La contractura de Gabriela

Una vieja historia de fetichismo y cosquillas. Gabriela acude al pedicuro, pero éste tiene sus propios planes para la cliente...

LA CONTRACTURA DE GABRIELA

Terminaron las noticias y me froté los ojos. Era uno de esos días en los que cuando al final de la jornada se te acumula el trabajo extra ya te da igual. En la consulta, un vacío reparador que no tardaría en ser interrumpido por otra de esas estúpidas consultas que se hacen por hacer. La gente se queja por nada. Pero, en fin, qué le vamos a hacer. Soy fisioterapeuta, y se supone que estoy aquí para ayudar a la gente. Además, esto de la vida moderna y el stress es auténtico, no se lo ha inventado nadie. Lo digo yo, que ahora mismo tengo encima un agobio digno de un masaje por parte de uno de mis colegas. O mejor por parte de una de mis colegas. Porque cuando dos fisioterapeutas, o dos masajistas empiezan a buscarse las cosquillas, la cosa puede hacer que salten chispas. Pero esa es otra historia.

Cuando pensaba ya que no iba a llegar nadie a la consulta, apareció ella. Gaby era una de mis pacientes habituales. Justo había cumplido la cuarentena, pero aparentaba ser mucho más joven. Tenía un cuerpo bien cuidado que se preocupaba de resaltar con escogidos vestidos que hacían su silueta muy esbelta. Siempre me había atraído, pero si un médico se interesa por todas las pacientes que le atraen, todos ellos estarían en prisión por abusos de competencia.

Esta vez era distinto. En una reunión de médicos de la ciudad, tuve la suerte de encontrarme con un pedicuro al que teníamos todos cierta envidia. No nos podíamos explicar cómo hacía para conseguir ser tan popular entre sus pacientes. Y eso no era todo, sino que además todo el mundo sabía -los rumores médicos corren como la pólvora- que su clientela era fundamentalmente femenina. El hombre, todo hay que decirlo, era agradable, y yo le caí en gracia. Estaba empezando, pocos años después de licenciarme, y hacía pocos meses que había suplantado al masajista que toda la vida había trabajado en esa consulta. Empezó a soltarme un discurso que aguanté como pude. Mereció la pena, porque lo que iba buscando exactamente era alguien paciente para poder desvelarle sus secretos. Y el primero que le hizo caso durante todo el tiempo que quiso fui yo. Después de la reunión, me susurró que me pasara al día siguiente por su consulta. Que ya vería por qué.

Al día siguiente, después de pasar toda la noche en vela con la propuesta del pedicuro, me dirigí a su consulta. No voy a negar que me excitaba la idea de que el viejo médico, con tanta fama y renombre, me pudiera desvelar algunos de sus secretos profesionales. En realidad, tampoco sabía muy bien para qué me podían servir en mi especialidad los secretos de un pedicuro, pero desde niño tuve una especial atracción hacia los pies de las mujeres, y pensaba que quizás podría sacar alguna cosa en claro de las enseñanzas del maestro. Cuando me hizo pasar a la consulta, me miró de arriba a abajo, como un escáner, valorando si era acreedor de sus conocimientos. Después de sonreír como no le había visto hacerlo nunca, me hizo sentar. Me explicó que se iba a retirar en poco tiempo, y que creía que debía ofrecer sus conocimientos a algún elegido de la nueva generación. Mientras, me pasaba un disco compacto que ponía en su cabecera: "Confidencial. Doctor Manuel Idiáquez".

Al llegar a casa, abrí rápidamente el contenido del disco en el ordenador. Me quedé helado. El pedicuro me había entregado todos los datos sobre sus pacientes, la razones por las que era tan popular. En un informe de cientos de páginas se encontraban las fichas de todas las mujeres que visitaban la consulta del doctor Idiáquez, junto con un historial sobre sus cosquillas. Estaba todo. Cuáles eran sus fantasías relacionadas con las cosquillas, el nivel de sensibilidad de las plantas de sus pies en una escala que él mismo había compuesto, mapas de las plantas con zonas de sensibilidad para cada objeto cosquilleante, reacciones de las mujeres a los dedos, las plumas, los cepillos..., actas de sesiones de cosquillas de horas de duración con apuntes sobre todas las zonas de las pacientes y su aguante físico y psicológico a las cosquillas, y lo que era aún más importante: cómo le gustaba a cada chica ser abordada para una reconfortante sesión de cosquilleo.

Mi juventud hizo que el pedicuro me viera como alguien a quien poder aconsejar para empezar con buen pie. Vaya si empecé con buen pie. Con los pies de Gaby.

