La costa azul y sus placeres

Rodrigo Dupont, escritor de 42 años, jamás pensó que encontraría una mujer como Aude. Mucho menos que Aude le propusiera algo para lo que ni él estaba preparado: una experiencia sexual frenética con otro hombre. (Es un poco largo así que lo dividiré en partes. Espero que os guste)

El sabor del café espresso en el paladar hizo que mi cuerpo se tensara del gusto. Sin embargo, estaba convencido de que sabría mejor acompañándolo del sabor del Marlboro que acababa de poner entre mis labios y que estaba a punto de encenderme.

Era el mejor café que había probado en la vida y después de dos semanas en Villefranche, me había vuelto adicto. Era caro de cojones, pero a fin de cuentas, todo era jodidamente caro aquí en la costa azul.

Di una calada profunda al Marlboro, un nuevo sorbo al espresso y suspiré. Hacía seis meses que me había separado de mi mujer, con la que había estado casado quince años; mi editor me presionaba para que le entregara el manuscrito de mi nueva novela, que llevaba a la mitad pero sobre el que había mentido diciendo que ya estaba casi terminado y lo único que me quedaba era un pequeño apartamento en este pueblo que había pertenecido a mi abuela, una antigua dama de la alta sociedad francesa que echó humo cuando se enteró de que su único hijo se casaba con una jovencita española sin sangre azul pero que luego acabó queriéndome como la que más cuando gané aquel premio literario que me hizo famoso internacionalmente. Claro, que aquello había sido a los treinta y, antes de eso, apenas había sabido nada de ella.

Al menos, al morir, me dejó el apartamento. Y, supongo, que también la clase y la elegancia francesas que se suponía que ella y mi abuelo tenían y que, supuestamente, yo heredé.

Después de una nueva calada, levanté la vista y vi que en la mesa de al lado había sentada una chica. El humo casi se me atraganta. Aquí, en la costa Azul, para qué engañarnos, es normal ver a chicas y chicos de escándalo. Nunca se sabe cuándo van a cruzarse con un director de cine o un actor o un scout que les saque del anonimato y se pasean luciendo sus cuerpos allá donde van. Pero la costumbre de verlos no quita que a uno le dé el hipo cuando tiene delante a una chica como aquella: rubia, con el pelo largo y liso hasta más allá de los hombros. Los ojos azules y unos labios carnosos perfectamente delineados, un vestido rojo ajustado que oprimía unas tetas de escándalo y unas piernas largas sobre las que daban ganas de posar la mano.

No pude evitar quedar mirándomela ensimismado. Desde que me había separado de Julia, no había echado un polvo. Primero, por la confusión que sentí ante la tormenta de sentimientos que supuso el divorcio, después, simplemente, porque me había acostumbrado a la soledad y no me apetecía correr el riesgo de empezar nada nuevo. Cualquier polvo, por fortuito que fuera, podría dar lugar a una relación y me negaba tajantemente. Bastante liada tenía ya la cabeza como para anudarla todavía más. Sin embargo, que no quisiera echar un polvo, eso no quería decir que mi cuerpo no reaccionara ante lo que tenía delante.

Y lo que tenía delante estaba haciendo que la temperatura de mi sangre aumentara por segundos y circulara a toda velocidad. Mucho más cuando, de pronto, nuestras miradas se cruzaron. Dejé escapar el humo que hasta ese momento había guardado en los pulmones por las comisuras de los labios mientras se dibujaba en mi cara una sonrisa de picardía.

Quizá hubiera perdido las ganas de follar, pero lo que no había perdido era mi atractivo. Era algo que sabía, algo innato en mí. A mis cuarenta y dos años, todavía conservaba un vientre plano a pesar de las cervezas. Claro que, antes del divorcio, sí que había algo de panza, pero aun sin saber por qué, en cuanto me divorcié, me lancé a las calles con las zapatillas de deporte y el mp3 y la tripa desapareció. Todavía conservaba una buena mata de pelo rizado y oscuro en la cabeza que no tenía intenciones de desaparecer y sobre el que ya serpenteaban varias canas que estaban comenzando a teñirlo de plata por las sienes y las patillas. Igual que estaba ocurriendo con mi barba de varios días, ribeteada en plata en lugares estratégicos, haciendo juego con mis ojos azules (herencia de mi abuelo francés) y con el vello del pecho, abundante pero no excesivo.

