La contorsionista

Cada noche, desde hacía casi un mes, repetía el mismo ritual.

Cada noche, desde hacía casi un mes, repetía el mismo ritual. Tan solo iluminada por la farola del patio de los animales, se situaba de espaldas a mí y permanecía ahí de pie con las palmas de las manos mirando hacia delante, quieta y desnuda, dejándose acariciar por la luz violácea como si, pensaba yo, de un ejercicio de relajación se tratara. El silencio nos envolvía, apenas interrumpido de vez en cuando por el ruido característico de alguna cadena proveniente del movimiento de algún elefante inquieto.

Al cabo de un rato, la contorsionista se tumbaba boca arriba sobre la pequeña alfombra que siempre traía consigo y en un movimiento rápido elevaba sus piernas hacia el cielo para dejarlas caer, abiertas, a la altura de su cuello espigado, doblando así por completo la cintura. Pasaba entonces ambos brazos por encima de sus piernas en un ademán elegante afirmando su posición y permitiendo elevar su cabeza con ese abrazo indecoroso, los codos sobre sus muslos. Sin mayor dilación, su boca se aplicaba afanosa sobre su sexo en un "auto-beso" pasional y lujurioso.

La reja que nos separaba no me impedía observar con detenimiento como su lengua asomaba por su boca para introducirse entre sus labios mayores, recorrer toda la húmeda longitud de su vulva y finalmente detenerse en un juego delicado sobre su clítoris. Algunas noches, entre gemidos ahogados fruto evidente de sus propias libaciones, escupía sobre su entrepierna a la vez que introducía uno de sus dedos en su ano y siempre que eso ocurría, el orgasmo aparecía casi de inmediato, violento a veces, mas calmado otras, y cuya intensidad iba disminuyendo poco a poco hasta balancearse lentamente sobre su espalda como hacía a veces el domador en la pista con una vieja mecedora. El tiempo parecía no transcurrir en la quietud del gozo pero, sin embargo, la luz del alba empezaba a sustituir la iluminación artificial del patio.

Como si aquello fuera una señal, la contorsionista deshacía su postura, recogía la pequeña alfombra y se alejaba en el silencio del circo dormido. A lo largo de todas estas noches me pregunté varias veces porque elegía el patio de los animales y no el anonimato de su caravana, pero no encontré respuesta. Los humanos tienen comportamientos que un pobre león de circo no alcanza a entender.