La condición de objeto.
Cuando la convierte en su muñeca, cuando la lleva extraños mundos de sensaciones, insospechados placeres la subyugan. La libera de su carga diaria, de su trabajosa pose, la hace ser otra...
La condición de objeto.
Cuando la convierte en su muñeca, cuando la lleva extraños mundos de sensaciones, insospechados placeres la subyugan. La libera de su carga diaria, de su trabajosa pose, la hace ser otra.
Veladas de amor y carreras bajos la lluvia, románticas cenas de hablares sugerentes, de miradas clavadas el uno al otro. Viajes a lugares lejanos, escapando del decorado para escapar de ellos mismos.
Si las paredes de los hoteles guardaran las imágenes, recordaran sus juegos cómplices...
Si las paredes vieran verían sorprendidas sus extraños rituales, cómo se devoran de pronto, cómo las palabras quedan mudas tras los besos y cómo los papeles que se otorgaron en el teatro del mundo se desvanecen.
Porque ni ella misma podía sospechar verse besando sus pies con esmero, tan desnuda sobre el suelo, tan deseosa de satisfacerle. Cuando sus manos azotan su culo entre caricias, reposando sobre sus piernas, con el cabello suelto haciéndole de velo, agitado a cada azote, mordiéndose los labios para que no escape un grito, aún por el pudor, para que no oigan su juego secreto, para que nadie la descubra, ni sospeche siquiera de su condición de entrega, se siente viva. Su raja se abre húmeda, resplandeciente, llamando a sus dedos hurgar. Luego, lame su sexo largo, ardiente, que adora, metiéndolo muy poco a poco hasta bien adentro de su boca, envolviéndole con los labios y sintiendo cómo palpita: Tragará su simiente largamente esperada, la llenará con su leche sabrosa y no dejará que ni una gota escape y se derrame inútil sobre la alfombra.
Igual que la halaga, que la mima, que piensa siempre en ella, en momentos así la reduce a condición de objeto. Su cuerpo decorativo desnudo de pie en una esquina de la estancia, de cara a la pared con las manos sobre la nuca, el trasero salido, los pechos expuestos, prominentes, erectos. O penetrada por su sexo, él apoyado en los cojines de la cabecera de la cama, ella de espaldas a él a horcajadas, su espalda doblada hasta reposar su rostro en el colchón y él con un grueso libro de historia de nosedonde apoyado en su trasero a modo de mesita, pasando lentamente las páginas, como distraído, como si su sexo duro sumergido en la humedad de su raja no le perteneciera, no fuera con él. Así rato y rato, hasta que se cansa de la lectura y sin quitar el libro de su mesita de carne la folla hasta correrse él solo, de manera egoísta.
Luego duerme con la cabeza apoyada en su trasero enrojecido, y ella tumbada transversalmente en la cabecera de la cama, convertida en almohada. Excitada siente cómo su sexo permanece licuado y siente su clítoris endurecido sobre las sábanas; más no se atreve a moverse aunque querría. Reflexiona en qué dócil esclava la ha convertido y sonríe para si misma pensando: si supieran...
Por la mañana la cama aparece plagada de rosas. Ha pasado el tiempo de su egoísmo y todo son caricias y lenguas enredándose. Se desayunan en la cama el uno al otro, sin prisa por salir del cuarto, aunque haya mucho que hacer juntos, mucho por vivir, vivir ciertamente.