La cita ii

Soy de nuevo Bárbara, después de follarme a un amante en el parking les cuento las primeras horas de la mañana del día después antes de ir a su hotel. La verdad es que no aguanté....

Decir que aquella noche dormí algo es ya mucho decir. Nerviosa, supurando sexo por mi cada uno de mis poros y todavía excitada por el encuentro con Javier, mi cuerpo apenas pudo descansar. Además, no podía evitar ni rememorar la escena ni tampoco figurarme cómo por la mañana iba a tener la sangre fría para que, ante mi marido, ningún gesto de mi rostro evidenciase lo inexcusable. ¿Cómo hacer para que ninguno de mis ademanes apuntase a la nueva realidad a la que me había subido?, ¿cómo disimular cuando me preguntase que qué tal la cena con las amigas? No había manera de saberlo: solo, llegado el momento, vería de lo que era capaz.

Trataba de tranquilizarme pero, como digo, los flases venían a mi mente de continuo. Como me había besado la boca, cómo mis pezones habían cobrado vida propia ante las atenciones de su lengua y como mi cuerpo había sido asaltado de esa forma tan delicada pero, al mismo tiempo, tan salvaje. La fiereza de su sexo penetrándome, la apasionada manera de follarme esforzándose para que cada uno de mis sentidos jugase un papel estratégico y aquel orgasmo demoledor que tuve en el parking, eran momentos que todavía atesoraba pegados a mi piel. Pero sobre todo fue esa mamada con que le premié en el coche antes de despedirnos lo que laceraba todavía mi cuerpo, lo que me provocaba una tensa excitación que me impedía coger el sueño. ¿Cómo fui capaz? No lo sé, juró que no lo sé. Solo sé que quise hacerlo, que me sentía tan atractiva y tan sexualmente plena que, quiero pensar, se dieron las condiciones.

Fue al despedirnos cuando, al ir a besarnos, noté la punzante dureza de su sexo acompañada de una profunda mirada de deseo descarado lo que me impulsó a desnudar su miembro y lamerlo con mi lengua, a mimarlo con mis uñas, a succionar esa dureza tremenda con mis labios. Notar una de sus manos firme en mi nuca acompañando cada una de mis acometidas y la otra acariciándome sensualmente la espalda solo me hacía estar más segura de hasta donde quería llegar. Le quería a él, entero, devorarle, dejarle como él me había dejado hacía apenas veinte minutos: temblando y a expensas de que mi propio cuerpo se recuperase como pudiese. Y así hice. Guiada por la profundidad de sus gemidos y por una boca, la mía, que ya se acoplaba perfectamente a la envergadura de su sexo, continué comiéndome aquella polla que tanto placer me había proporcionado deseosa de condensar todo el latigazo de placer que se intuía cercano en mi labios, de provocar una oleada de goce masculino imposible de atemperar. “Me corro, cielo, me corro”: esas fueron sus palabras, de asombro y gratitud, antes de ser asaltado por un espasmo demoledor, por una sacudida cuyo resultado fue que todos sus diques se abriesen y me regase, boca, labios y cuello, de ese mismo semen caliente que antes había abrasado mi culo. Notar como mi boca se llenaba de él me puso más cachonda. No podía parar y sentir su polla deshaciéndose de placer en mi paladar me puso sobre la pista de lo que era capaz de provocar en aquel hombre. Al sentir su semen en mi paladar me mojé entera las bragas y al tragármelo poco a poco una ola de calor sobrehumano me recorrió incendiándome para siempre.

Fue rememorando el placer dado y recibido, la forma de cada una de sus caricias y la brutalidad de sus embestidas, que no pude resistir la tentación de coger el teléfono y mandarle un mensaje. “Sueño contigo”, le dije. Apenas esperé unos segundos y el teléfono, y yo con él, vibró. “No puedo dormir recordándote, llevo tu aroma impregnado en mi piel”. Apenas suspiré rompiendo mínimamente el silencio de la noche cuando otro mensaje me fracturó en mil pedazos. “¿Estás en la cama?” “Sí”, contesté. “¿Desnuda?” Volví a afirmar. “Necesito de ti. De tu boca, que me endurezca y me parta”. Confieso que dudé. De escribir lo que se me pasaba por la cabeza sabía que no iba a haber marcha atrás, que su cuerpo sería una droga a la que querer volver día tras día. “¿Te veo mañana en tu hotel?” “Sería un placer recibirte. Sólo una pregunta.”, contestó de inmediato Temblando escribí: “dime”. “¿Cómo quieres que te desnude?” Sonreí: “despacio, muy despacio”. “Así haré. Y dime, ¿cómo quieres que te folle?” Sabiendo que no había plan B, que no podía escapar de mis propias emociones, escribí la única verdad que mi cuerpo sería capaz de soportar: “cariño, quiero que me partas, que me embistas como una bestia condenada a follarme eternamente”. Pasándome la lengua por los labios releí mis propias palabras y una ola de calor salvaje me asaltó deseando amaneciese cuanto antes. Volví a dejar el teléfono en la mesilla y empecé a condensarme en la fragilidad de mi cuerpo de mujer, a fraguarme en la liviandad con que se había ido tejiendo todos mis deseos, a atemperar en la yema de mis dedos todo el placer con que, a la mañana siguiente, iba a saciar toda la sed que tenía.

