La clínica del placer.

Javier lleva a Leonor al médico. Un médico muy especial. Mientras, Rosita descubre aspectos desconocidos de su sexualidad con la ayuda de Ricardo

La mañana había amanecido fresca, pero hacia las diez el sol ya calentaba lo suyo. El aroma de las espigas maduras y el de los arbustos que compartían espacio con las plantaciones de trigo y cebada, amenizaba la cabalgada de dos jinetes solitarios, náufragos en aquel apacible mar cereal, en el que suaves olas mecían la superficie.

Rosita iba en cabeza, tirando de su compañero, Ricardo. Éste no seguía con facilidad el trote de la yegua zahína de su amiga. Su caballo, un penco entrado en años y poco amigo de la velocidad, se empeñaba en mantener una marcha al paso que ponía de los nervios a la joven.

  • ¿Quieres azuzar a esa bestia, Ricardo? A este paso no vamos a llegar nunca a la dehesa.

  • ¿Que quieres que haga? Es un animal tranquilo...

  • ¡Esto has de hacer! - gritó ella golpeando con su fusta de cuero la grupa del perezoso jamelgo, que dio un respingo y salió despedido al trote, haciendo que el caballero se echara hacia delante y se asiera desesperadamente al cuello de su montura para mantener el equilibrio.

La amazona se echó a reír y rozó apenas con sus espuelas los ijares de la negra yegua, que se impulsó fácilmente hasta rebasar de nuevo al otro animal. Al pasar junto a él, Rosita estrelló la fusta en las nalgas de su amigo que lanzó un aullido y puso el culo en la silla. El calor de la carne de sus glúteos inflamada se extendió por la columna de Ricardo y bajó hacia su entrepierna. Su pene ya había reaccionado al castigo.

El destino de la pareja era la dehesa donde Javier criaba una pequeña pero selecta grey de toros de lidia. Habían ensillado las monturas después de desayunar y ahora recorrían las cinco leguas que separaban la hacienda donde se ubicaban las caballerizas de los extensos pastos donde vivían los feroces astados.

Javier les había ofrecido realizar esta excursión, excusando acompañarlos por tener él que desplazarse urgentemente a la ciudad a resolver ciertos asuntos. Beatriz y Mercedes tenían trabajo para atender la mansión y parecían felices en su condición de doncellas domésticas con derecho a rozarse con el amo. Leonor tenía muy perjudicada la retaguardia después del suplicio sodomítico al que había sido repetidamente sometida y era poco aconsejable que cabalgara en aquellas condiciones.

Rosita estaba exultante, enfundada en una chaquetilla que le venia algo ancha y unos pantalones ajustados de montar. Las botas de piel se habían convertido en un fetiche para ella, especialmente cuando ordenaba a Leonor o a Ricardo que se las pusieran. Leonor se arrodillaba con reverencia y acariciaba los pies de su amante con la excusa de hacer entrar mejor el calzado. Ricardo tenía violentas erecciones cuando tocaba la suela de las botas y no se atrevía a rozar los pies de Rosita por miedo a correrse allí mismo.

Cabalgaba el profesor con cara de preocupación, mirando de vez en cuando su reloj de bolsillo y sin prestar atención al paisaje mesetario y agreste.

  • ¡Mira! Ya se ven los toros. ¡Vamos! ¡Al galope, miedica, jajaja! - Gritaba la amazona lanzando su yegua en pos de las reses.

Ricardo no era para nada miedoso. Se había encaramado al edificio de la prefectura para hablar con Rosita cuando estaba cautiva en el pueblo. Se descolgó por la fachada de forma muy audaz a cinco metros del suelo, Pero otra cosa eran los caballos. No había nacido para dominar, sino todo lo contrario.

  • Bueno, pues son muy bonitos, pero ya podemos volver - decidió Rosita tirando de las bridas.

  • Espera, espera - pidió Ricardo tambaleándose en la silla - Si subimos a aquella colina, dice Javier que veremos las vacas y los becerros, que pacen por un valle precioso...

  • No quiero volver tarde, Ricardo. Echamos un vistazo y de vuelta a la casa.

Como siempre, Rosita era la que tomaba las decisiones.

Dos horas pasaron aún antes de que los jinetes volvieran a la hacienda. Era casi la hora de comer y Rosita irrumpió con ímpetu en la cocina.

  • ¿Qué tenéis preparado? Vengo muerta de hambre... ¿Dónde está Leonor? -añadió finalmente cambiando su expresión risueña por otra ceñuda y amenazante.

