La condesita esclava

Inés de Orantes se veía frente al espejo, mirando su desnudez a través de la transparente prenda. Qué lejos estaba aquel tiempo en que fue mujer libre, poderosa, dueña de vidas y haciendas, ayudando a su padre, cuando estaba en su juicio, a repartir bienestar y justicia en su feudo. Recuerdos dolorosos que la permitían evocar, con lágrimas en los ojos, como pasó de ser la segunda persona más importante del feudo de Orantes a ser esclava de Su Amo.

CUENTOS AMABLES DE BONDAGE

La condesita esclava

Prisión de cristal

Doña Inés estaba sentada en el alféizar de la ventana de su torre, su rincón preferido, una prisión impuesta obligatoriamente al principio por el Amo, voluntaria e íntima más tarde, el lugar donde podía ver partir y llegar a su Dueño cuando marchaba de caza o en sus largas estancias en el reino. Ésta era la más alta y principal de las cinco que custodiaba las murallas del castillo, desde donde Su Señor gustaba mirar el paisaje, el horizonte ilimitado de su gran feudo teniéndola a su lado, acariciándola toda, besando los tibios labios y mirando su preciosa desnudez a través de uno de los tantos zagalejos transparentes que le confeccionó el ama para ella, amándola muchas veces contra las anchas paredes como si fuera el lecho que todas las noches compartían, sin pronunciar nunca una palabra de admiración o de amor. Gustaba de contemplar el paisaje, hundirse en sus pensamientos. Era parte de su tremenda y silenciosa personalidad y a Inés le encantaba estar junto a Él, sintiéndose siempre protegida, amada en esas calladas noches. Se había acostumbrado a su parquedad.

Por el lado este de la atalaya, de abajo y al frente, se podía contemplar un bello jardín llenos de árboles diferentes, parterres con rosas, claveles; enormes sauces llorones; enredaderas trepadoras que cubrían las paredes de su cárcel de cristal. Habían jardineros que cuidaban de ese vergel con esmero, quitando malezas acumuladas en los estanques y glorietas y dejándolos primorosos, procurando belleza al gran jardín por donde El amo gustaba de dar largos paseos. El lado oeste daba al patio de armas, donde la soldadesca se reunían para su preparación y el cambio de guardia, donde las garitas, que custodiaban la fortaleza eran más visibles y desde donde estaba el gran portón que daba acceso al exterior por el puente levadizo a la villanía del feudo, elevándose y dejando el gran foso que rodeaba al inmenso edificio intransitable a las posibles invasiones de fuera

Allí arriba, en la frescura de su santuario, doña Inés lucía un collar de hierro pulido que rodeaba su joven cuello y que lo mantenía sujeto un candado que nunca se cerró. Una argolla proporcionada a la rústica gargantilla permitía enganchar el extremo de una larga cadena que iba a parar a un enganche situado a la pared frente al enorme ventanuco. La joven se separó del balcón y se perdió en el interior.

Estaba triste, echaba de menos a aquel hombre que le robó su libertad dos años atrás. Mucho antes del amanecer de ese día, Su Señor la había tenido empalada por detrás y por primera vez desde que fue suya. Todo ocurrió en los juegos y lecturas que ella realizaba cada día para entretenerlo y festejar los encuentros amorosos de las noches. Algo dijo o hizo que el Amo se enfadó y, tomándola por la cintura, la colocó sobre sus rodillas y azotó, hasta doce veces, con la mano abierta, sus nalgas desnudas y anacaradas.

-Esclava, soy tu Dueño y has de temerme siempre. Ya no eres nadie ni nada tan solo mi sierva, la perra a la que he de domesticar todos los días de mi vida –decía enojado mientras la castigaba. Que ella recordara, jamás la azotó sin decirle el porqué lo hacía. Esta vez calló

Poco después, como arrepentido del castigo, la tumbó con delicadeza en el lecho acariciando con sus labios los enrojecidos glúteos. Siempre en el más puro mutismo. El conde duque de Medina la puso en pompa y mimó el perineo de la joven masturbando el ano herméticamente cerrado, rugoso y morado. Metió un dedo en él manteniéndolo un rato allí. Inés lloraba en silencio los azotes y el dolor que le producía adentrarse aquel dedo en su grupa que nunca fue violada. El Señor lo obligaba a ensancharse metiéndolo cada vez más, moviéndolo continuamente, rotándolo en diagonal. Luego fueron dos, después tres hasta introducir los cuatro dedos y ver como tomaba perfecta elasticidad el esfínter. Fue un trabajo arduo, de tiempo y paciencia. Acto seguido, bajó su calzón mostrando un pene erecto hasta la saciedad, grueso, lleno de venas como dedos e hinchadas por la erección que tenía.

La encontró preparada y enfiló su pene hasta dejar metido el glande. El conde veía a su esclava morder la ropa del lecho, ocultaba su bella carita en la almohada y ahogaba los gritos angustiosos que le producía la sodomización, aunque ella, hasta esa noche misma, no sabía como se llamaba lo que le estaba haciendo Su Dueño y Señor.

Inés creyó que el mundo se le venía encima, que su culo se rompería de un momento a otro con aquel dolor lacerante que cada vez era más atroz. Su Dueño paró en varias ocasiones pero seguía avanzando sin dilación incrustándolo el grueso pene en sus entrañas. Entonces sí, aquí la niña levantó la cabeza y dirigiendo la cara al techo lanzó un grito estremecedor que salió por el gran ventanuco de la almena y fue a perderse en la oscuridad de la noche.

El Señor comenzó un coito muy lento para seguir moderadamente algo más rápido. Todo en él era calculado, medido y aquel empalamiento comenzó a ser paulatino y cada vez más rápido. Con una mano acariciaba su vulva, la entrada vaginal subiendo y apoderándose del clítoris, masajeándolo, pellizcándolo o estirándolo y la otra mano, dejando las caderas, se apoderaba de los senos excitados de su esclava hasta que él, estirándose totalmente y con sus piernas abiertas, descargó su caudal de semen llenándola y desbordándola, permitiendo que mojara su sonrosada vulva, dejando que mojara también la ropa del lecho, saliéndole el flujo teñido en rojo de su ano agrietado por los lados hacia su vulva y destilando gotas rojas sobre las sábanas.

