La cita
Soy otra vez yo, Bárbara. Hoy quería contarles como después de un tiempo dedicado únicamente a conocerme mejor, quedé con un hombre que conocí en un chat y cómo follamos como locos en un parking
Hola, soy de nuevo Bárbara. Antes que nada muchas gracias por todos los mensajes con las sensaciones (duras y húmedas a partes iguales) que os provocaron mis dos primeros relatos, sobre todo el último en el que relaté como conocí al que es actualmente mi amante y me folló en mi agencia. Parece que ha provocado alguna que otra alteración cardiaca.
Como os comenté no soy nada amiga del sexo fácil, gratuito y sin que esté sazonado por largos preámbulos en forma de cortejos, caricias o encuentros donde se vaya pulsando una cada vez mayor tensión sexual. Soy así y para gozar plenamente de mi cuerpo y del de aquel con quien esté necesito verme subyugada total y plenamente. Muchos pensarán que siendo de esta manera pocas aventuras podré haber podido vivir. Les aseguro que es todo lo contrario. No dejándome conquistar tan rápidamente, siendo plenamente consciente de la pulsión sexual que atraviesa mi cuerpo, los encuentros ganan en profundidad y el placer… ¡qué decir del placer! ¡Es ya ponerme a divagar y los pezones se me ponen duros como almendras! En fin, no quiero hacerles perder más tiempo, es simplemente para que me conozcan un poco.
Hace unos cinco años pase por una época rara. No sabría decir, me veía cada vez más atractiva y personal y laboral no me podía ir mejor. Sin embargo un vacío en mi interior me hacía estar muchos días medio tristona. Corté por lo sano con el hombre con quien estaba –yo soy así, radical– y libre de ataduras pues, sinceramente, no me aportaba ya gran cosa, me dediqué un tiempo a tranquilizar mi estado de ánimo. En el trabajo me ceñí a los protocolos más asépticos, anulé todos los compromisos que me pudieran alterar mínimamente y al llegar a casa me daba una ducha, me ponía una película y me quedaba dormida como una niña. Multipliqué eso sí mis encuentros íntimos y onanistas pero en seguida vi en ellos una manera perfecta de ir conociéndome. Cuando me masturbaba no pensaba en nadie más que en mí y poco a poco adiestré la capacidad para gozar del placer de imaginar como yo misma me follaba. Era capaz de provocarme , bajo esta técnica cada vez más depurada, unos orgasmos atroces y violentos. Incluso me entró miedo de cerrarme al contacto íntimo con otros cuerpos pues, sinceramente, hacía tiempo que ningún hombre me suscitaba tanto placer como el que mis dedos eran capaces de causar.
Generalmente era al llegar a casa cuando todo sucedía. Entraba en mi dormitorio, me ponía música relajante y con pasmosa lentitud me iba desnudando. La falda primero, luego la blusa o los pantys. Pero siempre me gustaba quedarme en ropa interior y con los tacones frente al espejo. Entonces me quitaba el sujetador y viéndome con los ojos de otra persona me estremecía al acariciarme esas dos tetas que Dios me ha dado. ¿Cuántos hombres me las habrían comido?, ¿quince, quizá veinte? Me daba igual, ahora iba a ser yo, pensaba mientras las sentía duras en la cuenca de mis manos, la que disfrutaría de ellas. Mientras me transformaba definitivamente en ese otro u otra que iba a follarme, me tumbaba en la cama y acariciándome yo misma con unas manos untadas en un aceite especial iba descubriéndome, invitándome, seduciéndome en un juego especular de caricias donde yo era esa otra persona pero