Las hermanas se miraron consternadas. Finalmente, Mercedes tomó la palabra.

  • Se fue con don Javier.

  • Sí, dijo que convenía que la viera un doctor... - añadió Beatriz

  • ¡¡Ricardo!! - bramó la morena azotando el aire con su fusta - ¡Ricardo!, ¿tú lo sabías, verdad?

  • Bien, algo comentó Javier... - reconoció el aludido - pero no...

  • ¡¡Has estado entreteniéndome, con las vaquitas y los becerritos, malnacido!! ¡Te voy a matar!

Esta frase tan usual y poco amenazadora en la mayoría de los casos, cobraba un sentido especialmente alarmante en boca de Rosita, que ya había demostrado con creces que era capaz de llevarla a la práctica con solvencia y sin remilgos.

Sin embargo, Rosita se limitó a salir acelerada de la cocina y cerrar con un tremendo portazo la puerta de su dormitorio.

Leonor estaba encantada con las atenciones, la erudición y los modales elegantes de su acompañante. Un criado de la hacienda había venido a recogerlos en una especie de calesa bien equipada para viajar, con dos mulas potentes tirando del carro.

En la cabina del vehículo, Javier sostuvo las manos de su invitada entre las suyas, alabando su valor. En un momento dado acarició sus cabellos y acercó la nariz al cuello alabastrino con excusa de percibir un supuesto perfume. El aliento del hombre en su oreja, hizo estremecerse a Leonor, que mantenía sus muslos apretados bajo el vestido. Iba sintiendo crecer las humedades entre las ingles y empezaba a desear que su anfitrión fuera más expeditivo y la follara directamente aprovechando el traqueteo del carruaje.

Sin embargo no fue así. Javier se comportó como un caballero, interesándose por Leonor, escuchando sus cuitas y asegurando que el futuro le sería más propicio.

  • ¿Dice usted, Don Javier, que este médico puede curar mis desgarros anales? Son muy molestos - y se removió en el asiento, haciendo contraerse la parte citada, que estaba muy sensible después de los castigos recibidos.

  • Por supuesto, Leonor. Y mucho más. El doctor Schwanz es una eminencia en todo lo referido a la mujer y sus particulares necesidades fisiológicas.

  • ¡Ah! ¿No es español este doctor?

  • Por supuesto que no. El Doctor Dicker Schwanz  es vienés, pero hace veinte años que vive y trabaja en nuestra ciudad. Es muy popular. Atiende a todas las señoras con necesidades especiales. Hasta de cien leguas a la redonda, acuden las esposas y amigas de los hombres más poderosos a ser tratadas por él.

A Leonor le vino cierta curiosidad por conocer al doctor, y eso que no entendía la lengua de Goethe, porque si hubiera sabido traducir el nombre del galeno, su interés hubiera sido aún mayor.

Se sentía ridícula dentro de una especie de saco negro lleno de volantes, que era un vestido de domingo antiguo de la mayordoma de la hacienda, que Javier le había pedido prestado a la buena mujer.

  • ¿Podríamos pasar por algún sitio y comprar ropa, don Javier? Tengo dinero para pagarlo, no se preocupe.

  • Tendremos tiempo de todo, querida, pero primero acudiremos a la consulta del doctor, que es un hombre muy ocupado.

La calesa recorría ya las calles de la ciudad y el cochero se dirigió sin vacilación hacia una avenida ancha, uno de los barrios más elegantes de la villa. Ante un pequeño palacete de tres plantas se detuvieron. Leonor bajó apoyando su mano en la de su anfitrión y se extrañó de no ver en la puerta del inmueble el habitual letrero con el que anuncian los médicos su presencia a los posibles pacientes.

  • Mi amigo trabaja de forma privada. Es tan popular, que no precisa anunciarse en la calle - comentó Javier como si leyera los pensamientos de la mujer.

Subieron al primer piso bajo la mirada impasible del conserje, hombre avezado a toda clase de espectáculos, que saludó educadamente a Javier, como si fuera alguien conocido y respetado por aquellos pagos.

Abrió al instante la puerta una dama treintañera, de apariencia germánica, alta, voluminosa y muy guapa. Javier la presentó como ayudante del doctor y Leonor se sintió más tranquila al encontrarse en compañía de otra mujer.