El resto de la noche la pasó a su lado cuidándola, mimándola, besando a placer su cara llorosa. Desde que la poseyó por el ano la tenía boca abajo, totalmente desnuda como era su costumbre. Cada cierto tiempo curaba su esfínter mojando un hisopo en aceite puro de oliva para que aquel aro dolorido pudiera tomar flexibilidad y las pequeñas heridas no produjeran el sufrimiento insoportable que la niña seguía teniendo. Cuando amaneció, ambos dormían plácidamente, ella cogiendo la mano del Dueño, Él, dejando que su bendito rostro descansara en el fuerte y robusto pecho velludo surcado por hebras de plata.

Doña Inés dejó sentir el repiquetear de las cadenas por el suelo cuando se dirigió al gran espejo que estaba colocado a un lado de la pared. Estaba sola en ese momento. Se colocó de espalda y fijó su mirada en aquel lugar de su cuerpo que todavía seguía sangrante pero lleno de sensaciones todas placenteras. El Señor la enseñaba algo nuevo todos los días Y ella le estaba agradecida. Quería ser sabia en esas líderes para mostrarse más mujer ante Él.

Ahora se veía de frente mirando su desnudez a través de la transparente prenda. Qué lejos estaba aquel tiempo en que fue mujer libre, poderosa, dueña de vidas y haciendas, ayudando a su padre a repartir bienestar y justicia en su feudo. Recuerdos dolorosos que la permitían evocar, con lágrimas en los ojos, como pasó de ser la segunda persona más importante del feudo de Orantes a ser esclava de Su Amo.

El principio del fin

Don Licanor de Orantes, conde de Orantes Alto, era un hombre mujeriego y un jugador empedernido. De todos los teatros ambulantes y titiriteros que pasaban por el condado conseguía mujeres que se metían en su cama casi a diario. Fiestas que duraban días enteros con sus eternas noches, semanas de orgías, juegos interminables que hacían sufrir a doña Inés. Las grandes partidas que celebraba con todos los jugadores del feudo y transeúntes comenzaron a mermar el patrimonio del noble.

Vendió tierras y perdió otras tantas por el juego, concedió prebendas importantes de poder a los artesanos libres y ricos a cambio de préstamos, a cofradías artesanales sin escrúpulos y con cierto renombre que compartían naipes en la mesa de juego del conde. Su poder feudal se tambaleó, tanto fue así que una mañana Orantes se despertó aterrorizada con una banda de maleantes que saqueaba a los aparceros, ganaderos y villanos medios que tenían talleres o alquiladas tierras al señor. Cuando acudieron a él y a su hija, la condesita Doña Inés, como la llamaban cariñosamente, en demanda de justicia, el conde la negó rotundo.

Su noble hija no lo entendió de la misma manera que el asombrado pueblo tampoco. Noticias recibidas de terceros informaron a la condesita que se trataba de una banda organizada por cofrades poderosos y usureros, compañeros de juego del conde para amedrentar y coaccionar a los medianamente pudientes o quitarles las pocas tierras a los aparceros. Suplicó a su padre que pusiera fin a los desmanes que tanto daño estaba haciendo al pueblo y la pérdida de la credibilidad como gobernante. El conde, por toda respuesta, la encerró en el torreón privando así a la pobre villa de su mejor aliada. Villanos y artesanos constituyeron una asamblea secreta y nombraron a varios asociados de ley para que hablaran con el monarca.

Aquella decisión de su pueblo fue el principio del fin del conde Licanor de Orantes.

El representante del reino

Tres meses pasaron desde entonces y la condesita seguía encerrada en la torre principal del castillo. Los desmanes y las corrupciones campeaban sin el respeto a los buenos habitantes que ya no sabían que pensar. La ayuda que prometió el rey no aparecía y la joven niña desfallecía en la inmunda prisión de la torre grande.

Una mañana luminosa, poco después de que cantara el gallo, una cohorte de unos cien hombres a caballos y armaduras que brillaban bajo el sol como la plata, aparecieron a la entrada del feudo. Orantes, despierta y elaborando, se vio sorprendida por aquellos soldados que entraron al trote por sus estrechas y destartaladas calles, levantando tanto polvo con los cascos de sus caballos que casi desaparecían bajo la nube que creaban a su paso. Al frente estaba un hombre medianamente joven, fuerte, rostro cuadrado y tostado por el Sol, nariz recta, frente despejada, cabello largo al aire y mechones como la nieve. Su barba lucía bien cuida negra y con hebras de plata. Montaba un corcel blanco impresionante, con bellas clines caoba claro. Se veía que era un hombre principal porque mostraba el emblema de una noble casa en su pecho. Pero lo que más llamó la atención de los pocos villanos que vieron el desfile era sus ojos de miranda larga, fija, penetrante y dominadora. Él era un caballero, noble de cuna y acostumbrado al mando.

Entraron el la plaza del pueblo y siguieron en dirección al castillo. Algunos villanos, pertenecientes a la secreta Cofradía, se miraron entre sí mostrando el contento. Aquel pequeño ejército sabía a lo que venía y no se pararon ni un momento hasta llegar al foso profundo y tenebroso que impedía el paso a la mole hecha de calicanto y sillería.

-¡A del castillo! –Habló el caballero principal con voz potente- ¡Os habla el conde duque de Medina, representante real del reino! ¡Abrid de inmediato en nombre del rey!

Hubieron sorpresas y comentarios pero el puente levadizo descendió lentamente sobre el foso dando paso a la comitiva que entró tan pronto se abrió la enorme puerta de madera reforzada de hierros. Un soldado, vestido diferente a los otros uniformados salió al paso de la comitiva saludando con respeto.

-Llevadme ante la presencia del conde don Lucanor de Orantes.

-No está visible, mi señor. No sé donde está ahora –Había una cierta chanza en las palabras del jefe de los lanceros del conde.