donde, al mismo tiempo, tomaba conciencia nítida y clara de mí misma desde el promontorio donde el placer iba impregnando todos los pliegues de mi piel. Mi nuca, el cuello y los hombros los recorría despacio hasta llegar a mis tetas las cuales, agasajándolas con caricias llenas de sabiduría, era capaz de endurecerlas hasta el límite de lo increíble. Me pellizcaba los pezones, primero uno y luego otro arqueando la espalda para canalizar toda esa ola de placer que me llegaba. Las tomaba en mi mano, acunándolas, para después apretarlas salvajemente mientras sentía mi sexo humedecerse y abrirse deseoso de que una polla bien dura le penetrase. Pero no, no había ninguna polla y, como podía, trataba de tranquilizarlo. Me acariciaba despacio el pubis sintiendo la humedad reflectante que se deslizaba ya por mis muslos y, cuando mi mente dictaba sentencia, hundía mis dedos en mi coño para dejarme inundar de lleno por un orgasmo demoledor. Primero con un dedo y después, cuando la corriente eléctrica del goce me hormigueaba por los muslos hasta la columna vertebral, me metía dos o tres dedos para, entre jadeos y grititos de gata en celo, correrme como una bendita. Por último, ya mecida por el sueño, me metía esos tres dedos en la boca para saborearme, para conocer la intimidad acrisolada de mi sexo. Era, recuerdo, un sabor a cálida brisa, un regusto amargo a todo que hacía que de nuevo me incendiase por dentro. Pero esta vez me daba la vuelta en la cama y aun con mis dedos ensalivados por mi lengua alcanzaba el clítoris con la otra mano y arrullada por el vacío que se creaba en mi mente, iba dejando que mi mente recorriese mi cuerpo como si de un ejercicio de yoga se tratase. Cuando después de cincelar con mi mlengua cada parte de mi cuerpo sentía el orgasmo venirme elevaba mis caderas y abriéndome toda me dejaba ir empapando las sábanas de mi propio flujo. ¡Dios, qué rico, que cachonda me ponía yo sola, que sabias mis manos, que calor sexual que emanaba de todo mi cuerpo!
Pero no era de esto de lo que quería hablarles. Para condimentar esa soledad que yo misma me había impuesto, me dio por chatear. Sí, buscaba la cercanía consoladora de una polla. Nunca lo había hecho y me costó entrar en el juego. Una variedad casi infinita de brutos me saludaba sin ningún rubor pidiéndome eso que más detestaba: sexo rápido. Me los imaginaba en sus casas, con la polla tiesa, a escondidas quizás de sus esposas, deseosos de hacerse una buena paja. Me pedían datos sobre mi anatomía. Las medidas de mis tetas, qué como era mi coño, cosas muy bastas y sin ninguna delicadeza. Solo algunos, los más dotados, me pedían lees dijese como solía vestir pero, enseguida, pasaban a mayores: qué como me gustaba me follasen, que si me lo tragaba, etc. Un par de veces accedí a consolarlos más que nada para saber qué sensación me provocaba aquello. Todo era de una absoluta soledad hasta que un día me saludó un tal Marlowe. Me gustó su nick y empezamos a charlar. Poco a poco me fui envolviendo de la atmósfera seductora que él, con sus palabras, era capaz de crear. Me sentí, por primera vez desde que entré en el chat, deseosa. Hicimos cibersexo unas cuantas veces –ya se lo contaré, si me lo piden– y la experiencia fue tan gratificante y placentera –es decir, que corrí como una puta– que apenas quince días después estábamos quedando a cenar en persona. Vivíamos en ciudades diferentes pero no tuvo reparos en un viernes venir a cenar conmigo.