Aquel día llevaba una camisa azul bastante desabrochada que dejaba intuir que mi cuerpo era bastante mejor de lo que podía preverse al ver la edad de mi DNI así como la cadenita dorada que desde mi infancia siempre llevaba colgada al cuello. Me acompañaban unos chinos y unas sandalias. Hacía demasiado calor aquella tarde en Villefranche.

Al ver que sonreía, la chica apartó la mirada y a mí me gustó imaginar que se había sonrojado. Imagino que el luto por el divorcio se estaba desvaneciendo, porque me dieron inmensas ganas de levantarme y de follármela a mí mismo, sobre una de las mesa de la terraza en la que estábamos sentados, apenas a cinco metros de distancia.

Seguí fumando con parsimonia y tentado estuve de pedirme otro café, pero debía andar con cuidado por dónde gastaba mis euros porque me estaba quedando sin ahorros. O entregaba la novela, o no tendría para ir al supermercado en las próximas semanas.

Un sabor acre con aroma a fracaso me llegó desde el estómago y comprendí que había llegado el momento de levantarse y de volver a casa a escribir. El rato de asueto se había terminado. Sin embargo, cuando iba a incorporarme, el aroma cambió y me envolvió el inconfundible aroma a perfume femenino al tiempo que me hablaba una voz con un perfecto francés:

—Disculpe, caballero, ¿tiene fuego?

Levanté la mirada y allí estaba aquella chica, delante de mí, inclinada hacia delante. Sin embargo, decir chica es toda una generalización, porque lo único que pudieron ver mis ojos, exactamente alineados a su altura, fue aquel par de pechos redondos y tersos embutidos y apretados bajo aquel vestido ajustado. Estaban tan apretados que daba la sensación de que querían escapar por el escote, demasiado evidente, de aquel vestido.

—Claro —le dije intentando no ruborizarme y no lanzar nuevas miradas furtivas al escote y, acercándole el mechero, le encendí el cigarrillo que reposaba entre sus labios.

Ella dio una calada profunda, cerró los ojos mientras lo hacía, como si disfrutara realmente de aquel subidón de nicotina dentro de su cuerpo y, volvió a mirarme.

—Muchas gracias —me respondió.

Y, para mi sorpresa, se sentó a mi lado.

—Espero que no le importe que me siente aquí —me dijo sonriendo con aquellos labios carnosos—. No me gusta esperar sola.

Sonreí y encendí un nuevo Marlboro con parsimonia. Ella no dejaba de mirarme y a mí me hervía cada vez más la sangre.

—¿Y qué te dice a ti que conmigo estarás segura? —le dije mostrándole mi sonrisa lobuna más característica.

—Me inspiras confianza.

Sonreí de nuevo aunque algo hizo que en mi interior el fuego bajara de temperatura. No era precisamente confianza lo que quería inspirarle, pero era mejor así, estaba empezando a dejarme llevar y no quería tener ningún lío por mucho que mis hormonas me lo estuvieran pidiendo a gritos.

—He quedado con mi novio, pero parece que llega tarde —si la sensación de fracaso fue grande cuando dijo que inspiraba confianza, la que sentí cuando, a las primeras de cambio,  mencionara que no tenía ninguna posibilidad con ella porque ya estaba emparejada fue colosal—. Aunque no me preocupa, ya estoy acostumbrada.

La chica dio una nueva calada a su cigarrillo y me sonrió mientras expulsaba el humo. También me miró a los ojos y, en ese momento, supe que estaba sentenciado a muerte.

—Me llamo Aude —me tendió la mano—. Encantada de conocerle, señor Dupont. He leído todas sus novelas.

