La ciencia y camilo

Descubrí que sin Raul, la cosa iba mejor. Pero necesitaba ponerme al corriente en algunas materias. La investigación empírica resultó un camino adecuado.

CAMILO Y LA CIENCIA

Tanta distracción en el último año y medio había afectado mis estudios. Nunca fui una alumna sobresaliente, pero mantenía un promedio aceptable. Sin embargo, desde mi entrega a los excesos en la fábrica del papá de Raúl, aquél comenzó a flaquear, sobre todo en las materias de ciencias y, más específicamente, en química orgánica. Recuerdo bien el tono grave y severo que empleó el profesor Solares para advertirme que estaba a punto de reprobar la materia. Con la cara de mayor angustia de la que fui capaz, le imploré si podía hacer algo para salvar el año. Lo único que podría ayudarme, me dijo, sería la elaboración de un trabajo muy puntual sobre cualquier tema ligado al objeto de estudio del curso.

Disto mucho de tener madera de investigadora, pero la sola idea de perder el año por una materia me pusieron a estudiar en serio. Le prometí a Solares un trabajo en forma antes de que concluyera el año y, si fuese necesario, presentar un examen extraordinario. Solares no era mal tipo. Ciertamente era un hombre ya mayor (probablemente sobre los 50 años), pero conservaba rasgos llamativos: era atlético y delgado, de facciones bien delineadas, cabello entrecano pero abundante, nariz aguileña y mirada penetrante. El día acordado, presenté mi trabajo: unas 20 hojas, con gráficas e ilustraciones. Sin revisarlo de inmediato, Solares lo recibió y me dijo que ya se pondría en contacto conmigo para hacerme saber los resultados y si debía o no presentar examen extraordinario. Desde luego me interesaba aprobar la materia, pero me intrigaba aún más cuál sería la reacción de mi maestro.

En la última clase noté a Solares tenso y ligeramente distraído. Daba la impresión de querer concluir la lección antes de tiempo. Finalmente, cuando la chicharra del pasillo atronó en el salón, despidió a los alumnos pero me indicó que me quedara para discutir unos puntos con él. “Señorita”, me dijo con gran severidad, “éste es un, cómo decirlo, un muy buen trabajo, sin duda, pero toca usted un tema que, pues hombre, no me parece del todo apropiado para usted. ¿Cómo se le ha podido ocurrir esto? Además, al final hace usted aseveraciones que no podrían demostrarse nunca”.

Debo decir que hasta antes de hacer esa investigación, no había encontrado nada que me hiciera atractivo el estudio de la química orgánica. No obstante, al relacionarla con algo que a mí me interesaba, de hecho, me fascinaba, pude por fin darle un sentido que se hizo evidente en mi trabajo: “Similitudes en la composición bioquímica del semen humano y canino”.  Desde la primera vez que probé el semen de Camilo y luego el de Raúl y el de sus amigos, me había intrigado qué era eso que había bebido y qué consecuencias podía tener su ingesta. Incluso antes de tener que elaborar ese trabajo especial recurrí a diversas fuentes para investigarlo. En casa contábamos con una buena enciclopedia y además consulté el tema en la Internet. Los resultados que obtuve me tranquilizaron y sorprendieron. Me tranquilizaron porque disipé, de tajo, la duda sobre la posibilidad de un embarazo o infección por la vía oral; me sorprendieron por lo que pude aprender de este producto verdaderamente esencial.

Tal vez haya a quien el asunto le resulte desagradable, pero ¿por qué tenerle asco, por qué sentir recelo de un líquido producido por el propio organismo y a partir del cual se da la vida? ¿Qué acaso no fuimos todos esperma antes de nacer? El semen no es sino un líquido acuoso, un plasma, que sirve de vehículo y protección a los espermatozoides (o esperma, propiamente dicho), para que éstos puedan cumplir su cometido fertilizante. Está compuesto esencialmente por agua y, en diferentes proporciones, por amino ácidos, minerales y otros elementos que van desde el ácido ascórbico (vitamina C), calcio y magnesio, hasta el zinc, potasio, fósforo y sodio. Desde un punto de vista puramente químico ¿qué puede haber de detestable? Estamos hablando de un cóctel tan sano y nutritivo como el yogurt o los mariscos (por cierto, tanto éstos como el semen tienen algo de amoniaco, lo que les da ese sabor penetrantemente característico).