Aunque cuando, ya por la mañana, tuve que hacer frente a las miradas inquisitoriales de mi marido, la cosa fue mucho más sencilla de lo esperado, confieso que mi propio placer se me atragantó y mi nerviosismo se materializó en un difuso dolor corporal. Las piernas y la espalda me dolían y el estómago se me había cerrado impidiéndome respirar con facilidad. Estaba rota de placer, desencajada de la bastedad de fantasías que había quebrado en una sola noche, enfebrecida por los restos de goce que aún atravesaban mis sentidos. Solo en la ducha, y cuando ya mi marido e hija se había marchado, pude recomponerme mínimamente. El agua caliente, como un manantial de vida, recorría mi cuerpo dotándole de nuevas fuerzas. Mis manos recorrían embelesadas mi cuerpo recortando mi silueta con los recuerdos de la noche anterior. Aquí mi boca y mis labios, un poco más allá mis pechos, allí mis piernas, mi pubis y, sobre todo, mis nalgas. Era yo pero era otra. Me reconocía como una presencia lejana que venía a calmarme, a tranquilizar mis nervios, a acariciar mi piel lacerada por el sudor del deseo. Poco a poco mi boca y mi sexo se fueron abriendo a la rotundidad de aquella verdad proverbial que la profundidad de mi yo demandaba desde hacía tiempo. Sí, quería ser aquella mujer, aquella que se habían follado en el parking y que en breve se iban a volver a follar, lo deseaba con todo mi cuerpo y con toda mi alma.

Socavada por aquella verdad que bullía en mi interior salí de la ducha, me sequé y comencé a vestirme para la ceremonia a la que, como protagonista principal, iba a asistir. Elegí un conjunto de braguita y sujetador negro, de seda, que realzaban mi figura y, con ella, el esplendor del deseo que me iba a poseer en breve. Solo por gustarme, como una diosa recreándose en el placer de sus vicios, me subí en unos zapatos de tacón negro para contemplar desde ahí la calibrada belleza de mi cuerpo. A pesar de que mis piernas temblaban y de que un insano cosquilleo recorría mi cuerpo, me sentía más plena que nunca. Sonriéndome con malicia abrí el último cajón y saque el liguero que tenía reservado para, como quien dice, las grandes ocasiones. Al ponerme las medias y notar la suavidad de la seda recorriendo mis piernas una punzada de humeante deseo se instaló en mi cuerpo. El flash de ese hombre encima de mí penetrándome sin cesar me hizo caldearme por completo. Si eso era solo la antesala, no quería ni imaginar cómo iba a ser el resto del día.

De repente, y como si supiese qué sucios pensamientos invadían mi mente, Javier me envió un mensaje al móvil. “Te estoy esperando, desnudo, en la cama”. Fue leerlo y un aguijonazo de placer hizo que una humedad se deslizase por mis muslos. ¡¡Ufff, hacía años que no sentía aquello!! De inmediato y sin pensarlo dos veces dirigí el móvil al espejo y me hice una foto, así como estaba, en ropa interior. “Estoy preparándome para que me folles como ayer”, escribí rápidamente. Estaba cachondísima, con unas ganas locas de volverme a comer esa polla y volver a saborear su leche. Tanto que antes de que me contestase Javier, me saqué mis dos tetas del sujetador y, acariciándomelas un poco para que la dureza de los pezones fuese más evidente, me saqué otra fotografía. “Aunque igual quieres esta foto mejor. ¿Me las vas a comer cielo?, ¿vas a hacer que me corra? Tengo ganas de saborearte”.

Ya sin perder tiempo, como quien tiene que salir de casa de improviso, me puse una falda, una blusa, cogí el abrigo y el bolso y salí a la carrea. Me estaba muriendo de placer y no quería dilatar más un tiempo que tenía una meta bien precisa. Bajé al garaje y cuando iba a encender el coche el móvil volvió a sonar. Con miedo leí el mensaje: “Bárbara, no sabes cómo me has puesto la polla. La tengo dura para ti sola cielo”. Levanté la mirada y me topé con unos ojos brillantes de lujuria en el espejo retrovisor. No, no iba a aguantar. Cerré los ojos y mientras mis manos recorrían mis tetas y se hundían en mi coño, no tuve más que rememorar el sabor amargo de su semen en mi boca y la dureza palpitante de su polla dentro de mí para, mojándome entera, correrme.