Aquello sí que me cogió por sorpresa. Lo último que esperaba de aquella chica tan escandalosamente atractiva era que leyera. Una chica como aquella no podía leer. Mucho menos mis novelas. No debía desperdiciar su tiempo entre mis páginas cuando lo podía utilizar, por ejemplo, escarbando entre mis piernas.

—Sabía que adelantar mi apellido francés era una buena estrategia de márketing —le comenté mientras le estrechaba la mano—. Aquí en Francia se rechaza todo lo que suene a español.

Ella se rió y, después, se mordió el labio.

—En cualquier caso, me encantó su último trabajo. La foto de la contraportada no le hace justicia, señor Dupont. Es usted mucho más atractivo al natural. Agradable tanto para el cerebro como para la vista…

—Llámame por mi nombre, por favor. Es Rodrigo. Y deja de llamarme de usted. Me hace sentir demasiado mayor.

—El atractivo se mide precisamente en años, señor Dupont —un brillo juguetón cruzó su mirada—. ¿O acaso no se ha preguntado nunca por qué tantas jovencitas acaban casadas con hombres mayores que ellas?

—Siempre creí que era por el volumen de sus cuentas bancarias, pero ahora, en este lugar y en este momento, prefiero creerme tu versión. Es mucho más halagadora.

—No sea modesto —volvió a morderse el labio y volvió a mirarme a los ojos—. Usted sabe que es atractivo. Si no… —en ese momento, Aude me puso la mano sobre la rodilla— no me habría mirado de la manera en que lo ha hecho —sus dedos juguetearon sobre mi pantalón y me subieron por el muslo—. Sus ojos le han delatado, señor Dupont. Me miraba con lascivia. Pero alégrese, no sea tímido. Si no lo hubiera hecho, quizá yo no me habría acercado…

No supe qué responderle porque, desde el momento en que sentí su mano sobre mi pierna, toda la sangre se me había ido del cerebro. Traté de disimularlo, pero mi respiración se aceleró. Hacía mucho tiempo que no me tocaba nadie. Mucho menos nadie como Aude.

Ella fue consciente de mi azoramiento y se rió. Sus pechos le rebotaron bajo el escote mientras reía. Yo tuve que clavar la mirada sobre ellos. Era como si me estuvieran llamando a gritos.

—¿Qué le ocurre, señor Dupont? —preguntó ella en tono jocoso—. Pensé que estaba de acuerdo con lo que estaba diciendo. Que la experiencia era un grado. No me va a decir ahora que se siente intimidado por lo que le estoy diciendo.

—No es lo que me está diciendo lo que me está poniendo tan nervioso… —traté de sonar chistoso y adulador, pero intuyo que el hecho de que no hubiera sido capaz de apartar la mirada de sus tetas hizo que, más bien, sonara desesperado.

—Me alegro —dijo ella retirando por fin la mano de mi muslo, donde sus dedos habían estado serpenteando lentamente hasta casi llegar a la ingle—. Aunque me apena pensar que se sienta tan intimidado por mis pechos. Solo son eso, pechos. Lo que me gusta de usted es otra cosa.

—¿Qué le gusta de mí?

—¿O usted se piensa que yo me siento al lado de cualquiera? No, claro que no. Productores, directores… vale, es cierto, más de una vez me habré sentado al lado de ese tipo de hombres hambrientos de sexo, para darles sexo a cambio de cualquier otra cosa que a mí me interesara. Dinero, fama, poder… no sé, soy muy voluble. Sin embargo, ahora no es así. Me he sentado a su lado precisamente por su atractivo. Y no me engañe, de nuevo vuelvo a decirle que usted sabe que lo es.

Arqueé una ceja porque no estaba seguro de que aquello fuera una proposición y me alegré por que ella ya no tuviera su mano sobre mi pierna. Si la hubiera tenido, estaba seguro de que se habría dado cuenta de mi erección inminente.

—Entonces, ¿por qué se ha sentado a mi lado, Aude? —tuve que encender un nuevo cigarrillo.

