La cita a ciegas

Relato en clave de humor que cuenta la primera cita real de dos personas que se conocen por internet.

LA CITA A CIEGAS

Miguel se levantó como todos los días, entre las doce y la una y media, con más hambre que el perro del afilador, que se comía hasta las chispas. Preparó un desayuno potente, porque presentía que ese iba a ser un día grande: pizza recalentada, golpecito de ensaladilla rusa y Tang de limón para acompañar. Se sentó a zampar delante del ordenador, como había hecho todos los días desde que se había quedado en paro. Entró en el Chat de sexo, y buscando entre los canales, lo encontró: "viciosasmadurasbuscanvergasduras".

Hizo clic en el icono de conectar mientras bostezaba y con la mano izquierda se rascaba el sobaco. Nada más entrar la buscó en la lista, y allí estaba.

La verdad es que Miguel no era un tipo muy animado. Más bien un pelín triste. Vamos, que era más triste que el repertorio de Jeannette, pero ella siempre le hacía sonreír. Sonreír… y otras cosas… porque menuda era ella… no veas como era Carmencita… Tenía más marcha que Pocholo en la fiesta de la espuma. Eso era lo que más le gustaba a Miguel, aunque al principio le dio un poco de cosa cuando ella le dijo que le gustaría que se disfrazara de cura… ahora incluso le excitaba la idea. "Después de todo –pensaba- cada uno es libre de tener sus fantasías. Si a mí me gustaría hacérmelo con las azafatas verdes de El Juego de la Oca con Emilio Aragón mirándonos, o me ponen las marujas con sus rulos y todo… por qué no le iban a poner a ella los curas, lobos, renos, supercoco, los calcetines tobilleros… joé… hay que ver con Carmencita… tó le vale!"

El caso es que de joven Miguel apuntaba maneras. De su instituto habían salido talentos como los hermanos Janeiro, Nuria Bermúdez y el novio de Falete, pero nunca volvió a ser el mismo desde que quiso hacerse el importante diciendo que había visto lo de Ricky Martin en Sorpresa Sorpresa.

Llevaba ya años sin catar una mujer, y claro, el tío se ponía burro a la mínima, pero entonces apareció Carmencita, que le daba lo suyo. Lo suyo y lo de su primo, porque Carmencita era mucha Carmencita.

Sólo se habían visto en foto, aunque él le había mandado una de poco después de hacer la comunión, cuando aún estaba bonito y no se había echado a perder. En cambio, la de ella… Cuando la vio sólo pudo decir: "¡Ay omá! ¡Ay omá que rica!"

Ella llevaba varios días diciéndole que quería conocerle en persona y darle "tó lo suyo", pero a él le temblaban las piernas con sólo imaginarlo. Las mujeres le daban mucho miedo, y más una jamona como esa, que tenía más polvos que las chancletas de Kung Fu. Pero ese día Miguel se sentía diferente. No, se había levantado rucho cucurucho como todos los días, era otra cosa… Se sentía más seguro de sí mismo, porque el día anterior había visto en la tele como se le transparentaba un pezón a Paula Vázquez, y eso anima a cualquiera, así que se lanzó a la locura y quedó con ella.

El día de la cita estaba más nervioso que una bizca haciendo punto, tanto que después de quitarse el pijama volvió a ponérselo sin darse cuenta. Y así tres veces. Era un tío metódico y limpio, de los que se ducha cada quince días haga o no haga falta, pero ese día lo hizo cuatro veces, dos de ellas con jabón. Todo era poco para su Carmencita. O eso pensaba él, porque si una cosa tenía… su gran secreto… era un aparato que eso era para verlo. Eso no era para una sola. Tenía grabados en la memoria dos momentos de su vida. El primero cuando su primera y única novia le vio desnudo y le dijo: "¡Pero hijo mío! ¿Tó eso es tuyo?", y el otro una vez que tuvo que hacer de vientre en el campo, que se le llenó el cacharro de hormigas.

Se puso todo lo elegante que pudo: vaqueros, mocasines con calcetines blancos, un polo rosa (que ahora están de moda) y un pin del Atleti, y salió pitando hacia el bar donde habían quedado.

Lo tenía todo pensado para que fuera perfecto. Llegó un poco antes de la hora y le esperó en el bar con una ración de boquerones en vinagre y otra de champis, para que viera que era todo un caballero, y las pagó y todo. No había mesas libres, así que le esperó en la barra, buscando una pose seductora en la banqueta, hasta que el pantalón se le quedó a media pierna, enseñando los calcetines blancos con las dos raquetas cruzadas y los kamikazes. Sí, los kamikazes, esos pelos traicioneros que atraviesan el calcetín y quedan que da gloria gaynor verlos.

Cuando la vio aparecer por la calle se le paró el tiempo. Bueno, se paró el reloj del C.D. Logroñés que había en el bar, porque él no tenía, y empezó a verlo todo color sepia, como si estuviera en un capítulo de Cuéntame. Era una diosa. Aunque tampoco tuvo mucho tiempo de verla, porque se quedó embobado mirándole el escote, un escote que daban ganas de echarle todos los ahorros, y en las piernas tan largas que tenía, que le llegaban hasta el suelo.