-¡Perro hambriento! ¡Llévame de inmediato ante el conde o lo buscaré yo solo con tu cabeza chorreando de tu apestosa sangre en la punta de mi espada!

El conde Lucanor llevaba tres días metido en una continua borrachera junto a tres mujeres jóvenes y no pudo responder a los reclamos del conde duque cuando éste se presentó ante él. El representante del rey se hizo rápidamente con el castillo y tomó el mando de la fortaleza. La soldadesca del feudo no se atrevió a luchar con hombres tan bien preparados. La plebe y la servidumbre, que presenciaron el asalto, no se atrevieron a movilizarse. Miles de preguntas se hicieron sobre la conducta sospechosa del señor feudal y todas dieron como resultado las atrocidades de éste y el sufrimiento y encierro de la condesita doña Inés.

-¡Sacadla de su prisión y traedla ante mí!

Doña Inés había sido informada por su ama de cría de la invasión de los hombres del rey. Estaba muy delgada, pálida y ojerosa. Su hermoso pelo estaba grasiento, enmarañado y sucio, toda ella era un estiércol insoportable de tener delante. Sin embargo, la condesita se enfrentó al noble señor con una valentía infinita, enseñando las uñas, chillando más que hablando, exigiendo más que suplicando. No entendía que había pasado pero no podía creer, en su condición de noble señora, que su pueblo luchara por ella y el bienestar común.

El conde duque de Medina quedó impresionado ante tanta valentía y nobleza de carácter ante aquel pingajo de mujer que apenas si se mantenía en pie.

-¿Casi os mata de hambre y todavía defendéis la postura del señor del castillo?

-¡Es mi padre, señor, le deberé siempre el respeto que merece! –decía esto desafiante, con el rostro muy alto

Bañaron, vistieron y alimentaron las mujeres de la servidumbre a la condesita dejándola primorosa, hermosa como un amanecer. El conde duque quedó secretamente extasiado al verla pero supo contener su admiración. Doña Inés, por el contrario, comenzó su tarea de señora principal ordenando, disponiendo, organizando e imponiendo su rabiosa voluntad. Nadie se atrevió a obedecerla sin mirar antes al nuevo Amo y ella desesperó, se indignó, pataleó y el conde duque la ignoró totalmente quitándosela de encima.

La presencia del conde Lucanor, restablecido, ahora consciente de todo lo que estaba pasando, se entrevistó con el emisario del rey. El conde duque de Medina, hablo largamente con el padre de la condesita. El señor feudal paseaba intranquilo, gesticulando, gritando no se sabía qué, señalando sus dominios desde la torre principal de su castillo. Se habían realizados detenciones, persecuciones y matanzas contra el vandalismo y la mayoría de las tierras de Orantes pasaban directamente al monarca. Lo que sí tenía sabido la villanía que el antiguo conde sería detenido y llevado encadenado a las prisiones del reino.

La apuesta

Una noche, el conde Lucanor de Orantes apareció con un taco de cartas en las manos. Venía encolerizado, muy bebido, fuera de sí, gritando hasta destrozarse la garganta. El conde duque de Medina se levantó de donde estaba tranquilamente, dándose con la fusta en la pernera de su espolón, previniéndose, a la vez, a un inminente ataque del noble.

-¡Señor! –Babeaba el conde y apestando a licor- ¡Me figuro que sois jugador, un jugador de naipes experimentado como el buen soldado que se precie! ¡Dadme la oportunidad de lavar mi nombre y el de mi hija jugándomelo todo a una sola mano! Pongo mi feudo, mi vida y la razón de mi existencia, lo más querido y amado para mí, sobre este mismo tapete. Esa es mi apuesta ¿Hacéis?

-¡Loco desquiciado! ¿Qué queréis decir? –Preguntó el de Medina. Los presentes en el salón estaban expectantes.

-¡Jugar, conde, jugar! ¡La pasión de mi vida! ¿Acaso sois sordo y ciego?

-Concretad, señor –gritó el otro empezando a perder la paciencia

-¡Me juego a una sola carta mi hacienda, mi honor y a mi hija! ¿Y vos, qué me ofrecéis a mí?

El representante real quedó, durante un momento, mirando a don Lucanor. Luego respondió.

-Todos vuestros derechos nobiliarios, la libertad que no tenéis ahora y el seguir viviendo miserablemente hasta que muráis con el remordimiento diario de haber perdido a vuestra hija, porque, señor, ella no entra en mi trato. Gane o no, me la quedo yo, ya está ganada de antemano. No la he apostado en este envite, fuisteis vos con el reto, luego la perdéis desde este mismo momento. Es lo que pongo sobre este tapete.

Ahora el horror cayó como una pesada loza sobre las cabezas de los nobles que acompañaban en la cena al conde duque. Durante un buen rato, don Lucanor, con la cara descompuesta y la locura en sus ojos, quedó pensativo y desafiante.

-¡Acepto! –fue un grito agónico que traspasó los límites del castillo

El de Medina, con su rostro impenetrable, no mostró la satisfacción que le produjo ver la derrota de un hombre que había cometido el mayor crimen de su infame vida: jugarse a su divina hija por el solo deseo de una partida a las cartas.

La condesita doña Inés, que estaba detrás de la gran puerta escuchando junto a su ama, tuvo la sensación de que se destruía el mundo en mil pedazos a sus pies ¡Su padre se la jugaba a los naipes! Ama Rosenda la contuvo como pudo tapándole la boca y apretándola contra ella. La joven, en su desesperación, quería parar aquella afrenta. Las dos mujeres marcharon del lugar totalmente destrozadas y, la joven noble, no pudiendo resistir la pérdida de su herencia legítima y su orgullo de mujer, se desmayó cayendo redonda al suelo.

Medina de los Sauces

La montura le estaba resultando pesada, superior a sus fuerzas, llevaba cinco días de viaje sin un momento de descanso, comían sobre las monturas y paraban para dormir pocas horas ¿Es que esos hombres vestidos de hierro no se cansaban nunca de cabalgar? Doña Inés miró a Rosenda su ama de cría, fue la única persona de su señorío que aquel malvado hombre había permitido tener a su lado.