Extrañamente, cuando llegó el día, no estaba nerviosa. Aquellos meses de soledad me habían proporcionado una perspectiva totalmente diferente de mis deseos. Si llegaba el momento me iría a la cama con él; si no, me iría sola sin ningún reparo. Sabía lo que quería y cómo lo quería. Lo que sucedió es lo que quiero contarles. Espero les ponga tan cachondos como a mí me puso el escribirlo y que mientras lo leen piensen si pueden estar a la altura. Porque, nunca se sabe…
He de reconocer que cuando a paso rápido atravesaba el parking para no llegar tarde a la cita con él y no hacía más que enfadarme conmigo misma por no haberme puesto un poco más atractiva, no sabía ni por lo más remoto que ese parking iba a ser testigo privilegiado de una pasión desbordada. Y es que si por una parte al final tuve miedo de que alguien pudiese sospechar algo al verme salir de casa más elegante y sexy que de costumbre, por otra parte nadie, ni yo misma, me puso sobreaviso de la magia que mi cuerpo podía provocar. Porque que me miran los hombres eso es cierto. Que mi cuerpo es desnudado día sí y día también por hombres –y mujeres– que tratan de grabarme a fuego en sus retinas, es más que obvio. Pero lo que ocurrió aquel día está en otra dimensión, en otro régimen de placer fuera del consabido manoseo del dar y recibir.
Desde el principio de la cena, y fuera de los dos o tres minutos que tardamos en romper el hielo, la conversación fue fluyendo divertida dejando que el juego sensual fuese entrando poco a poco como invitado de lujo. Nos sosteníamos la mirada con más fiereza, nos adentrábamos en los ojos del otro con más brutalidad. Yo jugueteaba con mi melena y él se gustaba dejándose zambullir en mi escote cada vez con más naturalidad. Cuando en un momento dado tuve que ausentarme para ir al aseo, el reflejo invertido en una copa fue el testigo cómplice que me permitió ver cómo me contemplaba mientras desaparecía por el pasillo. Sí, no sé porqué me quejé de mi nerviosismo de última hora: estaba realmente atractiva. Enfundada en una falda negra y con unas medias y tacón a juego que elevaban mi nivel de deseo varios palmos, verme caminar por entre las mesas mientras mi sexo se humedecía de gusto tuvo que ser para él el primer aviso de que la mujer con la que estaba cenando requería atenciones más especiales. ¿Sucedería?, ¿me llegaría a conquistar?, ¿me desnudaría con algo más que con la imaginación?, ¿se inmiscuiría en mi escote hasta acariciarme estos pechos que su mirada dibujaban una y otra vez en el aire? Son todas ellas, ahora lo sé, preguntas retóricas, pero que mientras me retocaba en el aseo ocupaban mi mente y, he de decir, humedecían mis labios de deseo.
Cuando concluimos la cena, amigablemente y entre risas, decidimos que lo mejor sería acompañarle a su hotel y que allí nos despediríamos. ¡Qué de mentiras se dice una misma!, ¡cómo la mente juega al escondite para no ofrecer en bandeja la verdad de un pensamiento que, por salvaje y lascivo, pudiera sonrojarme! Apenas hubimos dejado el restaurante y mientras caminábamos un poco ebrios a causa del vino por la acera, nuestras manos se rozaron y después de que por influjo de nadie más que nuestro deseo se entrelazasen, me cogió de la cintura, me miró a los ojos y con la suavidad de una pluma posó un beso en mis labios. Sonreí, le sonreí. Eso significaba que quería más y, sabedor del lenguaje íntimo de las mujeres, se lanzó a comerme la boca mientras sus manos buscaban aprender los secretos de un cuerpo que llevaba rumiando de deseo toda la cena.
¿Qué había pasado?, ¿cómo había sucedido? Preguntas tontas que solo indican que el placer se cuece a fuego lento. Nos separamos para continuar hasta el parking pero era tanta la pasión contenida en la yema de nuestros dedos que cada diez pasos nos envolvíamos en la promiscuidad de un beso húmedo que conseguía que, poco a poco, mi piel se fuese erizando cada vez más. Juro, aquí sentada mientras esto escribo y mientras siento erizarse mi piel de nuevo, que nada sabía de lo que iba a pasar pero que lo que pasó me ha dejado un poso de placer al que vuelvo de tarde en tarde, en la intimidad de mi alcoba e, incluso, cuando el a los pocos días tuve que volver con el coche a ese mismo parking para, aparcando en un lugar apartado, masturbarme mientras recordaba lo sucedido.