Sin embargo, estoy segura que no fue esa la información que llamó la atención de Solares, sino mi aseveración, al final del trabajo, en el sentido que no había gran diferencia entre el sabor de ambos. “¿Sabor? Dios mío, señorita, ¿y cómo sabe usted eso?”, me alegaba blandiendo mi engargolado con la vehemencia de un fiscal ante la corte. “Acaso usted ha hecho o está dispuesta a emprender un experimento empírico para sostener esta afirmación?” No sé qué cara puse ni de dónde me brotó el coraje o la estupidez para hacerlo, pero asentí con la cabeza. Primero lo hice de manera tímida y luego, ante la mirada atónita de mi maestro, con firmeza.

Gracias al profesor Solares pude descubrir que no hay científico que no sea curioso, pero también que no sea morboso. No es que el profesor me haya obligado a sustentar mi dicho, sino que yo voluntariamente le ofrecí una demostración. Y es que el hecho de haberme librado de Raúl, lejos de haberme devuelto al camino de la virtud, me había hecho ver lo mucho que yo disfrutaba los excesos de los que aquél sólo había sido el catalizador (para usar otro término químico). No era por Raúl, pues, el que yo me enfrascara en una sexualidad desmedida, sino a pesar de él. Una vez fuera del camino, mi capacidad de gozo y me atrevimiento pudieron desbordarse.

II

El departamento del profesor Solares no podía ser más típico de quien, carente de una relación sentimental (se rumoraba que había enviudado), se entrega de lleno a su profesión: austero en la decoración, rebosaba de libros y revistas científicas por doquier, las que disputaban los pocos espacios libres con platos sucios, descuidadamente dispersos en una estancia-comedor, sin que estuviera del todo claro dónde comenzaba una y dónde terminaba el otro. Pero a Camilo esto le venía bien. Mientras el profesor se afanaba en escombrar lo que, en más de un sentido, parecía una zona de desastre, mi mastín se dio gusto lamiendo las sobras depositadas en los platos y olfateando diversas prendas de vestir olvidadas en el sofá y los asientos.

No deja de moverme a risa el nerviosismo de los hombres maduros cuando se encuentran frente a una joven. En cierto sentido es parecido al de los adolescentes, pero mientras el de éstos está cargado de urgencia torpe, el de aquéllos lo está de una urgencia retardada, como si quisieran evadir y no acelerar lo inevitable. Solares, sin embargo, no podía salir de su asombro cuando me vio acuclillarme para acariciar a Camilo y ponerlo en sintonía. Mientras yo le explicaba qué estaba haciendo, paso por paso, me dio la impresión de que los papeles se habían invertido: Solares se había convertido en el alumno (uno que, por cierto, denotaba interés desmedido en la lección) y yo en una esmerada enseñante.

En un principio advertía los murmullos y las interjecciones de asombro proferidas por Solares al verme engullir, poco a poco, el mástil incandescente de Camilo, sólo para retirarlo lentamente y engolosinarme con su forma y textura, con su sabor y sus dimensiones oblongas, mientras lo recorría con mi lengua y lo pasaba por mis labios. Después me dejé ir en el maremagno de emociones que me siempre me envuelven cuando me entrego al sexo y ya no escuché nada. Sólo tenía presente la presencia del maestro, su asombro e incredulidad, los que operaban como un aguijón potenciando mi lujuria.

Devoré a Camilo. Lo hice con dedicación. Succioné y relamí su miembro hasta ensalivarlo todo y ponerlo a punto. Cuando Camilo eyaculó, Solares literalmente se colocó las gafas y acercó su cara a la mía para dar crédito a lo que estaba ocurriendo: los chisguetes se sucedían uno a otro, intermitentemente, colmando mi cavidad bucal. Yo apenas podía recibirlos y dejar que el líquido se acumulara en el fondo de mi garganta, apurando luego tragos golosos para no atragantarme. Solares sudaba y respiraba con dificultad. Puede ver su yugular prominente mientras se desabrochaba el cuello de la camisa parra aflojar la corbata, así como las venas hinchadas en las sienes, donde comenzaba su cabello platinado. Tuve la impresión de que no era a mí a quien veía, ni al perro. Su concentración era la de un científico abocado totalmente a la observación de los hechos, es decir, del intercambio y la ingesta del fluido seminal.

Aun cuando no es estrictamente necesario, siempre que practico el coito me desnudo. Solares estaba tan asombrado que ni siquiera se tomó la molestia de ayudarme. Libre de ropa, aproveché un pequeño claro entre la mesa de centro y el sofá de la sala para colocarme sobre mis cuatro extremidades, invitando con esa postura a que Camilo me montara. Solícito y atento, él sí, Camilo olisqueó mi vagina, le dio unos cuantos lengüetazos que me hicieron estremecer y desplazando al maestro Solares con el solo impulso de su corpulencia canina, el mastín se acomodó, arqueó su pelvis tratando de buscar su punto de equilibrio y, aprovechando la cálida humedad que ya fluía de entre mis piernas, dejó deslizar su miembro con toda la lubricidad y el orgullo de quien ha conquistado una cima.