Ella se relamió los labios y, como si todo lo que hubiera a su alrededor le perteneciera, cogió suavemente el cigarrillo de entre mis labios y dio una calada.

—He visto cómo me mira las tetas, pero ahora tiene que cambiar de ángulo. Mire allí. —dijo ella señalando una de las mesas—. ¿Ve a ese chico que nos mira? Es mi novio.

Hice lo que ella me dijo y me encontré mirando fijamente a un chico mucho más joven que yo. De unos veinticinco años. De haberme cruzado con él en, por ejemplo, la cola del cuarto de baño, habría pensado que se trataba de un actor o de un modelo: el pelo rubio y muy corto, la piel curtida por el sol, una camisa entreabierta que dejaba entrever su trabajada musculatura. Bajo sus enormes gafas de sol italianas, comprobé que él también me estaba mirando. Culminaba el cuadro una boca de labios enormes, carnosos, rodeados por una barba de varios días. Un cigarrillo indolente le colgaba de ellos como si se tratara de James Dean. El chico, al percatarse de que le estaba mirando, hizo una inclinación de cabeza.

—Es muy guapo —le comenté sin saber muy bien qué decir—. Está a su altura.

—¿Le gusta? —me preguntó ella.

—¿Cómo?

Volvió a reírse con autosuficiencia. Era muy consciente de que era ella la que controlaba la situación y de que me tenía, casi literalmente, cogido por los huevos.

—Ya se lo he dicho antes. No me siento al lado de cualquiera. Verá, hacía tiempo que le había pedido a mi novio que, bueno, ya sabe, quería follar con dos tíos y, no sé, al verle aquí sentado y recordar que es usted un escritor que admiro, digamos que mis braguitas se mojaron un poco… —hizo una pausa—. ¿Quiere tocarlas?

Los ojos casi se me salieron de las órbitas. ¿Qué era lo que me estaba proponiendo?

En ese momento, el chico llegó hasta nuestro lado. Me miró con chulería, como si no acabara de fiarse de mí. Me recordó a Marlon Brando, con aquella actitud tan chulesca y varonil. Dio la última calada a su cigarrillo, lo apagó en el cenicero y, sin decir nada, se sentó a la mesa.

—¿Qué dice, señor Dupont? Quizá no se le presente nunca una ocasión… como esta.

Evidentemente, dije que sí.

Llegamos a mi portal y me costó abrir la puerta de lo nervioso que me encontraba. Como un niño pequeño, como un adolescente imberbe que no hubiera follado jamás. Aude y su novio, que se llamaba Jacques, se hacían carantoñas en el ascensor con el único objetivo de volverme loco. Yo les miraba besarse, tocarse por encima de la ropa, su imagen reflejada una y mil veces en los espejos opuestos de las paredes. Ella no dejaba de mirarme. Era como si me dijera: “Así. Así quiero que me lo hagas”.

Se me cayeron las llaves al tratar de abrir la puerta de mi apartamento. Aude y Jacques seguían besándose como si yo no estuviera delante, como si fueran a follarse el uno al otro contra la pared en cuanto cerráramos la puerta. No sabía cómo sentirme: si excitado o al margen.

Sin embargo, al entrar en casa, se calmaron. Jadeantes, con los labios brillantes por la saliva que acababan de intercambiar, se miraron y se rieron, como si todo lo que habían hecho desde el portal hasta mi casa no hubiera sido más que un juego.

—¿Le ha gustado, señor Dupont? —comentó ella con un deje de prepotencia mientras dejaba caer su bolso sobre el suelo, se colocaba las tetas dentro de aquel vestido delante del espejo y se limpiaba los labios brillantes con los dedos. Yo asentí, claro—. Pues es solo el comienzo.

No supe qué hacer, me habían desarmado completamente con su actitud y sentía que estaba completamente en sus manos.

