La cita - la efeméride
Hoy hace diez años de aquel 7 de abril del año 2011.
Hoy hace diez años que este cuento, o más bien esta serie de cuentos, se publicó en esta página. Unos relatos que he leído y releído un montón de veces, como muchos de los seguidores de esta autora, porque es algo más fuerte que un relato erótico o morboso simplemente. Es una descripción increíble y humana de una persona, una mujer que acude a una cita y el juego de amor o de seducción en que se ve inmersa, con sus pensamientos íntimos sobre lo que va viviendo en esos instantes.
Como homenaje a tan bellos escritos he querido humildemente contribuir relatando a mi manera otro episodio que podría poner punto final a toda la historia. Confío en que la autora me perdone y disculpe este atrevimiento, y lo considere más bien como un cumplido.
La Nueva cita diez años después.
No había vuelto a acudir a ninguna invitación después de aquella, pero seguían manteniendo una corta y educada relación dos veces al año: felicitación de cumpleaños y de Navidad. Y tampoco en ninguno de los casos volvieron a mencionar lo sucedido diez años atrás, en aquel hotel de la capital, aunque ella no lo había olvidado, ahora lo veía como algo muy lejano, sin remordimientos ni el mas mínimo asomo de culpabilidad. Era algo que había ocurrido, sucedió, siempre estaría en su recuerdo, pero como un momento feliz, sin mas detalle de lo vivido y sentido en esa habitación.
Como todos los correos esperados, imaginaba antes de abrirlo las palabras educadas y la breve frase de recuerdo del día correspondiente de la fecha a recordar, ningún te quiero, no te olvido, ni mención a los encuentros ocurridos entre los dos, ni nuevos avisos de viajes, aunque suponía que seguiría haciéndolos, y la misma despedida, la anónima de: un beso, al final de cada carta. Corta y gentil, anodina y educada.
Y ahora… dudaba en abrir ese mail fuera de las fechas señaladas, temía la lectura de lo que se escondía después de ese: Javier (sin asunto), que igual podía ser algo bueno como una triste noticia, algo terrible o tal vez solo un adiós definitivo.
Había pasado mucho tiempo, nueve? diez años? Los recuerdos desaparecen, se difuminan, recuerdas las cosas como instantes felices, pero no eres capaz de describir los momentos, las sensaciones de entonces. Su vida había vuelto a ser relajada, en la paz y tranquilidad de su matrimonio. Tal vez algo había mejorado en su vida cotidiana, en el afecto de su marido, o en sentirse más satisfecha en general, y aunque no volvió a pensar en ello, al principio lo achacaba a aquella aventura, a aquellos días felices y fugaces de sentirse admirada y deseada de nuevo, a revivir los lejanos días de cortejo y seducción, que luego la vida en pareja había reemplazado.
Lo abrió al fin, la carta era esta vez algo más larga, de un vistazo rápido no vio nada raro, y comenzó a releer tranquilamente ya, enterándose con más calma de lo que iba leyendo: hacía diez años desde que se vieron en aquel bar de Arguelles, diez años desde que traspasó la puerta de la cafetería buscando a un extraño con la mirada y el móvil en la mano, diez años desde que tomó la decisión que tanto la había influido en todo ese tiempo.
Javier seguía con sus viajes, cada vez mas espaciados, pero esta vez volvía a Madrid sin ninguna excusa, solo quería verla de nuevo, charlar en aquella cafetería si aún seguía abierta, verla, recordar como era su rostro, sus manos, su voz, volver a estar frente a ella una eternidad, memorizando de nuevo aquellos rasgos que se iban difuminando con el tiempo, volver a sentir las emociones y el placer al contemplarla otra vez, nerviosa y tímida ante él, como estaban los dos aquel día inolvidable.
Su primera reacción fue correr al baño, encender todas las luces y colocarse ante el espejo, ver los cambios, notar las trasformaciones que la edad había dejado en su cuerpo, en su cara, las arrugas, el pecho mas fofo, la tripita mas redonda, las manos mas huesudas, más delgadas… No, no podía verla así, no se veía bonita ni mucho menos atractiva. Era solo una mujer mayor, que se resistía a serlo, pero a la que cada mañana ese espejo le recordaba la dura realidad, era más vieja, más fea, nadie volvía la cabeza al verla pasar, solo su marido la veía como siempre, y la besaba y acariciaba como había hecho toda la vida, tal vez con menos pasión, pero si con el mismo cariño.
