La cita

Esa cita la estaba esperando desde hacia mucho tiempo...

Estábamos charlando amenamente de cualquier tontería, tomando un café, algo nerviosos por la inevitable atracción que sentíamos el uno por la otra. Era como una descarga constante de electricidad y, cuando nuestras miradas se cruzaban, la descarga y el deseo de tocarnos se hacía cada vez más intenso. Fumábamos un cigarro tras el otro para mantener las manos ocupadas y alejadas. Me ofreciste la llama de tu mechero y, al poner mi mano para abrigar la llama, involuntariamente, te toqué. Sentí un escalofrío que intenté disimular, pero no pude evitar mirarte a los ojos.

Habías sentido lo mismo que yo. Nos callamos para dejar que una risita tonta esbozara de nuestros labios. Sabíamos lo que ambos queríamos que pasara, pero no encontrábamos el momento ni la excusa para que pasara. Tu mirada era penetrante y podía conmigo, aunque me hiciera la dura e intentara aguantarme para llevar la calma a mis ideas y no parecerte una quinceañera cretina a su primera cita. Parecía que mi silla tuviera chinchetas: no paraba de moverme, de cruzar y descruzar las piernas. ¡Parecías haber conseguido la paz y disfrutabas viéndome en ese estado! ¡Canalla! Hacía parte del juego. Nada estaba planeado, pero estaba resultando todo como tenía que ser. El será o no será; la inseguridad de si le atraigo o no; la búsqueda de la ocasión para rozarse; y al mismo tiempo la agradable charla para ocultar los instintos básicos que ambos teníamos a punto de estallar.

Terminamos nuestros cafés y ya no había excusas para seguir allí sentados. No sabía qué hacer: no quería dejarlo así, quería seguir disfrutando de tu compañía, ya que no me atrevía a nada más, pero estaba tan atontada que no podía proponerte nada. Evidentemente estabas mucho más seguro tu de la situación que yo y me propusiste dar un paseo. Acepté sin pensármelo dos veces.

Cruzamos la calle y ya estábamos en el paseo marítimo. Caminamos despacio durante un rato; nos reíamos de todo como dos niños; parecíamos algo más relajados, ya no nos mirábamos tanto a los ojos. Podía aguantar tu presencia sin sufrir tanto.

No había casi nadie en el paseo y nuestros pasos se hacían desiguales. Nuestras palabras empezaban a tener doble sentido y las bromas llevaban consigo pequeños empujoncitos. Cada vez que nuestros cuerpos se tocaban, aunque no fuera piel contra piel, te deseaba más. Me moría por sentirte entero contra mí, por probar tus labios y el sabor de tu piel. Tenía la sensación, cada vez que me mirabas, que me despojaras de una prenda. No me sentía incomoda, al revez: quería que me miraras más. No podía pensar mucho en lo que hacía, por donde iba y en lo que decía. No conocía bien la ciudad y ni se me ocurrió preguntar a donde íbamos o donde estábamos. Tú lo sabías muy bien. Habías recobrado la compostura y sabías lo que querías y como lo querías. Yo ya no sabía ni como me llamaba.

Me llevaste a cruzar la pequeña calle y seguir por una callejuela desierta. Te pregunté y me confesaste que me estabas llevando a tu casa a tomar algo siempre que me apeteciera. ¿Cómo iba a decir que no? Llegamos a tu portal; sacaste las llaves; me dejaste pasar. Me abriste paso hasta el ascensor. No nos dijimos nada. Me abriste la puerta del ascensor y me dejaste pasar. Subiendo tampoco hablamos, tenía el estomago revuelto, no sabía donde mirar por no mirarte a los ojos; me sentía como una adolescente que sospecha que esa noche será su primera vez. Abriste la puerta de tu piso y entramos. Me ofreciste una copa y nos sentamos en el sofá. Me dejaste beber y relajarme. Me hablabas de tu trabajo y tu voz era como una caricia para mis oídos, poco a poco fui relajándome. Ahora te movías tu. En cada movimiento te acercabas un poco más pero no dabas el paso. ¡Cómo deseaba tus labios! Te levantaste para poner un poco de música; volviste a sentarte a mi lado; me mirabas quedándote callado; me derretía y lo sabías. Volvías a disfrutar de mis nervios a flor de piel. Te levantaste otra vez para ir a por la botella de Martini en la cocina. Te seguí.

Me quedé en el umbral de la puerta, mirando como te movías; imaginando tu piel; imaginando cada contracción de tus músculos a cada movimiento que dabas. Te imaginé de mil maneras: en la ducha, en la cama, en la playa, saliendo de la piscina, con el kimono, en uniforme, en smoking como James Bond, con solo una toalla blanca mínima tapándote apenas, desnudo... supuestamente leíste mi pensamiento. Me sonreíste.

Me acerqué, esta vez sin bajar la mirada. Suavemente, cogiendome por la cadera, me empujaste hacia la encimera, para tenerme delante sin que pudiera yo retroceder. Me cogiste la cara entre tus manos y, acariciándome el cuello, besaste mis labios.

Fue una sensación rara: era como un alivio, como cuando te quitas una incomoda pestaña de un ojo, pero al mismo tiempo fue como atizar un bracero ya al rojo vivo.

Un simple beso no era suficiente. Te devolví el beso. Nos miramos una vez más. Te cogí la cara yo esta vez y te volví a besar, con más ganas aun. Me estrechaste entre tus brazos, me estremecí de placer. Mis manos empezaron a acariciarte como si guiadas por alguna fuerza ancestral, lo que iban descubriendo bajo tu ropa era prometedor y estimulante. Cuanto más recorrían tu cuerpo, más ganas tenía de ti. Tus caricias eran algo más castas hasta ese momento, pero de repente, agarrandome con un brazo por la cintura, bajaste con la otra mano hasta mi muslo. Llevaba una falda hasta la rodilla; deslizaste tu mano bajo mi falda y te abriste camino hasta mi tanga.