Pensó que ella debía de estar algo nerviosa también, porque casi no había atacado a los boquerones, con lo ricos que estaban, y eso le relajó un poco, sin sospechar que a Carmencita le gusta irse a la cama "con un poquito de hambre".

Estuvieron charlando un par de horas, durante las cuales Miguel se fumó un paquete de Ducados hasta el filtro, y se comió las uñas. Las suyas y las de un señor de al lado que miraba como se le enfriaba el café. Después ella le agarró el brazo y salieron juntos caminando hacia el restaurante donde habían reservado para cenar, lo cual era algo incómodo, porque ella era más alta que él y además llevaba tacones, por lo que pasó el brazo bajo su sobaco, y le hacía andar levantando todo el hombro. Visto desde atrás parecía un albornoz colgado detrás de la puerta del baño. Pero sólo sentirla a su lado era suficiente para él. Le hacía feliz. Vamos, que se había puesto palote.

Ella se había tomado dos cervezas y él seis, para calmar los nervios, pero aún así pidieron vino. Lambrusco, también conocido como "bajabragas". Mientras esperaban la comida Miguel sirvió las dos copas, casi sin manchar el mantel, y continuaron charlando tranquilamente durante los cinco minutos que tardó el bajabragas en hacerle efecto a Carmencita. De pronto, notó como le miraba con ojos de leona, mordiéndose el labio inferior, e inclinándose a veces al hablar dejándole disfrutar aún más de su escote. Entonces Miguel empezó a sospechar que la niña quería mambo, pero la prueba definitiva fue cuando ella se descalzó y le puso el pie en la entrepierna. Notaba el roce contra su pantalón, mientras ella le miraba arrastrando su pie a lo largo de su polla, empezando desde la base. Al principio ella le miraba con cara lasciva, luego le cambió poco a poco a una cara entre sorprendida y extrañada, hasta que llego a la punta y puso cara de: ¡Joder qué butifarra!

En ese momento llegaba el camarero con los platos, pero ella se levantó, se inclinó sobre la mesa hasta que casi se le salen los pezones y susurró: "¿Me llevas a tu casa?"

Con el roce de Carmencita se le había puesto como el cerrojo de un penal, por lo que tuvo que agarrársela con la mano para no volcar la mesa al levantarse, porque tal y como estaba, lo mismo volcaba la mesa que volcaba un Land Rover. Ella le cogió la mano y le sacó corriendo del restaurante, tirando por el camino a causa del empalme que llevaba, cuatro platos, dos centros de mesa y a una abuela que celebraba sus bodas de oro, y que intentó salir corriendo detrás de él. Aún por confirmar si era para darle un bolsazo o para ponerle un piso en el centro.

Por suerte había dejado el coche cerca. Se montó rápidamente en su R18 amarillo para abrirle la puerta a ella, y ajustó el destornillador que sujetaba la ventanilla del conductor, que hacía más frío que en la comunión de Gudjohnsen. Pensó que era un buen momento para poner algo de música antes de entrar en faena. Buscó en la guantera el cassette que él mismo había grabado con el ingenioso título de "Lentas", y se cagó en todo lo que se menea cuando recordó haberla visto por última vez sobre la cama. "Es el momento de improvisar", se dijo, y pilló una cinta amarillenta que encontró al fondo de la guantera. A Carmencita pareció no importarle mucho cuando se empezó a escuchar a Los Calis cantando "más chutes no". Carmencita estaba a sus cosas. No podía quitarse de la cabeza aquel cacharro, aquella morcilla de Burgos

Llegaron a su casa entre toqueteos y lametones, que continuaron en el ascensor. Ella le comía el morro sin soltar su herramienta, agarrándola con fuerza sobre sus pantalones, y él hacía tanto que no sentía una mujer tan cerca que le faltaban manos para sobarle por todas partes. Salieron a trompicones del ascensor y llegaron hasta la puerta. Ella soltó a regañadientes su polla durante un segundo para que pudiera sacar las llaves del bolsillo, pero tardó poco en recuperarla. Aunque era difícil perderse en un piso de 30 metros, indicó el camino de la habitación a Carmencita, que nada más llegar le dio un empujón y le hizo caer sobre la cama y soltar un pequeño grito:

-¿Qué te pasa?

-¡Me he clavado la puta cinta, joder!

