La condesa (06: Todo el repertorio)

Isabella disfruta a los dos Enriques y organiza su vida sexual.

La condesita 6.

Todo el repertorio.

Aunque tenía una cara angelical y una actitud de lo más incitadora, yo no era todavía una belleza: aún demasiado flaca, sólo mi breve cintura estaba a la par de las bellas damas de la corte, pero no tardaría en aprender que era eso, precisamente, lo que me hacía deseable para muchos, aún para niñatos inexpertos (en temas mujeriles, digo) como mis dos Enriques. Creo que todo varón tiene fantasías perversas aunque pocos las cumplan.

En fin, la escena debió ser memorable: la verga de Enrique estaba aún ensartada en el culo de Enrique, ambos más vestidos que desnudos; y ante ellos yo, sólo cubierta por mis bragas, y tocándome sobre ellas.

Mi hermano había interrumpido sus movimientos, así que lo incité:

-Síguele, hermanito: quiero verlos. Termina por favor.- Y ni tardo ni perezoso arremetió a mi primo con mayor vigor que antes, si cabe. Mi primo cerró los ojos y se acariciaba suavemente su erecto miembro y mi hermano me devoraba con la vista. Me acerqué y Enrique, sin dejar de bombear, me puso a su lado, me besó apasionadamente manteniéndome junto a él con su fuerte mano en mi cintura. Apenas empezaba su lengua a jugar con la mía y sus dientes a morderme mis labios, cuando derramó dentro de Enrique la savia de la vida. Le sacó el miembro aún goteando y me estrujó con fuerza, haciendo a un lado a su "dama", pero le dije con voz seria:

-Si crees que me vas a gozar así estás muy equivocado, hermano mío: lávate la inmundicia que escurres y luego veremos.

Como viera que hablaba en serio se separó de mi y fue en busca de la jofaina con agua. Yo busqué entonces lo que quería: el otro Enrique seguía empinado, con los ojos cerrados, acariciándose el duro miembro. Lo levanté. Intentó protestar pero sellé sus labios con los míos y cuando dejó de resistirse y su lengua y la mía bailaron juntas, dejé el beso y murmuré: "No te resistas a lo nuevo, primo, ven". Lo acosté boca arriba y me disponía ya a gozarlo cuando sentí al otro a mi lado:

-Momento: yo gozaré tus primicias y no esta señorita, si quieres...

-Mis primicias –contesté- se fueron hace tiempo, y no te diré quién se las llevó. Quiero llevarme las de Enrique. Míranos, sirve que tu arma vuelve a ponerse a punto.

Dirigí el arma de mi primo a mi caverna que, a esas alturas, la necesitaba con urgencia. Me deslicé en él y me incliné de tal manera que en cada sube y baja mi clítoris se rozara con la cara interna de su aparato. Lo organicé de tal modo que disfrutaba cada movimiento mientras mi primito me veía con unos ojos como platos. Luego descubriría cuan delicado, cuan rico podía ser con él/ella, pero de momento sólo lo estaba usando y pagué mis pecados con su rápida venida.

Entonces me arrastró un cataclismo: mi rubio hermano me derribó, me abrió las piernas y me ensartó su poderoso estoque con tal fuerza que a pesar de la distensión y la abundancia de jugos que dentro de mi cueva nadaban, sentí un dolor agudo que me recordó la primera vez con Godofredo. Me usó como había visto a sus hermanos mayores usar a las aldeanas, me indigné, quise resistirme pero era mucho más fuerte que yo. Y de pronto empecé a disfrutar: mi cuerpo recibía nuevas sensaciones, nuevos estímulos en sus mordiscos a mis pezones, en la violencia de sus embates, en la fuerza viril que emanaba. Y así, sintiéndolo, llegó mi gozo.

Fui a dormirme a mi cuarto, satisfecha y feliz, y la semana siguiente establecí el modus operandi de los meses siguientes que sólo tuvo una variante digna de mención, tema del próximo capítulo.