—¿Dónde está el dormitorio, señor Dupont? Espero que tenga deshecha la cama. No me gusta follar con sábanas almidonadas como de internado—comentó Jacques entre risas mientras sacaba la cajetilla de Marlboro del bolsillo de su camisa entreabierta y se colocaba el cigarrillo entre los labios. Aquella era la primera vez que hablaba. Tenía una voz varonil, rasgada, como de actor de cine negro—. ¿No va a servirnos una copa?

Les señalé dónde estaba el dormitorio y yo fui hacia el mueble bar a por unos vasos. Cogí también la botella de whisky y me encaminé asimismo al dormitorio. Seguía nervioso así que la idea de la copa me pareció perfecta. Nada como un whisky doble para calmarle a uno los nervios.

Y es que era para estarlo. De pronto había metido a dos desconocidos en mi casa y no sabía qué podría pasar. Me estaba arrepintiendo de mi decisión debido a la confusión que me estaba creando pero mis reservas cayeron a un segundo plano en el momento en el que entré en mi cuarto.

Aude estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero. Sus piernas abiertas dejaban intuir lo suaves y tersas que eran. Estaban morenas pero, claro, en la costa azul estar moreno era algo casi obligado. Parecía hasta que le habían aumentado las tetas de tamaño. Una de las tirantas de su vestido le caía por el brazo. Se estaba tocando una teta por encima del vestido y se le intuían los pezones erizados por debajo de la ropa. Conversaba con Jacques, que se había desabrochado la camisa y estaba apoyado en la puerta abierta que daba al pequeño balcón sin quitarse todavía las gafas de sol mientras fumaba. Se acariciaba el paquete por encima de los vaqueros y Aude le decía que siguiera haciéndolo, que siguiera mirándola, que le encantaba cuando la miraba y se excitaba, que le gustaba que fumara mientras lo hiciera, que no había nada más masculino que un hombre fumando y excitado, poniéndose caliente ante la perspectiva de probar un chocho húmedo.

Cuando entré, fue como si les hubiera interrumpido pero ellos me sonrieron y Jacques se acercó a mí para ayudarme con los vasos. Sirvió un poco de whisky en cada vaso y levantó el suyo.

—Por el puto sexo —y se bebió todo lo que había en su vaso de un trago para después volver a servirse.

Aude se rió ante lo que había hecho su novio y le imitó.

—Venid aquí los dos —dijo dando golpecitos a los lados de su cama—. Quiero teneros a ambos para mí.

Jacques le dio una última calada a su cigarro, se quitó las gafas de sol y después de lanzar la colilla por el balcón, soltando un gruñido, se lanzó hacia la cama, quedando a un lado de la chica. Me miraron. El otro lado era para mí, así que hice lo que habían hecho ellos: beberme el whisky de golpe y lanzarme también hacia donde estaban.

Aude nos agarró por las cabezas. Estábamos apoyados contra sus hombros y sus tetas nos caían justo a la altura de la boca. Aude no se hizo esperar, nos dio un leve empujón. Todos sabíamos qué era lo que ella quería porque era exactamente lo mismo que queríamos Jacques y yo: chuparle las tetas.

Con el dedo, le retiré lentamente el vestido y la teta que me tocaba apareció por debajo. Saqué la lengua y me relamí. Era redonda, grande. Probablemente fuera de silicona, pero no me importaba. Era una de las tetas más cañeras que jamás había tenido cerca, así que me lancé y comencé a lamerle lentamente el pezón para endurecerlo. Su aureola era grande pero quedaba disimulada por el moreno de su piel. Aude gemía y empujaba mi cabeza con su mano para que no me detuviera, pero yo tenía en mente otras ideas, así que con la mano que me quedaba libre, le subí un poco el vestido y busqué su entrepierna. Aude volvió a gemir cuando se dio cuenta de lo que pretendía.

—Sabía que era una buena idea invitarte a nuestro juego —dijo después de que yo encontrara el punto justo en el que sus braguitas ya estaban húmedas y gimiera al contacto con mi dedo—. Tienes imaginación, tienes iniciativa, como todo buen escritor.

