La condesa (01: Primera visión)

La condesita inicia su educación sexual viendo a su hermano con la aldeana.

La condesita Isabella,

  1. Primera visión.

Hurgando en los Archivos de Sevilla encontré un manuscrito no clasificado, escrito en latín, que paleografié y traduje al castellano actual. Pude fotografiarlo, para que constara que es verdadero (el manuscrito: sobre los hechos narrados no pongo la mano al fuego, aunque muchos de ellos pudo confrontarlos en otras fuentes de la época). Soy historiador y conozco la complejoidad de ese tipo de fuentes, pero entre tanto escribo el libro que sobre la saga de los condes de X hay que escribir, para entender los juegos de la política europea de ese siglo formidable que fue el XVI, con figuras irrepetibles que van del emperador Carlos al buen rey Enrique IV de Francia, de capitanes soberbios como Hernán Cortés, Agrippa d’Aubigne o el despiadado duque de Alba; de esas indias que irrumpen en la historia de Europa, de marinos como el portugués Magallanes y reinas indomables como Isabel de Inglaterra, piratas como sir Francis Drake, guerreros como don Juan de Austria y escritores como nuestro gran Cervantes, vale la pena entregar al público el documento escrito presuntamente por la condesa de X, aunque no pertenezca aún a la historia.

Y como historiador, debo decir que está escrito en un mal latín, en la macarrónica lengua de una aristócrata apenas letrada (aunque mencione al Dante y a Rabelais), y ya que había que traducirlo, que rescribirlo más bien, lo he puesto en nuestro castellano actual, valiéndome de las licencias respectivas. Dicho esto, vayamos al texto, cedamos la palabra a la condesa de X.

Sigo siendo la condesa de X, gran señora. Mi estirpe, que muere conmigo, se remonta a los tiempos de los doce pares. Hoy, ya vieja y comida por la sífilis, tengo que contar mi historia, porque creen en este mundo que la historia la hacen los varones, los reyes, los ricos hombres, los grandes capitanes, y no ven que, en realidad, somos nosotras quienes dictamos los destinos de esta tierra. Pero no quiero filosofar ni hacer cuento de esto, sino mostrároslo con la verdad pura y dura de los hechos, por lo que voy a ellos, para contaros, primero, cómo me convertí en una solicitada cortesana, y cómo siendo tal, tuve en mis manos el destino del orbe. No digamos más y hablemos de la historia.

Mi padre era señor de una pequeña región del pie de monte entre la Saboya francesa y Borgoña. El territorio era rico pero pequeño: apenas el castillo señorial (nuestra casa solariega, dirían los españoles, aunque era todavía una fortaleza medieval: nuestra casa no tenía dionero para construirse un palacio al uso de la época) y tres aldeas de campesinos que con sus tributos mantenían el tren de la familia, polvos de los lodos de cuando nuestra estirpe era de electores del Imperio y de condes considerados en las primeras cortes del Continente.

Es decir, que para la época en que nací vivíamos más de nuestro orgullo y nuestra prosapia que de nuestros ingresos reales, y de lo que los varones de la familia obtenían en los campos de batalla, porque sin desvincular el mayorazgo (ya no había mucho que dividir, de cualquier manera), los condes de X solían procrear numerosas proles: las mujeres eran carne de convento en su mayoría y los varones, salvo el mayorazgo, mercenarios al servicio de este o aquel... aunque la mayor parte, siguiendo al mayorazgo, solían hacer armas en las filas del rey de Francia.

Mi padre, el XIV conde, murió en las guerras del rey Francisco I. Una bala española segó su vida y, para su fortuna, porque amaba a su señor, no le alcanzó la vida para verlo prisionero del emperador, luego del desastre de Pavía. En aquel tiempo tenía yo seis años y apenas recuerdo a mi padre, con su luenga barba rojiza y sus acerados ojos azules, cubierto de hierro de los pies a la cabeza.

Bien. Mi padre murió en el campo de batalla, como la mitad de los condes de nuestra estirpe, y mi hermano mayor heredó el título y la prez que le correspondían, aunque de momento fue mi madre quien se hizo cargo del gobierno de nuestras posesiones, y digo del gobierno porque, aunque ya no éramos electores del Imperio (lo fuimos muy fugazmente), aunque vasallo del rey de Francia, el conde tenía derecho de alta y baja justicia en sus posesiones.

Mi hermano, llamado Francisco en honor del rey al que servía mi padre, tenía 12 años, y mi madre, prima de mi padre y paridora como debía serlo, le había dado un vástago cada año al señor conde, de los que sobrevivíamos mi hermano Luis, de 12 años; Carlos, de 9; Enrique, de 7; yo, y mi pequeña hermana Juana, de cuatro.

El rey murió poco después de la muerte de mi padre, y sobrevino la tregua larga de la minoridad del rey Enrique II, y un periodo durante el cual mi madre logró mantenernos fuera de las pugnas europeas, tratando de restablecer el patrimonio de nuestra casa.

Un hermano de mi madre, que llevaba nuestro apellido, mandaba la pequeña guarnición del castillo: 50 hombres de armas, suficientes, pensaba mi madre, para la defensa de un territorio montañoso poco ambicionado, y para que mis hermanos recuperaran su nombre cuando llegara el momento. Este tío tenía dos hijos varones, que desde que tuvieron edad para hacerlo se entrenaron, como mis hermanos, en las artes de la guerra, y una hija.