Durante cuatro meses, pues, y hasta que nos alcanzó la guerra y todo acabó (o todo empezó, ya juzgarán ustedes), dividí mis noches entre las habitaciones de Eugenia, donde Godofredo y la dama de mi madre me daban un placer infinito y me enseñaban cuanto podía alcanzarse; y la de mi primo Enrique, donde yo les transmitía a los dos Enriques los conocimientos adquiridos en el otro espacio. Logré, además, mantener separados los dos ámbitos, sorteando incluso lo que en el próximo capítulo contaré.

Eran cuatro personas, cuatro estilos, cuatro formas de hacerme gozar. Eugenia, la morena italiana era la más vieja y sabia. Casi nunca lo hacíamos juntas, más bien se trataba de aprender, mirándola. Con todo, aprendí también a acariciar su piel, a sentir la tersura, la delicadeza de una piel femenina, el sabor de su fluidos y su amargura metálica en las cercanías de su periodo. Era para mí un placer besarla, mi boca perpendicular a la suya, cuando Godofredo nos hacía gozar a la una o a la otra, y era un placer también sentir su húmeda, sabia y fuerte lengua en mi clítoris y mi vagina cuando mi primo ya no daba más. Pero quizá prefería verla gozar con un miembro adentro era como si pudiera verme a mi, como si pudiera adivinar mis expresiones y miradas, porque sólo verla podía ponerme a mil.

Godofredo, a sus 18 años, tenía una pericia envidiable. Su potente miembro sabía llevarme a alturas insospechadas con movimientos rítmicos o arrítmicos, suaves o violentos, alternados, inesperados siempre. Su cuerpo pequeño y flexible se amoldaba al mío como una mano a un guante de delicada piel. Con él todo era gozo y aprendizaje: era un perfecto caballero, no como los que creen serlo sino como los que lo son y, para mi desgracia, no tardaría en demostrarlo frente al implacable hierro enemigo.

Mi hermano Enrique era como mis otros hermanos: un gigante rubio y poderoso, bastante bruto, aunque su corta edad y la adoración que me fue cobrando me permitieron irlo moldeando un poco. Sin quitarle esa rudeza que me gustaba, que me hacía ver estrellas, sin despojarlo de su fuerza guerrera, le enseñé a contenerse y a ver también por mi, y sus ásperas manos, sus duros músculos, me hacían olvidar que con él, más que con el resto, estaba en pecado mortal.

El otro Enrique parecía un niño, una niña. Alguna vez volvió a vestirse de mujer y parecía, ya lo dije, una gentil doncella, pero en general nos esperaba (a mi y a mi hermano) ya desnudo. Era suave y gentil, aunque su miembro erecto tenía casi el mismo tamaño que el de su hermano Godofredo, y en cuanto a potencia no tenía mucho que envidiarle. Era sumiso y delicado y podía hacer con él cuanto mi imaginación me dictara. Me gustaba tenerlo debajo de mi y golpearlo mientras subía y bajaba sobre su miembro, o tenerlo encima mío mientras él recibía a mi hermano por el culo.

Tarde ya, casi al final, aprendí a recibirlos a ambos por mis dos entradas. No es que no se nos ocurriera antes, pero no lo habíamos logrado: hay quien cree que es fácil y natural cuando tiene su chiste, como tardamos en aprenderlo. El placer es doble cuando hay cuatro manos, dos lenguas y dos penes a tu disposición, aunque es mucho más difícil terminar, es decir, llegar al verdadero placer, a la cima del gozo: para eso, basta una sola verga... pero eso es filosofía y aquí no se trata de eso.

Así era mi vida: los días los pasaba escuchando a mi perceptor, durmiendo a cada descuido y en cualquier lado, y las noches gozaba sin freno, usando los cocimientos que Eugenia me suministraba para no echarlo todo a perder. Así era y yo esperaba que así fuera para siempre, pero llegaron los alemanes. Aunque antes de contarles eso tengo que escribir aquí un último episodio de la vida en el castillo, de mi vida erótica en el castillo.

(El de la pluma, cansado de traducir y adaptar, aprovecha para agradecer a sus lectores y lectoras los comentarios enviados y para pedirles más).

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