Por fin llegamos al parking. Pagué y ya dirigiéndonos al coche nos apoyamos en otro vehículo para definitivamente dejarme inundar por la implacable lógica de sus manos. ¡Cómo deseaba a aquel hombre!, ¡con qué vehemencia suplicaba que fuese adivinando cada uno de los resortes libidinales que enmarcan mi cuerpo de mujer!, ¡con que silenciosas súplicas fui anhelando que sus manos y su boca supiesen vestirme de gala! La fragilidad de mi cuerpo, en sus manos, fue adquiriendo poco a poco la densidad marmórea de la lujuria, humedeciéndome en un mar de deseo e impregnando los estratégicos puntos cardinales de mi femineidad de una cálida sensación de éxtasis.
Yo misma, de lo caliente que estaba y viendo que estábamos completamente solos, me desabroché los dos primeros botones de la blusa y dejé que su mirada se asomase a un escote inflamado de deseo. Ahora, comprobando lo que ese simple gesto desencadenó, una cálida humedad me arde por dentro mientras escribo esto. Y es que, para él, asomarse al abismo de mis pechos fue el detonante que derribó los pocos muros que quedaban todavía en pie. Con un gesto rápido y delicado, y como prendido de una necesidad sobrehumana, me sacó mis dos tetas fuera del sujetador para, no sin antes contemplarlas en su rotunda desnudez, empezar a lamerme los pezones. Yo me estremecía de placer y por miedo a que las piernas me fallasen me agarré a su cuello para recibir toda la descarga de una electricidad que me subía por la espalda erizándome toda la cabellera. Notaba su lengua recorriendo la aureola dorada de mis pezones, bañarlos en una suave pátina de saliva que hacía que se endureciesen como no recordaba. Tan duros y tan erectos se pusieron que cuando dejó de mamármelos y apartó la mirada para contemplarlos, yo misma, de lo desconcertada que estaba, me los toqué y acaricié temblando de deseo. Al hacerlo lo supe: los diques ya se habían abierto y no quería que parase. Deseaba ser follada allí mismo, ser penetrada por esa polla que notaba dura y palpitante bajo el pantalón. Clavé mi mirada en sus ojos y, sin yo decirle nada, lo adivinó: nadó en mi mirada y, como él mismo siempre me había dicho, terminamos reflejados cada uno en las pupilas del otro. Si ese era el momento acordado, sin duda había llegado por fin.
Fue, según lo recuerdo ahora, un fogonazo, una chispa que sacudió mi mente, porque, antes de que la idea de ser follada allí mismo prendiese en mi mente, ya me había dado la vuelta y mientras sus manos recorrían todo mi cuerpo me lo confesó al oído en un susurro que colapsó mis sentidos: “voy a follarte cielo, tranquila, tranquila cariño”. Reconozco que por un instante temblé dudando, pero en cuanto noté sus manos buscando bajo mi falda la sacudida fue tan intensa que las dudas se disiparon. Además, ¿a quién quería engañar? Allí de pie, con la blusa abierta, mis dos tetas fuera y los pezones afilados como puntas de cuchillos candentes, con la falda en la cintura y ardiendo en deseos de ser poseída por aquel hombre, debía de ser la viva imagen de la lujuria. Incluso ahora, recreando la escena y contemplándome allí mismo semidesnuda, noto la punzante necesidad de mi deseo en el paladar.