Dicho esto, abrió un poco más las piernas y se dejó llevar. Yo le estaba lamiendo la teta derecha mientras que Jacques hacía lo mismo con la teta izquierda. Ambos chupábamos, succionábamos como si no hubiera un mañana y Aude se retorcía ante el contacto de nuestras barbas desaliñadas contra su piel suave y sedosa, de ninfa.

Mi dedo acariciaba su coño por encima de las braguitas de seda. Estaban pegajosas, más que húmedas. Estaba deseando arrancárselas y meterle no solo un par de dedos, sino la lengua entera, la polla hasta el final. Pero eso era exactamente eso: el final. Antes de llegar a ese punto todavía tendríamos que hacer muchas cosas.

Aude gemía, empujaba nuestras cabezas con sus brazos y no podíamos parar. Sus tetas se aplastaban contra nuestras caras. Yo le mordisqueaba el pezón, Jacques le chupaba el otro. Se lo introducía en la boca como si quisiera llevárselo hasta la campanilla y después lo soltaban. Levanté la vista un momento. Los labios de Jacques brillaban por tanta saliva. Él también me miró y medio me sonrió con la enorme teta de Aude entre sus labios. Tenía los ojos azules. Después, volvimos cada uno a lo nuestro: a darle placer a aquella chica que estaba dispuesta a todo por disfrutar de ambos, por disfrutar de dos machos haciéndole lo que mejor sabían hacer los machos: follar.

Sin poder evitarlo, introduje el dedo índice bajo las braguitas y por fin me encontré con el coñito caliente de Aude. No podía estar más húmedo. Al contacto con mi dedo, Aude dejó escapar un sonido gutural. Estaba excitada, realmente excitada, como en éxtasis. Sin embargo, el gemido quedó cortado al instante por otro, pero esta vez de sorpresa. Y yo mismo también me sorprendí, porque junto a mi dedo, sentí otro que no era mío: Jacques había tenido exactamente la misma idea que yo y, sin intercambiar una palabra, nos encontramos los dos acariciándole el coño, buscando su clítoris para calentarla un poco más justo antes de meterle los dos dedos, cosa que hicimos a los pocos minutos, cuando los gemidos de Aude eran intensos y muy seguidos.

Encontrarme con el dedo de otra persona dentro del coño de alguien fue algo muy excitante para mí. Y supongo que también para Jacques porque al sentir mi dedo en la ardiente cavidad de su novia pareció acariciarlo. Nos miramos por un segundo y sonreímos, cada uno afanado en su teta correspondiente. Yo también miré hacia arriba y mi polla vibró en sus pantalones ante la visión de la cara de Aude completamente extasiada, los ojos cerrados, la boca abierta y su lengua jugueteando en su interior.

No pude evitarlo y di un pequeño empujón más fuerte dentro de su coño, ante lo que ella respondió inclinándose de golpe tras un nuevo gemido e incorporándose en la cama, quedando ahora sentada, con la espalda hacia delante y el pelo rubio cayéndole sobre las tetas húmedas y brillantes. Mi boca y la de Jacques quedaron entonces libres, así que, tomando aliento, volvimos a nuestra tarea dentro de su coño, acariciando aquella cavidad, cada uno a su ritmo, despertando en Aude diferentes tipos de gemidos, compitiendo por ser el que más la hiciera gemir. Cada vez notaba su interior más húmedo y deslizante, el dedo de Jacques se rozaba de vez en cuando contra el mío y me estaba gustando aquella sensación de compartir a una mujer, de darle todo el placer que solo dos hombres serían capaz de darle. Sin embargo, no pude seguir pensando mucho más porque, de pronto, un nuevo dedo se unió a nosotros: el índice de Aude que, inclinada hacia delante, quiso unirse también a la fiesta.

Esa fue la primera vez que los tres estuvimos juntos, realmente juntos, haciendo lo mismo. Fue el momento en el que nuestras cabezas conectaron y supimos que no queríamos estar en ninguna otra parte. Queríamos llegar hasta el final.

Continuará….