Solares se había arrellanado en un extremo del sofá y no nos quitaba los ojos de encima. Balbuceaba incoherencias (yo, cuando menos, no lo podía entender, no sé Camilo), tartamudeaba y tal vez no se daba cuenta del hilo de baba que le escurría de los labios. Acostumbrada como estaba a la alternancia entre hombres y perros, pensé que el profesor querría un turno conmigo, pero no dio señales claras. Su interés se había trasladado de mi boca a mi entrepierna y aun cuando ya no podía verlo, podía sentir su mirada penetrante clavada en el punto exacto de intersección entre el pene de Camilo y mi vulva. Ahora era yo quien había comenzado a sudar y a quien las venas del rostro y el cuello se le habían hinchado. Cerré los ojos para dejarme llevar más intensamente por el oleaje avasallador del placer. Camilo era enérgico y eficiente. Su vaivén rítmico, que podía alcanzar picos frenéticos, obligándome a gemir, parecía interminable y las descargas con las que mutuamente nos obsequiábamos acabaron empapando el tapete de lana sobre el que estaba hincada.

Solares seguía todo de manera apasionada. Lo supe porque alcancé a escuchar su voz, ya ronca y rasposa, preguntándome cosas, que si no me dolía, que cómo controlaba los estertores, que si dejaba que me penetrara todo. No recuerdo qué le respondí o siquiera si lo hice. Yo estaba sumergida en lo mío y no tenía tiempo ni ganas de atender la curiosidad del maestro. Después de no sé cuánto tiempo, llegó un momento en que Camilo, babeante y jadeando, perdió interés. Se separó de mí y buscó desesperadamente con la cabeza algo. Le dije a Solares que nos diera agua. El profesor corrió a la cocina, tambaleándose de la emoción, y regresó con un vaso. Apuré el agua de un trago y le pedí que a Camilo se la sirviera en un tazón o en una olla.

Yo estaba dispuesta a que mi maestro me tomara o, si ese era su deseo, chupársela. Pero no parecía interesado. Me ayudó a recargarme contra el borde del sofá mientras me secaba el exceso de sudor con una toalla. Todos guardábamos silencio, menos Camilo, que más que beber agua parecía chapotear en ella. Calmada su sed, se acercó a mí y se puso a lamerme, empapándome la cara de agua y babas. Yo lo tomé del cuello. Me aferré a él y le hice caricias en el lomo y en las orejas. Camilo hundió su rostro en mi seno y paseó su lengua por mis pechos, mi vientre y mis muslos. Quería más. No, queríamos más.

III

Volví a ponerme en posición, sólo que esta vez recargué mi tórax sobre el asiento del sofá, para tener un punto de apoyo, e invoqué la señal que le había enseñado a Camilo. Chasquido de lengua y unas palmaditas en mi trasero y, para pronto, ahí estaba el animal hurgando con su miembro entre mis nalgas. Le ayudé separándolas con una mano, mientras que con la otra tomé su pene y lo enfilé hacia mi ano. El “no puede ser” que exhaló Solares sólo precipitó mi estado de abandono. Solté un gemido crecientemente agudo, proporcional al grado de placer que Camilo me prodigaba. Realmente habíamos alcanzado un grado de compenetración notable. Entre nosotros parecía haber un entendimiento perfecto: tiempos, ritmos, cadencias, todo era un ritual sincronizado. A los jadeos graves y hoscos de Camilo yo respondía con los suspiros y sollozos de una soprano y el timbre contrapuesto de nuestras voces parecía un dueto que, no obstante lo básico de su melodía, resultaba rico en contrapuntos y armonías.

Busqué a mi maestro con los ojos. Se había parapetado sobre el borde del respaldo del sofá. No se había quitado los pantalones, pero sí se había corrido el cierre y blandía su pene con maestría. Nuestras miradas se cruzaron. Por un momento me turbé, pero su excitación era tan impúdica como la mía. Sonrió con algo de nerviosismo, no queriendo perder el grado de concentración que había alcanzado. Se masturbaba concienzudamente, valiéndose de ambas manos, mientras su espalda encorvada le permitía mantener el equilibrio. Intenté acercar mi boca hasta su miembro, pero con su sola mirada, el maestro Solares me contuvo. Sacudió la cabeza negativamente y entendí que buscaba sólo la autosatisfacción. Cada quien.