Pasaron al despacho-consulta de Herr Dicker Schwanz, que salió del parapeto de su enorme escritorio para estrechar las manos de los visitantes, besando afectadamente la de Leonor, que quedó muy bien impresionada.

Era un hombre de cierta edad, quizás sesenta años, de facciones rubicundas, luengas barbas y cabellos plateados aunque escasos. Vestía una bata clínica larga, aunque se adivinaba el chaleco y la corbata sobre una almidonada camisa.

  • Por favor, siéntense, Javier, señora. Aquí si son tan amables.

  • Amigo Dick, traigo a esta preciosa dama para que le haga una valoración completa.Leonor, te presento al Doctor Dicker Schwanz, una eminencia en su campo. Doctor, mi amiga trae algunos desperfectos, llamémoslos así, después de algunos lances desventurados. Espero que pueda remediar esas lesiones y devolverla al pleno uso de sus facultades amatorias.

Leonor no entendió el sentido completo de la frase, pero algo sí que pescó y la vergüenza creció en su interior, provocando que, a la vez que sus mejillas, enrojeciera su vulva y se humedeciera sobremanera su coño al tiempo que se secaba su boca.

  • Doctor ¿sería posible asearse un poquito antes de que me examine? El viaje ha sido un poco largo y no he podido cambiarme de ropa.

El rostro rubicundo del médico se iluminó de alegría - Me encanta esa solicitud, señora. Muestra su deferencia y respeto a mi profesión. ¡Fraulein Geil! Acompañe a la señora a los lavabos. Tómese su tiempo, querida. Así Javier y yo nos pondremos al día.

La señorita Geil compareció sonriente y guió a Leonor al baño contiguo, que resultó ser una amplia estancia, con tres alcachofas en el techo y dos de las paredes y ninguna cortina ni mampara, así que realmente toda la estancia era como una gran ducha. Al quedarse sola, Leonor giró la cabeza con sorpresa al detectar un movimiento a su derecha, pero de inmediato se tranquilizó con una sonrisa. Un gran espejo cubría toda la pared lateral y era ella quien se miraba a sí misma con sorpresa.

Observó una perchas metálicas justo al lado del espejo y se acercó a desvestirse, colgando allí su horrible vestido

En el despacho del doctor Schwanz, Javier miraba sorprendido cómo su amigo atenuaba el resplandor de las lámparas de gas hasta dejar la sala en la penumbra.

  • ¿Qué haces, Dicker?

  • Nada, nada, Javier. Ahora verás - Y descorriendo un pesado cortinaje, el doctor dejó a la vista el baño contiguo, que podían observar a través de un cristal semiopaco. Dieron la vuelta a los sillones y el doctor sirvió dos copas de coñac e hizo el gesto de hacer silencio a su amigo.

Así vieron entrar a las dos mujeres, quedarse sola a Leonor y, finalmente, lo que se esperaba, la mujer se quitó el vestido y la camisola que usaba como ropa interior. Se recogió el pelo y lo sujetó con una cinta que había sobre una repisa. Abrió el grifo central y dejó fluir el agua sobre su cuerpo.

El doctor observaba extasiado con gestos de aprobación la figura femenina, desnuda y brillante por efecto del agua. Leonor tomó la pastilla de jabón y frotó con ella una esponja para recorrer con ella sus piernas, sus brazos... Los grandes senos se deformaban deliciosamente bajo la presión de las manos. La mujer se acariciaba con voluptuosidad y se entretuvo largamente en su entrepierna, más allá de lo que la higiene y el decoro aconsejan.

  • Ahora podemos hablar bajito. Con el agua no se oye nada ahí dentro.

  • Esto es muy ingenioso, pero te aseguro que podía haber hecho que se desnudara ante ti sin ningún subterfugio.

  • No tiene nada que ver, Javier. Lo excitante es la intimidad violentada, no la desnudez. Observa ahora. Ha descubierto el irrigador vaginal y está intrigada.

  • ¿Y qué es un irrigador vaginal?

  • Desde luego, Javier, en España estáis atrasados... En Paris, Viena, hasta en Lisboa se conoce y se usa este aparato para desinfectar las vaginas y los rectos, si conviene. ¡Mira, mira! Tu amiga ya ha descubierto el cometido de la cánula.