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Esa misma mañana es en la que apareció ella. Iba vestida con una blusa suelta y falda hasta las rodillas, y calzaba unas sandalias abiertas, muy apropiadas para el calor del día primaveral que teníamos. Gaby entró en la consulta, pero a pesar de ser la primera paciente de la mañana, ordené a María que aún no la hiciesa pasar. Además, se aquejaba de una contractura, y la cosa no parecía muy grave. En cinco minutos, y gracias al informe del pedicuro, sabía exactamente cuáles eran las debilidades eróticas de Gaby en cuanto a cosquillas. Las notas eran muy extensas, por lo que deduje que visitaba frecuentemente al viejo Idiáquez. Sus debilidades también lo eran. Tenía debilidad por todo. Y es más, Gaby acudía al pedicuro simplemente por el placer de sentir cómo los dedos del pedicuro cosquilleaban las plantas y los dedos de sus pies. Un rápido vistazo no me permitía aprender todas las notas del viejo doctor, así que le conté a María, la asistente, mi plan: dormiríamos a la paciente con cloroformo y la prepararíamos adecuadamente para una sesión que nunca podría olvidar...

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Tiempo después me di cuenta de que la actitud de Gaby aquél día fue engañosa. Por alguna razón, ella sabía a lo que iba, e intuía el tratamiento que le íbamos a proporcionar. En cualquier caso, ella me explicó su dolencia, una contractura de lo más corriente. Es más, puede ser que ni siquiera tuviera nada. Le ordené que se tumbara boca abajo después de desprenderse de su blusa. Cuando Gaby estaba totalmente despreocupada, le hice una seña a María y aplicó el pañuelo con cloroformo sobre el rostro de nuestra paciente. Al poco tiempo estaba dormida y completamente a nuestra merced. Gaby iba a ser la primera persona que iba a tener el honor de probar el sistema de ataduras de cuero que adquirió María por petición propia nada más conocer mis planes.

Terminamos de desnudar a Gaby completamente, le quitamos la falda, las sandalias y las medias y la ropa interior y la tumbamos en la "camilla especial" boca arriba. Mientras esperábamos que el cloroformo dejara de hacer efecto, empezábamos a tramar el tratamiento para nuestra paciente. No tardamos mucho en ponernos de acuerdo...

Cuando María empezó a mojarle la cara a Gaby ésta despertó muy lentamente, y para acentuar su sorpresa, antes de que estuviera totalmente consciente empecé a deleitarme con los espasmos que producía en su cuerpo el suave plumero de pato chino adquirido para la ocasión. Con movimientos laaargos y delicados hacía que cada punta de cada pluma rozase ligeramente la delicada piel de Gaby. Antes siquiera de que se diera cuenta de que estaba atada, Gaby empezó a reír descontroladamente, de una forma que casi hacía intuir que estaba pidiendo más. El impulso erótico que le producían las sutiles cosquillitas del plumero comenzó a hacer lubricar su vagina antes de que recuperase la consciencia. María pretendía suministrar un rápido orgasmo a nuestra cobaya gracias a otras plumas que comenzó a deslizar por la cálida entrepierna de Gaby. Pero lo interrumpí, porque teníamos que ser muuucho más sutiles y despiadados con nuestra víctima. Dejé de recorrer el cuerpo de Gaby con el plumero. Al interrumpir el cosquilleo, Gaby terminó de despertar repentinamente, como si hubiese salido de un trance. Parecía no preocuparse mucho por su nueva situación. Estaba claro que la habíamos drogado, atado y desnudado, y ella se dio cuenta rápidamente de nuestras intenciones. Así que nos pidió que hiciéramos con ella lo que quisiéramos, todo menos cosquillas en las plantas de los pies. Acto seguido, y sin pronunciar palabra, María y yo nos miramos y nos dimos media vuelta en busca de nuevos instrumentos para el deleite de Gabriela.

La enfermera ardía en deseos de ser la primera en abalanzarse sobre la paciente. Cogió una pluma larga y manejable y comenzó, desde una distancia de veinte centímetros, a hacer danzar su punta a lo largo de la planta del pie izquierdo de Gaby. Sus lamentos mientras veía acercarse a la enfermera fueron en vano. María comenzó a torturar a Gaby, que respondió con instantánea rapidez a los estímulos de las deliciosas cosquillitas. Primero con movimientos amplios, desde la base de los dedos hasta el talón. Después, de igual forma pero con un movimiento en zigzag que cubría toda la planta del pie. Cuando María, con gran destreza, comenzó a hacer bailar locamente la pluma, la risa de Gaby me hizo saltar como un resorte. No podía aguantar más, así que cogí otra pluma igual y me concentré en el pie derecho. La risa de Gaby aumentó, así como sus esfuerzos por tratar de liberarse de las ataduras. Ahora la tortura era doble, pero aún no habíamos hecho más que comenzar.