Su padre había perdido ante su rival. Cuando mostró sus cartas tenía dos reyes, o sea, veinte puntos. El conde duque dos Ases o veintidós puntos. Todo quedó confiscado y la villa de Orantes pasaba a propiedad del rey. Su querido padre se suicidó esa misma noche. Lo encontraron en su dormitorio colgado de una viga, sin maniatar, bailando todavía porque no hacía mucho que se había quitado la vida. No tenía nada ni a nadie. Estaba sola y eso la desmoralizó haciéndola llorar constantemente pero callada, valientemente, mostrando que su dignidad no había sido cuestionada ni pisoteada por aquel conde duque que Dios, en su inmensa sabiduría, lo condenara a los Infiernos.

Al día siguiente, sobre el mediodía, los caballeros, la dama y la criada divisaron un gran pueblo, más lejos un castillo fortaleza enorme sobre una loma accidentada. Desde donde estaban se divisaban cinco torres: cuatro en su perímetro amurallado y una más alta y ancha dentro y en el centro de la gran mole.

-¡Por fin, Medina de Los Sauces! –Dijo alguien de alante alegremente. Y todos comenzaron a cantar una balada sentimental que hablaba de proezas antiguas.

Las gentes de Medina de Los Sauces, llamada así por la cantidad de estos hermosos y frondosos árboles llorones que había en el feudo, observaban la llegada de la comitiva postrándose servicial ante su señor feudal. También se fijaron en las dos mujeres que los acompañaban.

Odio de esclava

Las dos mujeres fueron trasladadas a la torre más alta de la fortaleza. Entró en aquella inmensa pieza con dos grandes balcones hecha una fiera, queriendo librarse de la soldadesca que la condujeron hasta allí. Los miraba fiera, escupiéndoles en la cara, gritándoles palabras que podía ser soeces en boca de una dama como ella, enfrentándose a ellos como lo haría un caballero que viera ofendido su honor.

Pasó varios días antes de que se oyera el fuerte y lento caminar de unas botas recias y el continuo sonido de la fusta dando contra ésta. Inés supo de quien era los pasos y tembló. Desde que conoció al conde duque en sus tierras la impresionó enormemente. Ni siquiera el odio que sentía por él en ese momento, a sabiendas de su misión y el destino que le tenía reservado a su padre, la apearon de la atracción que el hombre de noble linaje la produjo. Pero cuando la puerta se abrió y el caballero se presentó bajo el inmenso marco, ella, Inés de Orantes, condesa de Orantes Alto salió corriendo y se enfrentó calladamente mostrando su coraje, levantando la barbilla, retándolo como a un igual, mirándolo a duras pena a los penetrantes ojos que no se apartaron de su personita.

Nunca pudo creer lo que ocurrió después. El conde la tomó por la muñeca y la obligó ir detrás de él hasta el centro de la pieza, caminó dos veces a su alrededor hasta ponerse de frente a ella y, acto seguido, puso su mano fuerte en el hombro femenino y tiró de la tela del traje rompiéndolo hasta más allá de la cintura. A Inés la cogió desprevenida y reaccionó rápido queriendo taparse pero más rápido fue el noble que ya rompía el corpiño del zagalejo y la joven dejaba al descubierto sus hermosos pechos y un estómago plano y oscilante por el susto. Quiso cubrir la vergüenza que le produjo la ofensa, demostrarle que todavía le quedaba el orgullo pero el noble caballero la abofeteó y le impuso silencio con un gesto brusco de su mano. La joven, ante el agravio recibido, bajó sus brazos, levantó la barbilla más alta todavía y lo acribilló con sus grandes y humedecidos ojos. Creyó morir de extrañas sensaciones cuando los dedos suaves, largos y velludos rozaron su piel con el dorso de ellos bajando hasta los senos, acariciando en círculos las aréolas y los pequeños y erectos pezones estremecidos, metiendo todos los dedos en medio de la vaguada que formaban los virginales senos con una exquisitez infinita y bajando hasta su ombligo.

Inés comenzó a respirar entrecortadamente y a faltarle las fuerzas que la mantenía altiva. El señor de Medina se inclinó bastante metiendo la mano por debajo del faldón, acariciando con dulzura las piernas, subiendo despacio por el interior de los muslos y deteniéndose en medio de las entrepiernas que se mostraban ya húmedas y latentes.

La joven condesa, después de ímprobos esfuerzos en recobrar la voz, escupió las palabras

-¡Tomadme, mi señor, tomadme! ¡Soy una mujer derrotada en su propio feudo por el de Medina! pero nunca ¡Oídlo bien, señor! lograreis humillar el orgullo que nació con Inés de Orantes. Soy vuestra ¿Qué seréis capaz de hacer conmigo, mi señor? –Y enseñaba unos blancos y perfectos dientes apretados por la rabia y las ganas profundas de romper a llorar su desamparo, manteniendo la mirada que la traspasaba.

El conde no replicó al desafío. Sus ojos negros e inexpresivos seguían contemplándola desde su altura de tal forma que tuvo que desviarlos hacia el suelo. Toda ella tembló de extraña forma. El señor del castillo dio media vuelta dirigiéndose a la salida.

-Ama, esta mujer ya no es tu dueña y señora porque ahora es menos que tú. Su condición, en adelante, es la de ser mi esclava. Desde hoy permanecerá desnuda todo el tiempo. Mandaré traer un tejido para que le hagas varios zagalejos y tan solo vestirá esa ropa. Responderás con tu vida si no cumples mis órdenes.

Al día siguiente, unas mujeres trajeron tejidos bellísimos y caros de seda transparente, de colores hermosos y un patrón. No quisieron hablar con la condesita, tan solo con la mujer a la que decían "ama" y le explicaron lo que su Señor deseaba. Rosenda lloró cuando le comunicó la noticia enseñándole el patrón de ropa que tenía que confeccionar para ella.

-No te preocupes, querida ama. Cumple con tu cometido. Hazme uno de cada color que yo se lo mostraré a "mi señor" cuando vuelva por aquí.