En efecto, Leonor, que se estaba poniendo tan caliente como el agua que brotaba de la alcachofa, había advertido la forma particular del artilugio, bastante parecido a un pene estrecho y puntiagudo. Abrió el grifo lateral y observó el agua tibia salir por el agujero central y los múltiples orificios que recorrían todo el tallo. Se miró al espejo, concupiscente. Nunca se había visto desnuda con tanta claridad. Abrió las piernas y se frotó las tetas con las dos manos, pellizcando los pezones y fijando en el espejo una mirada llena de lascivia. Entonces tomó la canulita y la dirigió hacia su raja, que estaba en ignición hacía rato, de hecho todo el día.

Rosita había salido de nuevo a cabalgar. Era la forma de dejar fluir la rabia que sentía. Volvió a montar la yegua y se lanzó al galope por toda la extensión de la hacienda. Cuando las dos estuvieron empapadas de sudor, bajo el sol de justicia de la tarde, emprendió al trote el camino de regreso.

Ricardo la esperaba sentado a la puerta de la mansión. Parecía nervioso.

  • ¿Dónde estabas? Nos empezabas a preocupar.

  • No me creo que tú te preocupes por mí, desgraciado - rugió la mulata bajando de un salto y atando la brida a la barandilla del porche.

  • No entiendes, Rosita. Leonor necesitaba que la visitara un doctor. Es sólo por eso que ha ido con Javier...

  • Sí, sin decirme nada y encargándote que me tuvieras entretenida hasta que estuvieran bien lejos ¿verdad? ¿De dónde te viene a ti ese interés por los terneros, sinvergüenza? - Y Rosita lanzó dos buenos fustazos a los costados del profesor, que se cubrió con  la guardia que conocía tan bien por sus aficiones pugilísticas.

  • Perdona, Rosita - balbuceó - pensé que era lo mejor.

Ella entró violenta a la casa, apartándolo de un empujón. Sin embargo, cuando traspasó el umbral se detuvo en seco y le ordenó con un gesto que la siguiera.

Así lo hizo él hasta llegar al dormitorio. Rosita se sentó en la cama y extendió una pierna en alto.

  • Vamos, ayúdame con las botas - tenía una sonrisa torcida que no presagiaba nada bueno.

Ricardo se colocó de rodillas ante ella y sujetó el talón y la puntera. Estiró con fuerza y el pie descalzo quedó al descubierto. Rosita tenía un olor corporal muy intenso, un poco exótico a veces, pero bastante asfixiante cuando sudaba mucho. Y sus pies eran quizás la parte más olorosa de su cuerpo, empatados con su aromático chocho.

El profesor dejó al aire el otro pie y permaneció de rodillas ante sus fetiches predilectos. Aquella posición disimulaba la erección equina que estaba desarrolando.

  • Ahora el pantalón - exigió ella levantando las piernas a la altura de la cara del hombre.

Él tiró con firmeza de los extremos de las perneras y ella no cerró las piernas al sacar la prenda, con lo que su peluda y aromática vagina quedó bien visible, aumentando la excitación de su improvisado ayuda de cámara.

  • Échate en el suelo - ordenó poniéndose en pie y sosteniendo la fusta en la mano.

Ricardo obedeció, a sabiendas de que, tendido boca arriba, su bragueta se levantaría como la carpa de un circo.

  • Voy a darte tu merecido - anunció ella avanzando amenazadora, vestida sólo con la sucinta camisa que no cubría sus impresionantes nalgas ni su rizado pubis.

  • Lame - mandó poniendo la planta del pie sobre la cara del maestro.

Éste obedeció con fruición. El sabor salado y la presión de los dedos sobre la nariz hicieron poner los botones de la bragueta al límite de su resistencia.

De pronto, un fustazo seco hizo tambalearse la erección de Ricardo, que gimió de dolor, pero siguió lamiendo ávidamente después.

Durante diez minutos, Rosita hizo que Ricardo limpiara a conciencia sus sudados pies, respondiendo con un nuevo golpe a las pulsaciones del pene, que había humedecido ya el pantalón con su líquido lubricante.

  • Bueno, no lo has hecho mal, así que te voy a dar tu premio - señaló mientras se arrodillaba sobre el, encajando su vagina en la boca y su ano en la nariz del buen profesor, que se estremecía de gusto a pesar del dolor de huevos que estaba experimentando.

