía por la puerta como alma que lleva el trasno. Lo único que pude hacer fue ir casi corriendo hasta mi seta y hacerme sentir mujer durante un rato.

Por lo tanto, nunca supe si esta historia fue real… ni siquiera se como acabó aquella noche de pasión loca, de tango y de personas que no se plantean nada más que el simple hecho de disfrutar de sus cuerpos.

Esta mañana recordé esta historia supongo que por la primavera, supongo que por el polen, por los pajarillos, por el verde intenso de esta Galicia profunda en la que vivo. Supongo que porque los cuentos siguen siendo pequeñas realidades escondidas.

Creo que nos queda mucho por aprender, por disfrutar, por sorprendernos, por sonreír... hoy puede ser nuestro gran día.