Y él? Como habría cambiado él? Los hombres sufren mucho menos el paso del tiempo, las canas les favorecían, la edad si se conservaban mínimamente en forma, les volvía mas interesantes, pero para las mujeres era una cuenta atrás, un avance sin retroceso posible. Seguiría tan elegante como siempre? Tan caballero, tan educado y gentil? Su conversación seria igual de amena? Sus ojos dirían todo lo que ella vio en su día en ellos?
Deseaba comprobarlo, aunque sabía que nunca acudiría, ya pensaría una excusa factible, creíble, que no hiciera daño, pero que no se pudiera argumentar. No podía ir, no se sentía con fuerzas ni optimista por ese imposible encuentro. Su vida había cambiado, y un bello recuerdo podía echar todo a perder al ver la cruda realidad de ambos en el momento actual, sus achaques, su deterioro, y tal vez su desgana por aquello que los unió entonces.
Por la mañana, al salir de la ducha, hizo lo que tanto tiempo atrás hacía: quedarse desnuda delante del enemigo brillante que tenía enfrente, de ese espejo acusador y sincero en su crudeza, y mirarse y decaerse y sentirse tan lejos de aquella lozanía que ni siquiera recordaba ya. Si, sus pechos eran un poco más grandes, pero más caídos, la redonda tripita salía algo más, y ella lo disimulaba con la ropa como podía, y la cara… no, la cara arrugada cerca de los labios y de los ojos, no le gustaba, y eso no podía disimular ni esconder para nadie que la mirase de frente.
Era imposible. No iría. Y se lo diría así: no, no quiero que me mires como soy ahora, quiero que me recuerdes como era hace diez años. Él lo entendería.
Faltaban unos pocos días para esa nueva cita y todavía seguía con las dudas. Decidió hacer una cosa algo comprometida, no me gustaba nada, pero necesitaba una opinión más imparcial y tal vez el punto de vista de un hombre, y lógicamente, ese no podía ser mi marido.
Se lo conté por carta a mi amante virtual y a veces mi confesor, y me dijo que no estaba de acuerdo con la decisión que iba a tomar. Juntos analizamos aquella inesperada y sorprendente situación en que me encontraba. Hablamos de todo lo que había ocurrido en la última década y con mucha paciencia me hizo ver, que no había nada que temer inicialmente, casi todo había cambiado o estaba en puertas de cambiar.
En primer lugar mi marido estaba mucho más conmigo, aquella indiferencia desapareció, o tal vez nunca estuvo, salvo en mi imaginación, él era quien me halagaba ahora con sus comentarios, ahora me sentía totalmente querida y no solo por él, como mi marido de siempre, también estaba la nota discordante, que alegraba mis días últimamente. No podía sentirme más querida en este momento, no había ningún temor por ese lado. El sabor del sexo, ya no era lo mismo, con mi marido tenía más que el podía desear, él con algunas menos ganas que antes y yo francamente también, incluso de un tiempo a esta parte necesitaba ayuda para lubricar y si no lo hacía por pereza de no levantarme a coger el tubito, veía las estrellas, pero no como antes por el placer de sentirme ocupada por él, si no por el dolor que me producía una seca penetración.
A una mujer nunca le sobra una frase galante ni un elogio de su cuerpo, pero por muy seductor que fuera, ya no era tan creíble y no por culpa suya, yo era ya mucho más pragmática y no me dejaba engatusar por cuatro frases bonitas.
Lo que peor llevaba era lo de mi cuerpo, pues aunque aun me gustaba lucirme y presumir, era como un ritual, como una lucha constante con las cremas de belleza, los tratamientos, el ponerme morena y disimular mis imperfecciones escogiendo meticulosamente la ropa.
Esa fue mi crisis de los cincuenta, que me duró unos cuantos años y terminé de superarla dejándola atrás y luego me abrazó la de los sesenta, pero a esta la vi venir de frente y supe anticiparme a ella y me di cuenta de que ahora lo importante no es el brillo de la carrocería, lo importante es que el coche funcione bien y pasé a controlar mi belleza como mejor pudiera pero prestando mucha más atención a mi salud.
Sé que ahora en esos 20 minutos de trayecto del autobús, pensaría en algo muy distinto a como lo hacía en aquellos monólogos de la carretera de La Coruña; hoy estoy mucho más segura de mi misma y la ropa interior que llevaría puesta serían las primeras del cajón y no las ultimas, al fin y al cabo eran todas muy parecidas, cómodas con un toque sexy como siempre me habían gustado.