Pasaron cinco años en paz... aquí, porque en Flandes y en Alemania ardía la guerra, y en el Mediterráneo las galeras turcas arrinconaban a los mercenarios de la serenísima República de Venecia mientras Inglaterra, a la sombra, se convertía en una potencia gracias a las pillerías de los bandidos del Océano.

Cuando comienza mi historia, la historia en que fui activa, mediante la cual torcí mi destino, yo tenía doce años, mi prima Catalina 14, mis hermanos 19, 17 y 14, y mis primos Godofredo y Enrique (al que le decíamos el pequeño, para no confundirlo) 18 y 15.

Mi destino era el convento, salvo que algún señor vecino me pidiera para su hijo, pero el aislamiento provocado por mi madre hacía que esa posibilidad fuera remota. Ya estaba yo en edad de ser enviada al convento, pero mi madre no quería separarse de mi y yo aprovechaba las libertades que me daba para corretear de un lado a otro por la campiña, observar el aprendizaje de mis hermanos y mis primos y montar a caballo, tremolar la espada y hasta tensar el arco en alguna cacería juvenil. Era una niña larga –demasiado, quizá-, pero poco desarrolla, cuando me vino la primera sangre, Gracias a mi nana aldeana yo sabía bien de que se trataba y me guardé muy mucho de informar a mi madre y a la senil gobernanta que me enseñaba las artes femeniles que toda doncella y toda monja deben dominar.

Acompañaba a mis hermanos a cercar gamos y jabalíes, y aunque en el séquito, sin poder probar el gozo de hundir el venablo en la violenta carne de la fiera bestia, o de asaetear al veloz cuadrúpedo desde mi cabalgadura, gozaba la persecución y el correr de la sangre caliente. También notaba cuando mi hermano el conde eludía al séquito y se perdía en las cercanías de las aldeas, regresando tiempo después al castillo. Y un día lo seguí.

El bosque tupido me permitía llevar a mi yegua a buen paso, lejos de él, pero sin perderlo, y mi yegua, fino animal, seguía a la noble bestia de mi hermano cuando mis ojos lo perdían. Al llegar a un claro mi hermano desmontó. Venía agitado por la caza y la cabalgada y se veía hermoso como un joven dios de la guerra. Quitó el bocado a su noble bruto, atándolo a un frondoso roble. Yo lo imité, fuera del claro, por supuesto, decidida a ver qué hacía su excelencia el señor conde durante esas prolongadas ausencias.

Acababa de arrellanarme en las raíces de un generoso árbol, acomodando cuidadosamente el vestido de cazadora que mi madre me obligaba a llevar (un año antes había cambiado mis vestidos de niño por los de señorita) para que las arrugas y la tierra no me delataran, cuando apareció una aldeana, una robusta moza de unos 20 o 25 años. Mi hermano se acercó a ella y rápidamente la despojó del andrajo que la cubría, debajo del cual no había nada. Surgió entonces ante mí robusta y plena, llena de redondeces, con su gruesa trenza colgando a la espalda y una espesa mata de negro vello formando una selva tupida que de su bajo vientre subía casi hasta su ombligo. Sus antebrazos estaban igualmente cubiertos de negro vello, y bajo sus dos axilas se veían otras tantas hirsutas pelambreras.

Mi hermano se despojó rápidamente de su atuendo y vio, por primera vez en mi vida, una enhiesta y larga verga, hambrienta, curvada hacia al cielo, clamando algo que yo aún no sabía qué era, pero lo sospechaba... no yo, mi cuerpo, porque empecé a sentir una extraña comezón, que me recordaba ciertas noches en que la había desechado

Mi hermano era rubio como el sol. Los vellos que cubrían su arma y su pecho, la incipiente barba y su larga cabellera contrastaban con el negro mate de la aldeana con la que se fundió en un rápido abrazo. La derribo sobre la hierba y sin miramientos de ninguna especie le clavó su arma. Esta encontró algunas dificultades pero pronto halló su camino y mientras la inerte aldeana, con las piernas abiertas, gemía y recibía estoicamente sus bruscos embates, mi hermano parecía un animal, un bruto. Disfrutaba más, evidentemente, que con la caza del jabalí y las lecciones de esgrima que les deba un gentilhombre toscano venido a menos (muy a menos, pienso hoy, para tener que enseñar en nuestro castillo).

Lo que vi parecería cosa de nada: no tardó tres minutos mi hermano en terminar sus violentas sacudidas, levantarse y, sin echar una ojeada a la aldeana, recobrar sus prendas, vestirse, poner el bocado a su caballo, desatarlo y partir raudo al encuentro del pobre séquito que nos seguía.

Porque lo decisivo fue lo siguiente. La aldeana se incorporó sobre sus codos, y cuando vio a mi hermano, su señor, marcharse a caballo, volvió a tenderse sobre la muelle hierba del claro. Recogió sus piernas sobre sí misma, y empezó a acariciarse su entrepierna. Desde donde yo estaba no veía claramente lo que sus manos hacían, pero sí captaba muy bien sus gemidos, sus estremecimientos y su largo aullido final, tras el cual se estiró cuidadosamente, mostrándome una vez más sus carnes generosas, se puso el mantón con el que había llegado y como vino se fue.

Yo me sentía muy rara. No entendía lo que estaba pasando, pero cuando volví al castillo estaba resuelta e investigar en mí misma qué había hecho la aldeana... y a vigilar más de cerca de mis hermanos, porque ahora empezaba a entender ciertas fugas con las sirvientas, y el papel real que jugaban las tres damas de compañía de mi madre.

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