Como habíamos practicado previamente, los dos sabíamos que lo siguiente que Gaby iba a disfrutar eran las cosquillas de varias plumas a la vez. María era ambidiestra, y yo, para ponerme a su nivel, tuve que cosquillear a mi enfermera practicando con ambas manos para que con la izquierda sacara el máximo partido a mi hormigueante extremidad. Ambos cogimos varias plumas en cada mano, y empezamos a distribuir su recorrido por las diversas partes de los preciosos pies de nuestra paciente. El pequeño descanso que le concedimos fue desaprovechado por ella para pedirnos por favor que cesáramos en nuestras cosquillas. Nos confesó que en el fondo le gustaban, pero que no las podía soportar. Eso no hizo sino aumentar nuestra curiosidad por conocer hasta que punto las podía soportar. Cuando comenzamos con la segunda sesión, Gaby se volvió loca desde el principio. Las plantas de sus pies, su punto más delicado, estaban siendo cosquilleadas por completo y ambas al mismo tiempo. Ni siquiera teníamos que esforzarnos por buscar puntos más sensibles a nuestras cosquillas, porque cualquiera de los movimientos de las suaves plumas sobre sus plantas producían en ella el mayor número de cosquillas de la mejor calidad. Gaby reía y reía, empezando a compaginar la risa con sensuales gemidos y gritos ahogados. Su sexo humedecido hacía ya tiempo parecía estar a punto de estallar, pero preferíamos seguir acumulando golpes de plumas en los pies de Gabriela, que cuanto más torturados eran, más cosquillas pretendíamos procurarles. Después de hora y media de juego con las plumas, decidimos cambiar de arma.

En el segundo descanso, Gaby no se molestó en pedir clemencia, porque se encontraba demasiado ocupada en recuperar la respiración. Para cuando se quiso dar cuenta, sus plantas le proporcionaban nuevos estímulos. María había cogido un plumero de plumas firmes y recias, y empezó a aplicar sobre las plantas de Gabriela unas cosquillitas especiales que a ella misma le llevaban al orgasmo en pocos minutos. Hizo deslizar por la delicada piel de sus pies tan sólo el más ligero roce de las puntas de las plumas. Usando una posición perpendicular a las plantas, María movía el plumero de forma frenética, pero haciendo que el desplazamiento del plumero fuera de centímetros. Al poco rato pudimos comprobar lo que Gaby opinaba del tratamiento: tan sutil y refinado que hizo que las sensaciones anteriores parecieran un juego de niños. Pero para aumentar el placer cosquilleante de mi compañera, me hice con un cepillo parecido a uno de dientes y comencé a explorar el hueco entre los dedos de los pies de la paciente. Como además aún me quedaba una mano libre, y Gaby tenía una planta pendiente de atención, cogí un gran pincel de pintor que al cosquillear el pie casi lo cubría por completo. De esta forma, Gaby podía experimentar al tiempo en cada uno de sus lindos pies las cosquillitas más refinadas o las más bárbaras y salvajes, infligidas con fuerza y sin descanso. Paramos un momento y le preguntamos cuáles eran las que le parecían más insoportables, cuáles le proporcionaban mayores placeres. Gabriela contestó entre gemidos que las dos, así que continuamos hasta que tuvimos las muñecas doloridas por el esfuerzo. Mientras María seguía concentrada en que Gaby no perdiera los placenteros estímulos de las plumas, yo me abalancé sobre su sexo y comencé a aplicar el gran pincel sobre él, consiguiendo que Gabriela entrase en una batería de orgasmos sólo a base de cosquillas.

Poco después, María empezó a untar el cuerpo entero de Gaby con vaselina, desde el cuello hasta los pies, proporcionándole una nueva y reconfortante sensación. Yo no dejaba de experimentar las respuestas de Gabriela, y viendo que su placer aún no era extremo, abrí ligeramente sus labios superiores para que, con la otra mano y un poquito de habilidad, las cosquillas se introdujeran dentro de ella. María había comenzado a explorar las costillas, y esta combinación dejó a Gaby finalmente exhausta. Para comprobarlo, María volvió a las plantas de los pies, pero la reacción ya no era la misma. Le dije a Gaby que ahora sabía por fin lo que era realmente ser torturada a cosquillas. Para terminar, y antes de que se recuperase del todo, María conectó un cepillo eléctrico que introdujo en el sexo de Gaby, acariciando su dulce clítoris con cosquillas que nunca había experimentado. La enfermera, que por lo que me había comentado conocía la sensación porque le encantaba masturbarse con el cepillo, recorría sabiamente cada milímetro de piel con su instrumento. A los cinco minutos, liberamos a Gaby y la dejamos descansar. Por aquél día ya había tenido lo suyo...