Otro día, las mismas mujeres trajeron trajes preciosos de ricos brocados. Dijeron que la "esclava" podía salir al jardín y a la plaza de armas todas las tardes, pasear, recrearse de la Naturaleza. Era una orden del Amo. Y durante días la niña respiraba, desde los primeros momentos de las tardes, una cierta tranquilidad. Conoció las cuadras, los caballos que tanto amaba, el bello jardín y sus misterios, la gente que cuidaba del castillo y que la miraban, en principio, con cierto recelo. Poco apoco, la condesita fue haciendo amistad, congraciándose con ellos y todos la ayudaban en lo que podían. Fue sintiéndose feliz, segura, nadie la molestaba ni le recordaban su rol de esclava.

El Amo se encontraba, desde hacía muchos días, en la Corte.

El castigo

Una tarde, ya anocheciendo, la condesita esclava oyó el ruido de trotes de muchos caballos que entraban en la plaza militar. Corrió al balcón y vio al Señor que llegaba con sus caballeros y una parte de su ejército. Tembló de miedo y las misteriosas sensaciones que la recorrieron la última vez teniendo sus manos sobre ella volvieron a sacudirla. Vestía uno de los zagalejos exigidos, así que lo esperó casi impaciente.

Las dos mujeres había comido y ama Rosenda dormitaba dando cabezadas. Inés sabía que el señor subiría a la torre para verla y ella le esperaría el tiempo que fuera necesario para despreciarle sus regalos ¡Sí, eso era lo que tenía pensado! Y aquellas botas tan conocidas, donde la fusta siempre se cimbreaba, se dejaron oír cuando subía la amplia escalera. El hombre alto, fuerte, de cabellos lacios, largos con hebras de plata se dejó ver bajo el quicio de la puerta.

La joven Inés tragó saliva, había llegado el momento y corrió hacia él. Se paró de pronto y, enfrentándosele rasgó la vestidura desde el pecho hasta el final del faldón dejándola caer al suelo.

-¡No necesito vuestros regalos, señor, porque no soy una esclava ni una mujer que se vende! ¡Sólo quiero lo que es mío y que vos me quitasteis y tenéis en vuestro poder! –Su mirada era descarada y su hermosura, estando así de desnuda, transgredía los sentidos del ser más civilizado.

El señor de Medina la contempló largamente sin pestañear, sin embargo, un buen observador se hubiera dado cuenta que sus labios le temblaban estando escondidos bajo su poblada barba. Serenamente, sin alzar la voz, ordenó

-Ama, vete a la planta de abajo y no se te ocurra subir si aprecias tu vida en ello. Ahí puedes dormir tranquilamente toda la noche –El conde duque se apartó para que la criada saliera como alma que llevaba el diablo.

Fernando de Medina y Medina de los Sauces, conde duque de Medina y mano derecha del rey, cerró lentamente la puerta detrás y la tomó otra vez de las muñecas llevándola al lecho con dosel. Hizo algo que la niña no esperaba. Cogió la gran sábana de la parte de arriba, la troceó en cuatro y, agarrando uno, tomó a Inés por las muñecas, la volvió de cara al lecho, las subió por arriba de su leonada cabecita y las ató con cierta fuerza a la columna izquierda del dosel. No dijo nada y la niña tampoco porque parecía que echaba espumarajos por la boca. Se retiró unos pasos para atrás, la contempló largamente de arriba abajo y, de pronto, dejó caer la fusta una y otra vez sobre las blancas y torneadas carnes de Inés de Orantes.

Los azotes eran certeros, precisos y algo dolorosos. La fusta de dejó sentir en la espalda cuatro veces, en cada una de las nalgas otro tanto de lo mismo, cuando llegó a los muslos, la muchacha brincabas graciosamente a cada fustazo que el señor de Medina dejaba sentir sobre ella. Dejó descansar la fusta cuidadosamente sobre el lecho, como algo sagrado, la desató manteniéndole los brazos en alto, la ató nuevamente a la columna y esta vez de frente.

Sus pechos fueron flagelados tres veces en cada seno por los lados. Su estómago recibió cuatro tandas y su vulva virgen, labios suavemente abultados, palpitante, adornada con poco vello que le salía por arriba y la rodeaba escasamente hasta algo más de la mitad, recibió otros cuatro latigazos que la hicieron doblarse para adelante. Pero volvió a brincar, a saltar sobre un pequeño charco de orines que se estaba formando, cuando el conde dejó descargar en cada uno de los hermosos muslos cuatro severos fustazos hasta que ella, fuera de sí, sin poder mantener su orgullo de noble cuna, pidió un

-¡¡Basta ya, mi señor, por favor!! ¡¡Perdón, perdón!!

Don Fernando de Medina la desató y, sin contemplación la levantó y la lanzó a la cama. Inés lloraba a lágrimas vivas. Tomo su fusta y dando unos pasos hacia la puerta se detuvo y comentó.

-Mañana serás tratada como lo que eres, una esclava. Ya verás que castigo te voy a imponer por tu soberbia. Soy tu dueño y me debes un respeto tal que rayará mas alto que tu amor a Dios –Y, diciendo esto, salio cerrando la puerta con silenciosamente.

El collar de esclava

La condesita y su ama Rosenda tuvieron que estar dos días en una planta mas abajo de donde estaban normalmente. Ambas escuchaban golpes de martillos, roturas de muros y ruidos de cadenas. Al tercer día, el mismo conde llevó a Inés nuevamente a su cámara. Cuando entró nada hacía sospechar a la condesita hasta que, de pronto, sobre el lecho, había un collar metálico pulido y brillante como el oro sujeto a una larga cadena dorada y de preciosos reflejos. El conde la obligó a mantenerse de pie mientras le rodeaba su cuello con aquella diadema y colocaba un candado negruzco pero sin cerrar.

