La colegiala y el ascensor

Una pareja se pone cachonda subiendo en un ascensor de cristal hata la planta 20. Una madrugada aprecerá inesperadamente una colegiala en la quinta planta y...

"La colegiala y el ascensor"

Mi novia vive en la planta 20 de un lujoso edificio de apartamentos de Barcelona. Cerca del puerto donde están las torres de los lujosos hoteles.

Siempre me encantó el inmueble. Una arquitectura moderna, sin estridencia. Y un ascensor…¡Ay! Que de solo pensarlo, me pone cachondo. Mirando al mar. Por la fachada en uno de sus vértices. Lo que permite, que desde la torre del Hotel Ars, te vean desde las habitaciones con cristal opaco.

Siempre que subíamos solos, yo me abalanzaba sobre ella. Y aquel juego de poder ser vistos, hacía que nuestra temperatura subiera a la par que la velocidad del ascensor.

Llegábamos al apartamento, con tal ansia de desnudarnos, que en más de una ocasión, rompimos alguna de las prendas que vestíamos.

A veces, se detenía en la segunda planta de su recorrido, donde había una cafetería para los inquilinos de los apartamentos y oficinas.

Pero si no paraba, el camino estaba libre hasta el cielo. Pues ningún vecino que no hubiera tomado el ascensor en el hall o en "La Poupé" era el apodo de la cafetería, por todas las chicas que acudían –imaginé siempre-. Raramente lo abordarían en los siguientes pisos.

Esto que os cuento, no es sino la introducción de lo que nos ocurrió un día cualquiera del otoño del 2007.

Era noviembre. De eso me acuerdo, porque el día diez habíamos celebrado el cumpleaños de una amiga de mi novia.

Llovía o hacía que las gotas de sirimiri parecieran lluvia.

La humedad de Barcelona se te metía por los huesos.

Estábamos en el hall del edificio. Me abracé a Marta-mi novia, había olvidado deciros su nombre- llevaba una chaqueta de paño verde pistacho y una camisa de lino blanca. Metí mi mano por su espaldas, a sabiendas que mi flujo sanguíneo las mantiene calientes.

Esperábamos el ascensor ella y yo solos. El conserje hizo un gesto de saludo con la cabeza y una mueca que parecía una sonrisa.

Volvíamos de cenar en un restaurante romántico. Durante la velada, Marta había jugado con su pie descalzo sobre mi polla. Manteniendo una conversación cuando el camarero se acercaba, aparentemente intrascendente.

Yo le escondí uno de los zapatos de tacón y mantuve el juego durante un buen rato. Hasta que ella, mil veces más echada "pá lante" que yo, se levantó descalza cojeando. No tuve más remedio que admitir mi derrota.

Jugamos en el taxi hasta desbordar la risa por las ventanillas y conseguir la complicidad de los pocos viandantes que aún poblaban las frías Ramblas.

Me mordió la oreja mientras abonaba la carrera y me enseñó su diminuto tanga al descender del coche.

Me asió de la mano y llevó las dos hasta mi polla. Sintiendo la dureza, sonrió pícara y le devolvió el saludo al conserje que mantenía su gesto bobalicón.

Esperábamos el ascensor con la ilusión de tomarlo a solas. A sabiendas de devorarnos según cerraran sus dobles puertas.

Era improbable que se detuviera en la cafetería de la segunda planta. Eran las tres de la mañana.

La luz indicativa de parada se encendió en rojo-premonitoriamente- El CLINN…marcó la apertura de la puerta.

Nos pusimos de frente al hall, una vez entramos al ascensor. Con las manos tapando nuestros respectivos genitales. Muertos de vergüenza.

Aquella puerta parecía que nunca iba a cerrarse.

Lo hizo. Despacio. Haciéndonos de rabiar. Y cuando un solo hilillo quedaba por ocultarnos, nos fundimos en un beso de película.

Debió rugir el león de La Metro o al menos a mi me pareció escucharlo, cuando mis manos empezaron a tocar el culo de Marta.

Subíamos a una velocidad suave. Estaba diseñado así, para contemplar el paisaje marino. Las luces de la noche se confundían con las de las velas de los barcos. Que entraban al puerto marineando.

Miramos al pasar por la segunda planta el indicativo. Y yo subí la falda de ella hasta la cintura.

Su culo sujeto por un hilo que lo atravesaba, no cedió al envite de mis manos, que lo sujetaron y dieron cuenta del placer su dureza.

Mis dedos avanzaron entre el hilo y el triangulo de seda, del tanga rojo que si apenas cubría el coño de Marta, más allá de su vello rasurado en forma de rombo.

El río desbordado de su fuente, me hizo delirar o tal vez a la par que lo sentía entre mis dedos, percibía la sensación asida de sus manos a mi polla erecta.

En ese delirio estábamos, cuando sin ni siquiera oírlo se abrió de par en par la puerta. Estábamos en la quinta planta.

Nos quedamos petrificados observando como se instalaba a nuestro lado una chica de apenas dieciocho años o al menos eso parecía, con sus dos coletas rubias, anudadas por unos lazos negros.

Debí ser yo, quien la miró de arriba abajo, mientras Marta agarrada a mi polla como a un palo de escoba, emitía un sonido similar a una sonrisa.

Llevaba una mini escocesa que destacaba sus muslos semi-dorados del último verano. No llevaba medias, pero si unos largos calcetines rosas. Como la camisa, aunque ésta era más tirando a color palo.

Los botones estaban desabrochados hasta dejar ver lo voluminoso de sus turgentes pechos, que mostraban dos círculos color café por pezón, que herían al tejido, casi hasta romperlo.

En sus brazos una trenca, que debió quitarse al sentir el calor del edificio.

Se puso junto a mí. Volvió la cabeza para pulsar el botón del último piso, donde residía Marta.

Sonrió y mirándonos de frente, dijo:

Podéis continuar. Yo también estoy cachonda.

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CONTINUARA

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