Con rapidez, ahogando el leve “sí” que apenas susurré en otra ola de placer y sin dejar de besarme el cuello y agarrarse a uno de mis pechos, me bajó despacio las braguitas. La presión en los muslos de esas braguitas ya húmedas de mi deseo y sentir cómo iban deslizándose por mi piel desnuda me puso a mil. Con la única razón de notar la fiereza de su deseo quise zafarme pero no me dejó: la fuerza de sus brazos atenazándome fue solo un indicio de la atroz masculinidad ante la que mi cuerpo estaba a punto de claudicar. “Bárbara”, me dijo al oído mientras se frotaba contra mis nalgas ya desnudas, “dime lo que deseas, dímelo”. Con un hilo de voz entrecortada por la propia pasión que ardía en mi interior le contesté: “fóllame, fóllame cariño, métemela muy dentro y hazme arder”.
Acto seguido me acarició el culo con ambas manos hasta que una de ellas se hundió en mi sexo el cual, de lo húmedo que estaba, lo acogió como primicia de las embestidas que vendrían luego. Empezó a follarme con dos dedos, aumentando el ritmo y acoplándolos a la aceleración de unos gemidos que apenas podía silenciar en el pozo de placer en el que me estaba hundiendo. Cerré los ojos para verme mejor. Me sentía terriblemente sexy, reconfortada en una femineidad de la que hacía tiempo no disfrutaba. Nunca antes había deseado una polla con tanta sed, nunca antes había sentido la necesidad de ser penetrada tan hondo de mi ser.
El sonido de su bragueta abriéndose me despertó de la posible irrealidad en la que estaba sumida. Sin pensarlo estiré la mano por detrás de mi cuerpo hasta que la acaricié. Su dureza me flageló. Quise desasirme de la presión de su cuerpo para verla de cerca y comérmela pero no me dejó. Me subió ligeramente un muslo, lo justo para que mi coño se abriese húmedo y receptivo y, sin más dilación, me la metió lentamente. Fue, recuerdo ahora mientras noto la erección de mis pezones luchando bajo mi camiseta, un sable atravesando mi intimidad, una brasa candente rasgándome por dentro y abriendo mi cuerpo a otro nivel de hipersensoralidad. Fue una embestida brutal que me hizo gritar.
Agarrándose a mi cintura empezó a follarme administrando el ritmo a los gemidos que atenazaban como podían un orgasmo que, ya lo sabía, iba a ser demoledor. Me agarré a sus manos tratando de redirigir las punzadas de su polla, intentando canalizar un exceso de placer que apenas era capaz de soportar sobre mis dos zapatos de tacón. Y podría haberlo conseguido: domesticar las salvajes embestidas, aclimatarme a un régimen de placer excesivo pero dominado por la propia llama encendida que era entonces mi cuerpo. Pero entonces, como si de antemano lo supiese –o mejor dicho, como si desde siempre lo hubiese sabido–, aminoró la velocidad para, dejando que tomase yo el control de mis emociones, acariciarme las nalgas de forma muy sensual al tiempo que hacía de cada penetración un rito sagrado. Fue entonces cuando, asaltada por el último resquicio que me quedaba –la de ser testigo de la sabiduría con que mi cuerpo mi mujer estaba siendo adorado–, cerré los ojos, abrí mi boca al calor de lo que me venía encima y, soltando una de sus manos para llevarla a mi propio sexo, me preparé para recibir un orgasmo enfebrecido, una corriente de electricidad que me hizo encrespar mi cuerpo para quemar cada miembro en las brasas humeantes de una nueva forma de virilidad masculina que me había hecho ver la luz.
Recuerdo caer casi al suelo y ser sujetada por sus fuertes brazos mientras sentía aún la firmeza eréctil de su miembro dentro de mí. Y recuerdo, ahora mientras mis manos dejan el teclado para acariciar la firmeza de mis pechos, que él continuó, que siguió follándome hasta que en un movimiento desesperado la sacó fuera para venir a correrse entero en mis nalgas. El calor de su semen, deslizándose lechoso por mi piel y cayendo en mis braguitas me hizo volverme loca y, pellizcándome estos mismos pezones como ahora algo, volver a correrme ahora de pura lujuria.