Camilo me continuaba taladrando el esfínter. Sus poderosas patas delanteras me habían ya endentado la espalda, irritándome la piel; no sentía ya dolor, sino una suerte de quemazón, pero era soportable. Al tener su hocico recargado entre mi hombro derecho y mi cuello, podía sentir la resaca profunda de su respiración  y su incesante babear me recordaba la espuma que deja el oleaje sobre la playa. En cambio, su miembro inserto en mis profundidades me hacía invocar la imagen de una gruta: mujer-caverna, toda yo era objeto de las más intensa profanación, la que nace de la voluntad de entregar secretos recónditos a esa fuerza superior que me perforaba y palpitaba en mis entrañas.

Los primeros chorros que derramó camilo los absorbí como un bálsamo. Me colmaban de tal forma que, ya muda, sólo podía gesticular en un estado de ausencia mental. Los ojos me lloraban, los tenía entrecerrados. Yo misma me disparé una descarga voluminosa, en una secuencia ininterrumpida. Empapé el tapete sobre el que estaba hincada. Había colocado una mano contra mi vagina y presionando su entronque superior accioné mi botoncito mágico, que actuó como una llave. Abierta la compuerta, no hubo cómo contener la inundación. La mitad superior de mi cuerpo parecía presa de un ataque epiléptico. Me sacudía incontrolablemente al tiempo que enterraba mi rostro entre los pliegues de las almohadas del sofá. Si en ese momento se hubieran presentado todos los hombres del colegio o un destacamento de policías, los habría violado.

Ronca y enloquecida, alcé la vista para implorar de mi maestro su miembro. Pero si yo estaba en ese estado, el profesor Solares estaba peor. Sus gestos y la virulencia que lo aquejaban lo habían deformado. Su rostro enjuto era ahora todo arrugas y su cuerpo se había encorvado de tal modo que ya no era un hombre, sino una especie de primate, un mono trastornado por un placer agudo y punzante. Se jalaba y restregaba el miembro con tal fuerza que pensé se lo acabaría arrancando. Pero más me sorprendió verlo sostener, en la mano libre, una copa de vino vacía.

Cuando sus gemidos y estertores finalmente anunciaron la próxima descarga, Solares apuntó la cabeza henchida de su miembro al centro de la copa y desparramó una generosa descarga de semen que salpicó el interior del vidrio y se abultó hasta llenar la copa a un tercio de su capacidad. Ahora había echado la cabeza hacia atrás y lo podía escuchar resoplando con furia. Al mismo tiempo, Camilo se apartó de mí, alarmado quizás por el estruendo del maestro quien, por otra parte, con un rictus de placer, que bien podría ser uno de dolor, simplemente me alargó la copa.

No titubeé. Con el ano punzándome y escurriéndome, tomé la ofrenda como si fuera un cáliz y me la llevé a los labios. Lo bebí todo, dejándolo resbalar lentamente por mi paladar y mi garganta. Solares me observaba fascinado, animándome con sus gestos a degustar de su esperma. Ya lo había hecho con Camilo y ahora sólo faltaba esta otra demostración. Retuve algo del flujo en mi boca y la abrí para que el maestro viera el contenido. Lo paseé entre mi lengua y el paladar, enjuagándome la boca como quien cata un vino y finalmente me lo pasé echando mi cabeza hacia atrás. Mi cabello, lacio y dorado, resbaló en cascada y me detuve en ese instante, plena y rebosante, como buscando perpetuarlo.

Mientras el profesor me ayudaba a vestirme pronunció un monólogo imparable: “Señorita, yo soy un hombre decente y no podría contravenir la ética del magisterio. Jamás podría tocarla. Que no se diga que Horacio Solares alguna vez abusó de una alumna. Lo que usted ha hecho, lo ha hecho por voluntad propia, ¿no es así? Además, todo ha sido en aras del interés científico y de lo que, para ser precisos, podríamos llamar una comprobación metodológicamente concreta. La ciencia sólo puede avanzar mediante la comprobación empírica de sus postulados y la que usted ha hecho esta tarde resulta sobresaliente.”

Se detuvo unos segundos para tomar aire. Ya en el umbral de la puerta me miró fijamente y luego tomó mi mano. Se la llevó a los labios y la besó, como todo un caballero. Con una cierta precipitación disipó mi última duda: “Por lo demás, sólo puedo darle las gracias. Me ha dado usted una demostración extraordinaria, realmente fuera de lo común y debo pedirle, no, debo rogarle que se despreocupe. Ha aprobado usted el curso con las más altas calificaciones.”