Miguel sacó la cinta de las "Lentas" de debajo de su espalda y la lanzó a un lado para prestar toda su atención al cuerpo de Carmencita. Vio cómo se desnudaba para él, haciendo movimientos insinuantes y sin dejar de sonreírle. Pensó que tal vez él debería desnudarse también, pero estaba totalmente bloqueado. Se quedó sólo con la ropa interior, un sujetador negro que realzaba sus grandes tetas y un minúsculo tanga. Con lo que le ponían a él los tangas

Entonces ella le hizo levantarse, y le fue quitando la ropa poco a poco y la fue lanzando sobre el suelo. Dudó un momento, pero luego reaccionó y pensó: "Mira, que le den por culo al pin del Atleti". Cuando ya sólo le quedaban los calzoncillos del demonio de Tazmania se arrodilló lentamente delante de él, acariciándole los pelillos del ombligo. Deslizó sus manos por su espalda hasta que llegó a sus calzoncillos, y comenzó a bajarlos, descubriendo poco a poco al "monstruo de Leganés", a la vez que a ella le cambiaba la cara y se le abría la boca. Pero claro, con el calentón que llevaba el amigo, y teniendo en cuenta la elasticidad de los cuerpos, la consecuencia estaba clara, es física pura. Lo malo es que Carmencita era de letras, así que cuando descubrió completamente el cacharro sin tomar ninguna precaución, aquello se fue hacia arriba, pegándole en toda la mandíbula, y haciendo que le saltara un empaste. Se le saltaron las lágrimas, pero no por el empaste, no… y empezó a lamérsela con ansiedad.

Notaba sus caricias, sus manos agarrándola con fuerza, el calor de su lengua… y finalmente sus labios, acariciando la punta de su polla, antes de metérsela en la boca. Cerró los ojos de placer, disfrutando, dejándole hacer, e instintivamente puso sus manos sobre su pelo, acariciándolo entre sus dedos. Miró hacia abajo y notó que ella le miraba, cada vez más frecuentemente. Eso le excitaba bastante, hasta que ella se la sacó de la boca para decirle:

-Bueno, ¿qué?

-¿Qué?

-Sí

-¿Sí que?

Le miró con cara de asesina y le dijo:

-¡Que si aquí sólo me lo curro yo!

-¡Ah!

Captó el mensaje a la primera. Bueno,… a la segunda, pero el caso es que se puso al tema. La tumbó en la cama y se agarró a sus jamones, aunque ya se encargaba ella de que no se escapara, apretándole bien fuerte la cabeza contra su coño. Durante un momento llegó a pensar que en vez de meterle la lengua, lo que quería era que se metiera todo entero.

Una vez bien lubricado el asunto se metió más de lleno. Nuca mejor dicho, porque Carmencita pensó que le iba a atravesar entera. Aquello era más largo que el campo de Oliver y Benji, y estaba más duro que el pecho de un enano. Carmencita disfrutaba como una loca, aunque él se movía menos que Don Pimpón en una cama de velcro, y eso que tenía toda la filmografía de Nacho Vidal, Lucía Lapiedra y "El potro de desboca" de Poli Díaz.

Probaron un montón de posturas que él no conocía, y otras que ni siquiera pensaba que se pudieran hacer: el perrito, la rana, el helicóptero, 69, el 32, el 17… aunque la del semáforo le había cargado un poquito la espalda, y el 96 le había parecido un pelín sosa… estaba disfrutando como nunca. Tanto que sintió su polla a punto de dárselo todo cuando estaban probando la postura del "monje oriental pidiendo a la salida de misa de 12", y así se lo hizo saber al grito de: "¡Ayayayayyy que me parece que ya…!"

Ella se había dado por servida también. Había perdido la cuenta en el sexto, así que se apartó el pelo empapado en sudor de la cara y se la agarró fuerte con las dos manos mientras le masturbaba, con su polla apuntando a su cara.

Pobre infeliz, que no sabía lo que estaba haciendo. Cuando Miguel empezó a gritar como Manolo Escobar en el urólogo, eso ya no había quién lo parara. Intentó desviarla a un lado, pero ya era demasiado tarde, y la onda expansiva la había arrastrado contra el cabezal de la cama, así que se tapó la cara con las manos y aguantó hasta que pasó el temporal.

Se quedaron un rato tumbados en la cama. Miguel no sabía muy bien que hacer, porque claro, en las películas porno siempre se corren sobre la chica, pero después no se tienen que quedar con ella dándole besitos. Al rato sonó el móvil de Carmencita. Eran las 7 de la mañana y se tenía que ir a trabajar. Miguel encendió un cigarro mientras ella se daba una ducha y se lo fumó en la cocina, aguantándose las ganas de mear, porque sólo tenía un baño, y lo de la fregadera era algo que no pensaba volver a repetir salvo en caso de urgencia extrema. Cuando salió de la ducha y fue a vestirse, él salió corriendo y meó por todo el suelo, como es normal después de una noche de sexo. Pensó que tenían que inventar algo para evitar eso, algo que no fuera mear sentado, porque él por ahí no pasaba, y volvió a la cocina para servirse un tazón de Chocapics.

Al rato vio pasar a Carmencita por la puerta de la cocina, corriendo a la vez que decía: "¡Qué tarde es! ¡Me voy!"

Y él, mientras ella cerraba la puerta, con la boca llena de Chocapics y la leche saliéndole por las comisuras de los labios, sólo acertó a decir:

"¡Te quiedo!"