Me lo quitaste. Me levantaste la pierna, abriéndome ligeramente, me levantaste y me sentaste en el borde de la encimera. Nuestros besos eran voraces, nuestras manos hambrientas. Nos estrechábamos y nos soltábamos; nos acariciábamos explorándonos. Te apoyabas contra mi mientras me sacabas la camisa de la falda por detrás, dejando libre paso a tu mano por mi espalda, mientras la otra me desabrochaba la interminable hilera de botones. Te saqué la camisa de los pantalones y te la subí hasta quitártela. Cuando mi mirada encontró tu pecho, vi que lo que había deseado e imaginado era realidad. Tu potencia era abrumadora e iba a ser para mi. A cada minuto mi deseo crecía y ya no tenía que ocultarlo.

Terminaste de quitarme la camisa y, mordisqueándome el cuello, fuiste a por mi sujetador, mientras yo te soltaba el cinturón de los pantalones. Me apartaste el sujetador y empezaste a jugar con mis pezones. Te desabroché los pantalones. Lo que se vislumbraba era aterradoramente delicioso. Y era para mi!!! Te acaricié y estremeciste. Seguimos besándonos y deslizaste tu mano dentro de mi falda, pero esta vez me acariciaste el interior de los muslos, desde la rodilla hasta la ingle. Ya me habías quitado el tanga y fuiste directo para excitarme más. Ya estaba a tope, mi deseo me había empapado como nunca.

Te agachaste y empezaste a comerme. Tus besos eran paliativos de una urgencia común a los dos. No tardé en llegar al primer orgasmo, fue tan fuerte que pensé que me iba a salir el corazón del pecho. Pero quería más. Quería sentirte dentro de mi. Saber si te movía tan bien dentro de mi como en la vida diaria. Te bajé los pantalones hasta la rodilla y empecé a bajarte los calzoncillos, pero no me dejaste seguir. Mi falda ya parecía un salvavidas desinflado y arrugado en mi cintura. Volviste a tomar las riendas de la situación y me acercaste aun más a ti. Entraste en mi completamente. Volviste a salir. Me penetraste de nuevo, esta vez solo un poco. Hacías como si volvieras a salir, pero inmediatamente entrabas otra vez. Jugaste así durante unos minutos antes de volver a penetrarme a fondo. A cada embestida tuya notaba como las olas del placer crecían en mi y como mi respiración se hacía más corta cada vez. Me llevaste un par de veces al borde del orgasmo pero no me dejaste ir.

Saliste y me levantaste agarrandome por debajo de las nalgas. Me agarré a ti y seguí besando, lamiendo y mordisqueando tu piel. Me llevaste a la habitación, me depositaste en la cama y terminaste de desnudarme. Estaba temblando del deseo de volver a tenerte dentro de mi. Me senté en la cama, tu estabas de pies delante de mí. Te bajé los calzoncillos. Acariciándote las piernas, cogí tu sexo duro y terso. Era precioso y apetitoso. Me acerqué a el. Empecé a besarle la punta, a lamerle y a mojarle con mi saliva. Me lo introduje en la boca, despacio, con cuidado, como si me estuvieses penetrando. Suspiraste hondo, te gustaba. Te chupaba y acariciaba al mismo tiempo; podía oírte gemir de placer, eso me excitaba aun más. Seguí comiéndote un rato hasta que me apartaste y me empujaste en la cama.

Subiste lo alto mío y empezaste a acariciarme, a besarme. Parecías sediento de mi cuerpo; me aplastabas completamente así que solo podía disfrutar de lo que me hacías. Volviste a comerme otra vez llevándome por segunda vez al orgasmo. Aun no había terminado y volviste a penetrarme, eso me alargó las olas y me provocaste otro. Te quedaste sorprendido al notar que soy una de esas afortunadas que consiguen gozar varias veces y sin demasiados problemas, si la pareja es buena. Sin salirte te tumbaste bocabajo, así estaba yo al mando de la situación. Te cabalgué moviendo mi cadera como si estuviese bailando una salsa sensual, manteniéndote bien dentro mientras tus manos jugaban con mis pechos. Me agaché buscando tus labios y mientras te besaba levanté un poco la cadera, de manera que saliste un poco de mi. Te hice salir y volver a entrar solo con la punta unas cuantas veces y cuando vi que le habías cogido el ritmo, te acogí entero dentro de mi haciéndote subir la temperatura de repente.

Seguimos haciendo el amor durante un buen rato hasta quedarnos agotados. Las posturas se subseguían armoniosamente, como en una coreografía bien estudiada. Ya había perdido la cuenta de los orgasmos que había conseguido, solo necesitaba seguir tocando y saboreando tu piel. Estábamos agotados pero no parábamos, me pusiste a cuatro patas y seguiste haciéndome el amor sin reparo hasta que no pudiste más y te corriste dentro de mi. Los brazos me dolían, me dolía todo el cuerpo y me dejé caer tumbándome bocabajo debajo de ti. Nos separamos de pocos centímetros, lo justo para darnos la vuelta y terminar bocarriba para recobrar el aliento.

Me rodeaste con tus brazos y dejaste que, como una criatura, me quedara abrazada a ti. El cansancio era tanto que nos quedamos dormidos los dos, entrelazados en un nudo de brazos y piernas que nos hacían un cuerpo único.