-No estará cerrado pero nunca te lo podrás quitar si no quieres seguir siendo castigada por mi fusta. Tantas veces lo vea fuera de tu cuello otras tantas veces que flagelaré tu hermoso cuerpo. Por tu bien, Inés, obedece. Seguirás vestida con estas prendas que te ha confeccionado tu ama y siempre has de permanecer desnuda dentro de esta cámara. Te permito que salgas al jardín, al patio de armas o pasear por el castillo, no se te cerraran las puertas para nada, pero, tan pronto vuelvas, este collar ha de permanecer en tu cuello tanto si te asomas al los balcones como si no. No tengo más que decir.

Durante todo el día, la condesita lloró desconsoladamente sus tribulaciones. Fue comprendiendo, durante toda la mañana, que no era un sueño onírico lo que estaba viviendo sino la realidad misma. Por la tarde, algo más calmada, no hacía otra cosa que ir de esquina en esquina sentándose en cada una de ellas y en el suelo o caminar mil veces por toda la estancia. Ama Rosenda desesperaba de verla tan afligida, asombrada de contemplar a su niña encadenada a un collar de perro como si fuera un animal salvaje. Procuraba no mirarla para no llorar también con ella. Hasta que llego la noche y el señor hizo acto de presencia. Rosenda, al verlo, escapó de allí nada más abrirse la puerta.

El despertar a la vida

El conde duque cerró la puerta y se acercó a la condesita que lo retaba con sus grandes y encolerizado ojos. Con su tranquilidad habitual la observó y, con la fusta nalgueo dos veces en cada glúteo y la niña brincó hacia atrás todo lo que pudo. No se inmutó el noble, con una mano la tomó por la muñeca derecha y con la otra, después de dejar la fusta a un lado, rasgó de unas sola ves la prenda de seda que llevaba dejándola desnuda totalmente, la llevó al lecho y la lanzó a él como la noche en que la castigó por primera vez, se quitó gran parte de su ropaje pesado quedando tan sólo con unos calzones anchos a medio muslo. Su pecho joven y fuerte lucía velludo sin exageración. Sentose en la cama volviendo bruscamente a la joven hacia él, abordando su boca con un largo y profundo beso que permitió a la niña olvidarse por ese momento del fuego que tenía en el culito por los fustazos.

La mano del caballero comenzaron a palparla suavemente, tomando su cara y acariciándola con las yemas de sus dedos, retirando el pelo, delineando las orejitas, la nariz, los labios, tocando la base de sus ojos abiertos, retadores, luego el largo cuello… La condesita estaba paralizada, lo veía tan cerca, respiraba su cálido aliento, percibía su calor corporal y veían los ojos de pestañas grandes y negras que la miraban severos y ya no se acordó de la ofensa recibida. Toda ella se estremecía con las caricias. Sentía que aquellos dedos, para ella infames, volvían a tocar sus senos pero ahora los palpaban, sopesaban y los estrujaban sin hacerla daño, redondeaban sus aréolas y pellizcaban sus pezoncitos pequeños estirándolos hacia él sin dañar. Quería salirse del lecho, correr, correr y correr hasta verse lejos de allí, de su presencia, de sus manos que le había producido dolor y ahora unas sensaciones totalmente desconocidas para ella pero tan deliciosas que no la permitía apartarse de donde estaba.

El hombre besaba todo el rostro femenino empapado ya de sudor y se apoderaba nuevamente de la boca, esta vez abierta, tomándola por sorpresa, invadiéndola y buscando su lengua con la que jugó a placer mientras las manos fuertes de soldado seguía en el reconocimiento del campo de batalla, ahora ante un pequeñito ombligo de un estómago fuertemente convulsionado por la forma como subía y bajaba ante las caricias que estaba recibiendo. El conde delineo las caderas y se introdujo en la entrepiernas pasando sus dedos por un vello púbico suavemente ensortijado, recorriendo unos labios vulvales que le dio la sensación que se contrajeron al tacto, por unos muslos que se cerraron a su paso.

No le importó, Fernando de Medina exploró el sexo virgen metiendo sus dedos por entre ellos, comprobando una entrada intacta, luchando sin esfuerzo con unas manitas pequeñas que quería apartarlo de una intimidad toda la vida guardada para fines más grandes y bendecidos por Dios. El conde seguía el reconocimiento y se encontró con un botón enardecido, crecido, fuera de sí y estremecido hasta la saciedad cuando él se apoderó y lo masajeó largamente cortándole a la jovencita la respiración.

Nunca creyó la condesita que ella pudiera sentir aquellos sentimientos de placer tan grande, es más, no sabía que existían. No se acordaba de los fustazos, sólo estaba presa de un placer tan grande que, de pronto, cuando el hombre estiraba algo de su sexo virgen, percibió que por dentro se estremecía violentamente sintiendo que una tremenda oleada caliente y maravillosa la envolvía haciéndola engarrotarse de tal manera que gritó con violencia cuando aquella excitación se exteriorizó con pasión infinita. Cuando se calmó supo que sus muslos estaban empapados y que el señor dirigía su boca hacia allí besando su intimidad, lamiéndola y bebiendo tranquilamente de aquellos líquidos que tanto placer le había ocasionado. Deseó morir pero también que él no terminara nunca de lamerla, de limpiarla, que la besara de aquella produciéndole pérdida de la razón, que se adueñara con su boca de una virginidad hasta ahora intocable.

El conde duque estaba que no podía más y, levantándose de la cama ante el asombro de la mujer que lo interrogaba calladamente, se quitó los calzones quedando totalmente desnudo, enseñando un pene morado, nervudo, tremendamente erguido y una bolsa escrotal hinchada. Vio como la niña, nerviosa, no le quitaba sus ojos de encima, le puso un dedo que olía a ella en su boca indicándole tranquilidad. La cabalgó apoyándose en sus propios muslos y enfiló aquel falo enfebrecido hacia una vagina intacta, selecta y coloco la cabeza del glande a la entrada empujando lentamente. Sabía que era virgen, muy joven y que la torpeza de la necesidad de poseerla iba a causarle mucho daño. No fue así como actuó. Empujó aquella gruesa cabeza dentro de la vagina y se encontró con un himen al paso y un pequeño respingo de la muchacha que intentó apartarse. No la dejó porque la mantenía entre sus piernas y sus brazos. La besó obligándola a abrir la boca y, mientras la entretenía en este menester, Fernando empujó y la niña volvió a gritar tanto o más fuerte que antes. Pero fue un momento solamente, el asombro y la perplejidad estaba en aquella carita inmaculada cuando introdujo hasta el final su pene en el interior de una vagina estrecha que se amoldaba perfectamente al paso a su pene fiero.