Sin separar sus partes bajas de la cara de Ricardo, Rosita procedió a desabrocharle la bragueta y a extraer su contenido. Normalmente sentía repulsión por las vergas masculinas pero, por algún motivo, la de aquel buen muchacho le resultaba atractiva. Era la polla de un macho sometido a ella, a sus azotes y sus desplantes, de un hombre sumiso, incapaz hasta ese momento de hacer nada que la incomodara. Hasta ahora, martirizarlo era sólo un juego; Sin embargo, cuando Ricardo había rebasado los límites, aliándose con Javier para arrebatar de su lado a Leonor, estos castigos tenían un significado diferente. Su vagina se mojaba por alguna cosa más que por las babas del profesor.

Dirigió algunos golpes al fino tallo del pene y a su desprotegido y rosado extremo. Luego descargó con furia la fusta sobre los testículos, y un prolongado gemido hizo vibrar su clítoris. Ricardo aullaba de dolor con la boca en el coño de Rosita. Y ella fue consciente de que se iba a correr de una forma nueva y, quizás por ello, muy excitante.

Leonor se encontraba muy bien. La habitación tenía calefacción y el agua caliente parecía no agotarse nunca. Y los chorritos de la cánula que ocupaba su vagina la estaban volviendo loca de placer. Tenía que morderse la mano para que los gemidos no delataran su estado de excitación.

Si hubiera podido ver a través del espejo que reflejaba los estremecimientos de su voluptuoso cuerpo, Leonor habría dejado de molestarse en no gritar. Su imagen atravesaba el espejo, como la heroína de Lewis Carrol, casi coetánea de nuestra protagonista. Pero esa imagen sólo era disfrutada por el doctor Schwanz y por Javier, que empezaban a tener que remover la calderilla para que sus erecciones no se clavaran dolorosamente en las tirillas de la bragueta.

  • ¿Resolviste esos problemas con el colegio médico? - preguntó Javier, por distraer un poco la tremenda erección que empezaba a experimentar.

  • Sí, sí - contestó el doctor distraidamente - Llegaron mis documentos de Viena. Lo que me costó fue evitar que supieran del proceso que tengo abierto en Austria.

  • Los renovadores sois unos incomprendidos - sentenció Javier.

  • Puedes jurarlo, mein freund, Cientos de mujeres han experimentado mis fármacos especiales y los aparatos que yo mismo he diseñado. Sin embargo, aquella colección de carcamale... , ¿se dice igual en español, no?

  • Más o menos.

  • Pues aquellos desgraciados no pueden soportar ver gozar a aquellas pobres infelices. Algunas nunca se habían corrido con sus maridos. Luego se vuelven adictas y las tienes un día a la semana en la clínica.

  • Lo cuál es muy conveniente para el negocio, claro..

  • Oh mein gott! Como esa mujer no pare, me voy a manchar los pantalones.

  • ¿Te imaginas el día que todos los hombres puedan observar este espectáculo? - especuló Javier.

  • La técnica ya está en marcha para poner los medios. Los daguerrotipos...

  • Eso no puede compararse con esta visión, Dicker. Hace falta un daguerrotipo en movimiento, en color... Mira, ya está a punto.

Leonor se corrió silenciosamente dejando resbalar su espalda por la pared de baldosas hasta que el culo tocó el suelo del baño. Cuando se sintió restablecida, la mujer se incorporó trabajosamente, se puso un albornoz que encontró colgado y salió de la estancia. La señorita Geil la acompañó de vuelta al despacho, donde los sillones habían girado ciento ochenta grados y las lámparas brillaban de nuevo.

  • ¿Está usted limpia y preparada? Pase por aquí, querida.

Al fondo del despacho, una puerta comunicaba con la sala contigua. Entraron todos a aquella estancia, que era amplia y luminosa, chapada con baldosas blancas y con diversas lámparas de techo que alumbraban cada rincón. En el centro había una especie de camilla o sillón pulimentado, también blanco. Leonor se sentó sin saber muy bien cuál era la postura que debía adoptar.

  • Levante las piernas, señora. Ponga aquí los pies. Muy bien. Y ahora, fuera ese molesto albornoz - dijo abriendo la prenda para dejar al descubierto su excitante contenido. En aquella postura la vulva quedaba bien expuesta y los pechos aparecieron también cuando el doctor apoyó los brazos de su paciente en los reposa-brazos. Tomó un sillín bajo y se situó a la altura de la vagina para examinarla a placer.

  • Vamos a ver qué tenemos aquí... Beindrukken ! Estas anillas doradas.. ¿cómo se las puso?

  • Fue un episodio muy doloroso y tuvo un final trágico. Mejor no comentarlo más - terció Javier.

- Wie sie es verboguzen

  • ¿Qué?