Así que al final acepté su propuesta y quedamos a las cinco de la tarde, hora de las mejores faenas taurinas y aunque no sé si iría con segundas, no me amilané y acepté la hora y el lugar, que también se las traía: el hotel Conde Duque, en la cafetería por supuesto.
Y llegó el día y a las cinco de la tarde entré en la plaza, aunque por supuesto no era la de Las Ventas. No llamé por teléfono, suponía que aun nos conoceríamos y traspasando la puerta de cristal, comprobé que en la esquina de la barra estaba él. Se acercó a mí y me dio dos besos como siempre hacíamos y nos sentamos en una mesa, no había nadie en la cafetería a esas horas, salvo un huésped del hotel que tomaba un café.
Nos quedamos un rato observándonos, él con cara alegre, casi contento de verme, para él debía seguir siendo bella, aquella mujer plena de hace diez años. Yo miré más detenidamente otras cosas, los rasgos cansados, los ojos tristes, la sonrisa un poco forzada, las arrugas y el cuerpo delgado, y me di cuenta de que algo así vería él de mi en realidad, si me analizara con la mirada crítica con que yo lo hacía. Una sonrisa me sacó de dudas.
El me pregunto cómo siempre
- Coca Cola o Café
No me corté un pelo y al camarero le pedí una copa de cava. Él sonrió y hizo un comentario de que como había cambiado o algo así.
Nos preguntamos por las familias, muy bien, le dije yo, y a juzgar por la expresión de su cara, habría jurado que a él no tan bien. Me explicó el por qué de su repentina aparición después de todos estos años y el deseo de vernos. Me confesó que estaba cansado de trabajar y que había decidido jubilarse y disfrutar de sus nietos.
La despedida era como finalizar aquello que hubo hace años y que él se resistía a cerrar, se comportó como todo un caballero, pero que tal y como se habían desarrollado las cosas, lo mejor era terminarlo definitivamente y despedirse cordialmente como unos buenos amigos.
Me hizo las galanterías esperadas, incluso noté como quiso poner su rodilla entre las mías, pero esta vez no me hizo ni las preguntas de otras veces: las de la lencería que siempre le interesó. Le dije que había comido con unas amigas y que luego me iría hacia casa para llegar antes que mi marido, que había estado comiendo también fuera.
Hice intención de levantarme y él lo hizo también, me ayudó a ponerme la chaqueta y salimos de la cafetería.
te acompaño al autobús?
tengo que hacer unas compras antes, quería pasar por el Corte Inglés.
hazme ese favor… tengo toda la tarde por delante hasta la hora de cenar. Haz tus cosas como si no estuviera yo, pero déjame ir a tu lado.
Le había dicho lo de las compras para evitar que me acompañara, pensando que eso le haría desistir, pero al verle casi rogar, me enterneció, y le cogí del brazo, echando a andar hacia el centro comercial. No tenía nada que comprar, no se me ocurría nada en realidad, hasta que una idea maligna cruzó por mi cabeza, y me dirigí a la sección de lencería.
Miré, y seleccioné unos conjuntos, le pedí su opinión, no se sentía cómodo y al final, me dirigí al probador, llevándole de la mano, casi a rastras. Se quedó sentado en la banqueta, miraba hacia otro lado, mientras yo me deshacía de toda mi ropa, y luego sin despojarme de las bragas me coloqué la otra encima. A continuación y de espaldas a él, algo innecesario, porque el espejo lateral le mostraba toda mi desnudez, desabroché el sujetador y me probé el nuevo. El me miraba disimuladamente, pero no perdía detalle.
Un par de vueltas, ajustes laterales, recolocación del pecho y me pareció perfecto. El no dijo nada, solo miraba, no me hizo falta pedirle su opinión. Repetí la operación a la inversa, me vestí y recogí las dos piezas para pagarlas en caja, y al levantarnos para salir musitó un - Gracias, gracias por este momento, por esta despedida.
La vuelta en el autobús fue totalmente distinta, ahora iba contenta, segura de mi misma, sin temor a que hubiera llegado mi marido antes que yo. Era feliz, me dije a mi misma, en este momento lo tengo todo: un marido que quiero y me quiere, que es mi compañero, que es padre de mis hijos, tengo admiradores, lectores, incluso uno más especial que me mima y me respeta y gozo de inmejorable salud. Estaba bien que el pasado concluyese así, bien para los dos.