Inés de Orantes nunca supuso que su osadía al enfrentarse al conde duque le valiera ser poseída como lo estaba siendo. Siempre había creído en un hombre joven, de su linaje y elegido por su padre. Lo soñaba como las jóvenes de todas las épocas, bellos, valiente, guerrero, poeta y enamorado de su personita. Tuvo ganas de lloras al sentirse desvirgada. Sin embargo, estaba tan excitada, tan fuera de sí con los vaivenes del conde sobre su pelvis que, sin darse cuenta, sus piernas se habían abierto de par en par para facilitarle la labor y éstas subían y casi se enroscaban sobre las nalgas peludas masculinas. Otra vez, aquella emoción infinita la inundó cuando percibió que el caballero se agitaba cada vez más y más, ella, en su ignorancia del sexo, se dejó llevar nuevamente y se estremeció con violencia al tiempo que el conde que, saliéndose de su interior con una rapidez inusitada, le bañó con líquido caliente toda su entrepiernas y estómago dejando percibir un olor fuerte y dulzón que, desde ese momento, conocería por siempre.

Fernando de Medina cayó agotado sobre el joven y fuerte cuerpo de la muchacha dejando que su pasión mermara con su pene acariciando la pelvis de la mujer, luego, lentamente se retiró hacia el lado derecho de ella abrazándola, besando la cabeza de cabellos revueltos, acariciando los hombros perlados de gotas, sus pechos todavía estremecidos, sus estómago y volviendo a tomarla por los hombros y apretándola contra él como el tesoro más preciado de su vida. Y así amaneció el día siguiente, ellos abrazados, durmiendo plácidamente, ella cayéndole pequeñas gotas de saliva sobre el fuerte tórax masculino y él alborotando suavemente el cabello con su respiración nasal y cadenciosa.

¿Odio o amor?

Las noches se repitieron y, aquellas que al principio fueron infiernos para la joven, las siguientes se convirtieron en necesidad, en deseos, en desespero cuando el señor tardaba más de lo debido por los compromisos de su feudo. Todos los días era algo nuevo, algo que la llenaba y la enseñaba más a ser mujer. El estar desnuda fue parte de sus nuevas costumbres cotidiana y, cuando salía de la torre vestida con aquellos trajes caros y vistosos, se encontraba incómoda.

Lo buscaba y se acercaba temerosa ante su presencia, entonces, el conde la tomaba entre sus brazos, delante de la gente, besándola en la boca mientras acariciaba su rostro entregado. Otras veces cabalgaban juntos, otras, en la biblioteca, le pedía que le leyera poesías, relatos heroicos de soldados célebres. De cuando en cuando hablaba de sus batallas fuera del reino, de las heridas recibidas y de la soledad que lo rodeaba hasta que ella apareció en su vida.

Inés se fue acostumbrando tanto a su presencia que no se paraba a pensar que su señor podía marchar un día llamado por el monarca. Todas las noches, después de la cena, la tomaba en brazos, la llevaba al lecho y la poseía de aquella manera que la volvía loca. El odio, que en principio le tenía, fue mermando sin poderlo evitar y surgía un sentimiento grande que iba creciendo más y más. Tan solo la volvió a castigas con la fusta cuando ella, saliendo en defensa de una pequeña que estaba siendo reñida amablemente por el señor, se interpuso, con su habitual temperamento juvenil. El señor le señalo la torre y ella supo que el castigo era inminente, como así fue. Pedía perdón y reconocía su error mientras era castigada. Después de nalguear su culito duro con los doce azotes acostumbrados, obligándola a contarlos, el conde duque la amó en el lecho curando el sufrimiento producido con caricias, besos y amasamiento de sus nalgas, poseyéndola nuevamente como aquellas noches atrás desde hacía mucho tiempo.

Había pasado mucho más de un año desde que su padre la vendió en una partida a las cartas. Para Inés ya no existía otros horizontes que aquellos muros del castillo, la gente y los deberes que, con el permiso del su señor, fue adquiriendo. Se dedicó a dirigir el embellecimiento del jardín, la limpieza de las cuadras un tanto abandonadas, la puesta al día de la biblioteca de la fortaleza, organizar el trabajó de la servidumbre con bondad. Fue querida, amada por todos y el señor sonreía más habitualmente.

Sumisión

Una noche, cuando el conde entró en la estancia le dijo que a la mañana siguiente partiría para el reino por un tiempo largo, se avecinaba conflictos con los árabes y el rey, su señor, lo necesitaba.

Inés se encontraba besando el pecho de su señor y, como él muchas veces hacía con ella, comenzó a bajar tocando, mordiendo, besando el vientre masculino y dejando sentir los labios tibios, adelantando sus manos suaves y femeninas hacia el sexo desesperado del Señor, su hermoso y largo pelo produciendo cosquillas y dejando huellas húmedas de su saliva por la piel vellosa. Era la primera vez que él la dejaba tomar la iniciativa y, tomando el falo en su mano, un miembro ya erecto, oliendo a él, lo masajeó, tiró hacia atrás la piel del prepucio dejando el glande a la vista, un glande humedecido que ella se aprestó a limpiar con pequeños lengüetazos, a dejarlo deslizar por entre sus labios y a introducirlo en su boca hasta sentirlo en el fondo de su garganta. Entonces lo apretó entre sus labios y la lengua redondeaba el pene que se erizaba con aquella caricia. Mientras, su otra mano acariciaba y amasaba los escrotos con tanta suavidad que lo sintió estremecerse en la palma de su mano