-Digo que como prefieran ustedes, Leonor. ¿Desea que los extraiga? - ofreció el doctor.

  • No, no, amigo mío. Al contrario. Quiero que los asegures y los verifiques. - contestó Javier tomando el mando.

  • Mmmmm. Será un placer..

El extraño doctor tomó de su bandeja de instrumentos dos hilos, sujetó uno a cada anilla y tiró con fuerza hacia los lados, abriendo así la vulva y exponiendo los labios menores.

  • Este introito es una delicia - comentó - Y su Klitoris muy sensible. Observa Javier, cómo se  ha hinchado ya.

Aquel apéndice venía ya inflamado de la sesión en la ducha, pero Leonor estaba demasiado avergonzada por verse expuesta de forma tan obscena, escuchando los comentarios de los dos hombres sobre su sexo. Y eso estaba ya teniendo consecuencias. Aquella humillación la excitaba terriblemente y el flujo asomaba ya burbujeando entre los labios menores como el juguito de una almeja.

  • Vaya sensibilidad, querida. Su vagina es un Pfütze .

  • ¿Cómo ha dicho? - preguntó con dificultad Leonor, que ja volvía a jadear por la excitación.

  • Un charco, me parece que se dice ¿Verdad, Javier?

  • Sí. Realmente notable.

  • Así no necesito lubricante - comentó el doctor, introduciendo un alargado instrumento que llevaba inscrita una regla milimetrada. - La profundidad justa. Suficiente para que entre cualquier verga, pero no tan honda como para que no se pueda presionar con el glande la entrada de la matriz. Así. ¿Qué dice, pequeña? Parece que le gusta..

El adminículo entraba y salía sin oposición, bien impregnado de flujo. Antes de que Leonor llegara de nuevo al éxtasis, el doctor extrajo el dildo y lo dejó sobre la bandeja. Tomó un pincel y agitó un frasco que había retirado del anaquel de la pared. Lo abrió, mojó el pincel y empezó a extender el líquido por la vulva, los labios menores y, sobre todo, el clítoris de la mujer, que empezó a dar pequeños gemidos.

  • Es muy sensible, en efecto. Y esta sustancia va a aumentar su sensibilidad. Mira Javier. Ya no la acaricio con el pincel. Ahora - dijo poniendo en marcha un cronómetro - vamos a ver si la señora tiene un orgasmo antes de dos minutos. No, no. No la voy a tocar, querida. Es un experimento científico. Va usted a correrse sin tocarse, ya verá que curiosa sensación.

En efecto. La pobre Leonor empezó a lanzar gemidos, a abrir y cerrar los dedos de las manos y los pies... De pronto, un chorro de líquido salió disparado de la temblorosa vagina,  estampándose en la cara del doctor, que se echó a reír quitándose sus lentes para secarlos.

  • Fascinante, Javier. Esta mujer es absolutamente increíble. Goza como una perra, si me permite la expresión, poco refinada, pero muy real.

  • Pero me interesa que revises su entrada posterior.

  • ¡Ah, sí! A ver, guapa, levanta ese culo. Maravilloso. Ya veo. Hay aquí y aquí unos desgarros. Esto no es grave. Hay que comprobar ahora si además de gozar, esta perrita es capaz de hacer disfrutar a un hombre. Fraulein! Bring den Stock mit . - ordenó a la señorita Geil el doctor.

La enfermera trajo un aparato de goma deshinchado, de la forma y el tamaño de un pene mediano.

  • La voy a lubricar con su propio flujo, amiga mía. Hay para dar y vender. Así, un ano bien mojado, para que entre el medidor.

  • ¿Medidor? - Preguntó Javier

  • Sí. Esto es un manómetro. Conectado a este tubo, vamos a ver la presión rectal. Eso es muy importante. El mayor placer de la sodomía es recibir en la verga las compresiones rectales de la sodomizada. Apriete fuerte, Leonor. A ver cómo sube la columna de mercurio. Mis colegas alemanes y franceses han desarrollado este instrumento para medir la presión arterial, pero yo lo he aplicado al estudio de la rectal y también de la vaginal, por supuesto. Muy bien; ya veo que sabe manejar sus músculos íntimos, querida. ¡Vaya presión! A ver ahora en la vagina... Perfecto. Lo dicho Javier. Esta mujer es una Kopulierende maschine

- Eso sí que lo he entendido, doctor - dijo Leonor, que estaba a punto, ya desinhibida, de conseguir su tercer orgasmo.