No se atrevía a mirar a su dueño, no le estaba permitido, pero oía como El Dueño de su persona gemía a cada caricia de la esclava. Inés comenzó un coito bucal que no se explicaba como era posible que ella fuera capaz de hacer lo que estaba realizando con tanto acierto porque lo sentía jadear. Ensalivaba el pene desde afuera con su lengua y volvía a introducirlo en la boca una y otra vez. En dos o tres ocasiones se ocupo de los escrotos mordiéndolos con sus labios, dejando que Su Señor saltara de puro goce. Durante un buen rato la niña degustó por primera vez aquel pene que tanto placer le había dado en los muchos días anteriores como regalo a la larga ausencia que ambos iban a tener. Y el conde duque de Medina, no pudiendo aguantar más, derramó su fuerza de hombre de bien en la boca femenina que lo recibió gustosa, tragando y procurando que nada fuera más allá de su cueva bucal. Y el señor lleno de tanto ardor, tomándola por los brazos, la atrajo hacia si comiéndosela a besos. Aquella noche, el conde la poseyó dos veces y veló su sueño hasta que no pudo demorar mas su estancia levantándose cuando empezaba a amanecer, vistiéndose y caminando descalzo para no interrumpir el sueño de aquella mujer que tanto significaba para él.

-Señor ¿Vais a marcharos así? ¿Sin un beso? ¿Sin un adiós hasta pronto? Quiero regalaros algo, que llevéis en vuestro cuello para que os acordéis que aquí os espera la condesita esclava. Ella desea vuestro regreso para poder seguir viviendo, pasear con vos por toda la fortaleza, leeros, amaros. Mirad –Inés, tirándose de la cama, tomó el collar del suelo colocándolo alrededor del cuello y sujetándolo con el candado. Tomando una llave burda de la mesa de al lado de la cama se la entregó –Llevaros mi libertad con vos, Mi Señor, solo la querré si volvéis con esta llave. Es mi regalo de buena suerte en la empresa que vais a acometer.

El señor feudal tomó la llave con manos temblorosas. Miró aquel pequeño objeto y luego la miró a ella, desnuda, bella, mostrándole su mejor sonrisa, comunicándole su amor por él. Dio unos pasos hasta ella, metió la llave en la cerradura del candado y tan solo lo abrió.

-Nuca ha sido mi intención privarte de la libertad y no lo voy a hacer ahora. Lo llevarás puesto todos los días durante mi ausencia pero, esclava, tan solo cuando estés aquí, esperándome ¿Quién va a cuidar de mi feudo, de mi gente que tanto te quiere? Deseo que la madre de mis hijos siga siendo mi esclava pero una sierva libre, feliz de estar donde está Su Dueño. Me llevaré la llave colgada a mi cuello porque es como llevarte a ti conmigo.

No esperó más el conde duque porque sabía que claudicaría allí mismo anteponiéndola a las órdenes del rey. Fernando de Medina y Medina de Los Sauces desapareció detrás de la puerta al cerrarse.

La condesita se colocó sobre los hombros la ropa caliente del lecho y, arrastrando la larga cadena, condujo sus pasos al balcón que daba a la plaza de armas, se sentó en el alfeizar, dobló las piernas apoyando su rostro en la palma de su mano y, con lágrimas en sus melados ojos y vio alejarse al trote de su montura, acompañado de su cohorte de caballeros, al Dueño de su vida.

Tristeza

La condesita esclava volvía a estar triste mientras miraba el horizonte, hacia donde esta el reino.

El pueblo lo sabía y comentaba aquí y allá cuando la veía encadenada en lo alto de la torre

Está triste la condesita

en su torreón.

Su Señor no la visita,

desespera su ilusión.

Un collar de cuero

con argolla de cristal

y un cordón de oro negro

encadena su libertad.

Don Fernando está en las guerras

para expulsar al moro

de las sureñas tierras.

Ya no tiene lágrimas en los ojos,

languidece en la espera

que la consume poco a poco

El regalo real

Don Fernando de Medina y Medina de los Sauces estaba sentado frente a un hombre de su edad y con un porte muy distinguido: el rey.

-Sois un hombre muy apreciado, don Fernando. Los reyes de Castilla y Aragón me han hablado muy bien de vos y vuestras hazañas. Tenéis derecho a pedirme lo que queráis, conde, un guerrero de vuestra valía es un privilegio para este reino.

-No os pido nada para mí, majestad, ya tengo bastante. Solo os pido vuestra benevolencia en la restitución de los títulos, el honor y el feudo a doña Inés de Orantes Alto, heredera auténtica.

-¿Vuestra esclava, señor?

-Mi futura esposa, majestad, la que será la madre de mis hijos.

-Concedido, conde duque. Lo discutí con el Consejo del Reino y estuvieron de acuerdo conmigo. Vos lo arrebatasteis para mí y vos seréis quien lo entregue a su legítima heredera. Será mi regalo de bodas la devolución de esos derechos, ¿Aceptáis como padrinos a la reina y a mí?

-Es un honor que no merezco, majest

-Decidme, conde –lo interrumpe el rey mientras se echa hacia delante en su asiento- ¿Cómo hacéis para esclavizar a una mujer y que ésta no se revuelva contra vos mismo? Con la mía no puedo ni alzar la voz por encima de la de ella ¡Mujeres, imposibles de dominar!

Alegría

La condesita se asomó como hacía todas las mañanas pero, sin saber el por qué no tenía puesto el collar de esclava. Sentó en el alfeizar, dobló las piernas apoyando su rostro en la palma de su mano mientras contemplaba el horizonte. No había pasado mucho tiempo cuando una gran columna de polvo se dejó ver a lo lejos y una gran oleada de esperanza y alegría le subió hasta la garganta. Se puso en pie señalando al horizonte, queriendo gritar su alegría, avisar al feudo pero no pudo, se había quedado muda de felicidad.

Pero los villanos, siempre pendientes de ella se dio cuenta y todos, aquí y allá, comentaban alborozados también.

Está alegre la condesita

Porque llega su amor.

Llora y se agita

en el torreón

Ya no luce la cadena

que le impuso El Señor.

Dice ¡hola! desde su almena

Al Dueño de su corazón.

Ya no llora la condesita

Asomada al balcón

Ahora canta a las mañanitas

Como el Rey Salomón

Está contenta la condesita

En lo alto del torreón